Capítulo 15

En mis sueños me enfrento

a una miríada de reflejos de mí mismo,

todos desconocidos, pasajeros y extraños.

Hablan sin descanso

en idiomas que no son los míos

y caminan con compañeros

que jamás he conocido, en lugares

a los que mis pasos nunca me han llevado.

En mis sueños camino por mundos

en los que los bosques me llegan a las rodillas

y la mitad del cielo es un muro de hielo.

Rebaños pardos fluyen como el barro,

riadas inmensas de colmillos y cuernos

que se hinchan sobre la llanura,

y mira, son mis recuerdos,

las emigraciones de mi alma.

En el tiempo antes de la noche

D’arayans de los rhivi

Whiskeyjack se alzó en la silla cuando su caballo saltó por encima del risco espinoso de rocas que coronaba la colina. Los cascos emitieron un ruido sordo cuando la criatura reanudó su galope y cruzó la cima plana de la meseta, después frenó un poco cuando el malazano tensó las riendas y se acomodó de nuevo en la silla. A medio galope cada vez más reducido, se acercó al otro lado de la cima y después se detuvo al borde.

Una ladera arrugada y sembrada de peñascos bajaba hasta el lecho seco de un amplio río. En la base, dos exploradores del segundo ejército esperaban en sus caballos, de espaldas a Whiskeyjack. Ante ellos, una docena de rhivi cruzaba a pie lo que parecía un campo de huesos.

Huesos enormes.

Whiskeyjack azuzó su montura con un chasquido y fue bajando poco a poco por la antigua pendiente. Tenía los ojos clavados en aquella extensión de huesos. Relucían unas hojas inmensas de hierro además de algunos yelmos y armaduras abolladas de formas extrañas. Vio mandíbulas largas de reptil, filas de dientes irregulares. Aferrados a algunos de los destrozados esqueletos, los restos de una piel gris.

Whiskeyjack dejó atrás el pedregal y se acercó al explorador más cercano.

El hombre realizó un saludo militar.

—Señor. Los rhivi no hacen más que chapurrear algo, no lo sigo muy bien. Parece que había unos diez de esos demonios. No sé lo que cayó sobre ellos, pero tuvo que ser bastante desagradable. Quizá los rhivi hayan averiguado algo más porque están arrastrándose entre los cuerpos.

Whiskeyjack asintió y desmontó.

—Manteneos alerta —dijo, aunque sabía que eso era lo que estaban haciendo los exploradores, pero había sentido la necesidad de decir algo. El campo de la muerte exudaba un aire de horror, viejo pero también nuevo y, lo que era incluso más alarmante, conservaba esa tensión peculiar que seguía a una batalla. Un silencio denso, que gira como si todavía no se hubieran asentado los sonidos de la violencia, como si de algún modo aún temblara, no obstante se estremeciera

Se acercó a los rhivi y a los huesos.

Era cierto, los exploradores tribales no dejaban de farfullar.

—Lobos muertos…

—Rastros dobles, las pisadas pesadas pero ligeras a la vez, más anchas que mi mano. Grandes.

—Grandes lobos muertos.

—No hay sangre, ¿verdad? El hedor de los túmulos.

—Polvo de piedra negra. Fuerte.

—Reluciente bajo los antebrazos, la piel…

—Fragmentos de vidrio negro.

—Obsidiana. Muy al sur…

—Suroeste. O muy al norte, más allá de meseta Laederon.

—No, no veo rojo ni marrón. La obsidiana de Laederon tiene venas del color de la madera. Esto es de Alborada.

—Si es de este mundo…

—Los demonios están aquí, ¿verdad? De este mundo. En este mundo.

—Hedor a túmulo.

—Y sin embargo en el aire, el hedor a hielo, el viento de la tundra, el olor de la turba helada.

—El paso de los lobos, los asesinos…

Whiskeyjack gruñó.

—Exploradores rhivi, escuchadme, por favor.

Se alzaron cabezas y se giraron caras. Reinó el silencio.

—Quiero oír vuestros informes, ahora. ¿Quién de vosotros está al mando de esta tropa?

Se intercambiaron varias miradas y después uno se encogió de hombros.

—Sé hablar ese daru que usas. Mejor que los otros. Así que para eso que pides, yo.

—Muy bien. Procede.

El joven rhivi se apartó los mechones trenzados de su cabello embadurnado de grasa y después señaló con gesto expansivo los huesos que los rodeaban.

—Demonios no muertos. Armados con espadas en lugar de manos. Vienen del sureste, más del este que del sur. —Frunció el ceño con expresión exagerada—. Heridos. Perseguidos. Cazados. Huyen. Conducidos como bhederin hacia un lado y otro, se acercan a grandes zancadas unos seguidores silenciosos a cuatro patas y pacientes…

—Grandes lobos no muertos —lo interrumpió Whiskeyjack.

—El doble de grandes que los lobos nativos de esta llanura. Sí. —Después, la expresión del joven se despejó como si hubiera tenido una revelación—. Son como los corredores fantasma de nuestras leyendas. Cuando los cargadores sueñan sus sueños más alejados, se ven los lobos. Nunca se acercan, siempre corren, todos fantasmales salvo el que va en cabeza, que parece de carne y hueso y tiene ojos de vida. Verlos es una gran fortuna, buenas nuevas, pues hay alegría en su carrera.

—Salvo que ya no corren solo en los sueños de vuestras brujas y hechiceros —dijo Whiskeyjack—. Y esta carrera fue mucho más letal.

—Cazaban. Dije que estos lobos son como los de los sueños. No dije que fueran los de los sueños. —La expresión del chico se hizo ilegible y sus ojos se convirtieron en los de un asesino frío—. Cazaban. Conducían a su presa hasta aquí abajo, su trampa. Y después los destruyeron. Una batalla de no muertos. Los demonios proceden de los túmulos que hay al sur, muy lejos. Los lobos son del polvo que hay en los vientos septentrionales del invierno.

—Gracias —dijo Whiskeyjack. La forma de narrar de los rhivi (aquella interpretación dramática) había sabido transmitir los acontecimientos que había presenciado aquel valle.

Se acercaban más jinetes de la columna principal y el comandante se giró para mirar.

Tres. Korlat, Zorraplateada y el daru, Kruppe, este último meciéndose y zigzagueando en su mula, que corría con una urgencia rígida sobre sus cortas patas en pos de las dos mujeres, que montaban sendos caballos. Los gritos de alarma del daru resonaban por el estrecho valle.

—Sí.

El comandante se giró en redondo, entrecerró los ojos y miró al líder de los exploradores que, junto con todos los suyos, estudiaba en ese momento a los tres jinetes.

—¿Disculpa?

El rhivi se encogió de hombros, su rostro carecía de expresión, y no dijo nada.

El pedregal de la ladera había obligado a los recién llegados a frenar un poco, salvo por Kruppe, que se vio lanzado de un lado a otro de la silla cuando la mula se precipitó de cabeza por la ladera. Aunque la bestia consiguió no perder pie mientras pasaba como un rayo junto a una sorprendida Korlat y una alegre Zorraplateada, que se reía a carcajadas; el animal llegó al fondo del valle, frenó su loca carrera y se acercó trotando a Whiskeyjack con la cabeza levantada con orgullo, las orejas erguidas y mirando hacia delante.

Kruppe, por su parte, permanecía agarrado al cuello del animal con los ojos apretados, la cara carmesí y sudando por todos los poros.

—¡Terror! —gimió—. ¡Batalla de voluntades, Kruppe ha hallado a su igual en esta descerebrada y engañada bestia! ¡Sí, está derrotado! Oh, salvadme…

La mula se detuvo.

—Ya puedes bajarte —dijo Whiskeyjack.

Kruppe abrió los ojos, miró a su alrededor y después se incorporó poco a poco. Sacó un pañuelo con manos temblorosas.

—Como es natural. Tras haber soltado las riendas de la criatura, Kruppe recupera ahora el control. —Hizo una pequeña pausa para secarse la frente y pasarse el pañuelo por la cara, después se bajó de la silla arrastrándose y puso los pies en el suelo con un fuerte suspiro—. Ah, aquí llegan las perezosas comedoras de polvo de Kruppe. ¡Es un placer verlas aquí, mis queridas damas! Bonita tarde para salir a dar un paseo a caballo, ¿verdad?

Zorraplateada había dejado de reírse y sus ojos velados se habían clavado en los huesos esparcidos por el suelo.

Que el Embozado me lleve, ese manto de piel le sienta muy bien. Whiskeyjack se dio una sacudida mental y levantó los ojos para encontrarse con la mirada firme y un poco irónica de Korlat. Pero, oh, palidece ante esta tiste andii. Maldita sea, viejo, no pienses en las noches pasadas. No abraces esta maravilla con tanta fuerza que puedas aplastarla.

—Los exploradores —les dijo a las dos mujeres— se han encontrado con un campo de batalla…

—K’chain che’malle —asintió Korlat mientras miraba los huesos—. Cazadores k’ell, por fortuna no muertos en lugar de cuerpos revividos. Es probable que no tan rápidos como habrían sido. Con todo, que los destrozaran de este modo…

—T’lan ay —dijo Zorraplateada—. Por ellos es por lo que he venido.

Whiskeyjack la estudió un momento.

—¿A qué te refieres?

La joven se encogió de hombros.

—Para verlo por mí misma, comandante. Nos estamos acercando. Vosotros a vuestra ciudad sitiada y yo al destino para el que he nacido. Convergencia, la plaga de este mundo. De todos modos —añadió Zorraplateada mientras se bajaba de la silla y se paseaba entre los huesos—, también hay regalos. Los más apreciados de esos regalos… los t’lan ay. —Hizo una pausa y el viento acarició la piel de zorro que llevaba en los hombros, después susurró el nombre una vez más—. T’lan ay.

—Kruppe se estremece cuando la joven los nombra, ah… ¡que los dioses bendigan esta lúgubre belleza en el cuadro vivo de su yermo, en el que los sueños sembrados de estrellas, tan apagados con el tiempo, son como ríos de arco iris en el cielo! —Hizo una pausa y miró con un parpadeo a los otros—. Dulce sueño, en el que reside una poesía escondida, el flujo de lo desconectado, tan parejo que parece entrelazado. ¿Verdad?

—No soy hombre —gruñó Whiskeyjack— que sepa apreciar tus abstracciones, Kruppe, cielos.

—¡Por supuesto, franco soldado, como tú digas! Pero espera, ¿acaso Kruppe ve en tus ojos cierta… carga? El aire cruje en verdad con inminencia… ¿Niegas que tú también lo sientes, malazano? No, no digas nada, la verdad reside en tu mirada dura y en la mano envuelta en el guantelete que se acerca al puño de tu espada.

Whiskeyjack no podía negar que el vello que se le ponía de punta en la nuca. Miró a su alrededor y vio una expresión parecida de alerta entre los rhivi y en el par de exploradores malazanos que examinaban las laderas de todas las colinas.

—¿Qué es lo que viene? —susurró Korlat.

—El regalo —murmuró Kruppe con una sonrisa beatífica al posar los ojos en Zorraplateada.

Whiskeyjack siguió la mirada del daru.

Y vio entonces a la mujer, tan parecida a Velajada, de pie y dándole la espalda, con los brazos alzados hacia el cielo.

El polvo empezó a dibujar torbellinos que se alzaron en remolinos por todas partes.

Los t’lan ay tomaron forma en la cuenca, en las laderas y en las cimas de las colinas que los rodeaban.

Por millares…

Polvo gris que se convertía en pelo gris apelmazado, hombros negros, gargantas del tono de las nubes de tormenta, colas densas y plateadas con las puntas negras; otros eran marrones, del color de la madera podrida y llena de polvo, un color que se debilitaba y adquiría un tono pardo en la garganta y el vientre. Lobos, altos, delgados, con ojos como pozos en sombras. Cabezas largas, enormes, que se giraban como una sola hacia Zorraplateada.

Esta miró por encima del hombro y sus ojos de párpados pesados se clavaron en Whiskeyjack. Después sonrió.

—Mi escolta.

El comandante se había quedado callado de repente y se la quedó mirando. Tan parecida a Velajada. Pero no. Escolta, dice, pero yo veo algo más, y su mirada me dice que es consciente de ello… muy consciente ya.

Escolta… y guardaespaldas. Es posible que Zorraplateada ya no requiera nuestra presencia. Y ahora que ya no necesita nuestra protección, es libre de hacer… lo que le plazca

Un viento frío pareció atravesar la mente de Whiskeyjack. Dioses, ¿y si Kallor tenía razón? ¿Y si hemos perdido todos una oportunidad de oro? Con un suave gruñido, el comandante se deshizo de aquellos pensamientos indignos. No, demostramos que teníamos fe en ella cuando más importaba, cuando era una niña pequeña y débil. Velajada no lo olvidaría

Tan parecida… pero no. Escalofrío, descuartizada por la traición. ¿Es a Tayschrenn a quien odian los restos de su alma? ¿O al Imperio de Malaz y cada hijo e hija de su sangre? ¿O a aquel al que debía enfrentarse, pues para eso la habían llamado, Anomander Rake y, por extensión, Caladan Brood? Los rhivi, los barghastianos… ¿pretende vengarse de ellos?

Kruppe se aclaró la garganta.

—Y no cabe duda de que son una escolta encantadora, mi querida muchacha. ¡Alarmantes para tus enemigos y tranquilizadores para tus leales amigos! Estamos encantados, pues vemos que tú también estás profundamente encantada con estos silenciosos e inmóviles t’lan ay. Qué cachorritos más buenos, Kruppe es incapaz de expresar lo impresionado que está, ¡tanto que no hay gestos ni respuesta adecuada alguna que lo demuestre!

—Ojalá ese fuera el caso —murmuró Korlat. La mujer miró entonces a Whiskeyjack con una expresión cerrada y profesional—. Comandante, he de despedirme ya para ir a informar a nuestros líderes…

—Korlat —la interrumpió Zorraplateada—, perdona por no preguntarte antes, pero ¿cuándo fue la última vez que fuiste a ver a mi madre?

—Esta mañana —respondió la tiste andii—. Ya no puede caminar y permanece en ese estado desde hace casi una semana. Se debilita día a día, Zorraplateada. Quizá si quisieras acercarte a verla…

—No es necesario —dijo la mujer del manto de piel—. ¿Quién la atiende en este momento?

—El concejal Coll y el daru, Murillio.

—Los amigos más leales de Kruppe, os asegura Kruppe. La dama se encuentra a salvo.

—Las circunstancias —dijo Zorraplateada con expresión tirante— están a punto de hacerse… tensas.

¿Y cómo han sido hasta ahora, mujer? Kallor persigue tu sombra como un buitre, me sorprende que te haya dejado escaparte hasta aquí… a menos que esté acechando al otro lado de la colina más cercana

—¿Me estás pidiendo algo, Zorraplateada? —inquirió Korlat.

La joven cobró fuerzas de forma visible.

—Sí, que alguno de los tuyos proteja a mi madre.

La tiste andii frunció el ceño.

—Se diría que con tus nuevos guardianes ascendiendo a tal número, incluso te sobran unos cuantos…

—Me temo que no dejaría que se acercaran a ella. Tiene… pesadillas. Lo siento pero debo asegurarme que mis t’lan ay se mantienen fuera de su vista, y del alcance de sus sentidos. Es posible que tenga un aspecto frágil y que parezca que carece de fuerzas, pero hay algo en su interior que es capaz de alejar a los t’lan ay. ¿Harás lo que te pido?

—Por supuesto, Zorraplateada.

La mujer asintió y su mirada volvió a posarse una vez más en Whiskeyjack cuando Korlat hizo girar su montura y subió la ladera. La joven lo estudió en silencio por un momento y después miró a Kruppe.

—¿Y bien daru? ¿Estás satisfecho hasta ahora?

—Lo estoy, queridísima mía. —No era el tono habitual de Kruppe, sino un tono más bajo y medido.

Satisfecho. ¿Con qué?

—¿Crees que resistirá?

Kruppe se encogió de hombros.

—Ya veremos, ¿verdad? Kruppe tiene fe.

—¿Suficiente para los dos?

El daru sonrió.

—Naturalmente.

Zorraplateada suspiró.

—Muy bien, cuento contigo para esto y confío en ti, ya lo sabes.

—Las piernas de Kruppe son como pilares de piedra. Tu roce es tan ligero que pasa desapercibido para mi digna persona. Querida mía, el sonido de otros jinetes te urge a tomar una decisión, ¿qué permitirás que vean aquellos que se acercan?

—Nada impropio —respondió la mujer, que volvió a levantar los brazos.

Los t’lan ay retornaron al polvo del que habían salido.

Whiskeyjack regresó con un gruñido y paso calmo a su caballo. Eran demasiados los misterios que enturbiaban el camino de los dos ejércitos, secretos que parecían albergar promesas de una revelación explosiva. Probablemente promesas violentas, si a eso vamos. Estaba inquieto. Ojalá estuviera aquí Ben el Rápido… Bien sabe el Embozado que ojalá supiera lo que le está pasando, y a Paran y a los Abrasapuentes. ¿Lo han conseguido? ¿O están ya todos muertos y sus cráneos adornan lanzas alrededor de los campamentos barghastianos?

Una parte importante de la vanguardia de la columna llegó a la cima de la colina, donde se detuvieron en una línea irregular.

Whiskeyjack se subió a la silla y se dirigió al grupo.

Kallor, que montaba un caballo gris y flaco, había tirado de las riendas con gesto deliberado lejos de los otros. Su manto, de un color gris desvaído, le ceñía los hombros anchos y blindados. Las sombras profundizaban su rostro antiguo y marchito. Largos mechones de su cabello gris flotaban hacia un lado con el viento.

La mirada de Whiskeyjack se clavó en aquel hombre un momento más y lo midió, después se posó en los demás jinetes que flanqueaban el risco. Brood y Dujek permanecían juntos. A la derecha del caudillo se encontraba su escolta, Hurlochel; a la izquierda del malazano, el portaestandartes, Artanthos. La maga mercader de la Asociación Comercial de Trygalle también estaba presente y, por supuesto, Korlat.

Ninguno habló cuando el caballo de Whiskeyjack llegó a la cima. Después Dujek asintió y gruñó algo.

—Korlat ha descrito lo que encontraron los exploradores. ¿Algo más que añadir?

Whiskeyjack miró a la tiste andii, pero la expresión de la mujer no dejaba filtrar nada. Sacudió la cabeza.

—No, puño supremo. Korlat y los suyos parecen saber más sobre estos k’chain che’malle que el resto de nosotros, lo que yace debajo es un revoltijo de huesos hechos pedazos, algunas armas y armaduras. Yo no podría haberlos identificado. Los exploradores rhivi creen que eran no muertos…

—Por fortuna para todos nosotros —murmuró Kallor—, no soy tan ignorante con respecto a estas criaturas como el resto de vosotros, salvo Korlat. Es más, me siento inusualmente… locuaz. Así pues, hablaré. Hay restos de la civilización k’chain che’malle en casi todos los continentes de este mundo. De hecho, en el lugar donde se alzaba mi viejo imperio, Jacuruku, sus extraños mecanismos llenaban pozos y agujeros en la tierra; siempre que mi pueblo tenía que excavar bajo la superficie descubría ese tipo de cosas. Incluso se hallaron túmulos. Los eruditos realizaron exámenes cuidadosos de su contenido. ¿Deseáis oír un relato de sus conclusiones o quizá os estoy aburriendo?

—Continúa —dijo con voz cansada Caladan.

—Muy bien. Quizá haya más sabiduría aquí presente de lo que en un principio yo había admitido. Estas bestias parecen ser reptiles, capaces de criar a sus retoños para que desarrollen talentos concretos. Lo que los tiste andii llamaban cazadores k’ell, por ejemplo, nacían para ser guerreros. Las versiones no muertas están en ese valle de ahí abajo, ¿de acuerdo? Tenían espadas en lugar de manos, fundidas de algún modo con los huesos de sus antebrazos. Los k’chain che’malle eran matriarcales, su linaje era materno. Así como una población de abejas tiene su reina, lo mismo ocurría con estas bestias. Ella es la reproductora, la madre de cada hijo. Y en el interior de esa matrona residía la capacidad hechicera de toda su familia. Un poder que excedía al de los dioses de hoy en día. Un poder que impedía a los dioses ancestrales venir a este mundo, y si no hubiera sido por la autodestrucción de los k’chain che’malle, seguirían gobernando sin resistencia alguna hasta hoy.

—Autodestrucción —dijo Korlat, había cierta aspereza en sus ojos cuando estudió a Kallor—. Un detalle interesante. ¿Puedes explicarte?

—Por supuesto. Entre los documentos hallados, una vez que se descifró el idioma, y ese esfuerzo solo ya es digno de un prolongado monólogo, pero puesto que veo que todos cambiáis de postura en vuestras monturas, como niños impacientes, os ahorraré el relato… Entre los documentos hallados, se averiguó que las matronas, cada una de las cuales dominaba el equivalente a una ciudad moderna, se habían reunido para fundir sus dispares ambiciones. Lo que buscaban, más allá del inmenso poder que ya poseían, no está del todo claro. Aunque, ¿qué necesidad puede haber de motivos cuando rige la ambición? Baste decir que una antigua raza se… resucitó, regresó de la extinción con la intervención de las matronas: una versión más primitiva de los propios k’chain che’malle. Por falta de un nombre mejor, mis eruditos del momento los llamaron colas cortas.

Whiskeyjack, con los ojos posados en Korlat, fue el único que la vio tensarse al oír eso. Tras él, oyó que Zorraplateada y Kruppe estaban subiendo la colina.

—Por una simple razón —continuó Kallor con su seco y monótono tono—: Se distinguían físicamente de los otros k’chain che’malle en que tenían una cola corta y achaparrada en lugar de las colas normales, largas y ahusadas. Eso no los hacía tan rápidos, sino más erguidos, adaptados al mundo y la civilización a la que un principio habían pertenecido. Cielos, esos nuevos hijos no eran tan tratables como las matronas estaban acostumbradas a esperar entre su prole; para ser más explícitos, los colas cortas no estaban dispuestos a rendir o fusionar su talento mágico con el de sus madres. El resultado fue una guerra civil y las hechicerías desatadas fueron apocalípticas. Para poder calibrar parte de la desesperación que reinaba entre las matronas, solo hay que viajar al sur de este continente, a un lugar llamado Alborada.

—El desgarro —murmuró Korlat con un asentimiento.

La sonrisa de Kallor fue glacial.

—Ella intentó aprovechar el poder de una puerta en sí, pero no era la puerta de una senda normal y corriente. Oh, no, decidió abrir el portal que llevaba al reino del Caos. Qué orgullo desmesurado, pensar que ella sola podría controlar, podría imponer orden, en semejante lugar. —Kallor hizo una pausa como si quisiera reconsiderar sus propias palabras y después se echó a reír—. Oh, se puede aprender alguna que otra amarga lección de ese cuento, ¿no os parece?

Caladan Brood soltó un gruñido.

—Traigamos toda esa historia al presente, ¿de acuerdo? En ese valle de ahí abajo hay cazadores k’ell. La pregunta que debemos contestar es la siguiente: ¿qué están haciendo aquí?

—Los están utilizando.

Todas las miradas se clavaron en Zorraplateada, que se encontraba delante de su caballo con las riendas en la mano.

—No me gusta cómo suena eso —gruñó Dujek.

—Los utiliza —repitió Zorraplateada— el Vidente Painita.

—Imposible —le soltó Kallor de repente—. Solo una matrona k’chain che’malle podría dar órdenes a un cazador k’ell, incluso cuando está no muerto.

—Entonces se podría decir —dijo Korlat— que tenemos más de un enemigo.

—¿El Vidente Painita tiene un aliado? —Dujek se echó hacia delante en la silla y escupió—. No ha habido ni un solo indicio…

—No obstante —lo interrumpió Zorraplateada—, tenemos la prueba ante nosotros, en ese valle de ahí abajo.

—Una matrona no puede engendrar más miembros de su especie sin la semilla de machos vivos —dijo Kallor—. Por tanto, cada cazador k’ell destruido es uno menos al que debemos enfrentarnos nosotros.

Brood se giró al oír eso y entrecerró los ojos hasta convertirlos en meras ranuras.

—Es fácil tragarse esa revelación.

Kallor se encogió de hombros.

—También se encuentra ante nosotros —continuó el caudillo— otra verdad. Con respecto a la destrucción de los cazadores k’ell, parece que alguien nos está haciendo el trabajo sucio.

Silencio; después, poco a poco, los ojos de todos se posaron en Zorraplateada.

La joven sonrió.

—Es cierto que dije, hace algún tiempo, que todos ibais a necesitar ayuda.

Kallor esbozó una mueca desdeñosa.

—¡T’lan imass! Entonces dinos, zorra, ¿por qué se iban a preocupar de los k’chain che’malle? ¿Acaso no son los jaghut sus enemigos jurados? ¿Por qué cargas a tus seguidores no muertos con otro enemigo más? ¿Por qué os habéis unido a esta guerra los t’lan imass y tú, mujer?

—No nos hemos unido a nada —respondió Zorraplateada con los ojos entornados, con la misma postura que habría adoptado Velajada, las manos unidas y apoyadas en los pliegues de su vientre, el cuerpo sólido, pero también curvado bajo la túnica de piel de ciervo.

Ah, conozco esa mirada. Juegos de manos. Cuidado ahora

—¿Niegas entonces —comenzó a decir Brood poco a poco, con expresión nublada, incierta— que tus t’lan imass fueron los responsables de destruir a estos cazadores k’ell?

—¿No os habéis preguntado ninguno —dijo Zorraplateada al tiempo que los miraba a todos y cada uno— por qué los t’lan imass guerreaban con los jaghut?

—Quizá una explicación —dijo Dujek— nos ayude a entenderlo.

Zorraplateada asintió con gesto brusco.

—Cuando surgieron los primeros imass, se les obligó a vivir a la sombra de los jaghut. Tolerados, ignorados, pero solo en un número pequeño y manejable. Empujados a las tierras más pobres. Entonces surgieron los tiranos entre los jaghut, tiranos que se complacían en esclavizarlos, en forzarlos a llevar una existencia de pesadilla, una existencia en la que nacieron generaciones sucesivas que nada supieron de otra vida, que nunca supieron lo que era la libertad.

»La lección fue dura, no fue fácil de tragar, pues la verdad era la siguiente: eran seres inteligentes en un mundo que explotaba las virtudes de los demás, su compasión, su amor, su fe en los suyos. Explotados y burlados. ¿Cuántas tribus imass descubrieron que sus dioses eran en realidad tiranos jaghut? Ocultos tras máscaras de amigos. Tiranos que los manipulaban con el arma de la fe.

»La rebelión fue inevitable y devastadora para los imass. Más débiles, sin saber siquiera qué era lo que buscaban o qué les mostraría la libertad si la encontraran… Pero no nos rendimos. No podíamos.

Kallor lanzó un bufido desdeñoso.

—Nunca hubo más de un puñado de tiranos entre los jaghut, mujer.

—Un puñado ya eran demasiados, y sí, encontramos aliados entre los jaghut, aquellos para los que las actividades de los tiranos eran censurables. Pero ya lucíamos cicatrices. Heridas provocadas por la desconfianza, por la traición. Solo podíamos confiar en nuestra propia raza. En el nombre de las generaciones venideras, todos los jaghut tendrían que morir. No podía quedar ninguno que produjera más hijos, que permitiera entre esos hijos el surgimiento de nuevos tiranos.

—¿Y qué relación —preguntó Korlat— tiene eso con los k’chain che’malle?

—Antes de que los jaghut gobernaran este mundo, gobernaban los k’chain che’malle. Los primeros jaghut fueron para los k’chain che’malle lo que los primeros imass para los jaghut. —La joven hizo una pausa y su mirada pesada se paseó por cada uno de ellos—. En cada especie nacen las semillas de la dominación. Nuestras guerras con los jaghut nos destruyeron como pueblo vivo, como cultura vibrante y en evolución. Ese fue el precio que pagamos para garantizar la libertad que poseéis vosotros ahora. Nuestro sacrificio eterno. —Se quedó callada una vez más y después continuó con tono más duro—. Así que ahora os pregunto yo a vosotros, a todos vosotros, que habéis asumido la tarea de librar una guerra contra un imperio tiránico que todo lo devora, de sacrificar quizá vuestra vida por pueblos que nada saben de vosotros, por tierras que jamás habéis pisado y nunca pisaréis. Os lo pregunto a vosotros, ¿qué es lo que hay en nosotros, los t’lan imass, que sigue escapándose a vuestra comprensión? Destruid el Dominio Painita. Debe hacerse. A mí, a mis t’lan imass, nos aguarda la tarea de destruir la amenaza que se oculta tras el Vidente Painita, la amenaza que representan los k’chain che’malle.

Zorraplateada estudió los rostros de todos los presentes.

—Hay una matrona viva. De carne y hueso. Si esa hembra encontrara un macho de su especie, un macho de carne y hueso… la tiranía de los jaghut no será nada comparada con la de los k’chain che’malle. Ese, entonces, será nuestro sacrificio.

Solo el viento llenó el silencio que siguió a sus palabras.

Después, Caladan Brood se volvió hacia Kallor.

—¿Y tú ves en esta mujer una abominación?

—Miente —respondió el otro con voz ronca—. Esta guerra entera carece de sentido. No es más que una distracción.

—¿Una distracción? —repitió Dujek sin poder creérselo—. ¿De quién?

Kallor cerró la boca de golpe y no contestó.

La maga mercader de la Asociación Comercial de Trygalle, Haradas, carraspeó.

—Es posible que haya algo de cierto en eso. No es que esa mujer, Zorraplateada, esté mintiendo, creo que dice la verdad, al menos en lo que está dispuesta a contarnos. No, me refería a la distracción. Pensad en la infección de las sendas. Sin duda, el foco parece emanar del Dominio Painita y sí, es cierto también que la mancha del veneno es la de la senda del Caos. Si todo eso es así, entonces debemos preguntarnos: ¿por qué una matrona k’chain che’malle, que es la depositaria de un pozo inmenso de hechicería, intentaría destruir el propio conducto de su poder? Si estaba presente cuando se destruyó Alborada, cuando se creó el desgarro, ¿por qué intentaría sujetar el caos otra vez? Ambiciosa, quizá, pero ¿tonta? Eso es difícil de creer.

El significado de las palabras de la maga penetró en la mente de Whiskeyjack y el comandante se dio cuenta también de otra cosa. Desde luego que hay otro enemigo y por la expresión de la mayor parte de los rostros que me rodean (salvo el de Dujek y, sin duda, el mío) la revelación no sorprende tanto como debería. Es cierto, habíamos captado una insinuación, pero no habíamos llegado a relacionarlo. Brood, Korlat, Kallor… dioses, ¡hasta Kruppe y Artanthos! ¡Recuérdame que evite a todos y cada uno de esos malditos la próxima vez que me una a una partida de tabas! De repente volvió a mirar a Zorraplateada y se encontró con aquella mirada adormilada y sagaz.

No, eso no va a funcionar otra vez.

—Zorraplateada —gruñó—. Nos cuentas un cuento para hallar comprensión de nuestros corazones, sin embargo parece que tus esfuerzos iban mal dirigidos y has terminado por socavar todo lo que pretendías lograr. Si hay una amenaza más profunda, una tercera mano que nos manipula con habilidad a nosotros y al Dominio Painita… ¿querréis tú y tus t’lan imass concentraros entonces en esa mano?

—No.

—¿Por qué?

Al comandante le sorprendió ver que la mirada firme de la joven vacilaba un poco y después se desviaba. Su voz surgió en un susurro áspero.

—Porque, Whiskeyjack, nos pides demasiado.

Nadie dijo nada.

El miedo invadió a Whiskeyjack. Se dio la vuelta, clavó la mirada en los ojos de Dujek y vio en el rostro del anciano un reflejo de su propio y creciente horror. Por todos los dioses del inframundo, vamos a morir todos. Un enemigo invisible, pero alguien al que conocemos desde hace mucho tiempo, alguien que sabíamos que iba a llegar, antes o después, alguien que (por el abismo) hace retroceder espantados a los t’lan imass

—¡Qué afligimiento palpable! —exclamó Kruppe—. ¿Afligimiento? ¿Existe tal palabra? Si no es así, entonces a los incontables talentos de Kruppe debemos añadir el de la invención lingüística. ¡Amigos míos! ¡Escuchad! ¡Oíd todos! ¡Prestad atención! ¡Cobrad ánimos, todos y cada uno, sabiendo que Kruppe se ha colocado, con los pies bien plantados y la amplia cintura firme, en el camino del dicho (y sin embargo no mencionado) enemigo formidable de toda existencia! Dormid tranquilos por la noche con esa certeza. Sumíos en un sueño infantil, como un bebé en brazos de su madre, como todos hicisteis alguna vez, hasta Kallor, aunque la imagen estremece y conmociona…

—¡Maldita sea! —rugió Caladan Brood—. En el nombre del Embozado, ¿de qué estás hablando, hombrecito? ¿Afirmas interponerte en el camino del dios Tullido? ¡Por el abismo, estás loco! Si no nos das al instante una prueba de tu eficacia —continuó en voz baja y profunda al tiempo que se bajaba del caballo, después se dirigió a Kruppe y echó mano del mango forrado de su martillo—, no podré predecir el alcance de mi cólera.

—Yo no haría eso, Brood —murmuró Zorraplateada.

El caudillo se giró para mirarla enseñando los dientes.

—¿Ahora extiendes tu protección a este sapo gordo y engreído?

Los ojos de la joven se abrieron un poco más cuando miró al daru.

—Kruppe, ¿es eso lo que me pides?

—¡Qué absurdo! ¡No te ofendas, querida, por tal protesta, te asegura Kruppe con toda dulzura!

Whiskeyjack se quedó mirando, sin poder creérselo, a aquel hombrecito redondo con sus ropas manchadas de comida y bebida que se erguía todo lo que le era posible y clavaba unos ojos pequeños y relucientes en Caladan Brood.

—Así que amenazas a Kruppe de Darujhistan, ¿eh? Me exiges una explicación, ¿verdad? Manoseas el martillo, ¿no? Me enseñas esos di…

—¡Silencio! —bramó el caudillo mientras luchaba por controlar su ira.

Por todos los dioses del inframundo, ¿qué está tramando Kruppe?

—¡Kruppe desafía todas las amenazas! Kruppe desprecia cualquier demostración que el erizado caudillo pudiera intentar…

El martillo se encontró de repente en las manos de Brood, un borrón manchado que giró por el aire, dibujó un arco y golpeó la tierra casi a los pies de Kruppe.

El estallido derribó caballos y mandó por los aires a Whiskeyjack y los otros. Una conmoción atronadora hizo crujir el aire. El suelo pareció dar un salto para recibir al comandante malazano y el impacto fue como un puñetazo cuando cayó, rodó y después bajó dando tumbos por la ladera salpicada de peñascos.

Sobre él relinchaban los caballos. Un viento cálido y repleto de aullidos disparó el polvo y la tierra hacia el cielo.

El pedregal se movía bajo Whiskeyjack, fluía, se deslizaba hasta el valle a un ritmo cada vez más rápido, con un rugido profundo y creciente. Las rocas le golpeaban con estrépito la armadura, le impactaban contra el yelmo y lo dejaban aturdido. Vislumbró un destello a través de un desgarro irregular en la nube de polvo, un destello de la línea de colinas del otro lado del valle. Era imposible, pero se estaban alzando a toda velocidad, el lecho de piedras partía la piel de hierba, perdía gotas de polvo, astillas de rocas y humo. Y después, el remolino de polvo se tragó el mundo que lo rodeaba. Los peñascos rebotaron sobre él y fueron cayendo. Otros lo golpearon, impactos sólidos y dolorosos que lo dejaron jadeando, tosiendo, atragantándose mientras rodaba.

Y el suelo seguía palpitando bajo el pedregal que se deslizaba por la ladera. Varias detonaciones lejanas agitaron el aire e hicieron temblar los huesos magullados de Whiskeyjack.

Se detuvo al fin, medio enterrado en gravilla y rocas. Parpadeó, le ardían los ojos y vio ante él a los exploradores rhivi que esquivaban las rocas que rebotaban y se apartaban de un salto de su camino, como si de un juego extraño y letal se tratara. Más allá se alzaba el lecho de roca negro y humeante, el espinazo de una nueva cordillera, todavía creciendo, todavía alzándose, levantando y ladeando el suelo del valle en el que yacía el malazano. El cielo que tenía detrás se revolvía de un color gris hierro repleto de vapor y humo.

Que el Embozado me lleve… pobre Kruppe… Whiskeyjack se dio la vuelta hasta donde pudo con un gruñido. Estaba cubierto de arañazos y podía sentir el dolorido nacimiento de los enormes moratones que le saldrían bajo la armadura mellada y rasgada, aunque, por sorprendente que pareciera, tenía todos los huesos intactos. Forzó los ojos llenos de lágrimas para mirar la cima de la colina que tenía detrás.

El pedregal había desaparecido y había dejado un acantilado abierto y cortante. Buena parte de la cima de la meseta se había desvanecido, borrada de la faz de la tierra, y había dejado una isla pequeña y plana… en la que Whiskeyjack vio unas figuras que se movían y se levantaban. Los caballos luchaban por ponerse en pie. Le llegó en un susurro casi imperceptible la osada queja de una mula.

Al norte, abriendo un camino por el lado de un valle lejano y después a través de colinas lejanas, se veía una grieta estrecha y humeante, una fisura en la tierra que parecía carecer de profundidad.

Whiskeyjack se levantó dolorido entre los escombros y se irguió poco a poco.

Vio a Caladan Brood con el martillo colgándole de las manos, inmóvil… Y de pie, delante del caudillo, en una isla propia, estaba Kruppe. Se estaba limpiando el polvo de la ropa. La grieta que había nacido donde el martillo había golpeado la tierra se dividía con cuidado alrededor de aquel daru bajito y gordo y volvía a unirse justo detrás de él.

Whiskeyjack luchó por contener una carcajada, sabía lo desesperada, lo desafinada que sonaría. Así que hemos visto la furia de Brood. Y Kruppe, ese ridículo hombrecito la ha soportado sin inmutarse. Bueno, si en algún momento hubo necesidad de alguna prueba de que el daru no es lo que parece… Después frunció el ceño. Una demostración, sin duda. Me pregunto a quién iba dirigida.

Un grito de consternación interrumpió sus pensamientos.

Korlat. La mujer miraba al norte, su postura parecía de algún modo contraída, encogida sobre sí misma.

La fisura, como Whiskeyjack contemplaba en ese momento, desaparecido ya todo el buen humor, se estaba llenando de sangre.

Sangre viciada, sangre podrida. Que Beru nos proteja, la diosa Dormida… Ascua duerme el sueño de los moribundos, de los envenenados. Y eso, comprendió, era el final, la revelación más terrible. Enferma… la mano oculta del dios Tullido

La mhybe abrió los ojos de repente. La carreta se mecía y cabeceaba. Un trueno sacudió el suelo. Los gritos de los rhivi se oían por todas partes, un coro de gemidos de alarma y consternación. Los huesos y los músculos de la mujer protestaron cuando se vio arrojada al cataclismo, pero no quiso chillar. Solo quería esconderse.

El bramido se desvaneció, sustituido por los mugidos distantes de los bhederin y, más cerca, los pasos suaves de los suyos al pasar corriendo junto a la carreta. El rebaño estaba a punto de sufrir un ataque de pánico y la estampida era inminente.

Lo que provocaría la ruina de todos. Y sin embargo sería hacerme un favor. Un final para el dolor, para mis pesadillas

En sus sueños era joven una vez más, pero en esos sueños no había alegría. Había desconocidos caminando por el paisaje de la tundra en el que siempre se encontraba. Se acercaban. Ella huía. Salía disparada como una liebre de nieve. Corriendo, siempre corriendo.

Desconocidos. No sabía lo que querían, pero la buscaban a ella, eso al menos estaba claro. Seguían su rastro como cazadores persiguiendo a su presa. Dormir era despertar exhausta, con los miembros temblando y el pecho agitándose con el aliento agónico de la carrera.

La habían salvado del abismo, de ese sinfín de almas hechas jirones, perdidas en un apetito eterno y desesperado. La había salvado un dragón. ¿Con qué fin? ¿Para dejarme en un sitio donde intentan darme caza, donde me persiguen sin concederme un respiro?

Pasó el tiempo, puntuado por las palabras tranquilizadoras de los pastores que intentaban calmar a los asustados bhederin. No habría estampida, después de todo. El suelo todavía seguía retumbando, aunque las réplicas disminuían y se percibían cada vez más distantes.

La mhybe gimió con suavidad para sí cuando la carreta se sacudió una vez más, en esa ocasión con la llegada de los dos daru, Coll y Murillio.

—Te has despertado —observó el concejal—. No me extraña.

—Dejadme —dijo la mujer mientras se ceñía las pieles alrededor del cuerpo estremecido y se encogía y apartaba de los dos hombres. Hace tanto frío

—¿Alguna idea de lo que ha pasado por ahí delante? —le preguntó Murillio a Coll.

—Parece que Brood ha perdido los estribos.

—¡Dioses! ¿Con quién? ¿Con Kallor? Ese cabrón se merece…

—No con Kallor, amigo mío —gruñó Coll—. Prueba otra vez, no debería llevarte mucho tiempo adivinar con quién.

Murillio lanzó un gruñido.

—Kruppe.

—Bien sabe el Embozado que en un momento u otro ha acabado con la paciencia de todos… solo que ninguno de nosotros era capaz de partir el mundo en dos y levantar montañas nuevas por los aires.

—¿Y ese pequeño canalla se ha hecho matar? No me puedo creer…

—Según se dice, el tipo ha salido sin un rasguño. Típico de él. Solo se quejaba del polvo. Nadie más resultó herido tampoco, aunque al propio caudillo una mula enfadada casi le arranca la cabeza de una coz.

—¿La mula de Kruppe? ¿Esa que camina sonámbula?

—Sí, esa misma.

Duerme. Sueña con ser un caballo, sin duda. Magnífico, alto, fiero

—Esa bestia es muy rara, desde luego. Jamás he visto una mula tan… atenta. A todo. ¡Reina de los Sueños, esa es la cordillera más rara que he visto jamás!

—Sí, Murillio, es cierto que parece más grande de lo que es en realidad. Tergiversa el punto de vista. Un espinazo roto, como algo que se vería en el horizonte y sin embargo ahí esta, ni a media legua de nosotros. Da horror solo pensarlo, en mi opinión…

Todo da horror solo con pensarlo. Las montañas, las mulas, la ira de Brood. Las almas atestan el cuerpo de mi hija, allí, en su interior. Dos mujeres y un thelomenio crujecráneos. Dos mujeres y un hombre a los que nunca conocí… y sin embargo llevé a esa niña en mi interior. Yo, una rhivi, joven, en la flor de la vida, arrastrada a un sueño, y luego el sueño se hizo real. Pero ¿dónde estoy yo en el interior de mi hija? ¿Dónde está la sangre, el corazón, de los rhivi?

No tiene nada mío, nada en absoluto. Nada salvo un recipiente en realidad, eso fue todo lo que fui, un recipiente para albergar y luego traer al mundo a una desconocida.

No tiene razones para verme, para visitarme, para tomar mi mano y ofrecerme consuelo. La razón de mi existencia ha desaparecido, se acabó. Aquí yazgo, un trasto descartado por inútil. Olvidada. Una mhybe.

Una mano se apoyó con suavidad en su hombro.

Habló Murillio.

—Creo que duerme otra vez.

—Es lo mejor —murmuró Coll.

—Recuerdo cuando era joven —continuó el daru en voz baja e introspectiva.

—Yo también me acuerdo de cuando tú eras joven, Murillio.

—Mi juventud salvaje y pródiga…

—Una viuda diferente cada noche, si no recuerdo mal.

—Por aquel entonces era un imán, sabes, me costaba todo tan poco…

—Ya nos habíamos dado cuenta.

El hombre suspiró.

—Pero ya no. He envejecido, he pagado el precio de mis días de juventud…

—Noches, querrás decir.

—Lo que sea. Han llegado nuevos rivales. Sangre joven. Marak de Paxto, alto y delgado, hace volver las cabezas allá por donde se pasea. Ese cabrón engreído. Y luego está Perryl de M’necrae…

—Oh, por favor, Murillio, ahórramelo.

—El caso es que fue todo en el curso de unos años. Años llenos. Años placenteros. Y aunque ya esté de capa caída, al menos puedo mirar atrás y recordar mis días (de acuerdo, mis noches) de gloria. Pero aquí, esta pobre mujer…

—Sí, lo sé. ¿Te has fijado en esos adornos de cobre que lleva? Mira, ahí tienes el par que lleva en la muñeca. Regalos de Kruppe, de Darujhistan.

—¿Qué pasa con ellos?

—Bueno, como te decía. ¿Te has fijado en ellos? Es muy raro. Brillan más, relucen cuando está dormida.

—¿Ah, sí?

—Lo juraría sobre una pila de los pañuelos de Kruppe.

—Qué raro.

—Ahora están como apagados, aunque…

Se produjo un silencio entre los dos hombres que se habían agachado sobre ella. Después de unos minutos, la mano que se había posado en su hombro se lo apretó un poco.

—Ah, querida —susurró Murillio—, ojalá pudiera retirar mis palabras…

¿Por qué? Eran verdad. Palabras dichas con el corazón y es un corazón generoso a pesar de toda tu irresponsable juventud. Has dado voz a mi maldición. Eso no cambia nada. ¿Se me debe compadecer? Solo cuando duermo, al parecer. A la cara no me decís nada y consideráis vuestro silencio un favor. Pero se burla de mí, pues me llega como indiferencia.

¿Y este silencio mío con estos dos hombres amables que me miran desde arriba? ¿Cuál de mis incontables defectos revela ese silencio?

Vuestra compasión, al parecer, no tiene comparación con la mía.

Después, los pensamientos de la mhybe comenzaron a perderse y apareció el yermo ocre y sin árboles de su mundo soñado. Y ella en él.

Echó a correr.

Dujek lanzó los guanteletes contra la pared de la tienda cuando entró, su rostro estaba encendido de furia.

Whiskeyjack destapó la jarra de cerveza y llenó las dos copas que esperaban en la pequeña mesa de campaña que tenía delante. Los dos hombres estaban manchados de sudor y polvo.

—¿Qué locura es esta? —dijo el puño supremo con voz ronca mientras hacia una pausa solo lo bastante larga como para coger de golpe una de las copas antes de empezar a pasearse de un lado a otro.

Whiskeyjack estiró las magulladas piernas y la silla crujió bajo su peso. Le dio un largo trago a la cerveza y suspiró antes de hablar.

—¿A qué locura te refieres, Dujek?

—Ah, la lista empieza a ser demasiado larga, maldita sea. ¡El dios Tullido! Las peores leyendas son las que pertenecen a ese cabrón roto…

—El poema de Pescador Kel Tath sobre el encadenamiento…

—No soy de los que leen poesía, pero bien sabe el Embozado que he oído trozos recitados por bardos de taberna y demás. Por los huevos de Fener, esta no es la guerra para la que yo me alisté.

Los ojos de Whiskeyjack se entrecerraron y miraron al puño supremo.

—Entonces no luches.

Dujek dejó de pasearse y miró a su segundo.

—Continúa —dijo después de un momento.

—Brood ya lo sabía —respondió con un encogimiento de hombros que le provocó una mueca de dolor. Igual que lo sabía Korlat—. Y con él podríamos incluir a Anomander Rake. Y Kallor, aunque no me gustó el brillo ávido que había en la mirada de ese hombre. Así que dos ascendientes y un aspirante a ascendiente. El dios Tullido es demasiado poderoso para que nos enfrentemos a él gente como tú y como yo, puño supremo. Déjaselo a ellos, y a los dioses. Después de todo, tanto Rake como Brood estuvieron en el encadenamiento.

—Es decir, que el follón es suyo.

—Hablando en plata, así es.

—Un follón que estamos pagando todos y por el que bien podríamos pagar el precio definitivo antes de que pase mucho tiempo. No pienso consentir que se use mi ejército como carne de cañón, Whiskeyjack. Nos pusimos en marcha para aplastar al Dominio Painita, un imperio mortal, por lo que nosotros pudimos determinar.

—La manipulación parece estar dándose por ambos lados, Dujek.

—¿Y eso tiene que consolarme? —La mirada del puño supremo era fiera. La clavó en su segundo durante un momento más, después se bebió de un trago su cerveza y le tendió la copa de un tirón.

Whiskeyjack la volvió a llenar.

—No somos quiénes para quejarnos de que nos manipulen —dijo con voz profunda—, ¿verdad, viejo amigo?

Dujek hizo una pausa y después gruñó.

Es cierto. Cálmate, puño supremo. Intenta pensar con claridad.

—Además —continuó Whiskeyjack—. Tengo fe.

—¿En qué? —le soltó su comandante—. ¿En quién? ¡Te lo ruego, dímelo!

—En cierto hombrecito odioso, bajito y gordinflón…

—¡Kruppe! ¿Te has vuelto loco?

Whiskeyjack sonrió.

—Viejo amigo, observa esa rabia que te hierve en la sangre. Esa rabia porque crees que te están manipulando. Utilizando. Quizás engañando. Ahora piensa en lo que sentiría un ascendiente como Caladan Brood al darse cuenta de que lo están manipulando a él. ¿Suficiente como para hacer pedazos su autocontrol y hacer que pierda los estribos? Suficiente como para verlo descolgarse el martillo e intentar borrar de la faz de la tierra a ese titiritero engreído y pomposo.

Dujek se quedó inmóvil durante un buen rato y después una sonrisa le curvó los labios.

—En otras palabras, se tomó a Kruppe en serio…

—Darujhistan —dijo Whiskeyjack—. Nuestro gran fracaso. Siempre tuve la sensación de que alguien, por alguna parte, estaba orquestando todo aquel maldito asunto. No Anomander Rake. No la Cábala. No Vorcan y sus asesinos. Otra persona. Una persona oculta, con tanta astucia… de una capacidad tan… extraordinaria… que nosotros nos quedábamos indefensos, indefensos por completo.

»Y entonces, en el parlamento, todos descubrimos quién era el responsable del renacimiento de Velajada como Zorraplateada, la hija de una mujer rhivi, la semilla plantada y el parto llevado a cabo en una senda desconocida. La unión de varias hebras, Escalofrío, Bellurdan, la propia Velajada. Y según parece ahora, un dios ancestral que ha regresado al reino mortal. Y, por último y lo más notable de todo, los t’lan imass. Así pues, Velajada, Escalofrío y Bellurdan (todo el Imperio de Malaz) renacidos en una mujer rhivi, del ejército de Brood… con un parlamento inminente y el potencial de una gran alianza… qué conveniente, por el Embozado, que una niña pudiera unir así los campamentos…

—Salvo a Kallor —señaló Dujek.

Whiskeyjack asintió poco a poco.

—Y a Kallor le acaban de recordar el poder que tiene Brood, esperemos que de forma suficiente como para mantenerlo a raya.

—¿Y eso era todo lo que se cocía allí?

—Quizá. El tipo exigió una demostración, ¿no? Lo que Kruppe manipula son las circunstancias. De algún modo. No creo que estemos condenados a bailar al son que él toca. Hay un dios ancestral detrás de ese daru pero, incluso en ese caso, creo que es más bien una alianza de… beneficios mutuos, casi entre iguales. Una asociación, si quieres. Bueno, admito que no son más que especulaciones por mi parte, pero una cosa es cierta, a mí no es la primera vez que me manipulan y a ti tampoco. Pero esta vez la sensación es diferente. Menos hostil. Dujek, esta vez yo percibo compasión.

—Una alianza entre iguales —murmuró el puño supremo, después sacudió la cabeza—. ¿Y en qué convierte eso entonces a Kruppe? ¿Es una especie de dios disfrazado? ¿Un hechicero de alto rango, un archimago?

Whiskeyjack se encogió de hombros.

—Yo diría que Kruppe es un hombre mortal. Pero dotado de una inteligencia singular y una habilidad extraordinaria. Y lo digo en el sentido más literal. Singular, Dujek. Si a un dios ancestral lo lanzaran de repente a este reino, ¿no buscaría como primer aliado a la más grande de las mentes?

El rostro de Dujek revelaba asombro e incredulidad.

—Pero, Whiskeyjack… ¿Kruppe?

—Kruppe. Que nos entregó la Asociación Comercial de Trygalle, los únicos comerciantes capaces de traernos los suministros por la ruta que decidimos emplear. Kruppe, que le trajo a la mhybe las posesiones supervivientes de los primeros rhivi para que se las pusiera y así disminuyera el dolor que siente, y esos adornos sospecho que todavía no han florecido del todo. Kruppe, el único con el que habla Zorraplateada ahora que Paran se ha ido. Y por fin, Kruppe, que se ha puesto en el camino del dios Tullido.

—Si no es más que un simple mortal, ¿cómo es que sobrevivió a la ira de Brood?

—Bueno, supongo que su aliado, el dios ancestral, no querría ver al daru muerto. Supongo entonces que hubo una intervención. ¿Qué otra cosa podría haber sido?

Dujek se terminó su copa.

—Maldita sea —suspiró—. De acuerdo. Hacemos caso omiso del dios Tullido, al menos hasta donde podamos. Seguimos concentrados en el Dominio Painita. Con todo, amigo mío, esto no me gusta. No puedo evitar que me ponga nervioso que no vayamos a ocuparnos de forma activa en tomar en consideración a este nuevo enemigo…

—No creo que ese sea el caso, puño supremo.

La mirada de Dujek fue perspicaz, interrogante, después crispó la cara.

—Ben el Rápido.

Whiskeyjack asintió poco a poco.

—Eso creo. No estoy seguro… Por el Embozado, ni siquiera sé si sigue vivo pero conociendo a Ben, lo está. Muy vivo. Y dado lo alterado que se encontraba la última vez que lo vi, no se ha llamado a engaño ni ignora lo que pasa.

—¿Y él es todo lo que tenemos? ¿Para engañar al dios Tullido?

—Puño supremo, si Kruppe es el mayor genio que tiene este mundo, entonces Ben el Rápido solo está un paso por detrás, y es un paso muy corto.

Los dos hombres oyeron unos gritos fuera de la tienda y después pisadas de botas. Un momento después el portaestandartes Artanthos apartó la solapa y entró.

—Señores, han visto a un único moranthiano. Viene volando desde el noreste. Es Torzal.

Whiskeyjack se levantó y gruñó ante la cascada de dolores y punzadas que desencadenó el movimiento.

—Reina de los Sueños, estamos a punto de recibir noticias.

—Esperemos que sean buenas noticias —gruñó Dujek—. No me vendría mal escuchar alguna.

Tenía la cara apretada contra las piedras recubiertas de líquenes, la aspereza se iba desvaneciendo a medida que su sudor empapaba la irregular planta. Con el corazón desbocado y jadeando, la mujer yacía gimoteando, demasiado cansada para seguir corriendo, demasiado cansada incluso para levantar siquiera la cabeza.

La tundra de sus sueños había revelado nuevos enemigos. No era la banda de desconocidos la que la perseguía en esa ocasión.

Esa vez la habían encontrado unos lobos. Unas criaturas enormes y flacas, más grandes que los que ella había visto jamás en su vida real. Habían aparecido dando amplias zancadas en un risco que marcaba el horizonte por el norte. Ocho bestias de patas largas y hombros encorvados, el pelo de los animales compartía las tonalidades apagadas del paisaje. El que iba en cabeza había girado como si captara el aroma de la mujer en el viento frío y seco.

Y la persecución había comenzado.

Al principio la mhybe había disfrutado de la ligereza que le prestaban sus piernas jóvenes y ágiles. Veloz como un antílope, más rápida que cualquier ser humano mortal, había huido a través de la tierra yerma.

Los lobos la siguieron sin perder el ritmo, incansables, la manada se extendía hacia los lados, alguno de vez en cuando echaba una carrera, salía disparado de un lado u otro y la obligaba a girar.

Una y otra vez, mientras ella intentaba mantenerse entre las colinas, en terreno llano, las criaturas conseguían llevarla colina arriba. Y empezó a cansarse.

La presión no se mitigó. Comenzó a comprender, horrorizada, entre el dolor creciente en las piernas, el fuego en el pecho y la agonía seca y aguda de la garganta, que era imposible huir. Iba a morir. Derribada como cualquier otro animal condenado a convertirse en víctima del hambre de los lobos.

Sabía que para ellos no significaba nada, lo sabía en el mar que era su mente, en el que se agitaba una tormenta enloquecida de pánico y desesperación. Eran cazadores y lo que residía en el alma de su presa no tenía relevancia alguna. Como ocurría con el antílope, el ternero bhederin, o el ranag, la elegancia y el prodigio, la promesa y el potencial, todo ello se reducía a simple carne.

La lección definitiva de la vida, la única verdad enterrada bajo toda aquella maraña de capas de engaños.

Antes o después, comprendió la mhybe, no somos más que comida. Lobos o gusanos, con un final abrupto o prolongado, no importaba nada en absoluto.

Se levantó tambaleándose, entre gimoteos y medio ciega para subir otra colina más. Estaban más cerca. Oía sus zarpas, que hacían crujir los líquenes y el musgo resecados por el viento. A su derecha, a su izquierda, acercándose, desviándose un poco por delante.

La mhybe tropezó, dio un grito y cayó de cara sobre la cima rocosa. Cerró los ojos y esperó la primera explosión de dolor cuando le clavaran los dientes en el cuerpo.

Los lobos la rodearon. Los oyó. La rodearon y empezaron a acercarse cada vez más, como una espiral.

Un aliento cálido le rozó la nuca.

La mhybe chilló.

Y despertó. Sobre ella, un cielo de color azul desvaído, un halcón que pasaba. La bruma de polvo del rebaño flotaba a su alrededor. En el aire voces lejanas y mucho más cerca, el sonido entrecortado y veloz de su propia respiración.

La carreta había dejado de moverse. El ejército se estaba instalando para pasar la noche.

Se quedó allí echada, acurrucada, inmóvil bajo las pieles y cueros. Un par de voces murmuraban cerca. Olió el humo de un fuego hecho con estiércol, olió un caldo de hierbas y carne, salvia, un toque de cabra. Llegó una tercera voz a la que saludaron las dos primeras, todas extrañamente borrosas, era incapaz de identificarlas. Y no merece la pena el esfuerzo. Mis vigilantes. Mis carceleros.

La carreta crujió. Alguien se agachó a su lado.

—El sueño no debería dejarte tan exhausta.

—No, Korlat, no debería. Por favor, ahora déjame poner fin a esto…

—No. Toma, Coll ha hecho un estofado.

—No me quedan dientes para masticar nada.

—Solo son unos trocitos de carne, fáciles de tragar. Es sobre todo caldo.

—No tengo hambre.

—Da igual. ¿Te ayudo a incorporarte?

—Que el Embozado te lleve, Korlat. A ti y a los demás. A todos y cada uno.

—Toma, yo te ayudo.

—Tus buenas intenciones me están matando. No, matando no. Es precisamente eso, ¿verdad…? —Gruñó e hizo un débil intento de apartarse de las manos de Korlat cuando la tiste andii la levantó sin esfuerzo y la sentó—. Me tortura. Tu piedad. Que es cualquier cosa salvo eso. No, no me mires a la cara, Korlat. —Se ciñó mejor la capucha—. No vaya a ser que comience a ansiar la compasión de tus ojos. ¿Dónde está ese cuenco? De acuerdo, comeré. Déjame.

—Quiero hacerte compañía, mhybe —respondió Korlat—. Después de todo, hay dos cuencos.

La mujer rhivi se quedó mirando sus propias manos, arrugadas, picadas de viruelas y esqueléticas, después miró el cuenco que sujetaba con ellas, el caldo aguado con sus trocitos de carne manchados de vino.

—¿Ves esto? El carnicero de la cabra. El que la mató. ¿Se detuvo acaso ante los gritos desesperados del animal? ¿Miró el ruego de sus ojos? ¿Dudó acaso con el cuchillo? En mis sueños, yo soy esa cabra. A eso es a lo que me condenas.

—El que mató a esa cabra era rhivi —dijo Korlat después de un momento—. Tú y yo conocemos bien ese ritual, mhybe. Propiciación. Se invoca al espíritu misericordioso cuyo abrazo es necesidad. Las dos sabemos que ese espíritu invade a la cabra, o, de hecho, a cualquier criatura cuyo cuerpo va a alimentarte y cuya piel va a vestirte. Así pues, la bestia no grita, no clama. He sido testigo… y me he maravillado, pues es un hecho notable. Exclusivo de los rhivi, no en su intención, sino en su obvia eficacia. Es como si el espíritu que llega durante el ritual le muestra a la bestia un futuro mejor, algo que está más allá de la vida que ha conocido hasta ese momento…

—Mentiras —murmuró la mhybe—. El espíritu engaña a la pobre criatura. Para que la muerte sea más fácil.

Korlat no dijo nada.

La mhybe se llevó el cuenco a los labios.

—Quizá, aun en ese caso —continuó la tiste andii— el engaño sea un regalo… de misericordia.

—No existe tal cosa —le soltó la mhybe de repente—. Palabras para consolar al asesino y a los suyos y nada más. El que muere está muerto, como suelen decir los Abrasapuentes. Esos soldados saben bien la verdad. Los hijos del Imperio de Malaz no se hacen ilusiones. No es tan fácil cautivarlos.

—Pareces saber mucho sobre ellos.

—Dos marineras vienen a visitarme de vez en cuando. Han asumido la tarea de proteger a mi hija. Y de hablarme de ella, ya que nadie más parece haber pensado en eso. Las aprecio por ello.

—No sabía de ese…

—¿Te alarma? ¿Acaso se me han revelado terribles secretos? ¿Le pondrás ahora fin?

Una mano le rodeó el hombro.

—Ojalá me miraras al menos a la cara, mhybe. No, no haré tal cosa. Ni soy consciente de que se te oculte algún oscuro secreto. De hecho, me gustaría ahora buscar a esas dos marineras para darles las gracias.

—Déjalas, Korlat. No piden que les den las gracias. Son simples soldados, dos mujeres del Imperio. Gracias a ellas sé que Kruppe visita a Zorraplateada con regularidad. Quizá haya asumido el papel de un tío cariñoso. Es un hombre muy extraño, enternecedor a pesar de la terrible maldición que me ha echado.

—¿Maldición? Oh, mhybe, por lo que le he visto de Kruppe, puedo decirte que no es un hombre que maldiga a nadie. No creo que jamás imaginara lo que el renacimiento de Velajada significaría para ti.

—Eso es muy cierto. Y lo entiendo, ya ves. Acudió a él un dios ancestral que o bien decidió implicarse o ya lo estaba. Se había creado una abominación, como la llamó Kallor, y de hecho era una abominación. El cadáver marchito de Escalofrío, el alma de Velajada atrapada en su interior, la aparición orquestada por la hechicería t’lan imass. Una creación de pesadilla. El dios ancestral intentó salvarla, de algún modo, de alguna manera y para eso al parecer necesitaba a Kruppe. Así fue. El daru hizo todo lo que pudo, creía que hacía un favor. Pero no te equivoques, Korlat. Kruppe y su dios ancestral han decidido utilizar a la niña que crearon. ¿Oportunismo o premeditación? ¿Importa acaso? Y mira, Kruppe camina ahora con Zorraplateada. ¿Conspiran? ¿Estoy ciega…?

—¿Conspirar? ¿Con qué fin, mhybe?

—¿No lo sabes? Me cuesta creerlo.

—Es obvio que has llegado a la conclusión de que todos conspiramos… contra ti.

—¿Y no es así? —Con todas las fuerzas que pudo reunir, la mhybe lanzó el cuenco, oyó derramarse su contenido, lo oyó rebotar en algo y escuchó el grito sorprendido de Murillio que, al parecer, tuvo la desgracia de encontrarse en su camino—. ¡Me protegéis! —siseó la mhybe—. ¡Me alimentáis! ¡Me vigiláis para que no me quite la vida! ¿Y no es ninguna conspiración? Y mi hija, mi propia hija, ¿me visita acaso? ¡No! ¿Cuándo fue la última vez que vi su rostro? ¡Apenas lo recuerdo ya!

La mano le apretó el hombro con fuerza. La voz de Korlat, cuando habló, fue baja y tensa.

—Te comprendo, amiga mía. Llegaré al fondo de esto. Descubriré la verdad y después vendré a contártela. Es una promesa, mhybe.

—Entonces dime lo que ha pasado. Hoy, hace un rato. Sentí… algo. Un acontecimiento. Coll y Murillio hablaron de una escena entre Kruppe y Brood. Dime, ¿dónde estaba Zorraplateada en todo esto?

—Estaba allí —respondió Korlat—. Vino conmigo cuando fui a responder a la llamada de Whiskeyjack. Seré honesta contigo, mhybe. Es cierto que ocurrió algo, antes del choque entre Brood y Kruppe. Tu hija ha encontrado unos… protectores, pero no quiere extenderte a ti esa protección; por alguna razón cree que ahora corres peligro. No sé cuál es la fuente de ese peligro.

Pero yo sí. Oh, Korlat, la amistad que sientes por mí te ha cegado. Es cierto que corro peligro. Y el riesgo soy yo misma.

—¿Protectores? ¿Quién? ¿Qué?

Korlat respiró hondo y dejó escapar el aire poco a poco.

—Zorraplateada me pidió que no te dijera nada. No entendí por qué pero accedí. Ahora me doy cuenta que fue una equivocación. Se equivoca contigo, mhybe. Es una conspiración, y yo no formaré parte de ella. Los protectores de tu hija eran lobos. Unas bestias antiguas y gigantes…

El terror invadió a la mhybe. Con una mueca fiera, lanzó una mano contra la cara de Korlat y sintió que las uñas atravesaban la piel de la tiste andii.

—¡Mis cazadores! —chilló cuando la otra mujer se apartó con una mueca—. ¡Quieren matarme! Mi hija… —¡Mi hija! ¡La que atormenta mis sueños! ¡Por todos los espíritus del inframundo, quiere matarme!

Coll y Murillio habían saltado a la carreta y gritaban alarmados aunque Korlat les siseaba para que se calmaran, pero la mhybe había dejado de escucharlos, había dejado de ver el mundo que la rodeaba. Continuó agitando brazos y piernas, arañaba el aire con las uñas, la traición le abrasaba el pecho y convertía su corazón en cenizas. ¡Mi hija! ¡Mi hija!

Y mi voz, que gimotea.

Y mis ojos, que ruegan.

Y ese cuchillo en sus manos, y en su mirada no hay más que un propósito frío, tan frío.

La débil sonrisa de Whiskeyjack se desvaneció cuando se volvió hacia la recién llegada Korlat y vio que sus ojos eran como hierros al rojo vivo, cuando vio, cuando la mujer atravesó la entrada de la tienda, cuatro rasguños paralelos en la mejilla derecha, todavía húmedos de la sangre que había corrido por la línea de la mandíbula y en ese momento salpicaba los juncos que cubrían el suelo.

El malazano estuvo a punto de dar un paso atrás cuando la tiste andii se acercó a él.

—Korlat, ¿qué ha pasado?

—Escucha mis palabras, amante —dijo la mujer entre dientes, con tono gélido—. Los secretos que me hayas ocultado sobre el renacimiento de Velajada, sobre esos malditos t’lan ay, sobre las instrucciones que les hayas dado a esas marineras que protegen a la niña con respecto a lo que deben decirle a la mhybe, me los vas a contar. Ahora mismo.

Whiskeyjack sintió que lo invadía un escalofrío y que su rostro se crispaba ante la punzada de furia de la mujer.

—¿Instrucciones? —preguntó en voz baja—. No les he dado instrucciones. Ni siquiera les he dicho que protejan a Zorraplateada. Lo que han hecho ha sido por decisión suya. Lo que hayan podido decir y que pudiera llevar a esto… bueno, acepto la responsabilidad, soy su comandante. Y te aseguro que si se requiere algún castigo…

—Para. Un momento, por favor. —Algo se había calmado en el interior de la mujer y comenzaba a temblar.

Whiskeyjack se planteó cogerla entre sus brazos, pero se contuvo. Korlat necesitaba consuelo, presintió, pero su instinto le dijo que su amante todavía no estaba lista para recibirlo. Miró a su alrededor, encontró un paño relativamente limpio, lo empapó en una palangana y después se lo tendió.

Korlat lo había observado en silencio, el tono de sus ojos se había profundizado hasta alcanzar un color gris pizarra, pero no hizo movimiento alguno para aceptar el paño.

El comandante bajó poco a poco el brazo.

—¿Por qué —preguntó Korlat— insistió Zorraplateada para que su madre no supiera nada de los t’lan ay?

—No tengo ni idea, Korlat, aparte de la explicación que nos dio. En ese momento pensé que tú lo sabías.

—Creías que lo sabía.

Whiskeyjack asintió.

—Creías que te había estado ocultando… un secreto. Algo que tenía que ver con Zorraplateada y su madre…

Whiskeyjack se encogió de hombros.

—¿Tenías intención de decirme algo?

—No.

La mujer abrió mucho los ojos y lo miró. El silencio fue alargándose.

—Por el amor del Embozado, límpiame las heridas.

Aliviado, el comandante se acercó y empezó, con el más suave de los roces, a restañarle los cortes.

—¿Quién te pegó? —preguntó en voz baja.

—La mhybe. Creo que acabo de cometer un terrible error, a pesar de todas mis buenas intenciones…

—Suele ser el caso —murmuró él— con las buenas intenciones.

Korlat entrecerró los ojos y lo miró con expresión interrogante.

—Los pragmáticos malazanos. Clarividentes, no cabe duda. ¿Por qué pensáis en vosotros mismos como simples soldados? Brood, Rake, Kallor… yo misma, todos os contemplamos a ti, a Dujek y a vuestro ejército como algo… auxiliar. Una espada de la que esperamos echar mano cuando haya necesidad. Me parece que somos todos unos necios. De hecho, ni uno solo de nosotros ha llegado a darse cuenta de cómo son las cosas en realidad.

El comandante frunció el ceño.

—¿Y cómo son esas cosas?

—Os habéis convertido en nuestra columna vertebral. De algún modo sois lo que nos da fuerza, lo que nos mantiene unidos. Oh, sé que tienes tus secretos, Whiskeyjack…

El hombre sonrió con ironía.

—No tantos como pareces creer. Te contaré el más grande. Es el siguiente: nos sentimos superados. Por ti, por Rake, por Caladan Brood, por Kallor. Por el ejército tiste andii y por el de los rhivi y los barghastianos. Por el Embozado, hasta esa chusma de mercenarios que os acompaña nos pone nerviosos. No tenemos vuestro poder. Solo somos un ejército. Nuestro mejor mago ni siquiera tiene rango. Es un mago normal del cuadro, ahora mismo está muy lejos y sospecho que se siente como una mosca en una telaraña. Así que cuando llegue el momento de luchar, sabemos que seremos la cabeza de lanza y que nos va a costar caro. En cuanto al Vidente en sí y lo que se oculte tras él, bueno, esperamos ahora que os ocupéis vosotros de eso. Lo mismo va por el dios Tullido. Tienes razón, Korlat, solo somos soldados. Y soldados cansados, además. Si somos la columna vertebral de este ejército combinado, que el Embozado nos ayude porque es una columna encorvada y quebradiza.

Korlat levantó la mano, la puso sobre la de él y se la apretó contra la mejilla. Los ojos de ambos se encontraron.

—¿Encorvada y quebradiza? No lo creo.

Whiskeyjack sacudió la cabeza.

—No estoy siendo modesto, Korlat. Te digo la verdad aunque temo que no estés preparada para oírla.

—Zorraplateada está manipulando a su madre —dijo la tiste andii después de un momento—. De algún modo. Es posible incluso que sea la responsable de las terribles pesadillas que tiene la anciana.

—Eso me resulta difícil de creer…

—No es algo que haría Velajada, ¿verdad? ¿Pero qué hay de esa tal Escalofrío? ¿O del thelomenio? Tú los conocías, Whiskeyjack. Mejor que cualquiera de nosotros, al menos. ¿Es posible que uno de ellos, o los dos, fueran responsables de eso?

El comandante no dijo nada mientras terminaba de limpiar las heridas de la mejilla de su amante.

—Esto requerirá el toque de un sanador, Korlat, no vaya a ser que la infección…

—Whiskeyjack.

El hombre suspiró y se retiró un poco.

—Escalofrío, me temo, bien podría sentirse traicionada. Podría elegir para vengarse algún objetivo indiscriminado. Lo mismo para Bellurdan el crujecráneos. A ambos los traicionaron, después de todo. Si tienes razón sobre lo que le está pasando a la mhybe, que le están haciendo algo, entonces sigo creyendo que Velajada se estaría resistiendo a ellos.

—¿Y si ya ha perdido la pugna?

—No veo señales de…

Los ojos de Korlat destellaron y le clavó a su amante un dedo en el pecho.

—¡Es decir, que tus dos marineras no han informado de ninguna señal de ello!

El comandante hizo una mueca.

—Siguen siendo voluntarias, Korlat. Dado el alarmante alcance de nuestra ignorancia en estos temas, vale la pena mantenerse alerta. Esas dos marineras decidieron proteger a Zorraplateada porque ven en ella a Velajada. No solo en su físico, sino también en la personalidad de la mujer. Si algo ha ido mal, lo habrían notado y habrían acudido a mí. De inmediato.

Korlat bajó la mano y suspiró.

—Y aquí entro yo como un huracán dispuesta a arrancarte la cabeza. Maldito seas, Whiskeyjack, ¿cómo he llegado a merecerte? Y que el abismo me lleve, ¿por qué sigues aquí? Después de todas mis acusaciones…

—Hace unas cuantas horas, Dujek hizo una entrada parecida. —El comandante esbozó una gran sonrisa—. Ha sido uno de esos días, supongo. Ahora deberíamos llamar a un sanador…

—Dentro de un momento. —La tiste andii lo estudió—. Whiskeyjack, no tienes la menor idea de lo excepcional que eres, ¿verdad?

—¿Excepcional? —La sonrisa masculina se ensanchó un poco más—. Pues claro que lo sé. Soy un ejemplar único, gracias al Embozado.

—No me refería a eso.

Él se acercó un poco más y le rodeó la cintura con un brazo.

—Es hora de ir a buscar un sanador, mujer. Mis necesidades son muy sencillas y estamos perdiendo el tiempo.

—La respuesta de un soldado —dijo ella—. A mí no me engañas, ya lo sabes.

Sin que ella lo viera, el comandante cerró los ojos. Oh, pero el caso es que sí que te engaño, Korlat. Si supieras todo el miedo que tengo… a perderte

Kruppe, la anguila de Darujhistan, receptor ocasional de objetos robados y ladrón, desafiador del caudillo Caladan Brood, agitó los brazos con gesto expansivo y bajó sin prisas por la avenida principal de tiendas rumbo a las carretas de provisiones. Acababa de salir de la tienda de la cocina de los Irregulares de Mott y llevaba en cada mano un pastel negro nathi chorreando sirope. Varios pasos por detrás, su mula lo seguía a buen ritmo con las orejas aguzadas y el morro estirado hacia los dos pastelitos.

La segunda campanada tras la medianoche acababa de resonar por todos los campamentos empujando a los lejanos rebaños de bhederin a emitir un luctuoso mugido que se desvaneció cuando las bestias volvieron a sumirse en su sueño. Cuando llegó al borde de las carretas, dispuestas en un rectángulo para formar un fuerte con ruedas, observó que había dos marineras malazanas envueltas en sus mantos, sentadas delante de una pequeña hoguera de estiércol.

Kruppe alteró el rumbo y se acercó.

—Amables amigas —exclamó sin alzar la voz—. Es tarde y seguro que damas tan bonitas ya deben de esperar algo dulce.

Las dos mujeres levantaron la cabeza.

—Ah —gruñó una de ellas—. Es ese daru gordo.

—Y su mula, que acecha ahí, entre las sombras.

—¡Único sin duda es Kruppe! ¡Tened! —El gordito les tendió de golpe los pastelitos chorreantes—. Para vosotras, queridas.

—¿Y qué tendríamos que comernos, los pasteles o tus manos?

La otra sacó el cuchillo al oír las palabras de su compañera.

—Un par de cortes rápidos y podemos elegir nosotras, ¿no?

Kruppe dio un paso atrás.

—¡Por la reina de los Sueños! ¡Amargadas y muy poco femeninas! Las guardianas de la bella Zorraplateada, ¿no? Una verdad tranquilizadora. El corazón de Velajada, que resplandece con toda su luz en la niña que ahora es mujer…

—Sí, ya te hemos visto más que de sobra charlando con la muchacha. Es la hechicera, desde luego. Está claro como el agua para los que la conocimos.

—Extraordinaria desconexión, este intercambio. Kruppe está encantado…

—¿Nos vas a dar los pasteles de sirope o qué?

—Desde luego, aunque el destello de esa hoja sigue cegando al generoso Kruppe.

—Si es que no tienes sentido del humor, ¿no? Únete a nosotras, si te atreves.

El daru sonrió y se acercó sin prisas.

—Pasteles negros nathi, queridas mías.

—Los reconocemos. Los Irregulares de Mott nos los tiraban cuando se quedaban sin flechas.

—A Jaybar le dio uno en plena cara, si no recuerdo mal.

—Es verdad, entonces tropezó y cuando se levantó era como el suelo del bosque con ojos.

—Qué espantosa savia y qué arma tan mortal —asintió Kruppe mientras una vez más les ofrecía los pasteles a las dos marineras.

Las chicas los cogieron.

—Valerosa tarea la de proteger a la muchacha rhivi.

—No es ninguna muchacha rhivi. Es Velajada. Esas pieles y cueros son solo para aparentar.

—Ah, así que habéis hablado con ella.

—No mucho y no nos hace falta. Estos pasteles bajan mejor sin todas esas ramitas y hojas, la verdad.

Kruppe parpadeó y después asintió poco a poco.

—Sin duda. Inmensa responsabilidad la de ser los ojos de vuestro comandante con respecto a dicha muchacha.

Las dos mujeres dejaron de masticar un momento. Intercambiaron una mirada y una de ellas tragó el bocado antes de hablar.

—¿Quién, Dujek? Si somos sus ojos entonces está ciego como un topo.

—Ah, Kruppe se refería a Whiskeyjack, por supuesto.

—Whiskeyjack no está ciego y tampoco le hace falta que nosotras veamos por él.

—No obstante —sonrió el daru—, no cabe duda de que le tranquiliza mucho la tarea que os habéis impuesto, los informes y demás. Si Kruppe fuera Whiskeyjack, sabe que así sería.

—¿Sería qué?

—Bueno, que sería muy tranquilizador, por supuesto.

Las dos mujeres gruñeron, después una bufó.

—Esa sí que es buena. Si tú fueras Whiskeyjack. Ja.

—Una forma de hablar…

—Eso no existe, gordito. ¿Intentas seguir los pasos de Whiskeyjack? ¿Intentas ver a través de sus ojos? Ja.

—Y que lo digas —asintió la otra mujer—. Ja.

—Así que lo hicisteis —observó Kruppe.

—¿Hicimos qué?

—Acceder.

—Pues claro que sí, maldita sea. Whiskeyjack debería haber sido emperador cuando se cargaron al viejo. Él y no Laseen. Pero la tipa sabía quién era su rival, cómo no. Por eso lo despojó de su rango, lo convirtió en un puñetero sargento, por el Embozado, y lo largó lejos, muy lejos.

—Un hombre ambicioso entonces, este Whiskeyjack.

—En absoluto, daru. Y de eso se trata. Habría sido un buen emperador, ya te lo he dicho. No querer el trabajo es el mejor y el único título que hay que considerar.

—Una afirmación curiosa, querida.

—Pues no.

—Disculpa, ¿no, qué?

—Que de curiosa nada. Escucha, el Imperio de Malaz sería muy diferente si Whiskeyjack hubiera ocupado el trono hace todos esos años. Si hubiera hecho lo que todos queríamos que hiciera y hubiera cogido a Laseen por el cogote y la hubiera lanzado por una ventana de la torre…

—¿Y es un hombre bien dotado para tan notable proeza?

Las dos marineras lo miraron, confundidas. Una se volvió hacia su compañera.

—¿Tú lo has visto en privado?

La otra negó con la cabeza.

—No. Con todo, puede que tenga una dotación notable. ¿Por qué no?

—Entonces igual está bien dotado, pero yo solo dije que la cogiera por el cogote.

—Bueno, para tal proeza hay que estar bien dotado, ¿no?

—En eso tienes razón, amiga.

—Ejem —las interrumpió Kruppe—. Bien dotado, queridas mías. Como capacitado, apto, con talento…

—Ah.

—Ah, ya, claro. Entiendo. ¿Nos preguntas si podría haberlo hecho si hubiera querido? Claro. No conviene hacer enfadar a Whiskeyjack y por si eso no bastara, el tipo tiene cerebro.

—¿Entonces por qué, se pregunta Kruppe asombrado, no lo hizo en su momento?

—Porque es un soldado, idiota. Cuando Laseen ocupó el trono las cosas ya estaban bastante complicadas. El Imperio entero se tambaleaba. La gente empieza a dar puñaladas y a asaltar tronos ensangrentados y a veces no se para, a veces es como el dominó, ¿no? Cae una ficha tras otra, y luego, otra, y el asunto entero se va al garete. Era a él al que todos mirábamos, ¿no? Esperábamos para ver cómo se lo tomaba, lo de Laseen y todo eso. Y cuando le hizo un saludo militar y dijo, «sí, emperatriz», bueno, las cosas como que se calmaron.

—Vamos, que le estaba dando una oportunidad a la señora.

—Por supuesto. Bueno, muchachas, ¿y ahora creéis que cometió un error?

Las mujeres se encogieron de hombros a la vez.

—Ya da igual —dijo una—. Estamos aquí, la vida es como es y las cosas son como son.

—Pues es así y así sea —dijo Kruppe mientras se levantaba con un suspiro—. Magnífica conversación. Kruppe os da las gracias y opta por despedirse ya.

—Claro. Gracias por los pasteles.

—Para Kruppe ha sido un placer. Buenas noches, queridas.

Se alejó sin prisas y emprendió de nuevo el camino hacia las carretas de provisiones.

Cuando desapareció en la penumbra, las dos marineras se quedaron calladas un rato, ocupadas como estaban lamiéndose la savia de los dedos.

Después una suspiró.

La otra siguió su ejemplo.

—¿Y bien?

—Que fue demasiado fácil, diablos.

—¿Tú crees?

—Claro. Llegó esperando hallar dos cerebros y se encontró con apenas uno.

—Con todo, puede que ese cerebro se haya ido mucho de la lengua.

—Así es la naturaleza de los alelados, cariño. Si hubiéramos hecho otra cosa, le habría hecho sospechar.

—¿De qué crees tú que hablan él y Velajada, de todos modos?

—De la vieja, diría yo.

—Yo me había imaginado lo mismo.

—Están tramando algo.

—Justo lo que yo sospecho.

—Y Velajada está a cargo.

—Eso es.

—Cosa que a mí me vale.

—Y a mí. Sabes, ese pastel negro no era lo mismo sin las ramitas y las hojas…

—Qué raro, yo estaba pensando lo mismo…

Dentro del fuerte de carretas, Kruppe se acercó a otra hoguera. Los dos hombres acurrucados junto a ella levantaron la cabeza cuando llegó.

—¿Qué te pasa en las manos? —preguntó Murillio.

—Todo lo que Kruppe toca se pega a él, amigo mío.

—Bueno —dijo Coll con voz profunda—, eso lo sabemos desde hace años.

—¿Y qué le pasa a esa maldita mula? —inquirió Murillio.

—Esa bestia me acosa sin cesar, pero ahora mismo da igual. Kruppe ha tenido un coloquio muy interesante con dos marineras. Y para él es un placer informar que la muchacha Zorraplateada se encuentra en buenas manos.

—¿Tan pegajosas como las tuyas?

—Ahora lo son, querido Murillio, ahora lo son.

—Lo que dices me parece muy bien —dijo Coll—, pero ¿nos sirve de algo a nosotros? Hay una anciana durmiendo en esa carreta, cuyo corazón roto es el menor de sus dolores, y eso podría ser suficiente como para acabar con el más fuerte de los hombres, así que imagínate lo que supondría para una frágil anciana.

—Para Kruppe es un placer aseguraros que están en marcha asuntos de inmensa misericordia. No se ha de hacer caso de las apariencias momentáneas.

—¿Entonces por qué no decirle eso? —gruñó Coll al tiempo que señalaba con un gesto la carreta de la mhybe.

—Ah, pero todavía no está lista para escuchar tales verdades, por todos los cielos. Este es un viaje del espíritu. La dama debe empezar el viaje en su propio interior. Lo que pueden hacer Kruppe y Zorraplateada tiene un límite, a pesar de nuestra aparente omnipotencia.

—Omnipotencia, ¿eh? —Coll sacudió la cabeza—. Ayer me habría reído de esas palabras. Así que te enfrentaste a Caladan Brood, ¿no? Pues me interesa saber cómo te las arreglaste, maldito sapo.

Kruppe alzó las cejas.

—¡Mi querido e inseparable compañero Coll! ¡Tu falta de fe aplasta al frágil Kruppe hasta casi arrancarle los dedos de los pies, que se agitan de pura angustia!

—Por el amor del Embozado, no nos los enseñes —dijo Murillio—. Llevas usando las mismas zapatillas desde que te conozco, Kruppe. La propia Poliel se encogería ante lo que habrá al acecho entre esos dedos.

—¡Ah, y haría bien! Para responder a Coll con precisión sucinta, Kruppe proclama que la ira, no, la cólera, no surte efecto con alguien como él, para quien el mundo es una perla acurrucada en los viscosos confines de su perspicaz y musculoso cerebro. Eh, bueno, quizá la alusión vacile si se piensa bien… y sería peor pensarlo otra vez. Kruppe volverá a intentarlo. Para quien, como decía, el mundo no es más que un sueño de plumas y colores y maravillas inimaginables, donde incluso el tiempo mismo ha perdido su significado, y hablando de eso, ya es muy tarde, ¿no? El sueño me reclama, el riachuelo de serena transubstanciación que metamorfosea el olvido en descanso y rejuvenecimiento, ¡y eso solo ya es maravilla suficiente para que todos y cada uno den por terminada esta noche de inquietud! —Batió las manos en un último gesto de despedida y se alejó. Después de un momento, la mula salió trotando tras él.

Los dos hombres se quedaron mirando las dos figuras.

—Imagínate que el martillo de Brood entrara en contacto con esa aceitosa testa —dijo Coll con voz profunda después de un momento.

—Seguramente resbalaría —dijo Murillio.

—Sí, es verdad.

—Mejillones, sesos y pies que huelen a queso, por el abismo, creo que voy a vomitar.

Muy por encima del campamento, Arpía dobló las cansadas alas que sentía como de plomo y bajó en picado hacia la tienda del caudillo. A pesar de su agotamiento, la recorrían escalofríos de emoción y curiosidad. La fisura que había al norte del campamento seguía expulsando la sangre viciada de Ascua. El gran cuervo había sentido la explosión cuando todavía estaba sobre las montañas Visión, al sureste de allí, y había sabido al instante lo que era.

La cólera de Caladan Brood.

El beso del martillo, y con él una remodelación explosiva del mundo natural. Lo notó a pesar de la oscuridad, así como la columna bien definida de una cadena montañosa de basalto donde no debía haber ninguna montaña, allí, en el corazón de la llanura Catlin. Y la hechicería emanaba de la sangre de la diosa Dormida, eso también lo había visto Arpía.

El toque del dios Tullido. Se estaba produciendo una transformación en el interior de las venas de Ascua. El Caído estaba haciendo suya la sangre de la diosa. Y ese es un sabor que conozco bien, pues fue como leche materna para mí, hace ya tanto tiempo. Para mí y para los míos.

Se habían generado cambios en el mundo que tenía debajo y Arpía disfrutaba con los cambios. Su alma, y el alma de los suyos, se agitaba una vez más en un estado de intensa alerta. Jamás se había sentido más viva.

Se deslizó bajo las cálidas corrientes termales y descendió meciéndose por las bolsas de aire frío, ecos de la traumática alteración que se había agitado por toda la atmósfera tras el estallido de la furia de Brood; después se deslizó hasta la tierra y se posó con un golpe seco y suave ante la tienda del caudillo.

En su interior no se veía ninguna luz.

Arpía cacareó sin apenas hacer ruido y dio unos saltitos bajo la solapa de la entrada que permanecía medio levantada.

—Ni una sola palabra —dijo con voz profunda Brood desde la oscuridad— sobre mi pérdida de estribos.

El gran cuervo ladeó la cabeza y miró el catre. El caudillo estaba sentado al borde con la cabeza entre las manos.

—Como desees —murmuró.

—Dame tu informe.

—Te lo daré. En primer lugar, de parte de Anomander Rake. Lo ha conseguido. Engendro de Luna ha pasado sin que nadie la viera y ahora… se oculta. Mis hijos se están distribuyendo por todas las tierras del Vidente Painita. Caudillo, no solo sus ojos han sido testigos de todo lo que yace debajo. Yo misma he visto…

—Reserva esos detalles para más tarde. Engendro de Luna está donde debe. Bien. ¿Volaste hasta Capustan, como te pedí?

—Lo hice, mi serio señor. Y fui testigo del primer día y la primera noche de batalla.

—¿Tu valoración, Arpía?

—La ciudad no resistirá, caudillo. Aunque no será culpa de los defensores. A lo que se enfrentan es demasiado inmenso.

Brood soltó un gruñido.

—Quizá deberíamos habernos replanteado el despliegue que hizo Dujek de los moranthianos negros.

—Ah, ellos también están emplazados justo donde los quería Unbrazo. —Arpía vaciló, giró primero un ojo y después el otro hacia Caladan Brood—. Hay que explicar ahora un detalle inusual, caudillo. ¿Querrás oírlo?

—Muy bien.

—El Vidente libra una guerra al sur.

Brood levantó la cabeza de golpe.

—Sí —asintió Arpía—. Mis hijos han visto ejércitos del Dominio encaminados y retirándose hacia el norte. Rumbo al propio Panorama. El Vidente ha desatado hechicerías formidables contra ese enemigo desconocido. Ríos de hielo, murallas de hielo. Un frío cortante, vientos y tormentas. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que fuimos testigos de la reaparición de esa senda concreta.

—Omtose Phellack. La senda de los jaghut.

—Incluso así. Caudillo, pareces menos sorprendido de lo que yo había anticipado.

—Una guerra al sur sí que me sorprende, Arpía. —El caudillo se levantó, se echó una manta de piel sobre los hombros y empezó a pasearse—. Omtose Phellack… no, no me sorprende mucho.

—Así pues, el Vidente no es lo que parece.

—Es evidente que no. Rake y yo teníamos nuestras sospechas…

—Bueno —soltó Arpía de pronto— si las hubiera sabido, habría examinado con más atención la situación de Panorama. Tu contumacia nos hace daño a todos.

—No teníamos pruebas, Arpía. Además, valoramos demasiado ese pellejo con plumas como para arriesgarte a que te acercaras demasiado a la fortaleza de un enemigo desconocido. Ya no tiene remedio. Dime, ¿el Vidente continúa en Panorama?

—Los míos fueron incapaces de determinarlo. Hay cóndores en la zona y no se sentían muy cómodos con nuestra presencia.

—¿Por qué unos pájaros mundanos iban a crearos problemas?

—No son mundanos del todo. Sí, las aves mortales son poco más que lagartos con alas, pero estos cóndores concretos eran más lagartos que la mayoría.

—¿Los ojos del propio Vidente?

—Es posible.

—Eso podría resultar molesto.

Arpía se encogió de hombros con las alas medio ladeadas.

—¿Tienes algún trozo de carne? Estoy hambrienta.

—Hay restos de cabra de la cena en el pozo de desechos que hay tras la tienda.

—¿Qué? ¿Quieres que coma en un pozo de desechos?

—Eres un maldito cuervo, Arpía, ¿por qué no?

—¡Es indignante! Pero si es todo lo que hay…

—Así es.

Cloqueando para contener su furia, Arpía se acercó a saltitos a la pared trasera de la tienda.

—Tómame como ejemplo en el futuro —murmuró mientras empezaba a introducirse por debajo de la tela.

—¿A qué te refieres? —preguntó Brood tras ella.

El cuervo volvió a meter la cabeza por debajo de la tela, abrió el pico en una carcajada silenciosa y después respondió.

—¿Acaso he perdido yo los estribos?

El caudillo dio un paso hacia ella con un gruñido.

El gran cuervo lanzó un chillido y huyó.