Capítulo 19

Hubo sorpresas oscuras ese día.

El año de la reunión

Koralb

—Nos están siguiendo.

Zorraplateada se volvió en la silla y entrecerró los ojos.

—Mis dos niñeras malazanas. —Titubeó un momento y después añadió—: Dudo que podamos disuadirlas.

Kruppe sonrió.

—Es obvio que tu desaparición del campamento, invisible y preternatural, no fue del todo perfecta dentro de lo eficaz de tu hechicera. Más testigos, entonces, que darán fe del inminente y feroz acontecimiento al que nos dirigimos. ¿Te intimida el posible público, muchacha? Un defecto espantoso si es así…

—No, Kruppe, no me intimidan.

—¿Las aguardamos, entonces?

—Algo me dice que ellas lo prefieren así, a distancia. Continuamos, daru. Ya casi hemos llegado.

Kruppe examinó las colinas bajas cubiertas de hierba que los rodeaban. La luz del sol de la mañana era intensa y despojaba de las últimas sombras las amplias y poco profundas cuencas. Los dos se encontraban, salvo por las dos soldados malazanas a ochocientos metros de distancia, totalmente solos.

—Un ejército modesto, al parecer —comentó—. Atrincherados en madrigueras, sin duda.

—Su don y su maldición —respondió Zorraplateada—. Como polvo, en todas las cosas, los t’lan imass.

Al tiempo que hablaba (sus monturas los llevaban a un trote lento), comenzaron a aparecer formas en las colinas que los flanqueaban. Lobos demacrados que avanzaban a grandes y silenciosas zancadas. Los t’lan ay, al principio solo una veintena a cada lado, después por cientos.

La mula de Kruppe rebuznó, levantó las orejas de golpe y echó hacia atrás la cabeza.

—¡Cálmate, bestia! —exclamó el daru, con lo que sobresaltó al animal todavía más.

Zorraplateada se acercó con su caballo y calmó a la mula con un simple toque en el cuello.

Se acercaron a una colina de cima plana que había entre dos antiguos lechos fluviales secos desde hacía mucho tiempo; los canales eran amplios y las orillas estaban erosionadas, convertidas en suaves laderas. Zorraplateada ascendió a la cima, detuvo el caballo y desmontó.

Kruppe se apresuró a imitarla.

Los t’lan ay siguieron rodeándolos a distancia. El número de lobos ascendía ya a miles, espectros extraños entre el polvo que levantaban sus pasos incesantes.

Las dos marineras llegaron tras la rhivi y el daru, y sin que los t’lan ay les hicieran caso, subieron al paso con los caballos por la ladera.

—Va a hacer calor —comentó una.

—Mucho calor —dijo la otra mujer.

—Buen día para perderse una refriega.

—Pues sí. Además, no me interesaba mucho luchar contra los Tenescowri. Un ejército muerto de hambre es una visión patética. Esqueletos andantes…

—Una curiosa imagen, esa —dijo Kruppe—. Dadas las circunstancias.

Las dos marineras se quedaron calladas y lo estudiaron.

—Disculpad que interrumpa la charla —dijo Zorraplateada con tono seco—. Si tenéis la bondad de tomar posiciones detrás de mí. Gracias, no, un poco más atrás. Digamos unos cuatro metros como mínimo. Así servirá. Preferiría que no hubiera interrupciones, si no os importa, en lo que se va a producir.

La mirada de Kruppe (y sin duda las de las mujeres que lo flanqueaban) se habían posado más allá de ella, en las tierras bajas que rodeaban la colina, donde unos guerreros desecados, achaparrados y cubiertos de pieles se alzaban del suelo entre un mar de polvo resplandeciente. Una conjura repentina y sumida en un silencio extraño.

Como polvo, en todas las cosas

Pero el polvo había encontrado forma.

Filas irregulares, el brillo apagado de las armas de pedernal era una ondulación gris, negra y rojiza entre los tonos de betel de la piel marchita y pulida. Cascos hechos con cráneos de animales, unos cuantos con cuernos o astas, convertían cada ladera y cada cuenca en una extensión de huesos, como los adoquines manchados y mal alineados de alguna plaza inmensa. No había viento que agitase el cabello largo y desgreñado que colgaba bajo aquellos cascos de hueso y la luz del sol no podía disipar la sombra bajo los cascos y la protección de la frente que se tragaba las cuencas de los ojos. Pero cada mirada estaba clavada en Zorraplateada, una contemplación que era un peso inmenso.

En el espacio de apenas una docena de latidos, la planicie que los rodeaba se había desvanecido. Los t’lan imass, decenas de miles de ellos, se alzaban en su lugar, silenciosos, inmóviles.

Los t’lan ay ya no eran visibles, se alineaban más allá de la periferia de las legiones que se habían acumulado en la llanura. Guardianes. Parientes que había abjurado del Embozado.

Zorraplateada se volvió para mirar a los t’lan imass.

Silencio.

Kruppe se estremeció. En el aire flotaba el olor acre de la no muerte, la exhalación gélida del hielo moribundo, llena de algo parecido a la pérdida.

Desesperación. O quizá, después de esta aparente eternidad, solo las cenizas.

Hay, a nuestro alrededor, un saber antiguo, un saber que no puede negarse. Sin embargo, Kruppe se pregunta, ¿es esto acaso memoria de algo? ¿Recuerdos verdaderos? ¿De carne llena de vida y de la caricia del viento, de la risa de los niños? ¿Memorias del amor?

Cuando se está congelado entre la vida y la muerte, en ese interludio glacial, ¿qué puede existir del sentimiento mortal? Ni siquiera un eco. Solo la memoria del hielo, del hielo y nada más. Por los dioses del inframundo… tanto dolor

Se acercaron unas figuras a la ladera que había ante Zorraplateada. Sin armas, envueltos en pieles de bestias antiguas, extintas hacía mucho tiempo. Los ojos de Kruppe se centraron en uno en concreto, un invocahuesos de amplios hombros que llevaba un casco astado y la piel manchada de un zorro ártico. Con cierta conmoción, el daru se dio cuenta de que conocía a esa aparición.

Ah, nos encontramos otra vez, Pran Chole. Perdóname, pero se me rompe el corazón al contemplarte y ver en lo que te has convertido.

El invocahuesos de las astas fue el primero en dirigirse a Zorraplateada.

—Hemos venido —dijo— a la segunda reunión.

—Habéis venido —dijo Zorraplateada entre dientes— para responder a mi llamada.

El invocahuesos ladeó poco a poco la cabeza.

—Lo que eres fue creado hace mucho tiempo, guiado por la mano de un dios ancestral. Sin embargo, en el fondo, imass. Todo lo que sigue ha corrido por tus venas desde el momento de tu nacimiento. La espera, invocadora, ha sido larga. Soy Pran Chole, de kron t’lan imass. Yo me encontraba allí, con K’rul, para asistir a tu nacimiento.

La sonrisa con la que respondió Zorraplateada fue amarga.

—¿Eres tú mi padre, entonces, Pran Chole? Si es así, este encuentro ha llegado demasiado tarde. Para los dos.

La desesperación invadió a Kruppe. Aquella era una rabia antigua, contenida durante demasiado tiempo, que en ese instante volvía el aire gélido y quebradizo. Un intercambio pavoroso que marcaba las primeras palabras de la segunda reunión.

Pran Chole pareció marchitarse al oír las palabras de la joven. Su rostro desecado se hundió, como si al invocahuesos lo invadiera la vergüenza.

No, Zorraplateada, ¿cómo has podido hacer eso?

—Donde tú fuiste luego, hija —susurró Pran Chole—, yo no podía seguirte.

—Cierto —le soltó ella—. Después de todo, tenías un voto aguardándote. Un ritual. El ritual, el que convirtió vuestros corazones en ceniza. Todo por una guerra. Pero de eso se trata la guerra, ¿no? De irse. De abandonar el hogar. A tus seres queridos, en realidad; la propia capacidad de amar en sí. Decidiste abandonarlo todo. ¡Lo abandonaste todo! Abandonaste… —Zorraplateada se interrumpió de repente.

Kruppe cerró los ojos durante un breve instante para poder completar la frase de la mujer en su mente. Abandonaste… a tu hija.

La cabeza de Pran Chole continuaba inclinada. Al fin la levantó ligeramente.

—Invocadora, ¿qué querrías que hiciéramos?

—No tardaremos en llegar a eso.

Otro invocahuesos se adelantó entonces. La piel medio podrida de un gran oso pardo le cubría los hombros, parecía que la propia bestia se había alzado tras sus ojos ensombrecidos.

—Soy Okral Lom —dijo con una voz que parecía un trueno lejano—. Todos los invocahuesos de kron t’lan imass se encuentran ahora ante ti. Agkor Choom. Bendal Home. Ranag Ilm y Brold Chood. Kron, así mismo, que fue elegido caudillo en la primera reunión. Al contrario que Pran Chole, a nosotros no nos importa tu ira. No tuvimos ningún papel en tu creación, en tu nacimiento. No obstante, invocadora, te aferras a un malentendido. Pran Chole no puede considerarse en ningún sentido tu padre. Se encuentra aquí y acepta la carga de tu cólera porque es lo que es. Si quieres llamar a alguien padre, si requieres por tanto un rostro sobre el que pueda concentrarse el odio, debes entonces contenerte, pues el que buscas no se encuentra entre nosotros.

La sangre había ido desapareciendo poco a poco de la cara de Zorraplateada, como si no hubiera estado preparada para la brutal condena que le había lanzado aquel invocahuesos.

—¿N… no está entre vosotros?

—Tus almas se forjaron en la senda de Tellann, pero no en el pasado remoto (el pasado en el que vivió Pran Chole), no al principio, en cualquier caso. Invocadora, la senda desvelada de la que hablo pertenecía a la primera espada, Onos T’oolan. Ahora carece de clan y camina solo, y esa soledad ha retorcido el poder que tenía sobre Tellann…

—¿Retorcido? ¿Cómo?

—Por lo que busca, por lo que se halla en el corazón de sus deseos.

Zorraplateada sacudía la cabeza como si luchara por negar todo lo que le decía Okral Lom.

—¿Y qué busca?

El invocahuesos se encogió de hombros.

—Invocadora, eso no tardarás en descubrirlo, pues Onos T’oolan ha oído tu llamada para una segunda reunión. Llegará, sin embargo, bastante tarde.

Kruppe observó que Zorraplateada volvía a posar la mirada poco a poco en Pran Chole, que había inclinado la cabeza una vez más.

Al asumir la responsabilidad de su creación, este invocahuesos le ofreció un regalo, algo en lo que concentrar su rabia, una víctima que se alzara ante ella cuando la desatara. Te recuerdo, Pran Chole, de allí, de mi mundo soñado. Tu rostro, la compasión de tus ojos. ¿Tendría el valor de preguntar si fuisteis los imass, en verdad, una vez todos así?

Otra pareja surgía entre las filas de los reunidos. En el silencio que siguió a las palabras de Okral Lom, el más destacado fue quien habló.

—Soy Ay Estos, de logros t’lan imass. —Las pieles de unos lobos árticos colgaban de ese invocahuesos, que era más alto y más delgado que los otros.

La respuesta de Zorraplateada fue casi distraída.

—Te saludo, Ay Estos. Tienes venia para hablar.

El t’lan imass se lo agradeció con una inclinación y después empezó.

—Logros no pudo enviar más que dos invocahuesos a esta reunión por la razón que me gustaría explicarte. —El t’lan imass hizo una pausa pero luego, cuando Zorraplateada no le contestó, continuó—. Los logros t’lan imass dan caza a los renegados, a nuestro propio pueblo, aquellos que han quebrado el voto. Se han cometido crímenes, invocadora, a los que responder. He venido, así pues, en nombre del clan de Logros.

Zorraplateada se sacudió un momento y arrancó, con un esfuerzo visible, su mirada de Pran Chole. Después respiró hondo y se irguió.

—Has dicho —dijo con tono inexpresivo— que hay otro invocahuesos del clan Logros presente.

El t’lan imass vestido de lobo se hizo a un lado. La figura que se encontraba tras él era de huesos inmensos, el cráneo bajo la piel fina y marchita era bestial. La mujer vestía un manto de piel correoso hecho de escamas que le colgaba hasta el suelo. Desprovista de casco, el cráneo amplio y plano revelaba solo unos cuantos parches de piel y cada uno no lucía más que unos cuantos mechones de cabello largo y blanco.

—Olar Ethil —dijo Ay Estos—. Primera entre los invocahuesos. Eleint, la primera soletaken. No ha viajado conmigo, pues Logros le impuso otra tarea que la ha alejado de los clanes. Hasta este día, entre los de Logros no se había visto a Olar Ethil en muchos años. Eleint, ¿quieres hablar del éxito o del fracaso de lo que has buscado?

La primera invocahuesos ladeó la cabeza y después se dirigió a Zorraplateada.

—Invocadora, al ir acercándome a este lugar, empezaste a dominar mis sueños.

—Lo hice, aunque no sabía quién eras. Podemos discutir eso en otro momento. Háblame de esa tarea que te impuso Logros.

—Logros me envió en busca de los ejércitos t’lan imass que quedaran, los que conocíamos de la primera reunión. Los ifayle, los kerluhm, los bentract y los orshan.

—¿Y los has encontrado? —preguntó la invocadora.

—Los cuatro clanes restantes de bentract t’lan imass se encuentran en Jacuruku, creo, pero atrapados en el interior de la senda del Caos. Busqué allí, invocadora, sin éxito. Sobre los orshan, los ifayle y los kerluhm he de informar de mi fracaso a la hora de descubrir alguna señal. De lo que se colige que ya no existen.

Zorraplateada quedó claramente conmocionada por las palabras de Olar Ethil.

—Tantos… —susurró— ¿perdidos? —Un momento después, Kruppe la vio prepararse para lo peor—. Olar Ethil, ¿qué inspiró a Logros a que te despachara a buscar a los restantes ejércitos?

—Invocadora, el primer trono ha encontrado un ocupante digno. A Logros se lo ordenó el ocupante.

—¿Un ocupante? ¿Quién?

—Un mortal conocido entonces como Kellanved, emperador de Malaz.

Zorraplateada no dijo nada durante un largo instante.

—Por supuesto —dijo después—. Pero ya no lo ocupa, ¿no es cierto?

—Ya no lo ocupa, invocadora, sin embargo tampoco lo ha cedido.

—¿Qué significa eso? Ah, porque el emperador no murió, ¿verdad?

Olar Ethil asintió.

—Kellanved no murió. Ascendió y es Tronosombrío. Si hubiera fallecido de verdad, el primer trono se encontraría vacante una vez más. No lo hizo, así que no lo está. Nos hallamos en un punto muerto.

—Y cuando ocurrió ese… acontecimiento, el resultado fue que cesasteis de servir al Imperio de Malaz y dejasteis que Laseen se las arreglara sola durante los primeros años cruciales de su gobierno.

—Eran tiempos inciertos, invocadora. Los logros t’lan imass estaban divididos. El descubrimiento de supervivientes jaghut en el Jhag Odhan resultó una distracción oportuna, aunque breve. Hay clanes entre nosotros que han regresado desde entonces al servicio del Imperio de Malaz.

—¿Y fue el cisma el responsable de los renegados que el resto persigue ahora?

Ah, ha recuperado su ingenio, afilado y cortante. Es información vital, sin duda. Renegados entre los t’lan imass

—No, invocadora. Los renegados han hallado otro camino, que hasta el momento permanece oculto para nosotros. En ocasiones han empleado la senda del Caos en su huida.

¿Caos? Me pregunto ante quién se arrodillan ahora esos t’lan imass renegados. No, no has de darle vueltas. Sigue siendo una amenaza lejana, sospecha Kruppe. Todo en su momento

—¿Qué forma soletaken asumes, Olar Ethil? —preguntó Zorraplateada.

—Cuando me transformo, soy un gemelo no muerto de Tiam, que engendró a todos los dragones.

No se añadió nada más. Los miles de t’lan imass permanecieron inmóviles, silenciosos. Pasaron una veintena de latidos en el pecho de Kruppe. Al fin, el gordito carraspeó y se acercó a Zorraplateada.

—Parece, muchacha, que aguardan tus órdenes, sean cuales sean. Una resolución razonab…

Zorraplateada se dio la vuelta y lo miró.

—Por favor —dijo entre dientes—. Nada de consejos. Esta es mi reunión, Kruppe. Déjamela a mí.

—Por supuesto, querida. Mis más humildes disculpas. Por favor, reanuda tus vacilaciones.

La joven hizo una mueca agria.

—Cabrón insolente.

Kruppe sonrió.

Zorraplateada se volvió de nuevo hacia los t’lan imass que aguardaban.

—Pran Chole, por favor, disculpa mis anteriores palabras.

El t’lan imass levantó la cabeza.

—Invocadora, soy yo el que debe pedirte perdón.

—No. Okral Lom tenía razón al condenar mi cólera. Tengo la sensación de que llevo esperando este encuentro desde hace mil vidas, las expectativas, la presión…

Kruppe se aclaró la garganta.

—¿Mil vidas, Zorraplateada? Has de escrutar con más atención a los que se alzan ante ti…

—Gracias, ya es suficiente, Kruppe. Créeme, soy muy capaz de castigarme sola sin pedirte ningún tipo de ayuda.

—Por supuesto —murmuró el daru.

Zorraplateada posó la mirada en Pran Chole una vez más.

—Me gustaría hacerte a ti y a los tuyos una pregunta.

—Aguardamos, invocadora.

—¿Queda algún jaghut?

—De pura raza no sabemos más que de uno en este reino. Uno que se oculta no al servicio de un dios ni al servicio de las Casas Azath.

—Y lo hallaremos en el corazón del Dominio Painita, ¿verdad?

—Sí.

—Comanda a los k’chain che’malle no muertos. ¿Cómo puede ser?

Kruppe observó la vacilación en Pran Chole cuando el invocahuesos respondió.

—No lo sabemos, invocadora.

—Y cuando sea destruido, Pran Chole, ¿entonces qué?

El invocahuesos pareció quedarse desconcertado por la pregunta.

—Invocadora, esta es tu reunión. Eres de carne y hueso, nuestra carne y hueso, renacida. Cuando se asesine al último jaghut…

—¡Un momento, si tienes la bondad! —dijo Kruppe al tiempo que se adelantaba otro paso. Zorraplateada siseó exasperada, pero el daru continuó—. Pran Chole, ¿recuerdas al ilustre Kruppe?

—Lo recuerdo.

—¿Al ilustre e inteligente Kruppe, sí? Has dicho que no sabes más que de un jaghut. Sin duda una afirmación bastante exacta. No obstante, decir eso no es en realidad lo mismo que decir que no queda más que uno, ¿verdad? Así pues, no estás seguro, ¿no es cierto?

Olar Ethil le respondió.

—Mortal, quedan otros jaghut. Aislados. Ocultos. Han aprendido a esconderse muy bien, desde luego. Creemos que existen, pero no los encontramos.

—Sin embargo, buscáis un final oficial para la guerra, ¿no es verdad?

Un susurro de movimiento se extendió entre las filas de no muertos.

Zorraplateada se giró en redondo para mirarlo.

—¿Cómo lo sabías, maldito seas?

Kruppe se encogió de hombros.

—Dolor sin par e insuperable. En verdad desean convertirse en polvo. Si tuvieran ojos, Kruppe no vería la verdad escrita con más claridad. Los t’lan imass ansían caer en el olvido.

—Cosa que yo solo concedería si todos los jaghut de este mundo hubieran dejado de existir —dijo Zorraplateada—. Pues esa es la carga que han puesto sobre mis hombros. El propósito que me estaba destinado. La eliminación de la amenaza de la tiranía, al fin y de una vez por todas. Solo entonces podría concederles a los t’lan imass el olvido que reclaman, eso es lo que me exige el ritual, pues es un vínculo que no se puede romper.

—Debes dirigir el pronunciamiento, invocadora —dijo Okral Lom.

—Sí —respondió ella sin dejar de mirar furiosa a Kruppe.

—Tus palabras —añadió Pran Chole— pueden hacer pedazos los lazos del ritual.

La mujer volvió la cabeza de golpe.

—¿Así de fácil? Y sin embargo… —Miró de nuevo al daru y frunció el ceño—. Kruppe, me obligas a declarar abiertamente una verdad desagradable…

—Sí, Zorraplateada, pero no la misma verdad que tú pareces ver. No, Kruppe ha desvelado una verdad más profunda, más conmovedora.

La mujer se cruzó de brazos.

—¿Y cuál es?

Kruppe estudió el mar de figuras no muertas, entrecerró los ojos y los clavó en las cuencas ensombrecidas de un sinfín de ojos. Después de un largo instante, suspiró y fue un suspiro entrecortado por la emoción.

—Ah, querida mía, mira otra vez, por favor. Fue un engaño patético que ni siquiera merece la pena condenar. Has de comprender, si tienes la bondad, el comienzo de todo. La primera reunión. No había más que un enemigo entonces. Un pueblo del que surgían los tiranos. Pero el tiempo pasa, ¿verdad? Y ahora, la dominación y los tiranos abundan por todos lados, ¿pero acaso son jaghut? No lo son. Son humanos en su mayor parte, ¿verdad?

»¿La verdad con todas sus capas? Muy bien, Zorraplateada, los t’lan imass han ganado su guerra. Si un nuevo tirano surgiera entre los pocos jaghut que quedan ocultos, esa persona no encontraría un mundo tan sencillo de conquistar como lo fue en otro tiempo. Hay dioses para oponerse a ese esfuerzo, ¡no, hay simples ascendientes! Hombres como Anomander Rake, mujeres como Korlat, ¿es que has olvidado el destino del último tirano jaghut?

»El momento ha pasado, Zorraplateada. Para los jaghut y por tanto para los t’lan imass. —Kruppe posó una mano en el hombro de la joven y la miró a los ojos—. Invocadora —le susurró—, estos guerreros indomables están… cansados. Cansados más allá de toda comprensión. Llevan existiendo cientos de miles de años por una sola causa. Y esa causa es ahora… una farsa. Sin sentido. Irrelevante. Quieren que termine, Zorraplateada. Intentaron arreglarlo con Kellanved y el primer trono, pero el esfuerzo fracasó. Así pues te dieron forma a ti, a lo que te convertirías. Para esta única tarea.

»Redímelos. Por favor.

Pran Chole habló entonces.

—Invocadora, destruiremos al jaghut que se oculta dentro de este Dominio Painita y después nos gustaría pedir el fin. Kruppe está en lo cierto. No tenemos razón de existir, pues existimos sin honor y eso nos está destruyendo. La caza de los renegados logros t’lan imass no es más que el principio. Perderemos a más de los nuestros, o eso tememos.

Kruppe vio que Zorraplateada estaba temblando, pero las palabras de la mujer brotaron sometidas a un férreo control cuando se dirigió al chamán astado.

—Me creas como la primera invocahuesos de carne y hueso en casi trescientos mil años. La primera y, al parecer, la última.

—Haz lo que te pedimos, invocadora, y el resto de tu vida será tuya.

—¿Qué vida? No soy rhivi ni malazana. Ni siquiera soy humana de verdad. ¡Ninguno de vosotros lo entiende! —La mujer señaló con un dedo a Kruppe y las dos marineras para completar un gesto que lo abarcaba todo—. ¡Ninguno de vosotros! Ni siquiera Paran, que cree… No, de lo que cree ya me ocuparé en su momento, no es para ninguno de vosotros. ¡T’lan imass! ¡Soy de los vuestros, malditos seáis! ¡Vuestra primera hija en trescientos mil años! ¿Me vais a abandonar otra vez?

Kruppe dio un paso atrás. ¿Otra vez? Oh, dioses del inframundo

—Zorraplateada…

—¡Silencio!

Pero no cayó el silencio. En su lugar, un susurro y un crujido cruzaron el aire y Zorraplateada y Kruppe se giraron hacia el sonido.

Y vieron decenas de miles de t’lan imass que se hincaban de rodillas con las cabezas inclinadas.

Olar Ethil fue la última que quedó en pie y fue la que habló.

—Invocadora, te rogamos que nos liberes. —Y con esas palabras, ella también se acomodó en el suelo.

La escena clavó un cuchillo en el alma de Kruppe y lo retorció. Incapaz de hablar, apenas capaz de respirar, se limitó a quedarse mirando la multitud quebrada con un horror creciente. Y cuando Zorraplateada les respondió, el corazón del daru amenazó con estallar.

—No.

A lo lejos, por todas partes, los lobos no muertos comenzaron a aullar.

—¡Por el aliento del Embozado! —maldijo una de las marineras.

Sí, la suya es una voz de un dolor tan sobrenatural que desgarra la mente humana. Oh, K’rul, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Uno supone una cierta falta de complejidad en personas cuyas vidas son tan cortas.

Whiskeyjack sonrió con amargura.

—Si se supone que eso es una disculpa, tendrás que hacerlo mejor, Korlat.

La tiste andii suspiró y se pasó una mano por el largo cabello negro en un gesto muy humano.

—Claro que —continuó el malazano— de ti, mujer, hasta un simple gruñido sirve.

Los ojos de la tiste andii destellaron.

—¿Oh? ¿Y cómo debo tomarme eso?

—Prueba a tomártelo como lo que era, muchacha. No he disfrutado mucho de los últimos días y preferiría que continuáramos como estábamos, así que aceptaré lo que haya. Ya está, no puedo decirlo de forma más sencilla.

La mujer se inclinó en la silla de montar y posó su mano en el brazo cubierto por la cota de malla del guerrero.

—Gracias. Parece que soy yo la que necesita que se simplifiquen las cosas.

—Ante eso, mis labios están sellados.

—Eres un hombre sabio, Whiskeyjack.

La llanura que tenían ante ellos, a una distancia de mil setecientos metros pero acercándose, hervía de Tenescowri. Sus filas no guardaban orden alguno, salvo el jinete solitario que cabalgaba ante ellos, un joven delgado y demacrado a lomos de un percherón roano con la columna combada. Justo detrás del joven (que Whiskeyjack supuso que era Anaster) se alineaba alrededor de una docena de mujeres. Con los cabellos revueltos y lanzando chillidos intempestivos, un aura de locura y horror oscuro las rodeaba.

—Las mujeres de la semilla de los muertos, supongo —dijo Korlat al observar la mirada del guerrero—. Ahí hay un poder hechicero. Creo que son la verdadera guardia personal del primer hijo.

Whiskeyjack se giró en la silla para examinar a las legiones malazanas que formaban tras él, a cuarenta metros de distancia.

—¿Dónde está Anomander Rake? Esa chusma podría cargar contra nosotros en cualquier momento.

—No lo hará —aseveró Korlat—. Esas brujas perciben la cercanía de mi señor. Están inquietas y le gritan a su hijo predilecto para que tenga cuidado.

—¿Pero querrá escucharlas?

—Mejor será…

Un rugido hizo pedazos sus palabras.

Los Tenescowri se lanzaban a la carga, una marea que se alzaba con una desesperación que no parecía temerle a nada. Una oleada de poder procedente de las mujeres de la semilla de los muertos asaltó físicamente a Whiskeyjack e hizo que en su corazón bramara un extraño pánico.

Korlat siseó entre dientes.

—¡Resístete al miedo, mi amor!

Whiskeyjack lanzó un gruñido, sacó la espada y le dio la vuelta al caballo para mirar a sus tropas. Aquel hechizo de terror los había alcanzado y había azotado las filas. Estas vibraron, pero ni un solo soldado retrocedió. Un momento después, los malazanos se tranquilizaron.

—¡Cuidado! —exclamó Korlat—. ¡Llega mi señor en todo su poder!

El aire pareció descender y gemir bajo un peso inmenso e invisible. El cielo se oscureció con un pavor palpable.

El caballo de Whiskeyjack tropezó, las patas se le combaron por un momento antes de que el animal recuperara el equilibrio. La bestia chilló.

Un viento frío y cortante silbó con fiereza y aplastó las hierbas ante el comandante y Korlat, después golpeó la masa de Tenescowri que cargaba contra ellos.

Las mujeres de la semilla de los muertos fueron arrojadas hacia atrás, tambaleándose, tropezando antes de caer al suelo, donde se retorcieron. Tras ellas, los que encabezaban la multitud intentaron detenerse, pero los atropellaron. En un solo latido, las filas de la vanguardia se derrumbaron en medio del caos, figuras que se abalanzaban furiosas sobre otras, cuerpos pisoteados o empujados entre miembros que se agitaban.

El dragón negro de la crines plateadas sobrevoló la cabeza de Whiskeyjack y se adelantó, majestuoso, sobre ese gélido vendaval.

Lo aguardaba la solitaria figura de Anaster, a lomos de su caballo roano, que ni siquiera se había estremecido. La vanguardia de los Tenescowri era un muro que se derrumbaba tras el primer hijo.

Anomander Rake descendió sobre el joven.

Anaster se irguió en la silla y abrió mucho los brazos.

Unas garras enormes cayeron sobre él de golpe, se cerraron alrededor del primer hijo y lo arrancaron del caballo.

El dragón se irguió hacia los cielos con su premio.

Después pareció tambalearse en el aire.

—¡Dioses, es un veneno! —exclamó Korlat.

La pata del dragón se agitó hacia un lado y lanzó a Anaster por los aires. El joven giró en redondo y empezó a dar volteretas por el aire como una muñeca de trapo. Después se desplomó sobre la multitud de Tenescowri por la derecha y desapareció. Anomander Rake se irguió, bajó la cabeza con forma de cuña y se acercó al ejército de campesinos. Se abrió una boca llena de colmillos.

De ese buche salió Kurald Galain puro. Una oscuridad turbia que Whiskeyjack había visto antes, mucho tiempo atrás, fuera de la ciudad de Pale. Claro que en aquel entonces estaba muy controlada. Y en fecha más reciente, cuando era Korlat la que lo guiaba por la senda en sí; una vez más, en calma. Pero en esos instantes la senda ancestral de la Oscuridad estaba desatada, salvaje.

Así que hay otra forma de entrar en la senda de Kurald Galain, justo por la garganta de ese dragón.

Una ringlera amplia y aplastada barrió a los Tenescowri. Los cuerpos se disolvían en la nada y no dejaban más que ropas raídas. El vuelo del dragón era inalterable y abría un camino de aniquilación que dividía el ejército en dos mitades que hervían y retrocedían.

Una vez completada la primera pasada, Anomander Rake se alzó por los cielos y viró para hacer otra.

No hubo necesidad. Las fuerzas Tenescowri se habían roto y las figuras se dispersaban en todas direcciones. En algunos lugares, como vio Whiskeyjack, se volvía sobre sí misma, como un perro mordiéndose sus propias heridas. Asesinatos sin sentido, autodestrucción, todo lo que salía del terror ciego e irracional.

El dragón se deslizó sobre la multitud que se retorcía, pero no desató su senda por segunda vez.

Después, Whiskeyjack vio que Anomander Rake giraba la cabeza.

El dragón bajó un poco más, una amplia extensión se despejó ante él cuando los Tenescowri se apartaron de golpe y dejaron solo una decena de figuras en el suelo, tendidas pero dando señales de movimiento de todos modos; las figuras intentaban ponerse de nuevo en pie, poco a poco, con gestos agónicos.

Las mujeres de las semillas de los muertos.

El dragón, que volaba en ese momento a la altura de un hombre sobre el suelo, se desdibujó al precipitarse sobre las brujas; después recuperó su forma de señor de Engendro de Luna, se dirigió sin prisas hacia las mujeres y levantó la mano para sacar la espada.

—Korlat…

—Lo siento, Whiskeyjack.

—Va a…

—Lo sé.

Whiskeyjack se quedó mirando, horrorizado, cuando Anomander Rake alcanzó a la primera de las mujeres, una arpía escuálida y encorvada que le llegaba al tiste andii por la cintura, y blandió a Dragnipur.

La cabeza de la mujer cayó al suelo, a los pies de su dueña, entre un torrente de sangre y vísceras. El cuerpo consiguió dar un paso a un lado, como si ejecutara un baile espeluznante y después se desplomó.

Anomander Rake se acercó a la siguiente mujer.

—No, esto no está bien…

—Por favor…

Whiskeyjack hizo caso omiso del ruego de Korlat y azuzó su caballo, que bajó la ladera a medio galope y después continuó a galope tendido cuando se niveló el suelo.

Otra mujer cayó asesinada y después una tercera antes de que llegara el malazano y contuviera al caballo de repente justo en el camino de Rake.

El señor de Engendro de Luna se vio obligado a detener sus zancadas. Levantó la cabeza, sorprendido, y después frunció el ceño.

—Déjalo ya —dijo Whiskeyjack entre dientes. Advirtió que todavía portaba la espada desenvainada y descubrió que los ojos inhumanos de Rake lo notaban por casualidad antes de responder.

—Hazte a un lado, amigo mío. Es un acto de clemencia…

—No, es un juicio, Anomander Rake. Y —añadió después con los ojos clavados en la hoja negra de Dragnipur— una sentencia.

La respuesta que le ofreció el gran señor fue extrañamente melancólica.

—Te gustaría que así fuera, Whiskeyjack. No obstante, reclamo el derecho de juzgar a estas criaturas.

—No me opondré a eso, Anomander Rake.

—Ah, entonces es la… sentencia.

—Así es.

El gran señor envainó su espada.

—Entonces debes hacerlo tú en persona, amigo mío. Y rápido, pues comienzan a recuperar sus poderes.

El guerrero se estremeció en la silla de montar.

—No soy ningún verdugo.

—Pues será mejor que te conviertas en uno, o bien hazte a un lado. Ahora.

Whiskeyjack hizo girar su caballo. Las siete mujeres que quedaban comenzaban ya a recuperar el sentido, aunque el guerrero vio en la que estaba más próxima una mirada vidriada de incomprensión que persistía en sus cansados ojos amarillentos.

Que el Embozado me lleve

Azuzó a su montura y sacó la espada justo a tiempo para clavar la punta en el pecho de la mujer que tenía más cerca.

La piel seca se abrió casi sin esfuerzo. Los huesos se partieron como simples ramas. La víctima se tambaleó hacia atrás y cayó.

Whiskeyjack espoleó a su caballo, sacudió la sangre de la espada y después, al llegar a la siguiente mujer, blandió el arma de lado y le rebanó la garganta.

Se obligó a contener sus pensamientos y a mantenerlos a raya y se concentró en la mecánica de las acciones. No podía haber errores. Nada de fallos que prolongara el dolor de sus víctimas. Ejecuciones precisas, una tras otra, guiando por instinto el caballo, cambiando el peso en la silla, preparando la hoja, clavando la espada de golpe o asestando cuchilladas, como mejor conviniese.

Una, después otra y después otra.

Hasta que, al darle la vuelta a su montura, comprobó que había terminado. Todo había terminado.

Su caballo daba patadas en el suelo sin dejar de dibujar un círculo. Whiskeyjack levantó la cabeza.

Y divisó la hueste de Unbrazo alineada sobre el risco que tenía a su izquierda, el espacio entre ellos estaba cubierto de cuerpos pisoteados, pero aparte de eso era espacio abierto. Sin obstáculos.

Sus soldados.

Alineados sobre el risco. En silencio.

Han presenciado esto… Ahora sí que estoy condenado. Ya no hay vuelta atrás. Da igual cuáles sean las palabras para explicarlo, para justificarlo. No importan los crímenes cometidos por mis víctimas. He asesinado. No a soldados, no a adversarios armados sino a criaturas asaltadas por la locura, aturdidas y sin sentido, criaturas que nada comprendían.

Se volvió y se quedó mirando a Anomander Rake.

El señor de Engendro de Luna le devolvió la mirada sin inmutarse.

Esta carga… no es la primera vez que la tomas, la asumiste hace ya mucho tiempo, ¿verdad? Esta carga que ahora asalta mi alma es con lo que vives, con lo que hace siglos que vives. El precio de la espada que llevas a la espalda

—Deberías habérmelo dejado a mí, amigo mío —dijo en voz baja el tiste andii—. Podría haber insistido, pero no quería cruzar mi filo con el tuyo. Así pues —añadió con una sonrisa pesarosa—, el hecho de abrir mi corazón ha demostrado una vez más que es una maldición. Reclama a aquellos a los que quiero en virtud de esa misma emoción. Ojalá hubiera aprendido la lección hace mucho tiempo, ¿no estás de acuerdo?

—Parece —consiguió decir Whiskeyjack— que hemos encontrado algo nuevo en común.

Anomander Rake entrecerró los ojos.

—No es lo que yo hubiera querido.

—Lo sé. —El guerrero se aferró a su autocontrol—. Siento no haberte dado alternativa.

Los dos hombres se miraron.

—Creo que el pueblo de Korlat ha atrapado al tal Anaster —dijo Rake después de un momento—. He de ocuparme de él, ¿quieres acompañarme?

Whiskeyjack se estremeció.

—No, amigo mío —continuó Rake—. Renuncio a juzgarlo a él. Dejémosle eso a otros, ¿te parece?

Un juicio militar, quieres decir. Esa estructura rígida que con tanta facilidad absuelve de la responsabilidad personal. Por supuesto. Ahora ya tenemos tiempo para eso, ¿no?

—De acuerdo, mi señor. Tú primero, si tienes la bondad.

Con otra sonrisa leve y melancólica, Anomander Rake pasó a su lado a grandes zancadas.

Whiskeyjack envainó la espada ensangrentada y lo siguió.

Se quedó mirando la amplia espalda del tiste andii y el arma que colgaba de ella.

Anomander Rake, ¿cómo soportas esta carga, la carga que a mí me ha roto el corazón en mil pedazos?

Pero no, no es eso lo que me desgarra de este modo.

Señor de Engendro de Luna, me pediste que me hiciera a un lado y lo llamaste clemencia. Te entendí mal. Clemencia no con las mujeres de la semilla de los muertos, sino conmigo. De ahí la triste sonrisa que esbozaste cuando dije que no.

Ah, amigo mío, vi solo tu brutalidad y eso te hizo daño.

Mejor, para los dos, si hubieras cruzado filos conmigo.

Para los dos.

Y yo… yo no merezco tales amigos. Ah, viejo, los gestos necios te atormentan. Acaba de una vez. Que sea esta tu última guerra.

Que sea la última.

Korlat esperaba con su pueblo tiste andii, rodeaban la demacrada figura que era Anaster, primer hijo de la semilla de los muertos, en un lugar cerca de donde el joven había caído cuando Anomander Rake lo había lanzado por los aires.

Whiskeyjack descubrió lágrimas en los ojos de su amante y la visión de esas lágrimas le provocó una punzada de dolor en las tripas. Se obligó a apartar la mirada. Aunque en esos momentos la necesitaba, y quizás ella a su vez necesitaba que él compartiera todo lo que era obvio que esta entendía, eso tendría que esperar. El guerrero decidió seguir el ejemplo de Anomander Rake, para quien el control era una armadura y a la vez, si lo exigían las circunstancias, un arma.

Se acercaban varios jinetes desde la posición malazana y también desde la de Brood. Habría testigos para lo que iba a acontecer, y que ahora maldiga tales verdades es la verdadera revelación de lo bajo que he caído. ¿Cuándo, hasta ahora, he temido que hubiera testigos de lo que hacía o decía? Reina de los Sueños, perdóname. Me encuentro en una pesadilla viviente y el monstruo que me persigue no es otro que yo mismo.

Whiskeyjack detuvo el caballo ante los tiste andii que se habían reunido y pudo examinar a Anaster de cerca por primera vez.

Desarmado, magullado y manchado de sangre, con la cabeza girada, el joven tenía un aspecto lamentable, débil y pequeño.

Pero siempre ocurre lo mismo con los líderes caídos. Ya sean reyes o comandantes, la derrota los marchita

Y entonces contempló la cara del muchacho. Algo le había sacado uno de los ojos y había dejado una mezcla confusa de sangre de color rojo profundo. El ojo que le quedaba se alzó y se clavó en Whiskeyjack. Absorto, pero horripilantemente inerte a la vez, con una mirada fría y a la vez casual, curiosa pero también de una indiferencia inmensa, fundamental.

—El asesino de mi madre —dijo Anaster con voz cantarina, después ladeó la cabeza para seguir estudiando al malazano.

La voz de Whiskeyjack era ronca.

—Lo siento, primer hijo.

—Yo no. Estaba loca. Era prisionera de sí misma, estaba poseída por sus propios demonios. No era la única con esa maldición, debemos suponer.

—Ya no —respondió Whiskeyjack.

—Es como una plaga, ¿no es cierto? Que se extiende sin parar. Que devora vidas. Por eso, en último término, fracasaréis. Todos vosotros. Os convertís en lo que destruís.

El tono de la respuesta de Anomander Rake fue espantoso y vulgar.

—Nada más apropiado podía decir un caníbal. ¿Qué crees tú, Anaster, que deberíamos hacer contigo? Y sé sincero.

El joven volvió su singular mirada hacia el señor de Engendro de Luna. La seguridad en sí mismo que pudiera poseer pareció vacilar de repente, porque alzó una mano tímida que flotó ante la cuenca ensangrentada del ojo arrancado y su rostro pálido empalideció todavía más.

—Mátame —susurró.

Rake frunció el ceño.

—¿Korlat?

—Sí, ha perdido el control. Su miedo tiene rostro. Un rostro que no he visto jamás…

Anaster se volvió hacia ella.

—¡Cállate! ¡No has visto nada!

—Hay oscuridad en tu interior —respondió ella con tono sereno—. Un primo virulento de Kurald Galain. Una oscuridad del alma. Cuando titubeas, niño, vemos lo que se oculta en su interior.

—¡Mentirosa! —siseó el muchacho.

—La cara de un soldado —dijo Anomander Rake. Después se giró poco a poco hacia el oeste—. De la ciudad. De Capustan. —Se giró de nuevo hacia Anaster—. Sigue allí, ¿verdad? Parece, mortal, que has adquirido un némesis, alguien que promete algo diferente de la muerte, algo mucho más terrible. Interesante.

—¡No lo entiendes! ¡Es Itkovian! ¡El yunque del escudo! ¡Desea mi alma! ¡Por favor, mátame!

Dujek y Caladan Brood habían llegado de las líneas aliadas, así como Kallor y Artanthos. Todos permanecían sentados en sus caballos, vigilantes, en silencio.

—Quizá lo hagamos —respondió el señor de Engendro de Luna después de un instante—. En su momento. Por ahora te llevaremos con nosotros a Capustan…

—¡No! ¡Por favor! ¡Matadme ya!

—No veo absolución en tu locura concreta, muchacho —dijo Anomander Rake—. No hay motivo alguno para tener clemencia. Todavía no. Quizás, al conocer a ese tal… ¿Itkovian?, que tanto te aterroriza juzguemos la situación de otro modo y te concedamos un final rápido. Puesto que eres nuestro prisionero, estamos en nuestro derecho. Es posible que te evitemos la pena de tu némesis, después de todo. —Miró a Brood y a los otros—. ¿Aceptable?

—Sí —gruñó Dujek con los ojos clavados en Whiskeyjack.

—De acuerdo —dijo Brood.

Anaster realizó un esfuerzo desesperado por quitarle una daga a un guerrero tiste andii que tenía al lado, daga que se le negó sin ningún esfuerzo. El joven se derrumbó entonces, sollozando y de rodillas, con el delgado cuerpo atormentado por los suspiros.

—Será mejor que os lo llevéis —dijo Anomander Rake tras estudiar a la figura desplomada—. No está actuando.

Eso quedaba patente para todos los presentes.

Whiskeyjack azuzó su caballo y se colocó junto a Dujek.

El hombre lo saludó con la cabeza.

—Eso ha sido lamentable, maldita sea —murmuró después.

—Desde luego.

—De lejos parecía…

—No parecía nada bueno, puño supremo, porque no lo era.

—Has de entender, Whiskeyjack, que comprendo tu… tu clemencia. La espada de Rake… pero, maldita sea, ¿no podrías haber esperado?

Las explicaciones, las justificaciones sólidas, atestaban la mente de Whiskeyjack, pero lo único que dijo fue:

—No.

—Las ejecuciones exigen ciertos procedimientos…

—Entonces despójame de mi rango, señor.

Dujek hizo una mueca y apartó la mirada. Después lanzó un suspiro áspero.

—No me refería a eso, Whiskeyjack. Conozco bien la importancia de esos procedimientos, la verdadera razón para que existan ya en primer lugar. El hecho de poder compartir medidas necesarias pero brutales…

—Hace disminuir el coste personal, sí —respondió Whiskeyjack en tono bajo—. No cabe duda de que Anomander Rake podría haber incluido con facilidad esas pocas almas en su legendaria lista. Pero esas vidas las quité yo en su lugar. Disminuí su coste personal. Un esfuerzo ínfimo, es cierto, y un esfuerzo que él no me pidió. Pero ya está hecho. Problema resuelto.

—Está cualquier cosa menos resuelto —dijo Dujek entre dientes—. Soy tu amigo…

—No. —No corremos el riesgo de cruzar las espadas, así que no habrá que compartir esto—. No —repitió. Esta vez no.

Casi pudo oír a Dujek haciendo rechinar los dientes.

Korlat se reunió con ellos.

—Un joven extraño el que se conoce con el nombre de Anaster.

Los dos malazanos se volvieron al oírla.

—¿Te sorprende? —le preguntó Dujek.

La mujer se encogió de hombros.

—Había mucho oculto en la oscuridad de su alma, puño supremo. Algo más que la simple cara de un soldado. No soportaba guiar a su ejército. No soportaba ver la hambruna, la pérdida y la desesperación. Y por ello resolvió enviarlo a la muerte, a una aniquilación absoluta. Como acto de misericordia, nada menos. Para aliviar el sufrimiento.

»En cuanto a sí mismo, cometió crímenes a los que solo se podía responder con la muerte. Que lo ejecutaran aquellos supervivientes que quedaran entre sus víctimas. Pero no una simple muerte, él busca algo más. Busca la condenación como sentencia. Una eternidad de condenación. No alcanzo a entender semejante odio por sí mismo.

Yo sí, pues siento que yo también me tambaleo al borde mismo de esa empinada ladera. Un paso más en falso… Whiskeyjack apartó la mirada y contempló las legiones malazanas agrupadas en el lejano risco. El sol se reflejaba en las armaduras y las armas y lo cegaba haciendo que le lloraran los ojos.

Dujek apartó su caballo y se reunió con Artanthos, Brood y Kallor.

Y dejó a Whiskeyjack a solas con Korlat.

Esta levantó un brazo y le acarició el guantelete.

El guerrero no la pudo mirar a los ojos y continuó estudiando las filas inmóviles de sus soldados.

—Amor mío —murmuró—. Esas mujeres… no estaban indefensas. El poder al que recurrían procedía de la propia senda del Caos. El ataque inicial de mi señor tenía como propósito destruirlas, pero en su lugar solo las dejó aturdidas por un instante. Se estaban recuperando. Y en su poder recién despertado habrían desatado una devastación. Locura y muerte para tu ejército. Todos los esfuerzos de este día podrían haberse perdido.

El guerrero hizo una mueca.

—Yo no recrimino jamás los actos necesarios —dijo.

—Parece que… en realidad sí.

—La guerra tiene sus necesidades, Korlat y eso siempre lo he tenido claro. Siempre he sabido el coste. Pero hoy me he dado cuenta de otra cosa, yo solo, sin ayuda de nadie. La guerra no es un estado natural. Es una imposición, y una imposición muy poco sana, por cierto, maldita sea. Con sus reglas renunciamos de buen grado a nuestra humanidad. No me hables de causas justas o de objetivos dignos. Nosotros quitamos vidas. Somos sirvientes del Embozado, todos y cada uno.

—Las mujeres de la semilla de los muertos habrían matado a cientos, quizá miles, Whiskeyjack…

—Y yo he reclamado otras tantas vidas en su momento, Korlat. ¿Qué diferencia hay entonces entre nosotros?

—Tú no temes a las preguntas que se coligen de esos actos —dijo la mujer—. Las que te haces de forma voluntaria. Quizá tú lo veas como una crueldad autodestructiva, pero yo lo veo como valor, un valor extraordinario. Un hombre menos valiente habría dejado en manos de mi señor tan desagradable tarea.

—Lo que dices no tiene sentido, Korlat. El ejército que ves ahí ha sido testigo de los actos de su comandante, lo han visto cometiendo un asesinato…

La réplica cortante y llena de siseos de Korlat lo sorprendió.

—¡No te atrevas a subestimarlos!

—Subest…

—He llegado a conocer a muchos de tus soldados, Whiskeyjack. No son tontos. Quizá muchos de ellos, si no la mayoría, no sean capaces de articular sus pensamientos y lo que comprenden, pero lo entienden, no obstante. ¿No crees que ellos, cada uno a su manera, también se ha enfrentado a la decisión que tuviste que tomar esta mañana? ¿El giro a punta de cuchillo que dieron sus vidas? Y todos y cada uno de ellos siguen sintiendo la cicatriz en su interior…

—Yo no veo mucho…

—Whiskeyjack, escúchame. Han sido testigos. Lo vieron y lo comprendieron todo. Maldito seas, lo sé porque yo sentí lo mismo. Les dolía por ti. Con cada uno de aquellos golpes brutales ellos sentían resonar en su interior las viejas heridas y sabían lo que sentías. Comandante, tu vergüenza es un insulto. Deséchala o infligirás a tus soldados la herida más profunda de todas.

Whiskeyjack se la quedó mirando desde su altura.

—Somos un pueblo con una vida muy corta —le dijo después de un momento—. Nos falta tal complejidad en nuestras vidas.

—Cabrón. Recuérdame que nunca más te pida disculpas.

El guerrero miró una vez a las legiones malazanas.

—Todavía temo enfrentarme a ellos cara a cara —murmuró.

—La distancia que había entre ellos y tú ya se ha cerrado, Whiskeyjack. Tu ejército te seguirá al abismo si se lo ordenas.

—La idea más aterradora que se ha pronunciado en todo el día.

La mujer no le respondió.

Sí, la imposición… de extremos que produce la guerra. Dura pero sencilla. No es lugar para la humanidad, no es lugar en absoluto.

—Dujek no estaba muy contento —dijo el guerrero.

—Dujek quiere mantener a su ejército con vida.

Whiskeyjack giró la cabeza de repente.

Los ojos de la mujer lo miraron, fríos y calculadores.

—No tengo ningún interés en usurpar su autoridad…

—Acabas de hacerlo, Whiskeyjack. Maldito sea el temor que inspiras en Laseen, el orden natural se ha reafirmado. La emperatriz podía manejar a Dujek. Por eso te degradó y lo puso a él al mando. ¡Dioses, a veces puedes ser muy duro de mollera!

Whiskeyjack frunció el ceño.

—Si soy una amenaza tan grande para ella, ¿por qué no…? —Se detuvo y cerró la boca. Oh, por el Embozado. Pale. Darujhistan. No era a los Abrasapuentes a quien quería destruir. Era a mí.

—Cuidado con esa confianza, mi amor —dijo Korlat—. Puede que estén usando contra ti tu fe en el honor.

El guerrero sintió un frío inmenso por dentro.

Oh, Embozado.

Por los huevos de mármol del Embozado en un yunque

Coll bajó por la suave ladera hacia la carreta de la mhybe. A veinticinco metros a la derecha estaban los últimos carruajes de la Asociación Comercial de Trygalle, un grupo de accionistas que jugaban a las tabas sobre una lona cercana. Varios mensajeros cabalgaban a lo lejos, yendo o viniendo a las posiciones del ejército principal, apostado a una legua al suroeste.

Murillio se encontraba sentado con la espalda apoyada en las sólidas ruedas de madera de una de las carretas de los rhivi, con los ojos cerrados.

Ojos que se abrieron cuando llegó el concejal.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Coll al agacharse a su lado.

—Es agotador —respondió Murillio—. Verla sufrir esas pesadillas… son incesantes. Cuéntame las nuevas que haya.

—Bueno, a Kruppe y Zorraplateada no se les ha visto desde ayer, ni tampoco a esas dos marineras que Whiskeyjack tenía protegiendo a la hija de la mhybe. En cuanto a la batalla… —Coll apartó la vista y entrecerró los ojos para mirar al suroeste—. No duró mucho. Anomander Rake asumió su forma soletaken. Una única pasada dispersó a los Tenescowri. Capturaron a Anaster y, eh, a las magas que tenía a su servicio las… ejecutaron.

—Suena desagradable —comentó Murillio.

—A decir de todos, lo fue. En cualquier caso, los campesinos están huyendo de regreso a Capustan, donde dudo que se les reciba muy bien. Es un triste destino, desde luego, para esos pobres cabrones.

—Se han olvidado de ella, ¿verdad?

A Coll no le hizo falta pedir más explicaciones.

—Resulta difícil de tragar pero sí, eso es lo que parece.

—Ha dejado de ser útil y por tanto la desechan.

—Quiero creer, y a esa fe me aferro, que esta historia todavía no ha terminado.

—Somos los testigos. Estamos aquí para supervisar el descenso. Nada más, Coll. Las garantías de Kruppe no son más que viento. Y tú y yo somos prisioneros de esta poco grata circunstancia, igual que ella, igual que esa confusa mujer rhivi que viene para peinarle el cabello.

Coll se giró poco a poco para estudiar a su viejo amigo.

—¿Qué sugieres que hagamos? —preguntó.

Murillio se encogió de hombros y gruñó.

—¿Qué hace la mayor parte de los prisioneros, antes o después?

—Intentan escapar.

—Sí.

Coll no dijo nada durante un buen rato, después suspiró.

—¿Y cómo propones que lo hagamos? ¿Quieres dejarla aquí, sin más? Sola, desatendida…

—Pues claro que no. No, nos la llevamos con nosotros.

—¿Adónde?

—¡No lo sé! ¡Adonde sea! Siempre que quede lejos.

—¿Y hasta dónde tendrá que ir para escapar de esas pesadillas?

—Solo tenemos que encontrar a alguien dispuesto a ayudarla, Coll. Alguien que no juzgue una vida por su conveniencia y su potencial utilidad.

—Esta es una llanura vacía, Murillio.

—Lo sé.

—Mientras que en Capustan…

El más joven entrecerró los ojos.

—Por lo que se oye, es poco más que un montón de ruinas.

—Hay supervivientes. Incluidos sacerdotes.

—¡Sacerdotes! —bufó el otro—. Maestros interesados del timo, estafadores de los crédulos, embusteros y…

—Murillio, hay excepciones…

—Todavía tengo que ver la primera.

—Quizás esta vez. Lo que digo es que si vamos a escapar con ella, tenemos más oportunidades de encontrar ayuda en Capustan que aquí fuera, en este yermo.

—Saltoan…

—Está a una semana o más de distancia, más con esta carreta. Además, la ciudad es el mismísimo ombligo lleno de costras del Embozado. Yo no llevaría ni a la madre de Rallick Nom con su hacha y todo a Saltoan.

Murillio suspiró.

—Rallick Nom.

—¿Qué pasa con él?

—Ojalá estuviera aquí.

—¿Por qué?

—Para que pudiera matar a alguien. A cualquiera. Ese hombre es una maravilla cuando se trata de simplificar las cosas.

Coll lanzó una risita.

—«Simplificar las cosas». Espera a que se lo diga. Eh, Rallick, que sepas que no eres un asesino, solo alguien que simplifica las cosas.

—Bueno, ahora ya da igual, en cualquier caso, porque ha desaparecido.

—No está muerto.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé. Bueno, Murillio, ¿esperamos hasta Capustan?

—De acuerdo. Y una vez allí, seguimos el ejemplo de Kruppe y Zorraplateada. Nos escabullimos. Nos desvanecemos. Bien sabe el Embozado que dudo que alguien lo note y mucho menos que le importe.

Coll titubeó un instante antes de hablar.

—Murillio, si encontramos a alguien… alguien que pueda hacer algo por la mhybe… Bueno, es probable que sea caro.

El otro se encogió de hombros.

—No es la primera vez que me endeudo.

—Ni yo. Siempre que quede claro que seguramente esto signifique nuestra ruina financiera y que lo único que podríamos lograr es un final más piadoso para su vida.

—Merece la pena el intercambio, entonces.

Coll no pidió más confirmación de la determinación de su amigo. Conocía a Murillio demasiado bien para eso. Sí, no es más que dinero, ¿no? Poco importa la cantidad, es un intercambio justo para aliviar el sufrimiento de una anciana. De un modo u otro. Pues al menos nosotros nos habremos preocupado, incluso si nunca vuelve a despertar y por tanto no sabe nada de lo que hacemos. De hecho, quizá sea mejor así. Más limpio. Más sencillo

El aullido resonó como si partiera de una inmensa caverna. Resonó, se plegó sobre sí mismo hasta que el llanto de duelo se convirtió en un coro. Voces bestiales en un número incontable, voces que despojaban al mundo del sentido del tiempo en sí, que convertían la eternidad en un solo presente.

Las voces del invierno.

Sin embargo procedían del sur, del lugar donde la tundra ya no podía seguir adelante, donde los árboles ya no llegaban a los tobillos sino que se alzaban, todavía recortados, agitados por el viento, altos y delgados, por encima de su cabeza, de modo que podía pasar desapercibida, ya no elevada sobre el paisaje.

Otros respondieron a ese aullido. Las bestias que la perseguían, todavía tras su rastro, pero perdiéndola cuando se deslizaba entre las píceas negras; el suelo pantanoso le succionaba con avidez los pies descalzos; el agua manchada de negro giraba espesa e hinchada cuando vadeaba los gélidos charcos. Unos mosquitos enormes la rodeaban sin descanso, cada uno quizás el doble de grande que los que ella conocía de la llanura de Rhivi. Los jejenes se le metían por el pelo y le picaban el cuero cabelludo. Unas sanguijuelas redondas como puntos negros le cubrían los miembros.

En su huida medio ciega había tropezado con una cornamenta con forma de espátula encajada en la horquilla de dos árboles al nivel de los ojos. La herida que le había hecho una púa bajo la mejilla derecha todavía le sangraba.

Es mi muerte la que se acerca. Eso me da fuerza. Saco ánimo de ese momento final y ya no pueden atraparme.

No pueden atraparme.

La cueva se encontraba justo delante. Todavía no podía verla y no había nada en el paisaje que sugiriera una geología natural en la que hubiera cuevas, pero el eco del aullido estaba más cerca.

La bestia me llama. Una promesa de muerte, creo, pues me da fuerzas. Es mi llamada de sirena

La oscuridad cayó a su alrededor y supo que había llegado. La caverna tenía la forma de un alma, un alma perdida en sí misma.

El aire era húmedo y frío. No había insectos que zumbaran o se posaran en su piel. La piedra estaba seca bajo las plantas de sus pies.

No veía nada y el aullido se había callado.

Cuando se adelantó, supo que era su mente la que se movía, solo su mente, que dejaba su cuerpo y partía a explorar en busca de la bestia encadenada.

—¿Quién?

La voz la sobresaltó. Una voz de hombre, ahogada, tensa de dolor.

—¿Quién viene?

No sabía qué responder y se limitó a pronunciar las primeras palabras que se le ocurrieron.

—Soy yo.

—¿Yo?

—Una… una madre.

La carcajada del hombre chirrió con dureza.

—¿Otro juego, entonces? No tienes palabras, madre. Nunca las has tenido. Tienes gimoteos y llantos, tienes gruñidos de advertencia, tienes cien mil sonidos sin palabras para describir tu necesidad, esa es tu voz y yo la conozco bien.

—Una madre.

—Déjame. Estoy más allá de cualquier mofa. Dibujo círculos alrededor de mi propia cadena, aquí en mi mente. Este lugar no es para ti. Quizá, al encontrarlo, creas que has derrotado mis últimas defensas. Crees que lo sabes todo sobre mí. Pero aquí no tienes ningún poder. Sabes, me imagino viendo mi propia cara, como si fuera en un espejo.

»Pero es el ojo que no es, el ojo que me mira a su vez. Y lo que es peor, ni siquiera es humano. Me llevó mucho tiempo comprenderlo, pero ahora lo entiendo.

»Tú y los tuyos jugasteis con el invierno. Omtose Phellack. Pero nunca lo comprendisteis. No el invierno de verdad, no el invierno que no es fruto de la hechicería, sino nacido del enfriamiento de la tierra, del sol que se reduce, de los días más cortos y las noches más largas. El rostro que veo ante mí, Vidente, es la cara del invierno. La de un lobo. La de un dios.

—El fruto de mi vientre conoce a los lobos —dijo la mhybe.

—Así que el chico los conoce.

—No es un chico. Tengo una hija.

—Confundir las reglas frustra el juego, Vidente. Qué descuido…

—No soy quien crees que soy. Soy, soy una mujer anciana. De los rhivi. Y mi hija desea verme muerta. Pero no es un simple paso, para mí no. No. Mi hija ha enviado lobos tras de mí. Para desgarrar mi alma. Plagan mis sueños, pero aquí he escapado de ellos. He venido aquí para escapar.

El hombre se echó a reír otra vez.

—El Vidente ha convertido esto en mi prisión. Y sé que lo es. Tú eres el atractivo de la locura, de las voces de extraños en mi cabeza. Te desafío. Si hubieras sabido algo de mi verdadera madre, quizá lo hubieras conseguido, pero nunca llegaste a completar la violación de mi mente. Aquí hay un dios, Vidente, agazapado delante de mis secretos. Enseñando los colmillos. Ni siquiera tu querida madre, que me ciñe con tanta fuerza, se atreve a retarlo. En cuanto a tu Omtose Phellack, él se habría enfrentado a ti en la puerta de esa senda hace mucho tiempo. Te la habría negado, jaghut. A todos vosotros. Pero estaba perdido. Perdido. Y has de saber algo, lo estoy ayudando. Lo estoy ayudando a encontrarse a sí mismo. Cada vez es más consciente de todo, Vidente.

—No te entiendo —respondió la mhybe, vacilaba y la desesperación la iba embargando poco a poco. Aquel no era el lugar que ella creía que era. En realidad había huido a la prisión de otra persona, un lugar de locura personal—. Vine aquí en busca de la muerte…

—No la encontrarás aquí, no en estos brazos correosos.

—Huyo de mi hija.

—La huida es una ilusión. Incluso madre lo comprende. Sabe que no soy su hijo, pero no puede evitarlo. Incluso tiene recuerdos, recuerdos de un tiempo en el que era una auténtica matrona, la madre de una prole de verdad. Hijos que la amaban y otros hijos que la traicionaron. Y la dejaron para que sufriera por toda la eternidad.

»La matrona jamás anticipó escapar. Sin embargo, cuando se encontró libre al fin, fue para descubrir que su mundo se había convertido en polvo. Sus hijos llevaban mucho tiempo muertos, sepultados en sus túmulos, pues sin una madre se marchitaron y murieron. Te miró entonces a ti, Vidente. Su hijo adoptado. Y te mostró tu poder para utilizarlo ella. Para recrear su mundo. Resucitó a sus hijos muertos. Los puso a reconstruir la ciudad. Pero todo era falso, el delirio no podía engañarla, solo podía enloquecerla.

»Y fue entonces —continuó— cuando la usurpaste. Así pues, su hijo la ha hecho prisionera una vez más. Parece que no hay forma de escapar de los caminos de nuestras vidas. Una verdad que no estás preparado para afrontar, Vidente. Todavía no.

—Mi hija también me ha hecho prisionera —susurró la mhybe—. ¿Es esta la maldición de todas las madres?

—Es la maldición del amor.

Un leve aullido resonó por el aire oscuro.

—¿Oyes eso? —preguntó el hombre—. Es mi compañera. Ya viene. La busqué tanto tiempo. Tanto tiempo. Y ahora ya viene.

La voz había adquirido un timbre más profundo. Ya no parecía ser la voz del hombre.

—Y ahora —continuaron las palabras—, ahora respondo.

Su aullido la desgarró y lanzó su mente por los aires. La sacó de la cueva, más allá de los bosques dispersos, de regreso a la llanura yerma de la tundra.

La mhybe gritó.

Sus lobos respondieron. Triunfantes.

La habían encontrado de nuevo.

Una mano le tocó la mejilla.

—Dioses, tengo los pelos de punta.

Una voz conocida, pero no terminaba de ubicarla.

Habló otro hombre.

—Aquí hay más de lo que nosotros comprendemos, Murillio. Mírale la mejilla.

—Se ha arañado…

—No puede levantar los brazos amigo mío. Y mira, tiene las uñas limpias. Ella no se infligió esa herida.

—¿Entonces quién fue? Llevo aquí todo este tiempo. Ni siquiera la visita la mujer rhivi desde la última vez que vine aquí, y entonces no había ninguna herida.

—Como ya he dicho, en todo esto hay un misterio…

—Coll, no me gusta. Esas pesadillas, ¿podrían ser reales? Sea lo que sea lo que la persigue en sueños, ¿son capaces de causarle daño?

—Repara en la prueba…

—Sí, aunque casi no puedo creer lo que veo. Coll, esto no puede seguir así.

—Estoy de acuerdo, Murillio. A la primera oportunidad en Capustan…

—La primera que tengamos. Vamos a llevar la carreta al principio de la fila, cuanto antes lleguemos a las calles, mejor.

—Como digas.