En el subcontinente de Stratem, más allá de la cordillera sur de Korelri, encontramos una inmensa península que ni siquiera los dioses se atreven a pisar. De costa a costa se extiende una plaza inmensa que abarca una zona de miles de leguas cuadradas. Sí, queridos lectores, no hay otra palabra para ello. Imaginároslo así: losas sin casi junturas, incólumes a pesar de las eras transcurridas, y de piedra gris, casi negra. Líneas onduladas de polvo oscuro, dunas minúsculas apiladas por los vientos que gimen en la llanura, eso es lo único que rompe esa intensa monotonía. ¿Quién colocó tales piedras?
¿Deberíamos dar crédito al manido tomo de Gothos, su gloriosa Locura? ¿Deberíamos asignar un nombre pavoroso a los creadores de esta plaza? Si hay que hacerlo, entonces que ese nombre sea k’chain che’malle. ¿Quiénes eran entonces los k’chain che’malle? Una raza ancestral, o eso nos cuenta Gothos. Extinta incluso antes de la aparición de los jaghut, los t’lan imass, los forkrul assail.
¿Verdad? Ah, si es así, entonces estas piedras se colocaron hace medio millón de años, quizá más. En opinión de este cronista, una auténtica tontería.
Mis viajes interminables
Eslee Monot, El que Duda
—¿Cómo se mide una vida, Toc el Joven? Por favor, querido, me gustaría oír lo que piensas. Las obras son la medida más cruda de todas, ¿no te parece?
El hombre le lanzó una mirada furiosa mientras caminaba.
—¿Sugieres acaso que las buenas intenciones bastan, mi señora?
Envidia se encogió de hombros.
—¿Es que acaso las buenas intenciones nada valen?
—Y, exactamente ¿qué estás intentando justificar? ¿Y ante mí o ante ti misma?
La dama lo miró furiosa y después aceleró el paso.
—Qué poco divertido eres —dijo con desdén mientras se adelantaba—, y además eres un presuntuoso. Voy a hablar con Tool, ¡él nunca cambia de humor!
No, su humor se queda ahí flotando y girando con el viento.
Eso no era del todo cierto, comprendió Toc después de un momento. El t’lan imass había mostrado toda la medida de sus emociones una semana antes. Con la partida de su hermana. Ninguno somos inmunes a los corazones torturados, supongo. Posó una mano en el lomo de Baaljagg y miró con los ojos entrecerrados la lejana cordillera del noreste, las montañas pálidas que había detrás.
La cordillera marcaba las fronteras del Dominio Painita. Había una ciudad a los pies de las montañas, o eso le había asegurado lady Envidia. Baluarte. Un nombre siniestro. Y los extraños no son bienvenidos… ¿Entonces, en el nombre del Embozado, para qué vamos allí?
A todos los efectos, la hueste de Unbrazo le había declarado la guerra a aquel imperio teocrático. Lo que sabía Tool de los detalles había suscitado en Toc muchas preguntas, pero ninguna duda. Cada descripción del Dominio Painita solo servía para alimentar la probabilidad de que Dujek se… ofendiera. El antiguo puño supremo despreciaba la tiranía. Cosa que resulta irónica, ya que el emperador era un tirano… creo. Claro que, quizá no lo fuera. Despótico, desde luego, y monomaníaco, incluso un poco loco… Frunció el ceño y miró atrás, a los tres seguleh que lo seguían. Unos ojos brillantes dentro de unas máscaras duras. Toc reanudó el estudio de la colina que tenía delante con un estremecimiento.
Hay algo raro por alguna parte. Quizá justo aquí. Desde que la dama regresó de Callows, con Mok a remolque y su máscara luciendo un beso carmesí bien plantado… por el aliento del Embozado, ¿lo sabe ese hombre siquiera? Si fuera Senu o Thurule, ¿me atrevería a decírselo? Desde su regreso, sí, ha habido un cambio. Una expresión asustadiza en los ojos de la dama, solo un destello ocasional, pero no me equivoco. Las apuestas han subido y yo estoy en medio de una partida que ni siquiera conozco. Tampoco sé qué jugadores se alinean contra mí.
Parpadeó de repente y se encontró a lady Envidia caminando de nuevo a su lado.
—¿Tool ha dicho lo que no debía? —preguntó.
La nariz femenina se arrugó de asco.
—¿No te has preguntado nunca qué piensan los no muertos, Toc el Joven?
—No. Es decir, no recuerdo haber reflexionado jamás sobre ese tema, mi señora.
—Tuvieron dioses en otro tiempo, ¿sabes?
Toc le lanzó una mirada.
—¿Sí?
—Bueno. Espíritus en aquel entonces. Tierra, rocas, árboles, bestias, el sol, las estrellas, astas, huesos, sangre…
—Sí, sí, mi señora, me hago una idea.
—Tus interrupciones son una grosería, joven, ¿eres un ejemplo típico de tu generación? Si es así, entonces el mundo está abocado a caer en una espiral hacia el abismo. Espíritus, decía. Todos extintos ya. Nada más que polvo, todos y cada uno. Los imass han sobrevivido a sus propias deidades. Es difícil de imaginar, pero carecen de dioses en todos los sentidos, Toc el Joven. La fe… es ahora cenizas. Respóndeme a esto, querido mío, ¿te imaginas tu otra vida?
Toc lanzó un gruñido.
—¿La puerta del Embozado? Lo cierto es, mi señora, que evito pensar en ello. ¿Qué sentido tiene? Morimos y nuestra alma la atraviesa. Supongo que es cosa del Embozado o uno de sus lacayos decidir qué hay que hacer con ella, si es que se hace algo.
Los ojos de la dama destellaron.
—Si es que se hace algo. Sí.
Un escalofrío atravesó la piel de Toc.
—¿Qué harías —preguntó lady Envidia— con el conocimiento de que el Embozado no hace nada con tu alma? ¿Que la deja vagar, perdida por toda la eternidad, sin propósito alguno? ¿Que existe sin esperanza, sin sueños?
—¿Lo que dices es cierto, mi señora? ¿Tienes la certeza de ello? ¿O solo me estás atormentando?
—Te estoy atormentando, por supuesto, mi joven amor. ¿Cómo iba a saber yo algo del manido reino del Embozado? Claro que, piensa en las manifestaciones físicas de esa senda, los cementerios en vuestras ciudades, los túmulos abandonados y olvidados; no se puede decir que sean lugares que inspiren ocasiones festivas, ¿verdad? Piensa en toda la serie de festividades y celebraciones dedicadas al Embozado. Nubes de moscas, acólitos cubiertos de sangre, cuervos que graznan y caras manchadas con las cenizas de las cremaciones; no sé tú, pero yo no veo mucha diversión, ¿y tú?
—¿No podemos conversar sobre otra cosa, lady Envidia? Esta no me está animando mucho.
—Me limitaba a reflexionar sobre los t’lan imass.
¿Ah, sí? Claro… ya. Toc suspiró.
—Combaten contra los jaghut, mi señora. Ese es su propósito y desde luego parece suficiente para sostenerlos. Yo diría que no les hacen mucha falta los espíritus, los dioses o la fe. Existen para librar su guerra y mientras siga respirando un solo jaghut en este mundo…
—¿Y todavía quedan? Me refiero a que si queda alguno que respire.
—¿Cómo voy a saberlo? Pregúntale a Tool.
—Ya lo he hecho.
—¿Y?
—Y… no lo sabe.
Toc tropezó, frenó un poco y se la quedó mirando, después miró al t’lan imass que iba delante.
—¿No lo sabe?
—Así es, Toc el Joven. ¿Qué te parece?
Toc fue incapaz de responder.
—¿Y si la guerra ha terminado? ¿Qué hacen luego los t’lan imass?
Toc lo pensó un momento y después habló pausadamente.
—¿Un segundo ritual de reunión?
—Mmm…
—¿El fin? ¿El fin de los t’lan imass? ¡Por el aliento del Embozado!
—Y ni un solo espíritu a la espera de abrazar todas esas almas, esas almas tan cansadas…
El final, el final. Dioses, puede que esta mujer tenga razón. Toc se quedó mirando la espalda envuelta en pieles de Tool y se sintió casi abrumado por una sensación de pérdida. Una pérdida inmensa, inefable.
—Puede que te equivoques, mi señora.
—Es posible —asintió ella con tono afable—. ¿Eso esperas, Toc el Joven?
Toc asintió.
—¿Por qué? —preguntó lady Envidia.
¿Por qué? Criaturas inhumanas que han jurado cometer un genocidio. Brutales, letales, implacables. Despiadados más allá de toda razón. Toc señaló con un gesto de la cabeza al t’lan imass que caminaba delante de ellos.
—Porque es amigo mío, lady Envidia.
No habían estado hablando en voz baja. Al oír las palabras de Toc, Tool giró la cabeza, la frente sobresaliente ocultaba los pozos de los ojos que parecieron clavarse en el malazano durante un momento. Después la cabeza volvió a girar y siguió mirando hacia delante.
—El que ha convocado la reunión —dijo lady Envidia lentamente— está entre tu ejército punitivo malazano, Toc el Joven. Nos reuniremos con ellos dentro del Dominio Painita. Nosotros, ellos y los clanes supervivientes de los t’lan imass. Habrá, sin duda, abundancia de batallas. El aplastamiento de un imperio nunca es fácil. Que me lo digan a mí, que aplasté unos cuantos en mis tiempos.
Toc se la quedó mirando sin decir nada.
Lady Envidia sonrió.
—Bueno, ellos llegan por el norte mientras nosotros nos acercamos por el sur. El viaje que tenemos por delante será sin duda difícil.
—Admito que hay algo que me he estado preguntando —dijo Toc—. Exactamente, ¿cómo nos las vamos a arreglar para cruzar un territorio hostil plagado de fanáticos?
—Muy sencillo, cariño, nos abriremos paso a la fuerza.
Dioses, si me quedo con esta gente, soy hombre muerto.
Lady Envidia seguía sonriendo con los ojos clavados en Tool.
—Como un cuchillo al rojo vivo a través del hielo, nos hincamos en el corazón… de un alma gélida e intemporal. —Alzó un poco la voz y añadió—: O eso sospechamos, ¿no es cierto, Onos T’oolan?
El t’lan imass se detuvo.
Baaljagg se apartó de la mano de Toc y se adelantó sin ruido. El perro Garath la siguió.
El malazano giró en redondo al oír tres espadas que se deslizaban de sus vainas.
—Oh —dijo lady Envidia—. Se acerca algo.
Toc se descolgó el arco y tensó la cuerda mientras examinaba el horizonte.
—Yo no veo nada… pero voy a aceptar la palabra de todo el mundo.
Unos momentos después un k’chain che’malle coronó la cresta que tenían a ochenta metros; una criatura bípeda y enorme, inclinada hacia delante, que parecía fluir sobre el terreno. Unas hojas destellaban en los extremos de los brazos.
Ay y perro se echaron hacia atrás con un estremecimiento.
El recuerdo que tenía Toc de semejante criatura (plagado de los dolorosos recuerdos de la muerte de Trake) lo envolvió con una sacudida que le quitó el aliento.
—Un cazador k’ell —dijo Tool—. Sin vida. —Todavía no había echado mano de su espada de piedra. El t’lan imass giró y miró a los tres seguleh. Un momento congelado en el tiempo se alargó entre ellos y después Tool asintió.
Con Senu a la derecha de Mok y Thurule a la izquierda y ambos hermanos un paso por delante del tercero, los seguleh se adelantaron sin ruido para enfrentarse al k’chain che’malle.
—Una partida —murmuró lady Envidia.
—Ha llegado el momento —dijo Tool— de calibrar su valor, mi señora. Aquí, en la frontera del Dominio. Debemos conocer la… eficacia de nuestro cuchillo.
Toc colocó una flecha.
—Algo me dice que daría lo mismo tirarle ramitas —murmuró al recordar la muerte de Trake.
—Te equivocas —dijo Tool—, pero no hay necesidad de poner a prueba el poder de la piedra de tus flechas.
—¿Poder, eh? Muy bien, pero ese no es el problema. Solo tengo un ojo, Tool. No puedo calibrar las distancias, maldita sea. Y esa cosa es rápida.
—Déjales esto a los seguleh —dijo el t’lan imass.
—Como tú digas —respondió Toc con un encogimiento de hombros. Su corazón no dejaba de batirle en el pecho.
El k’chain che’malle fue un rayo borroso que se precipitó entre los tres hermanos. Los seguleh fueron más rápidos, Senu y Thurule ya habían pasado junto a la criatura lanzando golpes salvajes e infalibles tras ellos sin girarse, deslizándose sin esfuerzo como serpientes para evitar los latigazos de la cola del cazador.
Mok, que se encontraba de pie delante de la criatura, no se había retirado ni un paso.
Los enormes brazos de la bestia pasaron a ambos lados del tercero, ambos cortados al nivel de los hombros por los hermanos de los flancos en su única pasada. Las espadas de Mok salieron disparadas hacia arriba, acuchillaron, cortaron, se retorcieron, engancharon, y después se retiraron con la inmensa cabeza del cazador equilibrada en las puntas durante solo un momento, antes de que el tercero echara a un lado aquel peso que le doblaba la hoja y, al saltar a la derecha, apenas consiguiera evitar la caída del cuerpo decapitado.
El k’chain che’malle bramó al chocar contra el suelo, sacudió las patas y agitó la cola. Después cesaron todos sus movimientos.
—Bueno —dijo Toc después de recuperar el aliento—, no ha sido tan difícil. Esas bestias parecen más duras de lo que son, es obvio. Y menos mal. Y ahora entramos en el Dominio dando un paseíto, ¿no? Nos quedamos con la boca abierta delante de la maravilla del Baluarte y después seguimos adelante…
—Estás balbuceando —dijo lady Envidia—. Muy poco atractivo, Toc el Joven. Para ya, por favor.
Toc cerró la boca de golpe y consiguió asentir.
—Vamos a examinar al k’chain che’malle. Yo, por lo menos, siento curiosidad.
Toc la observó adelantarse y después la siguió con un tropezón. Al pasar junto a Tool, le dedicó al t’lan imass una sonrisa enfermiza.
—Creo que ya puedes relajarte, ¿no?
El rostro sin muerte se giró hacia él.
—El desmembramiento del tercero, Toc el Joven…
—¿Sí?
—Yo no podría haberlo hecho. Jamás he visto semejante… habilidad.
Toc hizo una pausa y entrecerró los ojos.
—Tool, no fue más que una disección con ínfulas, ¿acaso no lo igualas en velocidad?
—Quizá.
—¿Y podría haberlo hecho sin que sus hermanos rebanaran primero esos brazos? ¿Y si esa bestia hubiera atacado con los pies en lugar de la mandíbula? Tool, ese k’chain che’malle estaba intentando atacar a los tres a la vez. Estúpido. Arrogante.
El t’lan imass ladeó la cabeza.
—Arrogancia. El vicio de los no muertos, Toc el Joven.
La sonrisa del malazano se ensanchó.
—¿Y la tuya acaba de sufrir una sacudida, Tool?
—Una sensación desconocida.
Toc se encogió de hombros y estaba a punto de volverse y reunirse con lady Envidia cuando oyó hablar a Tool.
La espada de piedra estaba en las manos del no muerto.
—Debo desafiarlo.
A Toc se le desvaneció la sonrisa y se acercó un poco más.
—Espera amigo, no…
—Debo desafiarlo. Ya.
—¿Por qué?
—La primera espada de los t’lan imass no debe tener igual, Aral Fayle.
—¡Dioses, tú también no!
El t’lan imass fue hacia el seguleh.
—¡Espera! Tool…
La primera espada miró hacia atrás.
—Compartes mi fe desconcertada, mortal, a pesar de tus anteriores palabras.
—¡Maldita sea, Tool, ahora no es el momento! ¡Piensa! Os necesitamos a todos, y a todos de una pieza. Intactos…
—Ya has dicho suficiente, Aral Fayle.
Los hermanos se encontraban alrededor del k’chain che’malle caído. Lady Envidia se había reunido con ellos y en ese momento estaba agachada examinando el cadáver de la criatura.
Con el alma en vilo, Toc se acercó imitando el paso firme y decidido de Tool.
Senu fue el primero de los seguleh que notó su presencia. Envainó poco a poco sus espadas y dio un paso atrás. Un momento después Thurule hizo lo mismo. Mok miró sin prisas al t’lan imass.
—¡Por el abismo! —soltó de repente lady Envidia mientras se erguía con una expresión oscurecida en la cara—. Ahora no. —Agitó una mano.
Mok se derrumbó.
Tool se detuvo tambaleándose.
—Despiértalo, mi señora —dijo con voz ronca.
—No. Senu, Thurule y tú disponed un armazón de madera para vuestro hermano dormido. Vosotros dos podéis tirar de él.
—Mi señora…
—No estoy hablando contigo, t’lan imass. —Y para reforzar la declaración, se cruzó de brazos y le dio la espalda a Tool.
Después de un largo momento en el que ninguno se movió, la primera espada al fin envainó la hoja.
—No puede permanecer dormido para siempre, lady Envidia —dijo—. Eso no hace nada más que prolongar lo inevitable.
La dama no respondió.
Toc respiró hondo.
—Qué mujer tan encantadora —suspiró en voz muy baja.
Lady Envidia lo oyó y se dio la vuelta con una sonrisa irresistible.
—¡Vaya, gracias!
—No era… —El malazano se detuvo.
La dama frunció el ceño.
—¿Disculpa?
—Nada. —¡Dioses, nada!
Elaborado con correas, cinchas de cuero y dos astiles de lanzas que lady Envidia conjuró en alguna parte, Senu y Thurule tiraban del armazón que transportaba al tercero con unos cabestrillos que habían improvisado para los hombros. Era obvio que los dos hermanos estaban inquietos por el giro de los acontecimientos pero, como resultaba evidente para Toc y sin duda también para el t’lan imass, nadie pensaba desafiar la voluntad de lady Envidia.
Subieron por la cordillera con la caída de la tarde. Se acercaron nubes de lluvia por el norte que oscurecieron las montañas que tenían delante. El aire comenzó a enfriarse.
La frontera en sí estaba marcada por una serie de mojones de piedras que se alineaban por la cordillera. En algunos sitios se veían recintos abandonados hace mucho, las bajas paredes de piedra sin argamasa insinuaban tiempos de mayor abundancia. Caminos de losas, apenas frecuentados, se entrecruzaban por el terreno, repletos de malas hierbas. Las colinas daban paso a un valle ancho y poco profundo, cubierto de árboles en la base, por donde un arroyo serpenteaba hacia el norte. Se veían tres granjas achaparradas en el fondo del valle y un grupo de estructuras ubicadas junto al arroyo marcaban una aldea en lo que tenía que ser un vado. No había ganado a la vista y las chimeneas tampoco echaban humo, lo que le prestaba un aire misterioso a la pastoral escena.
No obstante, la transición de una llanura estéril a unos pastos verdes y a señales de actividad humana supuso una especie de conmoción para Toc el Joven. Se dio cuenta, con una oleada apagada y leve de inquietud, que se había acostumbrado a la soledad de la llanura que los elin llamaban Lamatath. La ausencia de gente (aquellos que estaban fuera del grupo… los desconocidos) había hecho disminuir lo que comprendía que había sido una tensión constante en su vida. Quizás en todas nuestras vidas. Rostros anónimos, miradas que juzgan, todos los sentidos agudizados en un esfuerzo por leer lo desconocido. Los esfuerzos naturales de una sociedad. ¿Poseemos todos el deseo de seguir siendo invisibles, de pasar desapercibidos? ¿Es el hecho de que otros presencien nuestras acciones nuestra mayor restricción?
—Estás muy pensativo, querido —murmuró lady Envidia a su lado.
El malazano se encogió de hombros.
—No somos… muy discretos, ¿verdad? Este grupo nuestro. Guerreros enmascarados, un lobo y un perro gigantes, un t’lan imass…
Tool se detuvo y los miró.
—Me haré invisible ahora.
—Cuando te conviertes en polvo —preguntó Toc—, ¿entras en tu senda Tellann?
—No. Me limito a regresar a lo que debía haber sido si no hubiera tenido lugar el ritual. No sería muy aconsejable emplear Tellann dentro de este dominio, Toc el Joven. Permaneceré cerca, sin embargo, y estaré vigilante.
Toc gruñó.
—Estaba acostumbrado a tenerte por aquí. Me refiero a en carne y hueso. —Frunció el ceño—. Por así decirlo.
El t’lan imass se encogió de hombros y después se desvaneció entre un chorro de polvo.
—Hay otras soluciones posibles —dijo lady Envidia— con respecto a nuestros compañeros caninos. Observa. —Se acercó a Baaljagg—. Verás, cachorrita, tienes un aspecto demasiado… inquietante en tu forma actual. ¿Te hacemos un poco más pequeña?
La ay no se había movido y observó a la dama, que estiró una mano delgada y posó un dedo en su frente.
Entre parpadeo y parpadeo, Baaljagg cambió y dejó de ser alta y flaca para reducirse a un tamaño parecido al del perro, Garath. Lady Envidia miró al sur con una sonrisa.
—Esos lobos amarillos todavía nos siguen, qué curioso, pero no parece muy probable que se acerquen ahora que estamos entre humanos. Cielos, con reducir a los seguleh al tamaño de unos niños no lograríamos mucho en lo que al anonimato respecta, ¿no te parece, Toc el Joven?
El malazano conjuró en su mente una imagen de dos «niños» enmascarados capaces de enfrentarse a la muerte y un momento después su imaginación se batió en retirada.
—Eh… —consiguió decir—. No. Quiero decir, sí. Sí, estoy de acuerdo.
—En esa aldea —continuó la dama—, por modesta que sea, podremos poner a prueba la reacción de los nativos al ver a los seguleh. Si la ilusión de nuestro grupo necesita otros ajustes, siempre podemos encargarnos más tarde. ¿Dirías que he pensado en todo, querido mío?
—Sí —gruñó él de mala gana—. Supongo.
—La aldea quizá tenga alguna posada.
—No contaría con ello, mi señora. Estas rutas de mercaderes llevan años sin usarse.
—¡Qué poco civilizado! ¿Te parece que bajemos, en cualquier caso?
Las primeras gotas de lluvia salpicaban el camino de piedra cuando alcanzaron el primero de la media docena de edificios miserables y destartalados de la aldea. En otro tiempo había sido una posada para viajeros, con sus establos y un complejo de muros bajos para los carros de los mercaderes, pero en ese momento estaba deshabitada y desmantelada en parte: la madera y las piedras talladas del muro de la cocina se habían retirado, lo que había dejado el interior expuesto a los elementos. Hierbas altas y hierbajos se alzaban entre los hornos de ladrillo.
Justo detrás de la posada abandonada había tres edificios pequeños: una fragua, un puesto de arreos para caballos y la oficina y residencia del recaudador del diezmo. Todos desiertos. La única estructura que mostraba pruebas de que alguien lo mantenía estaba al otro lado del vado poco profundo. De muros altos (las piedras revelaban sus dispares procedencias) y cerrada con unas puertas de madera bajo un arco, lo único que se veía de la estructura interior era un pico piramidal con hojuelas de cobre pulido.
—Yo diría que eso es un templo —murmuró Toc, de pie en el centro de la solitaria calle de la aldea; había clavado el único ojo entreabierto en el edificio que había al otro lado del arroyo.
—Desde luego —respondió lady Envidia—. Y los que están dentro son conscientes de nuestra presencia.
El malazano le lanzó una mirada.
—¿Conscientes hasta qué punto?
La dama se encogió de hombros.
—Somos desconocidos venidos de Lamatath, hay un sacerdote en el interior que tiene el poder de hacer un sondeo, pero también es muy sugestionable. Y se te olvida algo. —Lady Envidia sonrió—. He tenido generaciones enteras para perfeccionar mi imagen más inofensiva.
¿Inofensiva? Por el aliento del Embozado, mujer, ¡no sabes cómo te equivocas!
—Ya tengo al sacerdote a raya, querido, sin sospechar nada, por supuesto. De hecho, creo que si se lo pedimos, incluso nos alojarán. Seguidme.
El malazano la siguió tropezando.
—¿Alojarnos? ¿Te has vuelto loca, mi señora?
—Chitón, jovencito. En este momento me siento cordial, no querrías verme enfadada, ¿verdad?
—No. Desde luego que no. Con todo, lady Envidia, es un riesgo que…
—¡Tonterías! Tienes que aprender a tener fe en mí, Toc el Joven. —La dama estiró la mano, rodeó con el brazo los riñones masculinos y lo acercó un poco más a ella—. Camina conmigo, querido mío. Ves, ¿a que resulta agradable? El roce de nuestras caderas, la familiaridad repentina que hace dispararse el corazón, la humedad de la lluvia que hace juego con…
—¡Sí, sí, mi señora! Por favor, no des más detalles, no vaya a ser que mi paso sea más torpe todavía.
La mujer se echó a reír.
—Creo que por fin he conseguido hechizarte, amor mío. Y ahora me pregunto, ¿por qué camino voy a llevarte? ¡Hay tantas alternativas! Qué emocionante. Dime, ¿crees que soy cruel, Toc el Joven?
El malazano mantuvo la mirada clavada en el templo.
Se metieron en el agua fría del arroyo, la corriente se arremolinó alrededor de sus tobillos, pero no más allá.
—Sí —respondió al fin.
—Puedo serlo. De hecho, suelo serlo. Sospecho que siempre lo has sabido. Comprendo tu deseo de resistirte, sabes. ¿Qué crees que nos aguarda ahí?
—No lo sé. Bueno, aquí estamos. ¿Llamamos?
Lady Envidia suspiró.
—Oigo unos pasitos.
En la puerta que tenían a la izquierda se abrió una ranura que reveló a un hombre demacrado y desnudo, de edad indeterminada; cuya piel era muy pálida y cuya cabeza y cejas estaban afeitadas; al verlos clavó los acuosos ojos grises en lady Envidia.
—Bienvenida, señora —dijo el hombre—. Por favor, entra. El Dominio Painita te ofrece su hospitalidad. —Los ojos del hombre pasaron de ella al lobo y el perro y después a los seguleh—. A ti y a tus compañeros. —Dio un paso atrás.
Lady Envidia le lanzó una mirada ilegible a Toc y siguió al sacerdote.
En el aire cálido y húmedo del complejo reinaba el hedor a podredumbre y en cuanto el malazano se apartó de la sombra de la puerta, vio la fuente del olor. Una veintena de cuerpos cubrían las paredes interiores, unos grandes ganchos de hierro sobresalían por debajo del esternón de los cuerpos, los pies les colgaban a una braza del suelo. La piedra en la que apoyaban la espalda estaba manchada de amarillo y de un color rojo profundo. Las cabezas sin ojos colgaban hacia abajo y de los mechones de pelo chorreaba la lluvia.
El sacerdote, al ver dónde se había centrado la atención de sus invitados, examinó los cuerpos con una leve sonrisa.
—A los aldeanos se les ha entregado lo prometido. Una vez completados los trabajos de construcción de este templo, se les concedió su recompensa. Permanecen ante nosotros como recordatorio de la misericordia de nuestro señor.
—Una versión bastante peculiar de misericordia —murmuró Toc, que luchaba contra las náuseas.
—Una misericordia que terminarás por entender con el tiempo, señor —respondió el sacerdote—. Por favor. Se está preparando una colación. El vidente del Dominio Kahlt, el señor de este templo, os aguarda en el salón de invitados.
—Qué amable —dijo lady Envidia—. Una construcción extraordinaria, este templo vuestro.
A Toc le costó apartar los ojos de los aldeanos asesinados, pero después estudió el edificio que se alzaba ante ellos. La forma piramidal continuaba hasta la planta baja y la cubierta de cobre solo estaba interrumpida por una docena de tragaluces colocados al azar, cada uno acristalado con losas de fina cuarcita rosada. Un portal estrecho pero alto señalaba la entrada, enmarcada por cuatro inmensas piedras talladas, un umbral amplio en el suelo, dos menhires ahusados a los lados y encima una única piedra que hacía la función de dintel. El pasillo que había detrás medía dos metros y medio y revelaba la anchura de los cimientos de la pirámide.
El aire del interior cuando salieron a una cámara amplia y poco profunda resultó estar más caliente que en el complejo, y la luz arrojada por las ventanas veladas se teñía de rosa. Los esperaba una mesa baja atestada de alimentos y rodeada de cojines en los que reclinarse. De pie, delante de otra puerta triangular (esta situada justo enfrente de la entrada), había una enorme figura vestida con una armadura arcana de hierro negro forjado. Tenía un hacha de doble hoja y mango largo apoyada en el marco de la puerta, a su izquierda. El guerrero llevaba la cabeza desnuda y el pelo afeitado y su rostro angular y sin barba revelaba cicatrices antiguas en la mandíbula y toda la nariz.
Por el aliento del Embozado, reconozco esas cicatrices, un casco con una celada que protege los pómulos y la nariz deja esas marcas… es decir, cuando alguien te golpea en plena cara con una maza.
Lady Envidia frunció el ceño y después se volvió hacia el sacerdote.
—Creía que habías dicho que nos aguardaba el sumo sacerdote.
El adusto hombre sonrió.
—Y así es, señora. —Se inclinó ante el guerrero—. Este es el vidente del Dominio Kahlt, el señor de este templo. Los videntes del Dominio son los más dotados entre los hijos del Vidente Painita. Guerreros sin par, pero también eruditos. Bueno, y para terminar las presentaciones, ¿me hacéis el honor de darme vuestros nombres?
—Soy lady Islah’Dracon —dijo lady Envidia con los ojos clavados en el vidente del Dominio—. Mi compañero se llama Toc el Joven; mis guardaespaldas Senu, Thurule y el que duerme es Mok. ¿Deseáis saber también los nombres de mis animalitos?
Se los acabas de dar, ¿no?
El sacerdote sacudió la cabeza.
—No será necesario. En el Dominio no se respeta a animales sin inteligencia. Siempre que los mantengas bajo control, y por una cuestión de hospitalidad, los toleraremos. Gracias por las presentaciones, mi señora. Permitidme despedirme ya. —Se giró con otra inclinación y cojeó hasta una pequeña puerta lateral.
El vidente del Dominio Kahlt dio un paso adelante, con el consiguiente estrépito de la armadura.
—Sentaos —dijo con voz suave y serena—. No es frecuente que contemos con el privilegio de tener invitados.
Lady Envidia levantó una ceja.
—¿No es frecuente?
Kahlt sonrió.
—Bueno, en realidad vosotros sois los primeros. El Dominio Painita es una tierra insular. Pocos nos visitan y en muy raras ocasiones más de una vez. Hay algunos, por supuesto, que reciben el don de la sabiduría y por tanto aceptan la fe y a esos los recibimos como hermanos y hermanas. Grandes son las recompensas cuando se abraza la fe. —Sus ojos destellaron—. Es mi esperanza más ferviente que recibáis tales dones.
Toc y lady Envidia se acomodaron en los cojines. Baaljagg y Garath permanecieron con los seguleh, que se colocaron justo al lado de la entrada.
El vidente del Dominio Kahlt se sentó enfrente de sus invitados
—¿Uno de tus sirvientes está enfermo? —preguntó—. ¿Quieres que mande a buscar a un sanador, mi señora?
—No es necesario. Mok se recuperará con el tiempo. Siento curiosidad, vidente del Dominio. ¿Por qué se construye un templo en un asentamiento tan miserable? ¿Sobre todo si luego se ejecuta a todos los habitantes?
—A los habitantes se les recompensó, no se les ejecutó —dijo Kahlt, su expresión se había oscurecido—. Nosotros solo ejecutamos a los criminales.
—¿Y las víctimas se dieron por satisfechas con la distinción?
—Quizá puedas preguntárselo a ellas tú misma en poco tiempo, mi señora.
—Quizá.
—Para responder a tu pregunta. Este templo es uno de los setenta de construcción reciente, cada uno de ellos domina un punto de cruce de fronteras tradicional entre el Dominio Painita y sus vecinos. Las fronteras del Vidente Painita son espirituales además de geográficas. Recae sobre sus fieles más leales la responsabilidad de regular y proteger esos territorios.
—Somos tus invitados, entonces, para que puedas calibrarnos y juzgar si somos dignos o no de entrar en tu imperio.
Kahlt se encogió de hombros y estiró el brazo para coger un gajo de una fruta local que Toc no reconoció.
—Por favor, servíos. El vino es gredfaliano, muy agradable. Las lonchas de carne son de bhederin…
Lady Envidia se inclinó hacia delante y cogió con delicadeza una loncha que después tiró hacia la entrada de la cámara. Garath se adelantó, olisqueó la carne y después se la comió. La dama le sonrió al sumo sacerdote.
—Gracias, eso haremos.
—Entre nuestro pueblo —dijo Kahlt con voz ronca y las manos crispadas—, lo que acabas de hacer es un grave insulto.
—En el mío es una cuestión de simple pragmatismo.
El vidente del Dominio le enseñó los dientes con una sonrisa fría.
—La confianza y el honor son rasgos muy valorados en el Dominio Painita, mi señora. El contraste con la cultura de la que procedes no puede ser más obvio.
—Desde luego. ¿Y no os arriesgáis a sufrir nuestra influencia corruptora?
—No tenéis ninguna influencia, mi señora. Quizá, sin embargo, nosotros sí.
Toc se sirvió un poco de vino y se preguntó qué estaba tramando lady Envidia. Se habían metido en un avispero y la dama, con una sonrisa, estaba tirando de las alas de una de las avispas.
Kahlt había recuperado la compostura.
—¿Es prudente enmascarar a tus sirvientes, mi señora? Esa práctica parece ser contraria a las necesidades de tu desafortunada paranoia.
—Ah, pero es que son algo más que simples sirvientes, vidente del Dominio. Son, de hecho, emisarios. Dime, ¿estás familiarizado con los seguleh?
Kahlt se echó hacia atrás poco a poco y estudió a los silenciosos guerreros que tenía en la puerta.
—El pueblo de la isla… que asesina a todos nuestros monjes. Nos han pedido que les declaremos la guerra y montemos una flota de invasión. La arrogancia cosecha lo que siembra, como no tardarán en descubrir. Después de todo, una cosa es asesinar a sacerdotes desarmados… Diez mil videntes del Dominio se tomarán justa venganza con los seguleh. Muy bien —suspiró—, ¿esos emisarios vienen ahora a rogar que los perdonemos?
—Oh, no —dijo lady Envidia—. Vienen a…
La mano de Toc se disparó de repente y se cerró sobre el brazo femenino. Sorprendida, la dama lo miró.
—Mi señora —murmuró el malazano, después se volvió a Kahlt—. Los han enviado a entregar un mensaje al Vidente Painita. En persona.
—Esa es desde luego una forma de decirlo —comentó Envidia con sequedad.
Toc quitó la mano, se echó hacia atrás y esperó a que su corazón ralentizara sus alocadas palpitaciones.
—Hay condiciones para ese tipo de audiencias —dijo Kahlt con los ojos todavía clavados en los seguleh—. Desarmados. Sin máscaras. Quizás algo más, pero no soy yo el que decide. —Su mirada volvió a posarse en lady Envidia—. ¿Cómo pueden estos emisarios ser tus sirvientes?
—Artimañas femeninas —respondió Envidia lanzándole una sonrisa.
Kahlt se estremeció de forma visible.
Sí, ya sé. El corazón se te acaba de derretir. Luchas por no postrarte a sus pies. Sí, te han arrancado las alas y ahora te retuerces sujeto a un alfiler…
Kahlt se aclaró la garganta.
—Os dejaré ahora para que podáis disfrutar de la colación. Os han preparado unos aposentos. El monje que os recibió en la puerta será vuestro guía. El final del día es dentro de una campanada. Gracias por esta conversación tan instructiva. —Se levantó, recogió el hacha de la pared que tenía detrás y después salió por la puerta interior.
Toc gruñó cuando el panel se cerró.
—¿Instructiva? ¿Era una broma?
—Come, amor mío —dijo Envidia—. Una barriga llena y satisfecha… antes de que recibamos nuestra recompensa.
Toc se atragantó con un sorbo de vino, tosió sin poder contenerse durante un rato y después la miró con los ojos llorosos.
—¿Recompensa? —dijo con voz ronca.
—Tú y yo, sí. Sospecho que a los seguleh les proporcionarán una escolta apropiada o algo por el estilo. A Baaljagg y Garath los masacrarán, por supuesto. Toma, prueba esto, es delicioso. Antes del amanecer, diría yo, el fuego de nuestras venas liberado para saludar la salida del sol, o alguna otra cosa igual de patética. Claro que también podríamos abrazar la fe, ¿crees que lo convenceremos? ¿Qué clase de fruta es esta? Sabe igual que la tela que envuelve el calcetín de un soldado. No sé; verás, él ya ha tomado una decisión.
—Y tú lo has ayudado bastante, mi señora.
—¿Sí? —La dama hizo una pausa, adoptó una expresión pensativa por un momento y después cogió un poco de pan—. Pues no sé cómo. Es cierto, estaba irritada. ¿Has notado alguna vez cómo se puede retorcer el lenguaje para enmascarar la brutalidad? ¡Ah, se me acaba de ocurrir! Mira los seguleh, enmascarados, sí, pero hablan con claridad y sin mentir, ¿no es cierto? ¿No te parece que hay algo en eso? ¿Algún significado oculto? Nuestros rostros de carne y hueso, maleables ellos, son maestros del engaño; una máscara mucho más sutil que lo que llevan esos hermanos de ahí. ¿Más vino? Es maravilloso. ¿Gredfaliano? Jamás he oído hablar de él. Los seguleh solo revelan sus ojos, desprovistos de cualquier expresión concreta y, sin embargo, ventanas del alma de todos modos. Notable. Me pregunto quién originó la costumbre y por qué.
—Mi señora, por favor —la interrumpió Toc—. Si tienen intención de matarnos…
—Las intenciones carecen de importancia, querido. Noto un sabor a trébol en esta miel. Delicioso. Por cierto, las paredes que nos rodean están casi todas huecas pero no desocupadas. ¿Tendrías la amabilidad de llevarles estos platos de carne a mis animalitos? Gracias, cariño, eres un encanto.
—De acuerdo —gruñó Toc—. Así que ya saben que lo sabemos. ¿Y ahora qué?
—Bueno, yo no sé tú, pero yo estoy muerta de cansancio. Espero de verdad que las camas sean blandas. ¿Crees que a los painitas les interesan comodidades como una buena fontanería?
—A nadie le interesa la fontanería, lady Envidia, pero estoy seguro de que algo habrán ideado.
—¡Terminada la colación! ¿Y dónde está nuestro pobrecito monje?
Se abrió una puerta lateral y apareció el hombre.
—Extraordinaria coincidencia. Dale las gracias a tu señor por la refacción, intimidado, y por favor, pasa tú delante.
El monje se inclinó y señaló con un gesto.
—Seguidme, honorables invitados. Por cierto, las bestias deben permanecer fuera, en el complejo.
—Desde luego.
El hombre se volvió a inclinar.
Lady Envidia hizo revolotear los dedos de una fina mano y Baaljagg y Garath salieron a grandes zancadas.
—Están bien enseñados, mi señora —murmuró el monje.
—No tienes ni idea —respondió la dama.
Los aposentos recorrían toda una pared y eran habitaciones pequeñas, cuadradas y con techos bajos, sin muebles salvo por unos catres estrechos con colchones de cuero y un farol colocado en un estante de la pared. Una habitación del extremo del pasillo cumplía la función de baño comunal, con los suelos enlosados y hundidos en niveles que iban bajando a los diferentes estanques por los que el agua fluía de continuo, fresca y limpia.
Tras dejar a la dama con su aseo personal, Toc entró en su aposento y depositó su fardo en el suelo con un suspiro. Ya tenía los nervios destrozados y escuchar los melódicos cantos de Envidia no le ayudaba mucho. Se tiró en el catre. ¿Dormir? Imposible. Esos cabrones están afilando los cuchillos ahora mismo para prepararnos la recompensa. Estamos a punto de abrazar la fe, y su rostro es la cabeza de la muerte…
Abrió de repente su único ojo al escuchar un chillido súbito que le heló la sangre. Estaba oscuro, los faroles se habían apagado o alguien se los había llevado. Toc se dio cuenta de que, después de todo, se había quedado dormido, cosa que apestaba a hechicería. El chillido resonó de nuevo y terminó con un gorgoteo que se fue apagando.
Unas garras resonaron en el pasillo, fuera de su habitación.
Cubierto de sudor, pero temblando de frío, Toc el Joven se levantó poco a poco de la cama. Sacó la daga de obsidiana con hoja ancha que Tool le había hecho, acomodó el mango envuelto en cuero en la mano derecha y después desenvainó su propio cuchillo de hierro con la izquierda.
Garras. O bien aquí hay un soletaken… o Baaljagg y Garath están de visita. Rezó en silencio para que fuera eso último.
Un choque contra la mampostería lo sobresaltó, una pared se había derrumbado por algún sitio, no muy lejos. Alguien gimoteó y después lanzó un gritito cuando se partieron unos huesos. El sonido de un cuerpo arrastrado justo detrás de su puerta hizo agacharse a Toc con los cuchillos sacudiéndose por el temblor.
Está oscuro. En el nombre del Embozado, ¿qué se supone que tengo que hacer? ¡No veo nada, maldita sea!
La puerta se astilló en su marco bajo el impacto de un cuerpo grande. El estallido levantó ecos en las paredes y la puerta cayó hacia dentro… bajo el peso de un cadáver desnudo apenas iluminado por la luz tenue que entraba por el pasillo.
Se dejó ver entonces una cabeza inmensa con los ojos brillando con una luz apagada.
Toc dejó escapar un suspiro estremecido.
—Baaljagg —susurró—. Has crecido mucho desde la última vez que te vi.
La ay, después de una brevísima pausa de reconocimiento mutuo, se deslizó junto a la puerta con pasos pesados. Toc observó pasar todo el inmenso cuerpo de la bestia y después la siguió.
El pasillo era un caos. Piedra hecha pedazos, catres aplastados y trozos de carne por todas partes. Las paredes estaban pintadas con salpicaduras de sangre y bilis. Dioses, ¿es que esta loba se ha dedicado a atravesar paredes de más de un brazo de grosor? ¿Cómo?
Con la cabeza gacha y entre el tintineo de las garras, Baaljagg se acercó al aposento de los baños. Toc se movía con ligereza tras la ay.
Antes de que llegaran, una segunda forma cuadrúpeda surgió de un pasaje lateral que había junto a la entrada, una sombra oscura con motas grises y negras que empequeñecía a Baaljagg. Unos ojos encendidos como el carbón, hundidos en una cabeza ancha empapada de sangre, se clavaron poco a poco en Toc el Joven.
¿Garath?
Los hombros de la criatura estaban cubiertos de polvo blanco. Se apartó a un lado para dejar pasar a Baaljagg.
—Garath —murmuró Toc mientras lo seguía, siempre al alcance de aquellas enormes y chorreantes mandíbulas—. ¿Pero qué había en esas lonchas de bhederin que comiste?
El dulce animalito había desaparecido esa noche y en su lugar Garath se había convertido en un asesino del más alto y frío orden. La muerte hacía cabriolas en los ojos del inmenso perro.
La bestia dejó pasar a Toc y después viró y se escabulló por donde había llegado.
Una fila de velas en la pared opuesta iluminaba la cámara de baños. Baaljagg, con la nariz en las baldosas, esquivaba los estanques. Los chorros de agua eran de color carmesí y humeaban. Entre las tinieblas, Toc distinguió cuatro cadáveres, todos con armadura, tirados en el fondo de los estanques. No estaba muy seguro, pero le pareció que los habían hervido vivos.
El malazano se apoyó en una pared y con una serie de arcadas que lo atravesaron entero, perdió la cena que tan amablemente les había ofrecido el vidente del Dominio.
Unos golpes lejanos sacudieron el suelo bajo sus pies. Garath, que continúa su despiadada caza. Ah, pobres cabrones, les ofrecisteis vuestro templo a los invitados que no debíais…
—¡Ah, ahí estás!
Todavía revuelto, Toc se dio la vuelta y vio a lady Envidia en la puerta, vestida con su camisón blanco impecable y el cabello negro recogido en un moño.
—Esa armadura resultó demasiado pesada, una fatalidad, qué pena —dijo la dama con pesar y con los ojos clavados en los cuerpos de los estanques, después se animó un poco—. ¡Oh, bueno! ¡Vamos, vosotros dos! Senu y Thurule ya deberían haber terminado con los guerreros videntes del Dominio.
—¿Hay más de uno? —preguntó Toc, perplejo.
—Había unos veinte en total. Kahlt era su capitán además del sumo sacerdote de este templo. Sacerdotes guerreros, qué desafortunada combinación. Y ahora vuelve a tu habitación, querido. Tienes que recoger tus pertenencias. Nos volveremos a encontrar en el complejo.
La dama partió sin más.
Toc respiró hondo, estremecido, y salió tambaleándose detrás de ella con Baaljagg tras él.
—¿Ha aparecido Tool para esto? —preguntó.
—Yo no lo he visto. Pero, en cualquier caso, su presencia no era necesaria. Teníamos las cosas controladas.
—¡Conmigo roncando como un idiota!
—Baaljagg vigilaba tu sueño, amor mío. Te encontrabas cansado, ¿no? Ah, ya estamos. Recoge tus avíos. Garath tiene intención de destruir este templo…
—Sí —le soltó Toc de repente—. En cuanto a Garath…
—No tienes buen despertar, ¿eh, jovencito? Supongo que podremos comentar todo esto más tarde…
—Claro —gruñó el malazano mientras entraba en su habitación—. Desde luego que lo haremos.
Los aposentos internos del templo bramaban al convertirse en polvo. Toc se hallaba en el complejo, observando a los dos seguleh, que descolgaban los cadáveres de los aldeanos y los sustituían por los cuerpos recién asesinados de los guerreros videntes del Dominio. Kahlt, que lucía una única cuchillada que le atravesaba el corazón, se encontraba entre ellos.
—Luchó con una determinación fiera —murmuró lady Envidia al lado de Toc—. Su hacha estaba por todas partes, pero parece que Thurule apenas se movió. Paradas invisibles. Después estiró el brazo con languidez y apuñaló al capitán vidente del Dominio justo en el corazón. Una exhibición asombrosa, Toc el Joven.
—No me cabe duda —murmuró—. Y dime, ¿el Vidente sabe ya algo de nosotros?
—Oh, sí, y la destrucción de este templo le dolerá mucho.
—Va a enviar un puñetero ejército a buscarnos, por el Embozado.
—Suponiendo que la empresa que le ocupa en el norte pueda prescindir de alguno, es muy probable. Desde luego sentirá la necesidad de responder de algún modo, aunque solo sea para ralentizar nuestro avance.
—Para eso, ya podría darme la vuelta ahora mismo —dijo Toc.
La dama alzó una ceja.
—¿Careces de seguridad en ti mismo?
—Mi señora, no soy seguleh. No soy un ay a punto de ascender. No soy t’lan imass. ¡No soy un perro que puede mirar a la cara a un mastín de Sombra! ¡Y no soy ninguna bruja capaz de hervir a un hombre vivo con solo chasquear los dedos!
—¡Una bruja! ¡Eso sí que me ofende! —La mujer se echó sobre él con los brazos cruzados y los ojos encendidos—. ¡Una bruja! ¿Y me has visto alguna vez chasquear los dedos? ¡Por el abismo, qué falta de clase!
El malazano dio un paso atrás sin querer.
—Es una forma de hablar…
—¡Oh, cállate! —La mujer le cogió la cara entre las manos y lo acercó de una forma inexorable. Los labios llenos de la mujer se abrieron un poco.
Toc intentó apartarse, pero tenía la sensación de que los músculos se le estaban disolviendo alrededor de los huesos.
Lady Envidia se detuvo de repente y frunció el ceño.
—No, quizá no. Te prefiero… libre. —El ceño se convirtió en una expresión huraña—. La mayor parte del tiempo, en cualquier caso, aunque esta mañana has puesto a prueba mi paciencia.
La dama lo soltó y lo estudió un momento más, después sonrió y se dio la vuelta.
—Creo que tengo que cambiarme. ¡Senu! ¡Cuando termines, búscame mi guardarropa!
Toc se sacudió un poco. Estaba temblando, muerto de frío, sabía con una certeza instintiva lo que le habría hecho aquel beso. Y los poetas escriben de las cadenas del amor. ¡Ja! De lo que ellos escriben de forma figurada, ella lo encarna de forma literal. Si el deseo pudiera tener una diosa…
Un torbellino de polvo y Tool se alzó del suelo a su lado. El t’lan imass giró la cabeza y se quedó mirando la forma postrada de Mok, que permanecía cerca de la verja exterior.
—Hay cazadores k’ell convergiendo sobre nosotros —dijo. Dio la sensación que el t’lan imass estaba a punto de decir algo más pero después se limitó a desvanecerse.
—¿Ves? —exclamó lady Envidia dirigiéndose al malazano—. ¿Ahora no te alegras de que insistiera en que durmieras un poco?
Llegaron a un cruce de caminos marcado por dos menhires inclinados y medio enterrados en una elevación baja que había entre los dos caminos empedrados. En sus caras habían tallado unos jeroglíficos arcanos cuyos pictogramas estaban gastados y apenas se veían.
Lady Envidia se colocó delante de ellos, apoyó la barbilla en una mano y estudió los glifos.
—Qué curioso. La raíz de este idioma es imari. Genosteliano, sospecho.
Toc se frotó el sudor polvoriento de la frente.
—¿Qué dicen? Déjame adivinar: «Todos los que se acerquen serán partidos en dos, desollados vivos, decapitados y golpeados con saña».
La dama lo miró y enarcó una ceja.
—El de la derecha indica el camino a Kel Tor. El de la izquierda, a Baluarte. No menos notables, a pesar de la trivialidad de los mensajes. Es obvio que el Dominio Painita fue en otro tiempo una colonia genosteliana; los gelostelianos eran marinos de tierras remotas, querido. Por cierto, su gloria decayó hace siglos. Una medida de la altura que alcanzaron se deduce de lo que vemos ante nosotros, pues el archipiélago genosteliano está al otro lado del mundo.
Toc lanzó un gruñido y miró con los ojos entrecerrados el camino que llevaba a Baluarte, que no dejaba de subir y bajar.
—Bueno, quizá sus ciudades sobrevivieran, pero según todos los indicios, los painitas fueron en otro tiempo pueblos de las colinas. Pastores. Bárbaros. Rivales de las tribus daru y gadrobi. Conquistaron tu colonia, lady Envidia.
—Como ocurre siempre, ¿no? Una civilización florece y entonces aparece gruñendo una horda de salvajes con los ojos muy juntos y la pisotea. Que el Imperio de Malaz tome nota.
—«Nunca olvides a los bárbaros» —murmuró Toc—. Son palabras del emperador Kellanved.
—Palabras de una sabiduría sorprendente. ¿Qué le pasó?
—Lo asesinó una mujer con los ojos muy juntos… aunque provenía de una cepa civilizada. Era napaniana… si es que a los napanianos se les puede llamar civilizados. Del corazón del Imperio, en cualquier caso.
—Baaljagg parece inquieta, querido. Deberíamos reanudar nuestro viaje, hay que pensar en todos esos lagartos de dos patas que hay de camino.
—Tool dice que los más cercanos todavía están a varios días de distancia. ¿Cuánto queda hasta Baluarte?
—Deberíamos llegar mañana al anochecer, suponiendo que la distancia indicada en esos mojones siga siendo precisa.
Partieron camino abajo con los seguleh tras ellos tirando del armazón. Los adoquines que pisaban, aunque muy gastados por algunos sitios, estaban ya casi cubiertos de hierba. No había habido muchos viajeros esa temporada, si es que había habido alguno, y Toc no vio a nadie en el camino según iba avanzando el día. Viejos cadáveres de vacas y ovejas en los pastos que había a ambos lados del camino daban fe de las fechorías de los lobos. No había pastores que atendieran los rebaños y entre los animales domésticos, solo las cabras y los caballos podían sobrevivir al regreso al estado salvaje.
Cuando se detuvieron a media tarde para descansar a las afueras de otra aldea abandonada (esta sin templo alguno), Toc comprobó una vez más sus armas, luego lanzó un siseo de frustración y miró furioso a lady Envidia, sentada enfrente de él.
—Esto no tiene sentido. La expansión del Dominio. Su voracidad. Los ejércitos necesitan comida. Y las ciudades también. Si el campo no alberga nada más que fantasmas, en el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién los abastece?
Lady Envidia se encogió de hombros.
—No soy la más indicada para contestar, cariño mío. Las cuestiones materiales y económicas me producen un aburrimiento mortal. Quizá las respuestas a tus irrelevantes preocupaciones se encuentren en Baluarte.
—¿Irrelevantes?
—Bueno, sí. El Dominio se está expandiendo. Tiene ejércitos y ciudades. Esos son los hechos. Los detalles son para los estudiosos, Toc el Joven. ¿No deberías preocuparte de temas más importantes, como tu propia supervivencia, por ejemplo?
El malazano se la quedó mirando y después parpadeó poco a poco.
—Lady Envidia, se podría decir que ya estoy muerto. ¿Así que para qué voy a pensar en ello?
—¡Qué absurdo! Te tengo en demasiada estima como para dejar que acaben contigo sin más. Tienes que aprender a confiar en mí, querido.
Toc apartó la mirada.
—Los detalles, mi señora, revelan las verdades ocultas. Conoce a tu enemigo, es un principio básico. Lo que sabes, lo puedes usar. —Toc vaciló un momento y después continuó—. Los detalles pueden llevarte a confiar, cuando se trata de los motivos e intereses de posibles aliados.
—Ah, ya veo. ¿Y qué es lo que te gustaría saber?
El malazano la miró a los ojos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vaya, Toc el Joven, ¿ya se te ha olvidado? Tu compañero t’lan imass ha dicho que los secretos del desgarro de Alborada solo se pueden descubrir en el Dominio.
—Qué conveniente, mi señora —gruñó Toc—. Estás muy ocupada manipulándolo todo. A todos nosotros. A mí, a los seguleh, incluso al propio Tool. —Señaló con un gesto—. Garath, tu cachorrito. Podría ser uno de los mastines de Sombra…
—Podría serlo, desde luego —sonrió la dama—. Creo, sin embargo, que no está muy dispuesto.
—¿Qué significa eso?
—Te exasperas con mucha facilidad, querido. Si eres una hoja que tiembla en un río ancho y profundo, relájate y déjate llevar por la corriente. A mí siempre me ha funcionado, te lo aseguro. En cuanto a la manipulación, ¿crees de veras que tengo el poder de empujar y sondear a un t’lan imass? Los seguleh son, hum, únicos; caminamos en sintonía, después de todo, así que la noción de coerción no existe.
—Todavía no, quizá. Pero existirá, mi señora.
La mujer se encogió de hombros.
—Y por último, no ejerzo ningún control sobre Garath, ni sobre Baaljagg. Eso puedo asegurártelo.
Toc le enseñó los dientes.
—Lo que me deja solo a mí.
Lady Envidia estiró el brazo y posó una mano fina y suave en el brazo de Toc.
—En eso, querido, solo soy una mujer.
Toc le apartó la mano con una sacudida.
—Hay hechicería en tus encantos, lady Envidia. No intentes negarlo.
—¿Hechicería? Bueno, sí, podría llamarse así, supongo. Misterio también, ¿no? Asombro y emoción. Esperanza y posibilidades. El deseo, querido, es una magia de lo más incitante. Y, amor mío, es una magia a la que yo no soy inmune…
La dama se inclinó hacia él con los ojos medio cerrados.
—No voy a imponerte un beso, Toc el Joven. ¿No lo ves? Eres tú el que debes elegir, o bien terminarás esclavizado de verdad. ¿Qué me dices?
—Hora de irse —dijo el malazano al tiempo que se levantaba—. Es obvio que no me vas a dar ninguna respuesta sincera.
—¡Te las acabo de dar! —respondió ella mientras se ponía también en pie.
—Ya está bien —dijo Toc al recoger su equipo—. No voy a jugar más, lady Envidia. Llévate tus juegos a otra parte.
—¡Oh, no sabes lo poco que me gustas cuanto te pones así!
—Enfurrúñate todo lo que quieras —murmuró el malazano antes de partir camino abajo.
—¡Terminaré enfadándome de verdad, jovencito! ¿Me oyes?
Toc se detuvo y miró atrás.
—Todavía nos quedan unas cuantas leguas de luz.
—¡Oh! —Lady Envidia dio una patada en el suelo—. ¡Eres igual que Rake!
El único ojo de Toc se abrió un poco más y después sonrió.
—Respira hondo unas cuantas veces, muchacha.
—¡Y también decía siempre eso! ¡Oh, me saca de quicio! ¡Ya estamos otra vez! ¿Pero qué os pasa a todos?
Toc se echó a reír, no con dureza sino con una calidez sincera.
—Vamos, lady Envidia. Te aburriré con un relato detallado de mi juventud, para pasar el rato. Nací en un barco, sabes, y pasaron más de unos cuantos días antes de que Toc el Viejo se aviniera a reconocer su paternidad. Es que, verás, mi madre era la hermana del capitán Cartheron Costra y Costra tenía muy mal genio…
Las tierras que había frente a las murallas de Baluarte estaban devastadas. Las alquerías eran montones ennegrecidos y abrasados y a ambos lados del camino el terreno mismo había sido arrancado, desgarrado como heridas en la carne. A la vista de los muros achaparrados de la pequeña ciudad, salpicaban el paisaje los restos de unas inmensas hogueras, como túmulos redondos espolvoreados de ceniza blanca. Nadie caminaba por aquel yermo.
El humo flotaba sobre los edificios de Baluarte, bloques divididos en terrazas. Sobre las guirnaldas grises cabalgaban las banderas blancas de las gaviotas y sus leves gritos eran el único sonido que alcanzaba a Toc y lady Envidia cuando el grupo se acercó a las puertas internas de la ciudad. El hedor del fuego enmascaraba el olor del lago que había al otro lado de la ciudad, el aliento del aire era cálido y arenoso.
Las puertas estaban entreabiertas. Cuando se acercaron, Toc vislumbró un movimiento tras el arco, como una figura que pasara a toda prisa, oscura y silenciosa. Se le pusieron los nervios de punta.
—¿Qué ha sucedido aquí? —se preguntó en voz alta.
—Muy desagradable —asintió lady Envidia.
Pasaron sin prisa bajo la sombra del arco y el aire se volvió de repente enfermizo con el olor dulce de la carne quemada. Toc siseó entre dientes.
Baaljagg y Garath (ambos devueltos a proporciones más modestas) se adelantaron trotando con las cabezas gachas.
—Creo que la cuestión del sustento tiene una respuesta muy lúgubre —dijo lady Envidia.
Toc asintió.
—Se están comiendo a sus propios muertos. No creo que sea buena idea entrar en esta ciudad.
La dama se volvió hacia él.
—¿No sientes curiosidad?
—Curiosidad sí, pero no tengo instintos suicidas.
—No temas. Echemos una mirada más de cerca.
—Envidia…
Los ojos femeninos se endurecieron.
—Si los habitantes son lo bastante idiotas como para amenazarnos, conocerán la fuerza de mi cólera. Y también la de Garath. Si crees que esto es la perdición, tu criterio recibirá una lección de perspectiva, querido. Vamos.
—Sí, señora.
—Ya veo que cuando hay confianza se pierde el respeto. Es lamentable.
Con los dos seguleh y su maestro dormido siguiéndolos a dos metros de distancia, Toc y lady Envidia entraron en la plaza.
Contra las murallas internas habían apilado huesos humanos, largos y partidos, algunos calcinados por el calor, otros rojos y crudos. Los edificios que daban a la plaza estaban ennegrecidos, con las puertas y ventanas abiertas de par en par. Los huesos de varios animales (perros, mulas, caballos y bueyes) yacían por el suelo, mordisqueados y partidos.
Tres hombres que eran obviamente sacerdotes los aguardaban en el centro de la plaza, recién afeitados, demacrados y pálidos con sus túnicas incoloras. Uno dio un paso adelante cuando Toc y Envidia se acercaron.
—Forasteros, bienvenidos. Un acólito os vio en el camino y los tres nos hemos apresurado a recibiros. Habéis elegido un día propicio para visitar la gloriosa ciudad de Baluarte; pero cielos, este día también pone vuestras vidas en gran peligro. Procuraremos guiaros y aumentar así las probabilidades de que sobreviváis a las… violentas secundinas del abrazo. Si tenéis la bondad de seguirnos… —Les indicó una calle lateral—. En la entrada de la avenida Iltara nos habremos apartado del camino del éxodo, pero todavía podremos presenciar el milagro.
—Ideal —dijo lady Envidia—. Os lo agradecemos, santos varones.
El paseo hasta la entrada de la calle lateral no era de más de quince metros, pero en ese tiempo el silencio de la ciudad quedó sustituido por un murmullo creciente, un susurro seco que provenía del corazón de Baluarte. Al llegar, Baaljagg y Garath se volvieron para flanquear a lady Envidia. Senu y Thurule apoyaron el armazón contra la pared de un edificio que hacía esquina y después miraron hacia la plaza, una vez más con las manos en las armas.
—La voluntad de la fe ha abrazado a los ciudadanos de Baluarte —dijo el sacerdote—. Llega como una fiebre… una fiebre que solo la muerte puede hacer que remita. Sin embargo, hay que recordar que el abrazo se sintió primero aquí, en el propio Baluarte, hace catorce años. El Vidente había regresado de la Montaña y pronunciaba las Palabras de la Verdad. El poder de esas palabras se irradió a todo… —La voz del sacerdote se quebró con algún tipo de emoción provocada por sus propias palabras. Inclinó la cabeza y todo su cuerpo se puso a temblar.
Otro sacerdote continuó por él.
—Al principio aquí floreció la fe. Había una caravana de Elingarth acampada más allá de las murallas. A los forasteros se les recompensó en una sola noche. Y nueve meses más tarde el mundo recibió el regalo del primer hijo de la semilla de los muertos. Ese niño ha cumplido ahora la mayoría de edad, un acontecimiento que ha disparado un nuevo florecimiento de la fe. Se ha producido un nuevo abrazo bajo el mando del primer hijo, Anaster. Lo veréis ahora (con su madre a su lado) liderando a los Tenescowri recién hallados. Los aguarda una guerra en el extremo norte, hay que recompensar a la ciudad infiel de Capustan.
—Santos varones —dijo lady Envidia alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido creciente de las voces que cantaban—, por favor, disculpad mi ignorancia. Un hijo de la semilla de los muertos, ¿qué es eso, para ser precisos?
—El momento de la recompensa entre los no creyentes varones, señora, suele venir marcado por un derramamiento involuntario de la semilla de la vida… que continúa después de que la vida haya volado del cuerpo. En ese momento, con un cadáver bajo ella, una mujer puede montarlo y tomar así la semilla de un hombre muerto. Los niños que nacen de este modo son los más sagrados de la familia del Vidente. Anaster es el primero en llegar a la mayoría de edad.
—Eso es —dijo lady Envidia— extraordinario…
Toc vio que la cara de la dama adquiría una palidez enfermiza por primera vez desde que tenía recuerdo.
—El don del Vidente, señora. Un hijo de la semilla de los muertos luce la verdad visible del beso de la vida de la muerte, prueba de la recompensa en sí. Sabemos que los forasteros temen a la muerte. Los fieles no.
Toc se aclaró la garganta y se inclinó hacia el sacerdote.
—Una vez que esos Tenescowri dejan Baluarte… ¿queda alguien más con vida en la ciudad?
—El abrazo es absoluto, señor.
—En otras palabras, los que no sucumbieron a la fiebre han sido… recompensados.
—Así es.
—Y luego comidos.
—Los Tenescowri tienen necesidades.
La conversación terminó cuando los primeros márgenes de una masa humana se derramaron por la avenida principal y comenzaron a extenderse para llenar la plaza. En cabeza iba un joven, la única persona que iba montada. Su caballo era un animal de tiro ruano y viejo, con el lomo combado y llagas llenas de moscardones en el cuello. El joven se adelantó y giró de repente la cabeza hacia donde se encontraban Toc y los otros. Señaló con un brazo fino y largo en su dirección y chilló.
Fue un grito sin palabras, pero todos sus seguidores lo entendieron. Cientos de rostros se volvieron para mirar a los desconocidos y luego se abalanzaron hacia ellos.
—Oh —dijo lady Envidia.
El segundo sacerdote se echó hacia atrás con un estremecimiento.
—Cielos, nuestra protección no es suficiente. ¡Preparaos para recibir vuestra recompensa, forasteros! —Y con eso, los tres acólitos huyeron.
Lady Envidia levantó las manos y de repente la flanquearon dos bestias enormes. Ambas se adelantaron con un movimiento borroso para recibir a la turba. De repente, la sangre y los cuerpos se derramaron sobre los adoquines.
Los seguleh pasaron junto a Toc dándole un empujón. Senu se detuvo al lado de Envidia.
—¡Despierta a nuestro hermano! —gritó.
—De acuerdo —dijo—. Supongo que Tool también está a punto de aparecer, pero sospecho que van a estar muy ocupados para enfrentarse el uno al otro.
Las correas de cuero se partieron cuando Mok pareció alzarse de un salto con las armas ya en las manos.
Y aquí estoy yo, casi olvidado por todos. Toc tomó una decisión.
—Que os divirtáis —dijo mientras se retiraba por una calle lateral.
Mientras la ay y el perro se abrían paso a mordiscos entre el griterío de las masas, lady Envidia giró en redondo.
—¿Qué? ¿Pero adónde vas?
—He abrazado la fe —exclamó Toc—. ¡Esta turba se dirige directamente al ejército malazano, aunque todavía no lo sepa! ¡Y yo me voy con ellos!
—¡Toc, escucha! ¡Vamos a borrar de la faz de la tierra a este patético ejército y a ese mocoso pálido que los guía! No hay necesidad…
—¡No acabes con ellos! Por favor, Envidia. Ábrete camino, sí, pero los necesito.
—Pero…
—¡No hay tiempo! Ya lo he decidido. Con la suerte de Oponn, nos volveremos a encontrar. Ve a buscar tus respuestas, Envidia. ¡Yo tengo que encontrar a unos amigos!
—Espera…
Con un último saludo, Toc giró en redondo y bajó corriendo por la calle.
Un estallido de hechicería lo conmocionó y lo tiró hacia delante, pero no volvió sobre sus pasos. Envidia se estaba dejando llevar. El Embozado sabrá, puede que hasta se haya puesto furiosa. Por todos los dioses, mujer, deja algunos en pie…
Giró a la derecha en la primera intersección a la que llegó y se encontró metido en medio de campesinos que chillaban y empujaban como él hacia la principal arteria de la ciudad, por donde fluía la masa de fieles. Toc añadió sus gritos (sin palabras, los sonidos que haría un mudo) y arañó el aire con un celo mecánico.
Como una hoja en un río ancho y profundo…