La hueste de Unbrazo, en aquel tiempo, era quizás el mejor ejército que el Imperio de Malaz tenía todavía que dar al mundo, incluso a pesar de la aniquilación de los Abrasapuentes en el asedio de Pale. Sacados de regimientos dispares que incluían compañías de Siete Ciudades, Falar y la isla de Malaz, estos diez mil soldados eran, según la lista, cuatro mil novecientas doce mujeres y el resto hombres; mil doscientos sesenta y siete menores de veinticinco años, setecientos veintiún mayores de treinta y cinco años y el resto entre ambas edades.
Caso notable, sin lugar a dudas. Sobre todo cuando se tiene en cuenta que entre sus soldados se podían encontrar veteranos de las Guerras Wickanas (véase la rebelión de Coltaine), del alzamiento de Aren (de ambos bandos), del bosque de Perronegro y del bosque de Mott.
¿Cómo se puede medir semejante ejército? Por sus obras. Y lo que les aguardaba en el Dominio Painita convertiría a la hueste de Unbrazo en una leyenda grabada en piedra.
«Este de Saltoan», una Historia de las Guerras Painitas
Gouridd Palah
Los mosquitos plagaban las hierbas altas de la pradera, las nubes negras y granulosas se precipitaban sobre aquel verde desvaído y oscilante. Los bueyes bramaban y gemían en sus yugos con los ojos cubiertos por racimos de aquellos insectos enloquecidos. La mhybe observó a sus parientes rhivi moverse entre las bestias con las manos cargadas de grasa mezclada con las semillas aplastadas de hierba luisa; frotaban la pasta alrededor de los ojos, las orejas, la nariz y la boca de las bestias. El ungüento había servido bien a los bhederin desde que aquel enorme bisonte se encontraba al cuidado de los rhivi; una versión algo menos espesa la utilizaban los propios rhivi. La mayor parte de los soldados de Brood se habían aficionado también a aquella defensa acre pero eficaz, mientras que los tiste andii habían demostrado de forma evidente que su sabor no era grato a los paladares de los molestos insectos. Lo que había atraído a los mosquitos esa vez eran las filas interminables de desprotegidos soldados malazanos.
Otra marcha más por este continente olvidado de la mano del Embozado para este exhausto ejército de forasteros, estos desconocidos que fueron, durante tantos años, poco gratos en esta tierra, hombres detestados y temidos. Nuestros nuevos aliados, con la sobrevesta teñida de gris y los estandartes incoloros proclamando una lealtad desconocida. Siguen a un solo hombre y no piden justificación alguna, ni causa.
La mujer se puso el tejido tosco de la capucha sobre la cabeza cuando los rayos sesgados del sol irrumpieron entre las nubes reunidas al suroeste. Le daba la espalda a la marcha. Iba sentada en el fondo de un carro rhivi, con los ojos puestos en las carretas de equipaje que seguían su estela y en las compañías de soldados malazanos que las flanqueaban.
¿Se gana Brood semejante lealtad? Fue el caudillo que derrotó por primera vez al ejército malazano. Estaban invadiendo nuestras tierras. Nuestra causa estaba clara y luchamos por el comandante que se hallaba a la altura del enemigo. E incluso ahora que nos enfrentamos a una nueva amenaza en nuestra tierra, Brood ha decidido encabezarnos. Con todo, si nos llevara al abismo, ¿lo seguiríamos? Y ahora, sabiendo lo que sé, ¿le seguiría yo?
Los pensamientos de la mhybe pasaron del caudillo a Anomander Rake y los tiste andii. Todos forasteros en Genabackis, y sin embargo luchaban en su defensa, en nombre de la libertad de su pueblo. El dominio de Rake sobre sus tiste andii era absoluto. Sí, se precipitarían sin vacilar al abismo. Necios.
Y en ese momento, marchando a su lado, los malazanos. Dujek Unbrazo. Whiskeyjack. Y diez mil almas inquebrantables. ¿Qué convertía a hombres y mujeres en seres tan intratables en cuestiones de honor?
La mhybe había terminado por temer su valor. En el cascarón de su cuerpo había un espíritu roto. Deshonrada por su propia cobardía, carente de dignidad, ya no era madre. Perdida incluso para los rhivi. Ya no soy más que alimento para la niña. La he visto, ya desde lejos y sin acercarme; está más alta y su cuerpo se ha llenado, las caderas, los pechos, la cara. Esa tal Velajada no era ninguna gacela. Me devora, esta nueva mujer, con esos ojos adormilados, esa boca amplia y llena, ese contoneo seductor…
Un jinete se acercó a la parte trasera de la carreta, el estrépito de la armadura, la capa polvorienta agitándose al frenar su caballo de guerra. Llevaba alzada la celada de su yelmo bruñido, que revelaba una barba corta y gris bien recortada bajo unos ojos duros.
—¿Me vas a echar a mí también, mhybe? —gruñó, el caballo frenó todavía más y se puso al paso para no dejar atrás la carreta.
—¿Mhybe? Esa mujer está muerta —respondió ella—. Puedes irte de aquí, Whiskeyjack.
La mujer lo observó quitarse los guantes de cuero curtido de las manos anchas y llenas de cicatrices y estudió esas manos cuando al fin se posaron en el pomo de la silla. En ellas se percibe la dureza de un albañil, y sin embargo son también tiernas. Cualquier mujer todavía viva desearía sentir su roce…
—Hay que dejarse de tonterías, mhybe. Necesitamos tu consejo. Korlat me dice que te atormentan los sueños. Gritas contra una amenaza que se acerca a nosotros, algo inmenso y mortal. Mujer, tu terror es palpable, incluso ahora veo que mis palabras lo han reavivado en tus ojos. Describe tus visiones, mhybe.
La mujer luchó contra el dolor de un corazón que se le había desbocado en el pecho y lanzó una carcajada áspera y rota.
—Sois todos unos necios. ¿Pretendes acaso desafiar a mi enemigo? ¿A ese ser hostil y letal que no encuentra oposición? ¿Querrás desenvainar esa espada tuya y alzarte en mi nombre?
Whiskeyjack frunció el ceño.
—Si eso ayudase en algo.
—No es necesario. Lo que viene a por mí en mis sueños, viene a por todos nosotros. Oh, quizá suavicemos su horrendo semblante, la oscuridad de una cogulla, una vaga forma humana, incluso la sonrisa de una calavera que solo por un momento conmociona pero sigue siendo, no obstante, algo profundamente conocido, casi un consuelo. Y construimos templos para mitigar el paso a su dominio eterno. Moldeamos verjas, alzamos túmulos…
—¿Tu enemigo es la muerte? —Whiskeyjack apartó la mirada y después volvió a posar los ojos en los de la mhybe—. Eso son tonterías, mhybe. Tú y yo somos los dos demasiado viejos para temer a la muerte.
—¡Cara a cara con el Embozado! —soltó ella de repente—. Así es como lo ves tú, ¡necio! Solo es la máscara tras la que se oculta algo que está más allá de tu comprensión. ¡Yo lo he visto! ¡Sé lo que me aguarda!
—Entonces ya no la ansías…
—Me equivocaba por aquel entonces. Creía en el mundo espiritual de mi tribu. He sentido los fantasmas de mis ancestros. Pero no son más que recuerdos que se manifiestan, un sentido del yo que se sostiene de forma desesperada por pura fuerza de voluntad y nada más. Si falla esa voluntad, todo se pierde. Para siempre.
—¿Es la nada tan terrible, mhybe?
La mujer se inclinó hacia delante y se aferró a los lados de la carreta con unos dedos que se clavaban en ella, unas uñas que se hundían en la madera gastada.
—¡Lo que se halla después no es la nada, ignorante! No, imagina un lugar atestado de recuerdos fragmentados, recuerdos de dolor, de desesperación, todas esas emociones que se graban a fuego en nuestras almas. —Se echó hacia atrás, debilitada, y suspiró lánguidamente, después cerró los ojos—. El amor vaga como la ceniza, Whiskeyjack. Incluso la identidad desaparece. En su lugar, cuanto queda de ti está condenado a una eternidad de dolor y miedo, una sucesión de fragmentos de todos, de todo, todos y todo lo que ha vivido alguna vez. En mis sueños… me encuentro al borde. No hay fuerzas en mi interior, mi voluntad ya ha demostrado ser débil, deficiente. Cuando muero… veo lo que me aguarda, veo lo que me ansía, lo que ansían mis recuerdos, mi dolor. —Abrió los ojos y miró a Whiskeyjack—. Es el verdadero abismo, Whiskeyjack. Más allá de todas las leyendas e historias, es el verdadero abismo. Y vive en sí mismo, consumido por un hambre rapaz.
—Los sueños pueden ser solo la forma que la imaginación les da a sus propios temores, mhybe —dijo el malazano—. Estás proyectando un castigo justo para lo que percibes como el fracaso de tu vida.
La mujer lo miró con los ojos entrecerrados.
—Vete de mi vista —gruñó, se dio la vuelta y se ciñó mejor la capucha para aislarse del mundo exterior, todo lo que yacía más allá de las tablas combadas y sucias del lecho de la carreta. Vete ya, Whiskeyjack, con esas palabras que son como cuchilladas, con la fría e insensible armadura de tu ignorancia. No puedes responder a todo lo que he visto con una simple y brutal afirmación. No soy una piedra para tus toscas manos. Los nudos que hay en mí desafían a tu cincel.
Esas palabras que son como cuchilladas no me atravesarán el corazón.
No me atrevo a aceptar tu sabiduría. No me atrevo…
Whiskeyjack. Cabrón.
El comandante atravesó el polvo con un medio galope suave hasta que alcanzó la vanguardia del ejército malazano. Allí encontró a Dujek flanqueado por Korlat por un lado y el daru, Kruppe, por el otro. Este último bamboleándose inquieto sobre una mula y agitando las manos para espantar las nubes de mosquitos.
—¡Una plaga de estos perniciosos jejenes! ¡Kruppe se desespera!
—El viento no tardará en levantarse —gruñó Dujek—. Nos acercamos a las colinas.
Korlat se acercó más a Whiskeyjack.
—¿Cómo se encuentra la mujer, comandante?
Whiskeyjack hizo una mueca.
—No está mejor. Su espíritu se encuentra tan retorcido y encogido como su cuerpo. Ha elaborado una visión de la muerte que la tiene huyendo de ella, aterrorizada.
—Vel… Zorraplateada se siente abandonada por su madre. Lo que lleva a la amargura. Ya no agradece nuestra compañía.
—¿Ella también? Esto se está convirtiendo en un combate de voluntades, creo. El aislamiento es lo último que necesita, Korlat.
—En eso es como su madre, como acabas de insinuar.
El comandante dejó escapar un largo suspiro y cambió de postura en la silla. Sus pensamientos comenzaron a dejarse llevar; estaba cansado y tenía la pierna dolorida y rígida. El sueño le había eludido en los últimos tiempos. No habían sabido prácticamente nada del destino de Paran y los Abrasapuentes. Las sendas se habían hecho intransitables. Tampoco sabían con certeza si había comenzado el asedio de Capustan o cuál habría sido el destino de la ciudad. Whiskeyjack había empezado a lamentar haber mandado marchar a los moranthianos negros. Los ejércitos de Dujek y Brood marchaban hacia lo desconocido; hacía más de una semana que ni siquiera se veía al gran cuervo Arpía y los suyos.
Son esas malditas sendas y la enfermedad que las llena…
—Llegan tarde —murmuró Dujek.
—Y no más que eso, os asegura Kruppe a todos y cada uno. Recordad la última entrega. Casi había anochecido ya. Quedaban tres caballos en el vagón que venía en cabeza, los otros muertos y desenganchados de las riendas. Cuatro accionistas desaparecidos, sus almas y ganancias esparcidos a los vientos infernales. ¡Y la propia mercader! A punto de morir estaba. La advertencia fue clara, amigos míos, las sendas han sido comprometidas. Y al tiempo que marchamos rumbo al Dominio, la vileza se va haciendo más… eh, vil.
—Y sin embargo insistes en que volverán a pasar.
—¡Kruppe insiste, puño supremo! La Asociación Comercial de Trygalle siempre cumple sus contratos. No se les debe subestimar. Es el día que entregan las provisiones. Dichas provisiones serán, por tanto, entregadas. Y suponiendo que se haya respetado la petición de Kruppe, ¡entre esas provisiones habrá cajas del mejor repelente de insectos jamás creado por los formidables alquimistas de Darujhistan!
Whiskeyjack se inclinó hacia Korlat.
—¿Por dónde camina ella en la fila? —preguntó en voz baja.
—Justo al final, comandante.
—¿Y hay alguien vigilándola?
La mujer tiste andii miró por encima del hombro y frunció el ceño.
—¿Hay necesidad?
—¿Cómo voy a saberlo, en nombre del Embozado? —le soltó él. Un momento después el comandante frunció el ceño—. Te ruego que me disculpes, Korlat. La buscaré yo mismo. —Hizo girar su montura y la azuzó para que se pusiera a medio galope.
—Se empiezan a perder los nervios —murmuró Kruppe cuando se alejó el comandante—. Pero eso no afecta a Kruppe; todas las palabras desagradables pasan con un zumbido sin impactar sobre su cabeza y se pierden en el éter. Y esos dardos que apuntan más bajo, ah, esos dardos no hacen más que rebotar en la amplia ecuanimidad de Kruppe…
—Dirás grasa —dijo Dujek mientras se limpiaba el polvo de la frente y después se inclinaba para escupir en el suelo.
—Ejem, Kruppe, amortiguado por su ecuanimidad, sonríe jubiloso ante las mofas del puño supremo. Es en la franqueza directa de los soldados en la que uno debe bañarse cuando se encuentra marchando con ellos, a leguas de la civilización. Antídoto contra los ataques de las ratas de alcantarilla, un bálsamo refrescante para los nobles sardónicos y divertidos, ¿para qué pinchar con una aguja cuando se puede usar un martillo, eh? Kruppe respira hondo (pero no tan hondo como para toser por el hedor cargado de polvo de la naturaleza) con tan sencilla conversación. El intelecto debe cambiar con presteza y pasar de los pasos intrincados y precisos de un baile en la corte a los golpes tribales y toscos de las botas en una cadencia de gruñidos…
—Que el Embozado nos lleve —le murmuró Korlat al puño supremo—, resulta que lo has irritado de verdad.
La sonrisa con la que le respondió Dujek fue una expresión de absoluta satisfacción.
Whiskeyjack le dio la vuelta al caballo junto a las columnas y después tiró de las riendas para esperar a la retaguardia. Había rhivi por todas partes, se movían solos o en pequeños grupos con las largas lanzas equilibradas sobre los hombros. De piel morena bajo el sol, caminaban con pasos ligeros, aparentemente inmunes al calor y las leguas que pasaban bajo sus pies. Conducían el rebaño de bhederin paralelo a los ejércitos, a un tercio de legua al norte. La brecha que separaba ambos grupos revelaba un chorreo constante de rhivi que regresaban de vigilar el rebaño o partían rumbo a él. Alguna carreta ocasional se unía a las idas y venidas, descargada de camino al norte y repleta de animales muertos al regresar.
Apareció entonces la retaguardia flanqueada por escoltas, compañías malazanas en número suficiente como para contener un ataque sorpresa el tiempo necesario como para que la fuerza principal pudiera girar y acudir en su rescate. El comandante levantó la vejiga de agua de la silla y se llenó la boca, después entrecerró los ojos mientras estudiaba la disposición de sus soldados.
Satisfecho, puso el caballo al paso y guiñó los ojos para observar las nubes de polvo que quedaban al paso de la retaguardia.
Caminaba entre esa nube como si buscara la oscuridad, su paso era tan parecido al de Velajada que Whiskeyjack sintió un escalofrío subiéndole por la columna. Quince metros tras ella marchaban un par de soldados malazanos con las ballestas cruzadas sobre los hombros y las celadas bajadas.
El comandante esperó hasta que hubo pasado el trío y después guio su caballo tras ellos. Unos momentos después se encontraba junto a las marineras.
Las soldados levantaron la cabeza. Ninguna saludó, el procedimiento estándar en el campo de batalla. La mujer que tenía Whiskeyjack más cerca le ofreció un brusco saludo con la cabeza.
—Comandante. Estás aquí para cumplir con la cuota de polvo que nos toca comer a todos, ¿no?
—¿Y cómo os habéis ganado vosotras dos este privilegio?
—Nos presentamos voluntarias, señor —dijo la otra mujer—. Esa de ahí es Velajada. Sí, lo sabemos, ahora se hace llamar Zorraplateada, pero a nosotras no nos engaña. Es la maga de nuestra compañía, si lo sabremos nosotras.
—Así que habéis decidido protegerla a vuestra vez.
—Sí. Un intercambio justo, señor. Siempre.
—¿Y vosotras dos sois suficientes?
La primera mujer esbozó una gran sonrisa bajo su media celada.
—Somos unas asesinas como nunca ha visto el Embozado, mi hermana y yo, señor. Dos cuadrillos cada setenta latidos, las dos. Y llegado el momento, bueno, entonces cambiamos a las espadas largas, una para cada mano. Y cuando están acabados, son pinchos para cerdos…
—Y —gruñó la otra— cuando se nos acaba el hierro, usamos los dientes, señor.
—¿Con cuántos hermanos crecisteis vosotras dos?
—Siete, solo que se largaron todos en cuanto pudieron. Igual que padre, pero madre estaba mejor sin él y tampoco estaba fanfarroneando cuando lo dijo.
Whiskeyjack se acercó un poco más y se subió la manga izquierda. Se inclinó y les enseñó a las dos marineras el antebrazo.
—¿Veis estas cicatrices…? No, estas de aquí.
—Un bonito mordisco, muy regular —comentó la mujer más próxima—. Pero bastante pequeño.
—Tenía cinco años, esa pequeña hada de la muerte. Yo tenía dieciséis. La primera pelea que perdí jamás.
—¿Creció la moza y se convirtió en soldado, comandante?
El comandante se irguió y se bajó la manga.
—Por el Embozado, no. Cuando cumplió los doce años, partió para casarse con un rey. O eso fue lo que dijo. Esa fue la última vez que la vimos o supimos algo de ella.
—Apuesto a que eso fue lo que hizo, señor —dijo la primera mujer—. Si se parecía en algo a ti.
—Ahora sí que me atraganto con algo más que polvo, soldado. Continuad.
Whiskeyjack se adelantó trotando hasta que alcanzó a Zorraplateada.
—Ahora serán capaces de morir por ti —dijo la joven en cuanto él se puso a su altura—. Ya lo sé —continuó—, no lo haces a propósito. No hay nada calculado cuando te comportas como un ser humano, viejo amigo. Eso es lo que te hace tan letal.
—No me extraña que camines sola —respondió él.
La sonrisa femenina fue sardónica.
—Somos muy parecidos, ¿sabes? Lo único que tenemos que hacer es ahuecar las manos y diez mil almas se precipitan a llenarlas. Y de vez en cuando, uno de nosotros lo comprende y esa presión repentina y abrumadora nos endurece un poco más en el fondo. Y lo que era suave y blando se empequeñece un poco más, se debilita un poco más.
—No se debilita, Zorraplateada. Más bien se concentra un poco más, se hace más selectivo. El hecho de que sientas la carga es prueba suficiente de que continua vivo y sano.
—Pero sí que hay una diferencia, ahora que lo pienso —dijo Zorraplateada—. Para ti son diez mil almas. Para mí, cien mil.
El comandante se encogió de hombros.
La joven estaba a punto de continuar, pero un crujido agudo llenó el aire tras ellos. Se dieron la vuelta y vieron un desgarro salvaje, a unos ochocientos metros de distancia, un desgarro del que brotó un río de color carmesí. Las dos marineras dieron marcha atrás cuando el torrente se precipitó hacia ellas.
Las altas hierbas se ennegrecieron y agitaron y después se hundieron por todos lados. Se oyeron gritos lejanos de los rhivi que habían visto la conflagración.
La carreta de Trygalle que surgió de la fisura ardía con un fuego negro. Los caballos mismos estaban envueltos, sus relinchos eran agudos y horribles cuando se arrojaron como locos a la llanura inundada. Las bestias quedaron devoradas en apenas unos momentos, lo que dejó la carreta rodando con su propio impulso entre aquel arroyo rojo que se extendía por la hierba. Una de las ruedas delanteras se derrumbó y el enorme vehículo cabeceó y giró, los cuerpos quemados cayeron de sus flancos y después se escoró de lado en una explosión de llamas del color del ébano.
A la segunda carreta que surgió del agujero la lamía el mismo fuego hechicero, aunque todavía no estaba fuera de control. Un nimbo de magia protectora rodeaba a los ocho caballos de la reata, un nimbo que se iba desgastando ya cuando los animales penetraron en tromba en el claro, chapoteando por el río de sangre que continuaba extendiéndose desde el portal. El conductor, de pie como una aparición perturbada, con el manto chorreando fuego negro, bramó una advertencia a las dos marineras antes de ladearse con fuerza hacia un lado y tirar de las riendas. Los caballos viraron y levantaron la enorme carreta sobre dos ruedas un momento antes de que bajara con un inmenso crujido de maderas. Un escolta que se aferraba a un costado salió despedido por el impacto y aterrizó con un fuerte chapoteo en el río que se iba derramando. Un brazo envuelto en rojo se alzó sobre la marea antes de volver a hundirse y desaparecer.
Los caballos y las dos carretas no golpearon a las dos marineras por solo una decena de metros y fueron frenando tras cruzar el río con los fuegos ya moribundos.
Apareció una tercera carreta seguida por otra y otra más. El vehículo que surgió entonces era del tamaño de una casa y rodaba sobre varias decenas de ruedas con radios de hierro, enjaulada por una hechicería resplandeciente. Lo arrastraban más de treinta percherones pero Whiskeyjack supuso que ni siquiera todas esas poderosas bestias serían suficientes si no fuera por la magia visible que sostenía buena parte del enorme peso de la carreta.
Tras esa carreta el portal se cerró de pronto entre un chorro de sangre.
El comandante bajó la vista y vio las patas de su caballo hundidas hasta los tobillos en aquel río que comenzaba a ralentizarse. Le echó un vistazo a Zorraplateada, que permanecía inmóvil, mirando el líquido que le lamía las espinillas desnudas.
—Esta sangre —dijo la joven poco a poco, casi como si no se lo creyera— es suya.
—¿De quién?
Zorraplateada levantó la cabeza con expresión consternada.
—De un dios ancestral. De un… amigo. Esto es lo que llena las sendas. Lo han herido. De algún modo. Una herida… quizá fatal, ¡dioses! ¡Las sendas!
Whiskeyjack cogió las riendas con una maldición y azuzó el caballo para ponerlo a un medio galope que lo llevó chapoteando hasta la carreta gigante.
Le habían hecho unos agujeros inmensos en los adornados flancos. Unas manchas ennegrecidas mostraban los lugares a los que en otro tiempo se habían aferrado los guardas. El humo flotaba sobre toda la recua. Habían comenzado a salir figuras, se tambaleaban como si estuvieran ciegas y gemían como si les hubieran arrancado las almas del cuerpo. Vio guardias que caían de rodillas en aquella sangre enlodada y que lloraban o se limitaban a inclinarse, sumidos en un silencio estremecido.
La puerta lateral que tenía Whiskeyjack más próxima se abrió cuando él se acercó.
Apareció una mujer con aire débil a la que ayudaron a bajar los escalones. La dama apartó a sus compañeros una vez que sus botas se hundieron en el fango carmesí moteado de hierbas y encontró terreno firme.
El comandante desmontó.
La mercader inclinó la cabeza, sus ojos enrojecidos mostraron una expresión firme cuando se irguió otra vez.
—Por favor, disculpa el retraso, señor —dijo con una voz que estaba ronca de puro agotamiento.
—Deduzco que tendrás que encontrar una ruta alternativa para regresar a Darujhistan —dijo Whiskeyjack mientras le echaba un vistazo a la carreta que tenía la mujer detrás.
—Lo decidiremos una vez que evaluemos los daños. —La mujer miró la nube de polvo que se veía al este—. ¿Tu ejército ha acampado para pasar la noche?
—Sin duda ya se ha dado la orden.
—Bien. No estamos en condiciones de perseguiros.
—Lo he notado.
Tres guardias (accionistas) se acercaron desde una de las carretas que iban en cabeza, luchaban bajo el peso del enorme brazo de alguna bestia, arrancado por el hombro y todavía chorreando sangre. Tres dedos acabados en garras y dos pulgares oponibles se crispaban y agitaban a menos de un palmo de la cara de uno de los guardias. Los tres hombres sonreían.
—¡Nos imaginamos que todavía seguía allí, Haradas! Pero perdimos los otros tres. Con todo, ¿no es una belleza?
La mercader, Haradas, cerró los ojos un instante y suspiró.
—El ataque se produjo hace un rato —le explicó a Whiskeyjack—. Una veintena de demonios, seguramente tan perdidos y asustados como nosotros.
—¿Y por qué os iban a atacar a vosotros?
—No fue un ataque, señor —dijo uno de los guardias—. Solo querían que los sacáramos de aquella pesadilla. Y les hubiéramos hecho el favor, pero es que pesaban mucho…
—Y tampoco firmaron el descargo —señaló otro guardia—. Incluso les ofrecimos una participación…
—Ya está bien, caballeros —dijo Haradas—. Llevaos esa cosa.
Pero los tres hombres se habían acercado demasiado a la rueda delantera de la enorme carreta. En cuanto la mano demoníaca entró en contacto con el borde, se cerró a su alrededor con un chasquido. Los tres guardias se echaron atrás de un salto y dejaron el brazo colgando de la rueda.
—¡Oh, no fastidies, estupendo! —soltó Haradas de repente—. ¿Y se puede saber cuándo sacamos eso de ahí?
—Cuando los dedos se agujereen, supongo —respondió un guardia mientras miraba el brazo con el ceño fruncido—. Va a ser un viajecito movido durante un rato, querida. Lo siento.
Una tropa de jinetes se acercó proveniente de la caravana del ejército.
—Ha llegado vuestra escolta —observó Whiskeyjack—. Te pediremos un informe detallado del viaje, señorita. Te sugiero que te retires hasta esta noche y que le dejes los detalles de la distribución a tu segundo.
La mujer asintió.
—Buena idea.
El comandante buscó a Zorraplateada. Esta había reanudado su marcha con las dos marineras detrás. La sangre del dios había manchado sus botas y las piernas de la rhivi.
En toda la llanura, ciento setenta metros o más, la tierra parecía una manta roja apelmazada y hecha jirones, punteada y desgarrada en un caos que se iba disolviendo.
Como siempre, los pensamientos de Kallor eran oscuros.
Cenizas y polvo. Los necios parlotean sin parar en la tienda de mando, una inmensa pérdida de tiempo. La muerte fluye por las sendas, ¿qué importa? El orden siempre sucumbe ante el caos, roto sobre sí mismo por las mismas constricciones que impone. Al mundo le irá mejor sin los magos. Yo, por lo menos, no lamentaré la desaparición de la hechicería.
La única vela, veteada por los fragmentos aplastados de un gusano de mar poco común, expulsaba un humo denso y pesado que llenaba la tienda. Las sombras trepaban bajo los penachos que flotaban en el aire. El parpadeo de una luz amarilla se reflejaba en una antigua armadura remendada con frecuencia.
Sentado en un ornamentado trono de madera del árbol de hierro, Kallor respiró hondo aquellos vapores vigorizantes. La alquimia no es magia. El arcano del mundo natural alberga muchas más maravillas de las que cualquier mago podría conjurar en mil vidas. Estas velas centenarias, por poner un ejemplo, llevan un nombre muy apropiado. Por mi vida, otra capa más se filtra por mi carne y mis huesos, la siento cada vez que respiro. Y menos mal. ¿Quién querría vivir para siempre en un cuerpo demasiado frágil para moverse? Otros cien años conseguidos en el transcurso de una sola noche, en las profundidades de esta única columna de cera. Y yo tengo decenas más…
Poco importaban las décadas y siglos que pasaban, poco importaba el tedio interminable de la inactividad que formaba parte integral de la vida, había momentos… momentos en los que debo actuar, como una explosión, con determinación. Y todo lo que antes no parecía nada no era en realidad más que preparación. Hay criaturas que cazan sin moverse; cuando se quedan totalmente quietas, perfectamente inmóviles, es cuando son más peligrosas. Yo soy como esas criaturas. Siempre lo he sido, pero todos los que me conocen han… desaparecido. Cenizas y polvo. Los niños que me rodean ahora con sus balbuceos y preocupaciones no ven el cazador que se halla entre ellos. Están ciegos…
Unas manos pálidas se aferraron a los brazos del trono y se quedó sentado sin moverse, acechando en el paisaje de sus propios recuerdos, arrastrándolos bajo las luces como cadáveres sacados del suelo, acercando sus semblantes por un instante antes de desecharlos y continuar adelante.
Ochenta poderosos magos con las manos juntas y las voces alzándose al unísono. Desesperados por alcanzar el poder. Lo buscaban desde un reino lejano y desconocido. Confiados, curiosos, el extraño dios de aquel extraño lugar se acercó un poco más, y entonces saltó la trampa. Se derrumbó hecho pedazos, pero todavía vivo, abatido, y en su caída destrozó un continente, arrasó sendas. Roto él mismo, dañado, tullido…
Ochenta poderosos magos que intentaban enfrentarse a mí y así provocaron una pesadilla que se alza una vez más, milenios más tarde. Necios. Ahora son polvo y cenizas…
Tres dioses que asaltan mi reino. Demasiados insultos lanzados por mi mano. Mi existencia ha pasado de ser algo más que una irritación y por tanto se unieron para aplastarme de una vez por todas. En su ignorancia, creyeron que jugaría según sus reglas. Que lucharía o que rendiría mi reino. Oh, vaya, cómo se sorprendieron al penetrar en mi imperio y encontrarse… con que no quedaba nada vivo. Nada salvo huesos calcinados y cenizas inertes.
No podían comprender (ni lo entendieron jamás) que yo no iba a entregar nada. Antes que rendir todo lo que había hecho preferí destruirlo. Ese es el privilegio del creador, dar y luego quitar. Jamás olvidaré el grito de agonía del mundo, pues fue la voz de mi triunfo…
Y queda uno de vosotros, uno que me persigue una vez más. Oh, sé que eres tú, K’rul. Pero en lugar de mí has encontrado otro enemigo y ese es el que te está matando. Poco a poco, de una forma deliciosa. Has regresado a este reino solo para morir, tal y como pronostiqué. ¿Y sabías lo de tu hermana? Ella ha sucumbido también a mi antigua maldición. Qué poco queda de tu hermana, ¿podrá recuperarse jamás? No si yo puedo evitarlo.
Una leve sonrisa se extendió por el rostro marchito y pálido.
Entrecerró los ojos cuando ante él comenzó a tomar forma un portal. Un poder miasmático salió como un torbellino. Surgió también una figura, alta, demacrada, un rostro destrozado. Unos cortes gigantescos, abiertos y rojos, fragmentos de huesos que resplandecían a la luz de las velas. El portal se cerró tras el jaghut, que permanecía relajado, sus ojos eran unos estanques de oscuridad que parpadeaba.
—Te traigo los saludos del dios Tullido —dijo el jaghut—, a ti, Kallor —hizo una pausa para examinar el interior de la tienda— y a tu inmenso imperio.
—Me tientas —dijo Kallor con voz ronca— para que añada algo a tu… aflicción facial, Gethol. Mi imperio puede que haya desaparecido, pero no pienso entregar este trono. Tú, más que nadie, deberías saber que no he terminado todavía de cumplir mis ambiciones, y soy un hombre paciente.
Gethol lanzó una carcajada con un gruñido.
—Ah, querido Kallor. Eres para mí la excepción a la regla de que la paciencia es una virtud.
—Puedo destruirte, jaghut, me da igual a quién llames amo en los últimos tiempos. Puedo terminar lo que tu competente castigador comenzó. ¿Dudas de mí, acaso?
—Desde luego que no —respondió Gethol con facilidad—. Te he visto empuñar ese mandoble que tienes.
—Entonces retira tus cuchillos verbales y dime lo que haces aquí.
—Mis disculpas por trastocar tu… concentración. Me explicaré. Soy el heraldo del dios Tullido; sí, una nueva Casa ha llegado a la baraja de los Dragones: la Casa de las Cadenas. Se han elaborado ya las primeras imágenes. Y pronto cada lector de la baraja comenzará a buscar sus parecidos.
Kallor lanzó un bufido.
—¿Y esperas que esa jugada funcione? Esa Casa será atacada. Borrada de la faz del universo.
—Oh, la batalla ya ha empezado, viejo. No puedes cerrar los ojos a eso, ni al hecho de que estamos ganando.
Kallor entrecerró los ojos hasta convertirlos en meras ranuras.
—¿El envenenamiento de las sendas? El dios Tullido es un necio. ¿Qué sentido tiene destruir el poder que precisa para hacer valer sus derechos? Sin las sendas, la baraja de los Dragones no es nada.
—El término «veneno» es erróneo, Kallor. Más bien considéralo una infección para ejecutar cierta… alteración… en las sendas. Sí, aquellos que se resisten lo ven como una manifestación letal, un «veneno», desde luego. Pero solo porque su efecto primordial es hacer que las sendas sean intransitables para ellos. Los servidores del dios Tullido, sin embargo, comprobarán que pueden viajar con libertad por esos caminos.
—Yo no soy siervo de nadie —gruñó Kallor.
—La posición de rey supremo está vacante en la Casa de las Cadenas del dios Tullido.
Kallor se encogió de hombros.
—Pero requiere que me manche las rodillas ante el Encadenado.
—No se exigen tales gestos al rey supremo. La Casa de las Cadenas existe más allá de la influencia del dios Tullido, ¿es que no es obvio? Después de todo, está encadenado. Atrapado en un fragmento sin vida de una senda muerta hace mucho tiempo. Ligado al cuerpo de la diosa Dormida; sí, eso ha demostrado ser de una eficacia singular con el dios Tullido, pero también limitada. Has de comprender, Kallor, que el dios Tullido arroja ahora la Casa de las Cadenas al mundo, y de hecho, la abandona a su suerte. La supervivencia depende de aquellos que accedan a los títulos que contiene. En algunos de ellos el Encadenado puede influir (aunque nunca de forma directa), mientras que otros, como el de Rey de la Gran Casa de las Cadenas, deben asumirse libremente.
—En ese caso —dijo Kallor con voz profunda después de un momento—, ¿por qué no eres tú el Rey?
Gethol inclinó la cabeza.
—Me honras, señor —dijo con sequedad—. Me conformo, sin embargo, con ser el Heraldo.
—¿Bajo la ilusión de que al mensajero se le perdona la vida, sea cual sea el mensaje? Nunca fuiste tan listo como tu hermano, ¿verdad? En algún sitio, Gothos debe de estar riéndose a carcajadas.
—Gothos nunca se ríe. Pero puesto que sé dónde languidece él, yo sí. Con frecuencia. Pero bueno, si me quedara mucho más tiempo aquí, aguardando tu respuesta, alguien podría detectar mi presencia. Hay tiste andii cerca…
—Muy cerca. Por no mencionar a Caladan Brood. Tienes suerte de que Anomander Rake se haya ido, ha regresado a Engendro de Luna, esté donde esté…
—Hay que descubrir su ubicación para revelársela al dios Tullido.
El guerrero de cabellos grises alzó una ceja.
—¿Acaso una tarea para el rey?
—¿Es que la traición hace mella en tu sentido del honor, Kallor?
—Si lo llamas inversión repentina de estrategia, esa mella se desvanece. Lo que requiero, a cambio, es una oportunidad, dispuesta como le plazca al dios Tullido.
—¿Cuál es la naturaleza de esa oportunidad, rey supremo?
Kallor sonrió, después su expresión se endureció.
—Esa tal Zorraplateada… un momento de vulnerabilidad, eso es cuanto pido.
Gethol se inclinó poco a poco.
—Soy tu heraldo, mi señor, y le transmitiré tus deseos al dios Tullido.
—Dime algo —dijo Kallor— antes de irte. ¿Le va bien este trono a la Casa de las Cadenas, Gethol?
El jaghut estudió la madera gastada del color del hierro y observó las grietas que había en su armazón.
—Desde luego que sí, mi señor.
—Puedes irte, entonces.
El heraldo se inclinó una vez más mientras el portal se abría tras él. Un momento después dio un paso atrás y desapareció.
El humo de la vela dibujó un torbellino tras la desaparición del portal. Kallor respiró hondo, lo que añadió años y más años de vigor renovado. Se quedó allí sentado, inmóvil… un cazador a punto de tender una emboscada. Explosivo, como requiere la ocasión. Letal, como requiere la ocasión.
Whiskeyjack salió de la tienda de mando y se quedó un momento con la cabeza alzada para mirar las estrellas que brillaban en el firmamento. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había sentido tan cansado.
Escuchó un movimiento tras él y después sintió una mano suave, de dedos largos, que se posaba en su hombro. Aquel roce envió oleadas de sensaciones por todo su cuerpo.
—Sería agradable —murmuró Korlat— oír una buena noticia para variar.
El guerrero gruñó.
—Veo la preocupación en tus ojos, Whiskeyjack. La lista es larga, ¿verdad? Tus Abrasapuentes, Zorraplateada, su madre y ahora este asalto contra las sendas. Marchamos a ciegas. Es mucho lo que depende de incógnitas. ¿Resiste todavía Capustan o ya ha caído la ciudad? ¿Y qué hay de Trote? ¿Y Paran? ¿Ben el Rápido?
—Soy muy consciente de esa lista, Korlat —dijo el comandante con voz profunda.
—Lo siento. Comparto esas preocupaciones, eso es todo.
El hombre la miró.
—Perdona pero ¿por qué? Esta no es tu guerra, por los dioses del inframundo, ¡ni siquiera es tu mundo! ¿Por qué te rindes a sus necesidades? —Whiskeyjack suspiró hondo y sacudió la cabeza al tiempo que regresaba con la mirada al firmamento—. Esa es una pregunta que hacíamos con frecuencia al principio de las campañas. Recuerdo, en el bosque de Perronegro, que nos tropezamos con media docena de miembros de tu especie. Un maldito moranthiano había acabado con ellos. Un pelotón de regulares estaba muy ocupado saqueando los cuerpos. Maldecían porque no encontraban nada de valor. Unas cuantas tiras anudadas de telas de colores, un guijarro pulido por el agua, armas sencillas, de las que se podían encontrar en cualquier mercado de cualquier ciudad. —Se quedó callado un momento y después continuó—. Recuerdo que me pregunté cuál era la historia de sus vidas. ¿Sus sueños, sus aspiraciones? ¿Los echarían de menos los suyos? La mhybe mencionó una vez que los rhivi asumían la tarea de enterrar a los tiste andii caídos… bueno, nosotros hicimos lo mismo, allí, en aquel bosque. Largamos a los regulares con un par de patadas en el culo. Enterramos a vuestros muertos, Korlat. Despedimos sus almas al modo malazano…
Los ojos femeninos carecían de fondo mientras lo estudiaba.
—¿Por qué? —preguntó a toda prisa.
Whiskeyjack frunció el ceño.
—¿Por qué los enterramos? ¡Por el aliento del Embozado! Respetamos a nuestros enemigos, sean quienes sean. Pero sobre todo a los tiste andii. Hacían prisioneros. Cuidaban de aquellos que estaban heridos. Incluso aceptaban la retirada, ni una sola vez nos persiguieron cuando salimos pitando de una escaramuza imposible de ganar.
—¿Y acaso los Abrasapuentes no devolvieron el favor una y otra vez, comandante? Y desde luego, antes de que pasara mucho tiempo, lo mismo hizo el resto de los soldados de Dujek Unbrazo.
—La mayor parte de las campañas se van volviendo más desagradables con el tiempo —caviló Whiskeyjack—, pero no esa. Se hizo más… civilizada. Protocolos tácitos…
—Buena parte se deshizo cuando tomasteis Pale.
El comandante asintió.
—Más de lo que crees.
La mano femenina continuaba en el hombro del guerrero.
—Ven conmigo a mi tienda, Whiskeyjack.
Las cejas masculinas se alzaron, después el comandante sonrió y añadió con tono seco:
—No es noche para estar solo…
—¡No seas necio! —respondió ella de golpe—. No he pedido compañía, te quiero a ti. No es una necesidad sin rostro a la que haya que dar respuesta y cualquiera valga. No es eso. ¿Me he explicado?
—No del todo.
—Deseo que nos convirtamos en amantes, Whiskeyjack. Empezando por esta noche. Deseo despertar entre tus brazos. Me gustaría saber si sientes algo por mí.
El comandante se quedó callado unos momentos antes de responder.
—Sería idiota si no sintiera algo, Korlat, pero también pensaba que sería incluso más absurdo intentar algo contigo. Suponía que tenías como pareja a otro tiste andii, una unión que sin duda tendría varios siglos…
—¿Y qué sentido tendría una unión así?
Whiskeyjack frunció el ceño, sorprendido.
—Bueno, no sé, ¿compañía? ¿Hijos?
—Los hijos llegan. Pocas veces, producto tanto del aburrimiento como de cualquier otra cosa. Los tiste andii no encuentran compañía entre los de su propia especie. Eso se extinguió hace ya mucho tiempo, Whiskeyjack. Y sin embargo, más escasa todavía es la ocasión en la que un tiste andii surge de la oscuridad y entra en el mundo mortal en busca de un alivio a… a…
El hombre le puso un dedo en los labios.
—No digas más. Es un honor aceptarte, Korlat. Más de lo que nunca llegarás a comprender e intentaré ser digno del regalo que me haces.
La tiste andii sacudió la cabeza y bajó los ojos.
—Es un regalo irrisorio. Busca en mi corazón y quizá te decepcione lo que puedas encontrar.
El malazano dio un paso atrás y estiró la mano para coger el saquito que llevaba en el cinturón. Lo desató y volcó el pequeño saco de cuero en una mano ahuecada. Cayeron unas cuantas monedas y después un nudo pequeño y enmarañado de cintas de telas de colores, seguido por un único guijarro oscuro y liso.
—Había pensado —dijo poco a poco Whiskeyjack con los ojos puestos en los objetos que tenía en la mano— que algún día quizá tuviera la oportunidad de devolver lo que sin duda tenía mucho valor para aquellos tiste andii caídos. Todo lo que se encontró en aquel registro de los cuerpos… Comprendí, incluso entonces, que no podía hacer más que honrarlos.
Korlat cerró la mano alrededor de la del guerrero y los objetos quedaron atrapados en la unión de aquellas dos manos. Después se llevó al malazano por la primera fila de tiendas.
La mhybe soñaba. Se encontró aferrándose al borde de un precipicio, se agarraba con los nudillos blancos a las raíces nudosas, el susurro del hilo de polvo que le manchaba la cara mientras ella luchaba por no caer.
Abajo esperaba el abismo, agitado por la tormenta de recuerdos desmembrados, serpentinas de dolor, miedo, rabia, celos y deseos oscuros. Aquella tormenta la quería, alzaba los brazos para cogerla y ella era incapaz de defenderse.
Se le debilitaban los brazos.
El chillido del viento le envolvió las piernas, tiró y se la llevó consigo. Estaba cayendo, añadiendo su propio chillido a la cacofonía. Los vientos la llevaban a un lado y a otro, la retorcían y bamboleaban…
Algo duro y cruel le golpeó la cadera y se alejó de repente. El aire la zarandeaba con fuerza. Y después regresó aquel intruso duro, unas garras que se cerraban alrededor de su cintura, escamosas y frías como la muerte. Un tirón brusco le echó la cabeza hacia atrás y se encontró con que ya no caía sino que subía, algo la llevaba cada vez más alto.
El rugido de la tormenta se desvaneció bajo ella y luego se fue reduciendo por un lado.
La mhybe volvió la cabeza y miró hacia arriba.
Un dragón no muerto se cernía sobre ella, desmesuradamente grande. Desecado, unos jirones de piel seca le colgaban de los miembros, sus alas casi traslúcidas bramaban en el aire. La criatura se la llevaba con el viento.
La mujer se giró para estudiar lo que quedaba debajo.
Bajo ella se extendía una planicie anodina de color pardo. Se veían largas grietas en la tierra llenas de hielo que resplandecía con un tono apagado. Divisó un trozo más oscuro, raído por los bordes, que fluía por una ladera. Un rebaño. No es la primera vez que paso por esta tierra. Aquí, en mis sueños… había pisadas…
El dragón viró de repente, dobló las alas y comenzó una rápida espiral hacia el suelo.
La mhybe se encontró gimiendo, fue una conmoción darse cuenta que no era terror lo que sentía, sino emoción y alegría. ¡Por los espíritus de los cielos, esto es volar! ¡Ah, ahora sí que sé lo que es la envidia!
La tierra se precipitó a los cielos para recibirla. Momentos antes de lo que habría sido un golpe letal, las alas del dragón se abrieron de súbito, atraparon el aire y después, la pata que tenía justo encima se dobló para unirse a su hermana y la criatura planeó sin ruido a una braza del margoso suelo. El impulso fue remitiendo. La pata descendió y las garras soltaron a la mhybe.
La mujer aterrizó con apenas un golpe seco, rodó de espaldas y después se incorporó para ver alzándose por el aire una vez más al enorme dragón entre un batir de alas.
La mhybe miró abajo y descubrió un cuerpo joven, su propio cuerpo. Gritó de indignación ante la crueldad de aquel sueño. Volvió a gritar y se acurrucó en la tierra fría y húmeda.
Oh, ¿por qué me salvaste? ¿Por qué? Solo para despertar, por todos los espíritus del inframundo, para despertar…
—Estaba de paso. —Una voz suave, una voz desconocida, habló en su mente en el idioma de los rhivi.
La mhybe levantó la cabeza de golpe y miró a su alrededor.
—¿Quién habla? ¿Dónde estás?
—Estamos aquí. Cuando estés lista para vernos, nos verás. Parece que tu hija tiene una voluntad que solo puede compararse con la tuya. Haber dominado de ese modo a la mejor entre los invocahuesos, cierto que la mujer acude a responder a la llamada de la niña. La reunión. Lo que hace del rodeo algo trivial. No obstante… estamos impresionados.
—¿Mi hija?
—Todavía le duelen las palabras duras, lo percibimos. De hecho, así es como hemos venido a morar aquí. Ese hombre pequeño y redondo oculta bordes de obsidiana bajo su exceso de carne. ¿Quién lo habría pensado? «Te ha dado todo lo que tiene, Zorraplateada. Ha llegado el momento de que tú respondas con un regalo, muchacha. Kruppe no es el único que se niega a abandonarla a su destino». Ah, aquel hombre le abrió los ojos entonces, se llevó su obsesión, y ella solo era una niña en aquel tiempo, pero escuchó sus palabras, aunque lo cierto era que él solo le hablaba en sueños. Lo escuchó. Sí, desde luego.
»Bueno —continuó la voz—, ¿quieres vernos ya?
La mhybe se quedó mirando sus manos lisas, sus brazos jóvenes y chilló.
—¡Dejad de torturarme con este sueño! ¡Parad! Oh, parad…
Abrió los ojos a la oscuridad húmeda y cerrada de su tienda. Los dolores y las punzadas azuzaron sus mermados huesos, los músculos encogidos. La mhybe gimió y se acurrucó, convirtió su envejecido cuerpo en una bola.
—Dioses —susurró—, ¡cómo os odio! ¡Cómo os odio!