Capítulo 8

Cuanto más duro es el mundo, más fiero el honor.

Danzante

Los huesos formaban colinas que se extendían por todas partes. Huesos que traqueteaban y se movían bajo Gethol mientras el jaghut luchaba por no perder pie en la ladera. La sangre había ralentizado su fluir por la cara marcada, aunque la visión de un ojo seguía oscurecida, bloqueada por una astilla clavada que resplandecía con un color blanco rosado, el dolor había remitido hasta convertirse en una punzada palpitante.

—La vanidad —murmuró con los labios llenos de costras— no es mi maldición. —Recuperó el equilibrio, se irguió y se tambaleó por la ladera de la colina—. No hay forma de predecir a los humanos mortales, no, ni siquiera el Embozado podría haber imaginado semejante… insolencia. ¡Pero, ja! El rostro del heraldo está ya roto y lo que está roto ha de desecharse. Hay que desecharlo…

Gethol miró a su alrededor. Las colinas interminables, el cielo informe, el aire frío y muerto. Los huesos. La ceja intacta del jaghut se alzó un instante.

—No obstante, agradezco el chiste, Embozado. Ja, ja. Me has tirado aquí. Ja, ja. Y ahora tengo que salir a rastras para ser libre. Libre de tu servicio. Pues así sea.

El jaghut abrió su senda y se quedó mirando el portal que se formó ante él, un camino que se adentraba en el reino frío, casi sin aire, de Omtose Phellack.

—Ya te conozco, Embozado. Sé quién eres, lo que eres. Una ironía deliciosa el espejo de tu cara. Me pregunto ahora si tú a tu vez me conoces a mí.

Se metió en la senda. El abrazo familiar y gélido alivió su dolor, el fuego de sus nervios. Los muros de hielo, irregulares y empinados, de ambos lados lo bañaron con una luz verde azulada. Se detuvo y probó el aire. No hedía a imass, no había señales de intrusión alguna y, sin embargo, el poder que percibía a su alrededor estaba debilitado, dañado por milenios de violaciones, el descaro de los t’lan. Al igual que los propios jaghut, Omtose Phellack se estaba muriendo. Una muerte lenta y agónica.

—Ah, amigo mío —susurró— ya casi hemos terminado. Tú y yo, precipitándonos en picado hacia el… olvido. Una verdad muy sencilla. ¿Quieres que desencadene mi cólera? No, después de todo, mi cólera no basta. Nunca bastó.

Siguió caminando a través de los recuerdos helados que habían empezado a pudrirse, allí, a su alcance, siempre estrechándose, siempre cerrándose sobre el jaghut.

La fisura fue inesperada, una grieta profunda que partía su camino en diagonal. Una brisa suave y cálida surgía de ella, dulzona, con el olor a putrefacción y enfermedad. El hielo que recubría sus bordes estaba magullado y picado de agujeros, hendido por venas oscuras. Gethol se detuvo delante de él y lo sondeó con los sentidos. Siseó al reconocerlo.

—No te has quedado ocioso, ¿verdad? ¿Qué es esta invitación que me ofreces? Yo soy de este mundo mientras que tú, desconocido, no lo eres.

Se movió para pasar a su lado con los labios rasgados crispados con un gruñido. Después se detuvo y giró poco a poco la cabeza.

—Ya no soy el heraldo del Embozado —susurró—. Despedido. Mal servicio. Inaceptable. ¿Qué querías decirme, Encadenado?

No habría respuesta hasta que se tomara la decisión, hasta el final del viaje.

Gethol entró en la fisura.

El dios Tullido, que había levantado una tienda pequeña alrededor del lugar en el que lo habían encadenado, miró al jaghut con aire divertido. Roto, hecho pedazos, con heridas que supuraban y nunca se curaban, pero allí estaba el verdadero rostro de la vanidad.

Gethol se detuvo ante la entrada. Alzó la voz.

—Deshazte del sudario, no pienso arrastrarme para llegar a ti.

La tienda rieló y después se disolvió y reveló una figura informe con una túnica y la capucha puesta, sentada sobre arcilla húmeda. Un brasero levantaba velos de humo entre los dos y una mano mutilada se estiró para atraer los dulces zarcillos hacia la cara oculta por las sombras de la capucha.

—Un beso —dijo el Encadenado con un resuello— de lo más devastador. Tu repentina sed de venganza se… dejó sentir, jaghut. Tu mal genio puso en peligro los meticulosos planes del Embozado, te das cuenta, ¿verdad? Fue eso lo que… decepcionó al señor de la Muerte. Su heraldo ha de ser obediente. Su heraldo no puede poseer deseos o ambiciones personales. No es un… jefe… digno… para alguien como tú.

Gethol miró a su alrededor.

—Noto calor debajo de mí. Te encadenamos al cuerpo de Ascua, te anclamos a sus huesos, y la has envenenado.

—Así es. Una espina emponzoñada en su costado… que algún día la matará. Y con la muerte de Ascua, morirá este mundo. Su corazón frío, inerte, dejará de ofrecer la munificencia de la vida. Estas cadenas deben romperse, jaghut.

Gethol se echó a reír.

—Todos los mundos mueren. No voy a ser yo el eslabón más débil, dios Tullido. Después de todo, estuve aquí para el encadenamiento.

—Ah —siseó la criatura—, pero es que sí eres el eslabón más débil. Siempre lo fuiste. Creíste que podías ganarte la confianza del Embozado y fracasaste. Y tampoco es el primer fracaso, como bien sabemos los dos. Cuando tu hermano Gothos acudió a ti…

—¡Ya basta! ¿Quién es aquí el vulnerable?

—Los dos lo somos, jaghut. Los dos lo somos. —El dios levantó otra vez la mano y la agitó poco a poco entre los dos. Aparecieron unas cartas de madera lacada suspendidas en el aire, sus imágenes pintadas miraban a Gethol—. Contempla —susurró el dios Tullido— la Casa de las Cadenas…

El único ojo del jaghut que funcionaba se entrecerró.

—¿Qué… qué has hecho?

—Ya no soy un intruso, Gethol. Me gustaría… unirme a la partida. Y mira con más atención. El papel de heraldo está… vacante.

—Alguno más que el heraldo —gruñó Gethol.

—Desde luego, todavía es muy pronto. Me pregunto quién se ganará el derecho a ser rey de mi Casa. Verás, al contrario que el Embozado, yo agradezco la ambición personal. Agradezco el pensamiento independiente. Incluso los actos de venganza.

—La baraja de los Dragones se te resistirá, Encadenado. Tu Casa sufrirá… ataques.

—Como siempre ha ocurrido. Hablas de la baraja como si fuera una entidad, pero su creador es polvo, como bien sabemos los dos. No hay nadie que pueda controlarlo. Presencia la resurrección de la Casa de Sombras. Un digno precedente. Gethol, necesito tus servicios. Yo abrazo tus… defectos. Nadie en mi Casa de las Cadenas estará entero, ni en cuerpo ni en espíritu. Contémplame, mira esta figura rota y destrozada, mi Casa refleja lo que ves ante ti. Ahora posa la mirada en el mundo que hay detrás, la pesadilla de dolor y fracaso que es el reino mortal. Muy pronto, Gethol, mis seguidores serán legión. ¿Lo dudas acaso? ¿Lo dudas?

El jaghut se quedó callado mucho tiempo y después gruñó.

—La Casa de las Cadenas ha encontrado su heraldo. ¿Qué quieres que haga?

—He perdido la cabeza —murmuró Murillio, pero no obstante lanzó las tabas. Las falanges talladas rebotaron, rodaron y después se detuvieron.

—¡El empujón del señor, querido amigo, quizá para ti, pero no para esta digna persona! —exclamó Kruppe mientras estiraba la mano para coger los huesos—. Y ahora Kruppe dobla la jugada con una limpia tirada, ah, una rima exquisitamente pronunciada, ¡ja! —Las tabas rebotaron y se detuvieron con los lados sin marcar hacia arriba—. ¡Ja! ¡Las riquezas caen en el amplio regazo de Kruppe! ¡Recógelas, mi formidable mago!

Ben el Rápido sacudió la cabeza y recogió los huesos de los dedos.

—He visto todas las trampas posibles, las malas y las magníficas, pero Kruppe, tú sigues esquivando mi mirada más avispada.

—¿Trampas? ¡Los dioses me libren! ¡Lo que las desventuradas víctimas presencian esta noche de noches no es más que la simpatía que siente el cosmos por el digno Kruppe!

—¿Simpatía cósmica? —bufó Murillio—. ¿Pero qué es eso, en el nombre del Embozado?

—Un eufemismo para decir que hace trampas —gruñó Coll—. Tira ya, Ben, estoy impaciente por perder más de estas monedas que he ganado con tanto esfuerzo.

—Es la mesa —dijo Murillio—. Lo desvía todo y creo que Kruppe ha encontrado el patrón; no lo niegues, maldito bloque de manteca grasienta.

—Kruppe niega todo lo que se puede negar de forma patente, mis queridos compañeros. No se ha formado todavía ningún patrón, según puedo aseguraros con la mayor sinceridad, pues el protagonista en cuestión ha huido del papel que le habían marcado. La dicha huida no es más que una ilusión, desde luego, aunque el retraso forzado del reconocimiento bien podría tener consecuencias extremas. Por fortuna para uno y todos, Kruppe está aquí con una mirada contundente…

—¡Lo que tú digas! —lo interrumpió Ben el Rápido—. Corazón oscuro donde más importa y calavera en la esquina.

—Un envite atrevido, misterioso mago. ¡Kruppe desafía por triplicado con una mano auténtica y ni una pizca desviada!

El mago bufó.

—Jamás he visto una de esas, nunca. Ni una sola vez. Ni una sola. —Mandó las tabas resbalando por la mesa.

Las falanges pulidas se detuvieron colocadas en forma de mano extendida, con todos los símbolos y patrones revelando un alineamiento perfecto.

—¡Y ya, mi perplejo mago, lo has hecho! ¡Las arcas de Kruppe rebosan!

Ben el Rápido se quedó mirando la mano esquelética que se había formado en la superficie gastada de la mesa.

—¿Qué sentido tiene esto? —suspiró Coll—. Kruppe gana en cada tirada. No es muy sutil, hombrecito, un buen tramposo se asegura de perder de vez en cuando.

—¡Así se demuestra la verdadera inocencia de Kruppe! Una trampa compuesta por victorias sucesivas sería una auténtica locura; no, la simpatía es real y está fuera del control de Kruppe.

—¿Cómo lo has hecho? —susurró Ben el Rápido.

Kruppe se sacó un pañuelo jaspeado de seda de la manga y se secó la frente.

—De repente abundan las sendas y lamen el aire con llamas invisibles, ¡ay! Kruppe se marchita bajo semejante escrutinio. ¡Piedad, te ruega Kruppe, mago malicioso!

Ben el Rápido se recostó y miró hacia donde Whiskeyjack permanecía apartado de los otros con la espalda apoyada en la pared de la tienda y los ojos medio cerrados.

—Hay algo, lo juro, pero no consigo identificarlo. Es escurridizo, ¡por los dioses, es muy escurridizo!

Whiskeyjack lanzó un gruñido.

—Ríndete —le aconsejó con una sonrisa—. Sospecho que no lo vas a pillar.

El mago se volvió de repente hacia Kruppe.

—No eres lo que pareces…

—Oh, claro que lo es —interpuso Coll—. Míralo. Grasiento, viscoso, hábil como una bola gigante y peluda de anguila engrasada. Kruppe es justo lo que parece, confía en mí. Mira ese sudor repentino en su frente, la cara de langosta hervida, los ojos saltones, ¡mira cómo se contorsiona! ¡Ese es Kruppe, hasta el último milímetro de su cuerpo!

—¡Avergonzado, así está Kruppe! ¡Escrutinio cruel! ¡Kruppe se deshace bajo semejante atención inmerecida!

Observaron al hombre que apretaba el pañuelo y se quedaron con los ojos como platos al ver el torrente de agua aceitosa que surgió de él y encharcó la mesa.

Whiskeyjack lanzó una carcajada.

—¡Os tiene a todos en el bolsillo, incluso ahora! Conque se retuerce, ¿eh? ¿Así que suda? Todo una ilusión.

—¡Kruppe se comba bajo una observación tan perceptiva! ¡Se marchita, se funde, se disuelve convertido en un idiota lloriqueante! —Hizo una pausa y después se inclinó hacia delante y recogió sus ganancias—. Kruppe tiene sed. Se pregunta si quedará algo de vino en esa jarra manchada. Y más que eso, Kruppe se pregunta qué ha traído a Korlat a la entrada de la tienda en plena noche, con todos y cada uno exhaustos tras otro día más de marchas interminables.

Se retiró la solapa de la tienda y la mujer tiste andii penetró bajo la luz del farol. Sus ojos violetas buscaron a Whiskeyjack.

—Comandante, mi señor solicita el placer de tu compañía.

Whiskeyjack levantó las cejas.

—¿Ahora? Muy bien, acepto la invitación. —Se levantó sin prisas, prestando una atención especial a la pierna mala.

—Ya verás cómo lo descubro —dijo Ben el Rápido al tiempo que miraba furioso a Kruppe.

—Kruppe niega la existencia de cualquier complejidad esquiva con respecto a su persona, inquietante mago. La sencillez es la amante de Kruppe, en gozosa conspiración con su querida esposa, la verdad, por supuesto. En una alianza larga y leal, este feliz trío…

Seguía hablando cuando Whiskeyjack salió de la tienda y se dirigió con Korlat hacia el campamento tiste andii. Después de unos minutos, el comandante miró a la mujer que caminaba a su lado.

—Hubiera dicho que tu señor ya se había ido a estas alturas, no se le ha visto en varios días.

—Permanecerá en nuestra compañía durante un tiempo —dijo Korlat—. Anomander Rake tiene poca paciencia para las reuniones de oficiales y demás. Arpía lo mantiene informado de las novedades.

—Entonces siento curiosidad, ¿qué quiere de mí?

La mujer esbozó una ligera sonrisa.

—Eso os lo debe revelar mi señor, comandante.

Whiskeyjack se quedó callado.

La tienda del caballero de la Oscuridad no se distinguía de las demás tiendas de los tiste andii, carecía de vigilancia y se encontraba encajada en medio de una fila, apenas iluminada desde dentro por un único farol. Korlat se detuvo delante de la solapa de entrada.

—Mi escolta termina aquí. Puedes entrar, comandante.

Whiskeyjack encontró a Anomander Rake sentado en una silla plegable con respaldo de cuero, con las largas piernas estiradas. Una silla a juego vacía esperaba enfrente de él y en un lado, al alcance de ambos, había una mesa pequeña en la que habían colocado un jarro de vino y dos copas.

—Gracias por venir —dijo el caballero de la Oscuridad—. Por favor, ponte cómodo.

Whiskeyjack se acomodó en la silla.

Rake se inclinó hacia delante y llenó las dos copas, después le pasó una al comandante, que la aceptó agradecido.

—Con la perspectiva adecuada —dijo el tiste andii— hasta una vida mortal puede parecer larga. Satisfactoria. Lo que contemplo en estos instantes es la naturaleza de la casualidad. Hombres y mujeres que, por un tiempo, caminan juntos, por caminos paralelos. Cuyas vidas se rozan, por muy breve que sea el instante, y de esa forma los cambia ese contacto casual.

Whiskeyjack estudió al hombre que tenía delante con los ojos medio cerrados.

—No veo el cambio como algo especialmente amenazador, señor.

—Con Rake es suficiente. Lo que has dicho, estoy de acuerdo… por lo general. Hay tensión entre los mandos, tensión de la que estoy seguro que eres muy consciente.

El malazano asintió.

Los ojos velados de Rake se clavaron en los de Whiskeyjack por un momento, después los apartó con aire despreocupado otra vez.

—Preocupaciones. Ambiciones largo tiempo refrenadas y que ahora fuerzan la cuerda. Rivalidades antiguas y nuevas. La situación tiene el efecto de… separar. A todos y cada uno de nosotros de todos los demás. Sin embargo, si persistimos, el regreso sereno del instinto se hace oír una vez más, susurros… de esperanza. —Aquellos ojos extraordinarios encontraron al comandante una vez más, un contacto igual de breve que el primero.

Whiskeyjack respiró hondo, sin ruido.

—¿La naturaleza de esa esperanza?

—Mi instinto (en el instante en que las vidas se rozan, por momentáneo que sea ese roce) me informa de quién es digno de esa confianza. Ganoes Paran, por ejemplo. Nos conocimos en esta llanura, no demasiado lejos de donde estamos acampados ahora. Una herramienta de Oponn, a punto de morir en las fauces de los mastines de Tronosombrío. Un mortal, todas sus pérdidas escritas con claridad en sus ojos. Vivo o muerto, su destino no significaba nada para mí. Y sin embargo…

—Te cayó bien.

Rake sonrió y tomó un sorbo de vino.

—Sí, un resumen preciso.

Se produjo un silencio que se fue alargando mientras los dos hombres permanecían sentados uno enfrente del otro. Después de un buen rato, Whiskeyjack se irguió poco a poco en su silla y comenzó a comprender algo.

—Me imagino —dijo al fin, mientras estudiaba el vino que tenía en la copa— que Ben el Rápido ha despertado tu curiosidad.

Anomander Rake ladeó la cabeza.

—Como es natural —respondió. En su tono se revelaba una ligera sorpresa y un interrogante.

—Yo lo conocí en Siete Ciudades… en el desierto sagrado de Raraku, para más señas —dijo Whiskeyjack, se inclinó hacia delante para llenar ambas copas y después se acomodó en su silla antes de continuar—. Es una historia un poco larga, así que espero que tengas paciencia.

La respuesta de Rake fue una pequeña sonrisa.

—Bien. Creo que merecerá la pena. —La mirada de Whiskeyjack se perdió, encontró el farol que colgaba de un poste y se posó en su llama dorada y tenue—. Ben el Rápido. Adaephon Delat, un mago mediocre al servicio de uno de los siete protectores sagrados durante una rebelión frustrada que se originó en Aren. Delat y otros once magos conformaban el cuadro del protector. Los hechiceros de nuestro ejército de asedio los podían vencer fácilmente (Bellurdan, Escalofrío, Tayschrenn, A’Karonys, Tesormalandis, Tocón) una reunión formidable conocida por su ejecución brutal de la voluntad del emperador. Bueno, invadimos la ciudad en la que el protector estaba metido, los muros cedieron, hubo una matanza en las calles y la locura de la batalla se apoderó de todos nosotros. Dassem derribó al protector sagrado, Dassem y su banda de seguidores, que él llamaba su primera espada, se abrieron camino entre las filas enemigas. El cuadro del protector, al ver la muerte de su señor y la destrucción del ejército, huyó. Dassem ordenó que mi compañía los persiguiese por el desierto. Nuestro guía era un nativo de la zona, un hombre recién reclutado por nuestra Garra…

El rostro oscuro y ancho de Kalam Mekhar brillaba de sudor. Whiskeyjack observaba al hombre retorcerse en la silla, veía los amplios hombros que se encogían bajo la telaba manchada y polvorienta.

—Siguen juntos —murmuró el guía—. Hubiera creído que se separarían… y te obligarían a hacer lo mismo. O a elegir entre ellos, comandante. El rastro sigue adelante, señor, continúa hacia el corazón de Raraku.

—¿Cuánta ventaja nos llevan? —preguntó Whiskeyjack.

—Medio día, nada más. Y a pie.

El comandante entrecerró los ojos y contempló la calima ocre del desierto. Setenta soldados cabalgaban tras él, una colección improvisada de marineros, ingenieros, infantería y caballería; cada uno sacado de pelotones que en realidad habían dejado de existir. Tres años de asedios, batallas inflexibles y persecuciones para la mayoría. Eran de los que Dassem Ultor pensaba que se podía prescindir y, si era necesario, sacrificar.

—Señor —dijo Kalam interrumpiendo sus pensamientos—. Raraku es un desierto sagrado. Un lugar de gran poder…

—Tú primero —gruñó Whiskeyjack.

Los remolinos de polvo provocaban senderos aleatorios por aquella llanura estéril y consumida. La tropa cabalgaba al trote con breves intervalos en que iban al paso. El sol seguía trepando por el cielo. En algún lugar tras ellos, una ciudad seguía ardiendo, pero por delante tenían un paisaje entero que parecía iluminado por el fuego.

El primer cadáver lo descubrieron a primeras horas de la tarde. Encogido, una telaba andrajosa y quemada aleteaba sacudida por el viento caliente y bajo ella, una figura marchita con la cabeza alzada hacia el cielo y las cuencas de los ojos vacías. Kalam desmontó y tardó mucho tiempo en examinar el cuerpo. Al fin se levantó y miró a Whiskeyjack.

—Kebharla, creo. Era más una erudita que una maga, una mujer que profundizaba en misterios. Señor, hay algo raro…

—¿Ah, sí? —dijo el comandante alargando las palabras. Se inclinó hacia delante en la silla y estudió el cadáver—. Aparte de que parece que murió hace cien años, ¿qué te parece extraño, Kalam?

El rostro del hombre se crispó hasta mostrarse ceñudo.

Un soldado lanzó una risita detrás de Whiskeyjack.

—¿Quiere adelantarse el gracioso, por favor? —bramó el comandante sin volverse.

Un jinete se reunió con él. Delgado, joven, un casco recargado y demasiado grande de Siete Ciudades en la cabeza.

—¡Señor! —dijo el soldado.

Whiskeyjack se lo quedó mirando.

—Dioses, hombre, tira ese casco, se te va a cocer el cerebro. Y el violín, ese maldito trasto está roto de todos modos.

—El casco está forrado de arena fría, señor.

—¿De qué?

—Arena fría. Parecen virutas, señor, pero se puede echar un puñado en un fuego y no se calienta. Es una cosa muy rara, señor.

Los ojos del comandante se clavaron entrecerrados en el casco.

—¡Por el abismo, el protector sagrado llevaba eso!

El hombre asintió con gesto solemne.

—Y cuando la espada de Dassem lo derribó, salió volando, señor. Directamente a mis brazos.

—¿Y el violín lo siguió?

Los ojos del soldado se achicaron con gesto suspicaz.

—No, señor. El violín es mío. Me lo compré en Malaz, tenía intención de aprender a tocarlo.

—¿Entonces quién lo atravesó de un puñetazo, soldado?

—Ese sería Seto, señor, ese hombre de ahí, junto a Rapiña.

—¡No sabe tocar ese maldito trasto! —gritó el soldado en cuestión.

—Bueno, porque ahora no puedo, ¿no? Está roto. Pero cuando termine la guerra, lo voy a arreglar, ¿está claro?

Whiskeyjack suspiró.

—Regresa a tu puesto, don Violín, y ni un solo sonido más, ¿comprendido?

—Una cosa, señor. Todo… todo esto… me da mala espina, señor.

—No eres el único, soldado.

—Bueno, sí, es solo que…

—¡Comandante! —exclamó el soldado llamado Seto al tiempo que adelantaba su montura—. Las corazonadas del chaval, señor, todavía no se han equivocado ni una sola vez. Le dijo al sargento Nubber que no bebiera de ese jarro, pero Nubber bebió y ahora está muerto, señor.

—¿Envenenado?

—No, señor. Un lagarto muerto. Se le quedó atascado en la garganta. ¡Nubber se asfixió con un lagarto muerto! Eh, Violín… un buen nombre ese. Violín. ¡Ja!

—Por todos los dioses —dijo Whiskeyjack por lo bajo—. Ya está bien. —Volvió a mirar a Kalam—. Sigue adelante.

El otro asintió y volvió a montar.

Once magos a pie, sin provisiones, huyendo a través de un desierto sin vida, la caza debería haberse terminado pronto. A última hora de la tarde se toparon con otro cuerpo, tan arrugado como el primero, y después, con el sol bañando de rojo carmesí el horizonte occidental, se encontró un tercer cadáver en la pista. Justo delante, a media legua de distancia, se alzaban los dientes blanqueados e irregulares de unos acantilados de piedra caliza, teñidos de encarnado por el atardecer. El rastro de los magos supervivientes, informó Kalam al comandante, llevaba allí.

Los caballos estaban agotados, al igual que los soldados. El agua comenzaba a convertirse en un problema. Whiskeyjack ordenó un alto en el camino y montaron el campamento.

Tras la colación y con los soldados apostados en piquetes, el comandante se reunió con Kalam Mekhar junto al fuego.

El asesino tiró otro ladrillo de estiércol a las llamas y después comprobó el agua en la abollada olla que habían suspendido de un trípode sobre el fuego.

—Las hierbas de este té aliviarán la pérdida de agua una vez llegada la mañana —dijo con un murmullo el nativo de Siete Ciudades—. Tengo suerte de tenerlo, es raro y cada vez escasea más. Hace que tus orines sean densos como sopa pero más cortos. Sigues sudando, pero lo necesitas…

—Lo sé —interpuso Whiskeyjack—. Llevamos en este maldito continente tiempo suficiente como para aprender unas cuantas cosas, patrón de la Garra.

El hombre les echó un vistazo a los soldados que comenzaban a acomodarse.

—Siempre se me olvida, comandante. Sois todos tan… jóvenes.

—Tan jóvenes como tú, Kalam Mekhar.

—¿Y qué he visto yo del mundo, señor? Apenas nada. Guardaespaldas de un falah sagrado en Aren…

—¿Guardaespaldas? ¿Para qué andarse con remilgos? Eras su asesino privado.

—Mi viaje acaba de empezar, eso es lo que estaba intentando decir, señor. Tú, tus soldados… lo que habéis pasado… —Sacudió la cabeza—. Está todo ahí, en vuestros ojos.

Whiskeyjack estudió al hombre y el silencio se alargó.

Kalam revolvió la olla y sirvió dos tazas de la cocción de olor medicinal, después le pasó una al comandante.

—Los alcanzaremos mañana.

—Desde luego. Hemos cabalgado sin parar todo el día, al doble de velocidad de lo que camina un soldado a paso de marcha. ¿Cuánto nos hemos acercado a esos malditos magos? ¿Una campanada? ¿Dos? No más de dos. Están usando sendas…

El asesino frunció el ceño y sacudió poco a poco la cabeza.

—Entonces yo habría perdido el rastro, señor. Una vez que entraran en una senda, todo rastro de ellos se habría desvanecido.

—Sí. Y sin embargo las huellas siguen adelante, ininterrumpidas. ¿Cómo es posible?

Kalam miró el fuego con los ojos entrecerrados.

—No lo sé, señor.

Whiskeyjack se terminó el té amargo, dejó caer la taza al suelo, junto al asesino y después se alejó.

Un día siguió a otro, la persecución los llevó por los castigados barrancos, las quebradas y arroyos de las colinas. Descubrieron más cuerpos, figuras desecadas que Kalam iba identificando una tras otra: Renisha, un hechicero del Alta Meanas; Keluger, un sacerdote séptimo de D’riss, el Gusano del Otoño; Narkal, el mago-guerrero que había jurado lealtad a Fener y aspiraba al título de espada mortal del dios; Ullan, la sacerdotisa soletaken de Soliel.

Las privaciones se cobraron su precio entre los cazadores. Murieron caballos, que se despiezaron y comieron. Las bestias supervivientes adelgazaron, se demacraron. Si el rastro de los magos no hubiera llevado a Kalam y los demás sin vacilar de un manantial oculto a otro, todo el mundo habría muerto, allí, en el yermo despiadado de Raraku.

Set’alahd Crool, un mestizo jhag que una vez había hecho retroceder media docena de varas a Dassem Ultor con un contraataque furioso, con la espada encendida por la bendición de un ascendiente desconocido; Etra, una de las señoras de la senda Rashan; Birith’erah, mago de la senda Serc que podía bajar tormentas del cielo; Gellid, bruja de la senda Tennes…

Y ya no quedaba más que uno, siempre por delante, esquivo, su presencia revelada solo por las huellas ligeras que iba dejando.

Los cazadores cabalgaban envueltos en silencio. El silencio de Raraku. Sosegado, agudizado, templado bajo el sol. Los caballos rivalizaban bajo ellos, flacos y desafiantes, incansables y con las miradas salvajes.

Whiskeyjack tardó en entender lo que vio en la cara de Kalam cuando el asesino lo miró a él y a sus soldados, tardó en comprender que los ojos entrecerrados del homicida contenían incredulidad, asombro y algo más que un poco de miedo. Y, sin embargo, el propio Kalam había cambiado. No se había alejado mucho de la tierra que era su hogar, pero un mundo entero había pasado bajo sus pies.

Raraku se había apoderado de todos.

Subieron por un canal escarpado y rocoso a través de una fisura erosionada, las paredes de caliza manchadas y llenas de pozos. Salieron a un anfiteatro natural y allí, sentado con las piernas cruzadas en un peñasco del otro lado del claro, esperaba el último mago.

Vestía poco más que andrajos, estaba demacrado, con la piel oscura agrietada y desprendida, un brillo duro en los ojos, quebradizo como la obsidiana.

Kalam tiró de las riendas con un movimiento que más pareció una tortura, pero consiguió darle la vuelta al caballo y fijar la vista en Whiskeyjack.

—Adaephon Delat, mago de Meanas —dijo con voz ronca y seca, los labios partidos se crisparon en una sonrisa—. Nunca fue gran cosa, señor. Dudo que sea capaz de reunir una gran defensa.

Whiskeyjack no dijo nada. Esquivó con su montura al asesino y se acercó al mago.

—Una pregunta —dijo el mago, su voz apenas era un susurro y sin embargo se transmitía con claridad por el anfiteatro.

—¿Qué?

—¿Se puede saber quién eres, en el nombre del Embozado?

Whiskeyjack alzó una ceja.

—¿Importa mucho?

—Hemos cruzado Raraku entero —dijo el mago—. Al otro lado de estos acantilados está el camino que baja a G’danisban. Me has perseguido por todo el desierto sagrado… dioses, no hay hombre que valga eso. ¡Ni siquiera yo!

—Había otros once contigo, mago.

Adaephon Delat se encogió de hombros.

—Yo era el más joven, el más sano, con mucho. Y sin embargo ahora, al fin, hasta mi cuerpo se ha rendido. Ya no puedo seguir adelante. —Sus ojos oscuros miraron tras Whiskeyjack—. Comandante, tus soldados…

—¿Qué pasa con ellos?

—Son más… y menos. Ya no son lo que en otro tiempo fueron. Raraku, señor, ha quemado los puentes de su pasado, todos y cada uno, ha desaparecido todo. —Miró a Whiskeyjack a los ojos, maravillado—. Y son todos tuyos. Alma y corazón. Son tuyos.

—Más de lo que crees —dijo Whiskeyjack. Después alzó la voz—. Seto, Violín, ¿hemos llegado?

—¡Sí! —dijeron dos voces a coro.

Whiskeyjack vio la tensión repentina del mago. Después de un momento, el comandante se giró en la silla. Kalam permanecía sentado muy tieso en su caballo, una decena de metros más atrás, con el sudor chorreándole por la frente. Tras él, lo flanqueaban Violín y Seto, los dos apuntando con las ballestas al asesino. Whiskeyjack sonrió y volvió a mirar a Adaephon Delat.

—Vosotros dos habéis jugado una partida extraordinaria. Violín husmeó las comunicaciones secretas, los rostros pétreos y marcados, las posturas de los cuerpos, los dedos encogidos, uno, dos, tres, lo que hiciera falta para completar el código, habríamos podido terminar con esto hace una semana, pero para entonces ya me había… picado la curiosidad. Once magos. Una vez que la primera te reveló sus ancestrales conocimientos (conocimientos que ella era incapaz de usar), ya solo era cuestión de negociar. ¿Qué alternativa tenían los otros? Muerte a manos de Raraku, o a mis manos. O… una especie de salvación. ¿Pero lo fue, después de todo? ¿Sus almas claman ahora en tu interior, Adaephon Delat? ¿Chillan acaso para huir de su nueva prisión? No obstante, me queda una incógnita. Ese juego, entre Kalam y tú, ¿con qué fin?

La ilusión de las privaciones se fue desvaneciendo poco a poco del rostro del mago, que reveló a un hombre joven, sano y robusto. Consiguió esbozar una sonrisa tensa.

—El clamor se ha… calmado un tanto. Hasta el espectro de una vida es mejor que el abrazo del Embozado, comandante. Hemos logrado un… equilibrio, podría decirse.

—Y albergas ahora poderes inimaginables.

—Formidables, es cierto, pero no tengo deseo alguno de utilizarlos ahora. ¿La partida que jugamos, Whiskeyjack? Solo de supervivencia. Al principio. No pensamos que lo conseguirías, para ser sinceros. Creímos que Raraku terminaría por reclamar tu vida, y supongo que lo hizo, en cierta manera, aunque no del modo que yo habría anticipado. En lo que tú y tus soldados os habéis convertido… —Sacudió la cabeza.

—En lo que nos hemos convertido —dijo Whiskeyjack— lo has compartido tú. Kalam y tú.

El mago asintió poco a poco.

—De ahí este fatídico encuentro. Señor, Kalam y yo te seguiremos a partir de ahora. Si nos aceptas.

Whiskeyjack gruñó.

—El emperador os apartará de mi lado.

—Solo si se lo dices, comandante.

—¿Y Kalam? —Whiskeyjack volvió la cabeza y miró al asesino.

—La Garra no se sentirá muy… complacida —dijo el hombre sin alzar la voz. Después sonrió—. Lo siento por Torva.

Whiskeyjack hizo una mueca y se giró un poco más para examinar a sus soldados. Aquellas caras se podrían haber tallado en piedra. Una compañía sacada de los desechos del ejército, convertida en un núcleo duro y brillante.

—Dioses —susurró por lo bajo—, ¿qué hemos hecho aquí?

El primer combate sangriento de los Abrasapuentes fue la reconquista de G’danisban. Un mago, un asesino y setenta soldados que entraron como un huracán en un fuerte rebelde de cuatrocientos guerreros del desierto y los aplastaron en una sola noche.

La luz del farol casi se había consumido, pero las paredes de la tienda revelaban las suaves primeras luces del amanecer. Los sonidos de un campamento que se despertaba y se preparaba para la marcha se alzaron poco a poco y llenaron el silencio que se hizo tras el relato de Whiskeyjack.

Anomander Rake suspiró.

—Cambio del alma.

—Sí.

—He oído hablar del cambio de un alma, se envía a un recipiente preparado para ella. Pero meter once almas, once magos, en el cuerpo ya ocupado de un duodécimo… —Sacudió la cabeza sin poder creérselo—. Muy osado, sin duda. Ya entiendo por qué Ben el Rápido me pidió que no lo sondeara más. —Alzó entonces los ojos—. Y sin embargo, aquí, esta noche, lo has desvelado. No pedí…

—Haberlo pedido, mi señor, habría sido un atrevimiento —dijo Whiskeyjack.

—Entonces me comprendiste.

—El instinto —sonrió el malazano—. Yo también confío en el mío, Anomander Rake.

El tiste andii se levantó de la silla.

Whiskeyjack siguió su ejemplo.

—Me impresionó —dijo Rake— que te prepararas para defender a la pequeña Zorraplateada.

—Y a mí a su vez me impresionó que tú te contuvieras.

—Sí —murmuró el caballero de la Oscuridad con los ojos de repente desviados y un leve ceño marcándole la frente—. El misterio de ese querubín…

—¿Disculpa?

El tiste andii sonrió.

—Estaba recordando mi primer encuentro con el que se llama Kruppe.

—Me temo, mi señor, que Kruppe es un misterio sobre el que nada puedo revelar. De hecho, creo que es un esfuerzo que con toda probabilidad nos derrotaría a todos.

—Puede que en eso tengas razón, Whiskeyjack.

—Ben el Rápido parte por la mañana para reunirse con Paran y los Abrasapuentes.

Rake asintió.

—Procuraré mantener las distancias, no sea que se ponga nervioso. —Después de un momento, el tiste andii le tendió la mano al otro.

Se estrecharon las muñecas.

—Una agradable velada, esta —dijo Rake.

Whiskeyjack hizo una mueca.

—No soy de los que hilan relatos entretenidos. Agradezco tu paciencia.

—Quizá pueda equilibrar la balanza alguna otra noche, yo también tengo unas cuantas historias.

—No me cabe la menor duda —consiguió decir Whiskeyjack.

Se soltaron y el comandante se volvió hacia la entrada.

Tras él habló Rake.

—Una última cosa. Zorraplateada no tiene nada que temer de mí. Es más, le daré instrucciones a Kallor en consecuencia.

Whiskeyjack miró al suelo un momento.

—Te lo agradezco, mi señor —dijo sin aliento, después salió de la tienda.

Por los dioses del inframundo, esta noche he hecho un amigo. ¿Cuándo fue la última vez que me topé con tal don? No me acuerdo. Por el aliento del Embozado, ya ni me acuerdo.

Delante de la entrada de la tienda, Anomander Rake observó al hombre que se alejaba cojeando por el camino.

El murmullo suave de unas garras se acercó por detrás.

—Maestro —murmuró Arpía—, ¿ha sido una idea inteligente?

—¿A qué te refieres? —preguntó el hombre con aire distraído.

—Hay que pagar un precio por hacer amigos entre mortales de vida tan efímera, como bien puedes dar fe por tus propios, típicos y trágicos recuerdos.

—Ten cuidado, vieja bruja.

—¿Niegas acaso la verdad de mis palabras, mi señor?

—Se puede hallar un valor precioso en la brevedad.

El gran cuervo ladeó la cabeza.

—¿Una observación honesta? ¿Una advertencia peligrosa? ¿Una sabiduría retorcida y en exceso desgraciada? Dudo que vayas a explicarte mejor. No lo harás, ¿verdad? ¡Me dejarás con la duda, picoteando sin cesar en una obsesión que me tendrá en vilo! ¡Qué cerdo!

—¿Percibes el olor de la carroña en el viento, querida? Te juro que yo sí. ¿Por qué no vas a buscarla? Ahora. En este mismo instante. Y una vez que te hayas llenado la barriga, vete a buscar a Kallor y tráemelo.

Con una mueca desdeñosa, el gran cuervo salió de un salto y extendió las alas, como una explosión, que alzaron a la enorme ave a los cielos.

—Korlat —murmuró Rake—. Ven a verme, por favor. —Se giró hacia el interior de la tienda. Unos minutos después llegó Korlat. Rake siguió mirando la pared posterior.

—¿Mi señor?

—Voy a ausentarme por un breve espacio de tiempo. Siento la necesidad de buscar el consuelo de Silannah.

—Ella agradecerá tu regreso, mi señor.

—Una ausencia de solo unos días, nada más.

—Comprendido.

Rake la miró entonces.

—Extiende tu protección a Zorraplateada.

—Me complacen esas instrucciones.

—Ponle observadores invisibles también a Kallor. Si acaso errase, acude a mí al instante, pero no dudes en hacer caer toda la fuerza de los tiste andii sobre él. Como mínimo, puedo presenciar la reunión de sus pedazos.

—¿Toda la fuerza, mi señor? No lo hemos hecho hace mucho, mucho tiempo. ¿Crees que será necesario destruir a Kallor?

—No puedo estar seguro, Korlat. ¿Por qué arriesgarnos a otra cosa?

—Muy bien. Comenzaré los preparativos para la unión de nuestras sendas.

—Veo que te inquieta de todos modos.

—Hay mil cien tiste andii, mi señor.

—Soy consciente de ello, Korlat.

—En el encadenamiento no éramos más que cuarenta y sin embargo destruimos todo el reino del dios Tullido, bien es cierto que era un reino naciente. No obstante, mi señor. Mil cien… nos arriesgamos a devastar todo este continente.

Los ojos de Rake se velaron.

—Aconsejaría cierta contención en las fuerzas desencadenadas, Korlat, si acaso resultara necesario liberar de forma colectiva el Kurald Galain. Brood no se pondría muy contento. Sospecho que Kallor no va a precipitarse en ninguna circunstancia, en cualquier caso. No son más que simples precauciones.

—Comprendido.

Anomander Rake se volvió de nuevo hacia el interior de la tienda.

—Eso será todo, Korlat.

La mhybe soñaba. Una vez más, después de tanto tiempo, se encontró vagando por la tundra; los líquenes y el musgo crujían bajo sus pies mientras la bañaba un viento seco que olía a hielo muerto. Caminaba sin dolores, no oía el estertor profundo de su pecho al respirar el aire vivificante. Había regresado, comprendió, al lugar donde había nacido su hija.

La senda de Tellann, un lugar no dónde, sino cuándo. El tiempo de la juventud. Para el mundo. Para mí.

Levantó los brazos y vio su tersura ambarina, los tendones y las venas marcadas de las manos resultaban casi imperceptibles bajo la carne regordeta.

Soy joven. Soy como debería ser.

No era un don. No, era una tortura. Sabía que estaba soñando, sabía lo que encontraría cuando despertase.

Un pequeño rebaño de unas bestias antiguas y extintas provocaba un trueno suave por la tierra dura bajo sus pies protegidos por mocasines, tierra que corría paralela al sendero que ella había elegido junto a una cordillera, sus lomos encorvados aparecían de vez en cuando sobre la cima, un flujo desdibujado de un color ocre quemado. Algo en su interior se agitó, un júbilo quedo que respondía a la majestad de aquellas criaturas.

Emparentados con los bhederin, solo que más grandes, con cuernos que se extienden a los lados, inmensos, majestuosos.

Miró abajo y detuvo sus pasos. Unas huellas cruzaban el sendero. Unos pies envueltos en cuero que perforaban el quebradizo liquen. Ocho, nueve individuos.

¿Imass de carne y hueso? ¿El invocahuesos Pran Chole y sus compañeros? ¿Quién camina esta vez por el paisaje de mis sueños?

La mhybe abrió los ojos con un parpadeo a una oscuridad húmeda. Un dolor sordo le envolvió los huesos mermados. Unas manos nudosas acercaron las pieles a su barbilla para defenderla del frío. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y miró al cielo con un parpadeo, aquel techo desvaído e inclinado de la tienda de cuero, después exhaló un suspiro lento y agónico.

—Espíritus de los rhivi —susurró—, llevadme ahora, os lo ruego. Poned fin a esta vida, por favor. Jaghan, Iruth, Mendalan, S’ren Tahl, Parid, Neprool, Manek, Ibindur, os nombro a todos, llevadme, espíritus de los rhivi…

El estertor de su aliento, el latido obstinado de su corazón… los espíritus hacían oídos sordos a su plegaria. Con un suave gimoteo, la mhybe se irguió y estiró la mano para coger su ropa.

Salió tambaleándose a la luz brumosa. El campamento rhivi despertaba a su alrededor. A un lado oyó el mugido de los bhederin, sintió el rumor inquieto en el suelo y después los gritos de los jóvenes de la tribu que regresaban tras pasar la noche vigilando el ganado. Salían figuras de las tiendas cercanas, voces que resonaban con suavidad con los saludos rituales al amanecer.

Iruth met inal barku sen netral… ¡ah’rhitan! Iruth met inal…

La mhybe no cantó. En su interior no había alegría por la llegada de un nuevo día.

—Mi querida muchacha, tengo justo lo que necesitas.

Se volvió al oír la voz. El daru Kruppe anadeaba por el camino hacia ella con una pequeña caja de madera aferrada entre las manos regordetas.

La mhybe consiguió esbozar una sonrisa irónica.

—Disculpa si dudo de tus regalos. La experiencia pasada…

—Kruppe ve más allá del velo de arrugas, querida mía. En todo. Pues su amante de medianoche es la fe, una ayuda leal cuyo cariñoso roce Kruppe sabe apreciar en lo que vale. Los intereses mercantiles —continuó al llegar junto a ella y con los ojos clavados en la caja— rinden buenos regalos, aunque inesperados. Dentro de este modesto receptáculo aguarda un tesoro que te ofrezco a ti, querida.

—No me sirven de nada los tesoros, Kruppe, aunque te lo agradezco.

—Una historia que merece la pena relatar, Kruppe te lo asegura. Al extender la red de túneles que entran y salen de las afamadas cavernas de botín gaseoso que hay bajo la bella Darujhistan, se hallaron cámaras labradas en algunos sitios, paredes reveladas a cada golpe de un sinfín de picos de asta y sobre las dichas superficies ondeantes se encontraron escenas gloriosas del pasado distante. Pintadas con saliva y carbón, con hematites y sangre, con mocos y el Embozado sabrá que más, pero había más. Mucho más que eso. Pedestales, tallados a modo de toscos altares, y sobre esos altares… ¡esto!

Levantó la tapa de la caja.

Al principio la mhybe creyó que estaba mirando una colección de hojas de pedernal que descansaban sobre unos brazaletes extrañamente forjados, al parecer del mismo díscolo material. Después entrecerró los ojos.

—Sí —susurró Kruppe—. Elaborados como si de verdad fueran de pedernal. Pero no, son de cobre. Cobre batido, el mineral extraído puro de las venas de las rocas, aplastado bajo piedras pesadas. Capa tras capa. Moldeado, trabajado, hasta reflejar un legado. —Kruppe alzó los ojitos y los clavó en los de la mhybe—. Kruppe ve el dolor de tus crispados huesos, querida mía, y lo lamenta. Estos objetos de cobre no son herramientas, sino adornos que pueden ponerse alrededor del cuerpo. Verás que las hojas tienen broches adecuados para las chanclas de cuero. Encontrarás pulseras para las muñecas y los tobillos, brazaletes para los brazos y… eh, gargantillas. Son objetos que te serán útiles… para aliviar tus dolores. Cobre, el primer regalo de los dioses.

A la mhybe le hizo gracia su propio sentimentalismo y se limpió las lágrimas de las arrugadas mejillas.

—Te lo agradezco, amigo Kruppe. Nuestra tribu conserva el conocimiento de las propiedades curativas del cobre. Pero cielos, no están a prueba de la vejez…

Los ojos del daru lanzaron un destello.

—La historia de Kruppe no ha terminado todavía, muchacha. Se hizo bajar a eruditos a esas cámaras, mentes perspicaces dedicadas a los misterios de la antigüedad. Los altares, uno en cada cámara… ocho en total… orientados de forma individual, las pinturas que desplegaban imágenes toscas pero innegables. Representaciones tradicionales. Ocho cuevas, cada una identificada con claridad. Sabemos las manos que tallaron cada una de ellas, los artistas se identificaron, y los mejores videntes de Darujhistan lo confirmaron. Conocemos, querida, los nombres de aquellos a quienes pertenecían estos adornos. —Metió la mano en la caja y sacó una hoja—. Jaghan. —La dejó y cogió una pulsera de tobillo—. S’ren Tahl. Y aquí, esta diminuta punta de flecha infantil… Manek, el golfillo rhivi, un guasón, ¿no es así? Kruppe siente cierta afinidad con ese pequeño embustero, Manek, oh, sí. Manek, a pesar de todos sus juegos y engaños, tiene un corazón inmenso, ¿no es cierto? Y mira estos brazaletes. Iruth, ¿ves lo pulidos que están? El fulgor del amanecer capturado aquí, en este metal batido…

—Imposible —susurró la mhybe—. Los espíritus…

—Fueron en otro tiempo personas de carne y hueso. Mortales en otro tiempo. Esa primera banda de rhivi, ¿quizá? La fe —dijo Kruppe con una sonrisa melancólica— siempre es una amante agradecida. Y ahora, tras terminar tu aseo matinal, Kruppe espera ver los dichos objetos adornándote. Durante los días que han de venir, durante las noches que aún han de pasar. Vasija sagrada, aférrate a esta fe.

La mhybe no pudo decir nada. Kruppe le ofreció la caja y ella aceptó el peso en sus manos.

¿Cómo lo sabías? Esta mañana de todas las mañanas, al despertar en las cenizas del abandono. Despojada de las creencias de toda una vida. ¿Cómo lo supiste, mi querido y engañoso hombre?

El daru dio un paso atrás con un suspiro.

—¡Los rigores de este parto han dejado a Kruppe agotado y muerto de hambre! La caja hizo temblar estos apéndices demasiado civilizados.

La mujer sonrió.

—¿Los rigores del parto, Kruppe? Yo podría contarte una cosa o dos.

—No me cabe duda, pero no desesperes de recibir algún día tu justa recompensa, muchacha. —Le guiñó un ojo, se dio la vuelta y se alejó sin prisas. Unos pasos después, Kruppe se detuvo y se giró—. Ah, Kruppe te informa también que la fe tiene un hermano gemelo igual de dulce, son los sueños. Desechar tal dulzura es rechazar la verdad de estos dones, muchacha. —Agitó una mano en un pequeño saludo y después se volvió otra vez.

Continuó caminando y momentos después lo perdió de vista. Tan parecido a Manek, sin duda. Has enterrado algo aquí, ¿verdad, Kruppe? Fe y sueños. ¿Sueños de esperanza y deseos? ¿O los sueños del descanso y el sopor?

¿De quién era el camino que crucé anoche?

Ochenta y cinco leguas al noroeste, Rapiña se echó en la ladera recubierta de hierba y entrecerró los ojos mientras veía los últimos quorls (motas diminutas que contrastaban con el cielo del color del mar) despareciendo por el oeste.

—Si tengo que sentarme un instante más en uno de esos —gruñó una voz a su lado— que alguien me mate ya y reciba mis bendiciones por su piedad.

La cabo cerró los ojos.

—Si estás dando permiso para que alguien te retuerza el pescuezo, Azogue, te apuesto lo que quieras a que alguien te tomará la palabra antes de que termine el día.

—¡Cómo puedes decir algo tan terrible, Rapiña! ¿Qué me ha hecho tan impopular? No he hecho na a nadie ni cómo, ¿a que no?

—Dame un momento para descubrir lo que acabas de decir y te contesto lo que siento.

—No es que no tenga sentido lo que dije, mujer, y lo sabes. —Después bajó la voz—. Además, es culpa del capitán…

—De eso nada, sargento y esos murmullos no son justos, maldita sea, y podrían terminar escupiéndote veneno justo en los ojos. Este asunto lo tramaron Whiskeyjack y Dujek. Si te apetece maldecir a alguien, prueba con ellos.

—¿Maldecir a Whiskeyjack y a Unbrazo? De eso nada.

—Entonces deja de gruñir.

—Dirigirte a tu superior con ese tono te hace acreedora del papel de pinche del día, cabo. Quizá mañana también, si me apetece.

—Dioses —murmuró la cabo—, cómo odio a los hombres bajos con grandes bigotes.

—Nos ponemos en plan personal, ¿eh? Muy bien, esta noche también puedes fregar los platos y las ollas. Y tengo una comida muy complicada en mente. Algo peludo relleno de higos…

Rapiña se sentó de golpe con los ojos muy abiertos.

—¿No nos harás comer la camisa de pelo de Eje, verdad? ¿Con higos?

—¡Liebre, idiota! Esos animalitos de cuatro patas que viven en agujeros, vi una brazada de ellas en el fardo de comida. Con higos, he dicho. Hervida. Y salsa de moras rojas con ostras de agua dulce…

Rapiña volvió a echarse con un gruñido.

—Prefiero la camisa de pelo, gracias.

El viaje había sido penoso, con pocas paradas y demasiado breves. Y los moranthianos negros tampoco eran una gran compañía. Prácticamente mudos, distantes y lúgubres, Rapiña todavía tenía que ver a uno de esos guerreros quitarse la armadura. La llevaban como una segunda piel quitinosa. Su comandante, Torzal, y su quorl era lo único que quedaba de la escuadrilla que los había trasladado a los pies de la cordillera Barghastiana. Al capitán Paran le había tocado la tarea de comunicarse con el comandante de los moranthianos negros, y que Oponn le sonría.

Los quorls los habían llevado hasta lo más alto y habían volado toda la noche, el aire había sido gélido. A Rapiña le dolían todos los músculos. Con los ojos otra vez cerrados, se quedó escuchando a los otros abrasapuentes que preparaban el equipo y las provisiones de comida para la siguiente etapa del viaje. A su lado, Azogue murmuraba por lo bajo una lista aparentemente interminable de quejas.

Se acercaron unas botas pesadas que por desgracia se detuvieron justo delante de ella y le taparon el sol de la mañana. Después de un momento, Rapiña abrió un ojo.

Pero la atención del capitán Paran, sin embargo, se centraba en Azogue.

—Sargento.

Los murmullos de Azogue se detuvieron de pronto.

—¿Señor?

—Al parecer, Ben el Rápido se ha retrasado. Tendrá que alcanzarnos y tu pelotón le proporcionará la escolta. El resto de nosotros, con Trote, partiremos pronto. Detoran ha separado el equipo que vas a necesitar.

—Como digas, señor. Esperaremos a la serpiente, entonces, ¿cuánto tiempo deberíamos darle antes de salir detrás de vosotros?

—Eje me asegura que la demora no será mucha. Esperamos a Ben el Rápido en algún momento de hoy.

—¿Y si no aparece?

—Aparecerá.

—Pero ¿y si no?

Paran se largó con un gruñido.

Azogue se giró y miró a Rapiña con expresión perpleja.

—¿Y si Ben el Rápido no aparece?

—Serás idiota, Azogue.

—¡Es una pregunta lógica, coño! ¿Por qué se sulfura tanto?

—Por ahí dentro tienes un cerebro, sargento, ¿por qué no lo usas? Si no aparece el mago, es que algo ha salido francamente mal y si eso ocurre, más vale que salgamos pitando, adonde sea siempre que sea lejos. De todo.

El rostro colorado de Azogue empalideció.

—¿Y por qué no iba a llegar? ¿Qué ha pasado, Rapiña…?

—¡No ha pasado nada, Azogue! ¡Por el aliento del Embozado! Ben el Rápido llegará hoy, ¡tan seguro como que el sol acaba de salir y ya te está cociendo el cerebro! Mira a los nuevos miembros de tu pelotón, sargento, Mazo, allí, y Seto, ¡nos estás avergonzando a todos!

Azogue lanzó un gruñido y se puso en pie.

—¿Qué estáis mirando, sapos? ¡A trabajar! Tú, Mazo, échale una mano a Detoran, ¡quiero esas piedras del fuego planas! Si la olla se ladea porque no lo estaban, lo vas a lamentar y no exagero. Y tú, Seto, vete a buscar a Eje…

El zapador señaló colina arriba.

—Está justo ahí, sargento. Comprobando ese árbol al revés.

Con las manos en las caderas, Azogue giró en redondo y después asintió poco a poco.

—Y no me extraña. ¿Se puede saber qué clase de árbol crece al revés? Un hombre inteligente no puede evitar sentir curiosidad.

—Pues si tanta curiosidad tienes —murmuró Rapiña—, ¿por qué no vas a mirar tú?

—Quia, ¿para qué? Vete a recoger a Eje, Seto. Paso ligero.

—¿Paso ligero colina arriba? Beru me libre, Azogue, ¡que no es como si fuéramos a alguna parte!

—Ya me has oído, soldado.

El zapador frunció el ceño y empezó a subir la ladera al trote. A los pocos pasos frenó el paso hasta convertirlo en un tambaleo. Rapiña esbozó una gran sonrisa.

—Pero bueno, ¿dónde está Mezcla? —quiso saber Azogue.

—Justo aquí, a tu lado, señor.

—¡Por el aliento del Embozado! ¡Deja de hacer eso! ¿Pero dónde te habías metido?

—En ninguna parte —respondió la mujer.

—Mentirosa —dijo Rapiña—. Te vi escabulléndote por el rabillo del ojo, Mezcla. Eres mortal, después de todo.

La joven se encogió de hombros.

—Oí una conversación interesante entre Paran y Trote. Resulta que el cabrón barghastiano una vez tuvo un rango bastante alto en su propia tribu. Algo que ver con todos esos tatuajes. Bueno, el caso es que resulta que estamos aquí para buscar a la tribu local más grande, las Caras Blancas, con el objetivo de reclutar su ayuda. Una alianza contra el Dominio Painita.

Rapiña lanzó un bufido.

—Nos traen volando y después nos dejan a los pies de la cordillera Barghastiana, ¿qué creías que tramábamos?

—Solo que hay un problema —continuó la mujer con tono lacónico mientras se examinaba las uñas—. Trote nos conseguirá un cara a cara sin que nos ensarten a todos como pinchos morunos, pero puede que termine enfrentándose a un desafío o dos. Combate personal. Si gana, vivimos todos. Si consigue que lo maten…

Azogue se quedó con la boca abierta, el bigote se le crispaba como si hubiera adquirido vida propia.

Rapiña gimió.

El sargento giró en redondo.

—¡Cabo, vete a buscar a Trote! Siéntate con esa piedra de amolar tan chula que tienes y que afile bien sus armas…

—¡Oh, en serio, Azogue!

—¡Tenemos que hacer algo!

—¿Sobre qué?

Azogue volvió a darse la vuelta en redondo.

—¡Eje, gracias a la Reina! ¡Trote va a conseguir que nos maten a todos!

El mago se encogió de hombros bajo la camisa de pelo.

—Eso explica todos esos espíritus agitados que hay en esta colina. Supongo que lo huelen…

—¿Oler? ¿Agitados? ¡Por los huesos del Embozado, estamos acabados!

Reunido con el resto de los abrasapuentes, los ojos de Paran se entrecerraron y se clavaron en el pelotón que se encontraba a los pies del túmulo.

—¿Qué tiene a Azogue tan alterado? —se preguntó en voz alta.

Trote enseñó los dientes.

—Mezcla estuvo por aquí —dijo con voz ronca—. Lo oyó todo.

—Ah, estupendo, ¿por qué no dijiste nada?

El barghastiano encogió los anchos hombros y no dijo nada.

El capitán hizo una mueca y se acercó al comandante de los moranthianos negros.

—¿Ese quorl tuyo ya ha descansado bastante, Torzal? Te quiero muy por encima de nosotros. Quiero saber cuándo nos han visto…

El casco quitinoso negro se giró para mirarlo.

—Ya son conscientes de vuestra presencia, noble.

—Con capitán basta, Torzal. No me hace falta que me recuerden mi preciosa sangre. Así que ya son conscientes, ¿eh? ¿Cómo? Y lo que es igual de importante, ¿cómo sabes tú que lo saben?

—Nos encontramos en su tierra, capitán. El alma que tenemos debajo es la sangre de sus ancestros. La sangre susurra. Los moranthianos oyen.

—Me sorprende que puedas oír algo dentro de ese casco que llevas —murmuró Paran, cansado e irritado—. Da igual. De todos modos te quiero sobrevolándonos.

El comandante asintió con lentitud.

El capitán se giró y examinó a su compañía. Soldados veteranos, prácticamente todos y cada uno de ellos. Silenciosos, temibles y profesionales. Se preguntó cómo sería ver por los ojos de cualquiera de ellos, a través de las capas del agotamiento del alma que Paran apenas había empezado a encontrar en su interior. Soldados ahora y soldados hasta el fin de sus días, ninguno se atrevería a irse en busca de paz. La solicitud y la calma liberarían esa prisión segura del control frío, lo único que los mantiene cuerdos.

Whiskeyjack le había dicho a Paran que, una vez terminara esa guerra, retirarían a los Abrasapuentes. Por la fuerza si era necesario.

Los ejércitos tenían tradiciones y esas tradiciones tenían menos que ver con la disciplina que con las peligrosas verdades del espíritu humano. Rituales al comienzo, compartidos entre todos y cada uno de los reclutas. Y rituales al concluir, un punto final formal que era un reconocimiento, reconocimiento en todo lo imaginable. Rituales que necesitaban. Que les regalaban una especie de cordura, una forma de enfrentarse a la realidad. No se podía enviar a un soldado sin una guía, no se le podía abandonar y dejar perdido en algo irreconocible e indiferente. Recordar y honrar lo inefable. Sin embargo, una vez terminado, ¿qué es el que una vez fue soldado? ¿En qué se convierte ese hombre o mujer? ¿Un futuro entero que transcurre caminando hacia atrás, con los ojos en el pasado, en sus horrores, sus pérdidas, su dolor, una vida de pura angustia? El ritual es un modo de darle la vuelta para que mire hacia delante, una mano amable y respetuosa en el hombro, como una guía.

El dolor era un susurro constante y leve en el interior de Paran, una marea que no avanzaba ni se retiraba, pero de todos modos amenazaba con ahogarlo.

Y cuando las Caras Blancas nos encuentren… todos y cada uno de los hombres y mujeres que están aquí podrían terminar con la garganta rebanada, y que la Reina me ayude, pero me empiezo a preguntar si no nos harían un favor. Que la Reina me ayude

Un aleteo rápido y el quorl se alzó en el aire con el comandante de los moranthianos negros encaramado a la silla tallada.

Paran lo observó elevarse un momento más con el estómago revuelto, después se volvió hacia su compañía.

—En pie, abrasapuentes. Hora de partir.

El aire cerrado y oscuro estaba lleno de una bruma enfermiza. Ben el Rápido sentía que se movía a través de ella, su voluntad luchaba como un nadador contra una corriente salvaje. Después de unos momentos más, dejó de sondear y se deslizó de lado por otra senda más.

No le fue mucho mejor. Se había filtrado una especie de infección desde el mundo físico que había detrás y estaba corrompiendo cada sendero de hechicería que había probado. Luchó contra las náuseas y continuó adelante.

Esto tiene el hedor del dios Tullido… pero el enemigo a cuyas tierras nos aproximamos es el Vidente Painita. Cierto, un medio obvio de autodefensa, suficiente para explicar la coincidencia. Claro que, ¿desde cuándo creo yo en las coincidencias? No, esa mezcla de aromas insinuaba una verdad más profunda. Ese cabrón de ascendiente bien puede estar encadenado y su cuerpo roto, pero percibo su mano, incluso aquí, retorciendo hilos invisibles.

La más leve de las sonrisas acarició los labios del mago. Un digno reto.

Cambió de senda una vez más y se encontró tras el rastro de… algo. Tenía delante una presencia que dejaba una pista fría, extrañamente exánime. Bueno, quizá no sea tan sorprendente, estoy recorriendo el borde del mismísimo reino del Embozado, después de todo. No obstante… La inquietud bañó su interior como una granizada, pero contuvo el nerviosismo. La senda del Embozado estaba resistiendo el veneno mejor que muchas otras de las que había probado Ben el Rápido.

El suelo que pisaba era de arcilla, húmedo y pegajoso, el frío se filtraba a través de los mocasines del mago. Una luz tenue e incolora bajaba de un cielo informe que no parecía más alto que un techo. La calima que llenaba el aire era aceitosa, lo bastante densa a ambos lados como para que el sendero pareciera un túnel.

Ben el Rápido ralentizó el ritmo. El camino arcilloso ya no era liso. Lo cruzaban unas incisiones profundas, glifos en columnas y paneles. Una escritura primitiva, sospechaba el mago, y sin embargo… Se agachó y estiró la mano.

—Recién tallado… o intemporal. —Al percibir un leve cosquilleo en el contacto, retiró la mano—. Protecciones, quizá. Vínculos.

Ben el Rápido pisó con cuidado para evitar los glifos y se adelantó.

Rodeó un amplio agujero lleno de guijarros pintados, ofrendas al Embozado de algún templo sagrado, sin duda, bendiciones y plegarias en un millar de idiomas de un sinfín de suplicantes. Y aquí yacen. Inadvertidos, pasados por alto u olvidados. Hasta los clérigos mueren, Embozado, ¿por qué no darles un buen uso y que limpien todo esto? De todos nuestros rasgos para sobrevivir al paso de la muerte, seguro que la obsesión debe de encontrarse entre los más valorados.

Las incisiones se hacían más densas, más atestadas, lo que obligó al mago a ralentizar sus pasos todavía más. Estaba empezando a ser difícil encontrar un espacio despejado en la arcilla para posar los pies. La hechicería vinculada, las madejas susurradas de poder que se manifestaban allí, en el suelo del reino del Embozado.

Una decena de metros más adelante había un objeto pequeño y desaliñado rodeado de glifos. El ceño de Ben el Rápido se profundizó cuando se acercó más. Como lo que se necesita para hacer un fuego… palos, hierbas retorcidas en una chimenea redonda y pálida.

Entonces lo vio temblar.

Ah, todos esos hechizos vinculantes te pertenecen a ti, pequeño. Tu alma atrapada. Lo que yo le hice una vez a ese mago, Mechones, alguien te lo ha hecho a ti. Muy curioso, sin duda. Se acercó todo lo que pudo y después se agachó.

—Estás un poco desmejorado, amigo —dijo el mago.

La minúscula cabeza de bellota giró un poco y después se echó hacia atrás con temor.

—¡Mortal! —siseó la criatura en el idioma de los barghastianos—. ¡Hay que decírselo a los clanes! Yo ya no puedo continuar, mira, las protecciones continuaron, las protecciones cerraron la red, ¡estoy atrapado!

—Ya lo veo. ¿Pertenecías a las Caras Blancas, chamán?

—¡Y sigo perteneciendo!

—Y sin embargo escapaste de tu túmulo, eludiste los hechizos vinculantes de los tuyos, al menos por un tiempo, en cualquier caso. ¿Crees de veras que te darán de nuevo la bienvenida, anciano?

—¡Me sacaron a rastras de mi túmulo, idiota! Vosotros viajáis hacia los clanes, veo la verdad en tus ojos. Te contaré mi historia, mortal, y así sabrán la verdad de todo lo que les cuentes. Te daré mi verdadero nombre…

—Un ofrecimiento muy osado, anciano. ¿Qué va a evitar que te pliegue a mi voluntad?

La criatura se crispó y hubo un gruñido en su tono cuando contestó.

—No podrías ser peor que mis antiguos señores. Soy Talamandas, nacido del primer fuego del clan Anudado. El primer niño al que se dio a luz en esta tierra, ¿sabes lo que eso significa, mortal?

—Me temo que no, Talamandas.

—Mis antiguos señores, esos malditos nigromantes, se habían enfrentado al problema, mortal, estaban muy cerca de descubrir mi verdadero nombre, te digo que habían tratado el problema con garras brutales e indiferentes al dolor. Con mi nombre se habrían enterado de secretos que hasta mi propio pueblo ha olvidado hace mucho tiempo. ¿Sabes lo que significan los árboles de nuestros túmulos? No, no lo sabes. Es cierto que contienen el alma, que evitan que vague libre, pero ¿por qué?

»Llegamos a esta tierra desde los mares, surcando las inmensas aguas en canoas; el mundo era joven entonces, por nuestra sangre corrían las verdades secretas de nuestro pasado. Contempla los rostros de los barghastianos, mortal; no, contempla una calavera barghastiana despojada de piel y músculos…

—He visto… cráneos barghastianos —dijo Ben el Rápido con lentitud.

—Ah, ¿y los has visto… animados?

El mago frunció el ceño.

—No, pero algo parecido, más rechonchos, los rasgos algo más pronunciados…

—Algo, sí, algo. ¿Más rechonchos? No me extraña, nunca pasamos hambre pues el mar proveía. Es más, había entre nosotros tartheno toblakai…

—¡Erais t’lan imass! ¡Por el aliento del Embozado! Entonces… tú y los tuyos debisteis desafiar el ritual…

—¿Desafiarlo? No. Sencillamente no llegamos a tiempo, nuestra persecución de los jaghut nos había obligado a aventurarnos en los mares, a morar entre témpanos de hielo y en islas sin árboles. Y en nuestro aislamiento de nuestros parientes, entre los ancianos, los tartheno, cambiamos… cuando nuestros parientes lejanos no lo hicieron. Mortal, allí donde la tierra se mostró lo bastante generosa como para proporcionarnos un nacimiento, allí enterramos nuestras canoas… para siempre. De ahí nació la costumbre de los árboles en nuestros túmulos, aunque entre los míos ya nadie lo recuerde. Ha pasado tanto tiempo…

—Cuéntame tu historia, Talamandas. Pero antes, respóndeme a esto. ¿Qué harías… si te liberara de estas ataduras?

—No puedes.

—No es una respuesta.

—Muy bien, aunque no sirva de nada. Intentaría liberar a las primeras familias; sí, somos espíritus, venerados ahora por los clanes vivos. Pero, en muchos sentidos, los antiguos vínculos nos han mantenido en la infancia. Con buena intención, pero una maldición no obstante. Debemos ser libres. Para crecer y adquirir poder auténtico…

—Para ascender y convertiros en auténticos dioses —susurró Ben el Rápido, con los ojos muy abiertos y clavados en la andrajosa figura hecha de hierba y ramitas.

—Los barghastianos se niegan a cambiar, los vivos piensan ahora como siempre lo hicieron los vivos. Generación tras generación. Los nuestros se están extinguiendo, mortal. Nos pudrimos por dentro, pues a los ancestros se les impide guiarlos de verdad, se les impide madurar y adquirir todo su poder, nuestro poder. Para responder a tu pregunta, mortal, salvaría a los barghastianos vivos, si pudiera.

—Dime, Talamandas —preguntó Ben el Rápido con los ojos velados—, ¿la supervivencia es un derecho o un privilegio?

—Lo segundo, mortal. Lo segundo. Y hay que ganársela. Ojalá tuviera esa oportunidad. Por todo mi pueblo, ansío tener esa posibilidad.

El mago asintió poco a poco.

—Un deseo digno, anciano. —Estiró la mano con la palma hacia arriba y se la quedó mirando—. Hay sal en esta arcilla, ¿no es cierto? La huelo. La arcilla por lo general carece de aire, de vida. Desafía a los sirvientes incansables del suelo. Pero la sal, bueno… —Un terrón retorcido tomó forma en la palma de la mano de Ben el Rápido—. A veces —continuó—, la más simple de las criaturas puede derrotar a la más poderosa hechicería del modo más simple imaginable. —Los gusanos, rojos como la sangre, finos, largos y cubiertos de cilios parecidos a patas, se retorcían y arrastraban, caían en terrones al suelo salpicado de glifos—. Estos son nativos de un continente lejano. Se alimentan de sal, o eso parece; las minas de los lechos vacíos del mar de Setta están repletos de estas criaturas, sobre todo durante la estación seca. Pueden convertir la capa más dura de arcilla en arena. Para decirlo de otro modo, llevan aire a lo que carece de él. —Dejó caer el montón en el suelo y observó los gusanos que se extendían y comenzaban a excavar en el suelo—. Y se reproducen más rápido que los gusanos de la carne. Ah, ¿ves esos glifos, ahí, en los bordes? Sus vínculos se están derrumbando, ¿puedes sentir cómo se van soltando?

—Mortal, ¿quién eres?

—¿A los ojos de los dioses, Talamandas? Un simple y humilde gusano de la sal. Quiero oír ahora tu historia, anciano…