Y todos los que querrían recorrer los campos
cuando el Jabalí del Verano se pasea
con cascos que retumban al ritmo de los tambores,
y el bosque de Hierro converge
en el choque inevitable que le tiene preparado el
destino, todos,
todos son como niños, como niños una vez más.
La revelación de Fener
Destriant Dellem (¿n?)
Nacido en un mar oscuro como el vino especiado, el viento cruzaba gimiendo el campo costero de la muerte y rodeaba la Guardia Oriental en su colina baja sembrada de ladrillos, donde la luz leve de un farol rielaba entre las contraventanas trabadas de la fortaleza. La voz del viento incrementaba su volumen al subir por las murallas sin argamasa de la ciudad y lanzaba espuma salada contra sus piedras gastadas y redondeadas. Después se alzaba, y el aliento de la noche llegaba hasta las almenas y barría los merlones y los adarves antes de bajar a las calles curvadas y onduladas de Capustan, donde no se movía ni un alma.
En el parapeto de la torre de la esquina que se cernía sobre el antiguo cuartel, Karnadas se enfrentaba a la tormenta, solo; su manto de piel de jabalí se agitaba como un látigo con las salvajes ráfagas. Aunque el arco montado del parapeto protegía el acceso del sureste, desde su posición podía vislumbrar, a cuatrocientos metros al norte por la muralla, el objeto de su más fiera atención.
El palacio del príncipe Jelarkan, un edificio siniestro que semejaba un acantilado y que no se parecía a ninguna otra construcción de Capustan. Carente de ventanas, aquella estructura de piedras grises se alzaba en un caos de planos, ángulos, aleros y cornisas aparentemente sin sentido. Se levantaba muy por encima de la muralla lateral que se asomaba a la costa, y el mercenario vio en su mente enormes peñascos que se arqueaban hacia él desde el campo de la muerte que había detrás de las murallas, peñascos que se estrellaban contra sus costados y convertían el edificio en una ruina.
Poco digno de ti. ¿Dónde reside el consolador conocimiento del inmenso y cíclico barrido de la historia, el flujo y reflujo de las guerras y la paz? La paz es el momento de aguardar la guerra. Un momento de preparación, o un momento de ignorancia deliberada, ciegos, protegidos por anteojeras y parloteando tras muros de seguridad.
En el palacio, la espada mortal Brukhalian estaba enfangada en otra reunión más con el príncipe y media docena de representantes del Consejo de Máscaras. El comandante de las Espadas Grises soportaba tales maratones de marañas con lo que a Karnadas le parecía una paciencia sobrehumana. Yo jamás habría aguantado este baile de picaduras de arañas, no durante tanto tiempo, no noche tras noche, no durante semanas enteras. Con todo, es extraordinario lo que se puede conseguir cuando los debates se enconan. Cuántas de las propuestas de la espada mortal (y del príncipe Jelarkan) se han puesto ya en práctica mientras continúan las disputas incesantes y esos cabrones enmascarados pronuncian sus listas de objeciones en total ignorancia. Ya es demasiado tarde, idiotas, ya hemos hecho lo que hemos podido… para salvar vuestra maldita ciudad.
En su mente se alzó la máscara pintada y articulada del único sacerdote del Consejo con el que él y su compañía deberían haber podido contar como aliado. Rath’Fener hablaba en nombre del Jabalí del Verano, el dios patrón de las Espadas Grises. Pero la ambición política te consume, al igual que a tus rivales del Consejo. Te arrodillas ante el colmillo ensangrentando del verano y sin embargo… ¿acaso no es más que una mentira?
El viento aulló, la única respuesta a la silenciosa pregunta planteada por Karnadas. Un relámpago iluminó las nubes que se agitaban sobre la lejana bahía. Rath’Fener era uno de los sacerdotes del rango del Cetro, un veterano de la política de los templos y por tanto en la cúspide de lo que podía alcanzar un mortal dentro de los sagrados muros de Fener. Pero el Jabalí del Verano no es un dios civilizado. Rangos, órdenes y túnicas con broches de marfil… pompa secular, pequeños juegos de arrogancia que persiguen el poder mundano. No, no debo impugnar a Rath’Fener con preguntas sobre su fe, sirve a nuestro dios a su manera.
El Jabalí del Verano era la voz de la guerra. Oscuro y horrendo, tan antiguo como la propia humanidad. La canción de la batalla, los gritos de los moribundos y los vengativos, la música discordante y estrepitosa de las armas de hierro, de los escudos que resuenan con los golpes, de las flechas y virotes que pasan siseando… Y perdónanos a todos, la voz crece hasta convertirse en un rugido. No es el momento de ocultarse tras los muros del templo. Ni el momento de políticas absurdas. Servimos a Fener recorriendo la tierra empapada e hirviente, con las armas desnudas en una promesa de azogue. Somos los choques y el estruendo, los bramidos de rabia, el dolor y el terror…
Rath’Fener no era el único sacerdote del Jabalí de la ciudad que había alcanzado el rango del Cetro. Pero había una diferencia: mientras que Rath’Fener poseía la ambición (pretendía arrodillarse ante el manto del jabalí y asumir con humildad el antiguo título de destriant, vacante durante tanto tiempo), Karnadas ya lo había logrado.
Karnadas podía poner a Rath’Fener en su sitio con solo desvelar su propia posición en la jerarquía mortal. ¿En su sitio? Podría destituir al muy cabrón con un solo gesto. Pero Brukhalian le había prohibido efectuar tan dulce descubrimiento. Y no se podía influir en la espada mortal. El momento no era el más favorable, le había dicho, el fruto sería una moneda de muy poco valor. Paciencia, Karnadas, llegará el momento…
Algo nada fácil de aceptar.
—¿Es una noche propicia, destriant?
—Ah, Itkovian, no te veía ahí, en la oscuridad. Esta noche es la tormenta del Jabalí. Bueno, ¿cuánto tiempo llevas ahí, yunque del escudo? —¿Cuánto tiempo, a ese modo frío y cerrado tuyo, llevas mirando a tu sumo sacerdote? ¿Cuándo, Itkovian, hombre de modos funestos, desplegarás alguna vez tu verdadero yo?
No había forma de leer la expresión del hombre en medio de la oscuridad.
—Solo unos momentos, destriant.
—¿Te elude el sueño, señor?
—No cuando lo busco.
Al mirar la cota de malla azul del yunque del escudo, la capa de lluvia gris, los guanteletes hasta la muñeca, resbaladizos y negros por la lluvia, Karnadas asintió poco a poco.
—No me había dado cuenta que faltaba tan poco para el amanecer. ¿Anticipas una ausencia larga?
Itkovian se encogió de hombros.
—No, suponiendo que hayan cruzado de verdad en masa. Yo debo limitarme a liderar dos alas, en cualquier caso. Pero, si acaso nos encontráramos con algo más que grupos de avanzadillas, entonces se darán los primeros golpes contra el Dominio.
—Al fin —dijo el destriant con una mueca cuando otra ráfaga de viento recorrió la almena.
Reinó el silencio durante unos momentos.
Después, Karnadas se aclaró la garganta.
—¿Entonces qué es lo que te ha traído aquí, si me permites preguntar, yunque del escudo?
—La espada mortal ha regresado de su última reunión y desea hablar contigo.
—¿Y nos ha aguardado con paciencia mientras nosotros charlábamos?
—Es de imaginar, destriant.
Los dos espadas grises se volvieron hacia la escalera de caracol de la torre. Descendieron por los escalones pintados y resbaladizos entre arroyos que chorreaban por las paredes de piedra. En el tercer rellano ya podían verse el aliento. Hasta la llegada de la compañía, el cuartel había estado prácticamente deshabitado durante casi un siglo. El frío que se había filtrado por los gruesos muros de la antigua fortaleza desafiaba cualquier esfuerzo por disiparlo. Entre las estructuras más importantes de Capustan, precedía a la fortaleza Daru (bautizada de nuevo como salón del vasallaje y hogar del Consejo de Máscaras) y a todas las demás construcciones, con la excepción del palacio del príncipe Jelarkan. Y ese palacio no fue levantado por manos humanas, desde luego que no. Lo juraría por la joroba erizada del Fener.
Al llegar al piso bajo, Itkovian abrió la puerta que, entre chirridos, llevaba directamente al salón redondo del centro. Solo en aquella inmensa cámara, apenas amueblada, esperaba la espada mortal Brukhalian, inmóvil ante la chimenea y casi espectral a pesar de su altura y constitución formidables. Les daba la espalda a los dos recién llegados y su cabello largo, negro y ondulado estaba suelto y le caía hasta justo por encima de las caderas, recubiertas por un cinturón.
—Rath’Trake cree —dijo sin volverse y con voz profunda el comandante— que hay intrusos poco gratos en las llanuras del oeste de la ciudad. Apariciones demoníacas.
Karnadas se desabrochó el manto y se sacudió el agua de él.
—Rath’Trake, has dicho. Admito que no entiendo por qué el Tigre reclama de repente el estatus divino. Que el culto de un héroe primero haya conseguido abrirse camino en un Consejo de Templos…
Brukhalian se giró sin prisas y sus suaves ojos castaños se clavaron en el destriant.
—Una rivalidad indigna, señor. La Estación del Verano alberga más de una voz que clama por la guerra, ¿o querrías desafiar también a los fieros espíritus de los barghastianos y los rhivi?
—Los héroes primeros no son dioses —gruñó Karnadas mientras se frotaba la cara hasta que se desvaneció el entumecimiento producido por las gélidas ráfagas de viento—. Ni siquiera son espíritus tribales, señor. ¿Alguno de los otros sacerdotes ha apoyado la reivindicación de Rath’Trake?
—No.
—Eso me pareció…
—Claro que —continuó Brukhalian— tampoco están convencidos de que el Dominio Painita tenga intención de asediar Capustan.
Karnadas cerró la boca de golpe. Comprendido, espada mortal.
La mirada de Brukhalian se posó en Itkovian.
—¿Has desplegado tus alas, yunque del escudo?
—Sí, señor.
—Sería absurdo, no te parece, señor —dijo la espada mortal—, desechar tales advertencias durante tu patrulla.
—No desecho nada, señor. Permaneceremos vigilantes.
—Como siempre, yunque del escudo. Puedes tomar ya el mando de tus alas, señor. Que los Colmillos Gemelos te protejan.
Itkovian se inclinó y después salió a zancadas de la sala.
—Y ahora, mi querido sacerdote —dijo Brukhalian—. ¿Estás seguro de esa… invitación tuya?
Karnadas sacudió la cabeza.
—No, no lo estoy. No puedo discernir la identidad del remitente, ni siquiera si su orientación es similar a la nuestra o contraria.
—¿Pero sigue aguardando respuesta?
—Sí, espada mortal, así es.
—Entonces enviemos una. Ya.
Karnadas abrió un poco más los ojos.
—Señor, quizás entonces deberíamos llamar a un mago, por si invitamos a un enemigo a nuestra morada.
—Destriant, se te olvida algo. Soy el arma del propio Fener.
Sí, pero ¿bastará eso?
—Como digas, señor. —Karnadas se dirigió a un espacio despejado de la cámara. Se remangó las mangas empapadas de la camisa y después hizo un gesto ligero con la mano izquierda. Un orbe de luz, pequeño y palpitante tomó forma delante del sacerdote—. Esta representación está en nuestro idioma —dijo mientras volvía a estudiar la manifestación—. El lenguaje de la revelación de Fener, lo que insinúa cierto conocimiento de nuestra compañía y su inmortal benefactor. Hay un mensaje implícito en ese conocimiento.
—Que todavía tienes que determinar.
Un pequeño ceño apareció por un instante en el rostro curtido del destriant.
—He reducido la lista de posibilidades, espada mortal. Tal conocimiento sugiere arrogancia en el remitente o, quizá, nos ofrece una insinuación de hermandad.
—Expón la invitación, señor.
—Como ordenes. —Hizo otro gesto. El orbe se iluminó más y luego empezó a crecer, la luz se afinó y la esfera se hizo traslúcida. Karnadas dio un paso atrás para darle espacio e intentó contener su alarma ante el poder que transmitía semejante comunicación—. Señor, hay almas aquí dentro. No dos o tres, una docena, quizá más, pero están todas vinculadas a una sola. No he visto jamás nada parecido.
Una figura sentada con las piernas cruzadas fue tomando forma poco a poco dentro del orbe, era de piel oscura y enjuto y lucía una armadura ligera de cuero. La cara del hombre mostraba una expresión de sorpresa moderada. En el fondo, las dos espadas grises vieron las paredes interiores de una tienda pequeña de campaña. Ante el hombre había un brasero que le daba a sus ojos oscuros un brillo escabroso.
—Dirígete a él —le ordenó Brukhalian.
—¿En qué idioma, señor? ¿Nuestro elin nativo?
La figura ladeó la cabeza al oír el quedo intercambio.
—Ese es un dialecto poco práctico —dijo en daru—, siendo el daru como es su madre obvia. ¿Me entendéis?
Karnadas asintió.
—Sí, se parece lo suficiente al capan.
El hombre se irguió.
—¿Al capan? ¡Entonces he podido contactar! Estáis en Capustan, excelente. ¿Sois entonces los gobernantes de la ciudad?
El destriant frunció el ceño.
—¿No nos conoces? Tu… comunicación sugería cierto conocimiento de nuestra revelación…
—Ah, sí, bueno, ese tejido concreto de mis sendas tiene la particularidad de reflejar ante aquellos que se tropiezan con él, aunque solo entre sacerdotes, por supuesto, el objetivo que se pretendía alcanzar. ¿Supongo que sois del Consejo de los Templos de Capustan? ¿Cómo se llama…? ¿El Consejo de Máscaras, no?
—No —bramó Brukhalian—, no lo somos.
—Continuad, por favor, ahora sí que estoy intrigado.
—Me alegro de oírlo, señor —respondió la espada mortal al tiempo que se adelantaba—. Ha respondido a tu invitación el destriant Karnadas, que se encuentra a mi lado, a petición mía. Estoy al mando de las Espadas Grises…
—¡Mercenarios! ¡Por el aliento del Embozado! Si hubiera querido ponerme en contacto con un puñado de piratas con espadas subidos a la parra en los precios…
—Señor. —La voz de Brukhalian era dura, pero no alta—. Somos un ejército del Jabalí del Verano. Hemos jurado lealtad a Fener. Cada uno de los soldados a nuestras órdenes ha elegido este camino. Instruidos en las sagradas escrituras, bendecidos por la mano del destriant en nombre de los Colmillos. Sí, somos una compañía de… piratas con espadas. También somos nuestro propio templo, el número de nuestros acólitos supera con mucho los siete mil y ese número crece cada día.
—De acuerdo, de acuerdo, señor, entiendo. Espera, ¿dices que estáis creciendo? ¿La ciudad os ha dado licencia para aceptar a nuevos seguidores?
Brukhalian sonrió.
—Capustan todavía está a medio armar, señor. Quedan restos de sus orígenes tribales, y bastante peculiares que son. A las mujeres se les prohíbe practicar el arte de la guerra. El Jabalí del Verano, sin embargo, no tolera semejantes exclusiones arbitrarias…
—¿Y nadie dice nada? —rio el hombre.
—Nuestros nuevos acólitos no alcanzan más que los mil doscientos hasta la fecha. Dado que muchas hijas segundas y terceras son arrojadas a las calles de la ciudad, entre los gobernantes ninguno ha observado todavía el descenso de esos números. Y ya te he proporcionado suficiente a modo de presentación. ¿Quién eres, señor?
—Qué grosería por mi parte. Soy Adaephon Ben Delat. Para simplificar las cosas llamadme Ben el Rápido…
—¿Eres de Darujhistan? —preguntó Karnadas.
—Por el Embozado, no. Quiero decir, no, no lo soy. Estoy con… ejem, Caladan Brood.
—Llevamos oyendo ese nombre desde que llegamos al norte —dijo Brukhalian—. Un caudillo que dirige un ejército contra un imperio invasor.
—Bueno, ese imperio invasor ha… retirado sus intereses. En cualquier caso, estamos intentando hacer llegar un mensaje a los gobernantes de Capustan.
—Ojalá fuera tan sencillo —murmuró Karnadas.
La espada mortal asintió también.
—Entonces tendrás que elegir, señor. El Consejo de Máscaras y el príncipe Jelarkan de la ciudad comparten ese título. Hay un sinfín de facciones en el Consejo mismo y se ha producido cierta discordia. Las Espadas Grises responden ante el príncipe. Nuestra tarea es sencilla, hacer que la toma de Capustan le salga demasiado cara al Dominio Painita. La expansión del Vidente se detendrá en las murallas de la ciudad y no irá más allá. Así pues, puedes entregarme a mí el mensaje de tu caudillo, y por tanto al príncipe. O puedes reanudar tus intentos de ponerte en contacto con el Consejo de Máscaras.
—Sospechábamos que sería complicado —suspiró Ben el Rápido—. No sabemos casi nada de vuestra compañía. O, más bien, no lo sabíamos. Tras este contacto ya no soy tan ignorante. —Los ojos del hombre se posaron en Karnadas—. Destriant. Para la revelación de Fener eso significa archisacerdote, ¿no? Pero solo en la palestra marcial, el templo del suelo santificado que es el campo de batalla. ¿El representante de Fener en el Consejo de Máscaras reconoce que lo superas en rango, como un tigre supera a un gato?
Karnadas hizo una mueca.
—Desconoce mi auténtico título, señor. Para ello hay ciertas razones. He de admitir que me impresiona tu conocimiento del sacerdocio de Fener. No, más que impresionado, estoy pasmado.
El hombre pareció estremecerse.
—Bueno, sí. Gracias. —Se volvió para estudiar a Brukhalian—. Tú eres la espada mortal del dios. —Después hizo una pausa y fue como si solo entonces comprendiera toda la trascendencia del título porque fue abriendo mucho los ojos—. Bueno, de acuerdo, creo que el caudillo aprobaría mi decisión de entregaros el mensaje a vosotros. De hecho, no me cabe ninguna duda. Bien. —Respiró hondo y reanudó su discurso—. Caladan Brood lidera un ejército que viene a aliviar a Capustan. El asedio, como estoy seguro que entendéis, no es solo inevitable, es inminente. Nuestro reto es llegar allí a tiempo…
—Señor —lo interrumpió Brukhalian con el ceño fruncido—, ¿qué tamaño tiene el ejército de Caladan Brood? Debes comprender que vamos a enfrentarnos a unos sesenta mil painitas, veteranos todos y cada uno de ellos. ¿Comprende el caudillo el torbellino en el que de forma tan generosa desea entrar en nuestro nombre?
—Bueno, no tenemos un número que iguale eso. Pero sí que traeremos —Ben el Rápido esbozó una gran sonrisa— unas cuantas sorpresas con nosotros. Bien, destriant, tenemos que reunirnos. He de avisar al caudillo y a sus oficiales. ¿Puedo sugerir que reanudemos esta conversación dentro de una campanada?
—Quizá sería mejor posponerla hasta la noche, señor —dijo Brukhalian—. Mis horas diurnas están bastante repletas, y transcurren en público. Al igual que las del príncipe Jelarkan.
Ben el Rápido asintió.
—Dos campanadas antes de próximo amanecer, entonces. —De repente miró a su alrededor—. Voy a necesitar una tienda más grande…
Un momento después se desvaneció. La esfera se contrajo una vez más y luego desapareció poco a poco tras un gesto de Karnadas. El destriant se volvió hacia Brukhalian.
—Qué inesperado.
—Tenemos que condicionar al príncipe —gruñó la espada mortal—. Quizás el ejército de este caudillo pueda hostigar un poco a las fuerzas sitiadoras, pero seguramente no logrará mucho más. Tenemos que conseguir que la visión de Jelarkan siga siendo realista… suponiendo que se lo digamos, claro.
No vamos a ganar esta guerra. No, nada de falsas esperanzas.
—¿Qué piensas de ese Ben el Rápido? —preguntó Brukhalian.
—Un hombre de muchos velos, señor. Un antiguo sacerdote de Fener, quizá. Su conocimiento era demasiado preciso.
—Muchas almas dentro de una sola, dijiste.
Karnadas se estremeció.
—Debo de haber cometido un error —dijo—. Quizás el ritual requería la ayuda de otros magos y fue a ellos a quienes percibí.
Brukhalian estudió a su sacerdote durante un buen rato, pero no dijo nada. Después de un momento, se giró.
—Pareces agotado, señor. Ve a dormir un poco.
Karnadas se inclinó con lentitud.
Cuando el hechizo se desvaneció, Ben el Rápido suspiró y miró a su derecha.
—¿Y bien?
Apoyado en la pared de la tienda de ese lado, Whiskeyjack se inclinó hacia delante para volver a llenar las copas con cerveza gredfaliana.
—Lucharán —dijo el barbudo—, al menos durante un tiempo. Ese comandante parece un pirata duro, pero podría ser todo alarde y nada de hierro; tiene que ser un hombre de negocios lo bastante perspicaz como para saber lo que valen las apariencias. ¿Cómo lo llamaste?
—Espada mortal. Pero no creo que lo sea. En otro tiempo, hace muchos años, era un título de verdad. Mucho antes de que la baraja de los Dragones reconociera el lugar que ocupan los caballeros en las Grandes Casas, el culto a Fener tenía los suyos. Estos tienen los mismos títulos, idénticos. Destriant… Por el aliento del Embozado, hace mil años que no hay un destriant de verdad en el culto. Los títulos son solo para aparentar, Whiskeyjack…
—No me digas —lo interrumpió el comandante—. ¿Entonces por qué se lo ocultan al sacerdote de Fener del Consejo de Máscaras?
—Eh, bueno… Oh, es muy sencillo. Ese sacerdote sabría que es mentira, por supuesto. Ya ves, una respuesta fácil a tu pregunta.
—Una respuesta fácil, como tú dices. Pero ¿las respuestas fáciles son siempre las respuestas correctas, Ben?
El mago hizo caso omiso de la pregunta y se terminó la copa.
—En cualquier caso, yo contaría a las Espadas Grises como las mejores entre la recua de cosas que pululan por allí, pero eso no es mucho decir.
—¿Los engañó el contacto «accidental»?
—Creo que sí. Había elaborado el hechizo de modo que reflejara la naturaleza de la compañía, ya fuera codiciosa y rapaz, honorable o lo que fuera. Pero admito que no esperaba encontrar fe y piedad. Con todo, el hechizo se preparó para que fuera maleable, y lo fue.
Whiskeyjack se levantó e hizo una mueca cuando apoyó todo el peso en la pierna mala.
—Será mejor entonces que vaya a buscar a Brood y Dujek.
—A la cabeza de la columna, diría yo —dijo Ben el Rápido.
—Esta noche estás muy perspicaz —observó el comandante mientras salía.
Un momento después, cuando el sarcasmo de Whiskeyjack al fin se filtró por los pensamientos de Ben el Rápido, este frunció el ceño.
Al otro lado de la calle, enfrente de la puerta del cuartel y detrás de una antigua verja de bronce, había un cementerio que había pertenecido a una de las tribus fundadoras de Capustan. Las columnas encendidas de barro con sus incisiones en espiral (cada una contenía un cadáver erguido) se alzaban como los troncos de un bosque poblado en el corazón del cementerio, rodeadas por todas partes por las urnas de piedra más mundanas de los daru. La historia de la ciudad era un relato extraño y torturado y, entre la compañía, la tarea de Itkovian había sido averiguar su profundidad. El yunque del escudo de las Espadas Grises era un puesto que exigía tanto un conocimiento intelectual como una pericia militar. Si bien muchos considerarían las dos disciplinas como independientes una de la otra, la realidad era, de hecho, muy distinta.
A partir de la historia, la filosofía y la religión se llegaba a comprender la motivación humana y la motivación era lo que se encontraba en el fondo de la táctica y la estrategia. Del mismo modo que las personas se movían según unas pautas, así se movían también sus pensamientos. Un yunque del escudo debía predecir y anticipar y eso se aplicaba a las acciones en potencia tanto de aliados como de enemigos.
Solo una generación antes de la llegada de los pueblos daru del oeste, las tribus que habían fundado Capustan habían sido pueblos nómadas. Y a sus muertos los dejan de pie. Libres para vagar en su mundo espiritual invisible. Una movilidad incesante que todavía residía en las mentes de los capan, y dado que las comunidades daru no se mezclaban mucho, apenas se había diluido a pesar de las docenas de generaciones que ya habían vivido y muerto en la ciudad.
Con todo, buena parte de la historia de los primeros tiempos de Capustan seguía siendo un misterio e Itkovian se encontró reflexionando sobre lo poco que había podido averiguar de esos tiempos mientras llevaba las dos alas de jinetes por la amplia y empedrada calle que conducía a la explanada de Jelarkan y tras ella a la puerta principal, que daba al sur.
La lluvia comenzaba a amainar, la mancha acerada del amanecer se abría camino entre las nubes pesadas del este y el viento decaía en ráfagas intermitentes.
Los distritos que componían la ciudad se llamaban campamentos y cada campamento era un asentamiento inconfundible e independiente que solía ser circular y con un espacio abierto y privado en el eje central. Los espacios amplios e irregulares entre cada campamento formaban las calles de Capustan. Ese patrón cambiaba solo en la zona que rodeaba la vieja fortaleza Daru (que había cambiado el nombre por salón del vasallaje y albergaba al Consejo de Máscaras), un barrio que se llamaba y que representaba la única imposición daru de una red de calles.
Itkovian sospechaba que los campamentos habían sido en otro tiempo solo eso: campamentos tribales unidos por lazos familiares. Ubicados en las orillas del río Catlin, entre pueblos marineros, el lugar se había convertido en un centro de comercio, lo que alentaba el comportamiento sedentario. El resultado había sido una de las ciudades más extrañas que Itkovian había visto jamás. Explanadas amplias y abiertas y avenidas definidas por muros curvos; puestos aleatorios de arcilla de columnas funerarias; estanques rodeados de recintos de arena y, moviéndose entre los espacios serpenteantes de Capustan, ciudadanos daru y capan, los primeros conservando los estilos dispares y los ornamentos de su legado (no había dos que se vistieran igual), mientras que los segundos, unidos por vínculos familiares, lucían los colores brillantes de sus linajes y creaban un flujo en las calles que contrastaba con fuerza con la arquitectura sencilla y sin pintar. La belleza de Capustan yace en su pueblo, no en sus edificios… Hasta los templos daru se habían inclinado ante el estilo arquitectónico local, más modesto. El efecto era el de un movimiento incesante que dominaba un entorno fijo y sencillo. Las tribus capan se celebraban a sí mismas, colores en un mundo incoloro.
Las únicas incógnitas en el escenario de Itkovian eran el viejo torreón que ocupaban en esos momentos las Espadas Grises y el palacio de Jelarkan. El viejo torreón lo habían construido manos desconocidas antes de la llegada tanto de los capan como de los daru y se había construido casi a la sombra del palacio.
La fortaleza de Jekarlan era una estructura que no se parecía a nada de lo que Itkovian hubiera visto jamás. Precedía a todo lo demás y su severa arquitectura era extraña, ajena y hostil. No cabía duda de que el linaje real de Capustan había decidido ocuparla por su imponente prominencia más que por alguna noción particular de su capacidad defensiva. Los muros de piedra eran peligrosamente delgados y la ausencia de ventanas o tejados planos hacía que en el interior estuvieran ciegos a todo lo que ocurría en el exterior. Y lo que era peor, no había más que una entrada, el acceso principal, una rampa amplia que llevaba a un patio. Los príncipes previos habían levantado garitas a ambos lados de la entrada y una pasarela a lo largo de los muros del patio. Las añadiduras al palacio en sí tenían la costumbre de derrumbarse, como si las fachadas de piedra del palacio se negaran a aceptar la argamasa por alguna razón y las paredes no se consideraran lo bastante fuertes como para asumir cargas adicionales de naturaleza más substancial. En general, era un edificio curioso.
Tras atravesar la atestada puerta principal (áspero hierro negro y cuero oscuro entre arroyos de colores saturados), la tropa giró a la derecha, bajó un poco por el camino sur de caravanas y después abandonó ese camino y todo su tráfico en cuanto llegaron a la llanura abierta. Pusieron rumbo al oeste, dejaron atrás las pocas granjas de cabras, vacas y ovejas y los muros bajos de piedra que interrumpían el paisaje y se internaron en las praderas vacías.
Al tiempo que se adentraban en el continente, el cielo encapotado comenzó a despejarse hasta que en el descanso del mediodía (a catorce leguas de Capustan) el cielo ya era de un azul prístino. La colación fue breve y realizada con pocas palabras entre los treinta soldados. No se habían cruzado con nadie todavía, cosa que, dado que se acercaba el momento álgido de la temporada, no era habitual.
Cuando las Espadas Grises terminaron de guardar otra vez sus equipos, el yunque del escudo se dirigió a ellos por primera vez desde que dejaran el cuartel.
—Formación de ave raptora a medio galope lento. Escolta Sidlis, veinte cuerpos en cabeza. Que todo el mundo busque rastros.
Una soldado, una joven acólita y la única recluta de la compañía preguntó:
—¿Qué clase de rastros estamos buscando, señor?
Itkovian le respondió sin hacer caso de la falta de propiedad.
—De cualquier clase, soldado. Alas, monten ya.
Observó a los soldados, que se subieron a las sillas al unísono y en formación perfecta, salvo la recluta, que luchó un momento antes de asentarse y recoger las riendas.
Nunca se decía mucho en esa fase temprana del adiestramiento, la recluta o bien seguiría rápidamente el ejemplo impuesto por los soldados expertos o no se quedaría mucho tiempo en la compañía. La habían enseñado a montar con cierta pericia, a no caerse del caballo a medio galope y llevaba las armas y la armadura para acostumbrarse a su peso. El adiestramiento en el arte de empuñar esas armas llegaría después. Si las alas se encontraban envueltas en una escaramuza, dos veteranos protegerían a la recluta en todo momento.
En ese instante, el amo de la joven era su caballo. El castrado castaño sabía cuál era su lugar en la forma sinuosa del ala cuando adoptaba la formación de ave raptora. Si había problemas, también sabría lo suficiente como para apartar a su jinete del peligro.
Bastaba con que la recluta hubiera sido elegida para acompañar a la patrulla. «Adiestra al soldado en el mundo real» era uno de los lemas de la compañía.
Dispersos pero en formación, con Itkovian a la cabeza del ave raptora, la tropa continuó avanzando a medio galope lento. Una legua y después otra mientras el calor iba haciéndose cada vez más opresivo.
La ralentización repentina del ala norte reunió a los otros como si unas cuerdas invisibles ataran a todos los animales. Habían encontrado un rastro. Itkovian miró al frente y vio a la escolta Sidlis frenar su caballo, darle la vuelta y confirmar que tanto ella como su montura habían percibido el cambio de movimiento que se había producido tras ellos. La mujer mantuvo su posición y observó.
El yunque del escudo fue frenando y se acercó a los jinetes del flanco derecho.
—Informad.
—La recluta fue la primera en captar el rastro, señor —dijo el portavoz del ala—. La punta de una espiral. El patrón del descubrimiento subsiguiente sugiere una dirección noroeste. Algo erguido, sobre dos patas, señor. Grande. Con tres dedos y garras.
—¿Solo un juego de huellas?
—Sí, señor.
—¿Cuándo pasó?
—Pasó por aquí esta mañana, señor.
Una segunda mirada a Sidlis la hizo regresar con la tropa.
—Releva a la escolta, Nakalian. Buscamos este rastro y lo perseguimos.
—Señor —asintió el portavoz. Después dudó y dijo—: Yunque del escudo, el espacio entre las huellas es… inmenso. La criatura se mueve a gran velocidad.
Itkovian miró al soldado a los ojos.
—¿A qué velocidad, señor? ¿Medio galope? ¿Galope?
—Es difícil saberlo con seguridad. Yo diría que al doble del medio galope, señor.
Al parecer hemos encontrado a nuestra aparición demoníaca.
—Arqueros, en cabeza. Todos los demás salvo Torun, Farakalian y la recluta, lanzas en la mano. Los soldados nombrados, saquen espirales.
Con Nakalian en cabeza las alas partieron de nuevo, los jinetes de los extremos con flechas dispuestas en los arcos cortos y curvos. Torun y Farakalian cabalgaban a ambos lados del yunque del escudo, con lazos y espirales de cuerda en la mano.
El sol se iba arrastrando por el cielo. Nakalian los mantenía sobre el rastro sin mucha dificultad, las huellas dibujaban una línea recta hacia el noroeste. Itkovian tuvo ocasión de ver él mismo las impresiones dejadas en la tierra dura. Para haber producido semejantes pisadas, tan profundas, obviamente debía tratarse de un animal enorme. Dada su velocidad, el yunque del escudo sospechó que jamás alcanzarían a la criatura.
A menos, por supuesto, añadió Itkovian en silencio mientras observaba a Nakalian tirar de repente de las riendas en la cima de una pequeña elevación que había delante, que la bestia decida parar y esperarnos.
La tropa ralentizó el paso y todos los ojos se clavaron en el soldado que iba en cabeza. La atención de Nakalian se había fijado en algo que solo él distinguía. Había sacado la lanza, pero no se estaba preparando para cargar. Su caballo se removía inquieto bajo él y cuando Itkovian y los otros se acercaron, el yunque del escudo pudo apreciar el miedo del animal.
Llegaron a la elevación.
Ante ellos se extendía una cuenca, la hierba pisoteada y esparcida en una amplia ringlera (el paso reciente de un rebaño de bhederin salvajes) cortaba en diagonal la llanura. En el centro, a una distancia de al menos ciento setenta metros, se alzaba una criatura de piel gris, dos patas, cola larga y con un morro con dos filas de colmillos irregulares. Unas espadas de filo ancho destellaban en los extremos de los brazos. La criatura los estaba observando, inmóvil, con la cabeza, el torso y la cola casi horizontales y equilibrado sobre las dos patas.
Itkovian entrecerró los ojos, que se convirtieron en meras ranuras.
—Calculo —dijo Nakalian a su lado— unos cinco latidos para cubrir la distancia que nos separa, yunque del escudo.
—Pero no se mueve.
—Con esa velocidad, señor, no le hace falta molestarse.
Hasta que decida hacerlo, en cuyo momento lo tenemos sobre nosotros. Será mejor que pongamos a prueba las habilidades de esta aparición.
—Escojamos nosotros el momento, señor —dijo Itkovian—. Lanceros, golpead a la bestia por abajo y dejad las armas dentro, obstruidle las patas, si podéis. Arqueros, id a por los ojos y el cuello. Metedle una por la garganta también si se presenta la oportunidad. Un pase escalonado y evasión aleatoria una vez que hayáis plantado las armas, después sacad las espadas. Torun y Farakalian —sacó la espada larga—, vosotros, conmigo. Muy bien, medio galope a galope en cincuenta, antes si la bestia reacciona.
Las alas se adelantaron y bajaron la suave colina con las lanzas en equilibrio.
La criatura siguió al acecho sin moverse. Cuando quedaban ochenta y cinco metros entre ellos, levantó las hojas poco a poco y bajó la cabeza lo suficiente como para que los jinetes vieran las crestas de los hombros tras lo que era, con toda claridad, una especie de casco.
A los sesenta metros, la criatura giró en redondo para contemplarlos con las espadas a los lados y la cola crispada.
En las puntas, los arqueros se alzaron en los estribos, tensaron las cuerdas de los potentes y achaparrados arcos, los sostuvieron inmóviles durante un buen rato y después los soltaron.
Las flechas convergieron en la cabeza de la criatura. Unas puntas llenas de púas se hundieron en las cuencas negras de los ojos. Aparentemente indiferente a las flechas enterradas en su cuerpo, la bestia dio un paso adelante.
Cuarenta metros. Una vez más vibraron las cuerdas de los arcos. Varios astiles le sobresalieron por cada lado del cuello. Los arqueros hicieron girar las monturas para mantener la distancia del pase. Los caballos de los lanceros estiraron los cuellos, había comenzado la última carga.
Cegada pero no ciega. No veo sangre. Fener, revélame la naturaleza de este demonio. Una orden para evadir…
La criatura se lanzó hacia delante a una velocidad increíble. De inmediato estuvo entre las Espadas Grises. Las lanzas lo ensartaron desde todos lados y después destellaron las enormes hojas. Chillidos. Sangre que volaba en chorros. Itkovian vio la grupa de un caballo que se hundía delante de él y la pierna derecha del soldado, con el pie todavía en el estribo, cayendo hacia fuera. Sin poder comprenderlo, observó la grupa (las patas pataleaban de modo espasmódico) que se giró en redondo y reveló que la mitad frontal del caballo había desaparecido. La columna partida, filas curvadas de cabos de costillas, intestinos que caían, sangre que chorreaba de la carne roja.
Su propio caballo saltó por el aire para esquivar los restos del animal.
Una lluvia carmesí salpicó la cara del yunque del escudo cuando las inmensas fauces de la criatura, tachonadas de flechas, intentó morderle. El yunque se inclinó a la derecha, apenas consiguió eludir los colmillos salpicados de carne y lanzó una cuchillada salvaje del revés con la espada larga al pasar. La hoja chocó contra una armadura.
En pleno salto, su caballo relinchó cuando algo lo atrapó por detrás. Se lanzó a tierra sobre las patas delanteras y todavía enloquecido, consiguió dar unos pasos tambaleantes antes de que las ancas se hundieran detrás de Itkovian. El yunque supo que algo horrible explicaba el horrendo tropezón de la bestia; sacó el cuchillo de caza, se inclinó hacia delante y abrió la yugular del animal de una sola cuchillada. Después, se libró de los estribos de una patada y se inclinó hacia delante y a la izquierda al tiempo que tiraba de la cabeza del caballo moribundo a la derecha.
Los dos chocaron contra el suelo y se apartaron rodando.
Tras completar la caída agachado, Itkovian le lanzó una mirada a su caballo y vio al animal pataleando en el aire. Las dos patas traseras terminaban justo por encima de los espolones. Le habían rebanado ambos cascos. El animal muerto no tardó en quedarse quieto.
Los cuerpos de monturas y soldados yacían a ambos lados de la criatura, que en ese momento se volvía sin prisas para mirar a Itkovian. La sangre y las vísceras le pintaban los brazos largos y correosos. El cabello castaño manchado de rojo de una mujer se había quedado enganchado en gruesos mechones entre los colmillos salpicados de la bestia.
Entonces Itkovian vio los lazos. Ambos colgaban sueltos, uno alrededor del cuello de la criatura y el otro en la parte de arriba de la pata derecha.
La tierra tembló cuando el demonio dio un paso hacia el yunque del escudo. Itkovian levantó la espada larga.
Cuando la bestia alzó un pie de tres dedos para completar otra zancada, las dos cuerdas se tensaron, la del cuello a la izquierda y la de la pata a la derecha. Los dos tirones salvajes y calculados a la perfección desde lados contrarios lanzaron al aire a la criatura. El movimiento le arrancó la pata desde la cadera con un chasquido áspero, al mismo tiempo que la cabeza se separaba del cuello con un sonido idéntico e igual de enfermizo.
El torso y la cabeza golpearon la tierra con un golpe seco, pesado, que fracturó varios huesos.
No hubo más movimientos. La bestia estaba muerta.
Con un temblor repentino, Itkovian se levantó poco a poco.
Torun se había llevado tres jinetes con él. Farakalian había hecho lo mismo. Las cuerdas se enrollaban alrededor del pomo de cada silla, la fuerza de aquel repentino y explosivo tirón (cuatro caballos de guerra a cada lado) había conseguido lo que no habían hecho las armas.
El par de arqueros se acercó a caballo al yunque del escudo. Uno le tendió un brazo.
—Rápido, señor, el estribo tiene espacio.
Itkovian se agarró a la muñeca que le tendían sin hacer preguntas y se montó detrás del jinete con un movimiento fluido. Y vio lo que se acercaba.
Cuatro demonios más a trescientos cincuenta metros de distancia y acercándose a la velocidad de unas rocas despeñándose por una montaña.
—No vamos a dejarlos atrás.
—Sí, señor.
—Así que nos dividimos —dijo Itkovian.
El jinete espoleó su montura para ponerla al galope.
—Sí, señor. Somos los más lentos, Torun y Farakalian entablarán combate para darnos tiempo…
El caballo viró de repente bajo ellos. Al cogerlo desprevenido, la cabeza del yunque del escudo se echó hacia atrás e Itkovian cayó de la silla. Chocó con el compacto suelo y se quedó sin aliento, después rodó, aturdido, y terminó deteniéndose contra un par de piernas duras como el hierro.
Parpadeando, entre jadeos, Itkovian se encontró mirando a un cadáver achaparrado y vestido con pieles. El rostro marchito y de color marrón oscuro que había bajo un tocado con cuernos se inclinó hacia abajo. Unas cuencas envueltas en sombras lo estudiaron.
Dioses, menudo día.
—Tus soldados se acercan —dijo con voz ronca la aparición, hablaba en elin—. De este combate… quedáis relevados.
El arquero seguía luchando con su sobresaltado caballo entre maldiciones, después siseó, sorprendido.
El yunque del escudo frunció el ceño y miró a la figura no muerta.
—¿Quedamos relevados?
—Contra los no muertos —dijo el cadáver— se alza un ejército de lo mismo.
A lo lejos, Itkovian oyó los ruidos de la batalla, no gritos sino solo el estrépito de las armas, incesante y creciente. Rodó de lado con un gemido. Empezaba a dolerle la nuca y las oleadas de náuseas lo sacudían entero. Apretó los dientes y se incorporó.
—Diez supervivientes —comentó la figura que se alzaba sobre él—. Lo hicisteis bien… para ser mortales.
Itkovian se quedó mirando la cuenca. Un ejército de cadáveres idéntico al que tenía al lado rodeaba a los demonios, de los cuales solo dos permanecían de pie. La batalla alrededor de aquellas dos criaturas era horrible de presenciar. Trozos de los guerreros no muertos volaban en todas direcciones, pero seguían llegando, enormes espadas de pedernal partían a los demonios y los trinchaban allí mismo. Media docena de latidos más tarde terminó la lucha.
El yunque del escudo calculó que al menos sesenta de los guerreros vestidos de pieles habían sido destruidos. Los otros continuaban dándoles tajos a las bestias caídas, iban bajando cada vez más a medida que los trozos que quedaban iban siendo más y más pequeños. Mientras miraba, un torbellino de polvo revoloteó en las laderas de la colina en todas direcciones: más guerreros no muertos con sus armas de piedra. Un ejército inmóvil bajo el sol.
—No sabíamos que los k’chain che’malle habían regresado a estas tierras —dijo el cadáver envuelto en cuero.
Los soldados que le quedaban a Itkovian se acercaron con gesto tenso, empujados a un silencio cauto por las conjuraciones que se alzaban por todos lados.
—¿Quiénes sois? —preguntó Itkovian con tono sordo.
—Soy el invocahuesos Pran Chole, de los kron t’lan imass. Hemos venido a la reunión. Y, según parece, a la guerra. Creo, mortal, que nos necesitáis.
El yunque del escudo miró a sus diez soldados supervivientes. La recluta estaba entre ellos, pero no sus dos guardianes. Veinte. Soldados y caballos. Veinte… que se han ido. Examinó las caras que se habían dispuesto ante él y asintió poco a poco.
—Sí, Pran Chole, os necesitamos.
El semblante de la recluta era del tono de un pergamino descolorido. Se sentó en el suelo con los ojos desenfocados y salpicada de la sangre de uno o de los dos soldados que habían entregado la vida para protegerla.
Itkovian se quedó a su lado sin decir nada. Sospechaba que la brutalidad del combate bien podría haber acabado con la recluta capan. Se suponía que el servicio activo tenía que aguzar las habilidades, no destruir. El yunque del escudo había subestimado al enemigo y eso había convertido el futuro de aquella joven en un mundo de cenizas. Dos muertes súbitas que la perseguirían durante el resto de sus días. Y no había nada que Itkovian pudiera hacer, o decir, para aliviar el dolor.
—Yunque del escudo.
Itkovian la miró, sorprendido de que hablara y maravillado por la dureza de aquella voz.
—¿Recluta?
La joven miró a su alrededor, entrecerró los ojos y estudió las legiones de guerreros no muertos que se alzaban en filas desiguales, inmóviles, por todas partes.
—Hay miles.
Figuras espectrales, que se yerguen sobre las hierbas leonadas de la llanura, fila tras fila. Como si la propia tierra los hubiera expulsado de su seno.
—Sí. Calculo que bastantes más de diez mil. T’lan imass. Nos han llegado historias de estos guerreros —historias que me resultaron difíciles de comprender—, pero este representa nuestro primer encuentro, y muy oportuno, por cierto.
—¿Regresamos ya a Capustan?
Itkovian sacudió la cabeza.
—No todos. No de inmediato. Hay más de esos k’chain che’malle en esta llanura. Pran Chole, el desarmado, una especie de sumo sacerdote o chamán, ha sugerido un ejercicio conjunto y yo lo he aprobado. Guiaré a ocho miembros de la tropa al oeste.
—Un cebo.
Itkovian alzó una ceja.
—Exacto. Los t’lan imass viajan sin que nadie los vea y por tanto nos rodearán en todo momento. Si permanecieran visibles en esta caza, es probable que los k’chain che’malle los evitaran, al menos hasta que se hubieran reunido en tal número como para poder desafiar al ejército entero. Es mejor acabar con ellos de dos en dos y de tres en tres. Recluta, voy a ponerte una escolta de un soldado para que regreses de inmediato a Capustan. Hay que entregar un informe a la espada mortal. Os acompañará a los dos, invisible, un pelotón selecto de t’lan imass. Emisarios. Se me ha asegurado que no hay ningún k’chain che’malle entre este lugar y la ciudad.
La mujer se levantó poco a poco.
—Señor, un único jinete serviría igual de bien. Me envías a Capustan para ahorrarme… ¿qué? ¿Para evitar que vea a los k’chain che’malle despedazados por estos t’lan imass? Yunque del escudo, no hay piedad ni compasión en esa decisión.
—Parece —dijo Itkovian mientras miraba el inmenso ejército que se había reunido a su alrededor— que no te hemos perdido, después de todo. El Jabalí del Verano desprecia la obediencia ciega. Nos acompañarás, por tanto, señora.
—Gracias, yunque del escudo.
—Recluta, confío que no te engañes y creas que presenciar la destrucción de más k’chain che’malle va a silenciar los gritos de tu interior. A los soldados se les entrega una armadura para la carne y los huesos, pero deben elaborarse ellos solos otra para el alma. Trozo a trozo.
La mujer se miró la sangre que le salpicaba el uniforme.
—Ya ha empezado.
Itkovian se quedó callado un momento y estudió a la recluta que tenía a su lado.
—Los capan son un pueblo idiota al negarle la libertad a sus mujeres. Tengo la prueba viva delante.
La mujer se encogió de hombros.
—No soy la única.
—Ocúpate de tu caballo, soldado. Y pídele a Sidlis que se reúna conmigo.
—Señor.
Itkovian la observó encaminarse hacia los caballos que esperaban y los soldados supervivientes de las alas, los cuales se habían reunido alrededor de sus monturas para comprobar cinchas, correas, avíos y equipo. La recluta fue con los suyos y habló con Sidlis, que asintió y se acercó al yunque del escudo.
Pran Chole se aproximó al mismo tiempo.
—Itkovian, ya hemos elegido. Los emisarios de Kron están dispuestos y aguardan a tu mensajero.
—Comprendido.
Llegó Sidlis en ese momento.
—¿Capustan, yunque del escudo? —preguntó la mujer.
—Con una escolta invisible. Informa directamente a la espada mortal y al destriant. En privado. Los emisarios t’lan imass deben hablar con las Espadas Grises y con nadie más, al menos de momento.
—Señor.
—Mortales. —Pran Chole se dirigió a ellos con tono inexpresivo—. Kron ha ordenado que os informe de ciertos detalles. Estos k’chain che’malle son lo que en otro tiempo se conoció con el nombre de cazadores k’ell. Hijos elegidos de una matriarca, criados para la batalla. Sin embargo, son no muertos y lo que los controla oculta bien su identidad, en algún punto del sur, creemos. Los cazadores k’ell surgieron de unas tumbas situadas en el lugar del desgarro, en Alborada. No sabemos si los mapas actuales de esta masa continental conocen ese sitio por sus nombres ancestrales…
—Alborada —asintió Itkovian—. Al sur de la llanura Lamatath, en la costa oeste y justo al norte de la isla en la que moran los seguleh. Nuestra compañía procede de Elingarth, que limita con la llanura Lamatath al este. Si bien no sabemos de nadie que haya visitado Alborada, el nombre se ha copiado de los mapas más antiguos y por tanto permanece. La interpretación general es que allí no hay nada. Nada en absoluto.
El invocahuesos se encogió de hombros.
—Los túmulos estarán muy desgastados, me imagino. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que visitamos el desgarro. Los cazadores k’ell bien podrían estar bajo el mando de su matriarca, creemos que al fin se ha abierto paso y se ha librado de su prisión. Ese es, pues, el enemigo al que os enfrentáis.
El yunque del escudo frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—La amenaza del sur procede de un imperio llamado el Dominio Painita, regido por un Vidente, un hombre mortal. Los informes sobre esos k’chain che’malle son nuevas recientes, mientras que la expansión del Dominio Painita lleva desarrollándose ya unos años. —Respiró hondo para decir algo más y después se quedó callado al darse cuenta que más de diez mil rostros marchitos y no muertos se habían vuelto hacia él. Se le secó la boca como si fuera de pergamino y de repente se le disparó el corazón.
—Itkovian —dijo Pran Chole con voz ronca—, esa palabra, «painita». ¿Tiene un significado concreto entre los nativos?
El yunque sacudió la cabeza, no confiaba en su propia voz.
—«Painita» —repitió el invocahuesos—. Una palabra jaghut. Un nombre jaghut.
A la caída de la tarde, Toc el Joven se sentó junto al fuego y su único ojo estudió a la enorme loba dormida que tenía a su lado. Baaljagg, ¿cómo la había llamado Tool? Una ay; tenía un rostro más largo y estrecho que los lobos grises que el explorador recordaba haber visto en el bosque de Perronegro, a cientos de leguas al norte. En el lomo, la criatura que tenía a su lado tenía dos, quizá tres palmos más que aquellos formidables lobos del norte. Frente caída, orejas pequeñas y caninos que rivalizaban con los de un león o un oso de las llanuras. Aunque de músculos amplios, el animal tenía, no obstante, una constitución que sugería tanto velocidad como resistencia. Una muerte rápida o una persecución capaz de devorar leguas y leguas, Baaljagg parecía capaz de ambas cosas.
La loba abrió un ojo y lo miró.
—Se supone que tenías que estar extinta —murmuró Toc—. Desaparecida del mundo desde hace cien mil años. ¿Qué estás haciendo aquí?
La ay era la única compañía del explorador. Lady Envidia había decidido dar un rodeo por su senda y dirigirse al noroeste, a ciento veinte leguas de distancia, a la ciudad de Callows, para reponer provisiones. ¿Provisiones de qué? ¿Aceite de baño? No le convencía mucho la justificación, pero ni siquiera su naturaleza suspicaz le dio pista alguna sobre las auténticas razones de la dama. Se había llevado al perro, Garath, con ella además de a Mok. Supongo que no hay problema en dejar a Senu y Thurule. Tool los había dejado en paz a los dos, después de todo. Sin embargo, ¿qué era lo bastante importante como para hacer que Envidia incumpliera su propia regla de un mínimo de tres sirvientes?
Tool se había desvanecido entre un torbellino de polvo media campanada antes, rumbo a otra cacería. Los dos seguleh que quedaban no estaban de un humor muy generoso y no se dignaron a entablar conversación con aquel malazano sin rango. Permanecían alejados, a un lado. ¿Contemplando el atardecer? ¿Relajándose firmes como baquetas?
Se preguntó qué estaría pasando mucho más al norte. Dujek había decidido marchar sobre el Dominio Painita. Una nueva guerra contra un enemigo desconocido. La hueste de Unbrazo era la familia de Toc, o al menos lo que pasaba por familia para un niño nacido en un ejército. El único mundo que conocía, después de todo. Una familia perseguida por los chacales del desgaste. ¿En qué clase de guerra se estaban metiendo? ¿Batallas inmensas y arrolladoras, o el ritmo arrastrado de los bosques disputados, las cordilleras recortadas y los asedios? Toc contuvo otra oleada de impaciencia, una marea que había ido creciendo en su interior cada día transcurrido en aquella planicie interminable, creciendo y amenazando con romper las barreras que había levantado en su mente.
Maldito seas, Mechones, por mandarme tan lejos. De acuerdo, esa senda era caótica, igual que la marioneta que la usó conmigo. ¿Por qué tuvo que escupirme en Alborada? ¿Y se puede saber dónde se fueron todos esos meses? Había empezado a desconfiar de su fe en la casualidad y el desmoronamiento de esa fe lo dejaba con la sensación de no pisar tierra firme. A Alborada y su senda herida… a Alborada donde un t’lan imass renegado yacía entre el polvo negro aguardando, no a mí, dijo, sino a lady Envidia. Y tampoco era ningún antiguo renegado t’lan imass cualquiera. Un t’lan imass que yo ya había visto antes. El único que había conocido. Y luego está la propia lady Envidia y sus malditos sirvientes seguleh y sus compañeros cuadrúpedos… eh, por ahí no vayas, Toc.
En cualquier caso, ahora viajamos juntos. Al norte, donde cada uno de nosotros quiere estar. Qué suerte. ¿Qué feliz coincidencia?
A Toc no le hacía gracia la idea de que lo estuvieran utilizando, de que lo manipularan. Había visto lo que le había costado a su amigo, el capitán Paran. Paran era más duro que yo, lo noté desde el principio. Había asumido los golpes, parpadeado y luego había seguido adelante. Tenía una especie de armadura oculta, algo en su interior que lo mantenía cuerdo.
Yo no, cielos. Como las cosas se pongan difíciles, es muy posible que me enrosque sobre mí mismo y empiece a gimotear.
Les echó un vistazo a los dos seguleh. Parecían tan poco dispuestos a hablar entre sí como con cualquier otro. Del tipo fuerte y silencioso. Los odio. Antes no, pero ahora sí. Bueno… aquí estoy, en medio de ninguna parte y la única criatura verdaderamente cuerda que me hace compañía es una loba extinta. Su mirada volvió a posarse una vez más en Baaljagg.
—¿Y dónde está tu familia, bestezuela? —preguntó en voz baja al tiempo que se encontraba con la mirada suave y castaña de la ay.
La respuesta llegó en forma de una explosión repentina, un torbellino de colores justo detrás de la cuenca del ojo perdido, colores que se asentaron en una imagen. Los suyos atacando a tres bueyes almizcleros, cazadores y cazados enfangados en medio del lodo, atrapados y condenados a morir. El punto de vista era bajo, justo detrás del pozo, rodeando la escena sin parar. Unos gimoteos llenaron la mente de Toc. Un amor desesperado sin respuesta. Un pánico que llenaba el aire frío.
La confusión de una lobezna.
La huida. Pasos errantes por marismas y arenales, pasos que cruzaban un mar moribundo.
Hambre.
Y después, de pie ante ella, una figura. Encapuchada, envuelta en lana negra tejida con tosquedad, una mano (cubierta de tiras de cuero hasta los propios dedos) que se tendía. Calor. Una sensación agradable. Una compasión palpable, un único roce de la frente inclinada de la criatura. El roce, comprendió Toc, de un dios ancestral. Y una voz: Ahora eres la última. La última de los tuyos y serás necesaria. Con el tiempo…
Así pues, te prometo que te traeré… un espíritu perdido. Arrancado de su carne. Uno adecuado, por supuesto. Por esa razón, mi búsqueda puede ser larga. Paciencia, pequeña… y entre tanto, este don…
La cachorrita cerró los ojos y se hundió en un sueño instantáneo y se encontró con que ya no estaba sola. Recorría a grandes zancadas tundras inmensas en compañía de los suyos. Una eternidad de sueños cariñosos y repletos de alegría, un regalo amargado solo por las horas de vigilia, los años de vigilia, los siglos, los milenios pasados… en soledad.
Baaljagg, incontestada entre los ay del mundo soñado, madre reinante de un sinfín de hijos en una tierra intemporal. Sin falta de presas, sin malos tiempos. Figuras erguidas en los horizontes lejanos, apenas vistas y nunca cercanas. Primos con los que encontrarse de vez en cuando. Agkor de los bosques, bendales blancos, ay’tog de pelaje amarillo del lejano sur, nombres que habían hundido su significado en la mente inmortal de Baaljagg… susurros eternos de esos ay que se habían unido a los t’lan imass, allí, en aquel entonces, en el momento de la reunión. Otra inmortalidad…
Los ojos de la despierta y solitaria Baaljagg habían visto más del mundo de lo que se podía llegar a entender. Al fin, sin embargo, había llegado el regalo, el alma arrancada traída hasta la suya, donde se fundieron y con el tiempo se convirtieron en una. Y en eso, otra capa más de pérdida y dolor. La bestia buscaba ahora… algo. Algo parecido a… al desagravio…
¿Qué quieres de mí, loba? No, de mí no, no me lo pides a mí, ¿verdad? Se lo pides a mi compañero, el guerrero no muerto. Onos T’oolan. Era a él al que aguardabas mientras compartías tu compañía con lady Envidia. ¿Y Garath? Ah, otro misterio… para otro momento…
Toc parpadeó y su cabeza cedió hacia atrás cuando se rompió el vínculo. Baaljagg dormía a su lado. Aturdido, tembloroso, Toc miró a su alrededor en la oscuridad.
A una decena de metros permanecía Tool mirándolo con una brazada de liebres colgándole de un hombro.
Oh, Beru nos libre. ¿Lo ves? Blando por dentro. Demasiado blando para este mundo y todas sus capas de historias, sus tragedias interminables.
—¿Qué? —preguntó Toc, tenía la voz ronca—. ¿Qué es lo que quiere de ti esta loba, t’lan imass?
El guerrero ladeó la cabeza.
—El final de su soledad, mortal.
—¿Has… respondido?
Tool se giró y dejó las liebres en el suelo. Su voz, cuando habló, conmocionó al explorador con una tristeza pura.
—No puedo hacer nada por ella.
El tono frío y sin vida había desaparecido y por primera vez Toc vio algo de lo que se ocultaba tras aquella faz mortal y desecada.
—Jamás te he oído hablar con tanto dolor, Tool. No pensaba…
—Has oído mal —dijo el t’lan imass, su tono una vez más carecía de inflexión alguna—. ¿Has terminado los acabados de plumas para tus flechas, Toc el Joven?
—Sí, como me enseñaste. Están hechas, doce de las flechas más feas que he tenido el placer de poseer jamás. Gracias, Tool. Son atroces, pero estoy orgulloso de que sean mías.
Tool se encogió de hombros.
—Te servirán bien.
—Espero que tengas razón. —Se levantó con un gruñido—. Haré entonces la comida.
—Esa es tarea de Senu.
Toc miró con los ojos entrecerrados al t’lan imass.
—¿Vas a empezar tú también? Son seguleh, Tool, no sirvientes. Mientras lady Envidia no esté aquí, pienso tratarlos como compañeros de viaje y me sentiré honrado con su compañía. —Giró la cabeza y se encontró con los ojos de los dos guerreros clavados en él—. Aunque ellos no me hablen a mí.
Le quitó las liebres al t’lan imass y se agachó junto al fuego.
—Dime, Tool —dijo mientras empezaba a desollar a la primera de las criaturas—, cuando estás ahí fuera, cazando… ¿hay alguna señal de otros viajeros? ¿Estamos solos por completo en esta llanura Lamatath?
—No he visto señales de mercaderes u otros humanos, Toc el Joven. Rebaños de bhederin, antílopes, lobos, coyotes, zorros, liebres y algún que otro oso de las llanuras. Aves de presa y aves carroñeras. Serpientes varias, lagartos…
—Un auténtico zoológico —murmuró Toc—. ¿Entonces cómo es que cada vez que examino el horizonte, no veo nada? Nada. Ni bestias, ni aves siquiera.
—La llanura es inmensa —respondió Tool—. Además están los efectos de la senda Tellann que me rodea… aunque está muy debilitada en este momento. Alguien ha absorbido mi fuerza vital, casi hasta el punto del agotamiento. No me preguntes. Mis poderes Tellann, no obstante, desalientan a las bestias mortales. Las criaturas son dadas a esquivarme cuando pueden. Pero nos sigue una manada de ay’tog, lobos de pelo amarillo, aunque siguen conteniéndose. Es posible que con el tiempo la curiosidad los venza.
La mirada de Toc volvió a posarse en Baaljagg.
—Recuerdos antiguos.
—Memorias del hielo. —Los ojos cavernosos del t’lan imass se habían clavado en el malazano—. Por esas y tus anteriores palabras, he de concluir que ha ocurrido algo, una vinculación de almas, entre la ay y tú. ¿Cómo?
—No sé nada de ninguna vinculación de almas —respondió Toc sin dejar de mirar a la loba dormida—. Me concedieron… visiones. Compartimos recuerdos, creo. ¿Cómo? No lo sé. Había emociones en su interior, Tool, suficientes para desesperar a cualquiera. —Después de un momento volvió a limpiar la escuálida criatura que tenía bajo sus manos.
—Todos los regalos tienen un filo.
Toc hizo una mueca mientras destripaba al animal.
—Un filo. Supongo. Estoy empezando a sospechar que hay cierta verdad en las leyendas, pierdes un ojo para recibir el don de la visión auténtica.
—¿Cómo perdiste el ojo, Toc el Joven?
—Un trozo ardiente de Engendro de Luna, una lluvia mortal cuando la Escalada estaba en pleno apogeo.
—Una piedra.
Toc asintió.
—Una piedra. —Después se detuvo y levantó la cabeza.
—Un obelisco —dijo Tool—. En la antigua baraja de las fortalezas se conocía como Menhir. Tocado por la piedra, mortal. —Chen’re aral lich’fayle—. Ahí, en la frente. Te doy un nuevo nombre. Aral Fayle.
—No recuerdo haber pedido un nombre nuevo, Tool.
—Los nombres no se piden, mortal. Los nombres se ganan.
—Vaya, eso lo podrían decir los Abrasapuentes.
—Una antigua tradición, Aral Fayle.
Por el aliento del Embozado.
—¡Muy bien! —soltó de repente Toc—. Solo que no veo que me haya ganado nada.
—Se te envió a una senda del Caos, mortal. Sobreviviste (ya en sí mismo un acontecimiento poco probable) y recorriste el lento vórtice que lleva al desgarro. Después, cuando el portal de Alborada debería haberte llevado con él, lo cierto fue que te expulsó. Una piedra te ha arrancado uno de tus ojos. Y esta ay de aquí te ha elegido para compartir su alma. Baaljagg ha visto en ti una valía poco común, Aral Fayle…
—¡Pues sigo sin querer nombres nuevos! ¡Por el aliento del Embozado! —Toc estaba sudando bajo la armadura gastada y cubierta de polvo. Buscó con desesperación una forma de cambiar de tema, de alejar la conversación de su persona—. ¿Y qué significa el tuyo? Onos T’oolan, ¿de dónde sale eso?
—Onos es «hombre sin clan». T’ es «roto». Ool es «nervado» mientras que lan es «pedernal» y, todo combinado, T’oolan significa «pedernal defectuoso».
Toc se quedó mirando al t’lan imass durante unos momentos.
—Pedernal defectuoso.
—Hay diferentes capas de significado.
—Me lo había imaginado.
—De un único núcleo se extraen las hojas y cada una busca su propia utilidad. Si hay venas o nudos de cristal ocultos dentro del núcleo, no se puede predecir la forma de las hojas. Cada golpe en el núcleo desprende trozos inútiles, se fractura por las junturas, se fractura con cada paso. Es inútil. Eso fue lo que ocurrió con la familia en la que nací. Golpes inútiles, todos y cada uno.
—Tool, yo no veo ningún defecto en ti.
—En el pedernal puro, todas las arenas están alineadas. Todas miran en la misma dirección. Hay un mismo propósito. La mano que da forma a ese pedernal puede confiar en el resultado. Yo pertenecía al clan de Tarad. La confianza que Tarad depositó en mí se perdió. El clan de Tarad ya no existe. En la reunión, se eligió a Logros para que se pusiera al mando de los clanes nativos del Primer Imperio. Logros esperaba que mi hermana, una invocahuesos, pudiera contarse entre sus sirvientes, pero ella desafió el ritual y los t’lan imass de Logros quedaron debilitados. El Primer Imperio cayó. Mis dos hermanos, T’ber Tendara y Han’ith Iath, llevaron a los cazadores al norte y nunca regresaron. Ellos también fracasaron. Me eligieron primera espada, pero he abandonado a los t’lan imass de Logros. Viajo solo, Aral Fayle, y así pues cometo el mayor delito conocido entre mi pueblo.
—Espera un momento —objetó Toc—. Has dicho que te diriges a una segunda reunión, así que regresas con tu pueblo…
El guerrero no muerto no respondió, solo giró la cabeza poco a poco y miró al norte.
Baaljagg se levantó, se estiró y después se acercó sin ruido a Tool. La inmensa criatura se sentó e imitó la mirada silenciosa del t’lan imass.
Un escalofrío repentino atravesó a Toc el Joven. Por el aliento del Embozado, ¿en qué nos estamos metiendo? Miró a Senu y a Thurule. Los seguleh parecían observarlo.
—Supongo que tenéis hambre. Noto vuestra impaciencia contenida. Si queréis podría…
Rabia.
Fría, letal.
Inhumana.
Toc se encontró de repente en otro sitio, mirando a través de los ojos de una bestia, pero no de la ay, esa vez no. Y no eran imágenes antiguas sino de ese mismo momento, tras las cuales sobrevino una cascada de recuerdos. Un momento después, algo se tragó toda sensación de sí mismo y su identidad quedó barrida por la tormenta de los pensamientos de otra criatura.
Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vida encontró forma… con palabras, con conciencia.
Y ahora, demasiado tarde.
Los músculos se crisparon, se filtraba la sangre bajo la piel desgarrada y hendida. Tanta sangre que empapaba el suelo bajo su cuerpo, que manchaba la hierba en un rastro que subía arrastrándose sobre la pendiente de la colina.
Te arrastras, un viaje de regreso. Para encontrarte a ti mismo, ahora, al final ya. Y los recuerdos despertados…
Los últimos días, tanto tiempo atrás ya, habían sido caóticos. El ritual se había desplegado de forma inesperada, impredecible. La locura se apoderó de los soletaken. La locura hizo pedazos al más poderoso entre los suyos, partió uno y lo convirtió en muchos, el poder naciente y salvaje, sediento de sangre, que dio origen a los d’ivers. El Imperio se desgarraba.
Pero eso había sido mucho tiempo atrás, tanto tiempo atrás…
Soy Treach, uno de muchos nombres. Trake, el Tigre del Verano, las Garras de la Guerra. Cazador Silencioso. Estuve allí al final, uno de los pocos supervivientes cuando los t’lan imass terminaron con nosotros. Una matanza compasiva, brutal. No tenían alternativa, ahora me doy cuenta, aunque ninguno estábamos dispuestos a perdonar. No entonces. Las heridas eran demasiado recientes.
Dioses, hicimos pedazos una senda en aquel lejano continente. Convertimos las tierras del este en piedra fundida que se enfrió y se transformó en algo que desafiaba a la hechicería. Los t’lan imass sacrificaron a miles para extirpar el cáncer en el que nos habíamos convertido. Fue el final, el final de toda esa promesa, toda esa gloria brillante. El final del Primer Imperio. Un orgullo desmesurado, haber reclamado un nombre que por derecho les pertenecía a los t’lan imass…
Huimos, un puñado de supervivientes. Ryllandaras, viejo amigo, nos enfadamos, chocamos y después volvimos a chocar en otro continente. Él se había ido más lejos que nadie, había encontrado un modo de controlar los dones (los soletaken y los d’ivers). Chacal Blanco. Ay’tog. Agkor. Y mi otro compañero, Messremb, ¿dónde ha ido? Un alma amable, retorcida por la locura, y sin embargo tan leal, siempre tan leal…
El ascenso. Una llegada fiera, los héroes primeros. Oscuros, salvajes.
Recuerdo una extensión inmensa de hierbas bajo un cielo que se profundizaba con los colores del atardecer. Un lobo, su único ojo era como una mancha de luz de luna sobre una cumbre lejana. Este recuerdo extraño y singular, aguzado como unas garras, que me viene ahora a la cabeza, ¿por qué?
Recorrí sin ruido esta tierra durante miles de años, hundido en las profundidades de la bestia, recuerdos humanos que se desvanecían, desaparecían y se iban. Y sin embargo… esta visión del lobo lo despierta todo en mi interior…
Soy Treach. Regresan los recuerdos en todo su apogeo, al tiempo que mi cuerpo empieza a enfriarse, lo envuelve un aire gélido.
Había seguido el rastro de las bestias misteriosas durante días, empujado por una curiosidad incesante. Un aroma desconocido para él, una estela arremolinada de muerte y sangre antigua. Audaz, pensaba solo en llevar la destrucción, como había hecho sin encontrar resistencia durante tanto tiempo. El Chacal Blanco se había desvanecido entre las nieblas siglos atrás, muerto, o si no estaba muerto, como si lo estuviera. Treach lo había despeñado por un saliente; lo había mandado, dando vueltas y retorciéndose, al fondo de aquella grieta insondable. Ningún enemigo digno de ese nombre desde entonces. La arrogancia del tigre era legendaria, no había sido difícil abrazar ese aplomo.
Los cuatro cazadores k’chain che’malle habían regresado dibujando un círculo y lo aguardaban con un propósito gélido.
Los despedacé. Rasgué la carne y partí los huesos. Derribé a uno y hundí los colmillos en su cuello inerte. Otro momento, otro latido y no habría habido más que tres…
Estuve tan cerca…
Treach yacía moribundo con una docena de heridas mortales. De hecho ya debería estar muerto, pero se aferraba a la vida con una determinación ciega, bestial, alimentada por la rabia. Los cuatro k’chain che’malle lo habían dejado allí con desdén, sabían que no volvería a levantarse y eran inmunes a la misericordia.
Tirado en la hierba, el Tigre del Verano había observado con los ojos apagados a las criaturas que se alejaban sin ruido, había notado con satisfacción que el brazo de uno de ellos, que le colgaba de una simple tira de piel, al fin se desprendía y caía al suelo, y allí lo dejaban con una indiferencia absoluta.
Y después, cuando los cazadores no muertos llegaron a la cima de una colina cercana, los ojos del tigre habían destellado. Una forma lustrosa, larga y negra brotó entre las hierbas y se encontró entre sus asesinos. El poder fluyó como el agua negra. El primer k’chain che’malle se marchitó bajo la matanza.
El choque descendió más allá de la cima, fuera del campo de visión de Treach, pero, apenas oído tras el trueno ensordecedor de su agonía, la batalla continuaba. Empezó a arrastrarse milímetro a milímetro.
A los pocos momentos se apagaron todos los sonidos del otro lado de la colina, pero Treach continuó luchando por avanzar, su sangre dejaba un rastro húmedo y había clavado los ojos ambarinos en la cima, su voluntad de vivir se reducía a algo bestial, algo que se negaba a reconocer el fin de su vida.
Lo he visto. Antílope. Bhederin. La negativa obstinada, la lucha sin sentido, los esfuerzos para escapar cuando de la garganta brota sangre que me llena la boca. Los miembros se agitan en la ilusión de correr, de huir, incluso cuando empiezo a alimentarme. Lo he visto, y ahora lo entiendo.
El tigre se humilla ante los recuerdos de la presa.
Olvidó la razón de la lucha por alcanzar la cima, solo sabía que debía lograrlo, un último ascenso para ver lo que había detrás.
Lo que había detrás. Sí. Un sol bajo en el horizonte. La extensión interminable de praderas ininterrumpidas e indomables. Una última visión de la naturaleza antes de escabullirme por las puertas malditas del Embozado.
Apareció ante él, impecable y musculosa, con la piel lisa. Una mujer pequeña pero no frágil, con la piel de una pantera en los hombros, el largo cabello negro descuidado pero brillante bajo la luz moribunda del día. Ojos almendrados, ambarinos como los suyos. El rostro en forma de corazón y rasgos vigorosos.
Áspera reina, ¿por qué verte aquí me rompe el corazón?
La mujer se acercó, se acomodó y le levantó la inmensa cabeza que después posó sobre su regazo. Unas manos pequeñas lo acariciaron y le limpiaron la sangre y la espuma seca de alrededor de los ojos.
—Están destruidos —le dijo en el idioma ancestral, el idioma del Primer Imperio—. No fue tan difícil, los dejaste con muy poco, Cazador Silencioso. De hecho, en realidad se deshicieron al menor de mis toques.
Mentirosa.
La mujer sonrió.
—No es la primera vez que cruzo tu estela, Treach, pero no quise acercarme, recordaba la ira que te invadió cuando destruimos tu imperio, hace tanto tiempo.
Hace mucho que se ha enfriado, imass. Hiciste solo lo que debías. Curaste las heridas…
—Los imass no pueden llevarse el mérito de eso. Hubo otros implicados en la tarea de reparar la senda destrozada. No hicimos más que asesinar a los tuyos, es decir, a los que pudimos encontrar. Ese es nuestro singular talento.
Matar.
—Sí, matar.
No puedo regresar a mi forma humana. No la encuentro en mi interior.
—Ha pasado demasiado tiempo, Treach.
Ahora me muero.
—Sí, no tengo talento para curar.
En su mente, el tigre sonrió.
No, solo para matar.
—Solo para matar.
Entonces pon fin a mi sufrimiento, por favor.
—Es el hombre el que habla. La bestia jamás pediría algo así. ¿Dónde está tu resistencia, Treach? ¿Dónde está tu astucia?
¿Te burlas de mí?
—No. Estoy aquí. Igual que tú. Dime entonces, ¿quién es esta otra presencia?
¿Otra?
—¿Quién ha desencadenado tu memoria, Treach? ¿Quién te ha devuelto a ti mismo? Durante siglos fuiste una bestia con mente de bestia. Una vez se llega a ese lugar, ya no hay vuelta atrás. Y sin embargo…
Sin embargo estoy aquí.
—Cuando tu vida se desvanezca de este mundo, Treach, sospecho que te encontrarás, no ante las puertas del Embozado, sino… en otro lugar. No puedo ofrecerte ninguna garantía. Pero he percibido que algo se mueve. Un dios ancestral vuelve a estar activo, quizás el más ancestral de todos. Se están produciendo movimientos sutiles. Se han escogido mortales y se les está dando forma. ¿Por qué? ¿Qué busca ese dios ancestral? No lo sé, pero creo que es una respuesta a una amenaza más grave e inmensa. Creo que este juego que ha empezado tardará mucho tiempo en llegar a su fin.
¿Una nueva guerra?
—¿Acaso no eres el Tigre del Verano? Una guerra en la que, según cree ese dios ancestral, harás mucha falta.
Una oleada de ironía invadió la mente de Treach.
Jamás me han necesitado, imass.
—Ha habido cambios. Para todos, al parecer.
¿Y entonces nos volveremos a encontrar? Me gustaría mucho. Me gustaría verte, una vez más, como la pantera negra.
La mujer se rio con una carcajada gutural.
—Y así se despierta la bestia. Adiós, Treach.
La mujer había avizorado en ese último momento lo que él solo podía sentir. La oscuridad se cerró a su alrededor y estrechó su mundo. La visión de los dos ojos… a uno.
Uno. Un ojo que miraba una extensión de hierba mientras caía la noche y observaba al inmenso tigre soletaken que hacía una pausa cansada sobre el macho ranag muerto con el que se había estado alimentando. Vio las dos llamaradas de su mirada furiosa, desafiante, gélida. Todo… tanto tiempo atrás ya…
Y después nada.
Una mano enguantada lo abofeteó con fuerza. Toc el Joven abrió muy despacio el único ojo, todavía un poco atontado, y se encontró mirando la máscara pintada de Senu.
—Eh…
—Un extraño momento para quedarse dormido —dijo el seguleh con tono inexpresivo, después se irguió y se alejó.
En el aire flotaba el aroma dulce de la carne asada. Toc se dio la vuelta con un gemido y después se incorporó. Resonaron ecos por su cuerpo, una tristeza inefable, pesares medio formados y la larga exhalación de un último aliento. Dioses, no más visiones, por favor. Luchó por despejarse y miró a su alrededor. Tool y Baaljagg no se habían movido de su posición. Ambos habían clavado la mirada en el norte y permanecían inmóviles y, Toc al fin lo comprendió, tensos. Y se le ocurrió que sabía por qué.
—No está lejos —dijo—. Viene muy rápido. —Con la noche, fluye mientras huye el sol. Una majestad letal: ojos ancestrales, tan antiguos.
Tool se volvió hacia él.
—¿Qué has visto, Aral Fayle? ¿Adónde has viajado?
El malazano se puso en pie con gesto débil.
—Que Beru me proteja, pero tengo hambre. Podría comerme ese antílope crudo. —Hizo una pausa y respiró hondo—. ¿Qué he visto? Fui testigo, t’lan imass, de la muerte de Treach. Trake, como se le conoce por aquí, el Tigre del Verano. ¿Dónde? Al norte de aquí. No muy lejos. Y no, no sé la razón.
Tool se quedó callado un momento, después se limitó a asentir.
—Chen’re aral lich’fayle —dijo—. El Menhir, corazón de la memoria. —Después, cuando Baaljagg se levantó de repente con los pelos de punta, se dio la vuelta.
La pantera que Toc sabía que se acercaba apareció al fin, medía más que dos hombres juntos y tenía los ojos casi al nivel de los de Toc; su piel lustrosa era de un color negro azulado y resplandeciente. Un aroma a especias lo barrió todo como una exhalación y la criatura comenzó a cambiar, la transformación fue un contorno borroso e incierto, un pliegue de la propia oscuridad. Después se encontraron con una mujer pequeña que había clavado los ojos en Tool.
—Hola, hermano.
El t’lan imass asintió con lentitud.
—Hermana.
—No has envejecido muy bien —observó la mujer y dio un ágil paso adelante.
Baaljagg se retiró.
—Tú sí.
La sonrisa de la mujer transformó unos rasgos marcados en una bella imagen.
—Muy generoso por tu parte, Onos. Ya veo que tienes a una ay mortal como compañera.
—Tan mortal como tú, Kilava Onass.
—¿Ah, sí? Y como es de esperar, temerosa de los de mi especie, por supuesto. No obstante, una bestia admirable. —Le tendió la mano.
Baaljagg se acercó un poco más.
—Imass —murmuró la mujer—. Sí, pero de carne y hueso. Como tú. ¿Te acuerdas ahora?
La enorme loba agachó la cabeza, se aproximó sin ruido a Kilava y apoyó un hombro en el de la mujer, que hundió la cara en el pelo del animal y aspiró su aroma, después suspiró.
—Un regalo inesperado —susurró.
—Más que eso —dijo Toc el Joven.
Toc se retorció por dentro cuando la mujer levantó la cabeza, lo miró y reveló la sensualidad pura de sus ojos, algo tan claro y natural que el malazano supo al instante que él no era más el foco al que se dirigía aquella mirada que cualquier otro sobre el que ella hubiera posado los ojos. Los imass como fueron en otro tiempo, antes del ritual. Como habrían seguido siendo, si, como ella, hubieran rechazado su poder. Un momento después, esos ojos se entrecerraron.
Toc asintió.
—Te vi —dijo la mujer— al mirar por los ojos de Treach…
—¿Por ambos ojos?
La mujer sonrió.
—No. Solo uno, el que tú ya no tienes, mortal. Me gustaría saber lo que ha planeado el dios ancestral… para nosotros.
El malazano sacudió la cabeza.
—No lo sé. No recuerdo haberlo visto jamás, de hecho. Ni siquiera un susurro al oído.
—Hermano Onos, ¿quién es este mortal?
—Lo he llamado Aral Fayle, hermana.
—Y le has dado armas de piedra.
—Así es. Sin intención alguna.
—Por tu parte, quizá…
—No sirvo a ningún dios —gruñó Tool.
Los ojos de la mujer destellaron.
—¿Y yo sí? ¡Estos pasos no son nuestros, Onos! ¿Quién se atrevería a manipularnos? Una invocahuesos imass y la primera espada de los t’lan imass… sondeados por un lado y otro. Se arriesga a provocar nuestra ira…
—Ya es suficiente —suspiró Tool—. Tú y yo no somos iguales, hermana. Nunca hemos caminado al unísono. Yo me dirijo a la segunda reunión.
La sonrisa desdeñosa de la mujer era decididamente desagradable.
—¿Crees que no he oído la llamada?
—¿Hecha por quién? ¿Lo sabes tú, Kilava?
—No, ni me importa. No voy a acudir.
Tool ladeó la cabeza.
—¿Entonces por qué estás aquí?
—Eso es asunto mío.
Busca… un desagravio. La comprensión inundó la mente de Toc y supo que quien lo comprendía no era él sino un dios ancestral. Un dios que le hablaba directamente, con una voz que se filtraba como la arena por los pensamientos del malazano. Para enderezar un antiguo entuerto, curar una vieja herida. Vuestros caminos se cruzarán nuevamente. Carece, sin embargo, de importancia. Es el encuentro final lo que me preocupa y para eso creo que todavía faltan años. Ah, pero revelo una impaciencia indigna. Mortal, los hijos del Vidente Painita están sufriendo. Debes encontrar una forma de liberarlos. Es difícil, un riesgo que supera cualquier imaginación, pero debo enviarte al abrazo del Vidente. No creo que me perdones.
Toc empujó con un esfuerzo la pregunta por su mente.
Liberarlos. ¿Por qué?
Una pregunta extraña, mortal. Hablo de compasión. Hay dones inimaginables en tales esfuerzos. Un hombre que sueña me lo ha mostrado y, de hecho, pronto lo verás por ti mismo. Tales regalos…
—Compasión —dijo Toc, afectado por la partida repentina del dios ancestral. Parpadeó y descubrió que Tool y Kilava lo observaban con fijeza. El rostro de la mujer había empalidecido.
—Mi hermana —dijo la primera espada— no sabe nada de compasión.
Toc se quedó mirando al guerrero no muerto e intentó recordar lo último que se había hablado antes de la… visita. No lo recordaba.
—Hermano Onos, a estas alturas ya deberías haberte dado cuenta —dijo Kilava poco a poco—. Todo cambia. —La mujer estudió a Toc una vez más y sonrió, pero era una sonrisa cargada de pena—. Me voy ya…
—Kilava. —Tool se adelantó, un leve choque de huesos y piel—. El ritual que te separó de los tuyos, la ruptura de los lazos de sangre, esta segunda reunión quizá…
La expresión de la mujer se suavizó.
—Querido hermano, al que nos ha invocado no le importo nada. Nada reparará mi antiguo crimen. Es más, sospecho que lo que te aguarda en la segunda reunión no será como te imaginas. Pero… te agradezco, Onos T’oolan, la amabilidad.
—He dicho… que no… viajamos al unísono —susurró el guerrero no muerto mientras luchaba con cada palabra—. Estaba enfadado, hermana, pero es una ira ya antigua. Kilava…
—Una ira ya antigua, sí. Pero tenías razón de todos modos. Jamás hemos caminado al unísono. El pasado nunca deja de perseguirnos. Quizás algún día podamos curar las heridas que compartimos, hermano. Este encuentro me ha dado… esperanzas. —La mujer posó la mano por un instante en la cabeza de Baaljagg y después se dio la vuelta.
Toc la observó desvanecerse en la mortaja del atardecer.
Otro estrépito de huesos chocando en la piel correosa lo hizo darse la vuelta. Y vio a Tool de rodillas con la cabeza gacha. No podían brotar lágrimas en un cadáver y sin embargo…
Toc dudó y después se acercó al guerrero no muerto.
—No todo fue verdad en tus palabras, Tool —dijo.
Las espadas sisearon al salir y el malazano se giró en redondo y vio a Senu y Thurule avanzando sobre él.
Tool levantó de repente una mano.
—¡Quietos! Envainad vuestras espadas, seguleh. Soy inmune a los insultos, incluso a los pronunciados por alguien al que querría llamar amigo.
—No es un insulto —dijo Toc sin inmutarse mientras se volvía hacia el t’lan imass—. Solo una observación. ¿Cómo lo llamaste? La ruptura de los lazos de sangre. —Posó una mano en el hombro de Tool—. Para mí está claro, si es que sirve de algo, que la ruptura fracasó. Los lazos de sangre permanecen. Quizá podrías consolarte con eso, Onos T’oolan.
La cabeza se alzó y unas cuencas marchitas se revelaron bajo el saliente óseo del escudo.
Dioses, miro y no veo nada. Él mira y ve… ¿qué? Toc el Joven luchaba por averiguar qué podía decir, qué podía hacer a continuación. Se alargó el momento pero solo pudo encogerse de hombros y tenderle una mano.
Para su asombro, Tool la cogió.
Y esa mano lo levantó, aunque el malazano gruñó por el esfuerzo y notó la protesta de cada uno de sus músculos. Que el Embozado me lleve, es el saco de huesos más pesado que jamás haya… Da igual.
Senu rompió el silencio con tono firme.
—Hojadepiedra y Flechadepiedra, escuchad. La comida nos aguarda.
Pero bueno, ¿se puede saber, en el nombre del Embozado, cómo me he ganado todo esto? Onos T’oolan. Y el respeto de un seguleh, nada menos… En una noche repleta de maravillas, esta desde luego se lleva la palma.
—No he conocido en realidad más que a dos humanos mortales —dijo Tool a su lado—. Ambos se subestimaban, el primero de forma letal. Esta noche, amigo Aral Fayle, intentaré contarte la caída de la consejera Lorn.
—Una historia con moraleja, sin duda —comentó Toc con ironía.
—Desde luego.
—Y yo que planeaba pasar la noche jugando a las tabas con Senu y Thurule.
—¡Ven a comer, Flechadepiedra! —soltó Senu de repente.
Oh-oh, creo que acabo de excederme con eso de la familiaridad.
La sangre había llenado las cunetas no mucho tiempo atrás. El sol y la ausencia de lluvia habían conservado aquel fluido hinchado de un color negro apagado por el polvo, lo bastante profundo como para ocultar el montecillo de adoquines que se ocultaba debajo, aquel río mortal llegaba hasta las aguas enfangadas de la bahía.
En Callows no se había salvado nadie. Se había encontrado con las piras amontonadas al acercarse por el camino del interior y había calculado que la matanza había acabado con unos treinta mil.
Garath se había adelantado y se había deslizado por el arco de la puerta. Ella lo siguió con paso más lento.
La ciudad había sido preciosa en otro tiempo. Cúpulas recubiertas de cobre, minaretes, poéticas calles serpenteantes dominadas por balcones ornamentados repletos de plantas en flor. La falta de manos que alimentaran aquellas plantas tan queridas había convertido los jardines en lugares marrones y grises. Las hojas crujían bajo los pies de lady Envidia mientras bajaba por la avenida central.
Una ciudad de comerciantes, el paraíso de un mercader. Los mástiles de un sinfín de barcos se vislumbraban en el puerto que tenía delante, todos inmóviles, lo que indicaba que habían agujereado los cascos y todas las naves se habían posado en el cieno de la bahía.
Diez días, no más, desde la matanza. La dama podía oler el aliento del Embozado, un suspiro ante el inesperado botín, un ligero temblor de inquietud ante lo que significaba. Estás inquieto, querido Embozado. Lo que no promete nada bueno, desde luego…
Garath la guio sin vacilaciones como ella sabía que lo haría. Un callejón antiguo, casi olvidado, con los adoquines abombados y agrietados, cubiertos de décadas de basura. Entraron en una casa pequeña y hundida, las piedras de los cimientos eran de un corte mucho más marcado que las que descansaban sobre ellas. Dentro, una única habitación con un suelo de tablones gruesos de madera cubiertos de una esterilla de juncos. Unos cuantos muebles mal hechos y dispersos, una plancha de cocina de bronce encima de una chimenea de ladrillo, alimentos medio podridos. En un lado, la carretilla de juguete de algún niño.
El perro dibujó un círculo en el centro de la pequeña habitación.
Lady Envidia se aproximó y apartó de una patada las esterillas de juncos. No había trampilla. Los habitantes no habían tenido ni idea de lo que se ocultaba bajo su casa. La dama desveló su senda y pasó una mano por las tablas, las vio disolverse, convertirse en polvo y un agujero circular. Una leve corriente húmeda y salada surgió de la oscuridad.
Garath se acercó sin ruido al borde y después se perdió de vista. La mujer oyó el estrépito de las garras algo más abajo.
Lady Envidia lo siguió con un suspiro.
No había escalera y el enlosado del suelo tardó bastante tiempo en detener su caída, ralentizada por la senda. Con la visión agudizada miró a su alrededor, después olisqueó el aire. El templo era toda esa cámara, miserable, en otro tiempo con un techo bajo, aunque las vigas de ese tejado ya hacía mucho tiempo que se habían desvanecido. No había ningún altar más elevado, pero lady Envidia sabía que para ese ascendiente concreto, el suelo entero de piedra tallada cumplía esa sagrada función. Allá por los tiempos de la sangre…
—Me imagino lo que despertó este lugar en ti —dijo lady Envidia con los ojos posados en Garath, que se había echado y estaba a punto de quedarse dormido—. Toda esa sangre filtrándose y chorreando sobre tu altar. Admito que prefiero tu morada de Darujhistan. Mucho más distinguida, casi digna de complementar mi augusta presencia. Pero esto… —La dama arrugó la nariz.
Garath, con los ojos cerrados, se crispó un poco.
Bienvenida, lady Envidia.
—Tu llamada me pareció muy afligida, cosa poco propia de ti, K’rul. ¿Es obra de la matrona y sus hijos no muertos? Si es así, hacerme venir aquí no era necesario. Soy muy consciente de su eficacia.
Puede que esté tullido y encadenado, lady Envidia, pero este dios concreto nunca es tan obvio. El suyo es el talento de un maestro de los juegos de manos. Nada es como quisiera hacernos creer, y su uso de sirvientes involuntarios es tan brutal como su tratamiento de los enemigos. Considera, después de todo, al Vidente Painita. No, para Callows, la muerte llegó del mar. Una flota retorcida por sendas. Asesinos inhumanos de mirada gélida. Buscan, buscan sin cesar y ahora surcan los océanos del mundo.
—¿Buscan qué, si me permites preguntar?
Un desafío digno, nada menos.
—¿Y esos horrendos asesinos marinos tienen nombre?
Un enemigo en cada turno, lady Envidia. Debes cultivar el arte de la paciencia.
La dama se cruzó de brazos.
—Me has buscado tú, K’rul y puedes estar seguro que no había anticipado que tú y yo volveríamos a encontrarnos otra vez. Los dioses ancestrales han desaparecido y por mí, que no vuelvan, y eso incluye a mi padre, Draconus. ¿Fuimos compañeros hace doscientos mil años, tú y yo? No creo, aunque admito que los recuerdos son vagos. No éramos enemigos, es cierto. Pero ¿amigos? ¿Aliados? Desde luego que no. Sin embargo, aquí estás. He reunido a tus propios sirvientes «involuntarios», como has pedido. ¿Tienes idea de lo que me exige mantener a esos tres seguleh a raya?
Ah, sí, ¿y dónde está ahora el tercero?
—Tirado sin sentido a media legua de la ciudad. Era vital apartarlo de ese t’lan imass, bien saben los dioses que no lo arrastré conmigo por su compañía. Te equivocas conmigo, K’rul. No hay modo de controlar a los seguleh. De hecho, me pregunto quién complace a quién cuando se trata de esos tres temibles guerreros. Mok terminará desafiando a Tool, fíjate lo que te digo, y le entusiasma la perspectiva, aunque a mí también, figúrate, ¡poder presenciar tal choque! No obstante, la destrucción de uno u otro no convendría mucho a tus planes, supongo. Debes saber que Thurule estuvo a punto de derrotar a la primera espada. Así que Mok lo convertirá en astillas…
La risa suave de K’rul llenó la cabeza de la dama.
Con un poco de suerte, no antes de que Mok y sus hermanos se hayan abierto camino hasta la sala del trono del Vidente Painita. Además, Onos T’oolan piensa de forma mucho más sutil de lo que imaginas, lady Envidia. Que entablen batalla si así lo decide Mok. Sospecho, sin embargo, que el tercero bien podría sorprenderte con su… contención.
—¿Contención? Dime, K’rul, ¿creías que el seguleh primero iba a enviar a alguien de tan alto rango como el tercero a ponerse al frente de su ejército de castigo?
Admito que no. Para la tarea de dividir las fuerzas del Vidente en dos frentes, esperaba quizá trescientos o cuatrocientos iniciados de undécimo nivel. Suficiente para incomodar al Vidente lo bastante como para apartar a un ejército o dos de los malazanos que se acercan. Sin embargo, con el segundo desaparecido, y con la pericia creciente de Mok, no cabe duda de que el primero tenía sus razones.
—Una última pregunta, entonces. ¿Se puede saber por qué te estoy haciendo estos favores?
Ya veo, tan impertinente como siempre. Muy bien. Optaste por darle la espalda a la necesidad la última vez que surgió. Decepcionante; sin embargo, asistieron suficientes como para conseguir el encadenamiento, aunque a un coste que tu presencia habría reducido. Pero ni siquiera encadenado está dispuesto a descansar el dios Tullido. Existe en un dolor incesante que lo tortura, hecho pedazos, destrozado por dentro y por fuera, y sin embargo ha convertido eso en su fuerza. El combustible para su rabia, su ansia de venganza…
—Los idiotas que lo derribaron hace mucho tiempo que murieron, K’rul. La venganza es solo una excusa. Al dios Tullido lo empuja la ambición. La sed de poder es el núcleo de su corazón podrido y arrugado.
Quizá, quizá no. El tiempo lo dirá, como dicen los mortales. En cualquier caso, desafiaste la llamada en el encadenamiento, lady Envidia. No voy a tolerar tu indiferencia una segunda vez.
—¿Ah, no? —se burló la dama—. ¿Es que eres mi amo, K’rul? ¿Desde cuándo…?
Unas visiones inundaron su mente y la hicieron vacilar. Oscuridad. Después caos, un poder salvaje y descentrado, un universo desprovisto de sentido, de control, de significado. Entidades lanzadas por el torbellino. Perdidas, aterradas por el nacimiento de la luz. Un aguzamiento repentino (un dolor como si se abrieran las muñecas, el calor que se derrama), una imposición salvaje de orden, el corazón del que fluía la sangre en torrentes constantes y uniformes. Dos cámaras en ese corazón (Kurald Galain, la senda de la madre Oscuridad) y Starvald Demelain, la senda de… los Dragones. Y la sangre (el poder) que brotaba en corrientes por las venas, por las arterias, que se extendía por toda la existencia y el pensamiento que la invadió le robó todo el calor de la piel. Esas venas, esas arterias, son las sendas.
—¿Quién creó esto? ¿Quién?
Mi querida dama, respondió K’rul, tú tienes la respuesta y no tengo la maldita intención de tolerar tu impertinencia. Eres hechicera. Por la melena salvaje de la Luz, tu poder se alimenta de la mismísima sangre de mi alma eterna, ¡y vas a obedecerme!
Lady Envidia vaciló durante otro paso, liberada de repente de las visiones, desorientada, con el corazón golpeándole en el pecho. La mujer respiró hondo.
—¿Quién sabe la… la verdad, K’rul? —¿Que, al recorrer las sendas, viajamos por tu carne, que, cuando recurrimos al poder de las sendas, recurrimos a tu propia sangre?—. ¿Quién lo sabe?
Lady Envidia sintió un encogimiento de hombros descuidado en la respuesta del dios.
Anomander Rake, Draconus, Osric, un puñado más. Y ahora tú. Perdóname, lady Envidia, no tengo deseo alguno de ser un tirano. Mi presencia en las sendas ha sido siempre pasiva, eres libre de hacer lo que prefieras, como todas las demás criaturas que nadan en mi sangre inmortal. No tengo más que una excusa, si quieres. Este dios Tullido, este extraño de un reino desconocido… Lady Envidia, tengo miedo.
Un escalofrío la recorrió entera cuando comprendió lo que decía el dios.
K’rul continuó tras un momento.
Hemos perdido aliados por nuestra insensatez. Dassem Ultor, que quedó destrozado cuando el Embozado se llevó a su hija en el momento del encadenamiento, fue un golpe devastador. Dassem Ultor, la primera espada renacida…
—¿Crees —preguntó la dama muy despacio— que el Embozado se la habría llevado para el encadenamiento si yo hubiera respondido a la llamada?
¿Soy la culpable, se preguntó, de la pérdida de Dassem Ultor?
Solo el Embozado podría responder a esa pregunta, lady Envidia. Y, en cualquier caso, es probable que mintiera. Dassem, su paladín (Dessembrae) ya rivalizaba con su poder en tamaño. No tiene mucho sentido preocuparse por esas preguntas, más allá de la lección obvia, que la falta de medidas es una opción letal. Piensa en lo siguiente: a partir de la caída de Dassem, un imperio mortal se tambalea al borde del caos. A partir de la caída de Dassem, el trono de las Sombras encontró un nuevo ocupante. A partir de la caída de Dassem… oh, bueno, los dominios caídos son casi incontables. Se acabó.
—¿Qué es lo que quieres ahora de mí, K’rul?
Era necesario. Debía mostrarte la inmensidad de la amenaza. Este Dominio Painita no es más que un fragmento del todo, pero tú has de guiar a mis elegidos al corazón de ese territorio.
—¿Y una vez allí? ¿Estoy a la altura del poder que reside allí?
Quizá, pero ese es un camino que quizá no resulte muy inteligente tomar, lady Envidia. Confiaré en tu criterio y en el de otros, involuntarios o no. De hecho, es muy posible que optes por cortar el nudo que hay en el fondo del Dominio. O puede que encuentres una forma de soltarlo, de liberar todo lo que ha estado sujeto durante trescientos mil años.
—Muy bien, iremos tocando de oído. ¡Qué alegría! ¿Puedo irme ya? Ansío regresar con los otros, con Toc el Joven en concreto. Es un encanto, ¿verdad?
Cuídalo mucho, mi señora. Las cicatrices y los defectos es lo que el dios Tullido busca en sus sirvientes. Procuraré mantener el alma de Toc lejos de las garras del Encadenado pero, por favor, no bajes la guardia. Y también… hay algo más en ese hombre, algo… salvaje. Pero tendremos que aguardar a que despierte antes de poder comprenderlo. Oh, una última cosa…
—¿Sí?
Tu grupo se acerca al territorio del Dominio. Cuando regreses con ellos, no debes acudir a tu senda para apresurar tu viaje.
—¿Por qué?
Dentro del Dominio Painita, mi señora, mi sangre está envenenada. Es un veneno al que tú puedes derrotar, pero Toc el Joven no.
Garath despertó, se levantó y se estiró delante de la dama. K’rul se había ido.
—Oh, vaya —susurró lady Envidia empapada de sudor de repente—. Envenenada. Por el abismo… necesito un baño. Ven, Garath, vamos a recoger al tercero. ¿Le despierto con un beso?
El perro la miró.
—¡Dos marcas en su máscara y la huella de unos labios pintados! ¿Sería entonces el cuarto o el quinto? ¿Cómo crees tú que cuentan los labios? El de arriba uno, el de abajo otro, ¿o los dos juntos? Vamos a averiguarlo.
El polvo y el torbellino oscuro de la hechicería se alzó más allá de las colinas que tenían delante.
—Yunque del escudo —dijo Farakalian—, ¿nuestros aliados ya han hecho saltar una trampa?
Itkovian frunció el ceño.
—No lo sé. Supongo que descubriremos la verdad cuando decidan reaparecer e informarnos.
—Bueno —murmuró el soldado—, hay un combate ahí delante. Un combate muy feo por la magia que se ha desencadenado.
—No te lo discuto, señor —respondió el yunque del escudo—. Jinetes, formad una medialuna invertida, manos a las armas. Trote lento hasta primera línea.
La diezmada ala se puso en formación y continuó.
Itkovian calculó que se habían acercado al camino de los mercaderes. Si los k’chain che’malle habían atacado a una caravana, el resultado era inevitable. Una caravana con un mago o dos a su servicio quizás intentara defenderse y por el hedor a azufre que flotaba en el aire, esta última circunstancia parecía la más probable.
Al acercarse a una loma, surgió una fila de t’lan imass que se colocaron en la cima dándoles la espalda a Itkovian y sus jinetes. El yunque del escudo contó una docena. Quizás el resto estuviera muy ocupado con la batalla, que todavía no podían ver. Vio al invocahuesos Pran Chole e hizo virar el caballo en dirección del chamán no muerto.
Alcanzaron la loma. Las detonaciones de hechicería habían cesado y los sonidos de la batalla comenzaban a desvanecerse.
El camino de los mercaderes corría algo más abajo. Dos carruajes componían la caravana, uno mucho más grande que el otro. Ambos habían quedado destrozados, hechos pedazos. Madera convertida en astillas, relleno de felpa y ropa que yacía tirada por todas partes. En una pequeña colina, a la derecha, yacían tres figuras con el suelo ennegrecido a su alrededor. No se movía ninguna. Quedaban ocho cuerpos más visibles alrededor de las carretas, solo dos conscientes: hombres con armaduras negras que se estaban levantando poco a poco.
Detalles que los sentidos del yunque del escudo registraron en solo un momento. Paseándose entre los cadáveres desmembrados de cinco cazadores k’chain che’malle había cientos de lobos enormes y demacrados, con unos ojos hundidos que podían rivalizar con los de los t’lan imass.
Itkovian estudió a aquellas silenciosas y aterradoras criaturas y después se dirigió a Pran Chole.
—¿Son… tuyos, señor?
El invocahuesos que tenía al lado se encogió de hombros.
—Desaparecieron de nuestra compañía durante un tiempo. Los t’lan ay nos acompañan con frecuencia, pero no están atados a nosotros… más allá del ritual en sí. —Se quedó callado unos momentos y después continuó—. Los creíamos perdidos, pero parece que ellos también han oído la llamada. Tres mil años desde la última vez que nuestros ojos se posaron en los t’lan ay.
Itkovian fijó al fin la mirada en el chamán no muerto.
—¿Lo que oigo es una insinuación de placer en tu voz, Pran Chole?
—Sí. Y pena.
—¿Pena por qué? Por lo que he visto, esos t’lan ay no han sufrido ni una sola baja contra estos k’chain che’malle. Cuatrocientos, quinientos… contra cinco. Una destrucción rápida.
El invocahuesos asintió.
—Son muy hábiles cuando se trata de derrotar a bestias grandes. Mi pena surge de una piedad mal entendida, mortal. En la primera reunión, el amor inoportuno que sentíamos por los ay (los pocos que quedaban) nos llevó a tomar un camino cruel. Decidimos incluirlos en el ritual. Nuestras egoístas necesidades fueron una maldición. Se les arrebató todo lo que convertía a los ay de carne y hueso en criaturas honorables y orgullosas. Ahora, como nosotros, son solo cáscaras vacías acosadas por recuerdos muertos.
—Pero incluso no muertos, son criaturas majestuosas —admitió Itkovian—. Como vosotros.
—Majestuosidad en los t’lan ay, sí. ¿Entre los t’lan imass? No, mortal. Ninguna.
—Discrepamos en eso, entonces, Pran Chole. —Itkovian se giró para dirigirse a sus soldados—. Comprobad el estado de los caídos.
El yunque del escudo bajó cabalgando hasta los dos hombres de las cotas de malla que se encontraban juntos, al lado de los restos del más grande de los dos carruajes. Las cotas de malla estaban hechas jirones y ambos sangraban y formaban charcos a sus pies. Había algo en aquellos dos hombres que inquietaba a Itkovian, pero el yunque optó por hacer caso omiso.
El barbudo se giró y miró al yunque del escudo cuando este se detuvo delante de ellos.
—Sé bienvenido, guerrero —dijo con un acento extraño para los oídos de Itkovian—. Acontecimientos extraordinarios los que acaban de ocurrir.
A pesar de su disciplina interna, la inquietud de Itkovian se agudizó. No obstante, consiguió adoptar un tono sereno al hablar.
—Desde luego, señor. Me asombra que, dada la atención que claramente os prestaron los cazadores k’ell, los dos sigáis en pie.
—Somos individuos muy resistentes, a decir verdad. —La mirada apagada del hombre examinó el suelo tras el yunque del escudo—. Cielos, es obvio que nuestros compañeros carecían de tales recursos.
Farakalian, tras haber consultado con los soldados agachados entre los caídos, se dirigió a Itkovian.
—Yunque del escudo, de los tres barghastianos de la colina, uno yace muerto. Los otros dos están heridos, pero sobrevivirán con los cuidados adecuados. Del resto, solo uno ha dejado de respirar. Una serie de heridas de las que ocuparnos. Dos puede que todavía mueran, señor. Ninguno de los supervivientes ha recuperado todavía la conciencia. De hecho, cada uno de ellos parece sumido en un sueño inusualmente profundo.
Itkovian le echó un vistazo al hombre de la barba.
—¿Sabes algo más de ese sueño antinatural, señor?
—Me temo que no. —El hombre miró a Farakalian—. Señor, ¿entre los supervivientes, puedes incluir a un hombre alto, delgado y maduro y a otro bajo y mucho más viejo?
—Puedo incluirlos. El primero, sin embargo, duda ante las puertas del Embozado.
—Nos gustaría no perderlo, si es posible.
Itkovian habló entonces.
—Los soldados de las Espadas Grises son muy hábiles en el arte de la curación, señor. Procurarán hacerlo lo mejor que puedan y no se les puede pedir más.
—Desde luego. Estoy… muy afectado.
—Comprendo. —El yunque del escudo se dirigió a Farakalian—. Recurre al poder del destriant si es necesario.
—Sí, señor.
Observó alejarse a su subordinado.
—Guerrero —dijo el barbudo—, me llamo Bauchelain y mi compañero es Korbal Espita. Debo preguntar, esos sirvientes no muertos vuestros, cuadrúpedos y los demás…
—Nada de sirvientes, Bauchelain. Aliados. Son t’lan imass. Los lobos, t’lan ay.
—T’lan imass —susurró el llamado Korbal Espita con voz aflautada, sus ojos se iluminaron de repente al clavarse en las figuras de la colina—. ¡No muertos, nacidos del mayor ritual nigromántico que ha habido jamás! ¡Me gustaría hablar con ellos! —Se giró hacia Bauchelain—. ¿Puedo? ¿Por favor?
—Como desees —respondió Bauchelain con un encogimiento de hombros de indiferencia.
—Un momento —dijo Itkovian—. Los dos tenéis heridas que requieren atención.
—No es necesario, yunque del escudo, aunque te agradezco la preocupación. Sanamos… rápido. Por favor, que se concentren en nuestros compañeros. Bueno, qué raro, nuestras bestias de carga y varios de los caballos están incólumes, ¿lo ves? Una suerte, sin lugar a dudas, una vez que termine de reparar nuestro carruaje.
Itkovian estudió los restos en los que había posado los ojos Bauchelain.
¿Reparar aquello?
—Señor, regresamos a Capustan de inmediato. No habrá tiempo para efectuar… reparaciones… en el carruaje.
—No tardaré mucho, te lo aseguro.
Un grito en la colina hizo girarse al yunque del escudo a tiempo de ver a Korbal Espita volando por los aires tras un revés atizado por el invocahuesos Pran Chole. El hombre chocó contra la cuesta y cayó rodando hasta la base.
Bauchelain suspiró.
—Carece de modales, por los dioses —dijo con los ojos clavados en su compañero, que tardaba en ponerse en pie—. El precio de una infancia protegida, no, más bien aislada. Espero que los t’lan imass no se hayan ofendido mucho. Dime, yunque del escudo, ¿esos guerreros no muertos son rencorosos?
Itkovian se permitió esbozar una sonrisa privada. Puedes preguntárselo al próximo jaghut con el que nos crucemos.
—No sabría decirte, señor.
Con los restos del carruaje más pequeño se improvisaron tres amplios travesaños. Los t’lan imass elaboraron unos arneses de cuero para que los ay no muertos pudieran tirar de ellos. La colección de caballos de la caravana quedó al cuidado de Farakalian y la recluta.
Itkovian observó a Korbal Espita guiando a los bueyes hasta el carruaje reconstruido. El yunque del escudo se encontró evitando mirar el vehículo, los detalles de la reparación le ponían los pelos de punta. Bauchelain había decidido usar varios huesos de los cazadores k’chain che’malle desmembrados para reconstruir su carreta. Tras ser fundidos con hechicería con el armazón del carruaje, los huesos formaban un extraño esqueleto que Bauchelain cubrió luego con franjas de pieles grises incrustadas de guijarros. El efecto era terrorífico.
Pero sospecho que no más que los propietarios del carruaje…
Pran Chole apareció al lado del yunque del escudo.
—Nuestros preparativos han terminado, soldado.
Itkovian asintió.
—Invocahuesos —dijo luego en voz baja—, ¿qué te parecen estos dos hechiceros?
—El que no es hombre está loco, pero el otro representa una amenaza mayor. No son compañía grata para nosotros, yunque del escudo.
—¿El que no es hombre? —Itkovian entrecerró los ojos y miró a Korbal Espita—. Eunuco. Sí, claro. Son nigromantes.
—Sí. El que no es hombre utiliza el caos del borde del reino del Embozado. El otro tiene intereses más arcanos, es un invocador de un poder formidable.
—No obstante, no podemos abandonarlos.
—Como desees. —El invocahuesos dudó un momento y después dijo—: Yunque del escudo, los mortales heridos están, todos y cada uno, soñando.
—¿Soñando?
—Es un sabor familiar —dijo el t’lan imass—. Se les está… protegiendo. Estoy deseando que despierten, sobre todo el sacerdote. Tus soldados han desplegado un talento considerable para curarlos.
—Nuestro destriant es un gran Denul, podemos recurrir a su poder en momentos de necesidad, aunque me imagino que en estos instantes no se encuentra de muy buen humor. Estará exhausto, sabrá que la curación se ha producido, pero poco más. A Karnadas le desagrada la incertidumbre. Al igual que a la espada mortal, Brukhalian. —Recogió las riendas y se irguió en la silla—. El eunuco ha terminado su tarea. Ya podemos partir. Cabalgaremos toda la noche, señor, y recibiremos el amanecer a las puertas de Capustan.
—¿Y la presencia de los t’lan imass y los t’lan ay? —inquirió Pran Chole.
—Oculta, si tenéis la bondad. Salvo los ay que tiran del travesaño. Llevarán a sus pacientes por la ciudad y los meterán en el complejo de nuestro cuartel.
—¿Y tienes razones para ello, yunque del escudo?
Itkovian asintió.
Con el sol bajo a su espalda, el séquito se puso en marcha.
Con las manos plegadas sobre el regazo, el destriant miró al príncipe Jelarkan con una expresión de profunda simpatía. No, algo más que eso, dado el agotamiento obvio de aquel hombre, en realidad era empatía. A Karnadas la cabeza le palpitaba por detrás de los ojos. Sentía su senda Denul hueca, recubierta de ceniza. Si hubiera dejado las manos encima de la mesa, el temblor habría sido obvio.
Tras él, la espada mortal se paseaba.
Itkovian y dos alas recorrían la llanura al oeste y algo había ocurrido. La preocupación resonaba en cada uno de los pasos inquietos que percibía el destriant a su espalda.
Los ojos del príncipe de Capustan estaban cerrados y apretados, los dedos masajeaban las sienes bajo el círculo de cobre batido que era su corona. Veintidós años y aquel rostro demacrado y lleno de arrugas podría haber pertenecido a un hombre de cuarenta. La testa afeitada revelaba la dispersión de lunares que demostraban su linaje real, como si lo hubieran rociado de sangre que después se hubiera secado y oscurecido. Después de un largo suspiro, el príncipe habló al fin.
—El Consejo de Máscaras no se dejará influir, espada mortal. Insisten en que sus gidrath ocupen los fuertes periféricos.
—Esas fortificaciones quedarán aisladas una vez que comienza el asedio, príncipe —dijo Brukhalian con tono profundo.
—Lo sé. Lo sabemos los dos. Aislados, desmantelados, cada soldado de su interior asesinado… y luego violado. Los sacerdotes se creen que son maestros de la estrategia bélica. Una guerra religiosa, después de todo. Los guerreros de élite de los templos deben ser los que asesten los primeros golpes.
—Y no cabe duda que los asestarán —dijo Brukhalian— y poco más.
—Y poco más. Quizá unos pasillos, una serie de incursiones para efectuar una retirada…
—Que costarán más vidas todavía, príncipe, y casi con toda seguridad fracasarán. Mis soldados no van a participar en un suicidio. Y por favor, no intentéis imponerme vuestra voluntad en esto. Nos han contratado para defender la ciudad. En nuestra opinión, la mejor forma de hacerlo es manteniendo en pie las murallas. Los reductos siempre han sido un punto débil, sirven al enemigo mejor de lo que nos sirven a nosotros como cuartel general, posiciones defendibles y puntos de reunión. Los gidrath se ocuparán de las fortificaciones en el campo de la muerte. Una vez que se instalen allí las armas de asedio, sufriremos un bombardeo incesante.
—El Consejo de Máscaras no espera que caigan los fuertes, espada mortal. Aferrados a esa creencia concreta, todos los miedos que has expuesto son irrelevantes en lo que a ellos se refiere.
Cayó entonces el silencio, aparte de los inusuales paseos de Brukhalian. Al fin el príncipe levantó la mirada y sus ojos castaños siguieron los pasos silenciosos y felinos de la espada mortal. Jelarkan frunció el ceño y después suspiró y se puso en pie.
—Necesito alguna forma de hacer presión, espada mortal. Encuéntramela, y rápido. —Se dio la vuelta y se dirigió a las puertas de los aposentos, donde lo esperaban sus dos guardaespaldas.
En cuanto las inmensas puertas se cerraron tras el príncipe, Brukhalian se giró y miró a Karnadas.
—¿Continúan recurriendo a tus poderes, señor?
El destriant sacudió la cabeza.
—Ya hace algún tiempo que no, desde poco después de la inesperada visita del príncipe. En cualquier caso, señor, han tomado todo lo que poseo y pasarán días antes de que me recupere del todo.
Brukhalian dejó escapar un suspiro largo y lento.
—Bueno, habíamos admitido que existía el riesgo de una escaramuza. De lo cual se deduce que los painitas han cruzado el río con varias fuerzas. La pregunta es, ¿cuántas?
—Suficientes para malherir dos alas, al parecer.
—Entonces Itkovian debería haber evitado el combate.
Karnadas estudió a la espada mortal.
—Impropio de él, señor. El yunque del escudo entiende el concepto de precaución. Si hubiera sido posible evitarlo, lo habría hecho.
—Sí —gruñó Brukhalian—. Lo sé.
Unas voces provenientes de las puertas exteriores del complejo llegaron a oídos de los dos hombres. Unos cascos resonaron en los adoquines.
Una tensión repentina llenó el aposento, pero ninguno de los dos dijo nada.
Las puertas se abrieron de repente y los hombres se giraron para ver a la escolta de Itkovian, Sidlis. La soldado dio dos pasos en la habitación, después se detuvo y ladeó la cabeza.
—Espada mortal. Destriant. Traigo recado del yunque del escudo.
—Habéis entrado en combate, señor —murmuró Brukhalian.
—Así es. Un momento señores. —Sidlis se dio la vuelta y cerró sin ruido las puertas. Después miró al comandante y al sacerdote—. En la llanura hay sirvientes demoníacos del Vidente Painita —dijo la joven—. Nos topamos con uno y entablamos combate con él. Las tácticas empleadas deberían haber bastado y el daño que produjimos fue considerable y ejecutado de forma impecable. La bestia, sin embargo, era una criatura no muerta, un cadáver animado, y eso lo descubrimos demasiado tarde para retirarnos. Prácticamente era inmune a las heridas que le infligimos. No obstante, conseguimos destruir al demonio, aunque asumimos un gran coste.
—Escolta Sidlis —dijo Karnadas—, la batalla que describes debió de ocurrir hace ya algún tiempo, en caso contrario no estarías aquí; sin embargo, las exigencias sobre mi poder de curación han cesado hace apenas unos minutos.
Sidlis frunció el ceño.
—Los supervivientes de ese combate no requirieron de tus poderes, señor. Si me lo permites, terminaré el relato y quizá dispongáis los dos entonces… de una mayor clarificación del incidente.
Brukhalian levantó una ceja ante la torpe réplica.
—Procede —dijo con tono profundo.
—Tras la destrucción del demonio, nos reagrupamos y solo para descubrir que habían llegado cuatro demonios más.
El destriant hizo una mueca. ¿Cómo, entonces, quedáis alguno con vida?
—En ese momento, y para fortuna nuestra —continuó Sidlis—, llegaron unos aliados inesperados. Los demonios no muertos fueron destruidos con toda rapidez, todos y cada uno. La cuestión de dicha alianza ha de formalizarse, por supuesto. Por el momento, es la admisión de la existencia de un enemigo común lo que ha dado origen a los esfuerzos combinados, que creo que continúan en este momento; el yunque del escudo y la tropa cabalga en compañía de nuestros propicios compañeros, su intención es extender la caza en busca de más sanguinarios demonios.
—Dado el agotamiento del destriant —dijo la espada mortal—, parece que los encontraron.
Sidlis asintió.
—¿Hay más, señor? —preguntó Karnadas.
—Señor. Me acompañan emisarios de esos aliados en potencia. Al yunque del escudo le pareció oportuno que las negociaciones que se puedan producir sean solo entre las Espadas Grises y nuestros invitados, y que cualquier decisión sobre la revelación de esa alianza, ya sea al príncipe o al Consejo de Máscaras, debería ser solo tras una estudiada consulta entre vosotros, señores.
Brukhalian asintió con un gruñido.
—¿Los emisarios aguardan en el complejo?
La respuesta a su pregunta se alzó en varios torbellinos de polvo que se levantaron a la izquierda de la escolta. Tres figuras desecadas y recubiertas de piel cobraron vida rielando y se alzaron del suelo de piedra. Pieles podridas de animales y cuero, una piel curtida de un color marrón profundo, hombros inmensos y unos brazos largos y musculosos.
El destriant se levantó de la silla tambaleándose y con los ojos muy abiertos.
Brukhalian no se había movido y miraba con los ojos entrecerrados a las tres apariciones.
El aire olía de repente a barro derretido.
—Se hacen llamar kron t’lan imass —dijo Sidlis con voz serena—. El yunque del escudo calculó que sus guerreros alcanzaban quizá los catorce mil.
—T’lan imass —susurró Karnadas—. Es una convergencia de lo más… inquietante.
—Si me permitís hacer las presentaciones —continuó Sidlis—, estos son invocahuesos, chamanes. El del extremo izquierdo, sobre cuyos hombros veis la piel de un oso de nieve, es Bek Okhan. A su lado, con la piel del lobo blanco, está Bendal Home. El invocahuesos que tengo junto a mí, con la piel de un oso de las llanuras, es Okral Lom. Especifico la naturaleza de las pieles ya que tiene una relación directa con su… forma soletaken. O eso me han dicho.
El llamado Bendal Home dio un paso adelante.
—Traigo saludos de Kron, de los kron t’lan imass, mortal —dijo con un susurro suave y sereno—. Es más, traigo nuevas recientes de los clanes que escoltan a tu yunque del escudo y tus soldados. Hallaron a otros cazadores k’ell k’chain che’malle; habían atacado una caravana. Han despachado a esos cazadores. Tus soldados han cuidado de las heridas de los supervivientes de la caravana. Regresan ya todos a Capustan. No se anticipan nuevos combates y su llegada coincidirá con el amanecer.
Karnadas se sentó una vez más en su silla, temblando. Se esforzó por hablar a pesar de la repentina sequedad de su garganta.
—¿K’chain che’malle? ¿Animados?
—Gracias, Sidlis —dijo Brukhalian—. Puedes irte ya. —Después miró a Bendal Home—. ¿He entendido bien, que los kron buscan una alianza contra el Dominio Painita y esos… k’chain che’malle?
El invocahuesos ladeó la cabeza, su cabello largo y sin lustre colgaba suelto bajo el casco de cráneo de lobo.
—Tal batalla no es nuestra tarea primordial. Hemos venido a estas tierras para responder a una llamada. La presencia de los k’chain che’malle es inesperada… e inaceptable. Es más, sentimos curiosidad por la identidad de ese llamado Painita, sospechamos que no es el mortal humano que vosotros creéis que es. Kron ha creído conveniente que en el momento presente nos impliquemos en este conflicto. Sin embargo, ha de hacerse una advertencia. Se acerca aquella que nos ha llamado. A su llegada comenzará la segunda reunión de los t’lan imass. En ese momento, será ella la que decida nuestra disposición. Es más, es muy posible que nuestro valor… descienda ante vuestros ojos… una vez terminada la reunión.
Brukhalian se giró poco a poco hacia Karnadas.
—¿Señor? ¿Tienes preguntas para el llamado Bendal Home?
—Tantas que no sé por dónde empezar, espada mortal. Invocahuesos, ¿qué es esa «reunión» de la que hablas?
—Eso es asunto solo de los t’lan imass, mortal.
—Ya veo. Bueno, eso le cierra la puerta a una línea de investigación y su correspondiente multitud de preguntas. Con respecto al Vidente Painita, es desde luego un humano mortal. Yo mismo lo he visto y no hay aroma de ilusión en su carne ni en sus huesos. Es un hombre anciano y nada más.
—¿Y quién se alza en su sombra? —dijo con voz ronca el invocahuesos llamado Bek Okhan.
El destriant parpadeó.
—Nadie, que yo sepa.
Ninguno de los tres t’lan imass dijo nada, pero Karnadas sospechó un intercambio silencioso entre ellos y quizá también con sus lejanos compañeros.
—Espada mortal —dijo el sacerdote en voz muy baja—, ¿informamos al príncipe de esto? ¿Qué hay del Consejo de Máscaras?
—Será necesario meditar las cosas antes de poder tomar esa decisión —respondió Brukhalian—. Como mínimo aguardaremos el regreso del yunque del escudo. Además, está el tema de las otras comunicaciones de esta noche, ¿no es cierto?
Por la bendición de Fener, se me había olvidado.
—Así es.
Ben el Rápido… por la pata hendida, nos salen aliados debajo de cada piedra.
Habló entonces Bendal Home.
—Espada mortal Brukhalian, tu soldado Itkovian ha decidido que su llegada pública a la ciudad, en compañía de los heridos de la caravana, incluya a seis de los t’lan ay que ahora acompañan a los nuestros.
—¿T’lan ay? —preguntó Karnadas—. No es un nombre que haya oído antes.
—Lobos de los tiempos del hielo, hace ya muchas eras. Como nosotros, criaturas no muertas.
Brukhalian sonrió.
Un momento después, Karnadas también sonrió.
—El príncipe pidió cierta… forma de hacer presión, ¿no es cierto, espada mortal?
—La tendrá, señor.
—Así es.
—Si nos necesitáis de nuevo esta noche —le dijo Bendal Home a Brukhalian— solo tenéis que llamarnos.
—Gracias, señores.
Los tres t’lan imass se convirtieron en nubes de polvo.
—He de entender —murmuró el destriant— que no hemos de ofrecerles acomodo a nuestros invitados.
—Es evidente que no. Acompáñame, señor, tenemos mucho que hablar y escaso tiempo.
Karnadas se levantó.
—No se dormirá esta noche.
—En absoluto, por desgracia.
Dos campanadas antes del amanecer, Brukhalian se encontraba solo en su aposento privado. El agotamiento flotaba sobre él como un manto empapado de lluvia, pero se negaba a rendirse a él. El yunque del escudo y su tropa no tardarían en llegar y la espada mortal estaba decidida a aguardarlos, un comandante no podía hacer menos.
Un único farol desafiaba a la penumbra de la cámara y arrojaba sombras refulgentes ante él. La chimenea central seguía siendo una mancha gris de brasas muertas y cenizas. El aire era frío y cortante y solo eso era lo que mantenía a Brukhalian en vela.
El encuentro hechicero con Ben el Rápido y Caladan Brood había resultado, bajo la cortesía superficial, tenso; tanto para la espada mortal como para Karnadas fue obvio que sus lejanos aliados ocultaban algo. La incertidumbre que infestaba sus intenciones y su cautela, si bien comprensible dadas las circunstancias, incomodaba a las dos espadas grises. Parecía que aliviar la ciudad de Capustan no era su objetivo primordial. Se haría un intento, pero la espada mortal comenzó a sospechar que estaría caracterizado por amagos y pequeñas escaramuzas (una llegada tardía en el mejor de los casos) más que por un enfrentamiento directo. Lo que llevó a Brukhalian a sospechar que el tan cacareado ejército de Caladan Brood, agotado por años de guerra con el tal Imperio de Malaz, o bien había perdido las ganas de luchar o estaba tan vapuleado que su eficacia en combate prácticamente había desaparecido.
No obstante, todavía podían ocurrírsele modos en los que encontrarles utilidad a esos inminentes aliados. Con frecuencia, la percepción de una amenaza bastaba… Quizá podemos hacerle el daño suficiente al septarca como para que pierda los nervios ante la llegada inminente del ejército de Brood que viene a socorrernos. O, si las defensas se derrumbaban, entonces sería posible abrir un camino de retirada para las Espadas Grises. La pregunta sería entonces, ¿en qué punto podía decidir la espada mortal sin descrédito alguno que los objetivos del contrato ya no prevalecían? ¿La muerte del príncipe Jelarkan? ¿La caída de las defensas de la ciudad? ¿La pérdida de una sección de la ciudad?
Percibió que el aire se desgarraba de repente tras él, el sonido fue como el leve susurro de una tela que se abría. Un aliento de viento sin vida fluyó a su alrededor. La espada mortal se giró sin prisas.
Una figura alta y ataviada con una armadura sobria se hizo visible en el interior del portal manchado de gris de la senda. Un rostro de piel pálida y arrugada sobre unos huesos tensos, ojos hundidos en las cuencas profundas y la frente, el reflejo de unos colmillos que sobresalían sobre el labio inferior. La boca de la figura se curvó en una leve sonrisa burlona.
—Espada mortal de Fener —dijo en el idioma de los elin, en voz baja y suave—, te traigo saludos del Embozado, señor de la Muerte.
Brukhalian gruñó y no dijo nada.
—Guerrero —continuó la aparición después de un momento—, tu reacción a mi llegada parece casi… lacónica. ¿Estás de veras tan sereno como quieres hacerme creer?
—Soy la espada mortal de Fener —respondió Brukhalian.
—Sí —dijo el jaghut arrastrando las palabras—. Lo sé. Yo, por otro lado, soy el heraldo del Embozado, conocido en otro tiempo como Gethol. El relato que se oculta tras mi… servidumbre presente es más que digno de un poema épico. O de más de uno. ¿No sientes curiosidad?
—No.
El rostro cayó en un abatimiento exagerado y después los ojos destellaron.
—Qué poco imaginativo por tu parte, espada mortal. Muy bien, escucha entonces, sin preámbulos de consuelo, las palabras de mi señor. Si bien nadie negaría el apetito eterno del Embozado y su clara anticipación ante el inminente asedio, ciertas complejidades del esquema mayor llevan a mi señor a aventurar una invitación a los soldados mortales de Fener…
—Entonces, señor, deberías dirigirte al propio señor de los Colmillos —dijo Brukhalian con voz ronca.
—Ah, por los dioses, eso ya no resulta posible, espada mortal. La atención de Fener se concentra en otra parte. De hecho, tu señor se ha retirado, con gran reticencia, al límite de su reino. —Los ojos inhumanos del heraldo se entrecerraron—. Fener corre un grave peligro. La pérdida de poder de tu protector es inminente. El Embozado ha decidido que ha llegado el momento de ofrecer gestos compasivos, de expresar la hermandad auténtica que existe entre tu señor y el mío.
—¿Qué propone el Embozado, señor?
—Esta ciudad está condenada, espada mortal. Pero tu formidable ejército no necesita unirse a la multitud inevitable que se agolpará a las puertas del Embozado. Un sacrificio que no tendría sentido y sería en realidad una gran pérdida. El Dominio Painita no es más que un único elemento, y bastante inferior, en una guerra mucho más inmensa, una guerra en la que todos los dioses tomarán parte… aliados todos y cada uno… contra un enemigo que busca nada menos que la aniquilación de todos los rivales. Así pues, el Embozado te ofrece su senda, un modo de salir para ti y tus soldados. Pero has de elegir rápido, pues el camino de la senda hasta aquí no puede sobrevivir a la llegada de las fuerzas painitas.
—Lo que ofreces, señor, exige que rompamos nuestro contrato.
La carcajada del heraldo fue desdeñosa.
—Como de la forma más vehemente le dije al Embozado, los humanos sois una panda de lo más patética. ¿Un contrato? ¿Unos arañazos en un pergamino? El ofrecimiento de mi señor no es algo que se negocie.
—Y al aceptar la senda del Embozado —dijo Brukhalian en voz baja—, el rostro de nuestro protector cambia, ¿no? La… inaccesibilidad de Fener… lo ha convertido en un estorbo. Y por tanto el Embozado actúa rápido, impaciente por despojar al Jabalí del Verano de sus sirvientes mortales, a ser posible intactos, para que después lo sirvan a él y solo a él.
—Ah, necio —se burló Gethol—. Fener será la primera víctima de la guerra contra el dios Tullido. El Jabalí caerá y no hay quien lo salve. La protección del Embozado no se ofrece de forma casual, mortal, a cualquiera. Tener ese honor…
—¿Un honor? —lo interrumpió Brukhalian, su voz era como el deslizarse del hierro por la piedra, en sus ojos destellaba una extraña luz—. Permíteme, en nombre de Fener —dijo en un susurro—, comentarte algo sobre la cuestión del honor. —La espada ancha de la espada mortal siseó al salir, como un raudo borrón de su vaina, la hoja erguida para golpear al heraldo en la cara. Le partió el hueso, salpicó la sangre oscura.
Gethol se echó hacia atrás y levantó las manos marchitas hacia los rasgos destrozados.
Brukhalian bajó el arma, le ardían los ojos con una rabia profunda.
—Adelántate otra vez, heraldo, para que pueda reanudar mi comentario.
—No me gusta —jadeó Gethol a través de los labios desgarrados— tu… tono. Recae sobre mí la tarea de responder en especie, no en nombre del Embozado. Ya no. No, esta respuesta será mía y de nadie más. —Apareció una espada larga en cada guantelete, las hojas rielaban como el oro líquido. Los ojos del heraldo relucían como espejos en las armas. Dio un paso adelante.
Después se detuvo y las espadas se alzaron en posición defensiva.
Una voz suave habló detrás de Brukhalian.
—Te saludamos, jaghut.
La espada mortal se giró y vio a los tres t’lan imass, cada uno extrañamente insustancial, como si estuvieran a meros momentos de asumir nuevas imágenes, nuevas formas. Momentos antes, comprendió Brukhalian de transformarse en sus bestias soletaken. El aire se llenó de un hedor rancio a especias.
—No es cosa vuestra, esta lucha —siseó Gethol.
—¿La lucha con este mortal? —preguntó Bek Okhan—. No. Sin embargo, tú sí, jaghut.
—Soy el heraldo del Embozado, ¿osáis desafiar a un sirviente del señor de la Muerte?
Los labios desecados del t’lan imass se separaron.
—¿Por qué habríamos de dudar, jaghut? Y ahora pregúntale a tu señor, ¿osa él desafiarnos?
Gethol gruñó cuando algo lo metió por la fuerza de nuevo en la senda y esta se cerró de golpe tras tragárselo. El aire dibujó un breve remolino tras el repentino desvanecimiento del portal, después se asentó.
—Es evidente que no —dijo Bek Okhan.
Brukhalian envainó la espada con un suspiro y se enfrentó a los invocahuesos t’lan imass.
—Vuestra llegada me ha dejado decepcionado, señores.
—Lo entendemos, espada mortal. No cabe duda que te enfrentabas a un rival de tu altura. Sin embargo, la caza que emprendimos de este jaghut exigía esa… interrupción. Parece que su talento para huir de nosotros permanece intacto, incluso hasta el punto de hincar una rodilla al servicio de un dios. Al desafiar al Embozado te conviertes en un digno compañero.
Brukhalian esbozó una mueca.
—Aunque solo sea para aumentar vuestras posibilidades de entablar combate con ese jaghut, según he de entender.
—Desde luego.
—Así que en eso nos entendemos.
—Sí. Eso parece.
Brukhalian se quedó mirando un instante a las tres criaturas, después se dio la vuelta.
—Creo que podemos suponer que el heraldo no regresará para hacernos una visita esta noche. Os ruego que disculpéis mi brusquedad, señores, pero deseo quedarme solo una vez más.
Los t’lan imass se inclinaron y después desaparecieron.
Brukhalian se acercó a la chimenea y sacó de nuevo la espada. Apoyó el extremo romo en las ascuas frías y agitó poco a poco las cenizas. Las llamas cobraron vida lamiendo el metal y los carbones florecieron con un color rojo ardiente. Las salpicaduras y las vetas de sangre jaghut en la hoja chisporretearon y se ennegrecieron y después se consumieron en el fuego.
La espada mortal se quedó mirando la chimenea durante un buen rato y a pesar del poder desvelado de la espada santificada, Brukhalian no vio ante él más que cenizas.
De la oscuridad del cielo llegó una lucha jadeante que desagarraba el espacio. Unos brotes explosivos de dolor, como un muro de fuego que se alzara tras sus ojos, los ecos estremecidos de las heridas, el desgarro y los pinchazos en la carne, su propia carne.
Se le escapó un gemido bajo que lo sobresaltó y lo hizo recuperar la conciencia; yacía apoyado en un ángulo, con unas pieles tensas extendidas bajo el cuerpo. Había habido movimientos, algo que lo mecía, lo sacudía y lo arañaba, pero ya había cesado. Abrió los ojos y se encontró entre sombras. Una pared de piedra se alzaba a su izquierda, a su alcance. El aire olía a caballos, estiércol y, mucho más cerca, sangre y sudor.
La luz de la mañana bañaba el complejo a su derecha, iluminaba con un brillo trémulo las figuras borrosas que se movían a su alrededor. Soldados, caballos, unos lobos imposiblemente grandes y esbeltos.
Unas botas hicieron crujir la grava y las sombras que se cernían sobre él se profundizaron. Rezongo parpadeó y levantó la cabeza.
El rostro de Piedra estaba demacrado, salpicado de sangre seca, y el cabello colgaba en mechones gruesos y enmarañados. Le puso una mano en el pecho.
—Hemos llegado a Capustan —dijo con la voz entrecortada.
El capitán consiguió asentir.
—Rezongo…
El dolor llenó los ojos de la mujer y él sintió que lo invadía un escalofrío.
—Rezongo… Harllo está muerto. Lo… lo dejaron allí, enterrado bajo unas rocas. Lo dejaron allí. Y Netok… Netok, ese chico tan dulce… tan cándido y tan inocente. Yo lo convertí en hombre, Rezongo, al menos hice eso por él. Muertos, los hemos perdido a los dos. —Piedra se apartó después, fuera del alcance de su visión, aunque oyó los pasos precipitados de su compañera que se iban desvaneciendo a lo lejos.
Apareció otra cara, la de una desconocida, una mujer joven, con casco y expresión afable.
—Ya estamos a salvo, señor —dijo con acento capan—. Te ha curado la fuerza. Lamento tus pérdidas. Todos las lamentamos, es decir, las Espadas Grises. Puedes descansar tranquilo, señor, os vengamos contra los demonios…
Rezongo dejó de escuchar y apartó la mirada, que luego clavó en el cielo límpido y azul que tenía encima. Te vi, Harllo, so cabrón. Te metiste delante de la criatura, entre los dos. Te vi, maldito seas.
Un cadáver bajo unas rocas, una cara en la oscuridad, manchada de polvo, que nunca jamás volvería a sonreír.
Una nueva voz.
—Capitán.
Rezongo giró la cabeza y se obligó a hablar a pesar del nudo en la garganta.
—Se acabó, Keruli —dijo—. Te hemos traído hasta aquí. Se acabó. Maldito seas, por el Embozado, sal de mi vista.
El sacerdote inclinó la cabeza y se retiró entre la calima de la cólera de Rezongo. Desapareció y después se fue.