Capítulo 16

El primer hijo de la semilla de los muertos

sueña con el último aliento de un padre

y escucha el eterno estribillo

del grito atrapado en sus pulmones…

¿Te atreves a hollar, aunque solo sea un momento,

tras sus ojos?

El primer hijo de la semilla de los muertos

guía un ejército de dolor

por el camino salpicado de huesos del hambre

donde una madre danza y canta…

¿Te atreves a seguir sus pasos

y sostener con cariño la mano de esa madre?

El primer hijo de la semilla de los muertos

va envuelto en el estrépito de la armadura fracasada

que lo defiende desde que nace

durante años de funesta educación…

No te atrevas a juzgarlo con dureza

a menos que estés en su piel.

Silba, la del Corazón Destrozado

K’alass

Los Tenescowri se alzaron como una marea inexorable contra las murallas de la ciudad. Se alzaron y después las barrieron, una marea humana impulsada por la locura del hambre. Las barricadas de las puertas se combaron bajo la presión y luego cedieron.

Y Capustan se ahogó.

A trescientos cuarenta metros del cuartel, Itkovian hizo girar su montura salpicada de sangre. Varias figuras se alzaban desde el suelo y clavaban las garras en las patas blindadas del caballo. La bestia, embargada por una cólera fría, pateaba los cuerpos, aplastaba huesos y hendía torsos y cabezas sin tomarse un respiro.

Tres crines de Espadas Grises rodeaban al yunque del escudo, los habían aislado del cuartel sobre la pequeña colina que era el cementerio de columnas. Habían volcado buena parte de esos ataúdes erguidos, que se habían roto y derramado su contenido mohoso y envuelto en telas, un contenido que en ese momento se mezclaba confundido con sus primos en la muerte.

Itkovian podía ver la puerta del cuartel, contra ella se apilaban los cadáveres a altura suficiente como para trepar por ellos, que era lo que estaban haciendo decenas de Tenescowri, que escalaban hasta los revestimientos de los costados y solo para encontrarse con las hojas serradas de las picas largas. Picas que mataban, que herían a campesinos que no intentaban defenderse siquiera, que se agitaban arrastrando banderas de sangre y tripas.

Itkovian jamás había presenciado una escena tan horrenda. A pesar de todas las batallas que había librado, de todos los terrores del combate y todo aquello que un soldado no podía evitar ver, la visión que tenía ante él barrió todo lo demás de su mente.

Cuando caían los campesinos y se desplomaban tambaleándose por la ladera de cadáveres, las mujeres saltaban sobre los hombres que había entre ellos, les arrancaban la ropa, los sujetaban sentándose a horcajadas sobre ellos y entre la sangre, entre chillidos y dedos como garfios, los violaban.

Entre las filas de muertos y moribundos, otros se alimentaban de los suyos.

Pesadillas gemelas. El yunque del escudo era incapaz de decidir qué era lo que lo conmocionaba más. La sangre le corría helada por las venas y supo, con un miedo que rayaba el pánico, que el asalto acababa solo de empezar.

Otra oleada se precipitó a enfrentarse a la desventurada banda de Espadas Grises del cementerio. Las amplias avenidas y calles estaban repletas de una marea sólida de Tenescowri enloquecidos. Todos los ojos se clavaban en Itkovian y sus soldados. Las manos se estiraban hacia ellos, fuera cual fuera la distancia, y se aferraban con avidez al aire.

Las Espadas Grises entrelazaron los escudos y volvieron a formar el cuadrado destrozado que rodeaba al yunque del escudo. La marea volvería a tragarlo, Itkovian lo sabía, como lo había tragado solo momentos antes, y, sin embargo, si sus silenciosos soldados podían hacer lo que habían hecho antes, el cuadrado volvería a alzarse de nuevo entre aquel mar de cuerpos, se abriría camino a cuchilladas, haría retirarse al enemigo y treparía sobre una colina recién hecha de carne y hueso. Y, si Itkovian conseguía permanecer sobre su caballo, podría hacer un barrido con la espada y matar a todos los que pusieran a su alcance, y aquellos que hiriera morirían luego bajo los cascos de hierro de su caballo.

Jamás había hecho carnicería semejante y lo ponía enfermo, llenaba su corazón de un odio abrumador… por el Vidente. Hacerle algo así a su propio pueblo. Y por el septarca Kulpath, por su sanguinaria crueldad al enviar a esos campesinos indefensos a las fauces de un ejército desesperado.

Más mortificante era que la táctica parecía tener posibilidades triunfar. Pero a un coste que está más allá de toda comprensión.

Con un rugido, los Tenescowri atacaron de nuevo.

Los primeros en llegar al cuadrado erizado de picas quedaron hechos pedazos. Sus compañeros se tambalearon entre aullidos, los apartaron a rastras y se encontraron con una masa devoradora que era incluso más cruel que el enemigo al que se habían enfrentado en primera línea. Otros siguieron abriéndose camino y sufrieron un destino parecido. Pero seguían llegando campesinos, trepaban sobre los que tenían delante mientras otros montaban a su vez sobre sus hombros. Durante apenas un instante, Itkovian se quedó mirando aquel triple muro de humanidad salvaje que no tardó en derrumbarse sobre sí mismo y enterrar a las Espadas Grises.

El cuadrado cedió bajo el peso y empezaron a arrancarse armas de las manos. Se derribaron escudos, se arrancaron yelmos de las cabezas y por doquiera que mirara el yunque del escudo había sangre.

Las figuras subían como podían sobre la superficie palpitante. Las cuchillas, las hachas y las navajas se precipitaban al pasar, para Itkovian era su destino final, como bien sabía el guerrero. El yunque del escudo preparó la espada ancha y el escudo. Un ligero movimiento en la presión de las piernas y comenzó a hacer virar a su montura en un giro incesante. La bestia agitó la cabeza y después la agachó para defender la garganta. La armadura que le cubría la frente, el cuello y el pecho ya estaba manchada y abollada. Los cascos pateaban el suelo, impacientes por encontrar carne viva.

El primer campesino apareció a su alcance. Itkovian hizo girar la espada y a continuación observó una cabeza que giraba separada del cuerpo, vio que el cuerpo se estremecía y se crispaba antes de derrumbarse. Su caballo estiró los cascos traseros y comenzó a repartir golpes secos y crujientes, después se enderezó y se levantó sobre las patas traseras, los cascos delanteros recubiertos de hierro comenzaron a dar coces y arañar al tiempo que arrastraban al suelo a una mujer que gritaba. Otro tenescowri dio un salto para apoderarse de una de las patas delanteras del caballo. Itkovian se inclinó hacia delante y clavó la espada en los riñones del hombre; el corte fue lo bastante profundo como para partirle la columna.

Su caballo giró en redondo y lanzó el cadáver por los aires con una pata. El animal lanzó la cabeza hacia delante y clavó los dientes en la testa de pelo enmarañado de un campesino, atravesó el hueso y se apartó con un bocado de pelo y cráneo.

Varias manos se clavaron en el muslo de Itkovian por el lado del escudo. El yunque se giró y se abalanzó sobre la cruz de su montura. La hoja de su espada partió músculos y clavícula. La sangre y la carne se echaron hacia atrás tambaleándose.

Su caballo volvió a dar otra coz. Mordía, pateaba y giraba, pero las manos, la presión y el peso los rodeaba por todas partes. La espada de Itkovian destellaba, lo azotaba todo a ciegas, pero nunca dejaba de encontrar un objetivo. Alguien trepó a la grupa del caballo por detrás. El yunque del escudo arqueó la espalda y el guantelete se precipitó por encima de su propia cabeza con la punta de la espada clavándose en seco tras él. Sintió el filo que se deslizaba por piel y carne, rodeaba costillas y luego se clavaba en el vientre.

Una marea de bilis y sangre mojó la parte de atrás de su silla de montar. La figura se deslizó al suelo.

Dio una orden seca y el caballo agachó la cabeza. Itkovian lo barrió todo con una cuchillada horizontal. Un contacto mordaz y vidriado que se abrió camino casi con un tartamudeo. La montura pivotó y el yunque del escudo invirtió la cuchillada. Volvió a girar e Itkovian volvió a blandir la espada.

Hombre y bestia dibujaron un círculo completo, un círculo que provocaba heridas terribles. Entre el calor asfixiante que reinaba bajo el visor de su yelmo, Itkovian vislumbró un resumen fragmentado de la escena que se daba por todas partes.

No se alzarían de nuevo las Espadas Grises. Esa vez no. De hecho, no veía ni una sola sobrevesta conocida. Los Tenescowri rodeaban al yunque del escudo y bajo sus pies había una cantidad de cuerpos que alcanzaban la altura de un hombre. Y bajo aquella superficie palpitante estaban los soldados de Itkovian. Enterrados vivos, enterrados moribundos, enterrados muertos.

Su caballo y él eran todo lo que quedaba, el centro de cientos y cientos de ojos ávidos y desesperados.

A los campesinos que tenía más cerca les estaban pasando las picas capturadas. En pocos momentos, esas armas de mangos largos comenzarían a acosarlo por todos lados. Contra eso, ni la armadura de Itkovian ni la de su caballo sería suficiente.

Ah, dios de los dos colmillos, soy tuyo. Hasta este, mi último momento.

—¡Retirada!

Su caballo de guerra estaba esperando esa orden. La bestia se abalanzó hacia delante. Cascos, pecho y hombros se abrieron camino a golpes entre la multitud. Itkovian clavaba su hoja en todos los cuerpos que encontraba. Las figuras se tambaleaban, se apartaban y desaparecían bajo los cascos agitados. Las picas le lanzaban cuchilladas y resbalaban por la armadura y el escudo. Las que llegaban por su derecha las apartaba a golpes con la espada.

Algo lo golpeó en los riñones, algo que le partió los eslabones de la cota de malla, algo que penetró retorciéndose y excavando por el cuero y el relleno de fieltro. Un dolor agónico atravesó a Itkovian cuando la punta dentada le atravesó la piel y rozó una de las costillas inferiores, cerca de la columna.

En ese mismo momento su caballo relinchó al tropezar con la punta de otra pica; la cabeza de hierro se hundió en lo más profundo del lado derecho del pecho del animal. La bestia se lanzó hacia la izquierda tambaleándose, con la cabeza hundida y las mandíbulas intentando partir el astil.

Alguien saltó sobre el escudo de Itkovian y lanzó sobre él el hacha de un leñador. La cuña de la hoja se enterró entre el hombro izquierdo y el cuello del yunque del escudo, y se atascó allí.

El yunque clavó la punta de la espada en la cara de la campesina. La hoja trinchó una mejilla y salió por la otra. Itkovian giró la hoja, tenía la celada a solo unos centímetros de la cara de su víctima cuando su espada destrozó el semblante joven de la muchacha. La chica cayó hacia atrás con un borboteo en la garganta.

Itkovian podía sentir el peso de la pica, la punta todavía enterrada en la espalda, y oía el estrépito que provocaba al chocar con la armadura de las ancas de su caballo cuando la bestia se retorcía y se hundía.

El cuchillo de un pescador encontró la parte inferior desprotegida de la rodilla izquierda del yunque y penetró hasta la articulación. Itkovian lanzó un golpe débil con el borde inferior del escudo, un golpe apenas suficiente para apartar al atacante. La hoja fina se partió y los quince centímetros que quedaron en su rodilla pulverizaron y rebanaron tendones y cartílagos. La sangre llenó el espacio que había entre la pantorrilla y el relleno de fieltro que la envolvía.

El yunque del escudo no sintió dolor alguno. Una claridad brutal dominaba sus pensamientos. Su dios estaba con él en sus momentos finales. Con él y con el valiente e indómito caballo de guerra que estaba debajo.

La sacudida lateral de la bestia cesó cuando el animal (una vez arrancada la lanza) se enderezó a pesar de la sangre que le brotaba del pecho. El animal se abalanzó, aplastó los cuerpos que encontró en su camino y se abrió paso entre coces, desgarros y patadas hacia lo que parecía (de forma imposible a ojos de Itkovian) una avenida despejada, un lugar donde solo aguardaban cuerpos inmóviles. El yunque del escudo, al comprender al fin lo que veía, renovó sus esfuerzos. El enemigo se estaba fundiendo por todos lados. Los gritos y el choque del hierro resonaban con un sonido salvaje en el yelmo de Itkovian.

Un momento después, el caballo encontró espacio abierto y se tambaleó, los cascos agitaron el aire al levantarse sobre las patas traseras, no de rabia en esa ocasión, sino para celebrar su triunfo.

El dolor llegó cuando Itkovian se hundió sobre el cuello blindado del animal. Un dolor que no se parecía a nada de lo que hubiera sufrido hasta entonces. Seguía teniendo la pica clavada en la espalda, la hoja partida del cuchillo en el centro de la rodilla izquierda y el hacha enterrada en los restos destrozados de la clavícula. Apretó las mandíbulas, consiguió sofocar las cabezadas de su animal, pudo al fin hacer girar el caballo y mirar, una vez, al cementerio.

Ante su mirada incrédula las Espadas Grises se estaban abriendo paso a cuchilladas entre los cuerpos que los habían enterrado, se alzaban como si salieran de un túmulo de cadáveres, silenciosos como fantasmas, los movimientos bruscos, como si se estuvieran desprendiendo con uñas y dientes del sueño tras una pesadilla aterradora. Solo se veía una docena, pero eran doce más de lo que el yunque del escudo habría creído posible.

Unas botas se acercaron con paso seco a Itkovian. Parpadeó para espantar el sudor granuloso de los ojos e intentó concentrarse en las figuras que comenzaban a rodearlo.

Espadas Grises. Sobrevestas ajadas y manchadas, los rostros jóvenes y pálidos de reclutas capan.

Y después, sobre un caballo que solo podía compararse al suyo, la espada mortal. Brukhalian, con armadura negra, el cabello negro convertido en una melena salvaje y salpicada de sangre, la espada sagrada de Fener en una enorme mano protegida por un guantelete.

Se había levantado la celada. Los ojos oscuros se clavaron en el yunque del escudo.

—Mis disculpas, señor —bramó Brukhalian al tirar de las riendas a su lado—, por nuestra tardanza.

Tras la espada mortal, Itkovian vio a Karnadas, que llegaba a toda prisa. Su rostro, demacrado y pálido como el de un cadáver, era bello, no obstante, a los ojos del yunque del escudo.

—¡Destriant! —jadeó mientras se removía en su silla—. Mi caballo, señor… mis soldados…

—Fener está conmigo, señor —respondió Karnadas con voz temblorosa—. Encontrarás respuesta en mí.

El mundo se oscureció entonces. Itkovian sintió un tirón repentino de manos a su espalda, como si hubiera caído entre sus brazos. Mientras le daba vueltas a eso, sus pensamientos vagaron libres, mi caballo… mis soldados… y después se hundieron en el olvido.

Derribaron a golpes las endebles contraventanas y se metieron por las habitaciones que había sobre el piso bajo. Se deslizaron por el túnel de cuerpos apilados que, en otro tiempo, habían sido las escaleras. Los colmillos de hierro de Rezongo estaban desafilados, mellados y ahuecados. Se habían convertido en palos desdentados entre sus manos. Dominaba el pasillo principal e iba creando barricadas poco a poco, de forma metódica, con carne que comenzaba a enfriarse y huesos rotos.

El cansancio no abrumaba sus brazos ni embotaba su agudeza. Su respiración permanecía firme, solo un poco más profunda de lo habitual. Sus antebrazos mostraban un extraño dibujo de manchas de sangre, con púas y franjas, la sangre se ennegrecía y parecía filtrarse por su piel. Pero él permanecía indiferente a todo.

Había videntes del Dominio repartidos entre la marea humana de los Tenescowri. Probablemente arrastrados sin poder evitarlo. Rezongo derribaba campesinos para poder acercarse a ellos. Era su único deseo. Enfrentarse a ellos. Matarlos. El resto era simple paja irritante que se ponía en su camino. Un impedimento para conseguir lo que quería.

Si se hubiera visto la cara, apenas la habría reconocido. Franjas ennegrecidas bajaban desde sus ojos hasta las barbudas mejillas. Un color leonado le veteaba la propia barba. Tenía el iris del color de la hierba de las praderas marchita por el sol.

Su milicia alcanzaba ya los cien hombres, figuras silenciosas que eran simples extensiones de su voluntad. Lo miraban asombrados sin cuestionarlo jamás. Sus rostros brillaban cuando él posaba la mirada en ellos. Tampoco le sorprendía, y no se dio cuenta de que la luz que veía era un espejo, que aquellos hombres no hacían más que reflejar aquella emanación pálida y sin embargo extrañamente tropical de sus ojos.

Rezongo estaba satisfecho. Estaba respondiendo a todo aquello que había sufrido Piedra, que luchaba en ese momento al lado de su segundo al mando, aquel pequeño y nervudo soldado lestari que dominaba la escalera posterior del bloque de pisos. Piedra y él no se habían encontrado más que una vez desde que se habían retirado a aquel edificio horas antes. Y el encuentro lo había conmocionado, lo había sacudido en lo más profundo de su alma, era como si lo hubieran despertado de repente, como si durante todo ese tiempo su alma hubiera permanecido agazapada en su interior, oculta, silenciosa, mientras una fuerza desconocida e implacable gobernaba sus miembros, cabalgaba en la sangre que bombeaba en sus venas. Aquella mujer seguía rota, las bravatas arrancadas habían revelado el semblante humano, dolorosamente vulnerable, profundamente herido, que había en el fondo.

Ese reconocimiento había disparado un resurgimiento de deseo frío en el interior de Rezongo. Aquella mujer era una deuda que solo había empezado a pagar. Y fuera lo que fuera lo que la había inquietado a ella al volverse a encontrar de nuevo, bueno, no cabía duda de que la mujer había comprendido de algún modo los colmillos desnudos y las garras desenvainadas de su deseo. Una reacción razonable, solo inquietante en la medida que merecía serlo.

El decrépito y antiguo edificio daru albergaba en ese momento una tormenta de muerte que levantaba vientos de cólera, terror y agonía, unos vientos que se retorcían y agitaban por cada pasillo, en cada habitación por pequeña que fuese. Fluía despiadada y sin cesar. Igualaba, en cada detalle, el mundo de la mente de Rezongo, el mundo de los confines de su cráneo.

No existían contradicciones entre la realidad de aquel mundo exterior y el de su paisaje interno. Una verdad que era imposible comprender, solo se podía intuir. Un entendimiento visceral vislumbrado por menos de un puñado de los seguidores de Rezongo, entre ellos el teniente lestari.

Sabía que había penetrado en un lugar desprovisto de cordura. Sabía, de algún modo, que él y el resto de la milicia existían ya más dentro de la mente de Rezongo que en el mundo real. Luchaban con habilidades que jamás habían poseído. No se cansaban. No gritaban, ni chillaban, ni siquiera ladraban órdenes o gritos de ánimo. No había necesidad de gritos de ánimo, nadie se desmoronaba, nadie se desviaba. Los que morían caían en donde estaban, silenciosos como autómatas.

En los pasillos de la planta baja los cuerpos llegaban a la altura del pecho. En algunas habitaciones ni siquiera se podía entrar. La sangre corría entre la multitud como un río carmesí que fluyera bajo la superficie de la tierra y se filtrara entre lentes ocultas de gravilla, bolsas de arena, peñascos enterrados; se filtraba allí, en ese pavoroso edificio, alrededor de huesos, carne, armaduras, botas, sandalias, armas y yelmos. Apestaba como una alcantarilla, densa como el flujo en el drenaje de un cirujano.

Los atacantes al fin se echaron atrás, tambaleantes, se retiraron por las escaleras casi bloqueadas y salieron arrastrándose por las ventanas. Miles más esperaban fuera, pero la retirada atascaba sus accesos. Un momento de paz envolvió el edificio.

Mareado, el teniente lestari se abrió camino serpenteando por el pasillo principal en busca de Rezongo. Las franjas de los brazos de su jefe resplandecían, las hojas de sus alfanjes eran de un color blanco amarillento (colmillos ya, en verdad); Rezongo le dirigió una mirada salvaje y felina al lestari.

—Renunciamos a este piso —dijo Rezongo mientras sacudía la sangre de sus hojas.

Los restos destrozados de varios videntes del Dominio rodeaban al capitán de la caravana. Guerreros con armadura hechos pedazos, literalmente.

El teniente asintió.

—Ya no nos queda espacio para maniobrar.

Rezongo encogió los hombros inmensos.

—Tenemos dos pisos más por encima. Después el tejado.

Los ojos de los dos hombres se encontraron durante un momento, el teniente sintió un escalofrío y una sensación cálida a la vez con lo que vio en el interior de las ranuras verticales de las pupilas de Rezongo. Un hombre al que temer… un hombre al que seguir… un hombre al que amar.

—Eres la espada mortal de Trake —dijo.

El enorme daru frunció el ceño.

—Piedra Menackis.

—No sufre más que heridas leves, capitán, y se ha trasladado al siguiente rellano.

—Bien.

Cargados con sacos de comida y bebida, la milicia se estaba reuniendo; la orden para hacerlo había sido tácita, al igual que había sido tácita cada vez que se había producido la reunión. El lestari comprobó que más de veinte habían caído en el último combate. Perdemos ese número en cada piso. Para cuando lleguemos al tejado, no quedaremos más que una veintena. Bueno, con eso debería haber más que suficientes para defender una única trampilla. Para defenderla hasta el abismo de la noche definitiva.

Los seguidores silenciosos estaban recogiendo armas que pudieran utilizar y trozos de armadura, sobre todo de los videntes del Dominio. El lestari observó con los ojos apagados a una mujer capan que tomaba un guantelete que todavía conservaba la mano, uno de los alfanjes de Rezongo se la había arrancado con tosquedad a la muñeca de su dueño; la mujer sacó con calma la mano del guante escamado y se lo puso.

Rezongo pasó por encima de los cuerpos de camino a la escalera.

Era hora de retirarse al siguiente nivel, era hora de tomar el mando de las habitaciones exteriores con sus ventanas de contraventanas endebles, las escaleras de atrás y las escaleras centrales. Es hora de meter más almas todavía por la garganta atascada y atragantada del Embozado

En las escaleras, Rezongo hizo entrechocar los alfanjes.

Fuera, una marea de sonido resurgía…

Brukhalian permanecía a horcajadas sobre su enorme caballo de guerra empapado de sudor, observaba a los físicos del destriant, que arrastraban a un Itkovian que apenas era capaz de respirar hasta un edificio cercano que serviría, al menos durante una campanada o dos, como casa de socorro. El propio Karnadas, que recurría una vez más a su enfebrecida senda Denul, había dominado la hemorragia del pecho del caballo del yunque del escudo.

A las Espadas Grises supervivientes que quedaban en el cementerio las estaban ayudando a salir las propias compañías de la espada mortal. Allí también había heridas que atender, pero las que eran letales ya se habían llevado a sus víctimas. Apartaban los cadáveres en una búsqueda frenética de más supervivientes.

Los físicos que llevaban a Itkovian se enfrentaban en ese momento a la tarea de quitar el hierro incrustado en el yunque del escudo; unas armas que, al permanecer clavadas, habían con toda probabilidad salvado la vida del hombre. Y Karnadas permanecería a mano para la operación, para restañar la sangre que brotaría de cada herida a medida que fueran extrayendo el hierro.

Los ojos firmes y duros de Brukhalian siguieron al destriant cuando salió tambaleándose en pos de sus físicos. Karnadas había ido demasiado lejos, había recurrido demasiado a su senda, demasiado y con demasiada frecuencia. Su cuerpo había comenzado su rendición inevitable. Las magulladuras marcaban las articulaciones de los brazos, los codos, las muñecas, los dedos. En su interior, las venas y las arterias se estaban convirtiendo en estopilla y la filtración de sangre por el músculo y las cavidades se iría haciendo cada vez más profunda. El flujo de Denul estaba desintegrando todo aquello por lo que corría, el cuerpo del propio sacerdote.

Brukhalian sabía que el destriant moriría antes del amanecer.

Sin embargo, antes de que eso ocurriera, Itkovian estaría curado, recompuesto de una forma brutal sin reparar en el trauma mental que acompaña a todas las heridas. El yunque del escudo asumiría el mando una vez más, pero no como el hombre que había sido.

La espada mortal era un hombre duro. El destino de sus amigos era una certeza despojada de cualquier emoción. Era como tenía que ser.

Se irguió en la silla y examinó la zona para valorar la situación. El ataque contra el cuartel había sido repelido. Los Tenescowri se habían desmoronado y no quedaba ninguno en pie a la vista. No en todas partes era así, como bien sabía Brukhalian. Las Espadas Grises habían sido prácticamente borradas del mapa como ejército organizado. Seguramente quedarían bolsas de resistencia, pero serían contadas. A todos los efectos, Capustan había caído.

Un mensajero montado se acercó desde el noroeste. El caballo saltaba sobre los montículos de cuerpos que salpicaban la avenida y ralentizó el paso al acercarse a las compañías de la espada mortal.

Brukhalian le hizo un gesto con la hoja a la joven mujer capan que se detuvo delante de él.

—¡Señor! —jadeó la joven—. ¡Traigo recado de Rath’Fener! ¡Un mensaje que me pasó un acólito!

—Oigámoslo entonces, señora.

—¡El salón del vasallaje ha sido asaltado! Rath’Fener invoca la octava orden de la revelación. Debes acudir con toda tu compañía en su ayuda. Rath’Fener se arrodilla ante tus cascos, ¡tienes que ser los dos colmillos de su sombra y la de Fener!

Brukhalian entrecerró los ojos.

—Señora, ese acólito se las arregló para dejar el salón del vasallaje para poder transmitir la invocación sagrada de su sacerdote. Dada la hechicería protectora que rodea el edificio, ¿cómo se las arregló?

La joven sacudió la cabeza.

—No lo sé, señor.

—Y tú tuviste que cruzar toda la ciudad para llegar aquí, ¿te encontraste con muchos obstáculos?

—Ningún ser vivo se interpuso en mi camino, señor.

—¿Puedes explicarlo?

—No, señor, no puedo. La fortuna de Fener, quizá…

Brukhalian la estudió un momento más.

—Recluta, ¿quieres unirte a nosotros en este rescate?

La joven parpadeó y después asintió poco a poco.

—Sería un honor para mí, espada mortal.

La respuesta del comandante fue un susurro brusco y apenado que solo profundizó el evidente desconcierto de la joven.

—Como lo será para mí, señora. —Brukhalian se bajó la celada y se giró para dirigirse a sus seguidores—. ¡La undécima crin, que permanezca con el destriant y sus físicos! —ordenó—. El resto de las compañías, ¡en marcha hacia el salón del vasallaje! ¡Rath’Fener ha invocado la revelación y debemos responder! —Después desmontó y le entregó las riendas de su caballo de guerra a la mensajera—. He cambiado de opinión —dijo con voz profunda—. Vas a permanecer aquí, señora, para proteger a mi destriant, y también para informar al yunque del escudo de mi situación una vez que despierte.

—¿Tu situación, señor?

—No tardarás en saberla, recluta. —La espada mortal miró a sus tropas una vez más. Los soldados habían formado y esperaban en silencio. Cuatrocientas espadas grises, quizá los últimos que quedan vivos—. Señores —les preguntó Brukhalian—, ¿estáis todos preparados?

Un oficial veterano le contestó entre dientes.

—Listos para intentarlo, espada mortal.

—¿Y eso qué significa? —preguntó el comandante.

—Debemos cruzar media ciudad, señor. No lo conseguiremos.

—Supones que encontraremos obstáculos en nuestro camino al salón del vasallaje, Nilbanas, ¿no es así?

El viejo soldado frunció el ceño y no dijo nada.

Brukhalian echó mano de su escudo, que esperaba a su lado, en manos de un edecán.

—Yo me pondré en cabeza —dijo—. ¿Me seguís?

Todos los soldados asintieron y la espada mortal vio en esas caras medio cubiertas por las celadas el surgimiento de una conciencia, una certeza que él ya tenía. No habría regreso del viaje que estaban a punto de emprender. Contra algunas corrientes, como bien sabía, no se podía luchar.

Tras atarse el gran escudo de bronce plateado al brazo izquierdo y sujetar con firmeza la empuñadura de su espada sagrada, Brukhalian se adelantó. Sus Espadas Grises fueron tras él. La espada mortal eligió el camino más recto, sin reducir el paso ni siquiera al cruzar las plazas abiertas salpicadas de cadáveres.

El murmullo bajo y profundo de la humanidad se oía por todas partes. Sonidos aislados de batalla, el desmoronamiento de edificios en llamas y el rugido de los incendios incontrolables, calles en las que se hundían hasta las rodillas en cadáveres, escenas del pozo infernal del Embozado que pasaban a su lado mientras ellos continuaban su marcha, como si estuvieran desenrollando dos tapices tejidos por un artesano loco de alma torturada.

Pero no encontraron obstáculos en su camino.

Cuando se acercaron al salón del vasallaje, envuelto en su aura, el veterano apretó el paso para acercarse a Brukhalian.

—Oí las palabras de la mensajera, señor…

—Soy consciente de ello, Nilbanas.

—No pueden ser de verdad de Rath’Fener…

—Pero lo son, señor.

—¡Entonces el sacerdote nos traiciona!

—Sí, viejo amigo, nos traiciona.

—¡Ha profanado la revelación más secreta de Fener! Por todos los colmillos, señor…

—Las palabras de la revelación son más grandes que él, Nilbanas. Son las palabras de Fener.

—¡Pero él las ha retorcido y convertido en algo maligno, señor! ¡No deberíamos obedecer!

—El crimen de Rath’Fener tendrá respuesta, pero no se la daremos nosotros.

—¿A costa de nuestras vidas?

—Sin nuestras muertes, señor, no habría crimen. Así pues, tampoco el castigo adecuado.

—Espada mortal…

—Estamos acabados, amigo mío. Pero de esta manera, elegimos el significado de nuestras muertes.

—Pero… ¿qué gana él? Traicionar a su propio dios…

—Sin duda —dijo Brukhalian con una sonrisa privada y lúgubre—, su propia vida. Por un tiempo. Si la hechicería protectora del salón del vasallaje se partiera, si conquistaran el Consejo de Máscaras, él podrá evitar los horrores que les aguardan a sus compañeros. A él le parece un intercambio que merece la pena.

El veterano sacudía la cabeza.

—Y Fener permite que sus palabras asuman el peso de la traición. ¿Tan noble será su bestial semblante cuando al fin arrincone a Rath’Fener?

—Nuestro dios no será el que imponga el castigo, Nilbanas. Tienes razón, no podría hacerlo de forma totalmente consciente, pues es una traición que lo hiere en lo más profundo, lo deja debilitado y vulnerable de un modo trascendental, señor.

—Entonces —el hombre casi sollozaba—, entonces, ¿quién será la mano que nos vengue, Brukhalian?

Si acaso, la sonrisa de la espada mortal se hizo más lúgubre todavía.

—Seguro que en estos mismos momentos el yunque del escudo ya está recuperando el sentido. Y en pocos instantes escuchará el informe de la mensajera y lo comprenderá todo. Nilbanas, la mano que nos vengue será la de Itkovian. ¿Qué te preocupa ahora, viejo amigo?

El soldado se quedó en silencio durante unos cinco metros más. Ante ellos se encontraba la explanada abierta que se abría ante la entrada del salón del vasallaje.

—Estoy sereno, señor —dijo con voz profunda y satisfecha—. Estoy sereno.

Brukhalian golpeó la espada contra el escudo. Un fuego negro iluminó la hoja, chisporroteó y crujió.

—Rodean la explanada que tenemos delante. ¿Entramos?

—Sí, señor, con mucho gusto.

La espada mortal y sus cuatrocientos seguidores entraron sin prisas en la zona abierta, sin vacilar cuando las calles y las bocas de los callejones de todos lados se llenaron a toda prisa con las fuerzas de choque del septarca Kulpath, sus urdomen, videntes del Dominio y betaklitas, incluyendo la avenida que acababan de abandonar. Aparecieron arqueros en los tejados y los cientos de videntes del Dominio que había tirados ante la puerta del salón del vasallaje, fingiéndose muertos, se levantaron con las armas listas.

Junto a Brukhalian, Nilbanas bufó.

—Patético.

La espada mortal gruñó con una carcajada que oyeron todos.

—El septarca se considera muy listo, señor.

—Y a nosotros imbéciles y honorables.

—Sí, y eso es lo que somos, ¿no es cierto, viejo amigo?

Nilbanas levantó la espada y lanzó un rugido triunfal. Con la hoja dibujando un torbellino sobre su cabeza, giró en redondo y llevó a cabo su danza de alegre desafío. Las Espadas Grises unieron los escudos y los extremos se entrelazaron para rodear a la espada mortal y preparar su última batalla en el centro de la explanada.

El veterano permaneció fuera, todavía girando, todavía rugiendo con la espada en el aire.

Cinco mil painitas y el propio septarca los contemplaban maravillados, sin poder creerlo, profundamente alarmados por las patadas bestiales y salvajes de aquel hombre que aporreaba los adoquines. Después, con una mueca silenciosa de desdén, Kulpath se sacudió el desconcierto y levantó un guantelete.

Y lo bajó de golpe.

El aire de la explanada se ennegreció cuando mil quinientos arcos susurraron como uno solo.

Itkovian abrió los ojos de repente y oyó el susurro. Vio, con una visión que llenaba su conciencia y excluía todo lo demás, las cabezas recubiertas de púas que caían sobre la tortuga de escudos que eran las Espadas Grises. Los astiles penetraban por algunos lugares. Los soldados se tambaleaban y caían plegados sobre sí mismos.

Nilbanas, alcanzado por más de un centenar de flechas, giró de golpe una última vez entre una calima de gotas de sangre y después se derrumbó.

Una masa rugiente de soldados de infantería painita se precipitó sobre la explanada y se estrelló contra los escudos trabados de las Espadas Grises supervivientes, que luchaban por cerrar las brechas que quedaban en sus filas. La plaza terminó hecha pedazos, destrozada. La batalla se convirtió en una masacre.

Todavía en pie, el torbellino de la hoja de la espada mortal bramaba con un fuego negro. Tachonado de astiles de flechas, el comandante se alzaba como un gigante entre niños salvajes.

Y siguió luchando.

Las picas lo perforaban y lo levantaban por los aires. El brazo de la espada bajaba con fuerza y atravesaba con golpes secos los astiles para aterrizar entre cuerpos que se retorcían.

Itkovian vio que un hacha de doble hoja separaba el brazo izquierdo de Brukhalian de su cuerpo, por el hombro; la sangre brotó como un torrente del brazo rebanado y todavía cargado con el escudo, que cayó al suelo y se contrajo con un espasmo por el codo, como lo haría el miembro desmembrado de un insecto.

El enorme hombre se ladeó hacia la derecha.

Más lanzas lo atravesaron y le desgarraron el torso.

La mano que empuñaba la espada no vaciló. La hoja ardiente continuaba extendiendo las llamas que todo lo devoraban e incineraban a su paso. Los chillidos llenaban el aire.

Se acercaron los urdomen con sus espadas cortas y pesadas y empezaron a repartir golpes contundentes.

Los intestinos de la espada mortal, enredados en la punta de una espada, se desplegaron de sus entrañas como una serpiente. Otra hacha se estrelló sobre la cabeza de Brukhalian y partió el pesado yelmo de hierro, después el cráneo y después la cara del hombre.

La espada ardiente estalló en un destello oscuro y los fragmentos derribaron a unos cuantos painitas más.

El cadáver que era la espada mortal de Fener se tambaleó, erguido, un momento más, desgarrado por completo, casi sin cabeza y después se hincó de rodillas poco a poco, con la espada encorvada; un espantapájaros empalado por una docena de picas y un sinfín de flechas.

Arrodillado y al fin inmóvil, entre las sombras más profundas del salón del vasallaje; los painitas se fueron retirando poco a poco (la ira de la batalla desaparecida, algo silencioso y horrendo había ocupado su lugar) y se quedaban mirando aquella criatura hecha pedazos que había sido Brukhalian… y la aparición alta y apenas sólida que tomaba forma delante de la espada mortal. Una figura envuelta en una túnica negra con capucha y las manos ocultas en los pliegues raídos de unas mangas muy anchas.

El Embozado. El Rey de la Gran Casa de Muerte… ha venido a recibir el alma de este hombre. En persona.

¿Por qué?

Un momento después, el señor de la Muerte había desaparecido. Pero nadie se movió.

Empezó a llover. Con fuerza.

De rodillas, con una sangre aguada manchando la armadura negra que hacía que los eslabones de hierro de la cota de malla resplandecieran con un color carmesí.

Otro par de ojos compartía la visión interna de Itkovian, ojos que él conocía bien. Y en la mente del yunque del escudo se alzó una satisfacción fría y en su mente se dirigió a aquel otro testigo y supo, sin sombra de duda, que oía sus palabras.

Te tengo, Rath’Fener.

Eres mío, traidor.

Mío.

El gavilán viró entre las nubes cargadas de lluvia y azotadas por el viento, sintió las gotas como clavos que le magullaban las alas y la cola extendida. Llamas refulgentes que resplandecían en la ciudad, más abajo, entre aquellos edificios grises que se iban ennegreciendo.

El día terminaba ya, pero el horror no se detenía. La mente de Buke estaba aturdida por todo lo que había presenciado y la distancia que le permitía poner su forma soletaken no era ningún alivio. Aquellos ojos eran muy perspicaces, demasiado.

Realizó un giro brusco justo encima de la finca que daba cobijo a Bauchelain y Korbal Espita. La verja era una masa de cuerpos. Las torres de las esquinas, ornamentales en su mayor parte, y los pasajes que atravesaban las murallas del complejo estaban ocupadas por centinelas silenciosos, oscuros e inmóviles bajo la lluvia.

El ejército de cadáveres animados de Korbal Espita había crecido. Cientos de Tenescowri habían abierto una brecha en la puerta y habían entrado en masa poco antes. Bauchelain los había recibido con oleadas de hechicería letal, una magia que ennegrecía su carne, la agrietaba y luego la retorcía en tiras que se les desprendían de los huesos. Mucho después de haber muerto, el hechizo continuaba con su cruel trabajo hasta que los adoquines quedaron enterrados bajo polvo carbonizado.

Habían hecho dos intentos más, cada uno más desesperado que el anterior. Asaltados por la hechicería y la crueldad implacable de los guerreros no muertos, los Tenescowri al fin se habían retirado y habían huido aterrorizados. A una compañía de beklitas no le fue mucho mejor pocas horas después. En ese momento, con el atardecer que lo barría todo tras la lluvia, en las calles que rodeaban la finca solo quedaban los muertos.

Con las alas cansadas, Buke trepó por los aires una vez más y siguió la avenida principal del Distrito Daru hacia el oeste.

Bloques de pisos destripados, humo que ondeaba entre los escombros, el lametazo intermitente de las llamas. Multitudes airadas de Tenescowri, hogueras inmensas en las que asaban carne humana en espetones. Pelotones errantes y compañías de scalandi, beklitas y betaklitas, urdomen y videntes del Dominio.

Desconcertados, furiosos, preguntándose dónde se han metido los ciudadanos de Capustan. Oh, ya sois dueños de la ciudad, pero os sentís engañados de todos modos.

Tenía una visión aguda, pero le estaba fallando bajo la luz que se desvanecía. Al sureste, entre la neblina de lluvia y humo, se alzaban las torres del palacio del príncipe. Oscuro, aparentemente inviolado. Quizá sus habitantes todavía resistían. O quizás era, una vez más, un edificio sin vida que albergaba ya solo fantasmas. Un lugar que había regresado a la comodidad del silencio que había reinado en él durante siglos, antes de la llegada de los capan y los daru.

Buke volvió la cabeza y vislumbró un bloque de pisos justo a su izquierda. Lo rodeaban los incendios, pero parecía que la achaparrada estructura desafiaba a las llamas. Bajo el fulgor de las hogueras avivadas descubrió cuerpos desnudos pintados de rojo. Cuerpos que llenaban las calles y callejones circundantes.

No, tiene que ser un error. Me engañan mis ojos. Esos muertos yacen en medio de los escombros. No puede ser de otro modo. Dioses, la planta baja del edificio ni siquiera se ve. Enterrada. Escombros. No, son cuerpos amontonados hasta esa altura… oh… ¡por el abismo sin fondo!

Se trataba del edificio donde Rezongo había tomado una habitación.

Y, asaltado por las llamas, no se quemaba.

Y allí, iluminado desde el suelo, las paredes lloraban.

No agua, sino sangre.

Buke se acercó un poco más dibujando círculos y cuanto más se acercaba, más se horrorizaba. Vio ventanas sin contraventanas en el primer piso visible. Ventanas repletas de cuerpos. Lo mismo en el piso siguiente y en el que tenía encima, justo debajo del tejado.

Se dio cuenta de que el edificio entero era una entidad casi sólida. Una masa de carne y hueso que filtraba por las ventanas lágrimas de sangre y bilis. Un mausoleo gigante, un monumento dedicado a ese día.

Avizoró figuras en el tejado. Una docena, acurrucadas bajo toldos improvisados y simples cobertizos. Y una, separada de los demás, con la cabeza inclinada como si estudiara el horror que invadía la calle. Alto, grande. Unos hombros amplios e inclinados. Extrañamente recubierto de sombras. Un alfanje le colgaba de cada mano enguantada, armas desnudas que resplandecían como el hueso.

Tras él, a una decena de metros habían alzado un estandarte sostenido sobre las cabezas de todos por fardos de lo que podrían ser paquetes de alimentos como los que daban las Espadas Grises a sus soldados. Empapada, amarilla y manchada de sangre, con franjas oscuras, la túnica de un niño.

Buke se acercó un poco más y después se dio la vuelta. No estaba listo. No para Rezongo. No para el hombre que era, el hombre en el que se había convertido. Una terrible transformación… una víctima más de este asedio.

Como lo somos todos.

Itkovian parpadeó y luchó por encontrarle sentido a su entorno. Un techo bajo y manchado de humedad, el olor a carne cruda. La luz amarilla de un farol, el peso de una manta de lana tosca en el pecho. Estaba echado en un catre estrecho y alguien le sostenía la mano.

Giró poco a poco la cabeza e hizo una mueca ante la punzada de dolor que el movimiento le provocó en el cuello. Curado, pero no curado. La sanación… incompleta

Karnadas se encontraba a su lado, en cuclillas y medio derrumbado, plegado sobre sí mismo e inmóvil, la testa pálida y arrugada de su cabeza inclinada estaba al mismo nivel que los ojos de Itkovian.

La mano que se aferraba a la suya era huesos y piel seca y moribunda, fría como el hielo.

El yunque del escudo la apretó con suavidad.

La cara del destriant, cuando la levantó, era esquelética, la piel moteada con profundos cardenales que se originaban en las articulaciones de la mandíbula, los ojos inyectados en sangre hundidos en unos pozos del color del carbón.

—Ah —jadeó el hombre—. Te he fallado, señor…

—No me has fallado.

—Tus heridas…

—La carne se ha curado, al menos eso lo siento. El cuello, la espalda, la rodilla. No son ya más que zonas sensibles, señor. Fácil de soportar. —Se incorporó poco a poco y mantuvo la expresión serena a pesar de la agonía que lo atravesaba. Al flexionar la rodilla quedó bañado en sudor, invadido a un tiempo por un escalofrío y mareado. No alteró el gesto firme que sostenía la mano del destriant.

—Tu don siempre me da una lección de humildad, señor.

Karnadas apoyó la cabeza en el muslo de Itkovian.

—Estoy acabado, amigo mío —susurró.

—Lo sé —respondió el yunque del escudo—. Pero yo no.

La cabeza del destriant se movió en un asentimiento, pero no la levantó.

Itkovian miró a su alrededor. Otros cuatro catres, cada uno con un soldado. Unas mantas toscas les cubrían las caras. Dos de los físicos del sacerdote estaban sentados en el suelo reseco de sangre con la espalda apoyada en la pared, los ojos cerrados, sumidos en el sueño de los agotados. Cerca de la puerta de la pequeña habitación se encontraba una mensajera de las Espadas Grises, capan a juzgar por los rasgos que se distinguían bajo el borde del yelmo. Había visto una versión más joven de aquella mensajera entre los reclutas… quizás una hermana.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? ¿Lo que oigo es lluvia?

Karnadas no respondió. Ninguno de los cirujanos se despertó. Después de un momento, la mensajera se aclaró la garganta.

—Señor, falta menos de una campanada para medianoche. La lluvia llegó con el atardecer.

Con el atardecer y con la muerte de un hombre. La mano que sostenía la suya iba debilitándose por momentos.

—¿Cuántos soldados hay aquí, señora? ¿Cuántos tengo todavía bajo mi mando?

La joven hizo una mueca.

—Hay ciento treinta y siete en total, señor. De ellos, noventa y seis son reclutas. De las crines que se encontraban contigo en el cementerio, sobreviven once soldados.

—¿Nuestro cuartel?

—Ha caído, señor. La estructura arde.

—¿El palacio de Jelarkan?

La mujer sacudió la cabeza.

—No hay noticia, señor.

Itkovian se desprendió con cuidado de la mano inerte de Karnadas y bajó la cabeza para mirar la figura inmóvil. Acarició los mechones del cabello del hombre. Pasaron unos momentos y luego el yunque del escudo rompió el silencio.

—Búscame un ordenanza, señora. El destriant ha muerto.

Los ojos femeninos lo miraron muy abiertos.

—Se une a nuestra espada mortal, Brukhalian. Se acabó.

Tras esas palabras, Itkovian puso las botas en el suelo y estuvo a punto de desmayarse de dolor al forzar la rodilla destrozada. Aspiró una bocanada profunda y temblorosa de aire y se irguió poco a poco.

—¿Queda algún armero?

—Un aprendiz, señor —respondió la mensajera después de un momento, con un tono quebradizo como el cuero quemado.

—Necesito una abrazadera para la rodilla, señora. Lo que sea que pueda improvisar.

—Sí, señor —susurró la mujer—. Yunque del escudo…

El hombre hizo una pausa en su búsqueda de su sobrevesta y la miró. La mujer se había quedado pálida como la muerte.

—Yo… yo doy voz a la decimotercera ley de la revelación. Solicito… un justo castigo. —Estaba temblando.

—¿Castigo, señora? ¿Cuál ha sido tu crimen?

—Entregué el mensaje. El del acólito de Rath’Fener. —La mensajera se tambaleó ante sus propias palabras, la armadura tintineó cuando apoyó la espalda en la puerta—. ¡Que Fener me perdone! ¡Envié a la espada mortal a una muerte segura!

Los ojos de Itkovian se entrecerraron y la estudió.

—Eres la recluta que me acompañó a mí y a mis alas en la última salida por la llanura. Has de disculparme, señora, por no reconocerte antes. Debería haber anticipado la… experiencia intermedia, escrita con tanta claridad en tu rostro. Te deniego la posibilidad de invocar la revelación, soldado. Ahora búscame a ese ordenanza y al aprendiz.

—Pero señor…

—Brukhalian no fue engañado. ¿Lo entiendes? Es más, tu presencia en esta habitación demuestra tu inocencia en ese asunto. Si hubieras formado parte de la traición, habrías cabalgado con él y bajo su mando. Y se habrían ocupado de ti como corresponde. Ahora vete. No podemos quedarnos aquí mucho más.

El yunque del escudo hizo caso omiso de las lágrimas que corrían por el rostro manchado de barro de la mujer y se dirigió lentamente a la armadura desmontada que le habían quitado. Un momento después, la mensajera se dio la vuelta, abrió la puerta y huyó por el pasillo.

Itkovian hizo una pausa en su andar vacilante y miró a los físicos dormidos.

—Soy el portador del dolor de Fener —entonó en un susurro—. Soy mi voto encarnado. En esto y en todo lo que conlleva. Todavía no hemos terminado. Todavía no he terminado. Mirad, no me rindo ante nada. —Después se irguió, nuevamente sin expresión alguna en la cara. Su dolor se fue retirando. En poco tiempo sería irrelevante por completo.

Ciento treinta y siete caras miraban al yunque del escudo bajo sus armaduras. Bajo la lluvia incesante él contempló a su vez las filas que habían formado en la calle oscura. Quedaban dos caballos de batalla, el suyo (la herida del pecho era un verdugón rojo, pero el fuego no se había apagado en sus ojos) y el destrero negro de Brukhalian. La mensajera sostenía las riendas de ambos.

Habían atado unas tiras de una coraza de bandas a ambos lados de la rodilla dañada de Itkovian, lo que le proporcionaba flexibilidad suficiente para poder montar y caminar, además de proporcionarle un apoyo vital cuando permanecía en pie. Los desgarros de la sobrevesta de malla los habían arreglado con alambre de cobre, el peso de la manga solo era perceptible en el brazo izquierdo, no tenía mucha fuerza en él y sentía la piel que tenía entre el cuello y el hombro tensa y caliente sobre el tejido incompleto y cicatrizado que quedaba debajo. Le habían colocado unas tiras para sujetarle el brazo en ángulo cuando cogía el escudo.

—Espadas Grises. —El yunque del escudo se dirigió a ellos—. Tenemos trabajo que hacer. Nuestro capitán y sus sargentos os han formado en diferentes pelotones. Nos dirigimos al palacio del príncipe. El viaje no es largo. Parece que el enemigo está reunido en su mayor parte alrededor del salón del vasallaje. Si nos encontráramos con bandas errantes, sin embargo, serán seguramente pequeñas y con toda probabilidad Tenescowri y por tanto mal armadas y sin adiestramiento. Marchad, por tanto, preparados para todo. —Itkovian miró entonces a su única capitana, solo días antes había sido la sargento mayor responsable de la instrucción de los reclutas capan—. Señora, dispón los pelotones.

La mujer asintió.

Itkovian se dirigió a su caballo. Ya le habían preparado un bloque improvisado para ayudarlo a montar y facilitar la transición hasta la silla. Tras aceptar las riendas de manos de la mensajera, el yunque del escudo la miró desde su altura.

—El capitán caminará con sus soldados, señora —dijo—. El caballo de la espada mortal tendría que montarlo alguien. La yegua es tuya, recluta. El animal conocerá tu capacidad por tu forma de montarla y responderá en consecuencia para garantizar tu seguridad. No te servirá de nada desafiarla.

La joven asintió con lentitud, con un parpadeo.

—Monta entonces, señora, y cabalga a mi lado.

La rampa que llevaba a la entrada estrecha y arqueada del palacio de Jelarkan estaba vacía, barrida por completo. Las verjas mismas habían quedado reducidas a pedazos. La luz tenue de las teas resplandecía en la antecámara que había justo detrás. Ni un solo soldado permanecía en las murallas o los adarves. Aparte de la lluvia que tamborileaba en los techos, no había más que silencio para recibir a Itkovian y sus Espadas Grises.

Los avanzadillas habían hecho una exploración previa hasta el umbral de la entrada y habían confirmado que no se veía por ninguna parte al enemigo. Ni, al parecer, había sobrevivido ningún defensor. Tampoco había cuerpos.

El humo y el siseo de la bruma llenaban los espacios entre las piedras, cortinas de lluvia del firmamento nocturno. Todos los sonidos de los combates de las otras secciones habían desaparecido.

Brukhalian había pedido seis semanas. Itkovian le había dado menos de tres días. Aquella verdad lo reconcomía por dentro, como si una hoja o la punta de una flecha rota continuara en su cuerpo, algo que no hubieran visto los físicos, enterrada en sus tripas, envolviéndole el corazón con una capa de dolor.

Pero no he terminado todavía.

Se aferró a esas palabras. Con la espalda erguida y los dientes apretados. Un gesto del guantelete envió a los primeros exploradores por la verja. Desaparecieron durante un tiempo y luego regresó una única corredora que bajó sin ruido por la rampa donde esperaba Itkovian.

—Señor —le informó la mujer—, hay Tenescowri dentro. En el salón principal, creemos. Se oyen sonidos de un banquete y una fiesta.

—¿Y los accesos están protegidos? —preguntó el yunque del escudo.

—Los tres que hemos encontrado no lo están, señor.

Había cuatro entradas al salón principal de Jelarkan: las puertas dobles que miraban a la verja que había al otro lado de la antecámara, dos portales que flanqueaban el salón en la cámara misma y que llevaban a las habitaciones de los invitados y de la guardia, y un pasaje estrecho y protegido por cortinas que acababa justo detrás del trono del príncipe.

—Muy bien. Capitán, apuesta un pelotón en cada una de las dos entradas laterales. Sin hacer ruido. Seis pelotones aquí, en la verja. Los cinco restantes conmigo.

El yunque del escudo desmontó con cuidado y apoyó la mayor parte del peso en la pierna ilesa. Se tambaleó, no obstante, ante la punzada que le sacudió la columna. La mensajera había seguido su ejemplo y se colocó a su lado. Itkovian exhaló un lento suspiro y la miró.

—Tráeme el escudo —dijo con los dientes apretados.

Otro soldado la ayudó a atar el escudo de bronce al brazo de Itkovian y le pasó el cabestrillo de apoyo por el hombro.

El yunque del escudo se bajó la celada y sacó la espada mientras la capitana les daba órdenes a los cinco pelotones que los rodeaban.

—Las ballestas a segunda línea, manteneos agachados y las armas amartilladas, pero más bajas todavía. Primera línea, escudos superpuestos y espadas en guardia. Celadas bajadas. Señor —la capitana se dirigió a Itkovian—, estamos listos.

El yunque asintió y se dirigió a la recluta.

—Te quiero a mi izquierda. Y ahora, en marcha a mi ritmo.

Subió con paso lento la rampa resbaladiza por la lluvia.

Lo siguieron cincuenta y tres soldados silenciosos.

Entraron en la antecámara, una habitación casi cuadrada de techos altos iluminada por una única antorcha que vacilaba en un soporte colocado en la pared de la derecha. Los dos pelotones asignados a la cámara se dividieron a cada lado cuando el yunque del escudo llevó a sus tropas hacia el amplio pasillo donde esperaban las dos puertas del salón principal. El tamborileo de la lluvia los acompañaba.

Más adelante, ahogado por las gruesas puertas de roble, se oía el sonido de unas voces. Carcajadas teñidas de histeria. El chisporroteo de madera quemada.

Itkovian no se detuvo al llegar a la entrada y utilizó el escudo y el puño de la cota de malla para abrir de un empujón las dos puertas. Cuando el yunque del escudo entró, los pelotones que lo seguían se repartieron para tomar el mando de aquel extremo de la larga y abovedada cámara.

Varias caras se giraron de golpe. Figuras demacradas vestidas con andrajos se levantaron de un salto de las sillas que había a ambos lados de la larga mesa. Los utensilios resonaron y los huesos cayeron al suelo con un golpe seco. Una mujer de cabello revuelto lanzó un chillido y se precipitó con gesto de loca hacia el joven sentado en el trono de Jelarkan.

—Mi dulce madre —dijo el hombre con voz ronca mientras estiraba una mano brillante y manchada de grasa hacia ella, aunque sin apartar un instante los ojos teñidos de amarillo de Itkovian—, ten calma.

La mujer se aferró a aquella mano con las dos suyas y cayó de rodillas entre gimoteos.

—Solo son invitados, madre. Si bien han llegado demasiado tarde al… festín real.

Alguien lanzó una carcajada estridente.

En el centro de la mesa había una enorme fuente de plata sobre la que se había hecho una hoguera con patas de sillas partidas y marcos de cuadros, convertidos en carbón ya la mayoría. Espetados sobre el fuego estaban los restos de un torso humano desollado que ya había dejado de dar vueltas y cuya parte inferior comenzaba a ennegrecerse. Partidos por las rodillas, los dos muslos iban unidos por un alambre de cobre. Los brazos los habían arrancado por los hombros, aunque antes también habían estado atados. Habían dejado la cabeza, partida y carbonizada.

Los cuchillos habían ido rebanando la carne por varios lugares del cuerpo. Muslos, nalgas, pecho, espalda, cara. Pero aquel, como comprendió Itkovian, no había sido un festín nacido del hambre. Los Tenescowri que había en ese salón parecían mejor alimentados que cualquiera que hubiera visto él. No, esa noche, en aquel lugar, se estaba celebrando algo.

A la izquierda del trono, medio oculta en las sombras, había una cruz con forma de equis hecha con dos picas. Sobre ella estaba estirada la piel del príncipe Jelarkan.

—El estimado príncipe estaba muerto antes de que empezáramos a cocinarlo —dijo el joven del trono—. Después de todo, no somos deliberadamente crueles. No eres Brukhalian, pues Brukhalian está muerto. Tienes que ser Itkovian, el supuesto yunque del escudo de Fener.

Aparecieron varios videntes del Dominio detrás del trono, con armaduras pálidas y yelmos, la espalda cubierta por pieles, los rostros ocultos por cestas faciales con rejillas y unas hachas de batalla pesadas en las manos protegidas por guanteletes. Cuatro, ocho, una docena. Veinte. Y seguían saliendo cada vez más.

El hombre del trono sonrió.

—Tus soldados parecen… cansados. No creo que se hallen a la altura de esta tarea. ¿Me conoces, Itkovian? Soy Anaster, primer hijo de la semilla de los muertos. Dime, ¿dónde están los habitantes de esta ciudad? ¿Qué has hecho con ellos? Oh, déjame adivinar. Se ocultan, acobardados, en túneles bajo las calles. Protegidos por un puñado de los gidrath supervivientes y una compañía o dos de tus espadas grises, además de algunos de los miembros de la guardia capan del príncipe. Me imagino que el príncipe Arard se oculta también bajo tierra. Una vergüenza. Hace mucho tiempo que lo queremos. Bueno, la búsqueda de entradas ocultas continúa y los encontraremos. Capustan quedará purificada, yunque del escudo aunque, qué pena, no vivirás lo suficiente para ver ese día glorioso.

Itkovian estudió al joven y vio lo que no había esperado ver.

—Primer hijo —dijo—. Hay desesperación en tu interior. La borraré de tu corazón, señor, y con ella tus cargas.

Anaster sufrió una sacudida, como si le hubieran dado un golpe físico. Levantó las rodillas y se retrepó en el asiento del trono con la cara crispada. Una mano se cerró sobre la extraña daga de obsidiana que llevaba en el cinturón y después se apartó de repente como si la piedra quemara.

Su madre chilló y se aferró con las uñas al brazo estirado de su hijo. Con un gruñido, el joven se desprendió de ella. La mujer se hundió en el suelo y se acurrucó.

—No soy tu padre —continuó Itkovian—, pero seré como él. Suelta el torrente que te atenaza, primer hijo.

El joven se lo quedó mirando con los labios entreabiertos y los dientes al aire.

—¿Quién… qué eres? —siseó.

La capitana se adelantó.

—Perdonamos tu ignorancia, señor —dijo—. Es el yunque del escudo. Fener sabe lo que es el dolor, tanto dolor que es incapaz de soportarlo, así que elige un corazón humano, un corazón con armadura, un alma humana para asumir el dolor del mundo. El yunque del escudo.

»Estos últimos días y noches han presenciado un dolor inmenso, una vergüenza profunda, todo lo cual, comprobamos ahora, está escrito con claridad en tus ojos. No puedes engañarte, señor, ¿verdad?

—Nunca has podido —dijo Itkovian—. Entrégame tu desesperación, primer hijo. Estoy listo para recibirla.

El gemido de Anaster resonó por todo el salón. Se acurrucó todavía más en el alto respaldo del trono y se rodeó con los brazos.

Todos los ojos se posaron en él.

No se movió nadie.

Con el pecho palpitante, el primer hijo se quedó mirando a Itkovian. Después sacudió la cabeza.

—No —susurró—, no te quedarás con mi… con mi desesperación.

La capitana siseó furiosa.

—¡Es un don! Primer hijo…

—¡No!

Itkovian pareció hundirse. La punta de la espada vaciló y bajó. La recluta se acercó para sostener al yunque del escudo.

—¡No puedes llevártela! ¡No puedes llevártela!

La capitana abrió mucho los ojos y se giró hacia Itkovian.

—Señor, soy incapaz de comprender…

El yunque del escudo sacudió la cabeza y se irguió poco a poco una vez más.

—No, lo entiendo. El primer hijo… en su interior no hay nada, solo desesperación. Sin ella…

Sin ella no es nada.

—¡Los quiero a todos muertos! —chilló Anaster con voz entrecortada—. ¡Videntes del Dominio! ¡Matadlos!

Cuarenta videntes del Dominio se adelantaron a ambos lados de la mesa.

La capitana lanzó una orden seca. La primera línea que tenía detrás hincó una rodilla en el suelo. La segunda línea levantó las ballestas, que aparecieron de repente. Veinticuatro cuadrillos cruzaron la habitación. No falló ni uno.

Destellaron más cuadrillos en las entradas que flanqueaban las habitaciones de los invitados.

La primera línea que aguardaba tras Itkovian se levantó y preparó las armas.

Solo seis videntes del Dominio permanecían en pie. Varias figuras que se retorcían, y otras inmóviles, cubrían el suelo.

Los Tenescowri de la mesa huían hacia el portal que había tras el trono.

El propio Anaster fue el primero en alcanzarlo con su madre solo un paso por detrás.

Los videntes del Dominio cargaron contra Itkovian.

No he terminado todavía.

Su hoja destelló. Una cabeza con un yelmo se separó de golpe de los hombros. Un revés firme partió los eslabones de una cota de malla y abrió en canal el vientre de otro vidente del Dominio.

Las ballestas resonaron una vez más.

Y las Espadas Grises se alzaron sin encontrar oposición.

El yunque del escudo bajó su arma.

—Capitán —dijo después de un momento—. Recupera el cuerpo del príncipe. Que bajen la piel. Devolveremos al príncipe Jelarkan a su trono, el lugar que le corresponde. Y ocuparemos esta sala durante un tiempo. En nombre del príncipe.

—El primer hijo…

Itkovian la miró.

—Ya lo encontraremos. Soy su única salvación, señora, y no le fallaré.

—Eres el yunque del escudo —entonó la mujer.

—Soy el yunque del escudo. —Soy el dolor de Fener. Soy el dolor del mundo. Y lo contendré. Lo contendré todo, porque no hemos terminado todavía.