Capítulo 18

El nacimiento de los dioses barghastianos resonó como un martillo en el yunque del panteón. Primordiales en su orientación, estos espíritus ascendidos surgían de la fortaleza de la Bestia, el más ancestral de los reinos de la baraja Ancestral, perdida hacía mucho tiempo. Dueños de secretos y misterios nacidos a la sombra bestial de la humanidad, el suyo era un poder envuelto en antigüedad.

De hecho, los otros dioses debieron sentir el temblor de su ascenso y alzaron la cabeza, alarmados y consternados. Uno de los suyos, después de todo, acababa de ser abandonado en el reino mortal mientras que un héroe primero asumía el manto de guerrero en su lugar. Más aún, el Caído había regresado al juego con funesta malicia y había corrompido las sendas para anunciar su deseo de venganza y, hay que añadir si volvemos la vista atrás y vemos las cosas con claridad, de dominación.

El sueño de Ascua era febril. La civilización humana se debatía en un sinfín de tierras y se ahogaba en el fango de la sangre derramada. Eran tiempos oscuros y era una oscuridad que parecía hecha para el amanecer de los dioses barghastianos…

Tras los sueños

Imrygyn Tallobant, el Joven

El hechicero abrió los ojos.

Y vio, agachado sobre un fardo justo delante de él, una pequeña figura de palos y bramante anudado; la cabeza era una bellota que en ese momento ladeaba un poco.

—Despierto. Sí. Una mente sólida una vez más.

Ben el Rápido hizo una mueca.

—Talamandas. Por un momento pensé que estaba reviviendo una pesadilla especialmente desagradable.

—Por los delirios de los últimos días y noches, Ben Adaephon Delat, has vivido unas cuantas pesadillas desagradables, ¿no?

Una lluvia ligera tamborileaba en las paredes inclinadas de la tienda. El hechicero se quitó las pieles del cuerpo y se sentó despacio. Se encontró con que apenas llevaba puesto poco más que las prendas interiores, le habían quitado la armadura de cuero y la túnica acolchada. Estaba empapado en sudor, tenía frío y la lana mugrienta y áspera se hallaba húmeda.

—¿Delirios?

La risa del monigote fue suave.

—Oh, sí. Y yo escuché, escuché con mucha atención. Así que ya sabes la causa de la enfermedad que acosa a la diosa Dormida. Querrías interponerte en el camino del dios Tullido, compararte con él en ingenio, que no en poder, y derrotar sus pretensiones. Mortal, la tuya es una presunción sin par… que no puedo sino aplaudir.

Ben el Rápido suspiró y examinó el contenido revuelto de la tienda.

—De forma burlona, sin duda. ¿Dónde está el resto de mis ropas?

—No me burlo de ti, hechicero. De hecho, me da una lección la profundidad de tu… integridad. Encontrar tal en un soldado común, en un soldado que sirve a una emperatriz malévola y rencorosa que se sienta en un trono manchado de sangre y gobierna un Imperio de asesinos…

—Eh, espera un momento, marioneta descabellada…

Talamandas se echó a reír.

—Oh, pero si siempre ha sido así, ¿no? ¡Dentro del cadáver podrido se esconden diamantes! Puros de corazón, leales y honrados, pero acosados dentro de su propia casa por el más vil de los amos. Y cuando los historiadores hayan terminado y empiece a secarse la tinta, ¡que la casa brille en todo su esplendor aunque se esté quemando!

—Ahora sí que me he perdido, enano —murmuró Ben el Rápido—. ¿Cuánto tiempo llevo… fuera del mundo?

—El tiempo suficiente. Con la ciudad reconquistada, el salón del vasallaje rindiendo los huesos de nuestros fundadores y los painitas empujados hacia las garras de Brood y tus compañeros malazanos, bueno, el caso es que te has perdido la mayor parte de la fiesta. De momento, en cualquier caso. El cuento está lejos de acabar, después de todo.

El mago encontró su túnica acolchada.

—Todo eso —murmuró mientras se ponía la pesada prenda— habría estado bien presenciarlo, pero dada mi actual falta de eficacia…

—Ah, en cuanto a eso…

Ben el Rápido le echó un vistazo al monigote.

—Continúa.

—Quieres vencer al dios Tullido, pero resulta que eres incapaz de usar los poderes que posees. ¿Cómo te las arreglarás, entonces?

El mago estiró el brazo para coger las calzas.

—Ya pensaré en algo, con el tiempo. Por supuesto, tú crees que tienes la respuesta, ¿verdad?

—La tengo.

—Muy bien, vamos a oírla, entonces.

—Mis dioses han despertado, hechicero. Con la nariz en el aire, olisquean el aroma de las cosas y son dados a pensamientos desazonados y meditaciones lúgubres. Tú, Ben Adaephon Delat, persigues una causa digna. Lo bastante osada como para captar su atención. Una atención que lleva a ciertas conclusiones. Hay que hacer sacrificios. Por tu causa. Entrar en las sendas, un paso imprescindible. De ahí la necesidad de proporcionarte una… armadura adecuada. Para que puedas defenderte de los venenos del dios Tullido.

Ben el Rápido se masajeó la frente.

—Talamandas, si tus dioses y tú habéis cosido una especie de manto o tahalí impermeable o algo parecido, dilo sin más. Por favor.

—Nada tan… anodino, hechicero. No, tu propia carne debe ser inmune a la infección. Tu mente debe estar blindada contra las fiebres y otras plagas parecidas. Debes estar revestido con poderes protectores que por naturaleza desafíen todo lo que intente el dios Tullido cuando pretenda frustrar tus planes.

—Talamandas, lo que describes es imposible.

—Exacto. —El monigote se desenredó y se levantó—. Así pues, ante ti se encuentra el sacrificio digno. Las ramas y el bramante no se ponen enfermos. Un alma que ha conocido la muerte no puede sufrir fiebre alguna. Los antiguos poderes que me rodean y atan son antiguos e inmensos, las más altas hechicerías para atraparme dentro de mí mismo.

—Y sin embargo te engañaron. Una vez. Te arrancaron de tu túmulo…

—Lo hicieron nigromantes, así se pudran sus viles corazones. No se repetirá. Mis dioses se han ocupado de eso, con el poder de su propia sangre. Te acompañaré, Ben Adaephon Delat. Al interior de las sendas. Soy tu escudo. Úsame. Llévame donde quieras.

Ben el Rápido entrecerró los ojos oscuros y estudió al monigote.

—Mis caminos nunca son rectos, Talamandas. Y por muy poco sentido que mis acciones tengan para ti, no pienso perder el tiempo con explicaciones.

—Mis dioses te han otorgado su confianza.

—¿Por qué?

—Porque les caes bien.

—¡Por el aliento del Embozado! ¿Sobre qué he estado delirando?

—En verdad no puedo decirte por qué confían en ti, hechicero, solo que confían. Tales asuntos no son algo que yo deba cuestionar. En ese febril estado revelaste el modo en que funciona tu mente, tejiste una red, una telaraña, pero ni siquiera yo podía distinguir todos los eslabones, las hebras que la conectaban. Tu comprensión de la causalidad supera mi intelecto, Ben Adaephon Delat. Quizá mis dioses vislumbraron un destello de tus designios. Quizás un simple indicio que disparó la sospecha instintiva de que en ti, mortal, el dios Tullido encontrará un digno rival.

Ben el Rápido se puso en pie y se acercó adonde su armadura de cuero y los colores de los Abrasapuentes lo esperaban hechos un montón, cerca de la entrada de la tienda.

—Ese es el plan, en cualquier caso. De acuerdo, Talamandas, trato hecho. Admito que no sabía muy bien cómo iba a proceder sin mis sendas. —Hizo una pausa y se volvió hacia el monigote una vez más—. Quizá puedas responderme a unas cuantas preguntas. Hay alguien más en este juego. Parece estar resistiéndose de algún modo también al Caído. ¿Sabes qué o quién podría ser?

Talamandas se encogió de hombros.

—Dioses ancestrales, hechicero. Mis dioses barghastianos han llegado a la conclusión de que sus acciones han sido reaccionarias en extremo…

—¿Reaccionarias?

—Sí, una especie de retirada combativa. Parecen incapaces de cambiar el futuro, solo pueden prepararse para él.

—Eso es muy fatalista por su parte, maldita sea.

—Su perenne defecto, hechicero.

Ben el Rápido se puso la armadura con un movimiento ágil.

—Claro que —murmuró— en realidad no es su guerra. Salvo quizá la de K’rul…

Talamandas saltó al suelo y se escabulló a toda prisa para colocarse justo delante del hechicero.

—¿Qué has dicho? ¿K’rul? ¿Qué sabes de él?

Ben el Rápido alzó una ceja.

—Bueno, fue el que hizo las sendas, después de todo. Nadamos en su sangre inmortal, los magos y todos aquellos que emplean los caminos de la hechicería, incluyendo los dioses. Los tuyos también, me imagino.

El monigote dio unos cuantos saltitos, con las ramitas que formaban los dedos se agarraba la hierba amarillenta que llevaba atada a la cabeza de bellota.

—¡Nadie sabe todo eso! ¡Nadie! Tú, tú, ¿cómo sabes…? ¡Aghh! ¡La telaraña! ¡La telaraña de tu cerebro infernal!

—K’rul se encuentra incluso peor que Ascua, dada la naturaleza del asalto del dios Tullido —dijo Ben el Rápido—. Así que si yo me sentí indefenso, imagínate cómo se debió de sentir él. Hace un poco más comprensible ese fatalismo, ¿no te parece? Y si eso no fuera suficiente, los últimos dioses ancestrales supervivientes, sin excepción, han vivido bajo una serie de maldiciones de lo más desagradables durante mucho, mucho tiempo. ¿No es cierto? Dadas las circunstancias, ¿quién no sería un poco fatalista?

—¡Cabrón mortal! ¡Perviertes y tramas! ¡Trampa mortal! ¡Escúpelo ya, maldito seas!

Ben el Rápido se encogió de hombros.

—Tus dioses barghastianos no están listos para hacerlo solos. Ni siquiera apoyándome a mí con todas sus fuerzas, en cualquier caso. De eso nada, Talamandas, siguen siendo niños perdidos. Pues bien, los dioses ancestrales se han puesto a la defensiva y han intentado hacerlo solos, me imagino. El legendario orgullo de toda esa panda. Pero eso no funcionaba, así que han ido en busca de aliados.

»Así pues… ¿quién se empecinó en reformarte para convertirte en algo capaz de protegerme en las sendas? El Embozado, por ejemplo, me imagino. Capas de muerte que protegen tu alma. Y tus propios dioses barghastianos, por supuesto. Escindieron esos hechizos vinculantes que constreñían tu poder. Y Fener te ha tirado algún hueso, o Treach, o quien sea que esté en ese turno concreto en estos momentos; puedes devolver el golpe si algo viene a por ti. Y yo diría que la reina de los Sueños se ha metido también, un puente entre tú y la diosa Dormida, para convertirte en un cruzado solitario y me imagino que formidable contra el veneno que habita en su cuerpo y en las venas de K’rul. Así que ya estás listo para partir, pero ¿adónde? ¿Cómo? Y ahí es donde entro yo. ¿Cómo lo estoy haciendo hasta ahora, Talamandas?

—Confiamos en ti, Ben Adaephon Delat —gruñó el monigote.

—¿Para que haga qué?

—¡Lo que sea que estés planeando hacer! —chilló Talamandas—. ¡Y más vale que funcione!

Después de un largo rato, Ben el Rápido bajó la cabeza y le sonrió a la criatura.

Pero no dijo nada.

El monigote salió arrastrándose detrás de Ben el Rápido cuando este dejó la tienda. El mago hizo una pausa para mirar a su alrededor. Lo que había creído que era lluvia era, en realidad, agua que se derramaba de las hojas de un roble grande y verde cuyas ramas colgaban sobre la tienda. Caía ya la tarde y el cielo estaba despejado.

Un campamento barghastiano se extendía en todas direcciones. Moradas de mimbre y cuero se alzaban sobre el suelo del bosque por la base de una ladera ligeramente arbolada justo detrás del mago, mientras que ante él, al sur, veía los montecillos de color pardo de unos tipis redondos. Los diferentes estilos reflejaban al menos dos tribus diferentes. Los senderos embarrados que se entrecruzaban por el campamento estaban atestados de guerreros, muchos heridos o cargando con compañeros heridos.

—¿Dónde están mis compañeros Abrasapuentes? —le preguntó Ben el Rápido a Talamandas.

—Fueron los primeros en entrar en Capustan, hechicero, y allí siguen. En el salón del vasallaje, con toda probabilidad.

—¿Lograron combatir?

—Solo en la puerta norte, para romper la línea de asedio. Se llevó a cabo con rapidez. No hay ningún herido, Ben Adaephon Delat. Lo que hace de tu tribu algo único, ¿no?

—Eso parece —murmuró Ben el Rápido mientras observaba los guerreros que iban entrando en el campamento—. He de asumir que no ha habido muchos duelos en los últimos días.

El monigote lanzó un gruñido.

—Cierto. Nuestros dioses han hablado con nuestros chamanes, que, a su vez, les han trasmitido a los guerreros de los clanes un… castigo. Da la sensación de que las Caras Blancas no han terminado todavía con esos painitas… ni con tu guerra, hechicero.

Ben el Rápido bajó la mirada.

—¿Vais a marchar al sur con nosotros, Talamandas?

—Marcharemos. No es suficiente con despuntar la espada, debemos cercenar la mano que la empuña.

—Tengo que ponerme en contacto con mis aliados… del ejército que está al oeste. ¿Debería intentarlo con una senda?

—Yo estoy listo.

—Bien. Vamos a buscar un sitio un poco más privado.

Dos leguas al oeste de Capustan, en las sombras que bordeaban una amplia ladera, las pobladas filas de la infantería pesada malazana entrelazaban los escudos y avanzaban. Marines armados con ballestas se habían dispuesto por delante y disparaban cuadrillos contra la línea arremolinada de betaklitas que estaba a menos de veinticinco metros de distancia.

Whiskeyjack observaba entre las ranuras de la celada desde donde se había detenido en la cima de la colina, su caballo agitaba la cabeza al sentir el olor de la sangre. Edecanes y mensajeros se reunían a su alrededor.

El ataque del flanco de Dujek contra el regimiento de arqueros del septarca había acabado casi con todo el zumbido del vuelo de las flechas procedentes del lado contrario del valle. La infantería pesada de Whiskeyjack había detenido el fuego, lo que le había proporcionado a la caballería pesada de Unbrazo el tiempo preciso para montar una carga por la ladera norte. Si los arqueros painitas hubieran tenido la disciplina necesaria (y comandantes competentes) habrían tenido tiempo de recuperar la formación y lanzar al menos tres andanadas contra la caballería que cargaba contra ellos, quizá suficiente para detener el ataque. En su lugar, se habían arremolinado, confundidos, al ver a los guerreros montados que los cercaban por el flanco derecho y luego se habían desintegrado en desbandada. Después la persecución y una matanza general.

Los marineros retrocedieron por los pasillos que dejaba la infantería pesada que avanzaba. Reaparecerían por cada flanco y reanudarían el fuego de ballesta contra los márgenes de la línea enemiga. Antes de eso, sin embargo, cuatro mil veteranos silenciosos, ataviados con armaduras de escamas y con los escudos listos, se enfrentaron a los betaklitas. Las jabalinas precedieron a su carga cuando no quedaban más que una decena de metros, las lanzas de cabezas largas y con púas penetraron en la línea painita (una táctica única de la hueste de Unbrazo), después las cuchilladas de las espadas recién sacadas de las vainas. Y los malazanos se abalanzaron sobre el enemigo.

La línea betaklita se desmoronó.

La infantería pesada de Whiskeyjack se reformó en cuñas individuales de cuatro pelotones, cada una de ellas se adentraba de forma independiente entre las filas painitas una vez que la batalla se había entablado por completo.

Los destacamentos que tenía el comandante delante seguían con precisión la doctrina malazana de batalla, tal y como la había diseñado Dassem Ultor décadas atrás. Las líneas y cuadrados de escudos entrelazados funcionaban mejor en los enfrentamientos defensivos. Pero cuando se pretendía crear el caos entre las pobladas filas de los enemigos, se había averiguado que las unidades más pequeñas y herméticas funcionaban mucho mejor. Un avance eficaz que hiciera retroceder al enemigo perdía con frecuencia impulso, sobre todo al entrar en contacto con los enemigos que se retiraban, en un campo de batalla atestado de cuerpos y con la necesidad de mantener las filas unidas. Casi mil cuñas de cuatro pelotones, de entre treinta y cinco y cuarenta soldados cada uno, por otro lado, conseguían retrasar el momento de la desbandada. La huida era más difícil, la comunicación problemática, y el campo de visión de los otros soldados con frecuencia se interrumpía, (nadie sabía lo que estaban haciendo los demás y ante esa incertidumbre, solían dudar antes de huir), una opción fatal. Había otra alternativa, por supuesto, que era la de luchar, pero hacía falta un ejército muy especial para ser capaz de mantener semejante disciplina y adaptabilidad en esas circunstancias, y en esos casos las fuerzas malazanas solían mantener la formación de escudos trabados.

Aquellos betaklitas no poseían ninguna de esas cualidades. En un espacio de apenas cincuenta latidos, la división había quedado hecha pedazos. Compañías enteras, que se encontraban rodeadas por los silenciosos y letales malazanos, tiraban las armas.

Whiskeyjack llegó a la conclusión de que esa parte de la batalla había terminado.

Un mensajero saltoano llegó a caballo junto a Whiskeyjack.

—¡Señor! ¡Recado del caudillo!

Whiskeyjack asintió.

—Los barghastianos ilgres y sus escaramuzadores rhivi han acabado con los videntes del Dominio y los urdomen. Había un cuadro de magos activo en el combate, al menos al principio, pero los tiste andii los anularon. Brood domina el terreno en el flanco sur.

—Muy bien —gruñó Whiskeyjack—. ¿Algo más?

—Señor, un hondazo bien apuntado de un rhivi le abrió al septarca Kulpath un tercer ojo, mató al muy cabrón allí mismo. Nos hemos hecho con el estandarte del ejército, señor.

—Informa al caudillo que las compañías betaklitas, beklitas, scalandi y desandi han sido derrotadas. Dominamos el centro y el norte. Pregúntale al caudillo por nuestro próximo movimiento, mis exploradores me informan que hasta doscientos mil Tenescowri se encuentran acampados a media legua al este. Bastante maltrechos según todos los indicios, pero podrían ser una molestia en potencia. Al mismo tiempo (y en esto estamos de acuerdo Dujek y yo) una masacre indiscriminada de esos campesinos no nos sentaría nada bien.

—Transmitiré tus palabras, comandante. —El mensajero hizo un saludo militar, le dio la vuelta a su caballo y puso rumbo al sur.

Una cuchillada de oscuridad se abrió ante Whiskeyjack y asustó a su caballo y a los de los que tenía cerca. La bestia bufó y pateó el suelo y a punto estuvo de encabritarse hasta que un gruñido profundo de Whiskeyjack lo calmó. Su séquito también calmó a sus caballos.

Korlat salió de su senda. La armadura negra de la mujer brillaba con salpicaduras de sangre, pero Whiskeyjack no vio ninguna herida obvia. No obstante…

—¿Estás herida?

Korlat negó con la cabeza.

—Un desventurado brujo painita. Whiskeyjack, necesito que vengas conmigo. ¿Has terminado aquí?

El comandante hizo una mueca, detestaba dejar una batalla, aunque fuera una que estaba llegando a una conclusión rápida y satisfactoria.

—Supondré que es importante, lo bastante como para que hayas arriesgado tu senda, así que la respuesta es sí. ¿Vamos muy lejos?

—A la tienda de mando de Dujek.

—¿Ha sufrido heridas?

—No. Todo va bien, eterno preocupado —dijo la mujer esbozando una sonrisa—. ¿Cuánto tiempo me vas a hacer esperar?

—Muy bien —gruñó el guerrero. Se volvió hacia un oficial que estaba sentado no muy lejos, a lomos de un caballo de combate roano—. Barack, te quedas aquí al cargo.

El joven abrió mucho los ojos.

—Señor, soy capitán…

—Pues aquí tienes tu oportunidad. Además, yo soy sargento, al menos lo sería si siguiera cobrando la nómina de la emperatriz. Y además también, eres el único oficial presente que no tiene que preocuparse por su propia compañía.

—Pero, señor, soy el enlace de Dujek con los moranthianos negros…

—¿Y están aquí?

—Eh, no, señor.

—Pues ya basta de darle a la lengua y asegúrate que las cosas terminan aquí como es debido, Barack.

—Sí, señor.

Whiskeyjack desmontó y le entregó las riendas de su caballo de guerra a un edecán, después se reunió con Korlat. Resistió el impulso de cogerla entre sus brazos y le desconcertó ver un destello de certeza clarividente en los ojos de la mujer.

—No se te ocurrirá delante de las tropas, me imagino —le murmuró Korlat.

El comandante gruñó.

—Pasa tú delante, mujer.

Whiskeyjack había viajado por sendas solo unas pocas veces, pero sus recuerdos de aquellos tensos viajes no lo habían preparado para Kurald Galain. Korlat lo cogió de la mano y lo metió en el antiguo reino de la madre Oscuridad y, aunque el comandante sentía la presión firme de los dedos de la mujer, entró a ciegas.

No había luz. Adoquines granulosos bajo las botas, el aire inmóvil por completo, carente de olor, con una temperatura ambiente que no parecía muy diferente de la que notaba en la piel.

Percibió un tirón hacia delante, sus botas apenas parecían tocar el suelo.

Un rayo gris repentino le asaltó los ojos y oyó sisear a Korlat.

—Nos asaltan incluso aquí; el veneno del dios Tullido se filtra hasta lo más profundo, Whiskeyjack. Esto no augura nada bueno.

El comandante se aclaró la garganta.

—Seguro que Anomander Rake ha reconocido la amenaza y si es así, ¿sabes lo que tiene intención de hacer?

—Cada cosa a su tiempo, querido amante. Es el caballero de la Oscuridad, el hijo. El paladín de la madre Oscuridad. No es alguien que rehuya los enfrentamientos.

—Nunca lo habría adivinado —respondió Whiskeyjack con ironía—. Entonces, ¿a qué está esperando?

—Los tiste andii somos un pueblo paciente. La verdadera medida del poder se encuentra en la sabiduría de esperar el momento propicio. Cuando llegue ese momento, y así lo crea oportuno Anomander Rake, será entonces cuando responda.

—Es de suponer que sigue el mismo criterio para desatar Engendro de Luna contra el Dominio Painita.

—Sí.

No sé cómo, pero Rake se las ha arreglado para ocultar una fortaleza flotante del tamaño de una montaña

—Tienes una fe considerable en tu señor, ¿verdad?

Whiskeyjack sintió el encogimiento de hombros de la mujer a través de la mano que lo llevaba cogido.

—Existen precedentes suficientes como para desechar nociones como la fe cuando se trata de mi señor. A mí me consuela la certeza.

—Me alegra escuchar eso. ¿Y estás cómoda conmigo, Korlat?

—Hombre taimado. La respuesta a cada faceta de esa cuestión es sí. ¿Quieres que te responda ahora en especie?

—No deberías tener que hacerlo.

—Tiste andii o humanos, cuando se trata de los machos de la especie, sois todos iguales. Quizá te obligue a contestar de todos modos.

—No tendrás que esforzarte mucho. Mi respuesta es la misma que la tuya.

—¿Cuál es?

—Bueno, pues la misma palabra que usaste tú, por supuesto.

El comandante gruñó al sufrir la punzada en las costillas.

—Ya está bien. Hemos llegado.

El portal se abrió a una luz dolorosa, el interior de la tienda de mando de Dujek, envuelta en la penumbra de las últimas horas de la tarde. Entraron los dos y la senda se cerró en silencio tras ellos.

—Si todo esto era para verme a solas…

—¡Dioses, qué ego! —Hizo un gesto con la mano libre y una figura fantasmal tomó forma delante de Whiskeyjack. Una cara conocida, que sonrió.

—Qué visión tan encantadora —dijo la aparición mientras los miraba—. Bien sabe el Embozado que no recuerdo la última vez que tomé mujer.

—Cuidado con esa lengua, Ben el Rápido —gruñó Whiskeyjack mientras se soltaba de la mano de Korlat—. Hace ya tiempo que no nos vemos y tienes un aspecto terrible.

—Vaya, muchas gracias, comandante. Pues que sepas que me siento todavía peor. Pero ahora puedo atravesar mis sendas más o menos protegido del veneno del Caído. Traigo noticias de Capustan, ¿las quieres o no?

Whiskeyjack esbozó una gran sonrisa.

—Adelante.

—Las Caras Blancas dominan la ciudad.

—Nos lo habíamos imaginado, una vez que Torzal nos trajo la noticia de vuestro éxito con los barghastianos y una vez que nos pusieron al ejército painita en las manos.

—Estupendo. Bien, suponiendo que os hayáis encargado de ese ejército, voy a añadir solo una cosa más. Los barghastianos marchan con nosotros. Hacia el sur. Si a Dujek y a ti os costó tratar con Brood, Kallor y compañía (y disculpa, Korlat), ahora tendréis que tratar también con Humbrall Taur.

Whiskeyjack gruñó al oír eso.

—¿Y cómo es eso?

—Demasiado listo para su propio bien, pero al menos ha unido los clanes y ve con claridad el lío en el que se está metiendo.

—Me alegro de que uno de vosotros lo vea. ¿Cómo se encuentran Paran y los Abrasapuentes?

—Según se dice, bien, aunque hace un tiempo que no los frecuento. Están en el salón del vasallaje, con Humbrall Taur y los supervivientes de los defensores de la ciudad.

Whiskeyjack alzó las cejas.

—¿Hay supervivientes?

—Pues sí, eso parece. No combatientes que todavía se ocultan en los túneles. Y algunas Espadas Grises. Difícil de creer, ¿verdad? Claro que dudo que les quedaran muchas fuerzas para luchar. Por lo que he oído sobre las calles de Capustan… —Ben el Rápido negó con la cabeza—. Tendrás que verlo para creerlo. Yo también, de hecho, que es lo que estoy a punto de hacer. Con tu permiso, por supuesto.

—Con cautela, confío.

El hechicero sonrió.

—No me verá nadie a menos que yo quiera, señor. ¿Cuándo cuentas con llegar a Capustan?

Whiskeyjack se encogió de hombros.

—Tenemos que ocuparnos de los Tenescowri. Se podrían complicar las cosas.

Ben el Rápido entrecerró los ojos oscuros.

—No tendrás intención de parlamentar con ellos, ¿verdad?

—¿Por qué no? Es mejor que una masacre, hechicero.

—Whiskeyjack, los barghastianos están regresando con historias… de lo que ocurrió en Capustan, de lo que los Tenescowri les hicieron a los defensores. Tienen un líder, esos Tenescowri, un hombre llamado Anaster, el primer hijo de la semilla de los muertos. El último rumor es que desolló en persona al príncipe Jelarkan y luego lo sirvió como plato principal de un banquete… en el propio salón del trono del príncipe.

Korlat expulsó el aliento con un siseo.

Whiskeyjack hizo una mueca antes de hablar.

—Si tales crímenes se pueden achacar con certeza a Anaster, o a cualquier otro tenescowri, entonces prevalecerá la ley militar malazana.

—Una simple ejecución les concede una clemencia de la que no disfrutaron sus víctimas.

—Entonces tendrán la fortuna de que haya sido la hueste de Unbrazo la que los haya capturado y no otra.

Ben el Rápido seguía pareciendo inquieto.

—Y los ciudadanos supervivientes de Capustan, los defensores y los sacerdotes del salón del vasallaje, ¿no tendrán voz ni voto sobre lo que se haga con los prisioneros? Señor, quizá nos aguarden tiempos turbulentos.

—Gracias por la advertencia, hechicero.

Después de un momento, Ben el Rápido se encogió de hombros y suspiró.

—Te veo en Capustan, Whiskeyjack.

—Sí.

La aparición se desvaneció.

Korlat se volvió hacia el comandante.

—La ley militar malazana.

El comandante alzó las cejas.

—A mí Caladan Brood no me parece del tipo vengativo. ¿Crees que habrá un choque?

—Sé lo que aconsejará Kallor. —Una insinuación de tensión se había colado en el tono de la mujer.

—Yo también, pero no creo que el caudillo se incline por escuchar. Bien sabe el Embozado que no lo ha hecho hasta ahora.

—Todavía no hemos entrado en Capustan.

Whiskeyjack exhaló una bocanada de aire y se quito los guanteletes.

—Horrores a los que responder con la misma moneda.

—Una ley no escrita —dijo Korlat en voz baja—. Una ley antigua.

—Yo no me atengo a ella —gruñó Whiskeyjack—. No seríamos mejores que ellos. Hasta la simple ejecución… —La miró entonces—. Más de doscientos mil campesinos muertos de hambre. ¿Se quedarán allí plantados como ovejas? No creo. ¿Prisioneros? No podríamos alimentarlos, aunque lo intentáramos, y no tenemos soldados suficientes de los que podamos prescindir para vigilarlos.

Korlat iba abriendo poco a poco los ojos cada vez más.

—Estás proponiendo que los dejemos, ¿verdad?

Esta mujer quiere llegar a un punto en concreto. Ya he percibido algún que otro destello, el susurro de una cuña oculta preparada para introducirse entre nosotros.

—No a todos. Nos llevaremos a sus líderes. A ese tal Anaster y sus oficiales, suponiendo que haya alguno. Si los Tenescowri trazaron un camino de atrocidades, fue el primer hijo el que encabezó la marcha. —Whiskeyjack sacudió la cabeza—. Pero el verdadero criminal nos aguarda dentro del Dominio en sí; es el Vidente, que es capaz de matar de hambre a sus seguidores para que caigan en el canibalismo, en la locura. Que sería capaz de destruir a su propio pueblo. Estaríamos ejecutando a las víctimas, a sus víctimas.

La tiste andii frunció el ceño.

—Según ese mismo razonamiento, también deberíamos absolver a los ejércitos painitas, Whiskeyjack.

Los ojos grises del malazano se endurecieron.

—Nuestro enemigo es el Vidente. Dujek y yo estamos de acuerdo en eso, no estamos aquí para aniquilar una nación. Nos ocuparemos de los ejércitos que impiden nuestra marcha hacia el Vidente. Con eficiencia. El castigo y la venganza son simples distracciones.

—¿Y qué hay de la liberación? Las ciudades conquistadas…

—Son algo secundario, Korlat. Me sorprende tu confusión. Brood vio lo mismo que nosotros en ese primer parlamento, cuando se debatieron las tácticas. Atacamos directamente al corazón…

—Creo que lo has entendido mal, Whiskeyjack. Durante más de una década, el caudillo ha estado sumido en una guerra de liberación contra la avidez rapaz de tu Imperio de Malaz. Caladan Brood ha centrado su mirada en otra cosa, en un nuevo enemigo, pero la guerra sigue siendo la misma. Brood está aquí para liberar a los painitas…

—¡Por el aliento del Embozado! ¡No se puede liberar a un pueblo de sí mismo!

—Quiere liberarlos del dominio del Vidente.

—¿Y quién elevó al Vidente a su estatus actual?

—Pero tú hablas de absolver a la plebe, incluso a los soldados de los ejércitos painitas, Whiskeyjack. Y eso es lo que me confunde.

No del todo.

—Estamos hablando de cosas distintas, Korlat. Ni Dujek ni yo asumiremos por propia voluntad el papel de juez y verdugo si la victoria llegase a ser nuestra. No estamos aquí para volver a reunir las piezas para los painitas. Eso lo tienen que hacer ellos. Esa responsabilidad nos convertirá en administradores y para administrar de forma eficaz, debemos ocupar antes.

La mujer lanzó una dura carcajada.

—¿Y no es así como hacen las cosas los malazanos, Whiskeyjack?

—¡Esta no es una guerra malazana!

—¿Ah, no? ¿Estás seguro?

Whiskeyjack la estudió con los ojos entrecerrados.

—¿A qué te refieres? Nos han declarado en rebeldía, mujer. La hueste de Unbrazo es… —Se quedó callado, vio la luz apagada que se apoderaba de la mirada de Korlat y entonces se dio cuenta, demasiado tarde, que acababa de fallar una prueba. Y con ese fracaso había puesto fin a la confianza que había crecido entre ellos. Maldita sea, caí en la trampa. Estúpido ingenuo.

La mujer sonrió entonces y fue una sonrisa llena de dolor y pesar.

—Se acerca Dujek. Bien podrías esperarlo aquí.

La tiste andii se dio la vuelta y salió de la tienda.

Whiskeyjack se la quedó mirando y después, cuando se fue, lanzó los guanteletes en la mesa de los mapas y se sentó en el catre de Dujek. ¿Debería habértelo contado, Korlat? ¿La verdad? Que tenemos un cuchillo en la garganta. Y que la mano que lo sostiene, en nombre de la emperatriz Laseen, está justo aquí, en este mismo campamento, y que lo ha estado desde el comienzo.

Oyó un caballo que se detenía con un golpe seco fuera de la tienda. Unos momentos después entraba Dujek Unbrazo con la armadura recubierta de polvo.

—Ah, me preguntaba dónde te habías metido…

—Brood lo sabe —lo interrumpió Whiskeyjack en voz baja y cortante.

Dujek hizo una pausa de apenas un momento.

—Así que lo sabe, ¿eh? Y, exactamente, ¿qué es lo que ha averiguado?

—Que no somos tan prófugos como hemos hecho creer a todos.

—¿Algo más?

—¿Es que no es suficiente, Dujek?

El puño supremo se acercó al aparador donde esperaba una jarra de cerveza. La destapó y sirvió dos jarras hasta arriba.

—Hay… circunstancias atenuantes…

—Que solo son relevantes para nosotros. Para ti y para mí…

—Y para tu ejército…

—Que creen que sus vidas no valen nada en el Imperio, Dujek. Convertidos en víctimas una vez más, esta vez no solo somos tú y yo.

Dujek se terminó la jarra de un trago y la volvió a llenar en silencio. Después volvió a hablar.

—¿Estás sugiriendo que le enseñemos la mano que tenemos a Brood y Korlat? ¿Con la esperanza de que ellos hagan algo con respecto a nuestra… situación?

—No lo sé, no si esperamos que nos perdonen por haber mantenido el engaño durante todo este tiempo. Ese sería un motivo que a mí no me sentaría muy bien, sobre todo si es tan obviamente incierto. Las apariencias…

—Harán que parezca justo eso, sí. «Os hemos estado mintiendo desde el principio para salvar el cuello. Pero ahora que ya lo sabéis os lo vamos a contar…» Dioses, es insultante incluso para mí y eso que el que lo dice soy yo. De acuerdo, la alianza tiene problemas…

Un golpe seco en la solapa de la tienda precedió la llegada de Artanthos.

—Disculpad, señores —dijo el hombre, los ojos apagados estudiaron a los dos soldados uno por uno antes de continuar—. Brood ha convocado un consejo.

Ah, portaestandartes, tu sentido de la oportunidad es impecable

Whiskeyjack cogió la jarra que lo aguardaba y se la terminó de un trago, después se volvió hacia Dujek y asintió.

El puño supremo suspiró.

—Tú delante, Artanthos, nosotros te seguimos.

En el campamento parecía reinar un silencio extraordinario. La mhybe no se había dado cuenta de lo reconfortante que había sido la presencia del ejército durante la marcha. Ya solo quedaban ancianos y niños y unos cuantos cientos de soldados malazanos de la retaguardia. No tenía ni idea de cómo había ido la batalla; en cualquier caso, las muertes se harían sentir. Duelo entre los rhivi y los barghastianos, voces desconsoladas alzándose en la oscuridad.

La victoria es una ilusión. En todo.

Ella huía cada noche en sus sueños. Huía y al final terminaban atrapándola, pero solo para despertar de inmediato. De repente, como si la arrancaran del sueño, su cuerpo encogido se estremecía y los dolores invadían sus articulaciones. Una especie de salida, aunque lo cierto era que solo dejaba una pesadilla por otra.

Una ilusión. En todo.

El fondo de la carreta se había convertido en su único mundo, una especie de santuario burlón que reaparecía cada vez que concluía el sueño. Las bastas mantas de lana y las pieles que la envolvían eran un paisaje personal, el lúgubre terreno de pliegues pardos tenían un parecido sorprendente con lo que había visto cuando se encontraba entre las garras del dragón, cuando la bestia no muerta se elevaba por las alturas de la tundra de su sueño y producía un eco de la libertad que había experimentado entonces, un eco que era dolorosamente irónico.

A ambos lados del fondo había listones de madera. Había llegado a conocer de forma íntima el dibujo del grano y los nudos. Mucho más al norte, recordó, entre los nathii, a los muertos se les enterraba en cajas de madera. La costumbre había nacido generaciones atrás y había surgido de una práctica más antigua de enterrar a los cadáveres en troncos de árbol ahuecados. Las cajas se enterraban después, pues la madera nacía de la tierra y a la tierra debía regresar. Una vasija de vida convertida en una vasija de muerte. La mhybe imaginaba que, si un nathii muerto pudiera ver momentos antes de que la tapa se bajara y la oscuridad se lo tragara todo, la visión del nathii sería parecida a la suya.

Echado en la caja, incapaz de moverse, a la espera de la tapa. Un cuerpo que ya ha dejado de ser útil y que aguarda la oscuridad.

Pero no habría final. No para ella. Se lo estaban negando. Estaban interpretando sus propias ilusiones de misericordia y compasión. El daru que la alimentaba, la mujer rhivi que la aseaba, la bañaba y le peinaba los ralos mechones de cabello que le quedaban. Gestos de malicia. Interpretando, una y otra vez, escenas de tortura.

La mujer rhivi se había sentado a su lado e iba pasando con ritmo constante el peine de carey por el cabello de la mhybe mientras tarareaba una canción infantil. Una mujer que la mhybe recordaba de su otra vida. Anciana, por aquel entonces se lo había parecido, una desdichada mujer a la que un bhederin le había pegado una patada en la cabeza y por tanto vivía en un mundo sencillo.

A mí me parecía simple. Pero eso solo era una ilusión más. No, vive entre desconocidos, entre cosas que no puede comprender. Canta para espantar el miedo nacido de su propia ignorancia. Le dan tareas para mantenerla ocupada.

Antes de que apareciera yo, esta mujer ayudaba a preparar los cadáveres. Después de todo, los espíritus trabajaban a través de adultos infantiles como ella. A través de ella, los espíritus podían acercarse a los caídos para consolarlos y guiarlos al mundo de los ancestros.

No podía ser otra cosa que malicia, concluyó la mhybe, que le hubieran impuesto a esa mujer. Era muy posible que ni siquiera fuera consciente que el objeto de sus cuidados todavía estaba viva. La mujer nunca miraba a nadie a los ojos, jamás. El conocimiento había huido con la coz de la pezuña de un bhederin.

El peine seguía pasando de un extremo a otro, de un extremo a otro. El tarareo continuó con su incesante estribillo.

Por todos los espíritus del inframundo, preferiría enfrentarme incluso a tu terror a lo desconocido. Antes eso que la certeza de la traición de mi hija, los lobos que ha azuzado contra mí para que me persigan en sueños. Los lobos, que son su hambre. El hambre que ya ha devorado mi juventud y ahora busca todavía más. Como si quedara algo. ¿Es que no he de ser nada más que alimento para la vida floreciente de mi hija? ¿Una última comida, una madre reducida a nada más que sustento?

Ah, Zorraplateada, ¿eres tú todas las hijas? ¿Soy yo todas las madres? No ha habido rituales que separen nuestras vidas, hemos olvidado el significado que hay detrás de las costumbres rhivi, las verdaderas razones para esos rituales. Yo siempre cedo. Y tú succionas en una demanda incesante. Y así estamos atrapadas, cada vez más metidas en el fondo del pozo, tú y yo.

Llevar un hijo en el vientre es envejecer en los huesos. Agotar la sangre. Estirar piel y carne. El alumbramiento parte a la mujer en dos, la división es un momento de pura agonía. Separa a lo joven de lo viejo. El hijo necesita y la madre entrega.

Jamás te he destetado, Zorraplateada. De hecho, jamás has abandonado mi vientre. Tú, hija, me sacas mucho más que simple leche.

Espíritus, por favor, que cese ya, concededme ese favor. Esta parodia cruel de la maternidad es imposible de soportar. Separadme de mi hija. Por ella. Mi leche se ha convertido en veneno. Solo puedo alimentarla ya con rencor, pues no queda nada más dentro de mí. Y yo sigo siendo una mujer joven dentro de este cuerpo anciano

El peine se enredó en un nudo y le dio un tirón a la cabeza. La mhybe siseó de dolor y le lanzó una mirada furiosa a la mujer que se alzaba sobre ella. El corazón le dio un vuelco de repente.

Las miradas de las dos mujeres se habían entrelazado.

La mujer que no miraba a nadie la estaba mirando a ella.

Yo, una mujer joven en el cuerpo de una anciana. Ella, una niña en un cuerpo de mujer

Dos prisiones en un reflejo perfecto.

Los ojos se cerraron.

—Mi querida muchacha, pareces cansada. Ponte cómoda aquí con el magnánimo Kruppe y él te servirá un poco de esta humeante infusión de hierbas.

—Sí, gracias.

Kruppe sonrió y observó a Zorraplateada, que se acomodó poco a poco en el suelo y apoyó la espalda en la silla sobrante de montar. La pequeña hoguera quedaba entre los dos. Las redondeadas curvas de la mujer se hacían visibles a través la gastada túnica de cuero de venado.

—¿Y dónde están tus amigos? —le preguntó la joven.

—Jugando. Con los miembros de la Asociación Comercial de Trygalle. A Kruppe, por alguna extraña razón, le han prohibido participar en tales partidas. Indignante. —El daru le dio una taza de hojalata—. Salvia sobre todo, por cierto. Si tienes tos…

—No la tengo, pero se agradece de todos modos.

—Kruppe, por supuesto, nunca tose.

—¿Y eso por qué?

—Pues porque bebe infusión de salvia.

Los ojos castaños de la mujer se deslizaron más allá de los del daru y se posaron en la carreta que había a una docena de varas.

—¿Cómo se encuentra?

Kruppe levantó las cejas.

—Podrías preguntarle a ella, muchacha.

—No puedo. No puedo ser nada más que una abominación para mi madre, soy su juventud robada, en carne y hueso. Me desprecia y tiene motivos para ello, sobre todo ahora que Korlat le ha hablado de mis t’lan ay.

—Kruppe se pregunta si comienzas a tener dudas sobre el viaje emprendido.

Zorraplateada sacudió la cabeza y tomó un sorbo de té.

—Ya es demasiado tarde para eso. El problema persiste, como bien sabes. Además, nuestro viaje ha finalizado. Solo queda el de ella.

—Disimulas, muchacha —murmuró Kruppe—. Tu viaje está lejos de haber acabado, Zorraplateada. Pero dejemos ese tema de momento, ¿de acuerdo? ¿Has averiguado alguna nueva sobre esa horrenda batalla?

—Ha terminado. Las fuerzas painitas ya no existen. Aparte de un par de cientos de miles de campesinos mal armados. Las Caras Blancas han liberado Capustan, es decir, lo que queda de ella. Los Abrasapuentes ya están en la ciudad. Y lo que es más urgente, Brood ha convocado un consejo, es posible que te interese asistir.

—Desde luego, aunque solo sea para bendecir la reunión con la abrumadora sabiduría de Kruppe. ¿Y tú, no vas a asistir tú también?

Zorraplateada sonrió.

—Como bien has dicho antes, daru, mi viaje no ha concluido del todo.

—Ah, sí, Kruppe te desea todo lo mejor en eso, muchacha. Y espera con todo interés volver a verte pronto.

Los ojos de la mujer se posaron una vez más en la carreta.

—Me verás, amigo —respondió, después apuró la infusión y se levantó con un ligero suspiro.

Kruppe la vio vacilar.

—¿Muchacha? ¿Ocurre algo?

—Eh, no estoy segura. —La expresión de la joven era inquieta—. Una parte de mí desea acompañarte a ese consejo. Es un impulso repentino, de hecho.

Los ojitos del daru se entrecerraron.

—¿Una parte de ti, Zorraplateada?

—Sí, lo que sugiere la pregunta, ¿qué parte? ¿De quién es el alma que en mi interior se retuerce de suspicacia? ¿Quién presiente que están a punto de saltar chispas en esta alianza nuestra? Dioses, es incluso peor, es como si supiera exactamente por qué… pero no lo sé.

—Velajada no lo sabe, ¿verdad? Lo que deja a Escalofrío y Bellurdan como candidatos en potencia, posibles dueños de ese conocimiento profético preñado de alarmantes motivaciones. Bueno, quizá se pueda decir de una forma más sencilla…

—No importa, Kruppe.

—Estás dividida, Zorraplateada, por decirlo con franqueza. Piensa en lo siguiente, ¿una pequeña demora a la hora de buscar tu destino afectará en gran medida al resultado? En otras palabras, ¿dispones de tiempo para venir conmigo a la tienda de mando del caudillo?

La mujer estudió al daru.

—Tú también tienes una corazonada, ¿verdad?

—Si es inminente la ruptura, muchacha, entonces tu persona podría resultar esencial, pues tú eres el puente que une estos formidables campamentos.

—Yo… no confío en Escalofrío, Kruppe.

—La mayor parte de los mortales de vez en cuando dejan de confiar en partes de sí mismos. Salvo Kruppe, por supuesto, cuya merecida seguridad en sí mismo es absoluta. En cualquier caso, los instintos encontrados forman parte integral de nuestra naturaleza, salvo de la de Kruppe, cla…

—Sí, sí. De acuerdo. Vamos.

Una cuchillada de oscuridad se abrió en la pared de lona. El aliento suave de Kurald Galain fluyó por la tienda de mando y atenuó la luz de los faroles. Anomander Rake entró en la tienda sin prisas. El desgarro negro se cerró en silencio a su espalda. Los faroles volvieron a cobrar vida.

El rostro amplio y plano de Brood se crispó.

—Llegas tarde —gruñó—. Los malazanos ya vienen de camino.

El señor de Engendro de Luna se quitó la capa con un encogimiento de hombros.

—¿Y qué? ¿O es que he de arbitrar una vez más?

Con la espalda apoyada en un lado de la pared de la tienda, Korlat se aclaró la garganta.

—Se han producido… revelaciones, mi señor. Se está cuestionando la propia alianza.

Un bufido seco surgió de la garganta de Kallor, la última persona presente.

—¿Cuestionándose? Nos han mentido desde el principio. Es imperativo un golpe rápido contra la hueste de Unbrazo, antes de que haya tenido tiempo de recuperarse de las batallas de hoy.

Korlat observó a su señor, que estudiaba a sus aliados en silencio.

Después de un largo momento, Rake sonrió.

—Querido Caladan, si al decir que han mentido te refieres a la mano oculta de la emperatriz, a las dagas que penden tras las espaldas de Dujek Unbrazo y Whiskeyjack; bueno, parecería que, si fuese necesario tomar medidas, que debo añadir que no creo que sea el caso, nuestra posición debería ser intervencionista. Es decir, a favor de Dujek y Whiskeyjack. A menos, por supuesto —clavó los ojos en Brood—, que ya no confíes en sus capacidades como comandantes. —El hombre se quitó poco a poco los guanteletes—. Sin embargo, el informe que me ha dado Arpía hoy sobre los combates de este día estaba caracterizado por nada más que reticentes elogios. Los malazanos han sido profesionales, eficaces e implacables. Justo como hubiéramos querido.

—El problema no es su habilidad como guerreros —dijo Kallor con voz ronca—. Esta iba a ser una guerra de liberación…

—No seas necio —murmuró Rake—. ¿Hay algo de vino o cerveza? ¿Quién quiere tomar una copa conmigo?

Brood lanzó un gruñido.

—Sí, sírveme una, Rake. Pero que se sepa que, si bien Kallor ha hecho pronunciamientos necios en el pasado, no lo han sido tanto ahora. Liberación. El Dominio Painit…

—Es solo un imperio más —dijo con voz cansina el señor de Engendro de Luna—. Y como tal, su poder representa una amenaza. Una amenaza que tenemos intención de eliminar. Bien puede ser que se produzca la liberación de la plebe como consecuencia, pero no puede ser ese nuestro objetivo. Libera una víbora y de todos modos te morderá, si se le brinda la oportunidad.

—¿Así que debemos aplastar al Vidente Painita solo para que algún puño supremo del Imperio de Malaz ocupe su lugar?

Rake le pasó al caudillo una copa de vino. Los ojos del tiste andii permanecían velados, casi adormilados mientras estudiaba a Brood.

—El Dominio es un imperio que siembra el horror y la opresión entre su propio pueblo —dijo Rake—. Ninguno de los presentes lo negaría. Así pues, solo por una cuestión ética, había una causa justa para marchar contra él.

—Que es lo que hemos estado diciendo desde el principio…

—Ya te oí la primera vez, Kallor. Tu afición a repetir las cosas resulta de lo más fatigosa. No he descrito más que una… excusa. Una razón. Sin embargo, parece que todos habéis permitido que esa razón aplaste a todas las demás, mientras que, en mi opinión, es la menos importante. —Tomó un sorbo de vino y después continuó—. Pero continuemos con eso solo un momento. El horror y la opresión, la cara del Dominio Painita. Considerad, si os parece, las ciudades y los territorios de Genabackis que están ahora bajo el gobierno malazano. ¿Horror? No excede aquel al que los mortales deben enfrentarse a diario en su vida normal. ¿Opresión? Todos los gobiernos requieren leyes y por lo que yo veo, las leyes malazanas, si acaso, están entre las menos represivas de los imperios que conozco.

»Ahora bien. Se elimina al Vidente y lo sustituye un puño supremo y un gobierno de estilo malazano. ¿El resultado? Paz, reparaciones, ley y orden. —Examinó a los otros y después levantó una única ceja poco a poco—. Hace quince años Genabaris era una úlcera fétida en la costa noroeste y Nathilog era incluso peor. ¿Y ahora, bajo el gobierno de Malaz? Rivales de la propia Darujhistan. Si de veras deseáis lo mejor para los ciudadanos painitas normales, ¿por qué no dais la bienvenida a la emperatriz?

»En lugar de eso, Dujek y Whiskeyjack se ven obligados a interpretar una charada de lo más elaborada para ganarnos como aliados. Son soldados, en caso de que lo hayáis olvidado. Los soldados reciben órdenes y si esas órdenes no les gustan, mala suerte. Si significa sufrir una falsa proclamación de rebeldía (sin dejar que cada recluta del ejército sepa el secreto y eliminando por tanto la posibilidad de que deje de ser un secreto), entonces un buen soldado aprieta los dientes y se pone a trabajar.

»La verdad es muy sencilla, para mí por lo menos. Brood, tú y yo hemos luchado contra los malazanos como auténticos libertadores. Sin pedir dinero ni tierras. Nuestros motivos no están claros ni siquiera para nosotros, imaginad lo que deben de parecerle a la emperatriz. Inexplicables. Parece que hemos jurado lealtad a altos ideales, a nociones casi escandalosas de abnegación. Somos sus enemigos y no creo que sepa siquiera por qué.

—Y ahora cántame la canción del abismo —se burló Kallor—. En su Imperio no habría sitio para nosotros, para ninguno de nosotros.

—¿Y te sorprende? —preguntó Rake—. No nos puede controlar. Lo cierto, así de simple y sencillo, es que luchamos por nuestra propia libertad. Nada de fronteras para Engendro de Luna. Nada de paz en todo el mundo que convierta en obsoletos a caudillos, generales y compañías de mercenarios. Luchamos contra la imposición del orden y el puño de hierro que debe esconderse tras él porque no somos nosotros los que alzan ese puño.

—Ni jamás desearía serlo —gruñó Brood.

—Exacto. ¿Así que por qué envidiarle a la emperatriz que posea el deseo de hacerlo y cumpla con las responsabilidades consiguientes?

Korlat se quedó mirando a su señor asombrada una vez más, desconcertada una vez más. La sangre draconiana que corre por sus venas. No piensa como nosotros. ¿Es la sangre? ¿U otra cosa? No tenía respuesta, en realidad no entendía al hombre al que seguía. La llenó una repentina oleada de orgullo. Es el hijo de la Oscuridad. Un amo al que merece la pena jurarle lealtad, quizás el único. Para mí. Para los tiste andii.

Caladan Brood dejó escapar un suspiro profundo.

—Sírveme otra copa, maldito seas.

—Dejaré a un lado mi disgusto —dijo Kallor mientras se levantaba de su silla entre los crujidos de la cota de malla— y daré voz a un tema relacionado solo de forma marginal con lo que se ha dicho hasta ahora. Se ha limpiado Capustan. Ante nosotros, el río. Al sur, tres ciudades sobre las que marchar. Hacerlo en sucesión como un único ejército nos frenará de modo considerable. Setta, en concreto, no está en la ruta que nos lleva a Coral. Así pues, el ejército debe dividirse en dos y nos encontraremos de nuevo al sur de Lest y Setta, quizás en Maurik, antes de golpear Coral. Bien, la pregunta es: ¿qué criterios seguimos para dividirnos?

—Un buen tema —murmuró Rake— para discutirlo en esta reunión pendiente.

—Y en ninguna otra, sí —murmuró Caladan Brood—. ¿No les sorprenderá?

Desde luego que sí. El pesar se filtraba por los pensamientos de Korlat. Y mucho, he cometido una injusticia con Whiskeyjack. Espero que no sea demasiado tarde para arreglarlo. No está bien que una tiste andii juzgue de forma precipitada. Mi visión estaba nublada. ¿Nublada? No, era más bien como una tormenta. Una tormenta de emociones, nacida de la necesidad y el amor. ¿Podrás perdonarme, Whiskeyjack?

La solapa de la tienda se apartó y entraron los dos comandantes malazanos seguidos por el portaestandartes Artanthos. La cara de Dujek se hallaba ensombrecida.

—Siento el retraso —gruñó—. Me acaban de informar que los Tenescowri se han puesto en marcha. Vienen directamente a por nosotros.

Korlat buscó los ojos de Whiskeyjack, pero el hombre estaba estudiando al caudillo al añadir:

—Esperamos otra batalla, al amanecer. Una muy complicada.

—Dejádmela a mí —dijo Anomander Rake con tono cansino.

La voz hizo dar la vuelta a Whiskeyjack, sorprendido.

—Señor, perdóname. No te había visto. Me temo que estaba un tanto… preocupado.

—¿Estás ofreciendo lanzar a tus tiste andii contra los Tenescowri, señor? —preguntó Dujek.

—En absoluto —respondió Rake—. Pienso darles un susto de muerte. En persona.

Nadie habló por un momento y después Caladan Brood empezó a revolver en un baúl en busca de más copas.

—Tenemos otro tema que discutir, puño supremo —dijo.

—Eso tengo entendido.

El hombre parecía a punto de ponerse enfermo, mientras que a Whiskeyjack se le habían subido los colores.

El caudillo sirvió más vino y después señaló con un gesto las copas que había llenado.

—Servíos. Kallor ha observado un problema relativo a la disposición de nuestras fuerzas.

Oh, los muy cabrones se están burlando de la situación. Ya está bien.

Korlat tomó la palabra.

—Puño supremo, al sur aguardan tres ciudades. Lest y Setta deberían tomarse de forma simultánea, si es posible; nuestras fuerzas volverían a reunirse en Maurik antes de continuar hacia Coral. Nos gustaría debatir con vosotros la mejor forma de dividir los ejércitos.

Los ojos de Whiskeyjack se encontraron con los de la mujer. Ella le ofreció una pequeña sonrisa. Él respondió frunciendo el ceño.

—Ya veo —dijo Dujek después de un momento. Cogió su copa y se sentó en una silla de campaña—. Muy bien. —Y de momento no dijo nada más.

Whiskeyjack carraspeó antes de hablar.

—La división, al menos en un primer momento, parece bastante obvia. La hueste de Unbrazo al suroeste, hacia Setta, lo que cerrará nuestras líneas de comunicación con nuestros moranthianos negros, que permanecen apostados en las montañas Visión. El caudillo y sus fuerzas directamente al sur, a Lest. Una vez que hayamos tomado Setta, nos dirigimos a la cabecera del río Maurik y después seguimos el curso hacia el sur, hasta la propia Maurik. Es posible que vosotros lleguéis primero, pero no sería demasiado problemático.

—De acuerdo —dijo Brood.

—He dicho en un principio, por cierto —continuó Whiskeyjack.

Lo otros se volvieron hacia él.

El hombre se encogió de hombros.

—Los barghastianos Caras Blancas se van a unir a la campaña. También tenemos que considerar a los elementos supervivientes de la defensa de la Capustan, que bien podrían desear acompañarnos. Y por último, está la pregunta pendiente de Zorraplateada y sus t’lan imass.

—Si permitimos que la zorra y sus t’lan imass entren en esta guerra —gruñó Kallor con desprecio—, habremos perdido toda esperanza de dirigirla.

Whiskeyjack estudió a aquel antiquísimo guerrero.

—La tuya es una obsesión singular, Kallor. Ha retorcido tu mente…

—Y el sentimiento ha retorcido la tuya, soldado. Quizá llegue un día en el que tú y yo podamos poner a prueba nuestros respectivos empeños…

—Basta —lo interrumpió Brood—. Parece, entonces, que debemos suspender esta reunión. Podemos retomarla cuando todos los comandantes relevantes estén presentes. —El caudillo se volvió hacia Rake—. ¿Cómo se encuentra Engendro de Luna?

El señor de los tiste andii se encogió de hombros.

—Nos reuniremos en Coral, como estaba planeado. Quizá merezca la pena observar que el Vidente ha sufrido un ataque grave desde el sur al que ha respondido con hechicería Omtose Phellack. Mis grandes cuervos han podido ver a su enemigo, o al menos a parte de ese enemigo. Un t’lan imass, una loba y un perro muy grande. De ahí la vieja batalla: Omtose Phellack, siempre retirándose ante Tellann. Bien podría haber otros jugadores, las tierras que hay al sur de Panorama han quedado totalmente envueltas en las brumas nacidas del hielo moribundo. Lo que significa que el Vidente ha huido de Panorama y se dirige por medio de una senda a Coral.

Se produjo un silencio cuando las implicaciones de las revelaciones de Rake se fueron asentando poco a poco en las mentes de los presentes.

Whiskeyjack fue el primero en hablar.

—¿Un único t’lan imass? Un invocahuesos, entonces, para tener poder suficiente para romper sin ayuda alguna la hechicería de un jaghut.

—Tras haber oído la llamada hecha por Zorraplateada —añadió Dujek—. Sí, es probable.

—Este t’lan imass concreto es un guerrero —respondió Rake sin extenderse—. Empuña un mandoble de pedernal. Los invocahuesos no llevan armas. Es obvio que tiene una habilidad fuera de lo común. La loba es una ay, creo, una criatura que se creía extinta hace mucho tiempo. El perro puede rivalizar con los mastines de Sombra.

—Y están empujando al Vidente y poniéndonoslo en las manos —dijo Brood con voz profunda—. Parece que Coral no va a ser solo la última ciudad a la que lleguemos durante esta campaña. Será la ciudad donde nos enfrentemos al propio Vidente.

—Maldita sea, lo que garantizará que la batalla esté cargada de hechicería —murmuró Dujek—. Qué puta maravilla.

—Tenemos tiempo de sobra para formular nuestras tácticas —dijo Brood después de un momento—. Se aplaza la reunión.

A veinticinco metros de la tienda de mando, mientras la oscuridad se iba profundizando en el campamento, Zorraplateada comenzó a andar más despacio.

Kruppe la miró.

—Ah, muchacha, presientes que la tormenta pasa sin estallar. Como lo presiento yo. ¿Les hacemos una visita a tan formidables personajes de todos modos?

La mujer dudó y después sacudió la cabeza.

—No, ¿para qué precipitar el enfrentamiento? Ahora debo afrontar mi propio… destino. Si tienes la bondad, Kruppe, no informes a nadie de mi partida. Al menos no durante un tiempo.

—Ha llegado el momento de la reunión.

—Así es —asintió la joven—. Presiento la convergencia inminente de los t’lan imass y preferiría que se diera en algún lugar lejos de miradas ajenas.

—Un asunto privado, por supuesto. No obstante, Zorraplateada, ¿te molestaría tener compañía? Kruppe es sabio, lo bastante sabio como para guardar silencio cuando es silencio lo que se requiere, pero más sabio todavía para hablar cuando lo que se precisa son palabras sabias. La sabiduría, después de todo, es la hermana de sangre de Kruppe.

Zorraplateada bajó la cabeza y le sonrió.

—¿Te gustaría ser testigo de la segunda reunión?

—No hay mejor testigo para todo aquello que maravilla que Kruppe de Darujhistan, muchacha. Oh, los relatos que podrían fluir sin esfuerzo de estos labios más bien zalameros si en algún momento te aguijonease la curiosidad…

—Disculpa si me abstengo de preguntar —respondió la joven—. Al menos en un futuro cercano.

—No fueras a distraerte, por supuesto. Está claro, es cierto, que incluso la mera presencia de Kruppe genera toda una abundancia de sabiduría.

—Muy claro. Muy bien. Tendremos que buscarte un caballo, dado que tengo intención de ir cabalgando.

—¿Un caballo? ¡Qué horror! Viles bestias. No, prefiero aferrarme a mi leal mula.

—Con fuerza.

—Hasta el límite de mi capacidad física, sí. —El gordito se volvió al oír el sonido de unos cascos detrás de ellos—. ¡Ah, precisamente! Y mira, un caballo chiflado la sigue como un perrito atado con una correa, ¿y acaso es de extrañar cuando uno contempla a mi atractiva y orgullosa bestia?

Zorraplateada estudió con los ojos entrecerrados al caballo ensillado que seguía a la mula.

—Dime, Kruppe, ¿quién más será testigo de la reunión a través de tus ojos?

—¿A través de Kruppe? ¡Pero bueno, nadie salvo el propio Kruppe! ¡Lo jura!

—Supongo que la mula no.

—Muchacha, la capacidad que tiene esta mula para dormir (sean cuales sean las circunstancias) es ilimitada, inmutable y, desde luego, admirable. ¡Te aseguro que nadie será testigo a través de sus ojos!

—¿Así que duerme? Para soñar, sin duda. Muy bien, pongámonos en marcha entonces, Kruppe. ¿Confío en que te parezca bien viajar toda la noche?

—No me lo parece en absoluto, pero la perseverancia es prima carnal de Kruppe…

—Acompáñame.

Whiskeyjack hizo una pausa al salir de la tienda y miró a su izquierda, vio a Anomander Rake de pie en la penumbra. Ah, no es Korlat entonces. Oh, bueno

—Por supuesto, mi señor.

El hijo de la Oscuridad lo llevó entre las filas de tiendas, hacia el sur, al borde mismo del campamento y después continuó. Subieron un risco y llegaron cerca del río Catlin. La luz de las estrellas jugaba sobre la superficie revuelta a ciento setenta metros de distancia.

Las polillas aleteaban como motas de nieve que huían del viento cálido.

Ninguno de los dos habló durante un largo rato.

Al fin, Anomander Rake suspiró.

—¿Cómo tienes la pierna? —le preguntó.

—Me duele —respondió Whiskeyjack con sinceridad—. Sobre todo después de un día entero en la silla.

—Brood es un sanador experto. Gran Denul. No dudaría un instante si se lo pidieras.

—Cuando haya tiempo…

—De eso ha habido de sobra, y los dos lo sabemos. No obstante, comparto algo de tu obstinación, así que no volveré a sacar el tema. ¿Se ha puesto en contacto contigo Ben el Rápido?

Whiskeyjack asintió.

—Está en Capustan. O debería estarlo a estas alturas.

—Es un alivio. El asalto a las sendas ha hecho del oficio de mago un trabajo un tanto peligroso. Hasta Kurald Galain ha sentido el toque del veneno.

—Lo sé.

Rake se volvió despacio para mirarlo.

—No me esperaba encontrar en ella tal… renacimiento. Un corazón que yo había creído cerrado para siempre. Verlo florecer así…

Whiskeyjack cambió de postura, incómodo.

—Puede que lo haya herido esta noche.

—Por un momento, quizá. Vuestra falsa declaración de rebeldía ya es del dominio público.

—De ahí la reunión, o eso pensamos.

—Yo saqué la espina antes de que llegarais el puño supremo y tú.

El malazano estudió al tiste andii en la penumbra.

—No estaba seguro. Sin embargo, la sospecha no pudo encontrar raíces.

—Porque, para vosotros, mi postura no tiene sentido.

—Sí.

Rake se encogió de hombros.

—Pocas veces veo la necesidad como una carga.

Whiskeyjack lo pensó un instante y después asintió.

—Sigues necesitándonos.

—Más que nunca, quizá. Y no solo a vuestro ejército. Necesitamos a Ben el Rápido. Necesitamos a Humbrall Taur y a sus clanes de Caras Blancas. Necesitamos vuestro vínculo con Zorraplateada y, a través de ella, con los t’lan imass. Necesitamos al capitán Paran.

—¿A Ganoes Paran? ¿Por qué?

—Es el señor de la baraja de los Dragones.

—No es ningún secreto, entonces.

—Nunca lo fue.

—¿Sabes —preguntó Whiskeyjack— lo que significa ese papel? Te lo pregunto en serio porque, con franqueza, yo no lo sé y, maldita sea, ojalá lo supiera.

—El dios Tullido ha elaborado una nueva Casa y pretende unirla ahora a la baraja de los Dragones. Es necesaria una aprobación. Una bendición, si quieres. O, por el contrario, una negativa.

Whiskeyjack lanzó un gruñido.

—¿Qué hay de la Casa de Sombras entonces? ¿Había un señor de la Baraja por ahí que sancionó su ingreso en la baraja?

—No hubo necesidad. La Casa de Sombras siempre ha existido, más o menos. Tronosombrío y Cotillion se limitaron a despertarla de nuevo.

—Y ahora quieres que Paran, el señor de la Baraja, rechace la Casa del dios Tullido.

—Creo que debe hacerlo. Legitimar al Caído es darle poder. Ya vemos de lo que es capaz en su actual estado, por debilitado que esté. La Casa de las Cadenas son los cimientos que utilizará para reconstruirse.

—Pero los dioses y tú ya lo derribasteis una vez. El encadenamiento.

—Una empresa costosa, Whiskeyjack. Una empresa donde el dios Fener fue vital. Dime, entre tus soldados, el de los colmillos es un dios muy popular, ¿tenéis también sacerdotes?

—No. Fener es bastante popular puesto que es el señor de la Batalla. Los malazanos son un tanto… relajados cuando se trata del panteón. Tendemos a no alentar la existencia de cultos organizados dentro del estamento militar.

—Hemos perdido a Fener —dijo Rake.

—¿Perdido? ¿A qué te refieres?

—Arrancado de su reino, ahora vaga por la tierra de los mortales.

—¿Cómo?

Había una sonrisa sombría en el tono de Rake cuando se explicó.

—Lo hizo un malazano. Un antiguo sacerdote de Fener, una víctima de la revelación.

—¿Lo que significa…?

—Le cercenaron las manos de forma ritual. El poder de la revelación envía entonces esas manos a las pezuñas del propio Fener. El ritual debe ser la expresión de la justicia más pura, pero este no fue el caso. Más bien se percibió la necesidad de reducir la influencia de Fener y, en concreto, la del puño supremo, una medida llevada a cabo por agentes del Imperio, con toda probabilidad de la Garra. Has mencionado que no se alienta la existencia de cultos dentro del ejército. Quizás eso fuera un factor, no dispongo de todos los datos, por cierto. Desde luego, la afición del puño supremo al análisis histórico fue otro factor, había completado una investigación que llegaba a la conclusión de que la emperatriz Laseen, de hecho, fracasó al pretender asesinar al emperador y a Danzante. Cierto, la dama alcanzó el trono que tanto ansiaba, pero ni Kellanved ni Danzante murieron en realidad, sino que ascendieron.

—Comprendo que a Torva se le pusieran los pelos de punta ante semejante descubrimiento.

—¿Torva?

—La emperatriz Laseen. Torva era su antiguo nombre.

—En cualquier caso, esas manos cercenadas fueron como veneno para Fener. No podía tocarlas ni podía sacarlas de su reino. Quemó los tatuajes que anunciaban su negativa sobre la piel del sumo sacerdote y así selló el poder virulento de las manos, al menos por el momento. Y eso debería haber sido todo. Con el tiempo, el sacerdote moriría y su espíritu acudiría a Fener para recuperar lo que le había sido arrebatado de una forma tan cruel e injusta. El espíritu se convertiría entonces en el instrumento de la ira de Fener, su venganza contra los sacerdotes del templo mancillado y, desde luego, contra la Garra y la propia emperatriz. Una tormenta muy oscura aguardaba al Imperio de Malaz, Whiskeyjack.

—Pero ha pasado algo.

—Sí. El sumo sacerdote, a propósito o por azar, entró en contacto con la senda del Caos, con un objeto, quizá, forjado dentro de esa senda. El sello protector que rodeaba sus manos cercenadas fue destruido por esa oleada inmensa e incontrolable de poder. Y, al encontrar a Fener, esas manos… lo empujaron.

—Por el aliento del Embozado —murmuró Whiskeyjack con los ojos clavados en el río que resplandecía ante sus ojos.

—Y ahora —continuó Rake—, el Tigre del Verano asciende para ocupar su lugar. Pero Treach es joven y mucho más débil, su senda no es más que un lugar miserable, el número de sus seguidores es mucho menor que el de los de Fener. Todo fluye y cambia. Sin duda el dios Tullido sonríe.

—Espera un momento —objetó Whiskeyjack—. ¿Treach ha ascendido? Qué coincidencia.

—Algunos destinos estaban previstos, o eso parece.

—¿Previstos por quién?

—Por los dioses ancestrales.

—¿Y por qué les interesa tanto todo esto?

—Estaban allí cuando cayó el dios Tullido, cuando lo arrastraron a esta tierra. La caída destruyó a muchos de ellos, no dejó más que unos cuantos supervivientes. Fueran cuales fueran los secretos que rodean al Caído (de dónde vino, la naturaleza de su orientación, el ritual en sí que lo capturó), K’rul y los suyos son los dueños. Que hayan decidido involucrarse directamente, ahora que el dios Tullido ha reanudado su guerra, tiene implicaciones alarmantes en lo que respecta a la seriedad de la amenaza.

—Una afirmación que se queda muy corta, mi señor. —Whiskeyjack no dijo nada por un tiempo y después suspiró—. Lo que nos lleva de nuevo a Ganoes Paran y la Casa de las Cadenas. De acuerdo, entiendo por qué quieres que rechace la maniobra del dios Tullido. Debería advertirte, sin embargo, que Paran no se toma muy bien las órdenes.

—Esperemos, entonces, que vea por sí mismo cuál es el curso más prudente a seguir. ¿Querrás aconsejarle en nuestro nombre?

—Lo intentaré.

—Dime, Whiskeyjack —dijo Rake con tono indiferente—, ¿alguna vez encuentras perturbadora la voz de un río?

El malazano frunció el ceño.

—Al contrario, la encuentro tranquilizante.

—Ah. Eso, entonces, marca la diferencia esencial que hay entre nosotros.

¿Entre los mortales y los inmortales? Beru me proteja… Anomander Rake, sé exactamente lo que necesitas.

—Tengo un pequeño barril de cerveza gredfaliana, señor. Me gustaría sacarlo ahora, si no te importa esperar.

—Un buen plan, Whiskeyjack.

Y al amanecer, ojalá veas que la voz se va calmando.

El malazano se dio la vuelta y se dirigió al campamento. Al acercarse a las primeras filas de tiendas, hizo una pausa y se volvió para mirar a la lejana figura que se alzaba, erguida e inmóvil, en el risco cubierto de hierba.

La espada Dragnipur, sujeta en transversal a la espalda de Anomander Rake, colgaba como una cruz alargada rodeada de su propia aureola de oscuridad antinatural.

Cielos, no creo que la cerveza gredfaliana sea suficiente

—¿Y qué senda escogerás para esto?

Ben el Rápido estudió los cuerpos tirados por el suelo y las piedras volcadas y manchadas de sangre de la muralla de la ciudad. Se veían hogueras a través de la brecha, humo que emborronaba el cielo nocturno sobre los edificios oscuros y aparentemente sin vida.

—Rashan, creo —dijo.

—Sombras. Debería haberlo supuesto. —Talamandas se encaramó sobre un montón de cadáveres y luego se volvió a mirar al hechicero—. ¿Procedemos?

Ben el Rápido abrió la senda, reprimida con fuerza, y la cerró a su alrededor. La hechicería lo envolvió en sombras. Talamandas lanzó una risita burlona y se acercó.

—Iré sobre tu hombro, ¿te parece?

—Si insistes —masculló el mago.

—No me dejas mucha elección. Controlar una senda abriéndola de golpe delante de ti y recogiéndola de repente a tu espalda bien podría resultar ser tu mejor arte, pero a mí no me queda mucho espacio para maniobrar en su interior. Aunque por qué tenemos que molestarnos con las sendas en estos momentos es algo que no alcanzo a entender.

—Tengo que practicar. Además, odio que noten mi presencia. —Ben el Rápido hizo un gesto—. Sube a bordo entonces.

El monigote trepó por la pierna del hechicero, apoyó los pies de bramante atado en el cinturón del hombre y después se arrastró por la túnica de Ben. El peso, cuando Talamandas se acomodó en su hombro izquierdo, era insustancial. Unas ramitas a modo de dedos se cerraron alrededor del cuello de la túnica.

—Puedo soportar una caída o dos —dijo el monigote—, pero no lo conviertas en una costumbre.

Ben el Rápido se adelantó y se deslizó por la brecha de la muralla. La luz del fuego arrojaba vetas crudas entre las sombras y pintaba al azar partes apenas vislumbradas del cuerpo del mago. Una sombra profunda que atravesara una escena iluminada por el fuego habría llamado la atención. Ben el Rápido se concentró en fundirse con su entorno.

Llamas, humo y cenizas. Gemidos vagos en los edificios derrumbados, unas cuantas calles más allá, el cántico de duelo de los barghastianos.

—Todos los painitas se han ido —susurró Talamandas—. ¿Qué necesidad tenemos de ocultarnos?

—Es mi naturaleza. La cautela me mantiene con vida, y ahora cállate.

Entró en una calle rodeada de propiedades daru. Mientras otras avenidas daban fe de los esfuerzos de las tribus de Caras Blancas por llevarse los cuerpos, allí no había tenido lugar tal tarea. Los soldados painitas yacían muertos en gran número, apilados alrededor de una propiedad concreta, cuya garita ennegrecida era un buche rodeado de sangre seca. Una muralla baja se alzaba a ambos lados de la verja. Unas figuras oscuras e inmóviles hacían guardia en ella, encaramados al parecer a una especie de pasaje que había a media altura al otro lado.

Agazapado a los pies de otro edificio, a cincuenta metros de distancia, Ben el Rápido estudió la escena. El aliento amargo de la hechicería seguía aferrándose al aire. Sobre su hombro, Talamandas siseó al reconocer de repente el olor.

—¡Los nigromantes! ¡Los que me arrancaron de mi túmulo!

—Creí que ya no tenías nada que temer de ellos —murmuró Ben el Rápido.

—Y no lo tengo, pero eso no hace nada por disminuir el odio o el asco que siento.

—Es una pena, porque quiero hablar con ellos.

—¿Por qué?

—Para tomarles la medida, ¿por qué si no?

—Es una idiotez, mago. Sean lo que sean, no es nada bueno.

—¿Y yo lo soy? Ahora déjame pensar.

—Jamás conseguirás pasar junto a esos guardias no muertos.

—Cuando digo que me dejes pensar, me refiero a que te calles.

Talamandas guardó silencio de mala gana, aunque no dejó de murmurar y removerse en el hombro de Ben el Rápido.

—Vamos a necesitar una senda diferente —dijo al fin el mago—. Podemos elegir entre la del Embozado o Aral Gamelon…

—¿Aral qué? Jamás he oído hablar…

—Demoníaca. La mayor parte de los conjuradores que invocan demonios abren un camino a Gamelon, aunque lo más seguro es que ellos no la conozcan, no por su verdadero nombre, al menos. Es verdad que se pueden encontrar demonios en otras sendas, los aptorianos de Sombra, por ejemplo. Pero los korvalahrai y los galayn, los favoritos del Imperio, son los dos de Gamelon. En cualquier caso, si mi instinto no me engaña, los dos tipos de nigromancia están presentes en esa propiedad; tú dijiste que eran dos, ¿no?

—Sí, y dos clases de locura.

—Suena interesante.

—¡Esto es un capricho! ¿Es que no has aprendido nada de tus múltiples almas, mago? Los caprichos pueden ser letales. Haz algo sin más razón que la curiosidad y se cierra como las mandíbulas de un lobo sobre tu garganta. Incluso si consigues escapar, te persigue, para siempre.

—Hablas demasiado, monigote. Ya he tomado una decisión. Hora de moverse. —Plegó la senda de Rashan a su alrededor y después avanzó.

—¡Cenizas en la urna! —siseó Talamandas.

—Sí, las del Embozado. ¿Te consuela la familiaridad? Es la alternativa más segura, dado que el propio Embozado te ha bendecido, ¿no?

—No me consuela.

Lo que tampoco era de extrañar, pensó Ben el Rápido cuando estudió la transformación que lo rodeaba. La muerte hacía estragos por aquella ciudad. Las almas atestaban las calles atrapadas en los ciclos de sus últimos momentos de vida. El aire estaba repleto de chillidos, gemidos, el golpe seco de las armas, el derrumbamiento aplastante de las piedras y el humo asfixiante. En capas bajo aquella había un sinfín de muertes más, las que se posaban, como nevadas sucesivas, en cualquier lugar donde se reunieran seres humanos. Generación tras generación.

Sin embargo, Ben el Rápido se fue dando cuenta poco a poco de que aquella conflagración no eran más que ecos y las almas en sí, simples fantasmas.

—Por todos los dioses del inframundo —murmuró al comprenderlo de repente—. Esto no es más que un recuerdo, lo que albergan las piedras de las calles y los edificios, memorias del aire en sí. Las almas… han desaparecido todas por la puerta del Embozado…

Talamandas permanecía inmóvil sobre su hombro.

—Lo que dices es cierto, hechicero —murmuró—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha tomado a todos estos muertos?

—Tomado, sí, bajo su ala. Los han bendecido, a todos y cada uno, su dolor ha llegado a su fin. ¿Es esto obra del Consejo de Máscaras?

El monigote escupió.

—¿De esos idiotas? No creo.

Ben el Rápido no dijo nada durante un tiempo y después suspiró.

—Capustan puede que se recupere, después de todo. No creí que eso fuera posible. Bueno, ¿acompañamos a estos fantasmas?

—¿Tenemos que hacerlo?

Ben el Rápido no respondió, solo se limitó a avanzar. Los guardias no muertos (videntes del Dominio y urdomen) eran borrones oscuros, manchas en la senda del Embozado. Pero eran ciegos a su presencia en el reino por donde caminaba el mago en ese momento. Uno de los dos nigromantes residía en su interior, al otro lo rechazaban en ese instante.

El único riesgo que quedaba era si el otro (el invocador) había liberado algún demonio para complementar la defensa de la propiedad.

Ben el Rápido atravesó la verja. En el complejo que tenía delante no había ningún cuerpo, aunque la sangre coagulada cubría los adoquines por algunos sitios.

Unos deditos ramosos se convulsionaron en el hombro del mago.

—Huelo…

El demonio sirinth estaba agachado delante de las puertas principales de la casa, envuelto en la sombra del dintel. En ese momento gruñía y apartaba su peso del rellano para aparecer a plena vista. Cubierto por pliegues de piel parecida a la de los sapos, con los miembros estirados y una cabeza ancha y baja que era sobre todo mandíbulas y colmillos, el sirinth abultaba más que un bhederin macho. Pero en carreras cortas, sin embargo, podía alcanzar la velocidad del rayo.

Y una carrera corta era todo lo que necesitaba para alcanzar a Ben el Rápido y Talamandas.

El monigote lanzó un chillido.

Ben el Rápido se hizo a un lado con un movimiento ágil y desplegó otra senda más, esta recubierta por la del Embozado. Un paso atrás lo metió en esa senda donde el calor fluía como líquido y donde una luz seca y ambarina impregnaba el aire.

El sirinth giró en redondo y cayó boca abajo dentro de Aral Gamelon.

Ben el Rápido se metió un poco más en la senda demoníaca.

El sirinth intentó seguirlo con un gemido, pero solo para que lo detuviera en seco un collarín de hierro y una cadena que acababan de hacerse visibles, la cadena llegaba hasta el fondo; Ben sabía que llegaría hasta el círculo vinculante que el invocador hubiera conjurado al encadenar a esa criatura.

—Mala suerte, amigo mío —dijo el mago cuando el demonio lanzó un gemido agudo—. ¿Me permites que te sugiera un trato, sirinth? Yo rompo la cadena y tú te vas en busca de tus seres queridos. Que reine la paz entre nosotros.

La criatura se quedó inmóvil. Unos párpados plegados se abrieron y revelaron unos ojos grandes y luminosos. En el reino mortal que acababan de dejar, esos ojos ardían como el fuego. Allí, en Aral Gamelon, era casi dóciles.

Casi. No te engañes, Ben. Esta cosa podría engullirte de un solo bocado.

—¿Y bien?

El sirinth se deslizó a un lado y estiró el cuello.

La hechicería refulgió en el collarín y la cadena, el hierro atestado de glifos tallados.

—Tendré que echar un vistazo más de cerca —le dijo Ben el Rápido al demonio—. Has de saber que la senda del Embozado permanece con nosotros…

—¡No lo suficiente! —siseó Talamandas—. ¡Esos guardias no muertos nos han visto!

—Todavía tenemos unos momentos —respondió Ben el Rápido—. Es decir, si te callas. Sirinth, si me atacas cuando me acerque, te revelaré otra cadena que te rodea el cuello, la del Embozado. Muerto pero no muerto, atrapado en el ínterin. Para siempre. ¿Me entiendes?

La criatura volvió a chillar, pero no realizó ningún otro movimiento.

—Me basta.

—Idiota…

Ben el Rápido hizo caso omiso del monigote y se colocó a un lado del enorme demonio. Sabía que aquella cabeza podía girar de golpe, poco más que un simple contorno borroso, y que las mandíbulas podían abrirse para engullir cabeza, hombros (Talamandas incluido) y el torso hasta las caderas.

Estudió los glifos y después gruñó.

—Unos eslabones muy logrados, desde luego. La clave, sin embargo, para romper esta cadena se encuentra en poder desenredar un único hilo. El reto es encontrar el adecuado…

—¡Quieres darte prisa! ¡Esos no muertos se están reuniendo! ¡Los tenemos casi encima!

—Un momento, por favor. —Ben el Rápido se inclinó sobre el monstruo y miró los símbolos con los ojos entrecerrados—. Es curioso —murmuró—, esto es escritura korelri. Alto korelri, que hace siglos que no se utiliza. Bueno, pues no es tan difícil. —Estiró el brazo, murmuró unas cuantas palabras y golpeó un glifo con la uña del pulgar—. Así pues, al cambiar el significado… —Ben el Rápido sujetó la cadena por ambos lados del símbolo estropeado y dio un rápido tirón.

La cadena se partió.

El sirinth se lanzó hacia delante y después giró en redondo con las mandíbulas abiertas de par en par.

Talamandas chilló.

Ben el Rápido ya volaba por los aires, atravesaba la puerta de la senda y regresaba a la del Embozado, donde hundió un hombro al chocar con los adoquines y dio una voltereta para volver a ponerse en pie con Talamandas todavía aferrado a su túnica. El mago se quedó entonces inmóvil.

Estaban rodeados por unas figuras oscuras e insustanciales que dejaron de moverse cuando su presa dejó de ser visible.

Talamandas tuvo la prudencia de no decir nada. Todavía agachado, Ben el Rápido se metió en silencio entre dos guardias no muertos y después se apartó sin ruido y se acercó a las puertas dobles.

—Dioses —gimió el monigote en un susurro—, ¿por qué estamos haciendo esto?

—¿Porque es divertido?

Las puertas no estaban cerradas con llave.

Ben el Rápido se deslizó al interior y cerró la puerta tras ellos, el chasquido suave del picaporte pareció provocar un estrépito en el hueco.

—Bueno —dijo Talamandas sin aliento—, ¿y qué senda usamos ahora?

—Ah, ¿percibo acaso que ya empiezas a meterte en el espíritu de la aventura?

—Mala elección de términos, mortal.

Ben sonrió y cerró la del Embozado. Debería resultar obvio por qué estoy haciendo esto, monigote. Llevo demasiado tiempo sin poder utilizar las sendas y necesito practicar. Es más, necesito saber hasta qué punto eres eficaz. Y de momento, todo va bien. El veneno se mantiene a raya, incapaz de cerrarse sobre mí. Estoy satisfecho. Se acercó a la pared más cercana y apoyó las dos manos contra la fría piedra.

Talamandas lanzó una risita.

—D’riss. La senda de la Piedra. Qué cabrón más listo.

Ben el Rápido abrió la senda de un empujón y se deslizó por la pared.

Aquello no tenía nada de fácil. La piedra se podía atravesar con bastante facilidad, no tenía más resistencia que el agua, pero el mortero no cedía tanto y se resistía a su paso como las hebras de una telaraña especialmente obstinada. Y lo que era peor, las paredes eran delgadas, lo que lo obligaba a avanzar de lado.

Siguió el curso de la pared de habitación en habitación, adentrándose cada vez más. La arquitectura daru era predecible y simétrica. El aposento principal del piso bajo estaría en el centro. Los niveles superiores eran más problemáticos, pero con bastante frecuencia la cámara principal del piso bajo estaba abovedada, lo que empujaba a las habitaciones de encima a los laterales del edificio.

Apenas podía ver las habitaciones, aunque allí estaban. Granulosas, grises, el mobiliario borroso y mal definido. Pero la carne viva refulgía de verdad. «La piedra conoce la sangre, pero no puede albergarla. La piedra ansía la vida, pero solo puede imitarla». Eran palabras antiguas, de un cantero y escultor que había vivido siglos atrás en Unta. Pero bastante apropiadas cuando estabas en la senda de D’riss. Cuando penetrabas en la carne de la diosa Dormida.

Ben el Rápido se deslizó por una esquina y al fin le pudo echar un primer vistazo a la cámara principal.

Una figura reclinada en una especie de diván cerca de la chimenea. Parecía leer un libro. Otro hombre alimentaba las llamas sin brillo, de un leve color rosado, mientras murmuraba algo por lo bajo. Paseándose por la repisa de la chimenea había una criatura pequeña, un cuervo o quizá una urraca.

El hombre del diván estaba hablando al tiempo que pasaba las páginas de pergamino del libro que leía, sus palabras llegaban apagadas y quebradizas por efecto de la piedra.

—Cuando hayas terminado con eso, Emancipor, devuelve a los guardias a sus posiciones en la muralla. Tenerlos plantados en el patio, todos mirando hacia el interior, a la nada, sugiere un comportamiento ridículo. No se puede decir que sea una escena que inspire temor en potenciales intrusos.

—Si no le importa que se lo diga, amo —dijo Emancipor al levantarse de la chimenea y limpiarse el hollín de las manos—, si tenemos compañía no deseada, ¿no deberíamos estar haciendo algo?

—Por mucho que me desagrade perder a mis demonios, querido sirviente, no asumo que todos mis visitantes sean malignos. Deshacerse de mi sirinth era sin duda la única opción disponible e incluso entonces una empresa repleta de riesgos. La cadena no supone más que la mitad del ensalmo, por supuesto; las órdenes del collarín no se pueden anular con tanta facilidad. Así pues, un poco de paciencia, hasta que nuestro huésped, ya sea hombre o mujer, decida hacer formal su visita.

La cabeza de bellota de Talamandas tocó la oreja de Ben el Rápido.

—Déjame aquí cuando pases, hechicero. Una traición por parte de este hombre no es tanto una probabilidad como una maldita certeza.

Ben el Rápido se encogió de hombros. El peso del monigote abandonó su hombro.

El mago salió de la senda con una sonrisa y empezó a limpiarse el polvo arenoso de la túnica y la capa de lluvia.

El hombre sentado cerró poco a poco el libro sin mirarlo.

—Un poco de vino, Emancipor, para mí y para mi invitado.

El sirviente se giró y miró a Ben el Rápido.

—¡Por el aliento del Embozado! ¿De dónde ha salido?

—Las paredes oyen, ven y todo lo demás. Continúa con tus tareas, Emancipor. —El hombre al fin levantó la cabeza y se encontró con la mirada del hechicero.

Esa sí que es una mirada de lagarto. Bueno, nunca me he encogido ante los de su calaña, ¿por qué debería hacerlo ahora?

—Un poco de vino sería estupendo —dijo Ben el Rápido también en daru, como el hombre sentado.

—Algo… floral —añadió el nigromante cuando el sirviente se acercó a una puerta lateral.

El cuervo de la chimenea había dejado de pasearse y en ese momento estudiaba al mago con la cabeza ladeada. Después de un momento reanudó sus paseos de un lado a otro de la chimenea.

—Por favor, siéntate. Me llamo Bauchelain.

—Ben el Rápido. —El hechicero se dirigió al sillón afelpado que había enfrente del nigromante y se acomodó en él. Después suspiró.

—Un nombre interesante. Un nombre acertado, si me permites decirlo. Haber esquivado el ataque del sirinth… ¿He de suponer que te atacó una vez que lo liberaste?

—Muy listo —admitió Ben el Rápido—, encerrar un hechizo de aplazamiento en ese collarín, una última orden de matar a quien lo libere. He de suponer que eso no te incluye a ti, la persona que lo invocó.

—Yo nunca libero a mis demonios —dijo Bauchelain.

—¿Nunca?

—Cada excepción a un ensalmo mágico lo debilita. Yo no permito ninguna.

—¡Pobres demonios!

Bauchelain se encogió de hombros.

—Yo no siento simpatía alguna por meros instrumentos. ¿Tú lloras por tu daga cuando se rompe en la espalda de alguien?

—Eso depende de si mató al cabrón o solo lo cabreó.

—Ah, pero entonces lloras por ti mismo.

—Estaba haciendo un chiste.

Bauchelain levantó una de sus finas cejas.

El subsiguiente silencio lo interrumpió el regreso de Emancipor, que traía una bandeja en la que reposaba una polvorienta botella y dos copas de cristal.

—¿No traes un vaso para ti? —preguntó el nigromante—. ¿Tan poco respeto la igualdad de los hombres, Emancipor?

—Eh, ya eché un trago abajo, amo.

—¿Ah, sí?

—Para ver si era floral.

—¿Y lo era?

—No estoy seguro. Quizá. ¿Qué es floral?

Hmm. Creo que debemos reanudar tu educación sobre este tipo de lujos. Floral es lo contrario de… amaderado. En otras palabras, que no alberga el recuerdo amargo de la savia sino algo más dulce, como el narciso o la corona cadavérica…

—Esas flores son venenosas —observó Ben el Rápido con un tono ligeramente alarmado.

—Pero bonitas y dulces en apariencia, ¿no? Dudo que ninguno de nosotros tengamos por costumbre comer flores, de ahí que en la analogía buscara indicios visuales para mi querido Emancipor.

—Ah, ya veo.

—Antes de que sirvas de esa botella, entonces, Emancipor, dime, ¿el regusto que dejó era amargo o dulce?

—Oh, era como espeso, amo. Como el hierro.

Bauchelain se levantó y cogió la botella. Se la llevó a la nariz y olisqueó la boca.

—Idiota, esto es sangre de la colección de Korbal Espita. Esa fila no, la que está enfrente. Devuelve esta a la bodega.

La cara arrugada de Emancipor se había quedado blanca como el pergamino.

—¿Sangre? ¿De quién?

—¿Importa acaso?

Cuando Emancipor se quedó con la boca abierta, Ben el Rápido carraspeó y dijo:

—Para tu sirviente, creo que la respuesta sería, «pues sí, importa».

El cuervo graznó en la repisa de la chimenea y empezó a subir y bajar la cabeza.

El criado se hundió sobre unas rodillas débiles y las copas de la bandeja entrechocaron entre sí.

Bauchelain frunció el ceño, cogió de nuevo la botella y la olisqueó una vez más.

—Bueno —dijo mientras la devolvía a la bandeja—, no soy la persona más adecuada para preguntárselo, pero creo que es sangre de una virgen.

Ben el Rápido no tuvo más alternativa que preguntarlo.

—¿Cómo lo distingues?

Bauchelain lo miró con las cejas alzadas.

—Bueno, pues porque es amaderada.

Al infierno del Embozado con los planes. Paran se había repantigado en uno de los bancos más bajos de la cámara del Consejo del salón del vasallaje. La noche parecía entrar como un río en la inmensa y polvorienta habitación y mitigar la luz de las teas de las paredes. Ante él, habían levantado el suelo y habían revelado una serie de canoas con batanga recubiertas de polvo. Los cadáveres amortajados que en otro tiempo las llenaban habían sido extraídos por los barghastianos en una ceremonia solemne pero, en lo que al capitán respectaba, habían dejado atrás los artefactos más importantes. Sus ojos no abandonaban las canoas de marineros, como si contuvieran verdades que podrían resultar abrumadoras si consiguiera extraerlas.

El dolor del estómago se alzaba con ecos menguantes. Le pareció comprender al fin la fuente de su enfermedad. No era un hombre que agradeciera el poder, pero se lo habían encomendado a pesar de todo. Nada tan obvio como una espada, por ejemplo Dragnipur; nada que pudiera empuñar y con lo que atravesar a los enemigos como un demonio vengador que se arrodillara solo ante la justicia fría. No obstante, era poder, de todos modos. Una sensibilidad a las corrientes invisibles, la percepción de las interconexiones que lo unía todo y a todos con todo lo demás. Ganoes Paran, que despreciaba la autoridad, había sido elegido como juez y árbitro. Un regulador del poder cuya tarea era imponerles una estructura (las reglas del juego) a unos jugadores a los que les molestaba cada desafío a la libertad que tenían de hacer lo que les viniera en gana.

Peor todavía que un magistrado malazano en Unta. Aferrarse a la ley mientras se sufre la presión de todas las influencias imaginables, desde facciones rivales hasta los deseos de la propia emperatriz. Pincha y tira, empuja y estira, manipula para transformar la decisión más fácil y recta en una pesadilla.

No me extraña que mi cuerpo se eche atrás y rechace lo que me han impuesto.

Estaba solo en la sala del consejo del salón del vasallaje. A los Abrasapuentes el cuartel gidrath les había parecido más de su estilo, y sin duda se estaban poniendo ciegos, jugando y bebiendo con el medio centenar de gidrath que componían la guardia particular del salón del vasallaje; los sacerdotes del Consejo de Máscaras se habían retirado ya a dormir.

Y parecía que la espada mortal de Trake, el hombre llamado Rezongo, había iniciado una amistad con la hija de Humbrall Taur, Hetan, una amistad que Paran sospechaba que podría dar como resultado final unos lazos muy estrechos con el clan de las Caras Blancas; la pareja se había dirigido al corazón del salón del vasallaje, sin duda en busca de un sitio más privado. Para gran disgusto de la mujer, Piedra Menackis.

El yunque del escudo Itkovian había regresado con sus tropas al cuartel que tenía cerca del palacio de Jelarkan para efectuar las reparaciones necesarias y, llegada la mañana, comenzar la tarea de rescatar a los refugiados ocultos en los túneles que había bajo la ciudad. La resurrección de Capustan seguramente resultaría tortuosa y angustiada y el capitán no envidiaba la tarea de las Espadas Grises.

Nosotros, sin embargo, seguiremos adelante. Itkovian tendrá que encontrar, entre los supervivientes, a alguien con sangre real (por aguada que esté) para colocarlo en ese crispado trono. La infraestructura de la ciudad está en ruinas. ¿Quién va a alimentar a los supervivientes? ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que se restablezca el comercio con ciudades como Saltoan y Darujhistan? Bien sabe el Embozado que los barghastianos no le deben nada al pueblo de Capustan

Su estómago al fin había encontrado la paz. Respiró hondo, vacilante, y después suspiró lánguidamente. Poder. Sus pensamientos tenían tendencia a deslizarse por consideraciones más mundanas, un medio de aplazar la decisión, bien lo sabía, y era una lucha regresar al único tema al que tendría que enfrentarse antes o después. Una tormenta de planes, cada uno intentando convertirme en una piedra angular. Solo tengo que extender los dedos de una mano y abarcar así toda la baraja de los Dragones. Una verdad que preferiría no admitir. Pero siento esas malditas cartas en mi interior, como los huesos apenas articulados de una bestia inmensa, tan inmensa que es imposible abarcarla toda. Un esqueleto que amenaza con volar en mil pedazos. A menos que pueda resistir y esa es la tarea que me han impuesto ahora. Mantenerlo todo unido.

Jugadores de la partida que no quieren incluir a otros. Jugadores fuera de la partida que quieren entrar. Jugadores que están a la vanguardia y otros detrás, que se mueven entre las sombras. Jugadores que juegan limpio, jugadores que hacen trampas. Dioses, ¿por dónde empiezo a desentrañar todo esto?

Pensó en Rezongo, la espada mortal del recién ascendido Treach. En cierto sentido, el Tigre del Verano siempre había estado ahí, siguiendo sin ruido el rastro de Fener. Si las historias que se contaban eran ciertas, el héroe primero se había perdido mucho tiempo atrás, se había rendido por completo a los instintos bestiales de su forma soletaken. Con todo, aquella coincidencia tan grande y abrumadora… Paran había empezado a sospechar que los dioses ancestrales no habían orquestado las cosas hasta el punto que había insinuado Escalofrío; el oportunismo y la casualidad eran tan responsables del giro de los acontecimientos como lo demás. De otro modo, contra los dioses ancestrales ninguno tendríamos ni una sola oportunidad, incluyendo al dios Tullido. Si todo estuviera planeado, entonces ese plan habría tenido que incluir la pérdida de Treach, que, por tanto, se habría convertido en un espía silente en la partida; su amenaza contra Fener anulada con destreza hasta el momento en que se necesitase al héroe primero. Y su muerte también tendría que haberse dispuesto, y el momento tendría que ser preciso para que ascendiese en el instante exacto.

Y cada acontecimiento que llevara, en último caso, al extremo que ha alcanzado Fener, a su repentina y brutal vulnerabilidad, habrían tenido que conocerlo los dioses ancestrales, lo habrían tenido que conocer hasta el último detalle.

Así pues, a menos que todos estemos interpretando unos papeles que están predeterminados, y son por tanto inevitables (y por lo mismo, conocibles en potencia por seres como los dioses ancestrales), a menos que ocurra eso, entonces, lo que todos y cada uno de nosotros decidamos hacer, o no hacer, puede tener graves consecuencias. No solo en nuestras propias vidas, sino en el mundo… los mundos, cada reino en existencia.

Paran recordó los escritos de los historiadores que habían afirmado justo eso. El viejo soldado, Duiker, para empezar, aunque ya hace mucho tiempo que ha caído en desgracia. Cualquier erudito que acepte una túnica imperial es de inmediato sospechoso… por razones obvias: integridad comprometida y parcialidad. Con todo, en sus primeros tiempos, era un fiero defensor de la eficacia individual.

La maldición de las grandes mentes. Llegar joven a una idea, sobrevivir al asedio que la asalta de forma invariable y luego, al fin, hacer guardia en los baluartes mucho después de que haya terminado la guerra, con las armas embotadas en las manos de plomo… maldita sea, vuelvo a divagar.

Así que él iba a ser la piedra angular. Una posición que exigía un florecimiento repentino de su ego, una fe inexpugnable en su propia eficacia. Y eso es lo último de lo que soy capaz, cielos. Acosado por la incertidumbre, el escepticismo, por todos los defectos inherentes a alguien que carece de propósito, un mal crónico en él. Que socava cada objetivo personal como un árbol que se reconcome sus propias raíces y se derrumba aunque solo sea para darle la razón a la pobre opinión que tiene de sí mismo.

Dioses, hablando de haber elegido mal

Un susurro seco alertó a Paran de la presencia de alguien más en la cámara. Parpadeó y examinó la penumbra. Había una figura entre las canoas, una figura grande y recubierta de una armadura de monedas deslustradas.

El capitán se aclaró la garganta.

—¿Haciendo una última visita?

El guerrero barghastiano se irguió.

Tenía un rostro conocido, pero pasó un momento antes de que Paran reconociera al joven.

—Cafal, ¿verdad? El hermano de Hetan.

—Y tú eres el capitán malazano.

—Ganoes Paran.

—El que bendice.

Paran frunció el ceño.

—No, ese título encajaría mejor con Itkovian, el yunque del escudo…

Cafal sacudió la cabeza.

—Él no hace más que llevar la carga. Tú eres el que bendice.

—¿Estás sugiriendo que si hay alguien capaz de aliviar la… carga… de Itkovian… ese soy yo? ¿Solo tengo que… bendecirlo? —Juez y árbitro, había pensado. Es obvio que es bastante más complicado que eso. ¿El poder de bendecir? Feru me libre.

—No soy yo quien debe decirlo —gruñó Cafal, sus ojos resplandecían bajo la luz de las teas—. No puedes bendecir a alguien que te niega el derecho a hacerlo.

—Muy cierto. No me extraña que la mayor parte de los sacerdotes sean desdichados.

Unos dientes resplandecieron, ya fuera con una sonrisa o con algo bastante más desagradable.

Oh, creo que me molesta la noción de bendecir. Pero tiene sentido. ¿De qué otro modo concluye un señor de la Baraja su arbitrio? Como un magistrado de Unta, claro está, solo que hay algo de religioso en esto… y eso me incomoda. Ya reflexionarás sobre eso más tarde, Ganoes

—Estaba aquí sentado —dijo Paran— pensando, a ratos, que hay un secreto dentro de esas canoas medio podridas.

Cafal lanzó un gruñido.

—Si me lo tomo como un sí, ¿me equivocaría?

—No.

Paran sonrió. Había aprendido que los barghastianos odiaban decirle que sí a lo que fuese, pero se podía extraer una afirmación si se los guiaba para que dijeran que no a lo contrario.

—¿Preferirías que me fuera?

—No. Solo los cobardes atesoran los secretos. Acércate más, si quieres, y sé testigo de al menos una de las verdades que albergan estas antiguas naves.

—Gracias —respondió Paran antes de erguirse poco a poco. Recogió un farol y se acercó al borde del pozo, después bajó hasta la tierra enmohecida para colocarse junto a Cafal.

La mano derecha del barghastiano reposaba en una proa tallada.

Paran la estudió.

—Escenas de batalla. En el mar.

—No es el secreto que me gustaría enseñarte —dijo Cafal con voz profunda—. Los que las tallaron eran muy diestros. Escondieron las junturas y ni siquiera el paso de los siglos ha hecho mucho por revelar su subterfugio. Mira, ¿ves cómo esta canoa parece haber sido tallada a partir de un solo árbol? Así fue, pero, no obstante, la nave fue construida por piezas. ¿Lo distingues Ganoes Paran?

El capitán se agachó y miró más de cerca.

—Apenas —dijo después de un rato—, pero solo porque algunas de las piezas se han combado y apartado de las junturas. Estos paneles con las escenas de batallas, por ejemplo…

—Sí, esos mismos. Ahora, presencia el secreto. —Cafal sacó un cuchillo de caza de hoja ancha y metió la punta y el filo entre el panel tallado y la capa inferior. Después lo giró.

La regala de la escena de batalla se soltó del extremo de la proa. Dentro se podía ver un gran hueco. Algo destellaba con una luz apagada en su interior. Tras devolver el cuchillo al cinturón, Cafal metió la mano en la cavidad y extrajo el objeto.

Una espada, la hoja grabada al aguafuerte era estrecha y de un solo filo y parecía líquida bajo el juego de luces de las teas. El arma era muy larga y la punta destellaba en el último palmo. Una pequeña empuñadura de hierro negro con forma de diamante protegía el puño envuelto en tendones. Los siglos no habían dejado huella en la espada, que permanecía sin engrasar y sin vaina.

—Hay hechicería en su interior.

—No. —Cafal levantó el arma, rodeó el puño con las dos manos y lo sujetó con un extraño gesto de dedos entrelazados—. En la juventud de nuestro pueblo, la paciencia y la habilidad se habían desposado en una unión perfecta. Los filos no tenían igual por aquel entonces y continúan sin tenerlo hoy.

—Disculpa, Cafal, pero las hojas curvas y las lanzas que he visto entre vuestros guerreros no dan muchas señales de una habilidad singular.

Cafal le enseñó los dientes.

—No hay nada que disculpar. De hecho, usas con demasiada mesura tus palabras. Las armas que forjan nuestros herreros en estos tiempos están mal hechas. Hemos perdido el saber antiguo.

—No imagino una espada totalmente mundana que sea capaz de sobrevivir intacta a semejante descuido, Cafal. ¿Estás seguro que no ha sido imbuida de…?

—Lo estoy. La combinación de metales desafía al asalto del tiempo. Entre ellos, metales que han de descubrirse otra vez y que, ahora que prevalece la hechicería, quizá nunca vuelvan a ser descubiertos. —Le tendió la espada a Paran—. Parece desequilibrada, ¿verdad? Con la punta muy pesada. Toma.

Paran aceptó el arma. Era ligera como una daga.

—Imposible —murmuró—. Debe de romperse…

—No con facilidad, capitán. La hoja parece rígida, ¿verdad? Así pues, la conclusión es que es quebradiza, pero no lo es. Examina el filo. No hay mella alguna, sin embargo esta espada concreta ha entrado en combate muchas, muchas veces. El filo permanece liso y afilado. Esta espada no necesita cuidados.

Paran se la devolvió y posó los ojos en las canoas.

—¿Y estas naves poseen más de tales armas?

—Así es.

—¿Quiénes las usarán? ¿Los caudillos?

—No. Niños.

—¿Niños?

—Elegidos con todo cuidado para que comiencen su adiestramiento con estas espadas. Imagínate blandiendo esta hoja, capitán. Tus músculos están acostumbrados a algo mucho más pesado. La girarías demasiado o la compensarías con un movimiento igual de brusco. Un golpe seco podría hacerla volar de tus manos. No, el verdadero potencial de estas espadas solo se puede hallar en manos que no conozcan otras armas. Y buena parte de lo que aprenden esos niños deben hacerlo por sí solos. Después de todo, ¿cómo podemos enseñar lo que no sabemos?

—¿Y cuál será el propósito de estas espadas? ¿De esos jóvenes guerreros que las empuñen?

—Puede que halles la respuesta algún día, Ganoes Paran.

Paran se quedó callado un momento.

—Creo —dijo al fin—, que he conseguido averiguar otro secreto.

—¿Y qué secreto es ese?

Vais a desmantelar estas canoas. Para aprender el arte de hacerlas.

—¿La tierra seguirá siendo vuestro hogar durante mucho tiempo, barghastiano?

Cafal sonrió.

—No.

—Ese es.

—Ese es. Capitán, a Humbrall Taur le gustaría pedirte algo. ¿Quieres escuchar la petición de sus labios o me permites que te la haga en su nombre?

—Adelante.

—A los barghastianos les gustaría que… bendijeras a sus dioses.

—¿Qué? No me necesitáis a mí para eso…

—Eso es cierto. Te lo pedimos, no obstante.

—Bueno, déjame pensarlo, Cafal. Uno de mis problemas es que no sé cómo se hace. ¿Me limito a acercarme a los huesos y decir «yo os bendigo» o es preciso algo más complicado?

Las pobladas cejas de Cafal se unieron.

—¿No lo sabes?

—No. Quizá te convendría reunir a todos tus chamanes y debatir el tema.

—Sí, habrá que hacer eso. Cuando descubramos el ritual necesario, ¿accederás a realizarlo?

—Dije que lo pensaría, Cafal.

—¿Por qué vacilas?

Porque soy una puñetera piedra angular, por el Embozado, y lo que decida hacer podría cambiar, cambiará, todo.

—No es mi intención ofender, pero soy un cabrón muy cauto.

—Un hombre que posee el poder debe actuar con decisión, Ganoes Paran. De otro modo se le escapa entre los dedos.

—Cuando decida actuar, Cafal, será con decisión. Si es que eso tiene sentido. Una cosa que no será es precipitado, y si de hecho poseo un poder vasto, entonces dame las gracias por mis precauciones.

El guerrero barghastiano lanzó un gruñido.

—Quizá tu cautela sea razonable, después de todo. Le transmitiré tus palabras a mi padre.

—Así sea.

—Si deseas quedarte en soledad, tendrás que encontrar otro sitio. Los míos vienen a recuperar las armas restantes. Será una noche muy ajetreada.

—De acuerdo, iré a dar un paseo.

—Ten cuidado, Ganoes Paran.

El capitán se volvió.

—¿Con qué?

—El Consejo de Máscaras sabe quién, qué eres, y no les gusta.

—¿Por qué?

Cafal sonrió una vez más.

—Al Consejo de Máscaras no le hace gracia tener rivales. Todavía no han accedido a reconocer los méritos de Keruli, que pretende unirse a la compañía. Tú… tú bien podrías estar en posición de reclamar el dominio sobre todos ellos. Los ojos se disparan en todas direcciones dentro de esas máscaras, capitán.

—Por el aliento del Embozado —suspiró Paran—. ¿Quién es Keruli, por cierto?

—El sumo sacerdote de K’rul.

—¿K’rul? ¿El dios ancestral?

—Seguro que Keruli busca tu bendición. En nombre de su dios.

Paran se frotó la frente, de repente se sentía increíblemente cansado.

—He cambiado de opinión —murmuró—. No voy a dar ese paseo.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a buscar un agujero y a meterme en él, Cafal.

La risa del guerrero fue áspera y no tan comprensiva como le hubiera gustado a Paran.

Emancipor Reese se las había arreglado para encontrar una botella más adecuada en la bodega y había llenado las dos copas antes de retirarse a toda prisa de la habitación, su palidez enfermiza era, si acaso, más cruda sobre el rostro arrugado.

Ben el Rápido vaciló de todos modos al tomar el primer sorbo. Después de un momento tragó y luego suspiró.

Sentado enfrente de él, Bauchelain esbozó una pequeña sonrisa.

—Excelente. Bueno, tras haber realizado los esfuerzos necesarios para penetrar en las defensas de esta propiedad, estás aquí con algún propósito en mente. Así pues, cuentas con mi atención más absoluta.

—Invocaciones demoníacas. Es la disciplina más excepcional y difícil entre las artes nigrománticas.

Bauchelain respondió con un modesto encogimiento de hombros.

—Y el poder que utilizas —continuó Ben el Rápido—, si bien se extrae de la propia senda del Embozado, está profundamente manchado de caos. Se encuentra a horcajadas entre esas dos sendas. Y aparte de eso, ¿por qué crees tú que la invocación de demonios tiene un aspecto mortal?

—La afirmación de un control absoluto sobre una fuerza vital, Ben el Rápido. La amenaza de la aniquilación tiene un aspecto mortal inherente. En cuanto a tu observación sobre la influencia de la senda del Caos, continúa, por favor.

—Las sendas han sido envenenadas.

—Ah. Hay muchos sabores en el poder del caos. Lo que asalta a las sendas tiene poco que ver con los elementos de la senda del Caos con los que yo estoy implicado.

—Así que tu acceso a las sendas no se ha visto afectado.

—Yo no he dicho eso —respondió Bauchelain, después hizo una pausa para tomar un poco de vino—. La… infección… es irritante, un cambio poco afortunado que amenaza con empeorar. Quizás, en el futuro, sienta la necesidad de tomar represalias contra el responsable. Mi compañero, Korbal Espita, me ha comunicado su creciente preocupación. Él trabaja de forma más directa a través de la senda del Embozado y por tanto se ha sentido mucho más afectado.

Ben el Rápido miró al cuervo que se paseaba por la repisa de la chimenea.

—Desde luego. Bueno —añadió mientras volvía a mirar a Bauchelain—, en cuanto a eso, yo puedo deciros exactamente quién es el responsable.

—¿Y por qué nos lo ibas a decir, mago? A menos que sea para obtener nuestra ayuda; he de asumir que te estás enfrentando a ese… envenenador y ahora buscas posibles aliados.

—¿Aliados? ¿Obtener vuestra ayuda? No, señor, no me has entendido. Ofrezco mi información de forma gratuita. No solo no espero nada a cambio sino que, si me lo ofrecieras, lo rechazaría con el debido respeto.

—Qué curioso. ¿Es el tuyo acaso un poder que rivaliza con el de los dioses?

—No recuerdo haberme referido a los dioses en esta conversación, Bauchelain.

—Cierto; sin embargo, la entidad responsable de envenenar todas las sendas es sin duda un individuo formidable. Si no es un dios entonces es un aspirante.

—En cualquier caso —dijo Ben el Rápido con una sonrisa—, yo no rivalizo con los dioses.

—Una sabia decisión.

—Pero, a veces, les gano en su propio juego.

Bauchelain estudió al mago y después se recostó en su asiento con lentitud.

—Resulta que empiezo a apreciar tu compañía, Ben el Rápido. No es fácil entretenerme, pero sin duda has demostrado ser una diversión digna para esta noche, y por eso, permíteme que te dé las gracias.

—No hay de qué.

—A mi compañero, Korbal Espita, bueno, le gustaría matarte.

—No se puede agradar a todo el mundo.

—Muy cierto. Le fastidia que lo confundan, sabes, y tú lo has confundido.

—Será mejor que permanezca encaramado a la repisa de la chimenea —aconsejó Ben el Rápido sin alzar la voz—. No trato demasiado bien a quien me interrumpe.

Bauchelain levantó una ceja.

La sombra de unas alas se extendió de repente, inmensa, a la izquierda de Ben el Rápido cuando Korbal Espita se dejó caer de su posición y empezó a descender y cambiar de forma.

El malazano estiró el brazo izquierdo y unas capas de hechicería atravesaron el espacio intermedio y golpearon al nigromante.

Medio hombre, medio cuervo desaliñado, Korbal Espita no había completado su transformación a la forma humana. Las oleadas de poder todavía tenían que florecer. El impacto mágico levantó por los aires al nigromante y lo atrapó en la cima de esa hechicería. La magia golpeó la pared sobre la chimenea y arrastró a aquella extraña figura alada y semihumana con él, después estalló.

La escayola pintada explotó entre una nube de polvo. La pared tembló y se arrugó hacia dentro por el punto por donde se golpeó Korbal Espita antes de abrir un agujero que atravesó lo que hubiera al otro lado. Lo último que Ben el Rápido vio del tipo fueron las botas, antes de que el torbellino de polvo y los zarcillos retorcidos de poder oscurecieran la pared.

Se oyó el sonido de un golpe pesado y seco al otro lado, en lo que seguramente era el pasillo y después, el tamborileo de la escayola sobre la chimenea fue todo lo que rompió el silencio.

Ben el Rápido se acomodó sin prisas en su sillón.

—¿Más vino? —preguntó Bauchelain.

—Por favor. Gracias. Disculpa el desbarajuste.

—No te apures. Nunca había visto… cuántas… seis, quizá siete sendas desatadas todas a la vez, todas intrincadamente vinculadas entre sí de un modo tan complementario. Señor, eres todo un artista. ¿Se recuperará Korbal Espita?

—Soy tu invitado, Bauchelain. No sería de buena educación matar a tu compañero. Después de todo, en realidad también soy invitado suyo.

Con la chimenea comprometida por completo, la habitación se iba llenando de humo poco a poco.

—Cierto —admitió Bauchelain—. Aunque he de señalar, si bien con cierta reticencia, que él pretendía matarte a ti.

—No te aflijas —respondió el malazano—. No me ha causado ninguna molestia.

—Y eso es lo que me parece más asombroso. No había rastro de veneno caótico en tu hechicería, Ben el Rápido. Ya te imaginarás la plétora de preguntas que me gustaría hacerte.

Se oyó un gemido en el pasillo.

—Y debo confesar —continuó Bauchelain— que la curiosidad es uno de mis rasgos más obsesivos, lo que con frecuencia se traduce en una lamentable violencia descargada sobre aquel al que pregunto, sobre todo cuando esa persona no es tan generosa con la información como a mí me gustaría. Pues bien, seis, siete sendas…

—Seis.

—Seis sendas, entonces, y todas a la vez; y afirmas que el esfuerzo no te ha causado demasiadas molestias. Eso sí que me parece un farol. Por tanto, deduzco que estás, por decirlo sin rodeos, agotado.

—Dejas claro, por tanto, que ya no soy bienvenido aquí —dijo Ben el Rápido con un suspiro mientras depositaba la copa en la mesa.

—No necesariamente. Solo tienes que contármelo todo y podemos continuar de esta forma tan civilizada.

—Me temo que eso no será posible —respondió el malazano—. No obstante, te informo que la entidad que envenena las sendas es el dios Tullido. Tendrás que considerar… tomar represalias… contra él. Y quizás antes de lo que creerías.

—Gracias. No negaré que me ha impresionado tu dominio de seis sendas, Ben el Rápido. Mirándolo en retrospectiva, deberías haber contenido al menos la mitad de las que dominas. —El hombre comenzó a levantarse.

—Pero, Bauchelain —contestó el mago—, es que eso hice.

Al diván, y al hombre que estaba sentado en él, no les fue mucho mejor que a la pared y a Korbal Espita momentos antes, cuando los golpeó el poder de la media docena de sendas vinculadas.

Ben el Rápido se encontró con Emancipor Reese en el pasillo lleno de humo que llevaba a la puerta principal de la propiedad. El criado se había envuelto la mitad inferior de la cara con un paño y los ojos le lloraban cuando los entrecerró para mirar al mago.

—Tus amos requieren tu atención, Emancipor.

—¿Están vivos?

—Por supuesto. Aunque la inhalación de humo…

El sirviente pasó junto a Ben el Rápido con un empujón.

—¿Pero qué os pasa a todos? —ladró.

—¿A qué te refieres? —preguntó el malazano tras él.

Emancipor se giró un poco.

—¿No es obvio? Cuando intentas aplastar a una avispa y la mandas al suelo, luego utilizas el tacón, ¿no? ¡De otro modo es muy probable que te pique!

—¿Me estás animando a que mate a tus amos?

—¡Sois todos unos idiotas, por el Embozado, eso es lo que sois! ¡Limpia esto, Mancy! ¡Friega eso! ¡Entierra esto en el jardín! ¡Haz los baúles, nos vamos a toda prisa! Esa es mi maldición, ¡nadie los mata! ¿Creéis que me gusta mi trabajo? ¡Idiotas! ¿Creéis…?

El anciano seguía rugiendo cuando Ben el Rápido salió al patio.

Talamandas lo esperaba en el umbral.

—Tiene razón, lo sabes…

—Cállate —le soltó el mago.

En el patio, todos los guardias no muertos se habían caído de la pasarela de la muralla y yacían tirados en los adoquines, pero comenzaban a recuperar el movimiento. Los miembros se agitaban y crispaban. Como escarabajos con armadura tirados de espaldas. Será mejor que salgamos de aquí porque ahora sí que estoy agotado.

—Casi me había puesto junto a esa pared que destruiste, ¿sabes?

—Eso habría sido una pena —respondió Ben el Rápido—. Trepa a bordo, nos vamos.

—¡Al fin una sabia decisión!

Bauchelain abrió los ojos y Emancipor lo miró.

—Estamos en el jardín, amo —dijo el sirviente—. Los arrastré a usted y a Korbal hasta aquí fuera. También apagué el fuego. Ahora tengo que abrir todas las ventanas…

—Muy bien, Emancipor —gimió el nigromante de la barba gris después de un momento—. Emancipor —exclamó cuando el criado se dispuso a alejarse.

—¿Amo?

—Confieso… cierta… confusión. ¿Poseemos algún defecto crónico, Emancipor?

—¿Señor?

—Subestimar… oh, da igual, Emancipor. Continúa con tus tareas, entonces.

—Sí, amo.

—Ah, y te has ganado una gratificación por tus esfuerzos, ¿qué deseas?

El sirviente se quedó mirando a Bauchelain durante una docena de latidos y después sacudió la cabeza.

—No es nada, amo. Solo parte de mi trabajo. Y será mejor que lo haga.

El nigromante levantó la cabeza y miró al anciano que regresaba con paso cansino al interior de la casa.

—Qué hombre tan modesto —dijo sin aliento. Después miró todo su cuerpo, raído y magullado y lanzó un suspiro entrecortado—. Me pregunto qué me quedará de mi guardarropa.

Que él pudiera recordar, y dados los últimos acontecimientos, no mucho.

Envuelto una vez más en sombras, Ben el Rápido se abrió camino por la calle sembrada de basura. Buena parte de los fuegos se habían apagado solos o los habían extinguido y ni una sola de las estructuras que quedaban mostraban luz alguna tras las contraventanas o tras las ventanas abiertas. Las estrellas dominaban el cielo nocturno, aunque la oscuridad era la que regía la ciudad.

—Maldita sea, es espeluznante —susurró Talamandas.

El mago gruñó en voz baja.

—Eso tiene su gracia, proviniendo como proviene de alguien que se ha pasado generaciones en una urna en medio de un túmulo.

—Los vagabundos como tú no saben apreciar la confianza y la familiaridad —dijo el monigote con un bufido sarcástico.

La masa oscura del salón del vasallaje se interponía en el horizonte justo delante de ellos. La luz tenue de las teas de la plaza que había delante de la verja principal hacía destacar las piedras angulares de la estructura en un relieve apagado. Cuando entraron en una avenida que llevaba a la explanada, se encontraron con el primer grupo de barghastianos, los cuales rodeaban una pequeña hoguera hecha con mobiliario roto. Las lonas tendidas entre los edificios por toda la avenida convertían el pasaje posterior en una especie de túnel sorprendentemente parecido a las calles del mercado de Siete Ciudades. Había figuras echadas y durmiendo junto a los bordes de toda la calle. Varias hogueras pintaban con humo patrones moteados de luz en la parte baja de las lonas. Un buen número de barghastianos permanecían despiertos, vigilantes.

—Intenta pasar sin que te vean entre esa multitud, mago —murmuró Talamandas—. Tendremos que dar un rodeo, suponiendo que todavía te aferres a ese extraño deseo de escabullirte como un ratón en una choza llena de gatos. Por si se te había olvidado, ese es mi pueblo…

—Cállate —le ordenó Ben el Rápido por lo bajo—. Considera esto otra prueba de nuestra asociación… y de las sendas.

—¿Y vamos a pasar directamente?

—Así es.

—¿Con qué senda? D’riss otra vez no, por favor, esos adoquines…

—No, no, terminaríamos empapados en sangre antigua. No iremos por debajo, Talamandas. Iremos por arriba. Serc, la senda del Firmamento.

—Creí que te habías agotado en esa propiedad.

—Así es. Estoy casi agotado. Podríamos sudar un poco en esta parte.

—Yo no sudo.

—Vamos a ver si es verdad, ¿te parece? —El mago desveló la senda de Serc. Pocas alteraciones se discernían en la escena que los rodeaba. Luego, poco a poco, a medida que los ojos de Ben el Rápido se acostumbraban, comenzó a detectar corrientes en el aire, las capas de frío y calor fluían paralelas al suelo, las espirales se enroscaban hacia el cielo entre los toldos, el rastro de figuras que pasaban, el recuerdo del calor de la piedra y la madera.

—Parece enferma —murmuró el monigote—. ¿Quieres nadar en esas corrientes?

—¿Por qué no? Somos casi tan insustanciales como el aire que tenemos delante. Puedo conseguir que echemos a volar, pero luego el problema es mantenernos a flote. Tienes razón, a mí no me quedan reservas. Así que está en tus manos, Talamandas.

—¿En mis manos? Yo no sé nada de Serc.

—Y tampoco te estoy pidiendo que aprendas. Lo que quiero es tu poder.

—¡Eso no formaba parte del trato!

—Ahora sí.

El monigote cambió de postura y se crispó sobre el hombro de Ben el Rápido.

—Al recurrir a mi poder, debilitas la protección que ofrezco contra el veneno.

—Y necesitamos encontrar ese umbral, Talamandas. Necesito saber qué puedo extraer de ti en una emergencia.

—¿Hasta qué punto —quiso saber el monigote— crees que se complicará la situación cuando al fin desafíes al dios Tullido? Esos planes tuyos tan secretos… ¡no me extraña que los mantengas en secreto!

—Hubiera jurado que dijiste que estabas dispuesto a sacrificarte por la causa, ¿te echas atrás ahora?

—¿Ante semejante locura? ¡Desde luego, hechicero!

Ben el Rápido sonrió para sí.

—Relájate, no estoy atizando una pira para quemarte. Ni tengo plan alguno de desafiar al dios Tullido. No directamente. Ya he estado cara a cara con él una vez y es más que suficiente. Incluso así, hablaba en serio cuando me refería a que hay que averiguar el umbral. Y ahora quita el tapón, chamán, y veamos lo que podemos sacar.

Talamandas siseó de furia, y después gruñó, pero asintió de mala gana.

Ben el Rápido se levantó del suelo y se deslizó por la corriente más cercana que barría toda la calle. El torrente era frío y se colaba por debajo de las lonas. Un momento antes de alcanzar la corriente inferior, el mago se alzó y se metió en la espiral de calor de uno de los fuegos. Salieron despedidos hacia arriba.

—¡Maldita sea! —soltó de repente Ben el Rápido mientras giraba y daba brincos en la columna de calor. El mago apretó los dientes, recurrió al poder del monigote y encontró lo que siempre había sospechado.

Del Embozado. Total y absolutamente. De los dioses barghastianos apenas una gota de pis salado. Los malditos recién llegados están al límite de sus fuerzas. Me pregunto qué es lo que está explotando sus energías. Hay una carta en la baraja, en la Casa de Muerte, que ha cumplido un papel que lleva sin ejecutarse mucho, mucho tiempo. Los Magos. Creo que acaba de encontrar una cara, una cara pintada en una estúpida bellota. Talamandas, quizá hayas cometido un terrible error. En cuanto a vosotros, dioses barghastianos, aquí tenéis un prudente consejo al que será mejor que prestéis atención en el futuro. Nunca entreguéis vuestros sirvientes a otro dios, pues es improbable que sigan siendo sirvientes vuestros durante mucho tiempo. En su lugar, es muy posible que ese dios los convierta en armas… dirigidas directamente contra vuestras espaldas.

Queridos dioses barghastianos, estáis en un mundo de depredadores, mucho más desagradables que los que rondaban por ahí en el pasado. Por suerte para vosotros, me tenéis a mí.

El mago recurrió a ese poder, con dureza.

El monigote se retorció y las ramitas que tenía por dedos se hundieron en el hombro y el cuello del mago.

En su mente, Ben el Rápido cerró el puño implacable alrededor del poder del señor de la Muerte, y tiró.

Ven a mí, cabrón. Tenemos que hablar, tú y yo.

Dentro de la mano cerrada estaba el basto tejido de tela, que se estiraba y encogía. El aliento de la Muerte fluía sobre el mago, una presencia innegable, cargada de rabia.

Y entre las garras de un mortal, totalmente indefensa.

Ben el Rápido lanzó una carcajada que casi era un gruñido.

—Para que hablen de umbrales. ¿Quieres aliarte conmigo, Embozado? De acuerdo, estoy dispuesto a considerarlo, a pesar del engaño. Pero vas a tener que contarme lo que estás tramando.

¡Maldito idiota! —La voz del Embozado era un trueno en el cráneo del mago, un trueno que descargaba oleadas de dolor.

—Más bajo —dijo Ben el Rápido entre dientes—. O te arrastro por el barro y Fener no será el único dios que terminará convertido en presa fácil.

¡Hay que anular la Casa de las Cadenas!

El mago parpadeó, derribado por la afirmación del Embozado.

—¿La Casa de las Cadenas? Ese es el veneno que estamos intentando extirpar, ¿verdad?, la fiebre de Ascua… Las sendas infectadas…

Hay que convencer al señor de la Baraja, mortal. La Casa del dios Tullido está encontrando… partidarios

—Espera un momento. ¿Partidarios? ¿En el panteón?

Traición, sí. Poliel, señora de la Pestilencia, aspira al papel de Consorte del Rey de las Cadenas. Han reclutado un… Heraldo. Un antiguo guerrero pretende convertirse en Saqueador mientras que la Casa ha encontrado, en una tierra lejana, a su espada mortal. Mowri abraza ahora a los tres (el Tullido, el Leproso y el Necio), que ocupan el lugar de la Tejedora, el Constructor y el Soldado. Y lo más inquietante de todo, un antiguo poder tiembla alrededor de la última de las temidas cartas… mortal, el señor de la Baraja no debe continuar ignorando la amenaza.

Ben el Rápido frunció el ceño.

—El capitán Paran no es de los miopes, Embozado. De hecho, es muy probable que vea las cosas incluso con más claridad que tú; o al menos de forma bastante menos apasionada, y algo me dice que lo que va a hacer falta cuando llegue el momento de decidir es un razonamiento frío y lógico. En cualquier caso, la Casa de las Cadenas puede que sea tu problema, pero el veneno que ataca a las sendas es el mío. —Eso y lo que le está haciendo a Ascua.

Te han informado mal, mago, te están llevando por donde no es. No hallarás respuestas ni soluciones dentro del Dominio Painita, el Vidente está en el centro de una historia muy distinta.

—Eso ya lo había supuesto, Embozado. Incluso así, tengo intención de descubrir a ese cabrón, y su poder.

Lo que no te servirá de nada.

—Eso es lo que tú te crees —respondió Ben el Rápido con una gran sonrisa—. Volveré a acudir a ti, Embozado.

¿Y por qué debería responder? No has escuchado ni una sola palabra que

—Las he escuchado, pero piensa lo siguiente, mi señor: los dioses barghastianos quizá sean jóvenes e inexpertos, pero eso no durará mucho. Además, los dioses jóvenes son dioses peligrosos. Si los dejas marcados ahora, nunca olvidarán al que causó la herida. Te has ofrecido a ayudar, así que será mejor que cumplas, Embozado.

¿Osas amenazarme…?

—¿Y quién es ahora el que no escucha? No te estoy amenazando, te estoy advirtiendo. Y no solo sobre los dioses barghastianos. Treach ha encontrado una espada mortal digna de él, ¿es que no lo sientes? Aquí estoy, a ochocientos metros o más de él, con al menos veinte muros de piedra entre los dos y puedo sentirlo. Está envuelto en el dolor de una muerte, alguien muy cercano cuya alma tienes en tus manos. No es amigo tuyo, Embozado, esta espada mortal.

¿No crees que recibí con agrado todo lo que me ha entregado? Treach me prometió almas y su sirviente humano me las ha proporcionado.

—En otras palabras, el Tigre del Verano y los dioses barghastianos han cumplido su parte del trato. Ahora será mejor que tú hagas lo mismo, y eso incluye renunciar a Talamandas cuando llegue el momento. Atente al espíritu del acuerdo, Embozado… a menos que no hayas aprendido nada de los errores que cometiste con Dassem Ultor…

El mago sintió la cólera hirviente que brotaba en el señor de la Muerte; sin embargo, el dios permaneció callado.

—Sí —gruñó Ben el Rápido—, piensa en eso. Entre tanto, vas a desatar tu poder, lo suficiente para llevarme por encima de esta multitud de barghastianos y dejarme en la plaza que hay delante del salón del vasallaje. Después te vas a retirar, lo suficiente como para darle a Talamandas la libertad que se supone que debe tener. Puedes rondar tras sus ojos pintados si así lo deseas, pero no te acerques más. Hasta que decida que te necesito otra vez.

Serás mío un día, mortal

—Sin duda, Embozado. Entre tanto, limitémonos a disfrutar de la anticipación, ¿te parece? —Con esas palabras, el mago soltó el manto del dios. La presencia se echó hacia atrás.

El poder fluyó sin interrupciones, las corrientes de aire llevaron a Ben el Rápido y al monigote que se aferraba a su hombro sobre los toldos.

Talamandas siseó.

—¿Qué ha ocurrido? Yo, bueno, desaparecí por un momento.

—Todo va bien —murmuró el mago—. ¿Sientes un poder real, monigote?

—Sí, es real. Esto, esto sí que puedo usarlo.

—Me alegra oírlo. Y ahora guíanos a la plaza.

Una fina gasa de humo antiguo atenuaba las estrellas del cielo. El capitán Paran estaba sentado en los amplios escalones de la entrada principal del salón del vasallaje. Justo delante, al final de una gran avenida, se levantaba la garita. Visible a través de la puerta abierta, en la plaza que había detrás, la luz de las hogueras de los campamentos barghastianos resplandecía entre la bruma que iba cayendo.

El malazano estaba agotado, pero el sueño no acudía a él. Sus pensamientos habían vagado por un sinfín de caminos desde que había dejado la compañía de Cafal dos campanadas antes. Los cargadores barghastianos seguían trabajando en la cámara, desmantelando las canoas y recogiendo las antiguas armas. Fuera de esa sala y aparte de esa actividad, el salón del vasallaje parecía prácticamente desierto y sin vida.

Los pasillos y corredores vacíos llevaron a Paran, sin poder evitarlo, a lo que imaginaba que sería la propiedad de sus padres en Unta en esos momentos, con su madre y su padre muertos, Felisin encadenada a una fila en alguna mina a miles de leguas de distancia y su querida hermana Tavore morando en una veintena de suntuosos aposentos en el palacio de Laseen.

Una casa sola con sus recuerdos, saqueada por sirvientes, guardias y hampones. ¿Pasaba la consejera alguna vez junto a ella en su caballo? ¿Regresaban sus pensamientos a ella en el curso de su ajetreado día?

La consejera no era una persona que perdiera un solo momento en sentimentalismos. Mujer de ojos fríos, la suya era una racionalidad brutal, un pragmatismo con un millar de bordes afilados, capaz de abrir en canal a cualquiera lo bastante necio como para acercarse demasiado.

La emperatriz estaría muy complacida con su nueva consejera.

¿Y qué hay de ti, Felisin, con tu amplia sonrisa y tus alegres ojos? No existe el pudor en las minas de Otataral, nada que te proteja de lo peor de la naturaleza humana. De todos modos, alguien te habrá tomado bajo su ala, algún chulo o algún matón de las minas.

Una flor pisoteada en el suelo.

Pero tu hermana tiene en mente sacarte de allí, eso lo sé. Es muy posible que haya metido un guardián o dos durante el tiempo que dure tu pena.

Pero no va a rescatar a ninguna niña. Ya no. No habrá sonrisa y sí algo duro y mortal en lo que antes eran unos ojos alegres. Deberías haber encontrado otro modo, hermana. Dioses, deberías haber matado a Felisin directamente, le habrías hecho un favor.

Y ahora, ahora temo que algún día lo pagues caro

Paran sacudió poco a poco la cabeza. La suya era una familia que nadie envidiaría. Desgarrada por nuestras propias manos, nada menos. Y ahora, los hermanos hemos partido cada uno en pos de su destino. La probabilidad de que esos destinos convergieran algún día nunca había parecido tan remota.

Los gastados escalones que tenía delante estaban moteados de cenizas, como si la única superviviente de aquella ciudad fuera la propia piedra. En la oscuridad había algo solemne, afligido. Todos los sonidos que deberían haber acompañado a la noche estaban ausentes. El Embozado parece tan cerca esta noche

Una de las inmensas puertas dobles que tenía detrás se abrió de golpe.

El capitán miró por encima del hombro y después asintió.

—Espada mortal. Se te ve… descansado.

El hombretón hizo una mueca.

—Me siento como si me hubieran dado una paliza casi de muerte. Esa es una mujer mezquina.

—No es la primera vez que le oigo a un hombre decir eso de su mujer y siempre hay una insinuación complacida en la queja. La misma que oigo ahora.

Rezongo frunció el ceño.

—Sí, tienes razón. Es gracioso.

—Estas escaleras son amplias. Siéntate si quieres.

—No quisiera perturbar tu soledad, capitán.

—Por favor, pertúrbala, no es nada que vaya a lamentar dejar atrás. Demasiados pensamientos oscuros se cuelan en mi cabeza cuando estoy solo.

La espada mortal se adelantó y se acomodó sin prisas en el escalón junto a Paran, la gastada armadura (con las correas sueltas) crujía y tintineaba. Apoyó los antebrazos en las rodillas y dejó colgando las manos embutidas en los guanteletes.

—Comparto la misma maldición, capitán.

—Qué afortunado eres, entonces, de haber encontrado a Hetan.

El otro gruñó.

—El problema es que es insaciable.

—En otras palabras, eres tú el que va en busca de soledad, lo que mi presencia ha impedido.

—Siempre que no me claves las uñas en la espalda, agradezco tu compañía.

Paran asintió.

—No soy del tipo felino, perdóname.

—No pasa nada. Si Trake no tiene sentido del humor, es su problema. Claro que, debe de tenerlo, porque me ha elegido a mí como espada mortal.

Paran estudió al hombre que tenía al lado. Tras los tatuajes de puntas había una cara que había vivido años duros. Curtida, cincelada con dureza, con ojos que rivalizaban con los de un tigre y albergaban en su interior el poder del dios. No obstante, había arrugas producidas por la risa alrededor de aquellos mismos ojos.

—Pues a mí me parece que Trake ha sabido escoger…

—No si espera lástima o exige votos de lealtad. Bien sabe el Embozado que ni siquiera me gusta luchar. No soy soldado ni tengo deseo de serlo. ¿Cómo se supone, entonces, que voy a servir al dios de la Guerra?

—Mejor tú, creo yo, que un patán cejijunto sediento de sangre, Rezongo. La reticencia a la hora de desenvainar esas espadas y todo lo que representan a mí me parece una buena señal. Y bien saben los dioses que eso no es algo que abunde en estos tiempos.

—Yo no estoy tan seguro. Toda esta ciudad era reticente. Los sacerdotes, los gidrath, hasta las Espadas Grises. Si hubiera habido alguna otra forma… —Se encogió de hombros—. Lo mismo ocurrió conmigo. Si no hubiera sido por lo que les pasó a Harllo y Piedra, ahora mismo estaría ahí abajo, en los túneles, farfullando de miedo con todos los demás.

—Piedra es tu amiga, la del estoque partido, ¿verdad? ¿Quién es Harllo?

Rezongo apartó la cabeza por un momento.

—Otra víctima, capitán. —La amargura llenó su tono—. Solo uno más que quedó en el camino. Tengo entendido que tu ejército malazano está justo al oeste de aquí, y que viene a unirse a esta guerra maldita, que la muerte se la lleve. ¿Por qué?

—Una aberración temporal. Nos quedamos sin enemigos.

—Humor cuartelero. Nunca he podido entenderlo. ¿Tan importante es luchar para vosotros?

—Si te refieres a mí, personalmente, entonces no, no lo es. Pero para hombres como Dujek Unbrazo y Whiskeyjack es la suma total de sus vidas. Son los que hacen la historia. Su don es el poder de mandar. Lo que hacen corrige los mapas de los eruditos. En cuanto a los soldados que los siguen, yo diría que la mayor parte de ellos lo ven como una profesión, una carrera, supongo que la única que se les da bien. Son la voluntad física de los comandantes a los que sirven, y por tanto son los hacedores de su historia, soldado a soldado.

—¿Y qué pasa si sus comandantes son unos necios suicidas?

—Es el destino del soldado quejarse de sus oficiales. Todo embarrado soldado de infantería es un artista a la hora de hacer conjeturas, un maestro estratega a toro pasado. Pero lo cierto es que el Imperio de Malaz tiene una larga tradición de comandantes magníficos y muy competentes. Duros y justos, por lo general salidos de la soldadesca, aunque he de admitir que los nobles como yo hemos hecho incursiones bastante destructivas en esa tradición. Si yo hubiera seguido un camino más seguro, bien podría ser puño a estas alturas, no por mi competencia, por supuesto, ni siquiera por experiencia. Con los contactos habría bastado. Pero la emperatriz ha reconocido por fin que hay algo podrido, y ha tomado medidas para solucionarlo, aunque es probable que ya sea demasiado tarde.

—Entonces, en el nombre del Embozado, ¿por qué tuvo que declarar en rebeldía a Dujek Unbrazo?

Paran se quedó callado un momento y después se encogió de hombros.

—Cuestión de política. La conveniencia puede apretar hasta las tuercas de una emperatriz, supongo.

—A mí me suena a distracción —murmuró Rezongo—. No se deja marchar al mejor comandante solo por despecho.

—Puede que tengas razón. Cielos, no soy yo el que puede confirmarlo o negarlo. Hay ciertas heridas antiguas que siguen abiertas entre Laseen y Dujek, en cualquier caso.

—Capitán Paran, hablas con demasiada libertad para tu propio bien, aunque no es que conmigo corras riesgo alguno, que conste. Pero tienes una franqueza y una honestidad que podrían llevarte a la horca algún día.

—Pues no te lo he contado todo, espada mortal. Ha aparecido una nueva Casa que pretende entrar a formar parte de la baraja de los Dragones. Pertenece al dios Tullido. Ya siento la presión, la voz de un sinfín de dioses, todos exigiendo que niegue mi aprobación, dado que parece que soy el único al que han maldecido con esa responsabilidad. ¿Bendigo a la Casa de las Cadenas o no? Los argumentos contra esa bendición son abrumadores y no necesito que ningún dios me los susurre en la cabeza.

—Entonces, ¿dónde está el problema, capitán?

—Es muy sencillo. Hay una única voz que grita en lo más profundo de mi ser, tan enterrada que es casi inaudible. Una única voz, Rezongo, que exige justo lo contrario. Que exige que le dé mi aprobación a la Casa de las Cadenas. Debo bendecir el derecho del dios Tullido a tener su lugar dentro de la baraja de los Dragones.

—¿Y de quién es esa voz que grita semejante locura?

—Creo que es la mía.

Rezongo quedó en silencio durante una docena de latidos, pero Paran sentía los ojos inhumanos de aquel hombre clavados en él. Al final, la espada mortal apartó la mirada y se encogió de hombros.

—Yo no sé mucho de la baraja de los Dragones. Se utiliza para hacer adivinaciones, ¿verdad? No es algo a lo que me haya dedicado jamás.

—Yo tampoco —admitió Paran.

Rezongo lanzó una carcajada aguda y resonante y después asintió despacio.

—¿Y qué dijiste antes de mí? Mejor un hombre que odia la guerra para servir al dios de la Guerra que otro que la codicia. Por tanto, ¿por qué no un hombre que no sabe nada de la baraja de los Dragones para que la arbitre que no alguien que haya practicado con ella toda su vida?

—Puede que tengas razón. Aunque no por eso me siento menos inepto.

—Sí, justo eso. —Rezongo hizo una pausa y después continuó—. Sentí que mi dios se encogía al oír tus palabras, capitán, tu instinto sobre la Casa de las Cadenas del dios Tullido. Pero como ya he dicho antes, no soy un seguidor. Así que supongo que yo lo vi de forma diferente. Si Trake quiere temblar sobre sus cuatro débiles patas, eso es asunto suyo.

—Tu falta de miedo me ha picado la curiosidad, Rezongo. No pareces vislumbrar ningún riesgo en legitimar la Casa de las Cadenas. ¿Por qué?

El hombre encogió los inmensos hombros.

—Es que de eso se trata, verdad. De legitimar. Ahora mismo el dios Tullido está fuera de todo el puñetero juego, es decir, que no está sujeto a ninguna regla en absoluto…

Paran se irguió de repente.

—Tienes razón. Que el abismo me lleve, eso es. Si bendigo la Casa de las Cadenas, entonces el dios Tullido queda… atado…

—Solo será otro jugador más, sí, que se abre paso a empujones por el mismo tablero. Ahora mismo se dedica a derribarlo de una patada siempre que tiene la oportunidad. Cuando esté en él, no tendrá ese privilegio. En cualquier caso, solo es mi opinión, capitán. Así que cuando dijiste que querías aprobar la Casa, pensé: ¿a qué viene tanto jaleo? A mí me parece perfectamente razonable. Los dioses pueden ser muy duros de mollera en ocasiones, diablos, quizá porque necesitan que los mortales pensemos con claridad cuando hace falta pensar con claridad. Escucha esa única voz, ese es mi consejo.

—Y es un buen consejo…

—Quizás, o quizá no. Puede que Treach y todos los demás dioses terminen asándome sobre los fuegos eternos del abismo por haberlo otorgado.

—Así tendré compañía —dijo Paran con una gran sonrisa.

—Menos mal que los dos odiamos la soledad.

—Eso es humor cuartelero, Rezongo.

—¿Ah, sí? Pues hablaba en serio, capitán.

—Ah.

Rezongo lo miró.

—Te lo has creído.

Una corriente de aire frío bajó deslizándose y llevó a Ben el Rápido a los adoquines arenosos de la plaza. La garita se cernía a una decena de metros. Tras ella, sentados uno al lado del otro en los escalones anchos y bajos del salón del vasallaje estaban el capitán Paran y la espada mortal.

—Justo los dos con los que quería hablar —murmuró el hechicero al abandonar la senda de Serc.

—Se acabaron las discusiones, por favor —respondió Talamandas desde su percha en el hombro de Ben el Rápido—. Esos dos son hombres poderosos…

—Relájate —dijo el hechicero—. No estoy anticipando ningún enfrentamiento.

—Bueno, yo me haré invisible, solo por si acaso.

—Como quieras.

El monigote se desvaneció, aunque el mago seguía sintiendo su escaso peso y las ramitas que se le aferraban al manto.

Los dos hombres levantaron la cabeza cuando se acercó Ben el Rápido.

Paran lo saludó con la cabeza.

—La última vez que te vi, te atormentaba la fiebre. Me alegra comprobar que estás mejor. Rezongo, este es Ben el Rápido, uno de los soldados de los Abrasapuentes.

—Un mago.

—Eso también.

Rezongo estudió a Ben el Rápido durante un momento y Paran presintió una presencia bestial que se removía incómoda tras los felinos ojos ambarinos del hombre.

—Hueles a muerte —dijo después el daru—, un olor que me desagrada.

Ben el Rápido se sobresaltó.

—¿Ah, sí? He estado cultivando malas compañías en los últimos tiempos. Desagradable, desde luego, pero, cielos, necesario.

—¿Y es solo eso?

—Eso espero, espada mortal.

Una amenaza brutal destelló por un instante en los ojos de Rezongo y después, poco a poco, se fue apagando. El hombre consiguió encogerse de hombros.

—Fue un abrasapuentes el que salvó la vida de Piedra, así que mantendré las riendas tensas. Al menos hasta que vea si se desvanece.

—Considéralo —le dijo Paran a Ben el Rápido— una forma elaborada de decir que necesitas un buen baño.

—Vaya —respondió el mago con los ojos clavados en el capitán—, es toda una novedad oírte contar un chiste.

—Muchos cambios y novedades —asintió Paran— en los últimos tiempos. Si lo que quieres es reunirte con la compañía, están en el cuartel de los gidrath.

—De hecho, traigo recado de Whiskeyjack.

Paran se irguió un poco más.

—¿Has conseguido ponerte en contacto con él? ¿A pesar de las sendas envenenadas? Impresionante, mago. Ahora cuentas con toda mi atención. ¿Hay nuevas órdenes para mí?

—Brood ha solicitado otro parlamento —dijo Ben el Rápido—. Con todos los comandantes; todos, incluyendo aquí a Rezongo, Humbrall Taur y quien quede de las Espadas Grises. ¿Puedes hacer llegar la petición a todos los mandamases que estén en Capustan?

—Sí, supongo. ¿Eso es todo?

—Si tienes algún informe que enviar a Whiskeyjack, puedo transmitírselo.

—No, gracias. Me lo guardaré para cuando nos veamos en persona.

Ben el Rápido frunció el ceño. Que así sea, entonces.

—En cuanto al resto, será mejor que hablemos en privado, capitán.

Rezongo se dispuso a levantarse, pero Paran estiró el brazo y lo detuvo.

—Creo que puedo anticiparme a tus preguntas ahora mismo, Ben el Rápido.

—Es posible, pero preferiría que no lo hicieras.

—Peor para ti, entonces. Te lo dejaré claro. No he decidido todavía si voy a aprobar o no la Casa de las Cadenas. De hecho, no he tomado ninguna decisión sobre nada y quizá pase algún tiempo antes de que lo haga. Tampoco te molestes en intentar presionarme.

Ben el Rápido levantó las dos manos.

—Por favor, capitán. No tengo intención de presionarte dado que yo mismo fui víctima de un esfuerzo parecido hace muy poco tiempo por parte del mismísimo Embozado, situación que me ha irritado muchísimo. Cuando alguien me advierte que siga un camino, siento el impulso de hacer justo lo contrario. No eres el único al que le da por revolver el estiércol.

Rezongo lanzó una carcajada salvaje.

—¡Eso sí que es quedarse corto, qué gracioso! Al parecer esta noche he encontrado la compañía perfecta. Continúa, mago.

—Solo tengo una cosa más que añadir —continuó Ben el Rápido mientras estudiaba a Paran—. Una observación. Puede que me equivoque, pero no creo. Enfermaste, capitán, no por resistirte al poder que te impusieron sino por resistirte a ti mismo. Sea lo que sea lo que te exige tu instinto, escúchalo. Síguelo y al abismo con el resto. Eso es todo.

—¿Ese es tu consejo —preguntó Paran en voz baja— o el de Whiskeyjack?

Ben el Rápido se encogió de hombros.

—Si estuviera aquí el comandante, no diría nada diferente, capitán.

—Lo conoces desde hace mucho tiempo, ¿verdad?

—Sí, así es.

Después de un momento, Paran asintió.

—Yo acababa de llegar a la misma conclusión esta noche, es decir, con la ayuda de Rezongo. Parece que los tres estamos a punto de hacer enfadar mucho a seres muy poderosos.

—Pues que chillen —gruñó la espada mortal—. Bien sabe el Embozado que hemos hecho más de lo que nos corresponde mientras ellos se repanchigaban y se reían a carcajadas. Ha llegado el momento de ponerse el guantelete en la otra mano.

Ben el Rápido suspiró por lo bajo. De acuerdo, Embozado, no lo intenté de verdad, pero solo porque resultaba evidente que Paran no estaba por la labor de escucharte. Y quizá sepa por qué, ahora que lo pienso. Así que, si te sirve de algo, aquí tienes un consejo: habrá una Casa de las Cadenas. Acéptalo y prepárate para ello. Tienes tiempo de sobra… más o menos.

Ah, y una cosa más, Embozado. Tú y tus compañeros, los otros dioses, lleváis demasiado tiempo imponiendo las reglas sin que nadie os dispute el papel. Ahora tenéis que echaros atrás, a ver cómo nos va a los mortales… Creo que os daremos una sorpresita o dos.

Pálidos, sucios pero vivos. Los supervivientes de Capustan salieron de la boca del último pozo cuando el cielo comenzaba a perder luz al este, moradores blanqueados de las raíces de la ciudad, encogiéndose ante la luz de las teas al entrar tropezando en la explanada, donde se fueron apiñando como si se hubieran perdido en el lugar que en otro tiempo habían llamado hogar.

El yunque del escudo, Itkovian, se sentaba una vez más a horcajadas sobre su caballo de guerra, aunque cualquier movimiento brusco lo hacía tambalearse, la cabeza le daba vueltas de puro agotamiento y por el dolor de las heridas. Su tarea era ser visible, su único propósito era su presencia. Familiar, reconocible, tranquilizadora.

Llegado el nuevo día, los sacerdotes del Consejo de Máscaras darían comienzo a una procesión que atravesaría la ciudad para añadir su propia presencia tranquilizadora (que la autoridad permanecía en su sitio, que alguien estaba al cargo, que las cosas, la vida, podían comenzar de nuevo). Pero ahí, en la oscuridad callada (un momento que Itkovian había elegido para mitigar el impacto de las ruinas que los rodeaban), con los sacerdotes sumidos en un profundo sueño en el salón del vasallaje, las Espadas Grises, en un número que alcanzaba los trescientos diecinueve en total cuando se incluía a los de los túneles, se apostaron en la boca de cada túnel y en cada cruce.

Estaban allí para garantizar la ley marcial e impartir un orden sombrío en los procedimientos, pero su mayor valor, como bien sabía Itkovian, era psicológico.

Somos los defensores. Y seguimos en pie.

Mientras que el dolor era oscuridad, la victoria y todo lo que significaba era un tono gris que podía compararse con el amanecer, una mitigación de la opresión que era la pérdida y de la devastación que poco a poco se iba revelando por todas partes. No había forma de suavizar el conflicto en el interior de todos y cada uno de los supervivientes (la brutal aleatoriedad del destino que atormentaba al espíritu), pero las Espadas Grises eran una presencia sencilla y sólida. Se habían convertido, en realidad, en el estandarte de la ciudad.

Y seguimos en pie.

Una vez finalizada esa tarea, el contrato, en opinión de Itkovian, se podía dar por concluido. Podían dejar la ley y el orden en manos de los gidrath del salón del vasallaje. Las Espadas Grises supervivientes dejarían Capustan, seguramente para no regresar jamás. La cuestión que ocupaba en ese momento al yunque del escudo se refería al futuro de la compañía. De más de siete mil habían pasado a tener trescientos diecinueve: ese era un asedio del que las Espadas Grises quizá nunca se recuperasen. Pero incluso tan tremendas pérdidas, si se soportaban a solas, eran manejables.

La expulsión de Fener de su senda era otra cosa. Un ejército que ha jurado lealtad a un dios despojado de su poder no resultaba, en lo que a Itkovian se refería, muy diferente de una banda de mercenarios: una colección de inadaptados y un surtido de soldados profesionales. Una columna de monedas no ofrecía un espinazo fiable, pocas eran las compañías existentes que podían afirmar con todo derecho que entre ellos reinaba el honor y la integridad; pocos permanecerían en su puesto cuando fuera posible la huida.

Un reclutamiento para recuperar fuerzas se había convertido en algo problemático. Las Espadas Grises necesitaban individuos sobrios y rectos, individuos capaces de aceptar una disciplina de primer nivel, individuos para los que un voto significase algo.

Por los dos colmillos, lo que necesito son fanáticos.

Al mismo tiempo, tales personas tenían que carecer de lazos de cualquier tipo. Una combinación poco probable.

Y aunque pudieran encontrarse tales personas, ¿a quién iban a jurarle lealtad? No a Trake, el núcleo de ese ejército ya existía y se centraba alrededor de Rezongo.

Había otros dos dioses de orientación bélica de los que Itkovian tenía conocimiento: dioses del norte, a los que escasas veces se adoraba allí, en el interior o en el sur del continente.

¿Qué me llamó Hetan? No me comparó a un gato ni a un oso. No. A sus ojos yo era un lobo.

Muy bien, entonces

Levantó la cabeza, examinó el paisaje por encima de las cabezas de los grupos de supervivientes que se arremolinaban en la explanada hasta que encontró al otro único jinete que había.

La mujer lo observaba.

Itkovian le hizo un gesto para que se acercara.

La mujer tardó unos momentos en conseguir que su caballo se abriera camino entre la multitud y llegar a su lado.

—¿Señor?

—Vete a buscar al capitán. Los tres tenemos trabajo que hacer, señora.

La mujer ejecutó un saludo militar e hizo girar la montura.

Itkovian la vio internarse en una calle lateral y después perderse de vista. Había una lógica sólida tras su decisión, sin embargo, le parecía vacía, como si él, en persona, no fuera a formar parte de lo que iba a ocurrir más allá de los preparativos, ningún papel subsiguiente en lo que tenía que ser. No obstante, la supervivencia de las Espadas Grises tenía prioridad sobre sus propios deseos, de hecho, sobre su propia vida. Tiene que ser así, no se me ocurre otro modo. Debe darse forma a una nueva revelación. Ni siquiera en esto he terminado todavía.

La capitana Norul se había hecho con un caballo. Su rostro había envejecido bajo el borde del yelmo, todos llevaban demasiado tiempo sin dormir. No dijo nada cuando la recluta y ella se detuvieron junto al yunque del escudo.

—Seguidme, señoras —dijo Itkovian al tiempo que le daba la vuelta a su montura.

Atravesaron la ciudad, el cielo palidecía y adquiría un azul cerúleo sobre los tres, después salieron por la puerta norte. Acampados en las colinas, a un tercio de legua de distancia, encontraron a los barghastianos, las yurtas y las tiendas apenas patrulladas por una modesta retaguardia. El humo se alzó de un sinfín de hogueras, los ancianos y las mujeres del campamento comenzaban a preparar la colación matinal. Los niños ya corrían por los pasillos irregulares, más silenciosos que sus homólogos de la ciudad, pero no menos llenos de energía.

Las tres espadas grises cruzaron los restos saqueados de las líneas painitas y se dirigieron directamente al campamento barghastiano más cercano.

A Itkovian no le sorprendió ver a media docena de ancianas que se reunían para recibirlos al borde del campamento. Hay una corriente que nos trae y vosotras, brujas, la habéis sentido igual que yo y así su certeza se da a conocer y queda patente. Comprender eso no hizo nada por disminuir la crudeza de su resolución. Considéralo solo una carga más, yunque del escudo, una carga para la que fuiste hecho como fuiste hecho para todas las demás.

Itkovian se detuvo ante las ancianas barghastianas.

Nadie habló durante un largo momento y después una de las ancianas cacareó algo e hizo un gesto.

—Ven, pues.

Itkovian desmontó y sus compañeras lo imitaron. Aparecieron unos niños para tomar las riendas de los tres caballos y se llevaron a las bestias.

Las ancianas, encabezadas por la cargadora, tomaron el camino principal del campamento hasta una gran yurta que había en el otro extremo. La entrada estaba flanqueada por dos guerreros barghastianos. La anciana les siseó y los dos hombres se retiraron.

Itkovian, la recluta y la capitana siguieron a la anciana al interior de la yurta.

—Pocos son los hombres que acuden a este lugar —dijo la cargadora antes de cojear hasta el otro lado de la hoguera del centro y acomodarse sobre un fardo de pieles.

—Es un honor…

—¡No creas! —le replicó ella con una carcajada aguda—. Tendrías que dejar a un guerrero sin sentido de un golpe y después arrastrarlo, e incluso entonces es muy probable que sus hermanos y amigos te atacaran antes de que llegaras a la entrada. Tú eres un hombre joven y estás entre viejas, ¡no hay nada más peligroso en el mundo!

—¡Pero míralo! —exclamó otra mujer—. ¡No le teme a nada!

—La hoguera de su alma no son más que cenizas —dijo con desdén una tercera.

—Aun así —replicó la primera—, con lo que ahora busca podría provocar una tormenta de fuego en un bosque helado. Togctha y Farand, los amantes que se perdieron para toda la eternidad, los corazones invernales que aúllan en lo más intrincado de Laederon y más allá, todas hemos oído esos lamentos de pesar en nuestros sueños. ¿Acaso no es cierto? Se están acercando y no solo desde el norte, oh no, no vienen del norte. Y ahora, este hombre. —La mujer se inclinó hacia delante, su rostro arrugado perdía definición tras el humo de la hoguera—. Este hombre…

Las últimas palabras fueron un suspiro.

Itkovian respiró hondo y después le hizo un gesto a la recluta.

—La espada mortal…

—No —gruñó la anciana.

El yunque del escudo vaciló.

—Pero…

—No —repitió ella—. Ya lo han encontrado. Ya existe. Ya está hecho. Mira sus manos, lobo. Hay demasiado cariño en ellas. Ella será la destriant.

—¿Estás… estás segura de eso?

La anciana señaló con un gesto a la capitana.

—Y esta —continuó sin hacer caso de la pregunta de Itkovian— está destinada a ser lo que tú eras. Aceptará la carga; tú, lobo, le has mostrado todo lo que debe saber. La verdad de esas enseñanzas se encuentra en sus ojos y en el amor que siente por ti. Ella quiere ser su respuesta, en especie, en sangre. Ella será la yunque del escudo.

Las otras ancianas asentían con la cabeza y los ojos les brillaban en la penumbra sobre las narices aguileñas, como si un aquelarre de cuervos se enfrentara a Itkovian.

El yunque se volvió poco a poco hacia la capitana Norul. La veterana parecía conmocionada.

La joven lo miró.

—Señor, qué…

—Por las Espadas Grises —dijo Itkovian, que luchaba por contener la oleada de dolor y angustia que lo invadía—. Hay que hacerlo, señora —dijo con voz ronca—. Togg, el Lobo del Invierno, un dios de la guerra olvidado hace mucho tiempo, recordado entre los barghastianos como el espíritu lobo, Togctha. Y su compañera perdida, la loba Fanderay, Farand en la lengua barghastiana. Parte de nuestra compañía, ahora, más mujeres que hombres. Hay que proclamar una nueva revelación que se arrodille ante el dios lobo y la diosa loba. Has de ser la yunque del escudo, señora. Y tú —le dijo Itkovian a la recluta, que había abierto mucho los ojos— has de ser la destriant. Las Espadas Grises se han rehecho, señoras. La sanción está aquí, ahora, entre estas sabias mujeres.

La capitana dio un paso atrás entre el estrépito de la armadura.

—Señor, tú eres el yunque del escudo de las Espadas Grises…

—No. Yo soy el yunque del escudo de Fener, y Fener, señora, se ha… ido.

—La compañía está prácticamente destruida, señor —señaló la veterana—. Nuestra recuperación es muy improbable. La cuestión de la calidad…

—Necesitarás fanáticos, capitán. Un temperamento, una educación y una cultura que son vitales. Debes buscarlas, señor, necesitas encontrar a personas así. Personas que no les quede nada en la vida y cuya fe haya sido desmantelada. Personas que se hayan… perdido.

Norul negaba con la cabeza, pero Itkovian podía ver una luz creciente de comprensión en sus ojos grises.

—Capitán —continuó Itkovian con tono inexorable—, las Espadas Grises marcharán con los dos ejércitos extranjeros. Hacia el sur, a ver el final del Dominio Painita. Y en el momento que se considere propicio, te encargarás del reclutamiento. Encontrarás a las personas que buscas, señora, entre los Tenescowri.

No temas, no te abandonaré todavía, amiga mía. Hay muchas cosas que debes aprender.

Y, al parecer, mi tarea no tiene fin.

Itkovian observó que la desolación se apoderaba de la mujer, lo vio y luchó contra el horror de lo que había hecho. Había cosas que jamás deberían compartirse. Y ese es mi peor delito, pues para el título, para la carga que significa ser el yunque del escudo, no le permití elegir.

No le he dado ninguna alternativa.