Si podéis, queridos amigos, no os pongáis en la tesitura de soportar un asedio.
Ubilast, El que Carecía de Piernas
La posada que dominaba la esquina sureste de la vieja calle Daru no albergaba más de media docena de parroquianos, la mayor parte de ellos visitantes de la ciudad que, al igual que Rezongo, habían quedado atrapados. Los ejércitos painitas que rodeaban las murallas de Capustan no habían hecho nada en cinco días y así seguían. Se habían visto nubes de polvo más allá de la cordillera, al norte, según había oído el capitán de la caravana, señal de… algo. Pero eso había sido días antes y al final no había significado nada.
Nadie sabía a qué estaba esperando el septarca Kulpath, aunque abundaban las especulaciones. Se habían visto más gabarras con Tenescowri que cruzaban el río, hasta que dio la impresión de que la mitad de la población del imperio se había unido al ejército de campesinos.
—Con semejante número —había dicho alguien una campanada antes— apenas les tocará un bocado de ciudadano capan a cada uno.
Rezongo había sido casi el único que había apreciado el chiste.
Estaba sentado en una mesa cerca de la entrada, con la espalda apoyada en el marco de la puerta de doble viga, toscamente barnizado; la puerta en sí la tenía a la derecha, con la sala de techo bajo delante de él. Un ratón se abría camino por el suelo de tierra bajo las mesas, escabulléndose de una sombra a otra y deslizándose entre los zapatos o botas del parroquiano que se interpusiera en su camino. Rezongo observaba sus progresos con los ojos casi cerrados. Todavía quedaba comida de sobra en la cocina, o eso le decía al ratón su nariz. Un botín, como bien sabía Rezongo, que no duraría mucho si el asedio se alargaba.
Su mirada se alzó de repente hacia la viga principal manchada de humo que atravesaba toda la habitación, donde dormía el gato de la posada con los miembros colgando de la madera. El felino cazaba solo en sueños, al menos de momento.
El ratón llegó al rodapié del mostrador y anadeó paralelo a él rumbo a la entrada de la cocina.
Rezongo tomó otro sorbo del vino aguado, más agua que vino tras casi una semana de bloqueo de la ciudad por parte de los painitas. Los otros seis parroquianos de la posada estaban sentados cada uno en una mesa o apoyados en el mostrador. Se intercambiaban palabras entre ellos muy de vez en cuando; comentarios esporádicos, respondidos por lo general con poco más que un gruñido.
A lo largo de un día y una noche, la posada la habitaron dos tipos de personas, o eso fue lo que Rezongo observó. Los que tenía delante en ese momento casi vivían en la sala común meciendo su vino y su cerveza. Forasteros en Capustan, y al parecer carentes de amigos, habían logrado formar una especie de comunidad de todos modos, una comunidad caracterizada por una capacidad inmensa de no hacer nada juntos durante largos períodos de tiempo. Al llegar la noche comenzaba a reunirse el otro tipo. Ruidosos, alborotadores, arrastraban a las fulanas callejeras al interior con sus dineros, monedas que tiraban sobre las mesas sin pensar en el mañana. La suya era una energía desesperada, un farol con el que saludaban al Embozado. ¡Somos tuyos, cabrón de la guadaña!, parecían decir. ¡Pero no hasta el amanecer!
Se agitaban como la espuma del mar alrededor de las rocas inamovibles e indiferentes que eran los parroquianos silenciosos y sin amigos.
El mar y las rocas. El mar lo celebra ante el Embozado en cuanto este se cierne sobre él. Las rocas deben de haber mirado al cabrón a la cara durante tanto tiempo que ya ni se les ocurre ceder, y mucho menos celebrar nada. El mar se ríe a carcajadas de sus propios chistes. Las rocas producen una línea tensa que puede silenciar una habitación entera. Un bocado capan…
La próxima vez me quedaré calladito.
El gato se levantó en la viga y se estiró, las rayas negras se ondularon sobre el pelo tostado, ladeó la cabeza y miró hacia abajo con las orejas estiradas.
El ratón estaba al borde de la entrada de la cocina, inmóvil.
Rezongo siseó por lo bajo.
El gato miró hacia él.
El ratón entró disparado en la cocina y se perdió de vista.
Con un crujido estrepitoso, la puerta de la posada se abrió hacia dentro y entró Buke, que apareció delante de Rezongo y se hundió en la silla que tenía al lado.
—Eres muy predecible —murmuró el hombre, mientras señalaba que quería dos de lo mismo, cuando al fin pudo captar la atención del posadero.
—Sí —respondió Rezongo—. Soy una roca.
—Una roca, ¿eh? Más bien una iguana gorda que se aferra a una roca. Y cuando llegue la gran ola…
—Lo que tú digas. Ya me has encontrado, Buke. ¿Y ahora qué?
—Solo quería darte las gracias por toda tu ayuda, Rezongo.
—¿Eso era una ironía sutil, viejo? Habría que afinar un poco…
—De hecho, hablaba casi en serio. Esa agua turbia que me hiciste beber, el brebaje de Keruli, ha hecho maravillas. —Su rostro estrecho reveló una sonrisa un tanto reservada—. Maravillas…
—Me alegro de oír que te encuentras mejor. ¿Alguna otra noticia de las que mueven el mundo? Si no…
Buke se echó hacia atrás cuando el posadero les trajo las dos jarras.
—Me he reunido con los de mayor edad de los campamentos —dijo cuando el hombre se fue arrastrando los pies—. Al principio querían ir a hablar directamente con el príncipe…
—Pero después recuperaron el sentido común.
—Hubo que insistirles un poco.
—Así que ahora tienes toda la ayuda que necesitas para evitar que ese eunuco perturbado juegue a ser el portero del Embozado. Bien. No se puede consentir que reine el pánico en las calles, sobre todo con un cuarto de millón de painitas asediando la ciudad.
Los ojos de Buke se clavaron en Rezongo.
—Creí que agradecerías la calma.
—Eso ya está mucho mejor.
—Sigo necesitando tu ayuda.
—Pues no sé para qué, Buke. A menos que quieras que derribe la puerta de una patada y separe la cabeza de Korbal Espita de sus hombros. En cuyo caso, tú tendrás que distraer a Bauchelain. Podrías prenderle fuego o algo así. Yo solo necesito un momento. Claro que el momento lo es todo. Digamos que una vez que se abra una brecha en las murallas y haya Tenescowri asaltando las calles. Así todos podemos ir a ver al Embozado de la manita y cantando tan contentos.
Buke sonrió tras la jarra.
—No estaría mal —dijo antes de beber.
Rezongo se terminó su propia jarra y estiró el brazo para coger la siguiente.
—Sabes dónde encontrarme —dijo después de un momento.
—Hasta que llegue la oleada.
El gato se bajó de un salto de la viga, se abalanzó sobre una cucaracha y la atrapó entre las garras. Después empezó a jugar.
—De acuerdo —gruñó el capitán de la caravana después de un momento—. ¿Qué más quieres decir?
Buke se encogió de hombros con gesto casual.
—Tengo entendido que Piedra se ha presentado voluntaria. Los últimos rumores dicen que los painitas están listos al fin para el primer asalto, en cualquier momento ya.
—¿El primero? Seguramente el único. En cuanto a estar listos, hace días que están listos, Buke. Si Piedra quiere desperdiciar su vida defendiendo lo indefendible, eso es asunto suyo.
—¿Y qué alternativa hay? Los painitas no hacen prisioneros, Rezongo. Tendremos que luchar, antes o después.
Eso es lo que tú crees.
—A menos —continuó Buke después de un momento, cuando levantó la jarra— que tengas intención de cambiar de bando. Encontrar la fe por cuestión de conveniencia…
—¿Qué otro camino hay?
Los ojos del otro se achicaron.
—¿Te llenarías la barriga con carne humana, Rezongo? ¿Solo para sobrevivir? Serías capaz, ¿verdad?
—La carne es carne —respondió Rezongo con los ojos clavados en el gato. Un suave crujido anunció que el animal había terminado de jugar.
—Bueno —dijo Buke mientras se levantaba—. Creí que no eras capaz de asombrarme. Supongo que creía conocerte…
—Creías.
—Así que este es el hombre por el que Harllo dio su vida.
Rezongo levantó la cabeza poco a poco. Buke no supo muy bien qué descubrió en sus ojos, pero dio un paso atrás.
—¿Con qué campamento estás trabajando ahora? —preguntó el capitán de la caravana con tono sereno.
—Uldan —susurró su amigo.
—Ya pasaré a verte. Entre tanto, Buke, quita de mi vista.
Las sombras habían cruzado en su retirada buena parte del complejo, y habían dejado a Hetan y su hermano, Cafal, a plena luz del sol. Los dos barghastianos estaban agachados en una alfombra gastada y desvaída con las cabezas inclinadas. Ambos estaban sudando (un sudor ennegrecido por las cenizas). Entre los dos había un brasero amplio y poco profundo encaramado sobre tres patas de hierro de un palmo de altura y lleno de carbones que ardían sin llama.
Los soldados y los mensajeros de la corte pasaban a su alrededor sin fijarse en ellos.
El yunque del escudo Itkovian estudió a los hermanos desde donde se encontraba, cerca de la entrada del cuartel. No sabía que los barghastianos eran un pueblo tan enamorado de la meditación, pero daba la sensación de que Hetan y Cafal no habían hecho mucho más desde su regreso del salón del vasallaje. En ayuno permanente, aislados, acampados en muy mal sitio en medio del complejo del cuartel, los dos hermanos se habían convertido en una isla inaccesible.
La suya no es una calma mortal. Viajan entre los espíritus. Brukhalian exige que encuentre una forma de entrar, por cualquier medio. ¿Acaso Hetan posee algún secreto más? ¿Una forma de huir para ella, su hermano y los huesos de los espíritus fundadores? ¿Un punto débil que nadie conoce en nuestras defensas? ¿Un defecto en la investidura painita?
Itkovian suspiró. No era la primera vez que lo intentaba, siempre sin éxito. Lo intentaría una vez más. Mientras se preparaba para acercarse, percibió una presencia a su lado y se giró. Era el príncipe Jelarkan.
En el rostro del joven estaba grabado a fuego el agotamiento. Las manos elegantes de dedos largos le temblaban a pesar de tenerlas entrelazadas justo por encima del cinturón de la túnica. Tenía la mirada clavada en el torbellino de actividad que invadía el complejo cuando habló.
—Debo saber, yunque del escudo, lo que pretende hacer Brukhalian. Tiene lo que los soldados llamáis una taba en la manga, eso está bastante claro. Así que he venido, una vez más, para pedirle audiencia al hombre al que pago. —No hizo esfuerzo alguno por ocultar la sardónica amargura de su afirmación—. Pero en vano. La espada mortal no tiene tiempo para mí. No tiene tiempo para el príncipe de Capustan.
—Señor —dijo Itkovian—, podéis hacerme las preguntas a mí, y yo haré todo lo que pueda por responderos.
El joven capan se dio la vuelta y miró al yunque del escudo.
—¿Brukhalian te ha dado permiso para hablar?
—Me lo ha dado.
—Muy bien. Los kron t’lan imass y sus lobos no muertos. Han destruido a los demonios k’chain del septarca.
—Así es.
—Y sin embargo, el Dominio Painita tiene más. Cientos de ellos.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué los t’lan imass no marchan hacia el Dominio? Un asalto directo contra el territorio del Vidente bien podría lograr la retirada de las fuerzas de Kulpath que nos asedian. El Vidente no tendría más alternativa que obligarlas a regresar y tendrían que cruzar el río otra vez.
—Si los t’lan imass fueran un ejército mortal, la elección sería desde luego obvia y por tanto beneficiosa para nuestros intereses —respondió Itkovian—. Pero el caso es que Kron y sus parientes no muertos están sometidos a exigencias que no son de este mundo y de las que no sabemos casi nada. Nos han hablado de una reunión, una llamada silenciosa sin propósito conocido. Eso, de momento, tiene prioridad sobre todo lo demás. Kron y los t’lan ay destruyeron a los k’chain che’malle del septarca porque consideraron su presencia una amenaza directa para la reunión.
—¿Por qué? Esa explicación es insuficiente, yunque del escudo.
—No discuto vuestra valoración, señor. Es cierto que parece haber otra razón… para la reticencia de Kron a marchar hacia el sur. Un misterio que concierne al propio Vidente. Al parecer, la palabra «painita» es jaghut. Los jaghut eran enemigos declarados de los t’lan imass, como es posible que ya sepáis. En mi opinión, Kron aguarda la llegada de… aliados. Otros t’lan imass que acuden a esta reunión inminente.
—Estás sugiriendo que Kron se siente intimidado por el Vidente Painita…
—Sí, dado que cree que el Vidente es jaghut.
El príncipe se quedó callado unos cuantos minutos y después sacudió la cabeza.
—Incluso si los t’lan imass decidieran marchar sobre el Dominio Painita, la decisión llegará demasiado tarde para nosotros.
—Parece probable.
—Muy bien. Ahora otra pregunta. ¿Por qué se va a producir esa reunión precisamente aquí?
Itkovian dudó un momento y después asintió despacio para sí.
—Príncipe Jelarkan, la persona que ha convocado a los t’lan imass se acerca a Capustan… en compañía de un ejército.
—¿Un ejército?
—Un ejército que marcha para enfrentarse al Dominio Painita; y, en realidad, con el objetivo adicional de aliviar el asedio que sufre Capustan.
—¿Qué?
—Señor, están a cinco semanas de distancia.
—No podemos resistir…
—Todos somos conscientes de ello, príncipe.
—¿Y esa persona manda ese ejército?
—No. El mando lo comparten dos hombres. Caladan Brood y Dujek Unbrazo.
—¿Dujek… el puño supremo Unbrazo? ¿El malazano? ¡Por los dioses del inframundo, Itkovian! ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
El yunque del escudo se aclaró la garganta.
—Hace algún tiempo que se estableció un contacto preliminar, príncipe. A través de vías hechiceras. Desde entonces esas vías se han hecho intransitables…
—Sí, sí, eso ya lo sé. Continúa, maldito seas.
—La presencia de la persona que los convocó entre su compañía fue una noticia que nos transmitió hace muy poco tiempo un invocahuesos de los kron t’lan imass…
—¡El ejército, Itkovian! ¡Háblame de ese ejército!
—Dujek y sus legiones han sido declarados en rebeldía por la emperatriz Laseen. Ahora actúan de forma independiente. Su dotación asciende a unos diez mil miembros. Caladan Brood tiene bajo su mando un número de pequeñas compañías de mercenarios, tres clanes barghastianos, la nación rhivi y los tiste andii… un número total de combatientes de treinta mil.
El príncipe Jelarkan abrió mucho los ojos. Itkovian observó la información que penetraba en las defensas internas del hombre, observó todas las esperanzas que florecían y luego se marchitaban en rápida sucesión.
—Parece —dijo en voz baja el yunque del escudo— que todo lo que os he contado puede tener una importancia vital. Sin embargo, ya veo que ahora entendéis que en realidad no significa nada. Cinco semanas, príncipe. Dejadlos que se venguen, si queréis, pues eso es todo lo que van a conseguir. E incluso en ese caso, dado su limitado número…
—¿Esas son las conclusiones de Brukhalian o las tuyas?
—Lamento decir que de ambos.
—Necios —dijo el joven con los dientes apretados—. Malditos necios, por el Embozado.
—Mi señor, no podemos resistirnos a los painitas cinco semanas enteras.
—¡Eso ya lo sé, maldito seas! La pregunta es, ¿por qué lo intentamos siquiera?
Itkovian frunció el ceño.
—Señor, ese era el contrato. La defensa de la ciudad…
—Idiota, ¿qué me importa a mí tu maldito contrato? ¡Ya habéis llegado a la conclusión de que fracasaréis en cualquier caso! A mí me preocupan las vidas de mi pueblo. ¿Este ejército llega por el oeste? Tiene que ser por ahí. Marchará junto al río…
—No podemos fugarnos, príncipe. Nos aniquilarían.
—Lo concentramos todo al oeste. Una salida repentina que discurra y se convierta en un éxodo. Yunque del escudo…
—Nos masacrarán —lo interrumpió Itkovian—. Mi señor, lo hemos considerado. No funcionará. Los flancos de jinetes del septarca nos rodearán y nos harán parar en seco. Después llegarán los beklitas y los Tenescowri. Habríamos cedido una posición defendible por otra indefendible. Todo terminaría en el espacio de una única campanada.
El príncipe Jelarkan se quedó mirando al yunque del escudo con un desdén manifiesto, con odio, de hecho.
—Informa a Brukhalian de lo siguiente —dijo con voz ronca—. En el futuro, no es tarea de las Espadas Grises pensar por el príncipe. No es tarea suya decidir lo que tiene que saber y lo que no. Al príncipe se le ha de informar sobre todos los asuntos, sin reparar en su supuesta relevancia. ¿Ha quedado claro, yunque del escudo?
—Le transmitiré vuestras palabras con toda precisión, mi señor.
—Debo suponer —continuó el príncipe— que el Consejo de Máscaras sabe incluso menos que yo hace una campanada.
—Esa sería una suposición acertada. Mi señor, sus intereses…
—Ahórrame tus doctas opiniones, Itkovian. Que tengas un buen día.
Itkovian observó al príncipe alejarse con aire colérico rumbo a la salida del complejo, su paso era demasiado rígido para ser majestuoso. Y sin embargo transmite nobleza a su manera. Cuenta con mi pesar, querido príncipe, aunque no me atrevería a expresarlo en voz alta. No soy más que la voluntad de la espada mortal. Mis deseos son irrelevantes. Dejó a un lado la oleada de cólera amarga que lo invadió tras esos pensamientos y volvió a posar la mirada en los dos barghastianos que continuaban sentados en la alfombra.
El trance se había roto. Hetan y Cafal se habían acercado más al brasero, de donde se alzaban espirales de humo blanco que se retorcían bajo el aire iluminado por el sol.
Sobresaltado, pasó un momento antes de que Itkovian se adelantara.
Cuando se acercó, vio que habían colocado un objeto sobre los carbones del brasero. Con los bordes tintados de rojo, plano y lechoso por el centro. Una escápula fresca, demasiado ligera para ser de un bhederin, pero más delgada y más larga que la de un ser humano. El omóplato de un ciervo, quizá, o de un antílope. Los barghastianos habían comenzado un ritual de adivinación y utilizaban el objeto que daba significado al nombre tribal de sus chamanes.
Más que simples guerreros, entonces. Debería habérmelo imaginado. El cántico de Cafal en el salón del vasallaje. Es un cargador y Hetan es su contrapartida femenina.
Se detuvo justo al borde de la alfombra, ligeramente a la izquierda de Cafal. En el omóplato habían empezado a surgir grietas. La grasa burbujeaba por los gruesos bordes del hueso, chisporroteaba y llameaba como un anillo de fuego.
El ritual más sencillo de adivinación era la interpretación de las grietas como si fueran un mapa, un medio de encontrar rebaños salvajes para los cazadores de la tribu. Pero en ese caso, como bien sabía Itkovian, la hechicería que se estaba llevando a cabo era mucho más compleja, las grietas eran algo más que un simple mapa del mundo físico. El yunque del escudo se quedó callado e intentó captar la conversación murmurada que mantenían Hetan y su hermano.
Hablaban en barghastiano, un idioma del que Itkovian no tenía más que un conocimiento superficial. Y lo que era más extraño, daba la sensación de que era una conversación a tres bandas, los hermanos ladeaban la cabeza y asentían a respuestas que solo ellos podían oír.
La escápula era un laberinto de grietas a esas alturas, el hueso mostraba tonos azules, beis y blanco calcinado. No tardaría en comenzar a desmoronarse cuando el espíritu de la criatura se rindiera al poder abrumador que fluía por su fuerza vital, cada vez más reducida.
Terminó entonces la sobrenatural conversación. Mientras Cafal volvía a sumirse en un trance, Hetan se sentó, levantó la cabeza y miró a Itkovian a los ojos.
—Ah, lobo, me complace verte. Ha habido cambios en el mundo. Cambios sorprendentes.
—¿Y esos cambios te complacen, Hetan?
La mujer sonrió.
—¿Te complacería a ti si así fuera?
¿Me acerco a este precipicio?
—Es una posibilidad.
La mujer se echó a reír y se levantó sin prisas. Hizo una mueca de dolor al estirar los miembros.
—Que los espíritus me lleven, me duelen los huesos. Mis músculos claman manos cariñosas que los alivien.
—Hay ejercicios de flexibilidad…
—Como si no lo supiera, lobo. ¿Querrás unirte a mí en tal empresa?
—¿Qué noticias tienes, Hetan?
La mujer sonrió con las manos en las caderas.
—Por el abismo —dijo arrastrando las palabras—, mira que eres torpe. Ríndete a mí y aprende todos mis secretos, ¿es esa la tarea que te has impuesto? Es un juego del que deberías desconfiar. Sobre todo si lo juegas conmigo.
—Quizá tengas razón —dijo Itkovian al tiempo que se erguía y se daba la vuelta.
—¡Espera, hombre! —rio Hetan—. ¿Huyes como un conejo? ¿Y yo te llamé lobo? Debería cambiarte el nombre.
—Hazlo si quieres —respondió el yunque del escudo por encima del hombro mientras se iba.
La carcajada femenina resonó tras él una vez más.
—¡Ah, ese sí que es un juego que merece la pena jugar! ¡Vamos entonces, mi querido conejito! ¡Mi elusiva presa, ja!
Itkovian volvió a entrar en el cuartel y bajó por el pasillo que rodeaba la muralla exterior hasta que llegó a la entrada de la torre. Subió con el estrépito de la armadura por los empinados escalones de piedra. Intentó deshacerse de las imágenes de Hetan, aquel rostro sonriente y brillante, los ojos alegres, los rastros de sudor que le recorrían la frente entre las capas de ceniza, la postura con la espalda arqueada y el pecho alzado en una invitación deliberada y provocativa. A Itkovian le molestaba el renacimiento de aquellos deseos enterrados mucho tiempo atrás que habían empezado a atormentarlo otra vez. Sus votos se desmoronaban, todas sus plegarias a Fener no encontraban más que el silencio, como si al dios le resultaran indiferentes los sacrificios que Itkovian había hecho en su nombre.
Y posiblemente esa sea la verdad definitiva y más devastadora. A los dioses no les importan las imposiciones ascéticas sobre el comportamiento mortal. Les dan igual las reglas de conducta, la moral retorcida de los sacerdotes y monjes de los templos. Quizá hasta se ríen de las cadenas con las que nos envolvemos nosotros solos, nuestra necesidad infinita e insaciable de encontrarles defectos a las exigencias de la vida. O quizá no se ríen sino que se encolerizan con nosotros. Quizá rechazar la celebración de la vida es el mayor insulto que podemos hacerle a aquellos que veneramos y servimos.
Llegó a la sala de armas que había al final de la escalera de caracol, saludó con gesto distraído a los dos soldados apostados allí y después subió por la escalera de mano hasta la plataforma del tejado.
El destriant ya estaba allí. Karnadas estudió a Itkovian cuando el yunque del escudo se reunió con él.
—El tuyo, señor, es un semblante desazonado.
—Sí, no lo niego. He tenido una conversación con el príncipe Jelarkan, conversación que se cerró con gran disgusto por su parte. A continuación hablé con Hetan. Destriant, mi fe ha sufrido un asalto.
—Te cuestionas tus votos.
—Así es, señor. Admito que dudo de su veracidad.
—¿Creías, yunque del escudo, que tus reglas de conducta existían para apaciguar a Fener?
Itkovian frunció el ceño, se apoyó en la almena y se quedó mirando los campamentos enemigos envueltos en humo.
—Bueno, sí…
—Entonces has vivido bajo unos supuestos equivocados, señor.
—Explícate, por favor.
—Muy bien. Hallaste la necesidad de encadenarte, la necesidad de imponerle a tu alma las constricciones que definen tus votos. En otras palabras, Itkovian, tus votos nacieron de un diálogo contigo mismo, no con Fener. Las cadenas son tuyas, y del mismo modo, tú también estás en posesión de la llave con la que puedes abrirlas cuando ya no se requieran.
—¿Cuando ya no se requieran?
—Sí. Cuando todo lo que abarque la vida deje de amenazar tu fe.
—Sugieres, entonces, que mi crisis no es de fe, sino por mis votos. Que para mí se ha desdibujado la distinción.
—Eso creo, yunque del escudo.
—Destriant —dijo Itkovian sin dejar de mirar los campamentos painitas—, tus palabras invitan a sumergirse en una riada carnal.
El sumo sacerdote se echó a reír.
—¡Y con ella a un hundimiento dramático de tu arisca disposición, esperemos!
La boca de Itkovian se crispó.
—Ahora hablas de milagros, señor.
—Esperaría…
—Un momento. —El yunque del escudo levantó un guantelete—. Hay movimiento entre los beklitas.
Karnadas se reunió con él, había recuperado la sobriedad de repente.
—Y ahí —señaló Itkovian— hay urdomen. Con scalandi en los flancos. Los videntes del Dominio se colocan en posiciones de mando.
—Van a asaltar los reductos primero —predijo el destriant—. Los tan cacareados gidrath del Consejo de Máscaras y sus fuertes. Puede que nos hagan ganar algo más de tiempo…
—Búscame mi cuerpo de mensajeros, señor. Alerta a los oficiales. Y manda recado al príncipe.
—Sí, yunque del escudo. ¿Tú te quedas aquí?
Itkovian asintió.
—Es una buena atalaya. Ve ya, señor.
Las tropas beklitas estaban formando un círculo alrededor del fuerte gidrath, en el campo de la muerte. Las puntas de lanza relucían bajo el sol.
Cuando se quedó solo, Itkovian entrecerró los ojos y estudió los preparativos.
—Ah, bueno, ya ha comenzado.
En las calles de Capustan reinaba el silencio, estaban prácticamente vacías bajo un cielo sin nubes cuando Rezongo bajó por el callejón Calmanark. Llegó a la muralla curva del campamento independiente conocido con el nombre de Uldan, se abrió paso a patadas entre la basura que atestaba una escalera que llevaba a un trozo bajo al nivel de la calle y aporreó con el puño una sólida puerta tallada en los cimientos de la muralla.
Al poco se abrió una ranura.
Rezongo entró a un pasillo estrecho, el suelo dibujaba una pronunciada rampa que volvía a subir al nivel de la calle quince metros más allá, donde asomaba el sol brillante y revelaba un patio circular central.
Buke cerró la inmensa puerta tras él y luchó con el peso de la barra para bajarla y colocarla otra vez en las cuñas. Después, aquel hombre canoso y demacrado miró a Rezongo.
—Qué rápido. ¿Y bien?
—¿A ti qué te parece? —gruñó el capitán de la caravana—. Ha habido movimiento. Los painitas están en marcha. Hay mensajeros que van de un lado a otro a caballo…
—¿En qué muralla te encontrabas?
—Al norte, justo a este lado de la mansión Lektar, como si eso importara mucho. ¿Y tú? Se me olvidó preguntarte antes. ¿Ese cabrón salió de caza anoche?
—No. Ya te lo he dicho, los campamentos están ayudando. Creo que todavía está intentando averiguar por qué volvió con las manos vacías anteanoche; eso lo tiene de los nervios, suficiente para que Bauchelain lo haya notado.
—No es buena señal. Empezará a investigar, Buke.
—Sí. Ya dije que habría riesgos, ¿no?
Sí, intentar evitar que un asesino perturbado encuentre víctimas (sin que lo note) y con un asedio a punto de empezar… Que el abismo te lleve, Buke, en qué estás intentando meterme. Rezongo miró rampa arriba.
—Te ayudan, has dicho. ¿Cómo se están tomando esto tus nuevos amigos?
El hombre se encogió de hombros.
—Korbal Espita prefiere órganos sanos cuando hace la recolección para sus experimentos. Son sus hijos los que están en riesgo.
—Menos que si los hubieran dejado en la ignorancia.
—Lo saben.
—¿Has dicho niños?
—Sí, tenemos por lo menos cuatro pequeños vigilantes en la casa en todo momento. Golfillos sin hogar, hay de sobra de los de verdad como para que se confundan con ellos. También mantienen el cielo vigilado… —Se detuvo de repente y una extraña mirada furtiva se apoderó de sus ojos.
Rezongo se dio cuenta que aquel hombre tenía un secreto.
—¿El cielo? ¿Para qué?
—Bueno, por si Korbal Espita lo intenta por los tejados.
¿En una ciudad de cúpulas separadas por amplios espacios?
—Lo que me proponía decirte —continuó Buke— es que hay ojos por toda la casa. Por fortuna, Bauchelain sigue encerrado en el sótano, que ha convertido en una especie de laboratorio. No lo deja nunca. Y Korbal duerme de día. Rezongo, lo que dije antes…
Rezongo lo interrumpió con un gesto brusco de la mano.
—Escucha.
Los dos hombres se quedaron inmóviles.
Un trueno distante bajo sus pies, un rugido que se iba alzando poco a poco más allá de las murallas de la ciudad.
Buke se quedó pálido de repente, maldijo y preguntó:
—¿Dónde está Piedra? Y no intentes decirme que no lo sabes.
—En la puerta de la calle del Puerto. Cinco pelotones de Espadas Grises, una compañía de gidrath, una docena, más o menos, de guardias lestari…
—Allí se oye muy alto…
El otro gruñó con el ceño fruncido.
—Se imaginó que empezaría por allí. Estúpida mujer.
Buke se acercó un poco más y lo cogió por un brazo.
—En el nombre del Embozado —siseó—, ¿se puede saber que haces todavía aquí parado? ¡El asalto ha comenzado y Piedra se ha metido justo en medio!
Rezongo se desprendió de aquella mano.
—No me vengas con historias, por el abismo, viejo. Ya es mayorcita, ¿sabes? Se lo dije, ¡y te lo dije a ti! ¡Esta no es mi guerra!
—¡Lo que no detendrá a los Tenescowri cuando quieran arrancarte la cabeza para meterla en la olla!
Rezongo hizo una mueca de desprecio y apartó a Buke de la puerta. Cogió la pesada barra con la mano derecha y con un solo impulso la sacó de las ranuras y la dejó caer con un estrépito que resonó por todo el pasillo. Abrió la puerta y se agachó para meterse en el hueco de la escalera.
El sonido del asalto se convirtió en un rugido atronador cuando llegó al nivel de la calle y salió por el callejón. Entre el estruendo apagado de las armas se oían gritos y bramidos, y ese escalofrío indefinible y vacilante que surge de miles de cuerpos en movimiento con sus armaduras, en el exterior de las murallas, a lo largo de las almenas, a ambos lados de la puerta, que sabía que estaría gimiendo bajo los impactos repetidos de los arietes.
Al fin el asedio había desenvainado su afilada espada de hierro. La espera había terminado.
Y no conseguirán defender esas murallas. Ni las puertas. Esto habrá terminado antes del atardecer. Pensó en emborracharse y se consoló con aquel rumbo conocido que tomaban sus pensamientos.
Le llamó la atención un movimiento que percibió encima de él. Levantó la cabeza y vio, dibujando un arco proveniente del oeste, medio centenar de bolas de fuego que arrasaban el cielo. Las llamas estallaban a la vista y más allá cuando los proyectiles impactaban contra edificios y calles con la conmoción de un martilleo.
Se giró para contemplar una segunda oleada que procedía del norte, una de las bolas se iba haciendo más grande que las otras. Y seguía creciendo, un sol colérico que volaba directamente hacia él.
Rezongo se tiró escaleras abajo con una maldición.
La masa de brea se estrelló contra la calle, rebotó en una tormenta de fuego y golpeó la muralla curva del campamento, a un lado, a menos de ocho metros del hueco de la escalera.
El núcleo de piedra atravesó la muralla y arrastró sus llamas tras él.
Llovieron los escombros sobre la calle quemada.
Rezongo, magullado y medio sordo, salió como pudo del hueco de la escalera. Se oían gritos dentro del campamento uldan. El humo salía ondeando del agujero. Esos malditos cacharros son trampas de fuego. Se volvió cuando la puerta que había al final de la escalera se abrió de golpe. Apareció Buke arrastrando a una mujer inconsciente para ponerla a salvo.
—¿Están muy mal las cosas? —gritó Rezongo.
Buke levantó la cabeza.
—¿Sigues aquí? Estamos bien. El fuego ya está casi apagado. Sal, corre a esconderte o algo.
—Buena idea —gruñó el capitán.
El humo envolvía el cielo y se alzaba en columnas negras por todo el lado oriental de Capustan antes de extenderse como un paño mortuorio con el viento que lo llevaba hacia el oeste. Se veían llamas en el barrio Daru, entre los templos y los bloques de pisos. Rezongo calculó que la zona que estaría más a salvo de los proyectiles incendiarios sería la más cercana a las murallas y emprendió rumbo al este, calle abajo. Es solo una coincidencia que Piedra esté por allí, en la puerta de la calle del Puerto. Esa chica tomó sus propias decisiones.
Esta no es nuestra lucha, maldita sea. Si hubiera querido ser soldado, me habría alistado en algún maldito ejército, por el Embozado. Que el abismo se los lleve a todos.
Otra oleada de las lejanas catapultas abrieron caminos entre el humo. Rezongo aceleró el paso, pero las bolas de fuego ya habían pasado por encima de él, habían descendido sobre el corazón de la ciudad y aterrizado con un tamborileo en staccato. Como sigan así voy a terminar volviéndome loco. Varias figuras corrían entre el humo por delante de él. El sonido de las armas entrechocando era más alto, susurraba como olas que despellejaran una playa de guijarros. Vale. Busco la dichosa puerta y saco a la moza de allí. No me llevará mucho. Bien sabe el Embozado que soy capaz de dejarla sin sentido de un golpe si se pone tonta. Vamos a encontrar un modo de salir de aquí y se acabó.
Se acercó a la parte posterior de una fila de puestos del mercado que daban a la calle interior del Puerto. Los callejones que se abrían entre los destartalados puestos eran estrechos y el capitán se hundió hasta la rodilla en basura. La calle que había detrás estaba oculta tras un muro de humo. Rezongo se abrió camino a patadas entre los desechos y llegó a la calle. La puerta quedaba a su izquierda y apenas se veía. Las inmensas hojas de la entrada se hallaban hechas pedazos y el pasaje y el umbral, repletos de cuerpos. De las torres que flanqueaban la entrada, y cuyos lados ennegrecidos lucían las cicatrices blancas hechas por flechas oblicuas, cuadrillos e impactos de ballesta, salía humo por las aberturas laterales. En su interior resonaban los gritos y los choques de las espadas. En los adarves de la muralla, a ambos lados, soldados con el atuendo de las Espadas Grises se abrían paso a empujones hacia los pisos superiores de las torres.
Unas botas se acercaron con paso pesado por la derecha de Rezongo. Media docena de pelotones de las Espadas Grises surgieron entre el humo, las dos primeras filas con espadas y escudos y las dos últimas con ballestas amartilladas. Cruzaron por delante del capitán de la caravana y tomaron posiciones tras el montón de cuerpos que había en la entrada.
Un viento díscolo barrió el humo de toda la vía a la derecha de Rezongo y reveló más cuerpos, soldados de la guardia capan, lestari y betaklitas painitas, después continuó calle abajo hasta un cruce bloqueado con barricadas a unos cincuenta metros de distancia, donde había otro montículo más de soldados muertos.
Rezongo echó una carrera hacia la tropa de Espadas Grises. Al no ver ningún oficial obvio, eligió a la mujer de la ballesta que tenía más próxima.
—¿Cuál es la situación aquí, soldado?
La mujer lo miró, su rostro era una máscara serena y sin expresión cubierta de hollín, a Rezongo le sorprendió darse cuenta que era capan.
—Estamos vaciando las torres de arriba. Los de la incursión no deberían tardar en volver, los dejaremos entrar y después resistiremos en la puerta.
El capitán se la quedó mirando. ¿Una incursión? ¡Dioses, se han vuelto locos!
—Resistir, has dicho. —Rezongo le echó un vistazo al pasaje arqueado—. ¿Cuánto tiempo?
La mujer se encogió de hombros.
—Vienen de camino unos zapadores con varios operarios. Habrá una nueva puerta en una campanada o dos.
—¿Cuántas brechas hay? ¿Qué se ha perdido?
—No sabría decirte, ciudadano.
—A ver si dejamos de charlar por ahí —exclamó una voz masculina—. Y saca a ese civil de aquí.
—¡Hay movimiento por delante, señor! —gritó otro soldado.
Se prepararon las ballestas sobre los hombros de los espadachines agachados.
Alguien los llamó desde el otro lado del pasaje.
—Tropa lestari, ¡alto el fuego! Vamos a entrar.
Nadie se relajó entre las Espadas Grises, al menos de forma evidente. Un momento después, los primeros miembros de la incursión aparecieron entre empujones. Con cortes y magulladuras y llevando a sus heridos, los soldados de infantería fuertemente armados comenzaron a gritar para que las Espadas Grises les despejaran el camino.
Los pelotones que esperaban se dividieron para formar un pasillo.
Cada lestari entre los treinta primeros que pasaron iba cargado con un camarada herido. Detrás de la puerta, el sonido de la lucha llamó la atención de Rezongo. Se iba acercando. Había una retaguardia que protegía a los que cargaban con los heridos y la presión que soportaban iba creciendo.
—¡Contraataque! —exclamó alguien—. ¡Escaramuzadores scalandi!
Gimió un cuerno en la cima del muro, a la derecha de la torre del sur.
El rugido iba creciendo en el campo de la muerte que había tras la puerta. Los adoquines que pisaba Rezongo temblaron. Scalandi. Combaten en legiones de no menos de cinco mil…
Filas enteras de Espadas Grises se iban reuniendo calle abajo, espadachines, ballesteros y arqueros de la guardia capan que formaban la segunda línea de defensa. Tras ellos se estaba reuniendo una compañía incluso más grande, junto con balistas, catapultas y lanzadores, estos últimos con sus calderos de grava hirviendo que humeaban como ollas en la cocina.
La retaguardia entró tambaleándose en el pasaje. Las jabalinas los golpearon oblicuamente, pero rebotaron en armaduras y escudos y solo una encontró a su objetivo y envió al soldado dando vueltas por el suelo con el astil de pinchos clavado en el cuello. Aparecieron los primeros scalandi painitas, ágiles, con camisa y yelmo de cuero, empuñando lanzas y espadas arrancadas a otros, unos cuantos con escudos de mimbre; se abrieron paso entre la línea de infantería pesada lestari que iba cediendo terreno; iban muriendo unos tras otros, pero seguían llegando más con un grito de guerra agudo.
—¡Brecha! ¡Brecha!
Aquella orden bramada tuvo un efecto instantáneo, la retaguardia lestari dejó de combatir de repente, giró en redondo y salió disparada pasillo abajo dejando a sus caídos, para que los reclamaran los scalandi, los arrastraran con ellos y desaparecieran de la vista. Después, los escaramuzadores bajaron con furia por el pasaje.
La primera línea de las Espadas Grises volvió a formar tras el paso de los lestari. Saltaron las ballestas y cayeron decenas de scalandi, sus cuerpos retorcidos impedían el paso de los que llegaban detrás. Rezongo observó a las Espadas Grises que volvían a cargar sus armas sin perder la calma.
Unos cuantos de la primera línea de escaramuzadores alcanzaron a los espadachines mercenarios y fueron derribados sin contemplaciones.
Una segunda oleada trepó por encima de sus compañeros caídos y se abalanzó sobre la línea de defensa.
Se encogieron bajo otro enjambre de cuadrillos. El pasaje se estaba llenando de cuerpos. La siguiente multitud de scalandi que apareció iba desarmada. Mientras las Espadas Grises cargaban las ballestas una vez más, los escaramuzadores empezaron a arrastrar a sus muertos y moribundos por el pasaje, de regreso a sus líneas.
La puerta de la torre de la izquierda se abrió de golpe y sobresaltó a Rezongo, que giró en redondo y echó mano a sus alfanjes gadrobi antes de ver a media docena de soldados de la guardia capan que salían tropezando, tosiendo y manchados de sangre. Y entre ellos, Piedra Menackis.
Llevaba el estoque partido a un palmo de la punta; el resto del arma, hasta la empuñadura e incluyendo los gavilanes, estaban repletos de vísceras humanas, igual que la mano enguantada y el brazal. Algo resbaladizo y correoso le colgaba atravesado de la daga de parada que llevaba en la otra mano, algo que chorreaba un fango marrón. Su costosa armadura de cuero estaba hecha jirones, una cuchillada oblicua había penetrado lo suficiente como para atravesar la camisa enguatada que llevaba debajo. Cuero y camisa se habían desprendido y revelaban el pecho derecho de la mujer, la piel suave y blanca lucía los morados dejados por la mano de alguien.
Piedra no lo vio al principio. Tenía la mirada clavada en la puerta, de donde se habían apartado los últimos cadáveres y por donde iba surgiendo otra oleada de scalandi. Las primeras filas cayeron víctimas de los cuadrillos, como antes, pero los atacantes supervivientes se precipitaron sobre los defensores, una chusma frenética que avanzaba dando chillidos.
Las cuatro líneas de Espadas Grises se abrieron una vez más, giraron y echaron a correr, cada mitad se lanzó al callejón más cercano que había a cada lado de la calle del Puerto, donde los arqueros de la guardia capan permanecían a la espera de contar con una visual clara de los perseguidores scalandi.
Piedra les ladró una orden a los pocos compañeros que le quedaban y la pequeña tropa se retiró con un movimiento paralelo a la pared. Fue entonces cuando vio a Rezongo.
Los ojos de ambos se encontraron.
—¡Ven aquí, so cabestro! —siseó la mujer.
Rezongo se acercó corriendo.
—Por los huevos del Embozado, mujer, pero qué…
—¿A ti qué te parece? Nos desbordaron, entraron por la puerta, subieron a las torres, saltaron por las malditas murallas. —Echó la cabeza hacia atrás como si acabara de recibir un golpe invisible. Una calma terminante le inundó los ojos—. Fue sala por sala. Fue cuerpo a cuerpo. Un vidente del Dominio me encontró… —La atravesó otra sacudida—. Pero el muy cabrón me dejó viva. Así que le di caza. Venga, ¡hay que moverse! —Golpeó otra vez a Rezongo con la daga de parada mientras salían corriendo y le salpicó el pecho y la cara de bilis y mierda aguada—. Lo atravesé de arriba abajo y joder si me suplicó. —Piedra escupió—. Pero si a mí no me funcionó, ¿por qué debería haberle funcionado a él? Qué idiota. Un idiota patético y llorica…
A Rezongo, que había echado a correr tras ella, le llevó un momento comprender lo que le estaba diciendo su compañera. Oh, Piedra…
Los pasos femeninos perdieron fuerza de repente y se puso muy pálida. Piedra se giró en redondo y se encontró con los ojos de Rezongo con una expresión de horror en los suyos.
—Se suponía que esto era un combate. Una guerra. Ese cabrón… —La mujer se apoyó en una pared—. ¡Dioses!
Los demás continuaron adelante, demasiado aturdidos para notarlo, o quizá demasiado entumecidos para que les importase.
Rezongo se acercó a su lado.
—¿Así que lo abriste de arriba abajo? —preguntó en voz baja sin atreverse a estirar el brazo y tocarla.
Piedra asintió y apretó los ojos, respiraba entre jadeos ásperos y dolorosos.
—¿Y no me guardaste un poco para mí, muchacha?
La joven negó con la cabeza.
—Una pena. Claro que, qué más da un vidente del Dominio que otro.
Piedra se adelantó y apoyó la cara en el hombro de Rezongo. Este la envolvió entre sus brazos.
—Vamos a salir de esta lucha, muchacha —murmuró—. Tengo una habitación limpia, con una palangana, una cocina y una jarra de agua. Una habitación lo bastante cerca de la muralla norte como para que estemos a salvo. Está al final de un pasillo. Solo hay una forma de entrar. Piedra, me voy a quedar en el pasillo, junto a esa puerta, todo el tiempo que necesites. Por allí no va a pasar nadie. Te lo prometo. —La sintió asentir con la cabeza. Después bajó las manos para cogerla en brazos.
—Puedo caminar.
—¿Pero quieres hacerlo, muchacha? Esa es la pregunta.
Después de unos minutos Piedra negó con la cabeza.
Rezongo la levantó con facilidad.
—Duerme un rato si te apetece —le dijo—. Ya estás a salvo.
El capitán se puso en marcha y empezó a rodear la muralla con la mujer acurrucada entre sus brazos y el rostro apretado con fuerza contra su túnica, el tosco tejido de esa zona se iba mojando cada vez más.
Tras ellos, los scalandi morían por centenas. Las Espadas Grises y los soldados de la guardia capan estaban llevando a cabo una matanza pavorosa.
Rezongo quería estar allí con ellos. En primera línea. Acabando con una vida tras otra.
Un vidente del Dominio no era suficiente. Ni siquiera mil serían suficientes.
Ya no.
Sintió que se iba enfriando, como si la sangre de su interior fuera otra cosa y abriera un curso amargo por sus venas, como si se alzara para llenar sus músculos de una fuerza extraña e inflexible. Jamás había sentido algo así, pero ya no iba a pensar más en ello. No había palabras para describir aquella sensación.
Ni había, como no tardaría en descubrir, palabras para descubrir aquello en lo que pronto se convertiría, lo que no tardaría en hacer.
La matanza de los k’chain che’malle por parte de los kron t’lan imass y los ay no muertos había sumido en el caos al septarca y sus fuerzas, tal y como Brukhalian había predicho. La confusión y la inmovilidad que engendró habían añadido días a los preparativos del yunque del escudo Itkovian para el inminente asedio. Pero ya había acabado el momento de los preparativos e Itkovian se había quedado con el mando de las defensas de la ciudad.
No habría t’lan imass o t’lan ay que acudieran a rescatarlos. Ni ejército que llegara a socorrerlos con el último grano del reloj de arena. Capustan estaba sola.
Y así serán las cosas. Miedo, angustia y desesperación.
Desde su posición sobre la torre más alta de la muralla del cuartel, después de que se fuera el destriant Karnadas y el chorreo de mensajeros diera comienzo a sus frenéticas idas y venidas, Itkovian había observado el primer movimiento coordinado de las tropas enemigas al este y al sureste, la aparición con un ruido sordo de las armas de asedio. Los beklitas y los betaklitas, mejor armados, marchaban frente a la puerta del Puerto con una gran concentración de scalandi detrás y ambos lados de ellos. Grupos de tropas de choque compuestas por videntes del Dominio, bandas de desandi (zapadores) que se escabullían para colocar todavía más armas de asedio. Y a la espera, en los enormes y extendidos campamentos que había junto al río y la costa, la masa furiosa de los Tenescowri.
Había atisbado el asalto contra la fortificación exterior del reducto de la Guardia Oriental de los gidrath, aislada y rodeada ya por el enemigo; había visto la estrecha puerta derribada a golpes, los beklitas abriéndose camino en el pasaje, tres pasos, dos pasos, uno y luego un alto en el camino; momentos después un paso atrás y luego otro, cuerpos que se apartaban. Más cuerpos todavía. Los gidrath, los guardias de élite del Consejo de Máscaras, habían hecho gala de su disciplina y determinación. Expulsaron a los intrusos y levantaron una barricada más para sustituir a la puerta.
Los beklitas del exterior habían rondado un rato y después habían renovado el asalto.
La batalla continuó durante toda la tarde, pero cada vez que Itkovian abandonaba por un instante la vigilancia de otros acontecimientos, veía que los gidrath seguían resistiendo. Acababan con vidas enemigas por decenas. Retorcían esa espina en el costado del septarca.
Al fin, casi al anochecer, dieron la vuelta a las armas de asedio. Lanzaron enormes peñascos contra las murallas de la fortaleza. Los golpes y los impactos continuaron a medida que se iba desvaneciendo la luz del día.
Más allá de este drama menor, el asalto contra las murallas de la ciudad había dado comienzo por todos lados. El ataque por el norte resultó ser una distracción, mal ejecutado y rápidamente reconocido como insignificante. Los mensajeros transmitieron al yunque del escudo que un combate igual de superficial se estaba llevando a cabo en la muralla oeste.
Los verdaderos asaltos se estaban produciendo en las murallas sur y este y se concentraban en las puertas. Itkovian, colocado justo entre las dos, podía supervisar de forma directa la defensa de ambos lados. Era visible para el enemigo, que había lanzado más de un proyectil en su dirección, pero solo unos pocos se acercaron. Únicamente era el primer día. El alcance y la puntería mejorarían a lo largo de los días siguientes. Quizá tuviera que renunciar a su atalaya a no tardar mucho, entre tanto dejaría que su presencia se burlara de los atacantes.
Cuando los beklitas y betaklitas se precipitaron contra las murallas, con desandi con escaleras de manos entre ellos, Itkovian dio la orden de que se contraatacara desde las murallas y las torres. La matanza consiguiente fue horrenda. Los atacantes no se habían molestado en hacerse con escudos u otras formas de cubrirse y morían en atroz tropel.
Pero tal era su número que alcanzaron las puertas, desplegaron arietes y consiguieron abrir brechas. Los painitas, sin embargo, tras abrirse camino por los pasajes, se encontraron en explanadas abiertas que se convirtieron en campos de la muerte cuando las Espadas Grises y los arqueros de la guardia capan lanzaron un fuego cruzado fulminante desde detrás de las barricadas que bloqueaban las calles laterales, los cruces y los callejones.
La estrategia del yunque del martillo de una defensa escalada estaba demostrando ser de una eficiencia letal. Los contraataques subsiguientes habían sido tan eficaces que incluso permitieron incursiones más allá de las puertas y una persecución cruel de los painitas que huían. Y, ese día al menos, ninguna de las compañías que había mandado al exterior había ido demasiado lejos. La disciplina se había mantenido entre los soldados de la guardia capan, los lestari y las compañías coralesianas.
El primer día había terminado y les pertenecía a los defensores de Capustan.
Itkovian seguía en pie aunque le temblaban las piernas, la brisa de la costa crecía y le secaba el sudor de la cara, unos zarcillos frescos se metían por la rejilla de la media celada y le rozaban los ojos enrojecidos por el humo. A medida que la oscuridad se iba cerrando a su alrededor, escuchó las rocas que golpeaban el reducto de la Guardia Oriental y se giró por primera vez en horas para ver la ciudad.
Había bloques enteros en llamas, los fuegos se alzaban en el cielo nocturno e iluminaban la panza de un inflado dosel de humo sólido. Sabía lo que iba a ver. ¿De qué me asusto, entonces? ¿Por qué se me hiela la sangre en las venas? Se sintió débil de repente, se inclinó sobre la almena que tenía detrás y apoyó una mano en la piedra tosca.
Le habló una voz desde las sombras que arrojaba la puerta de la torre.
—Necesitas descansar, señor.
Itkovian cerró los ojos.
—Destriant, es cierto lo que dices.
—Pero no habrá descanso —continuó Karnadas—. La otra mitad de la fuerza de ataque se está reuniendo. Podemos esperar asaltos durante toda la noche.
—Lo sé, señor.
—Brukhalian…
—Sí, hay que hacerlo. Aproxímate, pues.
—Son esfuerzos que cada vez cuestan más —murmuró Karnadas, que se acercó y se colocó ante el yunque del escudo. Después posó una mano en el pecho de Itkovian—. La enfermedad de las sendas me amenaza —continuó—. Pronto apenas seré capaz de defenderme.
El cansancio abandonó al yunque del escudo y el vigor regresó a sus miembros. Suspiró.
—Te lo agradezco, señor.
—La espada mortal acaba de ser llamada al salón del vasallaje para dar cuenta de la batalla del primer día. Y no, no tuvimos la fortuna de oír el relato de la destrucción del salón del vasallaje bajo unos cuantos cientos de bolas de fuego. Permanece intacto. Sin embargo, dado a quienes aloja ahora, ya no desearíamos un final tan fiero.
Itkovian apartó la mirada de las calles y estudió el rostro iluminado por el fuego del destriant.
—¿A qué te refieres, señor?
—Los barghastianos, Hetan y Cafal, se han instalado en el salón principal.
—Ah, ya veo.
—Antes de irse, Brukhalian me pidió que inquiriera sobre tus esfuerzos para descubrir el medio por el que a los huesos de los espíritus fundadores se les evitarán los efectos de la conflagración inminente.
—He fracasado, señor. Y no parece muy probable que vaya a tener la oportunidad de renovar mis esfuerzos en esa dirección.
—Es comprensible, señor. Le transmitiré a la espada mortal tus palabras, si no tu obvio alivio.
—Gracias.
El destriant se acercó a contemplar el campo de la muerte oriental.
—Por todos los dioses del inframundo, ¿los gidrath todavía conservan el reducto?
—Se ignora —murmuró Itkovian al reunirse con el otro—. Como mínimo, el bombardeo no ha cesado. Puede que por allí no queden más que escombros, está demasiado oscuro para distinguir nada, pero creo que escuché derrumbarse un muro hace media campanada.
—Las legiones están formando una vez más, yunque del escudo.
—Necesito más mensajeros, señor. Mi última tropa…
—Sí, agotados —dijo Karnadas—. Me despediré entonces y haré lo que me pides, señor.
Itkovian escuchó al hombre que bajaba por la escalera de mano, pero no apartó los ojos de las posiciones enemigas que había al este y al sur. Los faroles destellaban de vez en cuando entre lo que parecían ser tropas dispuestas en cuadrados, las figuras se daban empellones y cambiaban de postura tras escudos de mimbre. Varias compañías más pequeñas de escaramuzadores scalandi salieron y se adelantaron con cautela.
Unos pasos tras el yunque del escudo anunciaron la llegada de los mensajeros. Itkovian habló sin volverse.
—Informad a los capitanes de los arqueros y las tropas de las catapultas que los painitas están a punto de reanudar el asalto. Soldados a las murallas y almenas. Que se reúnan las compañías de las puertas, toda la dotación, incluyendo zapadores.
Una veintena de bolas encendidas se alzó por los cielos desde detrás de las filas de los painitas. Los proyectiles dibujaron un arco, el rugido de sus chispas se oyó al pasar a gran altura por encima de la cabeza de Itkovian. Las explosiones iluminaron la ciudad y sacudieron los tablones revestidos de bronce que pisaba. El yunque del escudo miró a su cuadro de mensajeros.
—Vamos.
Karnadas puso a su caballo a medio galope y cruzó la explanada Tura’l. El enorme arco que tenía a cuarenta metros a su izquierda acababa de sufrir un impacto en una esquina de la basa y había rociado con mampostería rota y brea ardiendo los adoquines y los tejados de los bloques de pisos que tenía al lado. Las llamas ondeaban y el destriant vio figuras que salían en masa del edificio. Por el norte, justo al borde del Distrito de los Templos, otro edificio de pisos estaba envuelto en llamas.
El jinete llegó al otro lado de la explanada sin aflojar el paso de su montura y subió por la calle de las Sombras (con el templo de las Sombras a su izquierda y el templo de la reina de los Sueños a la derecha), después volvió a girar a la izquierda al llegar a la Lanza Daru, la avenida principal del distrito. Por delante se cernían las piedras oscuras del salón del vasallaje, el antiguo torreón que se alzaba sobre las estructuras más bajas de los pisos daru.
Tres pelotones de gidrath dominaban la puerta, con la armadura completa y las armas en la mano. Al reconocer al destriant, le dieron paso con un gesto.
Karnadas desmontó en el patio y le dejó el caballo a un mozo de cuadras, después se dirigió al gran salón, donde sabía que encontraría a Brukhalian.
Bajó por el pasillo principal que llevaba a las puertas dobles y vio que tenía otro hombre delante. Ataviado con una túnica y capucha, carecía de la escolta habitual que se les proporcionaba a los forasteros que entraban en el salón del vasallaje, pero se acercaba a la entrada con una seguridad llena de elegancia. Karnadas se preguntó cómo se las había arreglado para pasar junto a los gidrath y después abrió mucho los ojos cuando el desconocido hizo un gesto con una mano y las enormes puertas se abrieron ante él.
Voces alzadas en una discusión salieron del gran salón, voces que se acallaron cuando entró el desconocido.
Karnadas apretó el paso y llegó a tiempo de oír el final de la protesta de uno de los sacerdotes Rath.
—¡…ahora mismo!
El destriant se deslizó por las puertas tras el desconocido. Vio a la espada mortal de pie, cerca del círculo central. Se había girado para mirar al recién llegado. Los barghastianos, Hetan y Cafal, estaban sentados en su alfombra a poca distancia y a la derecha de Brukhalian. Los sacerdotes y sacerdotisas del Consejo de Máscaras estaban todos y cada uno inclinados hacia delante en sus asientos, y sus máscaras transmitían caricaturas de extremo desagrado, con la excepción de Rath’Embozado, que estaba de pie, con el semblante de calavera de madera de su máscara arqueado de indignación.
El desconocido, con las manos unidas entre los pliegues de las mangas de su túnica de color pardo, no parecía demasiado perturbado por la hostil bienvenida.
Desde donde se encontraba el destriant no podía distinguir la cara del hombre, pero vio que la capucha se movía cuando el desconocido examinó a los enmascarados presentes.
—¿Vas a hacer caso omiso de mi orden? —preguntó Rath’Embozado, era obvio que intentaba contener el tono. El sacerdote miró furioso a su alrededor—. ¿Dónde están nuestros gidrath? En el nombre de todos los dioses, ¿por qué no han respondido a nuestra llamada?
—Bueno —murmuró el desconocido en daru—, de momento, han escuchado la llamada de sus sueños. Así evitamos cualquier interrupción innecesaria.
El hombre se volvió hacia Brukhalian, lo que permitió que Karnadas (que en ese momento se hallaba junto a la espada mortal) viera su rostro por primera vez. Redondo, extrañamente liso, nada memorable salvo por la expresión serena y ecuánime. Ah, el mercader que salvó Itkovian. ¿Cómo se llamaba…? Keruli.
Los ojos pálidos del hombre se clavaron en Brukhalian.
—Quiero disculparme ante el comandante de las Espadas Grises, pero me temo que debo dirigirme al Consejo de Máscaras. Si tuvieras la amabilidad de cederme la palabra por un instante…
La espada mortal ladeó la cabeza.
—Desde luego, señor.
—¡Nosotros no lo consentimos! —susurró Rath’Tronosombrío.
Los ojos del desconocido se endurecieron cuando miró al sacerdote.
—Por desgracia, no tenéis elección. Os miro a todos y me encuentro con una representación lamentable e inadecuada.
Karnadas contuvo una carcajada y se recuperó a tiempo de ver la ceja alzada de Brukhalian en una expresión de inocente interrogación.
—Por el abismo —dijo Rath’Ascua—, ¿y quién eres tú para hacer semejante juicio de valor?
—No necesito dar aquí mi verdadero nombre, sacerdotisa, solo el título que ahora reclamo.
—¿Título?
—Rath’K’rul. He venido a ocupar mi lugar en el Consejo de Máscaras y a deciros lo siguiente: hay uno entre vosotros que nos traicionará a todos.
Se sentó en el catre con el largo cabello despeinado envolviéndole la cara. Rezongo estiró el brazo y le fue apartando poco a poco los mechones.
El suspiro de Piedra fue entrecortado.
—Esto es estúpido. Pasan cosas. En una batalla no hay reglas. Fui idiota al intentar enfrentarme a un vidente del Dominio con un simple estoque, lo apartó de un manotazo con una carcajada. —La joven levantó la cabeza—. No te quedes conmigo, Rezongo. Veo lo que hay en tus ojos. Vete. —Miró la habitación—. Solo necesito… solo necesito limpiarme un poco. No te quiero aquí, ni tampoco ahí fuera, junto a la puerta. Si lo hicieras, Rezongo, nunca te irías. Vete. Eres el mejor combatiente que he visto jamás. Mata unos cuantos painitas; que el Embozado me lleve, mátalos a todos.
—¿Estás segura…?
La risa femenina fue dura.
—Ni lo intentes siquiera.
Rezongo gruñó y empezó a comprobar las correas y arreos de su armadura. Colocó bien el almohadillado inferior y bajó la celada del yelmo. Aflojó los pesados alfanjes en sus vainas.
Piedra lo observó en silencio.
Al fin, el capitán estuvo listo.
—De acuerdo. Tómate tu tiempo, muchacha. Todavía quedarán de sobra cuando hayas terminado aquí.
—Sí, ya lo sé.
Rezongo se dirigió a la puerta.
—Cárgate alguno, anda.
El hombre asintió.
—Lo haré.
Los beklitas y los scalandi llegaron a la muralla del este a miles. A pesar del tropel de flechas que les llovía, izaron escaleras de mano, subieron en masa y se precipitaron por las almenas. La puerta oriental fue tomada de nuevo y el enemigo bajó a miles por el pasaje y se derramó por la plaza del nuevo mercado oriental.
Al sur, la puerta principal de la ciudad cayó bajo un aluvión coordinado de fuego de catapultas. Una legión de betaklitas invadió la explanada de Jelarkan. Una bola bien apuntada de brea ardiente golpeó el cuartel occidental de la guardia capan, el edificio se alzó en una explosión que iluminó toda la ciudad con un rojo refulgente.
Tropas de choque de urdomen y videntes del Dominio penetraron por la puerta norte y entraron en las calles daru más cercanas después de destruir el campamento Nildar y asesinar a todos en su interior. El enemigo había invadido la ciudad.
La batalla, concluyó Itkovian, no iba bien.
Con cada informe que entregaba un mensajero, el yunque del escudo daba varias órdenes con voz suave y serena.
—Cuarta ala, a la novena barricada, entre la torre interna oriental y la torre Ne’rok. Que lleven provisiones a la guardia capan que hay en las dos torres… La séptima ala, a la torre interna occidental y a la muralla. Necesito un informe sobre el estado de la torre Jehbar. Había quinientos soldados de la guardia capan en el cuartel occidental, lo más probable es que los hayan aplastado… Las crines quinta y tercera a las calles que rodean la explanada Tular, que reúnan a los soldados de la guardia capan. Las crines primera, séptima y sexta que se dirijan de inmediato a la zona norte del Distrito de los Templos, que bloqueen y golpeen hasta que volvamos a tomar la puerta norte… Las crines cuarta, segunda y octava al nuevo mercado oriental. Una vez que se recupere la puerta oriental, quiero que las alas uno, tres y cinco hagan una incursión. Su punto de reunión es el reducto de la Guardia Oriental. Quiero neutralizadas las máquinas de asedio que la atacan, y que luego rescaten a cualquier superviviente gidrath que quede. Que el trimáster me informe…
Entre orden y orden y las idas y venidas de los mensajeros, Itkovian observaba los combates en el nuevo mercado oriental, lo que podía ver de ellos bajo el fulgor de los fuegos y entre las nubes negras de humo. Los scalandi presionaban con fuerza para derribar las barricadas que les impedían llegar al palacio del príncipe. Las rocas habían estado golpeando los muros exteriores del palacio sin descanso, pero en vano, aquellas murallas de piedra fina y reluciente ni siquiera temblaban. La brea en llamas rugía hasta extinguirse, pero apenas lograba nada más que unas simples manchas negras que estropeaban la superficie de aquella piedra desconocida. El palacio habría que tomarlo por las malas, paso a paso, cada sala, cada nivel, y los painitas estaban impacientes por empezar.
El trimáster de las Espadas Grises que estaba al mando de la primera, tercera y quinta alas llegó al parapeto. Era uno de los oficiales más antiguos del yunque del escudo, alto y delgado, con una barba gris que ocultaba un sinfín de cicatrices.
—Ya me han transmitido mi misión, yunque del escudo.
Así que, ¿por qué me has hecho llamar? Ya veo la pregunta en tus ojos, señor. No te hacen falta palabras de estímulo que te hagan lanzarte a lo que podría ser una misión suicida.
—Nadie se lo esperará —dijo Itkovian.
El hombre entrecerró los ojos y después asintió.
—Así es, señor. Con tanta brecha, la primera línea del enemigo ha perdido cohesión. Esta noche el caos lo reclama todo. Destruiremos las máquinas de asedio como se nos ha ordenado. Rescataremos a los supervivientes del reducto.
Sí, viejo amigo, soy yo el que necesita palabras de estímulo.
—Mantén los ojos bien abiertos, señor. Me gustaría saber la posición de las fuerzas painitas de la retaguardia. En concreto, de los Tenescowri.
—Comprendido, señor.
Llegó un mensajero que dio un tropezón al dejar la escalera de mano.
—¡Yunque del escudo! —jadeó la mujer.
—Tu informe, señor —dijo Itkovian.
—Del trimáster de las crines primera, séptima y sexta, señor.
Puerta norte. Miró al norte. La mayor parte de los bloques de pisos daru que había allí estaban ardiendo.
—Procede.
—El trimáster informa que se ha encontrado con las fuerzas de choque de urdomen y videntes del Dominio. Están todos muertos, señor.
—¿Muertos?
La joven asintió e hizo una pausa para secarse el sudor manchado de ceniza de la frente. Itkovian notó que el yelmo que llevaba era demasiado grande.
—Un ciudadano reunió a los restos de la guardia capan así como a otros civiles y unos cuantos escoltas de caravanas. Señor, entablaron combate con los urdomen y los videntes del Dominio en una sucesión de batallas callejeras… y los hicieron retirarse. El trimáster controla ahora la puerta norte, su compañía de zapadores están realizando ya las reparaciones necesarias.
—¿Y esa milicia improvisada y su comandante?
—Solo quedaban unos cuantos heridos para recibir al trimáster, señor. La, bueno, la milicia ha puesto rumbo al oeste; perseguían a una compañía de urdomen que pretendía asolar la mansión Lektar.
—Mensajero, envía a la primera ala en su ayuda. Y tras llevar mi orden, descansa un poco, señora.
—Sí, yunque del escudo.
—Ese no es el yelmo de reglamento que te entregaron, ¿verdad, señora?
Avergonzada, la joven negó con la cabeza.
—Yo, esto, lo perdí, yunque del escudo.
—Que el intendente te busque uno de tu talla.
—Sí, señor.
—Vete.
Los dos veteranos observaron partir a la joven.
—Qué descuidada —murmuró el trimáster—, mira que perder el yelmo.
—Desde luego.
—Muy lista al buscarse otro.
El yunque del escudo sonrió.
—He de despedirme ya, señor.
—Que Fener te acompañe, trimáster.
Karnadas respiró hondo y sin ruido, los pelos de la nuca se le habían puesto de punta al oír aquel silencio repentino y pesado que reinaba en el gran salón. ¿Traición? Sus ojos se posaron en un sacerdote en concreto. Las palabras de Rath’K’rul no hacían más que alimentar las sospechas que ya tenía el destriant y los prejuicios lo llevaban a desconfiar de sus propias conclusiones. Contuvo la lengua, pero no dejó de mirar a Rath’Fener.
La máscara de jabalí carecía de expresión, pero el hombre se erguía como si acabara de recibir un golpe.
—La era de K’rul —siseó Rath’Tronosombrío— ya hace mucho tiempo que pasó.
—Ha regresado —respondió el hombre de la túnica—. Un hecho que debería aliviaros en parte a todos y cada uno de vosotros. Es la sangre de K’rul, después de todo, la que han envenenado. La batalla que ahora comienza no perdonará a nadie, incluyendo los dioses a los que servís. Si dudáis de mis palabras, haced vuestros viajes internos, escuchad la verdad de labios de vuestros propios dioses. Sí, las palabras quizá sean reticentes, habrá incluso resentimiento. Pero se pronunciarán, no obstante.
—Tu sugerencia —dijo Rath’Reina de los Sueños— no se puede llevar a cabo con precipitación.
—Estoy dispuesto a reunirme de nuevo con vosotros —dijo Rath’K’rul con una ligera reverencia—. Habéis de saber, sin embargo, que tenemos poco tiempo.
—Has hablado de traición…
—Sí, Rath’Reina de los Sueños, eso he dicho.
—Nos ofendes al pretender dividirnos.
El hombre de la túnica ladeó la cabeza.
—Aquellos que saben que su conciencia está limpia, hermanos y hermanas, se unirán más. Del caballero que no pueda afirmar lo mismo es muy probable que se ocupe su dios.
—¿Caballero?
Rath’K’rul se encogió de hombros.
Brukhalian se aclaró la garganta en medio del silencio subsiguiente.
—Con el permiso del Consejo de Máscaras, debo partir ya. Mi yunque del escudo me necesita.
—Por supuesto —dijo Rath’Embozado—. De hecho, por los sonidos que se oyen más allá del salón del vasallaje, se diría que se han abierto brechas en las murallas y el enemigo está dentro.
Y el Embozado acecha en las calles de Capustan. Ambivalencia, suficiente para enfriar tu tono.
La espada mortal sonrió.
—Era lo que esperábamos desde el principio, Rath’Embozado, que terminaran tomando murallas y puertas. Periódicamente. —Se volvió hacia Karnadas—. Sígueme, por favor. Necesito la última información.
El destriant asintió.
Hetan se levantó de repente con un destello en los ojos y miró furiosa a Rath’K’rul.
—Hombre durmiente, ¿es cierto el ofrecimiento de tu dios? ¿De veras querrá ayudarnos?
—Lo hará. ¿Cuál de vosotros se presenta voluntario?
La mujer barghastiana, con los ojos muy abiertos, señaló con un gesto brusco de la cabeza a su hermano.
El hombre de la túnica sonrió.
Rath’Tronosombrío pareció escupir las palabras.
—¿Y ahora qué? ¿Qué pasa ahora? ¿Qué?
Karnadas se giró para estudiar a Cafal y se quedó asombrado al ver al joven todavía sentado con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada en un profundo sueño.
—Todos los aquí presentes —dijo Rath’K’rul en voz muy baja—, no lo despertéis si apreciáis en algo vuestra vida.
De los sesenta y tantos seguidores que Rezongo había llevado al oeste tras dejar la puerta norte solo quedaba una docena de soldados de la guardia capan y únicamente un guardia lestari, un sargento de piernas cortas y brazos largos que se había metido en el papel de segundo al mando sin una sola palabra.
La mansión Lestari era una de las pocas residencias privadas bien fortificadas que había en Capustan. Era el hogar de Kalan D’Arle, una familia de mercaderes vinculada al concejo de Darujhistan, así como a la noble casa caída del mismo nombre en el propio Lest. La sólida estructura de piedra lindaba con la muralla norte y su tejado plano se había convertido en un fuerte y un punto de reunión para los defensores de la muralla.
Al nivel de la calle, la magnífica entrada consistía en una gruesa puerta de bronce incrustada en un marco de piedra con los goznes ocultos. Un amplio frontón sobresalía en la entrada, sostenido por dos columnas de mármol. El techo se hallaba atestado de cabezas talladas de demonios que tenían la boca abierta y de los que chorreaban los restos de agua hirviendo que había caído como un torrente sobre los scalandi que, entre gritos, habían estado aporreando la puerta.
Rezongo y su tropa, todavía tambaleantes tras un choque salvaje con quince urdomen que había terminado con la mayor parte de la milicia hecha pedazos (antes de que Rezongo hubiera derribado en persona a los dos últimos painitas), se habían topado con la chusma de scalandi justo delante de ellos.
El enfrentamiento fue rápido y brutal. Solo el sargento lestari reveló cierta piedad cuando rebanó las gargantas de los scalandi que habían quedado escaldados por el agua hirviendo. El cese de sus chillidos hizo caer un silencio repentino sobre la escena.
Rezongo se agachó junto a un cuerpo y utilizó su túnica para limpiar las hojas de los alfanjes. Los músculos de sus brazos y hombros estaban muy cargados y le temblaban.
La brisa de la noche se reforzó y, al llevarse el humo hacia el interior, olía a sal. Aún bramaban por todos lados incendios suficientes como para espantar la oscuridad.
—Mira eso, ¿quieres?
El capitán de la caravana le echó un vistazo al sargento lestari y después siguió la mirada del hombre.
El salón del vasallaje se cernía al sureste, a solo unas calles de allí. Se veía un leve fulgor en todo el torreón.
—¿Qué te parece? —murmuró el entrecano soldado.
Hechicería de algún tipo.
—Yo diría que es magia ritual —continuó el sargento—. Seguramente protectora. Bien sabe el Embozado que a nosotros no nos vendría nada mal un poco. Estamos hechos pedazos, señor. A mí no me queda mucho, y en cuanto al resto… —Les echó un vistazo a los soldados de la guardia capan magullados y ensangrentados que se habían agachado o arrodillado en el suelo, algunos se habían apoyado en las paredes de la casa; después sacudió la cabeza—. Están acabados.
Varios sonidos de lucha se acercaron por el suroeste.
El arañazo de una armadura en el tejado de la mansión Lestari llamó la atención de Rezongo. Media docena de regulares de la guardia capan los miraban desde allí.
—¡No sé quiénes sois, pero bien hecho! —gritó uno.
—¿Qué veis ahí arriba? —exclamó el sargento.
—¡Hemos vuelto a tomar la puerta norte! Espadas Grises, maldita sea, casi un millar de ellos. ¡Los painitas pierden terreno!
—Espadas Grises —murmuró el lestari por lo bajo. Después le lanzó una mirada encendida a Rezongo—. Pero si fuimos nosotros los que volvimos a tomar esa puerta…
—Pero no estamos allí defendiéndola, ¿no? —gruñó Rezongo mientras se erguía. Después miró a su exigua tropa—. Un poco de vida en esos cuerpos, capan, que no tenéis aguante. No hemos terminado todavía.
Varios ojos apagados e incrédulos se clavaron en él.
—Parece que la puerta occidental ha caído y que nuestros defensores están dando marcha atrás. Lo que significa que han perdido a sus oficiales o sus oficiales no valen una mierda. Sargento, ahora eres teniente. El resto, ahora sois sargentos. Tenemos que agrupar a unos cuantos soldados muertos de miedo. A moverse, venga, a paso ligero, no quiero que empecéis a agarrotaros. —Rezongo los miró furioso, cuadró los hombros e hizo entrechocar los alfanjes—. Seguidme.
Bajó corriendo por la calle hacia la puerta occidental. Después de un momento, los demás lo siguieron.
Dos campanadas antes del amanecer. Al norte y al oeste de la ciudad el rugido de la batalla comenzaba a amainar. Gracias a los contraataques de Itkovian se habían recuperado las puertas y las murallas de esa parte, los atacantes se habían quedado sin fuerzas para luchar por aquel lado, al menos durante el resto de la noche.
Brukhalian había regresado del salón del vasallaje con Karnadas tras él una campanada antes. La espada mortal había reunido a los seiscientos reclutas que el yunque del escudo había mantenido en la reserva, junto con dos crines y dos alas y había partido hacia la explanada de Jelarkan, donde se rumoreaba que más de mil beklitas se habían abierto camino y amenazaban con arrollar las defensas internas.
La situación alrededor de la puerta occidental era incluso más apurada. Tres de los mensajeros de Itkovian no habían regresado después de haberlos enviado allí. El cuartel occidental era un puño inmenso de fuego enfurecido que revelaba, entre destellos refulgentes, los escombros a los que había quedado reducida la propia puerta occidental. Esa brecha, si terminaba abriéndose camino hasta el lado occidental de la explanada de Jelarkan, podría significar la caída de la mitad de la ciudad.
El yunque del escudo se paseaba de pura frustración. Ya no le quedaban fuerzas de reserva. Por un momento dio la sensación que los destacamentos de la guardia capan y las Espadas Grises asignados a la puerta occidental habían dejado de existir sin más, y la herida se había convertido en un torrente que amenazaba con inundarlo todo. Y después, de forma inexplicable, la resistencia se había reforzado. El torrente se había topado con una muralla humana y aunque seguía subiendo, todavía no se había desbordado.
El destino de Capustan se encontraba en manos de aquellos defensores y a Itkovian solo le quedaba contemplar cómo se desarrollaba esa situación pendiente de un hilo.
Karnadas estaba abajo, en el complejo del cuartel. Agotaba su senda Denul, luchaba contra esa infección hechicera que la infestaba, y a pesar de todo conseguía sanar de algún modo a las Espadas Grises heridas. Algo había ocurrido en el salón del vasallaje, estaba ocurriendo todavía; el torreón entero refulgía entre una penumbra incolora. Itkovian quería preguntarle al destriant, pero todavía no se había dado la oportunidad.
Unas botas en la escalera. El yunque del escudo se dio la vuelta.
El mensajero que apareció tenía una horrible quemadura en un lado de la cara, la piel roja y ampollada que le cubría la mandíbula y la mejilla formaba una cordillera bajo el borde del yelmo. El ojo de ese lado estaba fruncido, arrugado y negro como una pasa.
El hombre trepó por la escalera e Itkovian vio a Karnadas tras él.
El destriant fue el primero en hablar, a medio salir de la trampilla.
—Insistió en darte primero el informe, señor. No puedo hacer nada por el ojo, pero el dolor…
—Dentro de un momento —soltó Itkovian de repente—. Mensajero, dame tu informe.
—Mis disculpas —jadeó el joven— por tardar tanto.
El yunque del escudo abrió mucho los ojos.
—Me das una lección de humildad, señor. Ha pasado una campanada y algo más desde que te envié a la puerta occidental.
—Los painitas habían llegado ya al campamento Tular, yunque del escudo. El campamento Senar había caído, sus habitantes masacrados. Todo el mundo. Niños, señor… Lo siento, pero es que el horror permanece conmigo…
—Continúa.
—La torre Jehbar estaba rodeada y sus defensores asediados. Tal era la situación a mi llegada, señor. Nuestros soldados estaban dispersos y luchaban en grupos separados, muchos de ellos rodeados. Estaban acabando con nosotros allá por donde mirase. —El mensajero hizo una pausa, respiró hondo con esfuerzo y después continuó—. Tal era la situación a mi llegada. Mientras me preparaba para regresar con dichas noticias, me… raptaron.
—¿Que te qué?
—Mis disculpas, señor. No se me ocurre otra palabra. Apareció un forastero con poco más de una decena de seguidores capan, una especie de milicia, señor. Y un sargento lestari. El hombre tomó el mando de todos, yo incluido. Yunque del escudo, discutí…
—Es obvio que era un hombre persuasivo. Continúa tu relato, señor.
—El forastero hizo que sus propios soldados derribaran la puerta del campamento Tular. Exigió que sus habitantes salieran a luchar. Por sus hijos…
—¿Y los convenció?
—Señor, sostenía en sus brazos lo que quedaba de un niño del campamento Senar. El enemigo, señor, los painitas, alguien había empezado a comerse a ese niño…
Karnadas se colocó detrás del joven y le puso las manos en los hombros.
—Los convenció —dijo Itkovian.
El mensajero asintió.
—El forastero, entonces… el forastero cogió lo que quedaba de la túnica del niño y ha hecho con ella un estandarte. Yo mismo lo vi. Señor, dejé de discutir entonces, lo siento…
—Te entiendo, señor.
—No había escasez de armas. La guardia capan de Tular se armó sola, salieron cuatrocientos o quinientos. Hombres y mujeres. El forastero había enviado a sus propios seguidores y empezaron a regresar, y con ellos bandas supervivientes de soldados capan, unos cuantos gidrath, coralesianos y Espadas Grises. El trimáster había muerto, ya sabéis…
—El forastero los reunió a todos —lo interrumpió Itkovian—. ¿Y luego qué?
—Nos dirigimos en ayuda de la torre Jehbar, señor. Yunque del escudo, bajo ese horrible estandarte, hicimos una masacre.
—¿Y las condiciones de la torre?
—En ruinas, señor. Cielos. No había más que veinte supervivientes entre los capan que la defendían. Están ahora con el forastero. Yo regresé a mis responsabilidades entonces, señor, y se me dio permiso para venir a informarte.
—Muy generoso por parte de ese forastero. ¿Cuál era la disposición de esa milicia en ese momento?
—Estaban a punto de hacer una salida entre los escombros de la puerta occidental, señor.
—¿Qué?
—Una compañía beklita acudía a reforzar a los atacantes del interior de la ciudad. Pero los atacantes estaban todos muertos. El forastero planeaba sorprenderlos.
—Por los dos colmillos del dios, ¿pero quién es ese hombre?
—Desconozco su nombre, señor. Empuña dos alfanjes. Lucha como un… como un jabalí, señor, con esos dos alfanjes…
Itkovian se quedó mirando al joven durante un buen rato, vio que el dolor disminuyó cuando el destriant le apretó los hombros, vio que las ampollas se encogían, los verdugones se desvanecían y una piel nueva encerraba el ojo destrozado. El yunque del escudo se giró entre un estrépito de armadura y miró al oeste. El fuego del cuartel occidental hacía llegar su luz carmesí solo hasta cierto punto. Más allá dominaba la oscuridad. Miró entonces la explanada de Jelarkan. No se veían más brechas que él pudiera distinguir. La espada mortal tenía la situación controlada, como Itkovian sabía que sería el caso.
—Menos de una campanada para el amanecer —murmuró Karnadas—. Yunque del escudo, la ciudad resiste.
Itkovian asintió.
Más botas en la escalera. Todos se dieron la vuelta cuando llegó otro mensajero.
—Yunque del escudo, de la tercera incursión al reducto de la Guardia Oriental. Se ha rescatado a los gidrath supervivientes, señor. Se distinguió movimiento al sureste. El trimáster envió a un explorador. Yunque del escudo, los Tenescowri se han puesto en marcha.
Itkovian asintió. Llegarán con las primeras luces. Trescientos mil, quizá más.
—Destriant, abre los túneles. Empieza con los campamentos interiores. Que todos los ciudadanos vayan abajo. Ponte al mando de los cuarteles de crines y alas y de todos los que te encuentres para llevar a cabo una evacuación rápida y controlar las entradas.
El rostro arrugado de Karnadas se crispó en una sonrisa irónica.
—Yunque del escudo, es mi obligación recordarte que el Consejo de Máscaras todavía tiene que aprobar la construcción de los susodichos túneles.
Itkovian asintió otra vez.
—Por fortuna para el pueblo de Capustan, nosotros procedimos sin aguardar esa aprobación. —Después frunció el ceño—. Parece que el Consejo de Máscaras ha encontrado su propia forma de defenderse.
—No son ellos, señor. Son Hetan y Cafal. Y un sacerdote nuevo. En realidad ese supuesto mercader que rescataste en la llanura.
El yunque del escudo parpadeó.
—¿No tenía un escolta de caravanas, un hombre grande con un par de alfanjes atados a las caderas? —¿Alfanjes? Más bien parecían los colmillos de Fener.
El destriant siseó.
—Creo que tienes razón, señor. De hecho, ayer mismo me tomé un momento para curarlo.
—¿Estaba herido?
—Resaca, yunque del escudo. Una gran resaca.
—Ya veo. Continúa, señor. —Itkovian miró a sus dos mensajeros—. Hay que enviar recado a la espada mortal… y a ese forastero…
El escudo de mimbre del beklita explotó en el brazo del hombre tras el revés de Rezongo. El alfanje lleno de muescas y entrañas que llevaba el escolta en la otra mano bajó con un golpe seco y atravesó yelmo y después cráneo. La sangre y los sesos le salpicaron el guantelete. El beklita cayó de lado sacudiendo brazos y piernas.
Rezongo giró en redondo y limpió la carnicería de la hoja. Una decena de metros más atrás, cerniéndose sobre las filas salvajes de sus seguidores, se alzaba el Estandarte del Niño, una túnica desgarrada y teñida de un brillante color amarillo salpicada de un color rojo que al secarse quedaba de un tono magenta oscuro.
Habían aplastado a la compañía beklita. La víctima de Rezongo había sido la última. El capitán de la caravana y su milicia estaban a treinta y cinco metros de lo que quedaba de la puerta occidental, en la amplia avenida principal de lo que había sido un pueblo de chabolas. Las estructuras habían desaparecido, habían desmantelado las paredes de madera y los techos de pizarra y se los habían llevado. Lo único que quedaba eran placas de suelos de tierra manchadas y unos cuantos trozos de cerámica rota. Unos ciento setenta metros más allá se veían los piquetes de los sitiadores, que se agolpaban bajo la luz creciente del amanecer.
Rezongo vio a medio millar de betaklitas marchando por el borde, flanqueados por compañías de urdomen y caballería ligera betrullid. Tras ellos se alzaba un inmenso velo de polvo dorado por la luz sesgada del sol.
El teniente había hincado una rodilla en el suelo, junto a Rezongo, y luchaba por recuperar el aliento.
—Es hora… es hora de… de retirarse, señor.
El capitán de la caravana frunció el ceño y se giró para examinar a su milicia. Cincuenta, sesenta todavía en pie. ¿Con qué empecé anoche? Más o menos ese mismo número. ¿En serio? Dioses, ¿eran esos?
—¿Dónde están nuestros sargentos?
—Están ahí, por lo menos la mayor parte. ¿Quieres que los llame, señor?
No, sí, quiero verles la cara. No recuerdo qué caras tenían.
—Que reúnan a los pelotones.
—Señor, si esa caballería nos ataca…
—No lo harán. Están encubriéndolos.
—¿Encubriendo qué?
—A los Tenescowri. ¿Para qué va a lanzarnos más soldados veteranos solo para ver cómo los matan? Esos cabrones necesitan descansar, en cualquier caso. No, es la hora de las hordas muertas de hambre.
—Beru nos libre —susurró el teniente.
—No te preocupes —respondió Rezongo—, mueren con facilidad.
—Necesitamos descansar, estamos hechos pedazos, señor. Soy demasiado viejo para una misión suicida.
—¿Entonces qué estás haciendo en Capustan, en el nombre del Embozado? Da igual. Vamos a ver esos pelotones. Quiero que les quiten las armaduras a esos cuerpos. Solo el cuero, yelmos y guanteletes. Quiero que mis sesenta parezcan soldados.
—Señor…
—Y después nos retiramos. ¿Comprendido? Y más vale que te des prisa.
Rezongo llevó a su magullada compañía de regreso a Capustan. Había movimiento entre las ruinas de la puerta occidental. Los mantos lisos y grises de las Espadas Grises dominaban la multitud, aunque también había otros presentes, como albañiles y dotaciones desaliñadas de trabajadores. La frenética actividad se frenó y comenzaron a volverse cabezas. Las conversaciones murieron.
El ceño de Rezongo se profundizó. Detestaba llamar la atención de aquel modo. ¿Qué es lo que somos, fantasmas?
Todos los ojos se posaban en el Estandarte del Niño.
Se adelantó una figura para recibirlos, una oficial de los mercenarios.
—Bienvenidos —dijo la mujer con un asentimiento grave de la cabeza. Tenía la cara manchada de polvo y rastros de sudor bajándole por el yelmo—. Tenemos unos armeros instalados a las afueras del campamento Tular. Me imagino que habrá que afilar tus colmillos…
—Alfanjes.
—Como tú digas, señor. Al yunque del escudo… no, a todos nos gustaría saber tu nombre.
Pero Rezongo ya la había dejado atrás.
—Afiladores. Buena idea. Teniente, ¿crees que a todos nos hace falta que nos afilen los colmillos?
La oficial de las Espadas Grises giró en redondo.
—Señor, la referencia no se ha de tomar a la ligera.
El capitán siguió andando, pero se dirigió a ella por encima del hombro.
—Muy bien, pues llamémoslos garras de tigre, ¿qué te parece? Creo que tenéis una puerta que reconstruir. Será mejor que te pongas con eso, muchacha. Los Tenescowri tienen ganas de desayunar y nosotros estamos en el menú.
Rezongo la oyó sisear en lo que podría ser un ataque de frustración y cólera.
Unos momentos después, los trabajadores reanudaron sus esfuerzos.
Los armeros habían montado sus muelas en la calle. Tras ellos, en dirección a la explanada de Jelarkan, continuaban los sonidos de batalla. Rezongo les hizo un gesto a sus soldados para que se adelantaran.
—Formad una fila, venga, todos. Quiero esas hojas tan afiladas que os podáis afeitar con ellas.
El teniente bufó.
—La mayor parte de tu tropa son mujeres, señor.
—Lo que sean.
Un jinete azuzaba con fuerza a su caballo calle abajo. Tiró de las riendas entre un estruendo de cascos, desmontó e hizo una pausa para ajustarse los guanteletes blindados antes de dirigirse a Rezongo.
—¿Eres el capitán de la caravana de Keruli? —le preguntó con el rostro oculto tras un yelmo con celada completa.
—Lo era. ¿Qué quieres, mercenario?
—Felicitaciones de parte del yunque del escudo, señor. —La voz era dura, profunda—. Los Tenescowri se están reuniendo…
—Lo sé.
—En opinión del yunque del escudo, el asalto principal de esas fuerzas se producirá por el este, ya que es allí donde el primer hijo de la semilla de los muertos ha reunido a su vanguardia.
—Bien, ¿y qué?
El mensajero se quedó callado un momento y después continuó.
—Señor, a los ciudadanos de Capustan se les está trasladando…
—¿Trasladando adónde?
—Las Espadas Grises han construido túneles bajo la ciudad, señor. Bajo tierra se han acumulado provisiones suficientes para mantener a veinte mil ciudadanos…
—¿Durante cuánto tiempo?
—Dos semanas, quizá tres. Los túneles son extensos. En muchos casos se abrieron también viejos túmulos vacíos, como almacenes; había más de los que nadie había anticipado. Las entradas están bien ocultas y se pueden defender bien.
Dos semanas. No tiene sentido.
—Bueno, así queda resuelto el problema de los civiles. ¿Qué hay de nosotros, los combatientes?
Los ojos del mensajero se velaron entre las barras de hierro de la celada.
—Luchamos. Calle por calle, edificio por edificio. Habitación por habitación, señor. El yunque del escudo quiere preguntarte de qué sección de la ciudad deseas hacerte cargo. ¿Y hay algo que requieras? Flechas, alimentos…
—No tenemos arqueros, pero comida y vino aguado, sí. ¿Qué sección? —Rezongo examinó a sus tropas—. Más bien qué edificio. Hay un bloque de apartamentos justo al salir de la calle del Viejo Daru, el de los cimientos de piedra negra. Empezaremos por la puerta norte e iremos retirándonos hacia allí.
—Muy bien. Se llevarán provisiones a ese bloque, señor.
—Ah, hay una mujer en una de las habitaciones del último piso; si vuestra evacuación de ciudadanos implicaba un registro casa por casa…
—La evacuación era voluntaria, señor.
—Ella no la habría aceptado.
—Entonces continúa donde estaba.
Rezongo asintió.
El teniente se acercó junto al capitán.
—Tus alfanjes, hora de afilar tus garras de tigre, señor.
—Sí. —Rezongo se dio la vuelta y no notó que la cabeza del mensajero daba una sacudida al oír las palabras del teniente lestari.
A través de la jaula negra de su celada, el yunque del escudo Itkovian estudió al fornido capitán de caravanas que en ese momento se dirigía hacia un herrero, con el lestari de piernas cortas un paso por detrás. Llevaba los alfanjes manchados de sangre en la mano y las hojas anchas, marcadas y con la punta pesada, eran del color de las llamas envueltas en humo.
Había acudido a conocer a aquel hombre en persona, para tomarle la medida y ponerle una cara que acompañase su extraordinario talento.
Itkovian ya lamentaba su decisión. Murmuró en voz muy baja una larga maldición por su impetuosidad. ¿Lucha como un jabalí? Dioses no, este hombre es uno de esos grandes felinos que cazan en las llanuras. Es grande, sin duda, pero eso pasa desapercibido tras una elegancia letal. Que Fener nos salve a todos, el fantasma del Tigre del Verano camina a la sombra de este hombre.
Itkovian regresó a su caballo, se subió a la silla y cogió las riendas. Le dio la vuelta a su montura, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el sol de la mañana. La verdad ha estallado como el fuego en mi corazón. En este, nuestro último día, he conocido a este hombre sin nombre, a este sirviente de Treach, el Tigre del Verano… Treach, que asciende.
¿Y Fener? El jabalí brutal cuya salvaje astucia domina mi alma, ¿qué hay de mi señor?
Fener… que desciende. En este, nuestro último día.
El susurro de un rugido se alzó a lo lejos, por todas partes. Los Tenescowri se habían puesto en marcha.
—Que los dos colmillos nos protejan —jadeó Itkovian con voz ronca antes de hundir los talones en los flancos del caballo. El animal se precipitó hacia delante y llovieron las chispas cuando los cascos golpearon los adoquines.
Con la cara cenicienta de puro agotamiento, Buke se dirigió a la finca del nigromante. Era un edificio grande que dominaba una colina larga y baja que parecía demasiado regular para ser natural, rodeada de un muro alto con torres falsas de vigilancia en las esquinas. Una entrada majestuosa daba a la calle Kilsban, aunque estaba apartada de la calle en sí por una rampa. La verja era una versión en miniatura de la del salón del vasallaje, la subían y bajaban unas piedras de molino encastradas por los agujeros del centro.
Una bola de fuego había golpeado la verja y la había reventado en mil pedazos. Las llamas habían ardido durante un rato, habían ennegrecido el marco de piedra y lo habían agrietado, pero de algún modo la estructura había conseguido mantenerse en pie.
Cuando el viejo escolta subió cojeando por la rampa hacia la puerta, lo sobresaltó la salida repentina de un hombre alto, demacrado y vestido con una túnica negra. El hombre tropezó y dio un saltito como un enorme buitre de alas negras, después se giró en redondo para mirar furioso a Buke. Su rostro se crispó.
—¡Por encima de mí solo está el propio Rath’Tronosombrío! ¿No me conoces? ¿Es que no me conocen? ¡Soy Mármol! ¡También conocido como el Maléfico! ¡Temido entre todos los medrosos ciudadanos de Capustan! ¡Un hechicero de poderes inimaginables! Y sin embargo… —Balbuceaba de pura furia—. ¡Una patada en el trasero, nada menos! ¡Me vengaré, lo juro!
—No sería aconsejable, sacerdote —dijo Buke, no sin amabilidad—. Mis jefes…
—¡Son escoria, escoria arrogante!
—Bien puede ser, pero no conviene irritarlos, señor.
—¿Irritarlos? Cuando mi amo se entere de cómo… de cómo han… insultado a su servidor más apreciado, entonces, ah, entonces ¡cómo fluirán las sombras! —Con un gruñido de desdén final, el sacerdote bajó por el camino de entrada con paso colérico y la túnica negra siseando de forma dramática a su paso.
Buke hizo una larga pausa y observó hasta que el tal Mármol desapareció tras una esquina.
Se oía por todas partes el sonido de los combates, pero ninguno se acercaba. Horas antes, en plena noche, mientras Buke ayudaba a los habitantes de los campamentos y de los bloques de pisos del Distrito Daru a dirigirse a los lugares de reunión establecidos por las Espadas Grises (desde donde después los llevarían a las entradas ocultas de los túneles), los painitas habían llegado hasta la calle por la que caminaba Buke en ese momento. De algún modo, la variopinta colección de defensores de Capustan había conseguido rechazarlos. Cuerpos de ambos bandos salpicaban la calle Kilsban.
Buke se puso en movimiento una vez más, pasó bajo el chamuscado dintel de la entrada con la firme convicción de que nunca más saldría de la propiedad de Bauchelain y Korbal Espita. Pero al tiempo que un repentino instinto de supervivencia refrenaba sus pasos, vio que ya era demasiado tarde.
Bauchelain se encontraba en el patio.
—Ah, mi antiguo empleado. Nos preguntábamos adónde te habrías ido.
Buke agachó la cabeza.
—Mis disculpas, señor. Les había llevado el escrito de exención de tasas a las autoridades civiles daru, como se había solicitado…
—Excelente, ¿y nuestro argumento fue bien recibido?
El antiguo guardia hizo una mueca.
—Al parecer, las circunstancias del asedio no son excusa para evitar el pago de los impuestos de propiedad, amo. Se han de pagar los dineros. Por fortuna, con la evacuación, en la mansión no queda nadie que aguarde su llegada.
—Sí, la evacuación. Túneles. Muy inteligente. Y declinamos la oferta, por supuesto.
—Por supuesto. —Buke no pudo seguir manteniendo la mirada en los adoquines que tenía delante y se encontró girando la cabeza; la levantó un poco para advertir la presencia por todas partes de una decena de cuerpos de urdomen tirados y exangües, con las caras veteadas de negro bajo las celadas.
—Un asalto precipitado de estos descaminados soldados —murmuró Bauchelain—. Korbal estaba encantado y ya está haciendo los preparativos para reclutarlos.
—¿Reclutarlos, amo? Ah, sí, señor. Reclutarlos.
El nigromante ladeó la cabeza.
—Qué raro, el bueno de Emancipor Reese pronunció esas mismas palabras con un tono idéntico no hace ni media campanada.
—Cómo no, amo.
Los dos se miraron durante unos instantes, después Bauchelain se acarició la barba y se dio la vuelta.
—Vienen los Tenescowri, ¿lo sabías? Y entre ellos, los hijos de la semilla de los muertos. Extraordinarios, esos niños. La semilla de un hombre moribundo… Hmm. Se dice que el mayor de ellos está ahora al mando de toda la horda de campesinos. Estoy deseando conocerlo.
—¿Amo? Eh, cómo, es decir…
Bauchelain sonrió.
—Korbal está impaciente por llevar a cabo un examen meticuloso de ese niño llamado Anaster. ¿Qué regusto tiene su biología? Hasta yo me lo pregunto.
Los urdomen caídos dieron una sacudida, se crisparon como uno solo, las manos tentaron el suelo en busca de las armas que habían tirado y las cabezas, protegidas todavía por los yelmos, se levantaron.
Buke se los quedó mirando, horrorizado.
—Ah, ahora tienes guardas que poner bajo tu mando, Buke. Te sugiero que los apuestes a la entrada. Y quizá uno en cada una de las cuatro torres de las esquinas. Unos defensores incansables, los mejores que puede haber, ¿no?
Emancipor Reese, aferrado a su sarnoso gato, al que estrechaba contra su pecho, salió tambaleándose de la casa principal.
Bauchelain y Buke observaron al anciano, que se precipitó hacia uno de los urdomen, que ya se habían puesto en pie. Reese se acercó al fornido guerrero, estiró el brazo y tiró con frenesí del cuello de la cota de malla del no muerto y del chaleco que llevaba debajo. La mano del anciano se había metido por debajo de ambas capas de ropa y seguía bajando cada vez más.
Emancipor empezó a farfullar. Sacó la mano y se tambaleó hacia atrás.
—Pero, pero… —Su rostro arrugado y correoso se giró hacia Bauchelain—. Ese… ese hombre, Korbal, tiene… dijo… ¡pero si lo vi! ¡Tiene sus corazones! Los ha cosido entre ellos, ¡son una masa ensangrentada que palpita encima de la mesa de la cocina! Pero… —Giró y golpeó al urdomen en el pecho—. ¡No hay heridas!
Bauchelain levantó una fina ceja.
—Ah, bueno, contigo y aquí el amigo Buke interfiriendo en las actividades nocturnas habituales de Korbal Espita, mi colega se vio obligado a modificar sus hábitos, su modus operandi, por así decirlo. Ahora, ya veis, queridos amigos, no le hace falta dejar su habitación para satisfacer sus necesidades de adquisición. No obstante, he de rogaros que desistáis de vuestros desacertados esfuerzos. —Los ojos grises y apagados del nigromante se clavaron en Buke—. En cuanto a esa hechicería peculiar del sacerdote Keruli que ahora reside en tu interior, no la desveles, mi querido sirviente. Nos desagrada contar con compañía cuando nos encontramos en nuestras formas soletaken.
Las piernas de Buke estuvieron a punto de ceder bajo él.
—Emancipor —murmuró Bauchelain—, por favor, préstale tu hombro a nuestro guardia.
El anciano se acercó un poco más. Tenía los ojos tan abiertos que Buke podía ver el blanco que los rodeaba. El sudor perlaba su arrugado rostro.
—¡Ya te dije que era una locura! —siseó—. ¿Qué te hizo Keruli? Maldito seas, Buke…
—¡Cállate, Mancy! —gruñó Buke—. Tú sabías que eran soletaken y no dijiste nada, pero Keruli lo sabía también.
Bauchelain se encaminó sin prisas a la casa tarareando por lo bajo.
Buke se giró y se aferró a la túnica de Emancipor.
—¡Ahora puedo seguirlos! El regalo de Keruli. ¡Puedo seguir a esos dos adonde sea!
—Te matarán. Te aplastarán como a una mosca, Buke. Maldito idiota, por el Embozado…
Buke consiguió esbozar una sonrisa enfermiza.
—¿Maldito? Oh, sí, Mancy, como todos. Vaya que sí. Malditos por el Embozado, sí, señor.
Un rugido distante y terrible los interrumpió, un sonido que estremeció toda la ciudad y la barrió de punta a punta.
Emancipor se puso pálido.
—Los Tenescowri…
Pero lo que había llamado la atención de Buke era la torre cuadrada del edificio principal, las contraventanas abiertas de la parte superior, la habitación del tercer piso. Allí se habían encaramado dos grajos.
—Oh, sí —murmuró enseñando los dientes—. Ya os veo. Vais tras él, ¿verdad? El primer hijo de la semilla de los muertos. Anaster. Vais tras él.
Los grajos se apartaron de la cornisa, extendieron las alas y descendieron en picado sobre el complejo, después, con un aleteo pesado y audible se alzaron sobre la muralla y echaron a volar al sureste.
Buke apartó a Reese de un empujón.
—¡Puedo seguirlos! Oh, sí. El dulce regalo de Keruli… —Mi propia forma soletaken, la forma de las alas, el aire deslizándose sobre mí y también por debajo. ¡Dioses, la libertad! Lo que seré… encuentra su forma. Sintió que su cuerpo giraba y que una dulce calidez embargaba sus miembros, el aroma picante del aliento de su piel cuando asumió un manto de plumas. El cuerpo se le encogió y cambió de forma. Los pesados huesos se redujeron y se hicieron más ligeros.
El dulce regalo de Keruli, más de lo que jamás imaginé. ¡Volar! ¡Lejos de lo que era! ¡De todo lo que he sido! ¡Desaparecen todas las cargas! Oh, puedo seguir a esas dos horrendas criaturas, a esas pesadillas aladas. Puedo seguirlos y allí donde ellos se esfuerzan y luchan contra las corrientes invisibles del cielo, yo giro, salgo disparado, ¡vuelo como un rayo!
De pie en el patio, Emancipor Reese contempló con los ojos llenos de lágrimas la transformación de Buke. La forma borrosa del hombre, un encogimiento, el aire llenándose de un aroma acre y picante. Observó al gavilán que ahora era Buke salir disparado hacia el cielo en una espiral de volteretas.
—Sí —murmuró—. Puedes volar en círculos a su alrededor. Pero, mi querido Buke, cuando decidan aplastarte, no será en un duelo alado. Será hechicería. A esos lentos y pesados grajos no les hace falta ser veloces, no les hace falta ser ágiles, y esos dones no te servirán de nada cuando llegue el momento. Buke… pobre idiota.
En el cielo de Capustan, el gavilán comenzó a dibujar círculos. Los dos grajos, Bauchelain y Korbal Espita, se encontraban muy por debajo pero todavía perfectamente visibles para los ojos del ave rapaz. Aleteaban con movimientos pesados entre jirones de humo, hacia el sureste, más allá de la puerta oriental…
La ciudad seguía ardiendo por algunos sitios y los incendios mandaban columnas de humo negro al cielo. El gavilán estudió el asedio desde un punto de vista por el que todos los generales del mundo matarían. Revoloteó, giró, lo observó todo.
Los Tenescowri rodeaban la ciudad en una banda densa e hirviente. La tercera parte de un millón, quizá más. Una masa de personas como Buke no había visto en su vida. Aquella bandada había empezado a oprimir las zonas habitadas. Una soga extrañamente incolora que iba ciñendo poco a poco las frágiles murallas derruidas de la ciudad y lo que no parecía más que un puñado de defensores.
No habría forma de detener ese ataque. Un ejército medido no por la valentía sino por algo mucho más letal, algo a lo que nadie podía oponerse: el hambre. Un ejército que no podía permitirse el lujo de derrumbarse, que solo veía una muerte lenta y agónica en la retirada.
Capustan estaba a punto de ser devorada.
El Vidente Painita es un auténtico monstruo. Una tiranía de necesidad. Y eso se extenderá. ¿Derrotarlo? Habría que matar a cada hombre, mujer y niño de este mundo que sufren bajo el yugo del hambre, a todos aquellos que se enfrentan a la sonrisa horripilante de la inanición. Ha empezado aquí, en Genabackis, pero eso es solo el corazón. Esta marea seguirá extendiéndose. Infectará cada ciudad de cada continente, devorará imperios y naciones enteras desde dentro.
Ya te veo, Vidente. Desde esta altura. Entiendo lo que eres y en qué te convertirás. Estamos perdidos. Estamos perdidos sin remedio.
Sus pensamientos quedaron esparcidos por un virulento brote de hechicería al este. Un nudo de magia conocida dibujó un torbellino alrededor de una pequeña sección del ejército Tenescowri. Unas ondas negras cruzaron como rayos la multitud y extendieron gallardetes de un color violeta enfermizo que derribaron entre gritos a cientos de campesinos. Le respondió una hechicería de ondas grises.
Los ojos del gavilán vieron entonces a los dos cuervos, allí, en medio de la tormenta mágica. Varios demonios surgieron de repente de portales desgarrados que aparecieron en la llanura y provocaron estragos entre las filas de aquel ejército que chillaba y se encogía. La hechicería respondió con un estallido y se precipitó sobre las criaturas.
Los dos grajos bajaron en picado y convergieron sobre una criatura sentada sobre un caballo roano que corcoveaba. Varias oleadas de magia chocaron con un destello negro, el impacto se convirtió en un trueno que se alzó hasta donde Buke dibujaba círculos en el aire.
El gavilán abrió el pico y dejó escapar un grito desgarrado. Los grajos se habían retirado. La hechicería los aporreó y apaleó mientras aleteaban en veloz retirada.
La figura del caballo que pateaba el suelo permanecía ilesa. Rodeada de cientos de cadáveres sobre los que se precipitaron los demás Tenescowri. Para alimentarse.
Buke lanzó otro grito triunfante, encogió las alas y se lanzó hacia el este.
Llegó al patio de la finca muy por delante de Bauchelain y Korbal Espita; bajó en espiral, frenó y golpeó el aire con las alas. Pudo flotar durante un brevísimo instante antes de cambiar de forma y recuperar su aspecto humano.
Emancipor Reese no estaba por ninguna parte. Los urdomen no muertos continuaban en las posiciones que habían adoptado al levantarse.
Buke se sentía pesado y torpe en su cuerpo cuando se giró para estudiarlos.
—Seis de vosotros a la puerta, vosotros —señaló—, y los que estáis justo detrás. Y tú, a la torre noroeste. —Siguió dando instrucciones a los silenciosos guerreros y los colocó como Bauchelain había sugerido. Cuando lanzó la última orden, unas sombras gemelas dejaron unos rastros entrelazados en los adoquines. Los grajos aterrizaron en el patio. Tenían las plumas hechas jirones y uno incluso echaba humo.
Buke observó el cambio de forma y sonrió al ver primero a Korbal Espita (la armadura hecha trizas y envuelto en zarcillos malolientes de humo) y después a Bauchelain, su pálido rostro lucía un cardenal en un lado de la larga mandíbula y la sangre le apelmazaba el bigote y le manchaba la barba plateada.
Korbal Espita estiró los brazos hacia el cuello del manto, las manos suaves y regordetas le temblaban al manosear el broche. El cuero negro cayó al suelo y el nigromante empezó a pisarlo para apagar los últimos trozos que todavía ardían.
Bauchelain se limpió el polvo de los brazos y miró a Buke.
—Qué paciente por tu parte, esperar nuestro regreso.
Buke se borró la sonrisa de los labios y se encogió de hombros.
—No lo habéis atrapado. ¿Qué pasó?
—Parece —murmuró el nigromante— que tenemos que refinar nuestras tácticas.
El instinto de supervivencia se desvaneció entonces y Buke lanzó una suave carcajada.
Bauchelain se quedó inmóvil y arqueó una ceja. Después suspiró.
—Sí, bueno. Que tengas un buen día tú también, Buke.
Buke lo observó meterse dentro.
Korbal Espita siguió pisoteando su manto mucho después de que los trozos encendidos se hubieran apagado.