La revelación de Fener
Imarak, primer destriant
Caliente, enfebrecida, la piel guijarrosa se movía como un saco húmedo cargado de rocas. El cuerpo de la matrona exudaba un aceite acre que había impregnado la ropa raída de Toc el Joven. El guerrero se deslizaba entre pliegues de carne cuando la enorme e hinchada k’chain che’malle cambiaba de postura en el suelo de grava, sus brazos inmensos lo envolvían en un abrazo fiero.
La oscuridad dominaba la cueva. Los resquicios de luz que veía Toc nacían en su mente. Ilusiones que podrían haber sido recuerdos. Escenas desgarradas, fragmentadas, de colinas suaves de hierba amarilla bajo un sol cálido. Figuras, sorprendidas apenas por el rabillo del ojo. Algunas lucían máscaras. Una no era más que piel muerta estirada sobre huesos robustos. Otra era… belleza. Perfección. No creía en ninguna de ellas. Sus rostros eran los rostros de su locura que se cernía cada vez más cerca y lo miraba por encima del hombro.
Cuando se sumía en un sopor soñaba con lobos. Cazaban no para comer sino para liberar… otra cosa, él no sabía qué. La presa vagaba sola, la presa huía cuando lo veía. Con sus hermanos y hermanas a su lado, él la perseguía. Incansable, las leguas pasaban sin esfuerzo bajo sus patas. La criatura, pequeña y asustada, no podía eludirlos. Él y los suyos se aproximaban cada vez más, la agotaban contra las laderas de las colinas y al final la presa vacilaba y se derrumbaba. Los lobos la rodeaban.
Y cuando se acercaban para entregarle… lo que debiera entregarse… la presa se desvanecía.
Conmoción y luego desesperación.
Él y los suyos dibujaban círculos alrededor de donde había yacido la mujer. Levantaban las cabezas al cielo y aullidos de dolor abandonaban sus gargantas. Aullaban sin cesar. Hasta que Toc el Joven despertaba con un parpadeo entre los brazos de la matrona, el aire cargado de la cueva parecía bailar con los ecos casi desvanecidos de sus aullidos. La criatura lo ceñía entonces con más fuerza. La criatura gimoteaba, le sondeaba la nuca con un morro lleno de colmillos, su aliento olía a leche azucarada.
Esos eran los ciclos de su vida. El sueño y después vigilia interrumpida por alucinaciones. Escenas manchadas de figuras bajo una luz dorada, delirios en los que era un bebé que mamaba del pecho de su madre (la matrona no tenía pechos, así que Toc sabía que eran delirios, sin embargo esos delirios lo sostenían de todos modos) y momentos en los que empezaba a vaciar la vejiga y los intestinos y la criatura lo apartaba para que solo se ensuciara él. Después la criatura lo lamía para limpiarlo, un gesto que lo despojaba de sus últimos jirones de dignidad.
El abrazo de la matrona rompía huesos. Cuanto más gritaba él de dolor, con más fuerza lo abrazaba ella, así que había aprendido a sufrir en silencio. Sus huesos se soldaban con una rapidez sobrenatural. A veces se soldaban mal. Toc sabía que estaba deformado, el pecho, las caderas, los omóplatos.
Y entonces llegaron las visitas. Una cara fantasmal, cubierta por el semblante arrugado de un anciano, la insinuación de unos colmillos relucientes que tomaban forma en su mente. Ojos amarillos que brillaban con regocijo y se clavaban en los suyos.
Conocidas, esas caras superpuestas, pero Toc era incapaz de reconocer nada más.
El visitante le hablaba.
Están atrapados, amigo mío. Todos salvo el t’lan imass, que teme a la soledad. ¿Por qué si no se negaría a abandonar a sus compañeros? Tragados por el hielo. Indefensos. Congelados. A los seguleh no hay que temerlos. Nunca los temí. Yo no hacía más que jugar. ¡Y la mujer! ¡Mi preciosa estatua escarchada! Loba y perro han desaparecido. Han huido. Sí, el pariente, hermano de tus ojos… huyó. Con la cola entre las patas, ¡ja, ja!
Y una vez más.
¡Tu ejército malazano llega demasiado tarde! ¡Demasiado tarde para salvar Capustan! La ciudad es mía. Tus compañeros todavía están a una semana de distancia, amigo mío. Los aguardaremos. Los recibiremos como recibimos a todos los ejércitos.
Te traeré la cabeza del general malazano. Te traeré su carne cocinada y comeremos juntos, tú y yo, una vez más.
¿Cuánta sangre puede derramar un mundo? ¿Te lo has preguntado alguna vez, Toc el Joven? ¿Quieres que lo veamos? Veámoslo, entonces. Tú y yo, y aquí la querida madre, oh, ¿es horror lo que veo en sus ojos? Su cerebro podrido todavía conserva algo de cordura, al parecer. Qué desgracia… para ella.
Y en ese instante, tras una larga ausencia, regresaba una vez más. La piel falsa del anciano estaba tensa sobre el semblante inhumano. Los colmillos se veían como a través de una mortaja transparente. Los ojos ardían, pero esa vez no de alegría.
¡Qué engaño! ¡No son bestias mortales! ¡Cómo osan asaltar mis defensas! ¡Aquí, ante estas mismas puertas! Y ahora el t’lan imass se ha desvanecido, ¡no lo encuentro por ninguna parte! ¿Viene él también?
Así sea. No te encontrarán. Emprenderemos el viaje, nosotros tres. Al norte, muy lejos de su alcance. He preparado otro… nido para vosotros dos.
Cuántas molestias…
Pero Toc el Joven ya no lo oía. Algo se había llevado su mente. Percibió una luz blanca y quebradiza, un fulgor doloroso que rielaba en montañas cubiertas de hielo y valles enterrados en ríos de nieve. En el cielo, los cóndores daban vueltas. Y después, mucho más inmediato, había humo, estructuras de madera destrozadas, paredes de piedra que habían caído. Figuras que corrían y chillaban. Un color carmesí que salpicaba la nieve y llenaba los charcos lechosos de un camino de gravilla.
El punto de vista (ojos que veían a través de una calima roja) cambió, giró hacia un lado. Un perro moteado de blanco y gris mantenía el ritmo, los hombros al mismo nivel que las figuras recubiertas de armaduras en la que hundía los dientes con una saña borrosa. La criatura se dirigía hacia un segundo conjunto de verjas, un portal arqueado en la base de una fortaleza imponente. Nadie podía interponerse en su camino. Nadie podía frenar su impulso.
El polvo gris dibujó un torbellino en los hombros del sabueso. Giró en redondo. Viró, se transformó en brazos y piernas que se aferraron a los flancos de la criatura, una cabeza con un yelmo de hueso, el pelo arrancado formaba un ala raída tras él. Elevada por el aire, una espada ondulada del color de la sangre antigua.
Sus huesos están bien, la carne no. Mi carne está bien, mis huesos no. ¿Somos hermanos?
Sabueso y jinete (una visión de pesadilla) golpearon las enormes verjas de hierro.
Explotó la madera. En la penumbra del arco, el terror se abalanzó sobre un puñado tambaleante de videntes del Dominio.
Con largas zancadas, rumbo al portal donde se había abierto una brecha, Toc cabalgó sobre la visión de aquel lobo y avistó entre las sombras que las formas enormes de unos reptiles aparecían a ambos lados del perro de caza y su jinete no muerto.
Los cazadores k’ell levantaron sus amplias hojas.
El lobo echó a correr con un gruñido fiero. Su mirada se concentraba en la puerta, cada detalle de ella era afilado como el vidrio roto, mientras que todo lo que quedaba a cada lado se desdibujaba. Un cambio de postura lo llevó al cazador k’ell que se acercaba por la izquierda del perro y el jinete.
La criatura giró y la espada lanzó una cuchillada destinada a interceptar la carga.
El lobo se agachó bajo ella y después se alzó de golpe con las mandíbulas abiertas. Una garganta correosa le llenó la boca. Los caninos se hundieron en la carne inerte. Los músculos de la mandíbula se agruparon. El hueso se partió y después se derrumbó cuando el lobo apretó el torno de sus mandíbulas, implacable, y el impulso de la carga empujó al cazador k’ell hacia atrás, sobre la cola; se estrelló contra un muro que se estremeció con el impacto. Los caninos superiores e inferiores se encontraron. Los molares irregulares se unieron y atravesaron los tendones rígidos como madera y los músculos secos.
El lobo estaba separando la cabeza del cuerpo.
El k’chain che’malle se sacudía bajo él, sufría espasmos. Una hoja que vacilaba penetró en el anca derecha del lobo.
Toc y la bestia se estremecieron de dolor, pero no se rindieron.
La cabeza con el ornado yelmo cayó hacia atrás, se alejó y se oyó un golpe seco cuando chocaron contra los adoquines cubiertos de aguanieve.
Con un gruñido y trozos inertes de carne enganchados en los dientes, el lobo giró en redondo.
El perro se agazapó con la columna encorvada en una esquina del arco. Estaba sangrando. Luchaba solo, enfrentándose a sus heridas.
El espadachín no muerto, mi hermano, se había puesto en pie, unos pies envueltos en cuero, y con la espada de pedernal intercambiaba golpes con las dos hojas del otro cazador k’ell. A velocidades inimaginables. Volaban por los aires trozos de los k’chain che’malle. Un antebrazo unido a una espada comenzó a dar vueltas por los aires y aterrizó cerca del estremecido perro de caza.
El cazador k’ell se echó hacia atrás ante la matanza. Los huesos de la pantorrilla se partieron con un sonido quebradizo. La enorme criatura cayó y lo salpicó todo de aguanieve.
El guerrero no muerto trepó sobre él y empuñó la espada para desmembrar al k’chain che’malle. Una tarea metódica que completó en pocos minutos.
El lobo se aproximó al perro herido. El animal le lanzó un mordisco de advertencia para que no se acercase.
Toc se quedó ciego de repente, arrancado de la visión del lobo.
Unos vientos cortantes lo sacudían, pero la matrona lo sujetaba con fuerza. Se movían. Rápido. Viajaban por una senda, un sendero de hielo hendido. Se dio cuenta de que huían de Panorama, que huían de la fortaleza en la que se acababa de abrir una brecha.
Baaljagg. Y Garath y Tool. Garath… esas heridas.
—¡Silencio! —gritó una voz.
El Vidente estaba con ellos, encabezaba la marcha a través de Omtose Phellack.
El don de la claridad permanecía en la mente de Toc. Su carcajada fue un borboteo entrecortado.
—¡Cállate!
La senda entera se estremecía bajo el trueno lejano, el sonido del hielo inmenso… que se agrietaba y explotaba en una conflagración de hechizos.
Lady Envidia. Con nosotros una vez más…
El Vidente chilló.
Unos brazos de reptil se aferraron a Toc. Se partieron huesos, se hicieron astillas. El dolor lo lanzó por un precipicio. Mi familia, mis hermanos… Se desmayó.
Al sur, el cielo nocturno se iluminó de rojo. Aunque estaba a más de una legua de distancia por la ladera de aquella colina apenas poblada de árboles, la muerte de Capustan era aparente para todos y silenciaba a todos los testigos, aparte del crujido de armaduras y armas y el chapoteo de botas y mocasines en el barro.
Las hojas goteaban en un susurro constante. El humus empapado llenaba el aire cálido con su fecundidad. No muy lejos tosió un hombre.
El capitán Paran sacó una daga y empezó a quitarse el barro de las botas. Sabía lo que cabía esperar la primera vez que contemplara la ciudad. Los exploradores de Humbrall Taur habían traído recado poco antes. El asedio había terminado. Las Espadas Grises quizá hubieran exigido una auténtica fortuna por sus servicios, pero los huesos calcinados y mordidos no podrían cobrarla. Con todo, saber lo que cabía esperar no reducía el patetismo de una ciudad moribunda.
Si esas Espadas Grises hubieran sido la Guardia Carmesí, la escena que tenía Paran delante bien podría haber sido muy diferente. Con la única excepción de la Compañía de los Juramentados del príncipe K’azz D’Avore, los mercenarios eran menos que nada en lo que al capitán se refería. Tipos que se hacían los duros y poco más.
Esperemos que a esos hijos de Humbrall Taur les haya ido un poco mejor. No parecía muy probable. Quizá quedara alguna bolsa de resistencia. Pequeños grupos de soldados arrinconados que sabían que la misericordia estaba fuera de cuestión y lucharían hasta el final. En callejones, en casas, en habitaciones. La agonía de Capustan sería prolongada. Claro que, si estos malditos barghastianos pudieran ir por fin a paso ligero, en lugar de este paseo lleno de riñas y peleas, quizá conseguiríamos modificar la conclusión de este destino en concreto.
Paran se giró al ver llegar a su nuevo comandante, Trote.
Los ojos del enorme barghastiano brillaban mientras estudiaba la ciudad en llamas.
—Las lluvias no han hecho mucho por atenuar las llamas —dijo con voz profunda y el ceño fruncido.
—Quizá no vaya tan mal como parece —dijo Paran—. Yo veo cinco incendios importantes. Podría ser peor, he oído hablar de tormentas de fuego…
—Sí. Nosotros vimos una de lejos, en Siete Ciudades, una vez.
—¿Qué tenía que decir Humbrall Taur, caudillo? ¿Aceleramos el paso o nos quedamos aquí plantados?
Trote le enseñó los dientes afilados.
—Enviará a los clanes Barahn y Ahkrata al sureste. Les ha encomendado la tarea de tomar los lugares de desembarco, los puentes flotantes y las barcazas. Sus senan y los gilk se dirigirán hacia Capustan. Los clanes restantes se apoderarán del campamento de suministros principal del septarca, que se encuentra entre los desembarcaderos y la ciudad.
—Todo eso está muy bien, pero si seguimos vacilando…
—Hetan y Cafal, los hijos de Taur, están vivos y su vida no corre peligro. O en eso insisten los cargadores. Los huesos cuentan con la protección de extrañas hechicerías. Extrañas pero profundamente poderosas. Hay…
—¡Maldito seas, Trote! ¡Hay gente muriendo ahí abajo! ¡Están devorando a personas!
La sonrisa del barghastiano se amplió.
—Así pues he recibido permiso para… guiar a mi clan al ritmo de mi elección. Capitán, ¿estás impaciente por ser de los primeros Caras Blancas que entren en Capustan?
Paran gruñó por lo bajo. Sintió la necesidad de sacar la espada, sintió la necesidad de vengarse, de, al fin, (tras todo ese tiempo) asestarle un golpe al Dominio Painita. Ben el Rápido, cuando estaba lúcido y no deliraba de fiebre, había dejado claro que el Dominio albergaba nefastos secretos y una malevolencia que le manchaba el corazón. Para el capitán, la existencia de los Tenescowri ya era prueba suficiente.
Pero había algo más en esa necesidad. Vivía con el dolor. En su estómago bramaban hogueras encendidas. Había vomitado bilis ácida y sangre… sin revelárselo a nadie. El dolor lo encadenaba a sí mismo y esas cadenas cada vez se ceñían más.
Y otra verdad, una verdad que no hago más que alejar. Esa mujer me persigue. Busca mis pensamientos. Pero todavía no estoy listo para ella. Todavía no, no con el estómago en llamas…
Tenía que ser una locura, un delirio, pero Paran creía que el dolor cesaría, que todo iría bien una vez más, en cuanto descargara sobre el mundo la violencia atrapada en su interior. Locura o no, se aferraba a esa creencia. Solo entonces se aplacará esa presión. Solo entonces.
No estaba listo para fracasar.
—Reúne a los Abrasapuentes, entonces —murmuró Paran—. Podemos estar en la puerta norte antes de una campanada.
Trote gruñó.
—Los treinta y tantos que somos.
—Bueno, malditos seamos si no podemos avergonzar a esos barghastianos para que se den un poco más de prisa…
—¿Eso es lo que esperas?
Paran miró al otro.
—Que el Embozado nos lleve a todos, Trote, tú fuiste el que le pidió a Taur que te diera permiso. ¿Esperas que nosotros treinta y siete volvamos a tomar Capustan sin ayuda alguna? ¿Con un mago inconsciente a remolque?
El barghastiano, con los ojos entrecerrados y convertidos en meras ranuras mientras estudiaba la ciudad que tenía delante, se encogió de hombros.
—Dejamos a Ben el Rápido aquí. En cuanto a volver a tomar la ciudad, pienso intentarlo.
Después de un largo momento, el capitán sonrió.
—Me alegra oírlo.
La marcha de los barghastianos del clan Caras Blancas había sido lenta, tortuosa. En un principio, durante el viaje hacia el sur, mientras cruzaban las altas planicies, duelos repentinos detenían a los clanes media docena de veces al día. Al fin las peleas se habían ido reduciendo y la decisión de Humbrall Taur de asignar clanes enteros a tareas concretas en la inminente batalla eliminaría de forma efectiva la oportunidad de más duelos durante los días siguientes. A pesar de que todos los caudillos se habían comprometido con una única causa (la liberación de sus dioses), persistían las antiguas enemistades.
El nuevo papel de Trote como caudillo de los Abrasapuentes había resultado ser una especie de alivio para Paran. El capitán siempre había odiado la responsabilidad del mando. La presión que suponía el bienestar de cada soldado que tenía a sus órdenes había sido una carga creciente. Como segundo al mando, esa presión había disminuido aunque solo fuera un poco, pero ese alivio era, de momento, suficiente. Menos agradable era el hecho de que Paran había perdido su papel como representante de los Abrasapuentes. Trote había asumido la tarea de asistir a los consejos de guerra y había dejado al capitán fuera.
En el sentido más estricto, Paran permanecía al mando de los Abrasapuentes, pero la compañía se había convertido en una tribu, al menos en lo que se refería a Humbrall Taur y los barghastianos, y las tribus elegían caudillos, un rol que le pertenecía a Trote.
Con las colinas tachonadas de árboles tras ellos, la compañía de los Abrasapuentes fue bajando por los márgenes embarrados de un arroyo estacional que serpenteaba hacia la ciudad. El humo de los fuegos de Capustan oscurecía las estrellas del firmamento y la lluvia de los últimos días había ablandado el suelo, lo que le prestaba al ambiente un silencio esponjoso. Habían atado con fuerza armas y armaduras y los Abrasapuentes avanzaban en la oscuridad en absoluto silencio.
Paran iba dos metros por detrás de Trote, que todavía conservaba su antiguo papel en el pelotón de Whiskeyjack, el de avanzadilla. No era la posición ideal para el comandante, pero sí que complementaba el rol barghastiano de caudillo. Al capitán no le hacía gracia. Y lo que era peor, mostraba el lado más obstinado de Trote con demasiada claridad. Una falta de adaptabilidad inquietante en un líder.
Una presencia invisible pareció asentarse en su hombro, el tacto de una mente lejana y conocida. Paran hizo una mueca. Su vínculo con Zorraplateada cada vez era más fuerte. Era la tercera vez que la mujer acudía a él aquella semana. Un leve roce de conciencia, como el tacto de unos dedos que se unen por las puntas. Se preguntó si gracias a eso Zorraplateada podía ver lo que veía él, se preguntó si estaría leyendo sus pensamientos. Teniendo en cuenta todo lo que Paran albergaba en su interior, el capitán estaba empezando a rehuir, de forma instintiva, el contacto con la mujer. Sus secretos eran suyos. Zorraplateada no tenía derecho a saquearlos, si acaso eso era lo que estaba haciendo. Le parecía que ni siquiera la necesidad táctica podía justificar aquello. Frunció todavía más el ceño cuando la presencia femenina persistió en su mente. Si es que es ella. Y si…
Algo más adelante, Trote se detuvo y se agachó con una mano levantada. Después hizo un gesto dos veces.
Paran y el soldado que llevaba justo detrás se reunieron con el guerrero barghastiano.
Habían llegado a los piquetes norte de los painitas. El campamento era un desastre, desorganizado, montado con descuido y con una notable falta de efectivos. La basura salpicaba los pisoteados senderos entre las trincheras, los pozos y la accidentada extensión de tiendas improvisadas. El aire estaba impregnado del olor a letrinas mal emplazadas.
Los tres hombres estudiaron la escena un momento más y después se retiraron para unirse a los otros. Los sargentos del pelotón se adelantaron y se formó un corrillo.
Eje, que era el soldado que había acompañado a Paran, fue el primero en hablar.
—Infantería media en posición —susurró—. Dos compañías pequeñas a juzgar por el par de estandartes…
—Doscientos —asintió Trote—. Más en las tiendas. Enfermos y heridos.
—Sobre todo enfermos, diría yo —respondió Eje—. Disentería, me imagino, por el olor. Estos oficiales painitas no valen una mierda. Esos enfermos no van a entablar batalla hagamos lo que hagamos. Supongo que todos los demás están en la ciudad.
—Las puertas que hay más allá —gruñó Trote.
Paran asintió.
—Montones de cuerpos delante. Mil cadáveres, quizá más. No hay barricadas en las puertas y tampoco ningún guardia. El exceso de confianza de los vencedores.
—Tenemos que atravesar esa infantería media como sea —murmuró el sargento Azogue—. Eje, ¿cómo vais de municiones moranthianas tú y el resto de los zapadores?
El hombrecito sonrió.
—Has recuperado el valor, ¿eh, Azogue?
El sargento frunció el ceño.
—Esto es una guerra, ¿no? Y ahora responde a mi pregunta, soldado.
—Tenemos de sobra. Pero ojalá contásemos con unos cuantos voladores de esos que hace Violín.
Paran parpadeó y después recordó las enormes ballestas que usaban Violín y Seto para aumentar el alcance de los malditos.
—¿Seto no tiene uno? —preguntó.
—Lo rompió, el muy idiota. No, prepararemos unos cuantos malditos, pero eso será solo para sembrar el terreno. Esta noche, fulleros. Los incendiarios darían demasiada luz, el enemigo vería los pocos que somos en realidad. Fulleros. Voy a llamar a nuestros niños y niñas.
—Creí que eras mago —murmuró Paran cuando el hombre se volvió hacia los pelotones que aguardaban.
Eje giró la cabeza.
—Y lo soy, capitán. También soy zapador. Una combinación letal, ¿eh?
—Letal para nosotros —replicó Azogue—. Entre eso y tu maldita camisa de pelo…
—Eh, que los trozos quemados están creciendo otra vez, ¿lo ves?
—Ponte a ello —gruñó Trote.
Eje empezó a llamar a los zapadores del pelotón.
—Así que nos abrimos camino directamente —dijo Paran—. Con los fulleros no debería haber problema, pero después los flancos exteriores entran en masa detrás de nosotros…
Eje se reunió con ellos a tiempo para lanzar un gruñido y contestarle.
—Por eso vamos a sembrarlo todo de malditos, capitán. Dos gotas en la cera. Diez latidos. La palabra es «corred» y cuando lo gritemos, será mejor que corras, y rápido. Si estás a menos de veinticinco metros de distancia cuando estallen, eres hígado picado.
—¿Estás listo? —le preguntó Trote a Eje.
—Sí. Somos nueve, así que podéis esperar algo menos de veinticinco metros de ancho, el sendero que abramos.
—Sacad las armas —dijo el barghastiano. Después estiró el brazo, cogió a Eje por la camisa de pelo y lo acercó de un tirón. Trote esbozó una gran sonrisa—. Nada de errores.
—Nada de errores —asintió el hombre con los ojos muy abiertos cuando Trote hizo restallar los dientes afilados a solo unos centímetros de su cara.
Un momento después, Eje y sus ocho zapadores se movían hacia las líneas enemigas, encapuchados e informes con sus capas de lluvia.
La presencia rozó la conciencia de Paran una vez más. Hizo todo lo que pudo por apartarla. El ácido de su estómago dibujó un torbellino y murmuró una promesa de dolor. El capitán respiró hondo para tranquilizarse. Si las espadas chocan… será mi primera vez. Después de todo este tiempo, mi primera batalla.
La infantería media del enemigo estaba agrupada, veinte soldados o más en cada una de una fila de hogueras que había en el único terreno alto del campamento, lo que solía ser una pista de carretas que corría paralela a la muralla de la ciudad. A Paran le pareció que un sendero de veinticinco metros de ancho acabaría con buena parte de los tres grupos.
Lo que dejaba a bastantes más de cien painitas con capacidad de responder. Si había algún oficial competente entre ellos, las cosas podían ponerse muy feas. Claro que, si hubiera algún oficial competente, los pelotones no estarían apiñados como lo están…
Los zapadores se habían escondido. El capitán ya no podía verlos. Cambió de postura la espada y miró por encima del hombro para examinar la posición del resto de los Abrasapuentes. Rapiña estaba en vanguardia con una expresión dolorida en la cara. Estaba a punto de preguntarle qué pasaba cuando las detonaciones atravesaron la noche con un millar de crujidos. El capitán giró en redondo.
Los cuerpos se retorcían a la luz del fuego de las hogueras que habían quedado dispersas por todos lados.
Trote soltó un grito de guerra tembloroso. Los Abrasapuentes se adelantaron a la carrera.
Explotaron más fulleros, esa vez por los lados, que derribaron a los soldados aglutinados y confusos que rodeaban las hogueras adyacentes.
Paran vio las formas oscuras de los zapadores, convergían justo delante y se agazapaban entre los painitas muertos y moribundos.
Las ballestas emitieron ruidos sordos en las manos de la docena de abrasapuentes que las llevaban. Resonaban los gritos.
Con Trote en cabeza, los Abrasapuentes alcanzaron el sendero de la masacre y rodearon a los zapadores agachados que estaban preparando los malditos más grandes. Dos gotas de ácido en el tapón de cera que sellaba un agujero en las granadas de arcilla.
Un coro de siseos apagados.
—¡Corred!
Paran maldijo. De repente, diez latidos no le parecieron mucho tiempo. Los malditos eran las municiones moranthianas más grandes. Con uno solo se podía lograr que la intersección de cuatro calles fuera intransitable. El capitán intentó escapar a toda velocidad.
El corazón casi se le paró en el pecho cuando clavó los ojos en la puerta que tenía justo delante. Los mil cadáveres se estaban moviendo. Oh, maldita sea. No estaban muertos. Estaban dormidos. ¡Los muy cabrones estaban durmiendo!
—¡Abajo, abajo, abajo!
La palabra era malazana. La voz, la de Seto.
Paran dudó solo el tiempo suficiente para ver a Eje, Seto y los otros dos zapadores llegar hasta ellos… para lanzar malditos. Hacia delante. Hacia la masa de Tenescowri que se interponía entre ellos y las puertas. Después se echaron boca abajo.
—¡Oh, por el Embozado! —El capitán se lanzó al suelo, se deslizó por el barro lleno de grava, soltó la empuñadura de la espada y se tapó los oídos con las manos.
El suelo le quitó el aliento de golpe y lanzó sus piernas por los aires. Volvió a caer en el barro con un golpe seco. De espaldas. Tuvo tiempo para empezar a rodar antes de que explotaran los malditos que tenía justo delante. El impacto lo mandó dando volteretas por el suelo. Le llovieron encima jirones ensangrentados.
Un objeto grande cayó con un ruido sordo junto a la cabeza de Paran. Parpadeó y abrió los ojos. Vio las caderas de un hombre, solo las caderas, la cavidad a la que pertenecían los intestinos se había abierto, negra y húmeda. Los muslos habían desaparecido, cortados por las articulaciones. El capitán se quedó mirando.
Le resonaban los oídos. Sintió la sangre que le chorreaba por la nariz. Le dolía el pecho. Unos gritos lejanos gemían en la noche.
Un puño se cerró sobre su capa empapada de lluvia y lo levantó de un tirón.
Mazo. El sanador se inclinó hacia delante para ponerle al capitán la espada en las manos y después gritó algo que Paran apenas oyó.
—¡Vamos! ¡Están todos saliendo a toda leche de aquí, por el Embozado! —Un empujón hizo avanzar al capitán de un tropezón.
Sus ojos lo vieron, pero su mente no terminó de asimilar la devastación que había a ambos lados del sendero por el que bajaban corriendo rumbo a la verja norte. Sintió que se bloqueaba por dentro, que resbalaba y se tambaleaba entre aquella ruina humana… que se bloqueaba como se había bloqueado en otra ocasión, años atrás, en el camino a Itko Kan.
La mano de la venganza se mantenía fría solo durante un tiempo. Cualquier alma que poseyera un jirón de humanidad no podría evitar ver la realidad tras aquel golpe cruel, por muy justificado que pudiera haber parecido en un principio. Rostros muertos, carentes de expresión. Cuerpos retorcidos en posturas que nadie que no tuviera huesos rotos podría lograr. Vidas destruidas. La venganza le prestaba un espejo a cada atrocidad, donde las nociones del bien y del mal se desdibujaban y perdían toda relevancia.
El capitán vio, a su derecha e izquierda, figuras que huían. Crujieron unos cuantos fulleros que apresuraron la desbandada.
Los Abrasapuentes se habían anunciado al enemigo.
Somos iguales que ellos, comprendió el capitán mientras corría, en brutalidad calculada. Pero esta es una guerra de nervios en la que no gana nadie.
La oscuridad incontestada de la puerta se tragó a Paran y los demás Abrasapuentes. Las botas resbalaron cuando los soldados detuvieron su loca carrera. Se agacharon. Recargaron las ballestas. No se dijo ni una sola palabra.
Trote estiró una mano y acercó a Seto de un tirón. El barghastiano sacudió al otro hombre con fuerza por un momento y después hizo amago de lanzarlo al suelo. Un chillido de Eje lo detuvo. Seto, después de todo, llevaba un saco de cuero casi lleno de munición.
Su cara seguía siendo una masa de cardenales tras las cariñosas atenciones de Detoran. Seto maldijo en voz alta.
—¡No quedaba más remedio, animal!
Paran pudo oír las palabras. Algo era algo. No sabía muy bien de qué lado se iba a poner en aquello, pero lo cierto era que ya no importaba.
—¡Trote! —soltó de golpe—. ¿Y ahora qué? Si esperamos aquí…
El barghastiano lanzó un gruñido.
—Entramos en la ciudad, agachados y sin ruido.
—¿En qué dirección? —preguntó Azogue.
—Nos dirigimos al salón del vasallaje…
—Bien, ¿y qué es eso?
—El torreón que brilla, zoquete.
Avanzaron poco a poco, salieron de las sombras del arco a la explanada que había justo detrás. Sus pasos se ralentizaron cuando el parpadeo de la luz de los fuegos reveló la pesadilla que se abría ante sus ojos.
Había habido una inmensa masacre y después un festín. Los adoquines estaban hundidos entre los huesos, que llegaban a la altura de los tobillos, algunos calcinados, otros rojos y en carne viva, con trozos de tendones y carne todavía aferrados a ellos. Y dos tercios completos de los muertos, juzgó el capitán por lo que podía distinguir por los uniformes y la ropa, pertenecían a los invasores.
—Dioses —murmuró Paran—, los painitas lo han pagado caro. —Creo que debería revisar mi opinión con respecto a las Espadas Grises.
Eje asintió.
—Aun así, el número se notará.
—Un día o dos antes… —dijo Mazo.
Nadie se molestó en terminar la idea. No había necesidad.
—¿Qué problema tienes, Rapiña? —quiso saber Azogue.
—¡Nada! —soltó la mujer—. No es nada.
—¿Entonces eso es el salón del vasallaje? —preguntó Seto—. ¿Esa cúpula que reluce? Ahí, entre el humo…
—Vamos —dijo Trote.
Los Abrasapuentes se repartieron con cautela tras el barghastiano y emprendieron la marcha, cruzaron la horripilante explanada hasta una avenida principal que parecía llevar directamente hacia aquella estructura iluminada con una luz extraña. El estilo de las casas y los bloques de pisos que había a ambos lados, los que todavía quedaban en pie, era indiscutiblemente daru, en opinión de Paran. El resto de la ciudad, por lo que vislumbró por los callejones laterales y las avenidas donde seguían activos los incendios, era muy diferente. Con cierto aspecto extranjero. Y por todas partes, cadáveres.
Calle abajo, los montones de cadáveres todavía con carne se alzaban como la ladera de una colina.
Los Abrasapuentes no dijeron nada al acercarse a la loma. Lo que tenían ante sus ojos resultaba difícil de asimilar. Solo en esa calle había al menos diez mil cadáveres. Quizá más. Empapados, ya hinchados, la carne pálida alrededor de heridas abiertas y desangradas, montículos concentrados alrededor de las entradas de los edificios, de las bocas de los callejones, de la entrada a una finca, de las escaleras de acceso a los templos en ruinas. Caras y ojos ciegos que reflejaban llamas y hacían que las expresiones parecieran retorcerse en burlonas ilusiones de animación, de vida.
Para seguir por esa calle, los Abrasapuentes tendrían que trepar por la colina. Trote no dudó un momento.
Llegó recado de la retaguardia de la pequeña compañía. Habían entrado Tenescowri por la puerta y los perseguían como fantasmas silenciosos, sin perder el ritmo. Unos cuantos cientos de ellos, no más que eso. Mal armados. No había problema. Trote se limitó a encogerse de hombros al oír la noticia.
Subieron gateando por aquella rampa blanda y cargada de carne.
No mires abajo. No pienses en lo que estás pisando. Piensa solo en los defensores que tuvieron que seguir luchando. Piensa en un coraje casi inhumano, un valor que desafía los límites mortales. En estas Espadas Grises, estos cadáveres inmóviles, uniformados, en esas puertas, atestando las bocas de los callejones. Que siguieron luchando hasta el final, sin parar. Sin rendirse ante nada. Hechos pedazos allí mismo, sin moverse.
Esos soldados nos dan a todos una lección de humildad. Una lección… para los Abrasapuentes que me rodean. Esta compañía frágil, con el corazón desgarrado. Hemos entrado en una guerra en la que no hay lugar para la piedad.
La rampa había sido fabricada. Había intencionalidad en su creación. Era un acceso. ¿A qué? Terminaba en un montón revuelto algo más abajo del tejado de un bloque de pisos. Enfrente de ese edificio había habido otro idéntico, pero el fuego lo había reducido a un montón de escombros humeantes.
Trote se detuvo al borde mismo de la rampa. El resto siguió su ejemplo y se agachó, miró a su alrededor e intentó asimilar el significado de cuanto veían. El extremo irregular revelaba la verdad: no había estructura subyacente bajo aquella espeluznante construcción. Estaba hecha solo de cuerpos.
—Una rampa de asedio —dijo al fin Eje en voz baja, casi cohibida—. Querían llegar a alguien…
—A nosotros —dijo una voz baja y profunda sobre ellos.
Las ballestas se alzaron de repente.
Paran miró al tejado del bloque de pisos. Una docena de figuras se alineaban al borde. Un incendio lejano las iluminaba.
—Trajeron escaleras de mano —continuó la voz, en daru—. Los vencimos de todos modos.
Esos guerreros no eran Espadas Grises. Llevaban armadura, pero era una colección improvisada de prendas. Todos y cada uno, los rostros y la piel expuesta estaba embadurnada con vetas y pinchos. Como tigres humanos.
—Me gusta la pintura —exclamó Seto, también en daru—. Lo veo y me cago de miedo, eso seguro.
El portavoz, alto y fornido, con unos alfanjes blancos como huesos con púas negras en las manos envueltas en guanteletes, ladeó la cabeza.
—No es pintura, malazano.
Silencio.
Después, el hombre hizo un gesto con una de las hojas.
—Subid si queréis.
Aparecieron unas escaleras en el tejado y se deslizaron por el borde.
Trote dudó, pero Paran se acercó.
—Creo que deberíamos subir. Hay algo en esos hombres y sus seguidores…
El barghastiano lanzó un bufido.
—¿En serio? —Después les hizo un gesto a los Abrasapuentes para que treparan por las escaleras.
Paran observo el ascenso y decidió que él iría en último lugar. Vio que Rapiña se quedaba atrás.
—¿Algún problema, cabo?
La mujer hizo una mueca y se masajeó el brazo derecho.
—Te duele algo —dijo el capitán, se colocó a su lado y estudió su rostro crispado—. ¿Te han herido? Vamos a ver a Mazo.
—No puede ayudarme, capitán. No importa.
Sé exactamente cómo te sientes.
—Sube, entonces.
Como si se acercara a la horca, la cabo se dirigió a la escala más cercana.
Paran se giró y miró por la rampa. Unas figuras espectrales se movían en la penumbra, en la lejana base. Muy lejos del alcance de cualquier proyectil. Poco dispuestos, quizá, a trepar por la ladera. Al capitán no le sorprendía.
Después empezó a escalar luchando contra las punzadas.
El tejado plano del bloque tenía todo el aspecto de un pequeño poblado de chabolas. Lonas y tiendas de campaña, hogueras que ardían sobre escudos volcados. Paquetes de comida, barriles de agua y vino. Una hilera de figuras envueltas en mantas: los caídos, siete en total. Paran vio otros en algunas de las tiendas; heridos, casi con toda probabilidad.
Habían alzado un estandarte cerca de la trampilla que daba paso al tejado, la bandera amarilla no era más que la túnica de un niño manchada de algo oscuro.
Los guerreros permanecieron silenciosos y vigilantes mientras Trote enviaba pelotones a cada esquina del tejado, donde comprobaron lo que había tanto debajo como enfrente del edificio.
Su portavoz se volvió de repente, un movimiento fluido y aterradoramente elegante. Después miró a la cabo Rapiña.
—Tienes algo para mí —dijo con voz profunda.
La mujer abrió mucho los ojos.
—¿Qué?
El hombre envainó uno de los alfanjes y se acercó a ella.
Paran y los demás que tenía cerca observaron al hombre, que estiró la mano para coger el brazo derecho de Rapiña y sujetarle la manga de la cota de malla por el bíceps. Resonó un estrépito metálico apagado.
Rapiña contuvo un grito.
Después de un momento, dejó caer la espada, que rebotó en el tejado alquitranado y empezó a quitarse la sobrevesta de malla con movimientos rápidos y bruscos.
—¡Por la bendición de Beru! —le dijo con una oleada de alivio—. No sé quién eres, señor, por el Embozado, pero me están matando. Cada vez aprietan más. ¡Dioses, qué dolor! Dijo que nunca se saldrían. Dijo que los tendría que llevar para siempre. Hasta Ben el Rápido dijo lo mismo, no se puede hacer un trato con Treach. El Tigre del Verano está loco, perturbado…
—Muerto —interpuso el daru.
Con la sobrevesta a medio quitar, Rapiña se quedó inmóvil.
—¿Qué? —susurró—. ¿Muerto? ¿Treach está muerto?
—El Tigre del Verano ha ascendido, mujer. Treach, Trake, camina ahora con los dioses. Me quedaré yo con ellos, y gracias por entregármelos en mano.
La mujer sacó el brazo derecho de la manga de la cota de malla. Tres brazaletes de marfil le bajaron repiqueteando hasta la mano.
—¡Toma! ¡Sí, por favor! Es un placer…
—Que el Embozado se lleve esa lengua, Rapiña —le soltó Azogue—. ¡Nos estás avergonzando a todos! ¡Solo dale esos malditos trastos!
La cabo se quedó mirando a su alrededor.
—¡Mezcla! ¿Dónde te escondes, mujer, por el abismo?
—Aquí —murmuró una voz junto a Paran.
Sobresaltado, el capitán dio un paso atrás. ¡Maldita mujer!
—¡Ja! —se jactó Rapiña—. ¿Me oyes, Mezcla? ¡Ja!
Los pelotones se iban reuniendo poco a poco.
El daru se subió una manga andrajosa. El dibujo de rayas le cubría los músculos grandes y bien definidos del brazo. Se deslizó los tres brazaletes más arriba del codo. El marfil encajó con un chasquido. Un destello ámbar estalló en la oscuridad bajo el borde de su yelmo.
Paran estudió al hombre. Una bestia reside en su interior, un espíritu antiguo que ha vuelto a despertar.
El poder dibujó un torbellino alrededor del daru, pero el capitán presintió que nacía tanto de un aire natural de mando como del animal que se ocultaba en su interior, pues esa bestia prefería la soledad. Esa fuerza inmensa había quedado de algún modo subsumida por esa cualidad de liderazgo.
Juntos, una unión formidable. No cabe error posible, este es importante. Aquí está a punto de pasar algo y mi presencia no es ninguna casualidad.
—Soy el capitán Paran, de la hueste de Unbrazo.
—Te has tomado tu tiempo, ¿eh, malazano?
Paran parpadeó.
—Lo hicimos lo mejor que pudimos, señor. En cualquier caso, el alivio que tengáis esta noche y mañana será el que os den los clanes de las Caras Blancas.
—El padre de Hetan y Cafal, Humbrall Taur. Bien. Ya es hora de volver las tornas.
—¿Volver las tornas? —balbuceó Azogue—. ¡Pues no parece que necesitaras mucha ayuda para volver las tornas, hombre!
—Trote —exclamó Seto—. No me hace mucha gracia lo que estamos pisando. Hay grietas por todas partes. Todo este techo no es más que un montón de grietas.
—Lo mismo en las paredes —observó otro zapador—. Por todos lados.
—Este edificio está lleno de cuerpos —dijo un pequeño guerrero con armadura lestari que se encontraba junto al daru—. Se están hinchando, supongo.
Con los ojos todavía clavados en el gran daru, Paran le hizo una pregunta.
—¿Tienes nombre?
—Rezongo.
—¿Sois una especie de secta o algo así? ¿Guerreros de algún templo?
Rezongo lo miró despacio, su expresión permanecía casi oculta bajo la celada.
—No. No somos nada. Nadie. Esto es por una mujer y ahora se está muriendo…
—¿En qué tienda? —lo interrumpió Mazo con su voz aguda y aflautada.
—La senda Denul está envenenada…
—Lo sientes, ¿no, Rezongo? Qué curioso. —El sanador esperó y después volvió a preguntar—. ¿Qué tienda?
El compañero lestari de Rezongo la señaló.
—Allí. La atravesaron y es grave. Tiene sangre en los pulmones. Puede que ya esté… —Se quedó callado.
Paran siguió a Mazo hasta el destrozado refugio.
La mujer que yacía dentro estaba pálida, su joven rostro estaba demacrado y tenso. Una sangre espumosa le pintaba los labios.
Y aquí hay algo más.
El capitán observó al sanador arrodillarse junto a ella y estirar las manos.
—Espera —gruñó Paran—. La última vez estuvo a punto de matarte, maldita sea…
—No va a ser mi don, capitán. Con esta tengo a los espíritus barghastianos apiñándose a mi alrededor, señor. Otra vez. No sé por qué. Quizás alguien se haya tomado un interés personal. De todos modos, puede que ya sea demasiado tarde. Ya veremos… ¿de acuerdo?
Después de un momento, Paran asintió.
Mazo posó las manos sobre la mujer inconsciente y cerró los ojos. Transcurrieron una docena de latidos.
—Ay, ay —susurró al fin—. Hay varias capas. Carne herida… espíritu herido. Tendré que arreglar ambos. ¿Me… me vas a ayudar?
El capitán se dio cuenta que la pregunta no se la estaban haciendo a él, así que no respondió.
Mazo, con los ojos todavía cerrados, suspiró.
—¿Vas a sacrificar a tantos por esta mujer? —Hizo una pausa, todavía con los ojos cerrados, y después frunció el ceño—. No veo esas hebras de las que hablas. Ni en ella, ni en Rezongo, ni en el hombre que tengo a mi lado…
¿A tu lado? ¿Yo? Dioses, ¿por qué no me dejan en paz?
—… pero tendré que tomarte la palabra. ¿Empezamos?
Pasaron unos momentos, el sanador permanecía inmóvil sobre la mujer. Después, la mujer se agitó en el catre y gimió en voz baja.
Algo arrancó la tienda y las cuerdas se soltaron de repente. Paran levantó la cabeza de golpe, sorprendido. Y vio a Rezongo con el pecho palpitante, de pie sobre ellos.
—¿Qué? —jadeó el daru—. Qué… —Se tambaleó hacia atrás, solo un paso antes de que las manos firmes de Trote en sus hombros lo estabilizaran.
—No existe eso —gruñó el barghastiano— del demasiado tarde.
Azogue se acercó con una gran sonrisa.
—Hola, Capustan. Han llegado los Abrasapuentes.
Los sonidos de la batalla al norte y al este acompañaron el amanecer. Los clanes de las Caras Blancas al fin habían entrado en combate con el enemigo. Rapiña y los demás se enterarían más tarde de la repentina, sangrienta y encarnizada batalla que se dio en los desembarcaderos de la costa y en la orilla del río Catlin. Los clanes Barahn y Ahkrata habían chocado con regimientos recién llegados de betaklitas y caballería betrullid. El comandante de aquel lugar había decidido contraatacar en lugar de mantener unas posiciones defensivas mal preparadas y en poco tiempo eran los barghastianos los que tenían que atrincherarse, acosados por todas partes.
Los barahn habían sido los primeros en desmoronarse. Presenciar la consiguiente masacre de sus parientes había solidificado el empeño de los ahkrata, que resistieron hasta el mediodía, cuando Taur destacó a los gilk del ataque a la ciudad y envió a los guerreros con las armaduras de concha de tortuga en su ayuda. Los gilk, un clan de las llanuras adiestrados en guerras interminables contra enemigos montados, se enzarzaron con los betrullid y se convirtieron en la piedra angular de una ofensiva renovada por parte de los ahkrata, que hicieron pedazos a los betaklitas y se apoderaron de los pontones y las barcazas. Los últimos efectivos de la infantería media painita fueron empujados a los bajíos del río, donde las aguas se volvieron rojas. Varios elementos supervivientes de los betrullid se deshicieron de los gilk y se retiraron al norte por la costa, hasta los pantanos, un error fatal ya que los caballos se hundieron en el barro salado. Los gilk los persiguieron para reanudar un ataque sin cuartel que no cesaría hasta la caída de la noche. Los refuerzos del septarca Kulpath habían quedado aniquilados.
El empuje de Humbrall Taur al entrar en la ciudad había desencadenado una desbandada aterrada. Unidades de videntes del Dominio, urdomen, beklitas, scalandi y betaklitas quedaron atrapadas y separadas por las decenas de miles de Tenescowri que huían ante las espadas curvas y las lanzas de los barghastianos. Las avenidas principales se convirtieron en masas palpitantes de humanidad, un torbellino que se lanzaba hacia el oeste, que se precipitaba por las brechas abiertas en ese lado y salía a la llanura.
Taur no renunció a la fiera persecución de sus clanes y empujó a los painitas cada vez más hacia el oeste.
Agachada sobre el tejado, Rapiña contempló la aterrada chusma que corría entre gritos por las calles. Las tornas se habían vuelto en la rampa, se abrían surcos en ella y cada uno mostraba un estrecho barranco que serpenteaba entre paredes de carne fría. Cada sendero estaba atestado de figuras, algunas gateaban por encima, a veces a menos de una lanza de la posición de la malazana.
A pesar del horror que estaba presenciando en las calles, la mujer tenía la sensación de que le habían quitado un enorme peso de encima. Aquellos malditos brazaletes ya no le comprimían el brazo. Cuanto más se habían acercado a la ciudad, más ceñidos y calientes se habían ido haciendo, varias quemaduras seguían rodeándole la parte superior del brazo y un dolor profundo persistía en los huesos. Había muchas preguntas que rodeaban todo aquel asunto, pero ella todavía no estaba preparada para planteárselas.
A pocas calles de allí, al este, se oía el ya familiar sonido de la matanza, los discordantes cánticos de batalla de los barghastianos formaban un trasfondo bajo y profundo. Los painitas habían formado una especie de retaguardia, elementos sueltos de beklitas, urdomen y videntes del Dominio que habían cerrado filas en un esfuerzo por frenar el avance de las Caras Blancas. La retaguardia se estaba desintegrando a toda velocidad, abrumada por el número de enemigos.
No habría forma de dejar aquel tejado hasta que hubiera pasado la desbandada de los enemigos por mucho que Seto protestara por las grietas en los cimientos y demás. A Rapiña le parecía bien. Los Abrasapuentes estaban en la ciudad, se habían librado por un pelo fuera de las murallas y en la puerta norte pero, aparte de eso, las cosas habían ido bien, había sido más fácil de lo que ella se esperaba. Las municiones moranthianas tenían la costumbre de igualar las cosas, eso cuando no les daban la vuelta por completo.
Ni un solo choque de espadas todavía. Bien. Ya no somos tan duros como antes, a pesar de todas las bravatas de Azogue.
Se preguntó si Dujek y Brood estarían muy lejos. El capitán Paran había enviado a Torzal a ponerse en contacto con ellos en cuanto quedó claro que Humbrall Taur había unificado sus tribus y estaba listo para anunciar la orden de marchar al sur, a Capustan. Con Ben el Rápido fuera de juego y Eje demasiado asustado como para poner a prueba sus sendas, no había modo de saber si el moranthiano negro lo había conseguido.
Quién sabe lo que les habrá ocurrido. Hay relatos entre los barghastianos de reptiles demoníacos no muertos que recorren las llanuras… y esas sendas viciadas… ¿quién dice que el veneno no es el camino de algún ser cruel? Eje dice que las sendas están enfermas. ¿Y si las acaba de tomar algo o alguien? Podría ser que las estuvieran usando ahora mismo. Alguien podría haber pasado y haberlos golpeado con fuerza. Podría haber treinta mil cadáveres pudriéndose en la llanura ahora mismo. Podríamos ser todo lo que queda de la hueste de Unbrazo.
A los barghastianos no parecía interesarles mucho comprometerse con la guerra más allá de la liberación de Capustan. Querían los huesos de sus dioses. Estaban a punto de conseguirlos y una vez conseguidos, seguramente volverían a casa.
Y si entonces nos quedamos solos… ¿qué decidirá Paran? Este maldito noble tiene un aspecto cadavérico. Ese hombre está enfermo. Sus pensamientos cabalgan sobre clavos de dolor y eso no es bueno. No, señor, nada bueno.
Unas botas crujieron a su lado cuando alguien se acercó al borde del tejado. Rapiña levantó la mirada y vio a la mujer pelirroja que Mazo había arrancado casi de las garras de la muerte. La joven llevaba en la mano derecha un estoque partido, solo le quedaba un tercio de la hoja. Tenía la armadura de cuero hecha jirones y sangre antigua le manchaba un sinfín de desgarros. Había cierta fragilidad en su expresión, así como algo parecido al… asombro.
Rapiña se irguió. Los gritos de la calle eran ensordecedores. Se acercó un poco más antes de hablar.
—Ya no falta mucho. La vanguardia de los barghastianos se ve desde aquí. —Y señaló.
La mujer asintió.
—Me llamo Piedra Menackis —dijo.
—Cabo Rapiña.
—He estado hablando con Mezcla.
—Qué sorpresa. No es muy charlatana.
—Me estuvo hablando de los brazaletes.
—¿No me digas? Ah.
Piedra se encogió de hombros y dudó un momento.
—¿Has… le has jurado lealtad a Trake o algo así? —preguntó—. Muchos soldados lo hacen, según tengo entendido. El Tigre del Verano, el señor de la Batalla…
—No —gruñó Rapiña—. Nada de eso. Solo pensé que eran amuletos… esos brazaletes.
—Así que no sabías que te habían elegido para entregarlos. A… a Rezongo…
La cabo miró a la otra mujer.
—Eso fue lo que te confundió, ¿no? Tu amigo Rezongo. Jamás hubieras supuesto que es lo que… en lo que sea que se ha convertido.
Piedra hizo una mueca.
—Cualquiera menos él, a decir verdad. Ese hombre es un cabrón y un cínico con tendencia a emborracharse. Oh, es listo para ser hombre. Pero ahora, cuando lo miro…
—No reconoces lo que ves.
—No son solo esas marcas tan raras. Son los ojos. Ahora son los ojos de un gato, los de un puñetero tigre. Igual de fríos, igual de inhumanos.
—Dice que luchaba por ti, muchacha.
—Querrás decir que yo era su excusa.
—No puedo decir que haya mucha diferencia, la verdad.
—Pero la hay, cabo.
—Si tú lo dices. En cualquier caso, la verdad la tienes delante de ti. En esta maldita cripta de edificio. Que el Embozado nos lleve a todos, está ahí, en los seguidores de Rezongo, él no es el único pintarrajeado, ¿verdad? Ese hombre se interpuso entre los painitas y tú, y con la fuerza suficiente como para arrastrar a todos los demás. ¿Fue cosa de Treach? Supongo, y supongo que yo también tomé parte en ello, al aparecer, con los brazaletes en el brazo. Pero ahora me he deshecho de esos horribles trastos y por mí vale. —Y no pienso pensar más en ello.
Piedra negaba con la cabeza.
—No pienso arrodillarme ante Trake. Por el abismo, resulta que ya me he visto ante el altar de otro dios, ya he hecho mi elección y no es Trake.
—Ya. Quizás, entonces, tu dios encontró útil todo ese asunto con Rezongo. Los humanos no son los únicos que tejen y juegan con telarañas, ¿no? No somos los únicos que caminamos juntos o incluso trabajamos juntos para lograr un beneficio mutuo, y sin explicar ni un penoso detalle al resto. No te envidio. Es una atención mortal cuando quien te la presta es un dios. Pero ocurre… —Rapiña se quedó callada.
Caminar juntos. Entrecerró los ojos. Y mantenernos al resto en la oscuridad. Se giró en redondo y examinó el grupo que rodeaba las tiendas hasta que vio a Paran. La cabo alzó la voz.
—¡Eh, capitán!
Este alzó la cabeza.
¿Y qué hay de ti, capitán? ¿Guardas quizás algún secreto? Hablando de corazonadas…
—¿Se sabe algo de Zorraplateada? —preguntó.
Los abrasapuentes más cercanos clavaron los ojos en el noble que era su oficial. Paran se encogió como si hubiera recibido un golpe. Se llevó una mano al estómago cuando un espasmo de dolor se apoderó de él. Apretó las mandíbulas y se las arregló para levantar la cabeza y mirar a Rapiña a los ojos.
—Está viva —dijo entre dientes.
Eso pensaba. Lo has tenido demasiado fácil, capitán. Es decir, que nos has estado ocultando cosas. Una mala decisión. La última vez que no nos lo contaron todo a los Abrasapuentes, la oscuridad estuvo a punto de tragarnos a todos, maldita sea.
—¿Se encuentra muy cerca? ¿A qué distancia, capitán?
La mujer notaba el efecto que producían sus palabras, pero una parte de ella estaba enfadada, lo suficiente como para no ablandarse. Los oficiales siempre daban largas. Era lo que los Abrasapuentes habían aprendido a despreciar cuando se trataba de sus comandantes. La ignorancia resultaba letal.
Paran se obligó a erguirse poco a poco. Respiró hondo y después tomó aliento otra vez, al mismo tiempo que contenía de forma visible el dolor.
—Humbrall Taur está empujando a los painitas hacia ellos, se los va a poner en las manos, cabo. Dujek y Brood están a unas tres leguas de distancia…
—¿Y saben lo que se les viene encima? —preguntó Azogue entre balbuceos.
—Sí, sargento.
—¿Cómo?
Buena pregunta. ¿Hasta qué punto es estrecho el contacto que mantienes con Velajada renacida? ¿Y por qué no nos lo has dicho? Somos tus soldados. Se espera que luchemos por ti. Así que es una buena pregunta, maldita sea.
Paran miró a Azogue con el ceño fruncido, pero no contestó. El sargento no iba a dejar el tema una vez que se lo había quitado a Rapiña de las manos y estaba hablando por todos los Abrasapuentes.
—Así que casi nos arrancan la cabeza los puñeteros Caras Blancas, casi nos asan vivos los puñeteros Tenescowri y nosotros pensando que quizás estuviéramos solos. Totalmente solos. Sin saber si la alianza había resistido o si Dujek y Brood se habían hecho pedazos entre sí y al oeste no quedaban más que huesos medio podridos. Y sin embargo, tú lo sabías. Así que si estuvieras muerto… ahora mismo, señor…
No sabríamos nada, ni un maldito detalle.
—Si estuviera muerto, no estaríamos manteniendo esta conversación —respondió Paran—. ¿Así que, por qué no nos limitamos a fingir, sargento?
—Quizá no finjamos —gruñó Azogue al tiempo que echaba mano a la espada.
No muy lejos, donde se había agachado un rato atrás cerca del borde del tejado, Rezongo se giró poco a poco y después se levantó.
Oye, espera un minuto.
—¡Sargento! —le soltó Rapiña—. ¿Te crees que Velajada te va a soltar una sonrisita la próxima vez que te vea si sigues adelante y haces lo que estás pensando?
—Silencio, cabo —le ordenó Paran con los ojos puestos en Azogue—. Vamos a terminar de una vez. Está bien, te lo pondré incluso más fácil. —El capitán le dio la espalda al sargento y esperó.
Se encuentra tan enfermo que quiere ponerle fin. Mierda. Y lo que es peor… todo esto con público delante.
—Ni se te ocurra, Azogue —le advirtió Mazo—. Nada de esto es lo que parece…
Rapiña se volvió hacia el sanador.
—¡Bueno, ahora sí que estamos llegando a algo! Estuviste dándole mucho al palique con Whiskeyjack antes de irnos, Mazo. Ben el Rápido y tú. ¡Suéltalo ya! Tenemos a un capitán con unos dolores tan fuertes que quiere que lo matemos, pero nadie nos cuenta nada, coño. En el nombre del Embozado, ¿qué diablos está pasando?
El sanador hizo una mueca.
—Sí, Zorraplateada está intentando comunicarse con el capitán, pero él ha estado apartándola, así que no se puede decir que el intercambio de información haya sido muy fluido. El capitán sabe que está viva, como dice, y supongo que tiene cierta idea de a qué distancia está, pero no va más allá de eso. Maldita sea, Rapiña. ¿Crees que a ti y al resto de los Abrasapuentes nos han distinguido con el honor de otra traición más solo porque Paran no habla contigo? ¡Pero si no habla con nadie! Y si tú tuvieras tantos agujeros quemándote las tripas como él, ¡tú tampoco abrirías la puñetera boca! ¡Y ahora todos vosotros, se acabó el tema! ¡Mirad en vuestro interior y si es vergüenza lo que veis, lo tenéis bien merecido, malditos seáis!
Rapiña clavó la mirada en la espalda del capitán. El tipo no se había movido. No quería mirar a su compañía. No podía, no en ese momento. Mazo tenía talento para darle la vuelta a las cosas. Paran era un hombre enfermo, y los enfermos no piensan con claridad. Dioses, yo tenía unos brazaletes apresándome el brazo y estaba perdiendo los papeles a toda velocidad. Ah, me parece que acabo de pisar un montón de mierda. Y además, hubiera jurado que era otro el que tenía la culpa. Supongo que las quemaduras de Pale están muy lejos de haberse curado. Maldita sea. Que el tacón del Embozado me pise el alma podrida, por favor. Que la pise y la retuerza.
Paran apenas oyó los gritos que se intercambiaban tras él. Se sentía asaltado por la presión de la presencia de Zorraplateada que llevaba a un deseo oscuro de que esa misma presencia lo aplastara y le quitara la vida, si tal cosa era posible, antes que ceder un milímetro de terreno.
Una espada entre los omóplatos, sin dioses que intervengan esta vez. O un chorro final y torrencial de sangre en el estómago cuando sus paredes al fin cedieran, una opción dolorosa, pero no por ello menos definitiva. O un salto hacia la chusma de las calles para que lo destrozaran y lo pisotearan. Una futilidad que hablaba de libertad entre susurros.
Zorraplateada estaba muy cerca, como si extendiera un puente de huesos entre ella y el lugar donde se encontraba él. No, no era ella. Su poder, que era mucho más que solo Velajada. Hacía que el incesante deseo de ese poder de atravesar las defensas de Paran tuviera un propósito mucho más letal que el simple afecto de un amante; mucho más, incluso que el que engendraría una necesidad táctica. A menos que Dujek, Brood y sus ejércitos estén sufriendo un asalto… y no es el caso. Dioses, no sé cómo lo sé pero lo sé. Con toda certeza. Esta… esta no es Velajada. Es Escalofrío. Bellurdan. Uno o los dos. ¿Qué es lo que quieren?
De repente lo sacudió una imagen que provocó un chasquido casi audible en su mente. Se alejaba. Rumbo a algo. Losas secas en el interior de una caverna oscura, las líneas profundamente talladas de una carta de la baraja, grabada en la piedra, la imagen parecía retorcerse como si estuviera viva.
Obelisco. Uno de los Neutrales, un monolito inclinado… ahora de piedra verde. Jade. Alzándose sobre las olas agitadas por el viento, no, dunas de arena. Figuras a la sombra del monolito. Tres, tres en total. Deshechas, rotas, moribundas.
Y luego, más allá de la extraña escena, el cielo se desgarró.
Y la pezuña peluda de un dios pisó suelo mortal.
Terror.
Arrastrado por una fuerza salvaje al mundo… oh, no lo elegiste tú, ¿verdad? Alguien te empujó y ahora…
Fener ya se podía dar por muerto. Un dios atrapado en el reino mortal era como una jovencita sobre un altar. Lo único que hacía falta era un cuchillo y una mano decidida.
Ya se podía dar por muerto.
Aquella certeza oscura floreció como la belladona en su mente. Pero él no quería tomar parte. Se le estaba exigiendo que adoptara decisiones, se lo exigían fuerzas más antiguas de lo que nadie podía imaginar. La baraja de los Dragones… dioses ancestrales jugaban con ella… y ahora intentaban jugar con él.
¿Y ese va a ser el papel del señor de la Baraja, si eso es en lo que me he convertido? ¿El dueño de un conocimiento fatal y ahora un maldito árbitro, por el Embozado? Así que eso es lo que queréis que haga. Un dios cae, ¿pon a otro en su lugar? ¿Mortales que han jurado lealtad a uno y luego se la han de jurar a otro? Por el abismo, ¿es que van a empujarnos, a lanzarnos, como si fuéramos tabas en un tablero?
La rabia y la indignación se avivaron al rojo vivo en la mente de Paran y borraron el dolor. Sintió que mentalmente giraba en redondo para enfrentarse a aquella presencia extraña e incesante que lo había perseguido de tal manera. Sintió que se abría como una explosión.
De acuerdo, querías mi atención. Pues ya la tienes. Escucha y escucha con sumo cuidado, Escalofrío o quien seas o lo que seas en realidad. Quizá haya habido señores de la baraja en el pasado, hace mucho tiempo, a los que podías coger y dejar para que hicieran tu voluntad. El Embozado sabrá, quizá seas tú (tú y tus amigos ancestrales) los que me elegisteis esta vez. Pero si es así, oh, habéis cometido un error. Un gran error.
Ya fui una vez la marioneta de un dios. Pero corté esos hilos y si quieres detalles, vete a preguntarle a Oponn. Entré en una maldita espada para hacerlo y te juro que lo haré otra vez, y con mucha menos piedad en el corazón, si huelo siquiera un indicio de manipulación por tu parte.
Presintió un regocijo frío a modo de respuesta y la sangre bestial que corría por las venas de Paran respondió. Se le puso el vello de punta y enseñó los dientes. De su garganta brotó un gruñido profundo y letal.
Una alarma repentina.
Sí, ahí tienes la verdad. No me vas a acorralar, Escalofrío. Y te lo digo ahora, y harás bien en prestar atención a mis palabras. Voy a dar un paso al frente. A interponerme entre tú y cada mortal que sea como yo. No sé lo que tuvo que perder ese hombre, Rezongo, para llegar adonde lo querías, pero percibo las heridas que hay en él, que el abismo te lleve, ¿es que el dolor es el único medio que tienes para hacernos lograr lo que tú quieres? Eso parece. Pues has de saber una cosa: hasta que puedas encontrar otro medio, hasta que puedas mostrarme otra forma, algo que no sea dolor y angustia, lucharé contra ti.
Tenemos nuestras vidas. Todos nosotros, y no son para que tú juegues con ellas. Ni con la vida de Rapiña, ni con la de Rezongo ni con la de Piedra.
Tú has abierto este camino, Escalofrío, al ponernos en contacto. Muy bien. De acuerdo. Dame motivos y me echaré encima. Cabalgaré sobre la sangre de un mastín de Sombra, además, creo que si quisiera podría llamar a los otros también. A todos.
Porque ahora entiendo algo. Me he dado cuenta de una cosa que sé que es verdad. En la espada Dragnipur… dos mastines de Sombra regresaron a la senda de la Oscuridad. Regresaron, Escalofrío. ¿Entiendes a qué me refiero? Se iban a casa.
Y puedo llamarlos para que vuelvan, seguro. Dos almas de la Oscuridad indomable. Almas agradecidas, engendros adorados de la destrucción…
Llegó entonces una respuesta, la voz de una mujer que Paran no conocía.
—No tienes ni idea de con qué me amenazas, mortal. La espada de mi hermano oculta muchos más secretos de los que puedas imaginar.
Paran sonrió. Algo peor que eso, Escalofrío. La mano que empuña ahora Dragnipur pertenece a la Oscuridad. Anomander Rake, el hijo de la madre. El sendero nunca ha sido tan recto, tan directo ni tan corto, ¿verdad? Si le dijera lo que ha ocurrido dentro de su propia arma…
—Si Rake se enterase de que encontraste un modo de entrar en Dragnipur y que liberaste a los dos mastines que él había asesinado… te mataría, mortal.
Es posible. Ya ha tenido unas cuantas oportunidades de hacerlo y también buenas razones. Pero se ha contenido. No creo que entiendas al señor de Engendro de Luna tan bien como crees. No hay nada predecible en Anomander Rake, quizás eso sea lo que te asusta.
—No continúes por ese camino.
Haré lo que tenga que hacer, Escalofrío, para cortarte los hilos. A tus ojos, los mortales somos débiles. Y utilizas nuestra debilidad para justificar la manipulación.
—La lucha a la que nos enfrentamos es mucho más inmensa, mucho más letal, de lo que crees.
Explícalo. Explícalo todo. Muéstrame esa inmensa amenaza tuya.
—Si hemos de preservar tu cordura, no debemos hacerlo, Ganoes Paran.
Zorra condescendiente.
El capitán percibió la cólera de la mujer al oír eso.
—Dices que el único modo de utilizaros es infligiéndoos dolor. A eso no tenemos más que una respuesta: las apariencias engañan.
¿Mantenernos en la ignorancia es lo que entendéis por piedad?
—Expresado de forma demasiado franca pero, en esencia, estás en lo cierto, Ganoes Paran.
A un señor de la Baraja no se le puede mantener en la ignorancia, Escalofrío. Si he de aceptar este papel y sus responsabilidades, sean las que sean y bien sabe el Embozado que no las conozco todavía, pero si voy a hacerlo, entonces necesito saber. Saberlo todo.
—En su momento…
Paran esbozó una sonrisa de desdén.
—En su momento, he dicho. Concédenos este pequeño favor, mortal. La lucha que tenemos ante nosotros no es muy diferente de una campaña militar, enfrentamientos graduales, conflictos localizados. Pero el campo de batalla es nada menos que la existencia en sí. Las pequeñas victorias son cada una, en sí misma, una contribución vital a la guerra pandémica que hemos decidido emprender…
¿A quién te refieres con ese plural?
—A los dioses ancestrales supervivientes… y a otros con algo menos de conciencia de su papel.
¿K’rul? ¿El responsable del renacimiento de Velajada?
—Sí. Mi hermano.
Tu hermano. Pero no el hermano que forjó Dragnipur.
—No. En este momento, Draconus no puede hacer otra cosa, solo actuar de forma indirecta, ya que está encadenado dentro de la misma espada que creó. Asesinado por su propio filo, a manos de Anomander Rake.
Paran sintió el acero frío de la sospecha deslizándose por su interior. De forma indirecta, has dicho.
—Un momento de oportunidad, Ganoes Paran. Inesperado. La llegada de un alma al interior de Dragnipur, un alma que no estaba encadenada. El intercambio de unas cuantas palabras que significaron mucho más de lo que jamás llegaste a comprender. Así como la brecha que se abrió en la senda de la Oscuridad, la barrera de almas rota durante un brevísimo espacio de tiempo. Pero fue suficiente…
Espera. Paran necesitaba el silencio para pensar, para pensar rápido y pensarlo bien. Cuando se había encontrado en el interior de Dragnipur, caminando junto a las almas encadenadas que arrastraban su inimaginable carga, era cierto que había hablado con uno de aquellos prisioneros. Por el abismo del inframundo, era Draconus. Pero no recordaba nada de las palabras que se habían intercambiado.
Las cadenas llevaban a la senda de la Oscuridad, el nudo bajo la carreta que gemía. Así pues, la Oscuridad retenía esas almas, todas y cada una, y las retenía sin soltarlas jamás.
Tengo que volver, al interior de la espada. Necesito preguntar…
—Jen’isand Rul. Sí, Draconus, aquel con el que hablaste dentro de Dragnipur, mi otro hermano, te utilizó, Ganoes Paran. ¿Te parece brutal esa verdad? ¿Está por encima de tu entendimiento? Al igual que otros dentro de la espada, mi hermano se enfrenta… a la eternidad. Intentó ser más listo que una maldición, pero nunca se imaginó que hacerlo le fuera a llevar tanto tiempo. Ha cambiado, mortal. Su legendaria crueldad ha sido… despuntada. Su sabiduría, adquirida y multiplicada por mil. Más. Lo necesitamos.
Queréis que libere a Draconus de la espada de Rake.
—Sí.
Para luego hacer que vaya tras el propio Rake y reclame el arma que forjó. Escalofrío, preferiría que fuera Rake antes que Draconus…
—No habrá tal batalla, Ganoes Paran.
¿Por qué no?
—Para liberar a Draconus, hay que romper en mil pedazos la espada.
El acero frío que sentía entre las costillas se retorció. Y eso liberaría… a todos los demás. Todo lo demás. Lo siento, mujer, no pienso hacerlo…
—Si hay algún modo de evitar la lamentable liberación de espíritus locos y malignos (cuyo número supera en verdad el de una legión y es demasiado aterrador para planteárselo siquiera), ese modo lo conocerá solo un hombre.
El propio Draconus.
—Sí. Piensa en ello, Ganoes Paran. No te precipites, todavía hay tiempo.
Me alegra oír eso.
—No somos tan crueles como crees.
¿La venganza no ha ennegrecido tu corazón, Escalofrío? Disculpa mi escepticismo.
—Oh, busco venganza, mortal, pero no contra los jugadores menores que llevaron a cabo mi traición, pues esa traición estaba prevista. Una antigua maldición. El que pronunció esa maldición es el único foco de mi deseo de venganza.
Me sorprende que siga por ahí.
Había una sonrisa fría en las palabras de la mujer.
—Tal fue la maldición que le echamos a él.
Estoy empezando a pensar que os merecéis el uno al otro.
Hubo una pausa antes de que la mujer volviera a hablar.
—Quizás así sea, Ganoes Paran.
¿Qué has hecho con Velajada?
—Nada. En estos momentos reclaman su atención otros asuntos.
Así que solo me estaba haciendo ilusiones. Maldita sea, Paran, sigues siendo un necio.
—No le haremos daño, mortal. Aunque pudiéramos, que no podemos. Hay honor en su interior. E integridad. Cualidades muy escasas en alguien tan poderoso. Así pues, tenemos fe…
Una mano enguantada en su hombro despertó a Paran con un sobresalto. Parpadeó y miró a su alrededor. El tejado. He vuelto.
—¿Capitán?
Se encontró con la mirada preocupada de Mazo.
—¿Qué?
—Lo siento, señor, parecía que te habíamos perdido ahí… por un momento.
Paran hizo una mueca, quería negárselo a la cara, pero no fue capaz.
—¿Cuánto tiempo?
—Una docena de latidos, señor.
—¿Eso es todo? Bien. Tenemos que movernos. Debemos ir al salón del vasallaje.
—¿Señor?
Ahora estoy entre ellos y nosotros, Mazo. Pero hay más «nosotros» de los que crees. Maldita sea, ojalá pudiera explicarlo. Sin parecer un cabrón arrogante. Sin responder a la pregunta del sanador, Paran se dio la vuelta y buscó a Trote.
—Caudillo. El salón del vasallaje nos llama.
—Sí, capitán.
Los abrasapuentes, todos y cada uno, evitaban su mirada. Paran se preguntó por qué. Se preguntó qué era lo que se había perdido. Se encogió de hombros mentalmente y se acercó a Rezongo.
—Te vienes con nosotros —le dijo.
—Lo sé.
Sí, tenías que saberlo. Muy bien, vamos a acabar con esto de una vez.
La torre del palacio se alzaba como una lanza envuelta en estandartes de humo fantasmal. La piedra oscura e incolora apagaba la luz del sol que la bañaba. Trescientos treinta y nueve escalones serpenteantes llevaban al interior de la torre y salían a una plataforma abierta con un tejado puntiagudo de azulejos de cobre que no mostraban ninguna señal de verdete. El viento aullaba entre las columnas que sujetaban el tejado y la plataforma de piedra lisa, pero la torre no se mecía.
Itkovian se encontraba mirando al este y el viento le azotaba la cara. Sentía el cuerpo exangüe, extrañamente acalorado bajo la armadura hecha jirones. Sabía que el agotamiento se estaba cobrando al fin su precio. Un ser de carne y hueso tenía sus límites. La defensa del príncipe muerto en su gran salón había sido brutal y sin artificios. Los pasillos y las entradas se habían convertido en mataderos. El hedor de la matanza permanecía como una nueva capa bajo su piel, ni siquiera el viento podía llevárselo.
Las batallas en la costa y los desembarcaderos estaban llegando a un lúgubre fin, como le había informado un único explorador superviviente. Habían destruido a los betrullid, que huían al norte por la costa, donde el yunque del escudo sabía de sobra que sus caballos terminarían enfangados en las ciénagas de sal. Los barghastianos que los perseguían acabarían con ellos en poco tiempo.
Los campamentos de los sitiadores habían quedado destrozados, como si los hubiera atravesado un tornado. Unos cuantos cientos de barghastianos (ancianos y niños) vagaban entre la carnicería, recogiendo los despojos entre los gritos de las gaviotas.
El reducto de la Guardia Oriental, convertido en un montón de escombros, apenas se alzaba sobre la alfombra de cuerpos. El humo flotaba sobre él como sobre una pira moribunda.
Itkovian había visto a los clanes barghastianos abrirse camino por la ciudad, había visto la retirada painita transformarse en una desbandada por las calles. La lucha había barrido las calles que rodeaban el palacio. Un oficial vidente del Dominio se las había arreglado para reunir una retaguardia en la explanada de Jelarkan y esa batalla continuaba bramando. Pero para los painitas el combate era ya de retirada. Estaban ganando tiempo para el éxodo a través de lo que quedaba de las puertas sur y oeste.
Unos cuantos exploradores Caras Blancas se habían aventurado en los terrenos del palacio y se habían acercado lo suficiente para discernir que permanecían allí varios defensores, pero no se había establecido ningún contacto oficial.
La recluta Velbara permanecía junto a Itkovian, pero ya no era una recluta. Su adiestramiento con las armas había sido desesperado y no le había pasado desapercibida la lección más importante, la de continuar con vida, que fue la fuerza que guio cada habilidad que adquirió después en el calor de la batalla. Como el resto de las recién llegadas capan a la compañía (que en esos instantes componían la mayor parte de los supervivientes bajo el mando del yunque del escudo) se había ganado un lugar como soldado de las Espadas Grises.
Itkovian rompió el largo silencio.
—Entregamos ya el gran salón.
—Sí, señor.
—El honor del príncipe ha sido restituido. Debemos partir ya, tenemos asuntos inacabados en el salón del vasallaje.
—¿Podremos llegar siquiera a él, señor? Tendremos que encontrar a un caudillo barghastiano.
—No nos confundirán con el enemigo, señora. Suficientes de nuestros hermanos y hermanas yacen muertos en la ciudad como para que nuestros colores se conozcan a la perfección. Además, dado que la persecución, aparte de la explanada, ha empujado a los painitas al oeste, a la llanura, es probable que no encontremos obstáculos en nuestro camino.
—Sí, señor.
Itkovian clavó los ojos por última vez en el reducto destruido del campo de la muerte del este. Dos soldados gidrath del gran salón que tenía debajo procedían de esa defensa empecinada pero noble, y uno de ellos sufría heridas recientes que probablemente resultaran fatales. El otro, un toro de hombre que se había arrodillado delante de Rath’Embozado, parecía no ser capaz ya de conciliar el sueño. En los cuatro días y noches transcurridos desde que habían vuelto a tomar el gran salón, no había hecho más que pasearse durante los períodos de descanso, sin ser consciente de su entorno. Se paseaba, murmuraba por lo bajo, en sus ojos una intensidad oscura y febril. Él y su compañero moribundo eran, sospechaba Itkovian, los últimos gidrath todavía vivos fuera del salón del vasallaje en sí.
Un gidrath que ha jurado lealtad al Embozado y que, sin embargo, sigue mis órdenes sin dudar. Simple conveniencia, se podría concluir. Prescindimos de la rivalidad en circunstancias extremas. Con todo… desconfío de mis propias explicaciones.
A pesar de su agotamiento, el yunque del escudo había presentido una perturbación creciente. Había ocurrido algo. En alguna parte. Y como si ese algo respondiera, había sentido que lo abandonaba toda su sangre, que se vaciaban sus venas y su corazón se quedaba hueco y se desvanecía a través de una herida que todavía tenía que encontrar. Una herida que lo dejaba con una sensación de algo… inacabado.
Como si hubiera renunciado a mi fe. Pero no lo he hecho. «El vacío de la fe perdida se llena de tu hinchado yo». Palabras de un destriant muerto mucho tiempo atrás. Uno no renuncia a nada, solo lo sustituye. Sustituye la fe por las dudas, el escepticismo por el rechazo. Yo no he renunciado a nada. No tengo una horda de palabras apiñándose contra mis defensas internas. Es cierto, me he reducido al silencio. Estoy vacío… como si aguardara una renovación…
Se libró del ensimismamiento con una sacudida.
—Este viento grita con demasiada fuerza en mis oídos —dijo con los ojos todavía puestos en el reducto de la Guardia Oriental.
—Ven, señor, vamos abajo.
Ciento doce soldados permanecían en condiciones de luchar, aunque ninguno se había librado de alguna herida. Diecisiete espadas grises yacían muertos o moribundos junto a una pared. El aire hedía a sudor, orina y carne podrida. Las entradas del gran salón estaban enmarcadas por sangre ennegrecida arrancada de las baldosas para que nadie resbalara. El arquitecto, desaparecido hacía mucho, que había dado forma a aquella cámara, se habría quedado horrorizado al ver en lo que se había convertido. Su noble belleza albergaba en esos momentos una escena más propia de una pesadilla.
Sobre el trono, con la piel cosida de nuevo de mala manera a la forma medio devorada de su cuerpo, se encontraba el príncipe Jelarkan, sin ojos, con los dientes expuestos en una sonrisa que se iba haciendo más pronunciada a medida que los labios perdían su humedad y se iban encogiendo. La sonrisa ensanchada de la muerte, un horror tan poético como preciso. Digno de dar audiencia en lo que se había convertido el gran salón. Un joven príncipe que había amado a su pueblo y había compartido el mismo destino.
Era hora de irse.
Itkovian se encontraba cerca de la puerta principal, estudiando lo que quedaba de sus Espadas Grises. Estos lo miraban a su vez, inmóviles, con expresiones pétreas. A la izquierda, dos reclutas capan sujetaban las riendas de los dos caballos de batalla que quedaban. El único gidrath que había (su compañero había muerto momentos antes) se paseaba, con la cabeza gacha y los hombros encorvados, de un lado a otro de la pared por detrás de los mercenarios formados. En cada mano sostenía una baqueteada espada larga; la de la izquierda, doblada por un golpe salvaje que le había asestado a una columna de mármol dos noches atrás.
El yunque del escudo se planteó dirigirse a sus soldados, aunque solo fuera en aras del decoro, pero en ese instante, mientras examinaba sus rostros, se dio cuenta de que ya no le quedaban palabras, ninguna que vistiera los vínculos que los unían, ninguna palabra capaz de rivalizar con aquel orgullo extraño y frío que sentían en ese momento. Al fin sacó la espada, probó las cinchas que le sujetaban el brazo del escudo y después se dirigió a la entrada principal.
Habían apartado los cadáveres del pasillo y habían creado una avenida entre los cuerpos apilados hasta las puertas exteriores.
Itkovian bajó por aquel espeluznante pasillo y atravesó las puertas inclinadas y abolladas para salir al sol.
Tras sus muchos asaltos, los painitas habían apartado a sus camaradas caídos de los amplios y poco profundos escalones del acceso y habían utilizado el patio para apilar los cuerpos al azar, incluyendo a los que seguían con vida, que después expiraron a causa de sus heridas o de asfixia.
Itkovian hizo una pausa en la cima de las escaleras. Los sonidos de los combates persistían en la dirección de la explanada de Jelarkan, pero eso era todo lo que oía. El silencio envolvía la escena que tenía delante, un silencio discordante en lo que había sido el animado patio de un palacio, en lo que había sido una ciudad próspera, tan discordante que Itkovian se sintió profundamente afectado por primera vez desde que comenzara el asedio.
Querido Fener, ¿qué victoria hay aquí?
Bajó los escalones, la piedra estaba blanda y gomosa bajo sus botas. Su compañía lo siguió sin una sola palabra.
Atravesaron sin prisas la verja destrozada y empezaron a abrirse camino entre los cadáveres de la rampa y luego por la calle posterior. Sin obstáculos que pusieran los vivos, resultaría ser de todos modos un largo trayecto. Y tampoco sería un trayecto carente de batallas. Los atacaba lo que veían sus ojos, lo que olían sus narices y lo que podían sentir bajo los pies.
Una batalla que hacía inútiles armas y escudos, que hacía fútiles las cuchilladas de la espada. Un alma endurecida, carente de cualquier jirón de humanidad, era la única defensa y para Itkovian ese precio era demasiado elevado. Soy el yunque del escudo. Me rindo a lo que se encuentra ante mí. Más denso que el humo, el dolor desatado y ahora perdido que se agita en el aire sin vida. Han asesinado a toda una ciudad. Hasta los supervivientes que se apiñan en los túneles subterráneos, que Fener me lleve, pero mejor sería que no salieran nunca… para ver esto.
La ruta los llevó entre los cementerios. Itkovian estudió el lugar donde sus soldados y él habían presentado batalla. No parecía muy diferente de ningún otro lugar que examinaran sus ojos. Los muertos yacían amontonados. Como Brukhalian había prometido, no habían abandonado ni un solo adoquín sin luchar. Aquella pequeña ciudad había hecho todo lo que había podido. La victoria painita quizá hubiera sido inevitable pero, no obstante, existían umbrales que iban transformando un impulso inexorable en una maldición.
Y después los clanes Caras Blancas de los barghastianos habían anunciado su propia inevitabilidad. Lo que los painitias habían infligido lo habían sufrido ellos a su vez. Nos empujan a todos y cada uno a un mundo de locura, pero ahora recae sobre cada uno de nosotros la tarea de regresar del abismo, de arrastrarnos y liberarnos de esa espiral que nos empuja al fondo. Con el horror se debe elaborar dolor y con ese dolor, compasión.
Cuando la compañía entró en una avenida obstruida al borde del Distrito Daru, una veintena de barghastianos salieron de la boca de un callejón que tenían justo delante. Con espadas curvas ensangrentadas en las manos y las caras pintadas de blanco y manchadas de rojo. El que iba en cabeza le sonrió al yunque del escudo.
—¡Defensores! —ladró en un capan de acento duro—. ¿Qué os parece este don de la liberación?
Itkovian hizo caso omiso de la pregunta.
—Tenéis familiares en el salón del vasallaje, señor. Aunque ya veo que el fulgor protector se desvanece.
—Veremos los huesos de nuestros dioses, sí —dijo el guerrero con un asentimiento. Sus ojos pequeños y oscuros examinaron a las Espadas Grises—. Encabezas una tribu de mujeres.
—Mujeres capan —dijo Itkovian—. La fuente más resistente de esta ciudad, aunque tuvimos que ser nosotros los que la descubriéramos. Ahora son Espadas Grises, señor y gracias a eso nuestras fuerzas han crecido.
—Hemos visto a vuestros hermanos y hermanas por todas partes —gruñó el guerrero barghastiano—. Si hubieran sido nuestros enemigos, nos alegraríamos de que estuvieran muertos.
—¿Y como aliados? —preguntó el yunque del escudo.
Los combatientes barghastianos, todos y cada uno, hicieron un gesto, se llevaron el dorso de la mano de la espada a la frente, un roce brevísimo de cuero y piel, y después habló su portavoz.
—La pérdida llena las sombras que arrojamos. Has de saber algo, soldado, el enemigo que nos dejasteis era frágil.
Itkovian se encogió de hombros.
—La fe painita no conoce culto alguno, solo necesidad. Su fuerza carece de profundidad, señor. ¿Queréis acompañarnos al salón del vasallaje?
—A vuestro lado, soldados. Es un honor ser vuestra sombra.
Buena parte de las estructuras del Distrito Daru se habían quemado y se habían derrumbado, lo que llenaba las calles de escombros ennegrecidos. Mientras las Espadas Grises y los barghastianos se abrían camino por los senderos menos atestados, llamó la atención de Itkovian un edificio que permanecía en pie a su derecha. Era un bloque de pisos con las paredes combadas de forma extraña. Habían prendido hogueras en el lado que tenía delante y el fuego había calcinado las piedras, pero el asalto de las llamas había fracasado por alguna razón. Todas las ventanas arqueadas que Itkovian veía parecían contener una barricada.
A su lado, el portavoz barghastiano gruñó algo.
—Los tuyos atestan vuestros túmulos hasta el límite.
El yunque del escudo se quedó mirando al hombre.
—¿Señor?
El guerrero señaló con un gesto el bloque de pisos envuelto en humo y continuó con su comentario.
—Es más fácil, sí, que cavar y recubrir un hoyo fuera de la ciudad, y que luego las filas pasen cubos de tierra. Os gusta tener una visión clara de las paredes, al parecer. Pero nosotros no vivimos entre nuestros muertos como hace tu pueblo…
Itkovian se volvió para estudiar el bloque de pisos, que había quedado un poco más atrás, a su derecha. Entrecerró los ojos. Las barricadas que bloquean las ventanas. Una vez más, carne y hueso. Por los dos colmillos, ¿quién construiría semejante necrópolis? No puede ser consecuencia de la defensa, ¿verdad?
—Nosotros nos acercamos bastante —dijo el guerrero a su lado—. Las paredes emiten su propio calor. Un líquido gelatinoso se filtra entre las grietas. —El guerrero hizo otro gesto, esa vez estremecido, la empuñadura de la espada curva tintineó contra la armadura de monedas talladas que le cubría el torso—. Por esos huesos, soldado, huimos.
—¿Es ese bloque el único que se… llenó así?
—No hemos visto ningún otro aunque pasamos junto a una propiedad que todavía resistía, cadáveres animados hacían guardia en la entrada y en las murallas. El aire hedía a hechicería, una emanación manchada de nigromancia. Déjame que te diga, soldado, que será un placer dejar esta ciudad.
Itkovian se quedó callado. Se sentía desgarrado por dentro. La revelación de Fener daba voz a la verdad de la guerra. Hablaba sin engañar de la crueldad que la humanidad era capaz de desatar sobre sus propios miembros. La guerra era un juego para los que guiaban a otros; se jugaba en una palestra ilusoria de serenos razonamientos, pero esas mentiras no podían sobrevivir a la realidad y la realidad no parecía tener límites. La revelación contenía un ruego que pedía contención e insistía en que la gloria que había de hallarse no fuera una gloria ciega, sino una gloria nacida de una mirada solemne y clara. Dentro de una realidad sin límites se encontraba la promesa de la redención.
Pero esa mirada le fallaba a Itkovian. Se encogía como un animal enjaulado y azuzado con crueldad. Se le negaba la huida, pero era una negativa que se había impuesto él, nacida de su conciencia y su voluntad, algo a lo que habían dado forma las palabras de sus votos. Debía asumir esa carga, fuera cual fuera el coste. Los fuegos de la venganza habían sufrido una transformación en su interior. Él sería, al final, la redención… para las almas de los caídos en esa ciudad.
Redención. Para todos los demás, pero no para él. Para eso, él solo podía recurrir a su dios. Pero, querido Fener, ¿qué ha pasado? ¿Dónde estás? Me arrodillo aquí mismo y espero tu toque, pero no te encuentro por ninguna parte. Tu reino… parece… vacío.
¿Dónde puedo ir ahora?
Sí, no he terminado todavía. Lo acepto. ¿Y cuando haya terminado? ¿Quién me aguarda? ¿Quién me abrazará? Lo recorrió un escalofrío.
¿Quién me abrazará a mí?
El yunque del escudo apartó la pregunta de su mente y luchó por renovar su resolución inquebrantable. Después de todo, no tenía alternativa. Sería el dolor de Fener. Y la mano de la justicia de su señor. No eran responsabilidades gratas y presentía el precio que estaban a punto de exigirle.
Se acercaron a la plaza que había delante del salón del vasallaje. Se veían más barghastianos reunidos allí. Los lejanos sonidos de los combates que se libraban en la explanada de Jelarkan, que los habían acompañado durante buena parte de la tarde, habían cesado. Habían expulsado al enemigo de la ciudad.
A Itkovian no le pareció que los barghastianos fueran a perseguirlos. Habían logrado lo que se habían propuesto. Habían eliminado la amenaza que los painitas representaban para los huesos de sus dioses.
Seguramente, si el septarca Kulpath seguía vivo, reuniría sus destrozadas fuerzas, volvería a imponer la disciplina y se prepararía para su siguiente movimiento. Ya fuera un contraataque o una retirada hacia el oeste, ambas tácticas presentaban sus riesgos. Quizá no contara con fuerzas suficientes para volver a tomar la ciudad. Y su ejército, tras perder sus campamentos y rutas de abastecimiento, no tardaría en sufrir la falta de suministros. No era una posición envidiable. Capustan, una ciudad pequeña y sin trascendencia de la costa este de Genabackis central, se había convertido en una maldición multifacética. Y las vidas que se habían perdido allí no significaban más que el comienzo de la guerra inminente.
Salieron a la plaza.
El lugar en el que había caído Brukhalian se encontraba justo delante, pero ya habían sacado de allí todos los cuerpos, sin duda se los habían llevado los painitas en su retirada. Carne para otro festín real más. No importa. El Embozado vino a por él. En persona. ¿Fue una señal que lo honró o el dios solo lo hizo para recrearse, el muy miserable?
La mirada del yunque del escudo se posó unos segundos más en aquellas losas manchadas, y después se volvió hacia la puerta principal del salón del vasallaje.
El fulgor había desaparecido. En las sombras del arco de la puerta habían aparecido unas figuras.
Todos los accesos a la plaza se habían llenado de barghastianos, pero las tribus no se habían aventurado más.
Itkovian se giró hacia su compañía. Su mirada encontró a su capitana, que había sido la sargento mayor a cargo del adiestramiento de los reclutas, y después hacia Velbara. El yunque estudió sus armaduras manchadas y hechas jirones, los rostros crispados y demacrados.
—Nosotros tres, al centro de la plaza.
Las dos mujeres asintieron.
Los tres avanzaron sin prisas por la explanada. Miles de ojos clavados en ellos seguidos por un rumor bajo y profundo, y más tarde un choque rítmico y apagado de espada contra espada.
Surgió otro grupo por la derecha. Soldados que llevaban uniformes que Itkovian no reconoció y, en su compañía, figuras que mostraban unos tatuajes felinos llenos de púas. A la cabeza del grupo, un hombre que Itkovian ya había visto antes. Los pasos del yunque del escudo se refrenaron un poco.
Rezongo. El nombre fue como un martillazo en el pecho. Una certeza brutal forzó sus siguientes pensamientos. La espada mortal de Trake, Tigre del Verano. El héroe primero ha ascendido.
Nos han… nos han sustituido.
Itkovian cobró ánimo y reanudó el paso, después se detuvo en el centro de la explanada.
Un único soldado con uniforme extranjero se había adelantado con Rezongo. Rodeó con una mano el gran brazo rayado del daru y les ladró algo a los otros por encima del hombro. Los otros se detuvieron y el hombre y Rezongo continuaron directamente hacia Itkovian.
Una conmoción en la puerta del salón del vasallaje les llamó la atención. Salían sacerdotes y sacerdotisas del Consejo de Máscaras que se apresuraban al centro de la plaza, sujetaban entre varios a un compañero que se resistía. Al frente, Rath’Trake. Un paso por detrás, el mercader daru, Keruli.
El soldado y Rezongo llegaron junto a Itkovian los primeros.
Bajo el yelmo daru, los ojos de tigre de Rezongo estudiaron al yunque del escudo.
—Itkovian de las Espadas Grises —dijo con voz profunda—. Se acabó.
Itkovian no necesitaba más explicaciones. La verdad fue una cuchillada en el corazón.
—No, no se ha acabado —soltó de repente el soldado extranjero—. Te saludo, yunque del escudo. Soy el capitán Paran, de los Abrasapuentes. Hueste de Unbrazo.
—Es mucho más que eso —murmuró Rezongo—. Lo que afirma ahora…
—No es nada que haga por gusto —terminó Paran—. Yunque del escudo, a Fener lo han arrancado de su reino. Camina por tierras lejanas. Tú, tu compañía, habéis perdido a vuestro dios.
Así pues, lo saben todos ya.
—Somos conscientes de ello, señor.
—Rezongo dice que tu posición, tu papel, ha llegado a su fin. Las Espadas Grises deben hacerse a un lado, pues un nuevo dios de la guerra ha adquirido preeminencia. Pero no tiene por qué ser así. Se ha preparado un camino para vosotros… —La mirada de Paran se posó detrás de Itkovian y alzó la voz—. Bienvenido, Humbrall Taur. Tus hijos te aguardan dentro del salón del vasallaje.
El yunque del escudo echó un vistazo por encima del hombro y vio a ocho metros de él a un enorme caudillo barghastiano con una armadura de monedas entrelazadas.
—Pueden esperar un rato más —gruñó Humbrall Taur—. Me gustaría presenciar esto.
Paran hizo una mueca.
—Cabrón entrometido.
—Pues sí.
El malazano volvió a mirar a Itkovian e hizo amago de hablar, pero el yunque del escudo lo interrumpió.
—Un momento, señor. —Después pasó junto a los dos hombres.
Rath’Fener dio una sacudida y se retorció entre las manos de sus compañeros sacerdotes. Llevaba la máscara torcida y varios mechones de cabello gris se habían soltado de las correas de cuero.
—¡Yunque del escudo! —exclamó al ver acercarse a Itkovian—. En el nombre de Fener…
—En su nombre, sí, señor —interpuso Itkovian—. A mi lado, capitán Norul. Invocamos la ley de la revelación.
—Señor —respondió la canosa mujer al tiempo que se adelantaba.
—¡No puedes! —chilló Rath’Fener—. ¡Para esto, solo la espada mortal puede invocar la revelación!
Itkovian permaneció inmóvil.
El sacerdote se las arregló para adelantar un brazo y señalar con el dedo al yunque del escudo.
—¡Tengo rango de destriant! A menos que tengas a alguien que pueda reclamar ese título…
—El destriant Karnadas está muerto.
—¡Ese hombre no era el destriant, yunque del escudo! Un aspirante, quizá, pero mi rango era y sigue siendo preeminente. Así pues, solo una espada mortal puede invocar la revelación contra mí y lo sabes.
Rezongo lanzó un bufido.
—Itkovian, aquí Paran me ha dicho que hubo una traición. Tu sacerdote les vendió la vida de Brukhalian a los painitas. No solo repugnante sino también muy desacertado. Bien. —Hizo una pequeña pausa—. ¿Sirve cualquier espada mortal? Si es así, yo invoco la revelación. —Miró a Rath’Fener enseñándole los dientes—. Que castigue al cabrón.
Nos han sustituido. El señor de la Batalla se ha transformado de verdad.
—¡No puede! —chilló Rath’Fener.
—Una afirmación muy osada —le dijo Itkovian al sacerdote enmascarado—. Para negar el derecho de este hombre al título, señor, tienes que recurrir a nuestro dios. En tu defensa. Hazlo, señor, y saldrás de aquí convertido en un hombre libre.
Los ojos se abrieron mucho dentro de la máscara.
—¡Sabes que eso es imposible, Itkovian!
—Entonces tu defensa ha terminado, señor. La revelación está invocada. Me he convertido en la mano de la justicia de Fener.
Rath’Trake, que se encontraba cerca observando en silencio, habló entonces.
—Esto no es necesario, yunque del escudo. La ausencia de tu dios lo cambia… todo. Por supuesto que entiendes las implicaciones de la forma tradicional de castigo. Una simple ejecución, no la ley de la revelación…
—Se le niega a este hombre —dijo Itkovian—. Capitán Norul.
La mujer se acercó a Rath’Fener, estiró el brazo y lo arrancó de las manos de sacerdotes y sacerdotisas. El hombre parecía una muñeca de trapo entre las grandes manos llenas de cicatrices de la mujer cuando le dio la vuelta de un tirón y lo arrojó boca abajo sobre los adoquines. Después se sentó a horcajadas sobre él y le estiró los brazos a los lados. El hombre chilló al comprender de repente lo que iba a pasar.
Itkovian sacó la espada. Salía humo de la hoja.
—La revelación —dijo irguiéndose sobre los brazos estirados de Rath’Fener—. Traición, cambiar la vida de Brukhalian por la tuya. Traición, el crimen más vil para la ley de la revelación, para el propio Fener. Invocamos el castigo de acuerdo con el juicio del Jabalí del Verano. —Se quedó callado un momento y luego siguió—. Ruega, señor, para que Fener encuentre lo que le enviamos.
—¡Pero no lo hará! —gritó Rath’Fener—. ¿No lo entiendes? Su reino… ¡tu dios ya no aguarda en él!
—Es consciente de eso —dijo Paran—. Esto es lo que pasa cuando uno se mete en el terreno personal y, créeme, preferiría no tomar parte alguna en esto.
Rath’Trake se giró hacia el capitán.
—¿Y se puede saber quién eres tú, soldado?
—Hoy, ahora mismo, soy el señor de la Baraja, sacerdote. Y al parecer estoy aquí para negociar… en tu nombre y en el de tu dios. Cielos —añadió con ironía—, el yunque del escudo está resultando ser un hombre de una… contumacia admirable.
Itkovian apenas oyó el intercambio. Con los ojos fijos en el sacerdote apresado contra el suelo siguió hablando.
—Nuestro señor se ha… ido. Es cierto. Así que… será mejor que reces, Rath’Fener, para que una criatura misericordiosa se apiade de ti.
Rath’Trake se giró en redondo y miró al yunque del escudo.
—¡Por el abismo, Itkovian, no hay crimen tan vil que iguale lo que estás a punto de hacer! ¡Su alma quedará destrozada! ¡Donde irá no hay criaturas misericordiosas! Itkovian…
—Silencio, señor. Este juicio es mío y de la revelación.
La víctima chilló.
E Itkovian bajó de golpe la espada. El borde de la hoja agrietó los adoquines. Dos gotas de sangre salieron despedidas de los muñones de las muñecas de Rath’Fener. Las manos… no se veían por ninguna parte.
Itkovian estrelló la parte plana de la espada contra los muñones. La carne chisporroteó. Los gritos de Rath’Fener cesaron de golpe cuando perdió el sentido. La capitana Norul se apartó del hombre y lo dejó tirado en los adoquines.
Paran empezó a hablar.
—Yunque del escudo, escúchame. Por favor, Fener ha desaparecido, camina por el reino mortal. Así pues, no puede bendecirte. Con lo que tú asumes… no tiene ningún sitio al que ir, no hay forma de aliviar la carga.
—Soy, de igual manera, consciente de lo que dices, señor. —Itkovian seguía mirando a Rath’Fener, que empezaba a recuperar la conciencia una vez más—. Es un conocimiento sin ningún valor.
—Hay otro modo, yunque del escudo.
Este se volvió al oírlo y entrecerró los ojos.
Paran continuó.
—Han elaborado una… alternativa. Yo no soy más que el mensajero…
Rath’Trake se acercó a Itkovian.
—Te recibiremos de buen grado, señor. A ti y a tus seguidores. El Tigre del Verano te necesita, yunque del escudo, y te ofrece su abrazo…
—No.
Los ojos se entornaron dentro de la máscara.
—Itkovian —dijo Paran—, esto estaba previsto… el camino preparado… por poderes ancestrales, una vez más despiertos y activos en este mundo. Estoy aquí para contarte lo que querrían que hicieras…
—No. He jurado mi lealtad a Fener. Si es necesario, compartiré su suerte.
—¡Es un ofrecimiento de salvación, no una traición! —exclamó Rath’Trake.
—¿No lo es? Basta de palabras, señores. —En el suelo, Rath’Fener había recuperado la conciencia. Itkovian estudió al hombre—. No he terminado todavía —susurró.
El cuerpo de Rath’Fener se sacudió y un chillido desgarrador surgió de su garganta, se le partieron los brazos como si hubieran tirado de ellos unas manos invisibles e inhumanas. En la piel de hombre aparecieron unos tatuajes oscuros, pero no los que pertenecían a Fener, pues no había sido ese dios el que había reclamado las manos cercenadas de Rath’Fener. Una escritura extraña y retorcida se multiplicó por su piel cuando el demandante desconocido dejó su marca y se apoderó del alma mortal del hombre. Palabras que se oscurecieron como quemaduras.
Le salieron ampollas que se rompieron y expulsaron un líquido denso y amarillo.
Unos gritos de un dolor insoportable, inimaginable, llenaron la plaza, el cuerpo sufrió espasmos sobre los adoquines cuando los músculos y la grasa se disolvieron bajo la piel y luego hirvieron y se abrieron paso.
Pero el hombre no murió.
Itkovian envainó su espada.
El malazano fue el primero en comprender. Estiró de golpe la mano y la cerró sobre el brazo del yunque del escudo.
—Por el abismo, no…
—Capitán Norul.
Con el rostro muy pálido bajo el yelmo, la mujer posó la mano en la empuñadura de su espada.
—Capitán Paran —dijo con voz tensa y quebradiza—, retira la mano.
El capitán se giró hacia ella.
—Sí, hasta tú retrocedes ante lo que planea hacer…
—No obstante, señor. Suéltalo o tendré que matarte.
Los ojos del malazano brillaron de un modo extraño al oír la amenaza pero Itkovian no podía pensar en la joven capitana. Tenía una responsabilidad. Rath’Fener ya había recibido castigo suficiente. Había que poner fin a su dolor.
¿Y quién me salvará a mí?
Paran lo soltó al fin.
Itkovian se inclinó sobre la forma retorcida y apenas reconocible que yacía en los adoquines.
—Rath’Fener, óyeme. Sí, aquí estoy. ¿Querrás aceptar mi abrazo?
A pesar de toda la envidia y maldad que albergaba en su interior el torturado sacerdote (lo que le había conducido a la traición no solo de Brukhalian, la espada mortal, sino del propio Fener), en el alma de aquel hombre quedaba cierta pequeña medida de misericordia. Misericordia y comprensión. Su cuerpo se apartó con una sacudida y los miembros le resbalaron cuando intentó arrastrarse lejos de la sombra de Itkovian.
El yunque del escudo asintió, después cogió la supurante figura entre sus brazos y la levantó.
Veo que te encoges y sé que es tu último gesto. Un gesto de expiación. A eso, no puedo sino responder con la misma moneda, Rath’Fener. Así pues, asumo tu dolor, señor. No, no luches contra este don. Libero tu alma al Embozado, al solaz de la muerte…
Paran y los otros no vieron nada, salvo al yunque del escudo de pie e inmóvil con Rath’Fener entre sus brazos. El sacerdote rendido y manchado de sangre continuó agonizando un momento más y después pareció derrumbarse sobre sí mismo y sus gritos se redujeron al silencio.
La vida del hombre se desplegó en la mente de Itkovian. Ante él, el camino que siguió el sacerdote hasta la traición. Vio a un joven acólito, puro de corazón, cruelmente educado no en la piedad y la fe sino en las cínicas lecciones de las luchas seculares de poder. El gobierno y la administración eran un nido de víboras, un conflicto constante entre mentes pequeñas y mezquinas con gratificaciones ilusorias. Una vida pasada en los fríos pasillos del salón del vasallaje había dejado huera el alma del sacerdote. El yo llenaba la nueva caverna de la fe perdida, acosada por miedos y celos para los que la única respuesta eran actos malevolentes. El instinto de supervivencia hacía de cada virtud un artículo de consumo con el que se podía comerciar.
Itkovian lo entendía, podía contemplar cada paso que había llevado, de forma inevitable, a la traición, al intercambio de vidas que se había acordado entre el sacerdote y los agentes del Dominio Painita. Y entre todo eso, la certeza de Rath’Fener de que al hacerlo se había envuelto con una víbora cuyo beso era letal. Estaba muerto en cualquier caso, pero se había alejado demasiado de su fe, demasiado para imaginar que podría algún día regresar a ella.
Te comprendo ahora, Rath’Fener, pero la comprensión no es sinónimo de absolución. La justicia que es tu castigo no vacila. Así pues, se te obligó a conocer el dolor.
Sí, Fener debería haber estado aguardándote; nuestro dios debería haber aceptado tus manos cercenadas para poder mirarte tras tu muerte, para poder dar voz a las palabras preparadas para ti y solo para ti, las palabras que habrían de aparecer sobre tu piel. La expiación definitiva de tus crímenes. Así debería haber sido, señor.
Pero Fener ha desaparecido.
Y lo que te sostiene ahora tiene… otros deseos.
Yo le niego ahora el derecho que tiene a poseerte.
El alma de Rath’Fener chilló e intentó apartarse una vez más. Trazó palabras entre el tumulto: «¡Itkovian! ¡No lo hagas! Déjame con esto, te lo ruego. No, por tu alma, jamás quise… por favor, Itkovian…».
El yunque del escudo tensó todavía más su abrazo espiritual y rompió las últimas barreras. A nadie se le debe negar su dolor y su angustia, señor, ni siquiera a ti.
Pero las barreras, una vez bajadas, no podían elegir lo que las atravesaría.
La tormenta que golpeó a Itkovian lo arroyó. Un dolor tan intenso que se convirtió en una fuerza abstracta, una entidad viva que era en sí misma un objeto lleno de pánico y terror. Se abrió a él y dejó que los gritos lo llenaran.
En un campo de batalla, después de que se haya detenido el último corazón, queda el dolor. Atrapado en la tierra, en la piedra, tendiendo un puente en el aire de un extremo a otro, una telaraña de recuerdos que tiemblan al ritmo de una canción silenciosa. Pero a Itkovian su juramento le negaba el don del silencio. Él podía oír esa canción. Lo llenaba por entero. Y él era su contrapunto. Su respuesta.
Ahora te tengo, Rath’Fener. Te han hallado y así… respondo.
De repente, más allá del dolor, una conciencia mutua, una presencia ajena. Un poder inmenso. No maligno pero profundamente… diferente. De esa presencia surgía una confusión atormentada, angustia. Quería hacer del regalo inesperado de las dos manos de un mortal… algo bello. Pero la carne de ese hombre no podía contener ese regalo.
Horror dentro de la tormenta. Horror… y dolor.
Ah, hasta los dioses lloran. Encomiéndate entonces a mi espíritu. Yo me quedaré con tu dolor también, señor.
La presencia extraña se encogió, pero ya era demasiado tarde, el abrazo de Itkovian ofrecía su inconmensurable don…
… y quedó sumergido. Sintió que su alma se disolvía y se rasgaba, ¡demasiado inmenso!
Había, bajo los rostros fríos de los dioses, calidez. Pero solo era dolor en la oscuridad, pues no eran los dioses mismos los que eran insondables. Eran los mortales. En cuanto a los dioses… se limitaban a pagar.
Somos… somos el potro sobre el que los torturan.
Y después la sensación desapareció, huyó de él cuando el dios ajeno consiguió salir y dejó a Itkovian solo con los ecos debilitados del dolor de un mundo lejano, un mundo con sus propias atrocidades, capa tras capa de una historia larga y torturada. Ecos debilitados… que al final se apagaron.
Y lo dejaron con una certeza que le desgarró el corazón.
Una pequeña misericordia. Se combaba bajo el dolor de Rath’Fener, la crecida matanza y la aterradora muerte de Capustan a medida que su abrazo se veía obligado a abrirse cada vez más. Las almas que clamaban por todas partes, ni una sola historia que no fuera digna de mirarse, de reconocerse. A nadie rechazaba. Almas por decenas de miles, vidas enteras de dolor, pérdida, amor y sufrimiento, cada una llevaba su propia y agónica muerte cabalgando sobre sus recuerdos. Hierro, fuego, humo y piedras que caían. Polvo y falta de aire. Recuerdos de finales penosos, finales sin sentido, de miles y miles de vidas.
Debo expiarlas. Debo dar respuestas. A cada muerte. A todas las muertes.
Quedó perdido en la tormenta, su abrazo era incapaz de rodear aquella inmensidad de angustia que lo asaltaba. Pero siguió luchando. El don de la paz. Despojar del trauma del dolor, liberar las almas para que encontraran su camino… hasta los pies de incontables dioses, o hasta el reino del Embozado, o, de hecho, hasta el propio abismo. Viajes necesarios para liberar las almas atrapadas en sus muertes torturadas.
Soy el… el yunque del escudo. Esto es para que yo… lo sujete… lo contenga. ¡Estirad los brazos… dioses! ¡Redímelos, señor! Es tu trabajo. El corazón de tus votos, eres el que caminas entre los muertos en el campo de batalla, el que trae la paz, el redentor de los caídos. Eres el que arregla vidas rotas. Sin ti, la muerte carece de sentido y la negación de ese sentido es el crimen más grande del mundo contra sus propios hijos. Aguanta, Itkovian… aguanta…
Pero él no tenía dios en el que apoyar la espalda, no había una presencia sólida e insoluble aguardándolo para responder a sus necesidades. Y él no era más que un alma mortal…
Pero no debo rendirme. ¡Dioses, oídme! Puede que no sea vuestro. Pero vuestros hijos caídos son míos. Presenciad, entonces, lo que yace tras mi cara fría. ¡Sed testigos!
En la plaza, entre un silencio pavoroso, Paran y los otros contemplaron a Itkovian, que se fue arrodillando poco a poco. Un cuerpo sin vida y medio podrido se había desplomado entre sus brazos. Aquella solitaria figura arrodillada parecía (a los ojos del capitán) abarcar el agotamiento del mundo, una imagen que se quedó grabada en su mente, una imagen que sabía que jamás lo abandonaría.
De toda la lucha, las guerras, que todavía se libraba en el interior del yunque del escudo, poco se mostraba. Después de largos minutos, Itkovian levantó un brazo, se desató el yelmo, lo levantó y reveló el interior de cuero manchado de sudor. El cabello, largo y chorreante, se le había pegado a la frente y el cuello y le cubrió la cara cuando se arrodilló con la cabeza inclinada; el cuerpo que tenía entre sus brazos se derrumbó convertido en cenizas pálidas. El yunque del escudo se quedó inmóvil.
Su frágil cuerpo se alzaba y caía con un gesto vacilante que se iba ralentizando.
Se entrecortó.
Y después cesó.
El capitán Paran, con el corazón desbocado en el pecho, se acercó disparado, cogió a Itkovian por los hombros y lo sacudió.
—¡No, maldito seas! ¡No he venido aquí para ver esto! ¡Despierta, cabrón!
… Paz… ¿te tengo ya? Mi regalo, ah, esta carga…
La cabeza del yunque del escudo cayó hacia atrás con una sacudida y aspiró una bocanada de aire que fue casi un sollozo.
Se posa… ¡tanto peso! ¿Por qué? Dioses, todos mirasteis. Fuisteis testigos con vuestros ojos inmortales. Pero no distéis ni un solo paso adelante. Rechazasteis mi llamada de socorro. ¿Por qué?
El malazano se agachó y rodeó a Itkovian para observarlo de frente.
—¡Mazo! —gritó por encima del hombro.
Cuando el sanador se adelantó corriendo, Itkovian buscó con los ojos a Paran y levantó poco a poco una mano. Se tragó su desesperación y consiguió encontrar las palabras necesarias.
—No sé cómo —dijo con voz ronca—, pero me has devuelto…
La sonrisa de Paran era forzada.
—Eres el yunque del escudo.
—Sí —susurró Itkovian. Y que Fener me perdone, pero no me has hecho ningún favor…—. Soy el yunque del escudo.
—Lo noto en el aire —dijo Paran mientras sus ojos buscaban algo en los de Itkovian—. Ha… ha sido purificado.
Sí.
Y no he terminado todavía.
Rezongo se quedó mirando mientras el malazano y su sanador hablaban con el comandante de las Espadas Grises. La niebla de sus pensamientos (que lo había encerrado durante lo que comprendió que habían sido días enteros) había empezado a aclararse. Lo asaltaban detalles y la prueba de los cambios que se habían operado en su interior lo alarmaron.
Sus ojos veían… de forma diferente. Una percepción inhumana. Captaba cualquier movimiento, por muy ligero o periférico que fuera, y llenaba su conciencia. Le parecía carente de importancia o lo definía como amenaza, presa o desconocido: decisiones instintivas, pero que ya no permanecían enterradas en lo más profundo de su ser, sino que acechaban bajo la superficie de su mente.
Podía sentir cada uno de sus músculos, cada tendón y cada hueso, podía concentrarse en cada uno y excluir incluso todos los demás; lograba así una sensibilidad espacial que hacía que el control fuera absoluto. Podía caminar por el suelo de un bosque en total silencio si así lo deseara. Podía pararse en seco, ocultar incluso el aliento que cogía y quedarse totalmente inmóvil.
Pero los cambios que sentía eran mucho más profundos que simples manifestaciones físicas. La violencia que residía en su interior era la de un asesino frío e implacable, desprovisto de compasión o ambigüedad.
Y comprender eso lo dejó aterrado.
La espada mortal del Tigre del Verano. Sí, Trake, te siento. Sé lo que has hecho de mí. Maldito seas, al menos podrías haberme preguntado.
Miró a sus seguidores y supo que eran exactamente eso, seguidores, sus propios juramentados. Una verdad espantosa. Piedra Menackis, no, ella no es de Trake. Ella ha elegido al dios ancestral de Keruli. Bien. Si alguna vez esa mujer fuera a arrodillarse delante de mí, no serían religiosos nuestros pensamientos… ¿y qué probabilidades hay de eso? Ah, muchacha…
La joven percibió los ojos que se habían posado en ella y lo miró.
Rezongo le guiñó un ojo.
Piedra alzó las cejas y él comprendió que se alarmara, lo que solo le hizo más gracia; el humor era su única respuesta al terror que le inspiraba el asesino brutal que se ocultaba en su interior.
Piedra dudó y después se acercó.
—¿Rezongo?
—Sí. Tengo la sensación de que acabo de despertar.
—Sí, bueno, la resaca se nota, créeme.
—¿Qué ha pasado?
—¿No lo sabes?
—Creo que sí, pero no estoy del todo seguro… de mí mismo, de mis propios recuerdos. Defendimos nuestro bloque y las cosas se pusieron más feas que lo que hay entre los dedos de los pies del Embozado. Te hirieron. Te morías. Ese soldado malazano de ahí te sanó. Y está Itkovian, el sacerdote que tenía en los brazos acaba de convertirse en polvo, dioses, debía de necesitar un buen baño…
—Que Beru nos proteja a todos, eres tú de verdad, Rezongo. Creí que te había… que te habíamos perdido para siempre.
—Creo que una parte de mí se ha perdido, muchacha. Que la hemos perdido todos.
—¿Desde cuándo eres de los que veneran a un dios?
—Ahí está el chiste y, la verdad, lo siento por Trake. No lo soy. Ha elegido muy mal. Enséñame un altar y más que besarlo, seguramente me mearé en él.
—Quizá debas besarlo, así que te sugeriría que cambiaras el orden de tus acciones.
—Ja, ja. —Rezongo se sacudió, hizo rodar los hombros y suspiró.
Piedra se encogió un poco al ver el movimiento.
—Eh, eso ha sido demasiado felino para mí, tus músculos se ondularon bajo esa piel cubierta de púas.
—Y la sensación fue estupenda, joder. ¿Así que se onduló? Deberías estar considerando nuevas… posibilidades, muchacha.
—Sigue soñando, zoquete.
Las chanzas eran frágiles y los dos lo notaron.
Piedra se quedó callada un momento y después siseó entre dientes.
—Buke. Supongo que está…
—No, sigue vivo. De hecho, ahora mismo está dibujando círculos sobre nuestras cabezas. Es ese gavilán, un regalo de Keruli para ayudar al tipo a echarle un ojo a Korbal Espita. Ahora es soletaken.
Piedra se puso a mirar al cielo con gesto furioso y las manos en las caderas.
—¡Bueno, pues me parece magnífico! —La joven le lanzó una mirada venenosa a Keruli, que se hallaba a un lado con las manos metidas en las mangas, pasando desapercibido y observándolo todo en silencio—. ¡A todo el mundo lo bendicen menos a mí! ¿Es eso justo?
—Bueno, a ti ya te han bendecido con una belleza incomparable, Piedra…
—Una palabra más y te corto la cola, te lo juro.
—No tengo cola.
—Exacto. —La joven lo miró de frente—. Escucha, tenemos una cosa que solucionar. Algo me dice que, en nuestro caso, no es muy probable que volvamos a Darujhistan, al menos no durante un tiempo, en cualquier caso. Así que, ¿ahora qué? ¿Estamos a punto de separarnos, viejo miserable?
—No hay prisa alguna, muchacha. Veamos cómo van las cosas…
—Disculpad.
Los dos se giraron al oír la voz y se encontraron con que Rath’Trake se había reunido con ellos.
Rezongo miró con el ceño fruncido al sacerdote enmascarado.
—¿Qué?
—Creo que tenemos asuntos que discutir, tú y yo, espada mortal.
—Puedes creer lo que quieras —respondió el daru—. Yo ya le he dejado claro al de los bigotes que no soy la mejor elección…
Rath’Trake pareció atragantarse.
—¿El de los bigotes? —balbuceó, indignado.
Piedra se echó a reír y le dio un golpe al sacerdote en el hombro.
—Es un reverendísimo cabrón, ¿a que sí?
—Yo no me arrodillo ante nadie —gruñó Rezongo—. Y eso incluye a los dioses. Y si con restregar bastara, me quitaría esas rayas de la piel ahora mismo.
El sacerdote se frotó el magullado hombro, los ojos brillaron furiosos dentro de la máscara felina al mirar a Piedra. Al oír las palabras de Rezongo volvió a mirar al daru.
—No hay nada que discutir, espada mortal. Eres lo que eres…
—Soy capitán de caravanas, y además, de los buenos, coño. Es decir, cuando estoy sobrio.
—Eres el maestro de la guerra en nombre del señor del Verano…
—Digamos que eso es una distracción como cualquier otra.
—Una… ¿una qué?
Oyeron unas carcajadas. El capitán Paran, todavía agachado junto a Itkovian, los miraba y era obvio que había escuchado toda la conversación. El malazano le sonrió a Rath’Trake.
—Las cosas nunca van como crees que deberían, ¿verdad, sacerdote? Esa es la gloria de los humanos, así somos y será mejor que tu nuevo dios se acostumbre, y pronto. Rezongo, tú sigue jugando según tus propias reglas.
—No había planeado hacer otra cosa, capitán —respondió Rezongo—. ¿Cómo se encuentra el yunque del escudo?
Itkovian los miró.
—Estoy bien, señor.
—Eso sí que es mentir —dijo Piedra.
—Da igual —dijo el yunque del escudo mientras aceptaba el hombro de Mazo para irse levantando poco a poco.
Rezongo bajó la vista y miró los dos alfanjes blancos que tenía en las manos.
—Que el Embozado me lleve —murmuró—, estos trastos se han puesto muy feos, maldición. —Metió las hojas a la fuerza en las deterioradas vainas, casi hechas jirones.
—No deben abandonar tus manos hasta que esta guerra haya acabado —le soltó de repente Rath’Fener.
—Una palabra más, sacerdote —dijo Rezongo—, y el que estarás acabado serás tú.
Nadie más se había aventurado a entrar en la plaza. La cabo Rapiña permanecía con los otros abrasapuentes en la boca del callejón, intentando determinar lo que estaba pasando. A su alrededor, los soldados conversaban y hacían conjeturas como siempre han hecho los soldados, intentando adivinar el significado de los gestos y los intercambios apagados que presenciaban entre los dignatarios.
Rapiña miró furiosa a su alrededor.
—Mezcla, ¿dónde estás?
—Aquí —respondió la mujer junto a la cabo.
—¿Por qué no te escabulles por ahí delante y averiguas lo que está pasando?
La mujer se encogió de hombros.
—Notarían mi presencia.
—¿En serio?
—Además, no me hace falta. Para mí está claro lo que ha pasado.
—¿De veras?
Mezcla esbozó una mueca irónica.
—¿Perdiste el cerebro cuando renunciaste a esos brazaletes, cabo? Jamás habías sido tan cándida.
—¿De veras? —repitió Rapiña, pero esa vez con un tono cansino y peligroso—. Sigue así y lo lamentarás, soldado.
—¿Quieres una explicación? De acuerdo. Te contaré lo que creo que he estado viendo. Las Espadas Grises tenían algún tipo de asunto personal que solucionar, cosa que han hecho, solo que el asunto ha estado a punto de hacer pedazos a ese comandante. Pero Mazo, que ha recurrido al Embozado, sabrá qué poderes le ha prestado cierta fuerza, aunque creo que fue la mano del capitán la que rescató a ese hombre de entre los muertos. Y no, yo tampoco sabía que Paran podía hacer eso, y si en los últimos tiempos pensábamos que era algo más que un oficial blandengue de noble cuna, acabamos de asistir a la demostración que confirma nuestras sospechas. Pero no considero que eso sea necesariamente malo para nosotros, tampoco es que nos vaya a clavar una espada por la espalda, cabo. De hecho, puede que se ponga delante de alguna que vaya dirigida a nosotros. En cuanto a Rezongo, bueno, me parece que acaba de despertarse con una sacudida y que a ese sacerdote enmascarado de Trake no le hace ninguna gracia, pero a nadie más le importa un puñetero pimiento porque, a veces, una sonrisa es justo lo que todos necesitamos.
La respuesta de Rapiña fue un simple gruñido.
—Y por último, después de presenciar todo esto —continuó Mezcla—, es hora de que Humbrall Taur y sus barghastianos…
Humbrall Taur sostenía el hacha en alto y había echado a andar hacia la puerta del salón del vasallaje. Caudillos, cargadores y cargadoras salieron de entre las tribus reunidas y cruzaron la plaza en pos del gigantesco guerrero.
Trote se abrió paso entre el grupo de abrasapuentes y se reunió con ellos.
Rapiña se quedó mirando la espalda de su compañero y bufó.
—Va a encontrarse con sus dioses —murmuró Mezcla—. Déjale eso al menos, cabo.
—Esperemos que se quede con ellos —respondió la otra—. Bien sabe el Embozado que ese hombre no sabe mandar…
—Pero el capitán Paran sí —dijo Mezcla.
Rapiña miró a su compañera y se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
—Podría merecer la pena arrinconar a Azogue —continuó Mezcla en voz baja— y a cualquier otro que haya estado abriendo mucho la boca últimamente…
—Arrinconar, sí. Y después dejarlo sin sentido de una paliza. Buen plan, Mezcla. Busca a Detoran. Al parecer nosotros también tenemos un asunto personal que aclarar.
—Bueno, parece que te funciona el cerebro, después de todo.
La única respuesta de Rapiña fue otro gruñido.
Mezcla volvió a escabullirse entre la multitud.
Asunto personal. Me gusta como suena. Ya arreglaremos cuentas nosotros en tu lugar, capitán. El Embozado sabe que es lo menos que puedo hacer…
El gavilán trazaba círculos en el cielo, sus penetrantes ojos no se perdían nada de lo que ocurría. El día estaba cayendo y las sombras se alargaban. Las polvaredas que se levantaban en la llanura, al oeste, revelaban la presencia de los painitas en franca retirada, empujados todavía hacia el oeste por varios miembros del clan de Humbrall Taur.
En la ciudad en sí, miles de barghastianos se movían por las calles. Se llevaban a los muertos mientras otras tribus excavaban inmensos hoyos más allá de la muralla norte, hoyos que empezaron a llenarse cuando las carretas requisadas comenzaron a salir en fila de Capustan. La larga y pesada tarea de limpiar la ciudad había empezado.
Justo debajo de él, la explanada de la plaza se hallaba entreverada de figuras, barghastianos que se movían en procesión, procedentes de las calles y los callejones, los cuales seguían a Humbrall Taur, que se acercaba a la verja del salón del vasallaje.
El gavilán, que en otro tiempo había sido Buke, no oía más sonido que el del viento, que le prestaba a la escena del suelo una solemnidad etérea.
No obstante, el ave rapaz no se acercó más. La distancia era lo único que lo mantenía cuerdo, era lo único que lo había mantenido cuerdo desde el amanecer.
Allí, muy por encima de Capustan, aquellos inmensos dramas de muerte y desesperación quedaban disminuidos, eran casi una abstracción. Mareas de movimiento, el torbellino borroso de colores, el lodo puro de la humanidad, todo quedaba comprimido, la futilidad reducida a algo extrañamente manejable.
Edificios quemados. El fin trágico de los inocentes. Esposas, madres, hijos. Desesperación, horror y dolor, las tormentas de vidas destruidas.
No se iba a acercar más.
Esposas, madres, hijos. Edificios quemados.
No se iba a acercar más.
Nunca jamás.
El gavilán cogió una corriente y se lanzó hacia las alturas con los ojos clavados en el brillo de las estrellas cuando la noche se tragó el mundo que dejó abajo.
Había dolor en los regalos concedidos por los dioses ancestrales.
Pero a veces también había misericordia.