Capítulo 12

En el corazón de la montaña esperaba,

soñaba con la paz, acurrucada

alrededor de su dolor, cuando él la encontró,

la búsqueda del hombre había terminado,

y él asumió todas las cicatrices de aquella mujer,

pues el abrazo del poder es un amor

que hiere.

Ascenso del Dominio

Scintalla de Baluarte (1129-1164)

La fortaleza montañosa de Panorama, de espaldas al lago, era del color de la sangre aguada al atardecer. Los cóndores dibujaban círculos a su alrededor; el doble de grandes que los grandes cuervos, ladeaban los cuellos ribeteados de plumas para estudiar a los humanos que se arremolinaban alrededor de la base de la fortaleza en medio de un paisaje iluminado por un millar de pequeñas hogueras.

El tenescowri tuerto, que en otro tiempo había sido explorador en la hueste de Unbrazo, seguía el vuelo curvo de las aves con una concentración intensa, como si se pudieran leer mensajes divinos en los barridos de los cóndores sobre un cielo cada vez más oscuro. A él lo habían abrazado de verdad, admitían aquellos que lo conocían de vista. La inmensidad del Dominio lo había dejado mudo aquel día en Baluarte, tres semanas antes. Había habido un hambre salvaje en su único ojo desde el comienzo, un fuego antiguo que hablaba en susurros cada vez más altos de lobos que se movían sin ruido en la oscuridad. Se decía que el propio Anaster, el primero entre los hijos de la semilla de los muertos, había observado la presencia del hombre e incluso lo había ido atrayendo cada vez más durante la larga marcha, hasta que al tenescowri tuerto le habían dado un caballo y cabalgaba con los tenientes de Anaster a la vanguardia de la marea humana.

Claro que en la compañía de tenientes de Anaster cambiaban las caras con una regularidad brutal.

Aquel ejército informe y muerto de hambre esperaba en ese momento a los pies del Vidente Painita. Al amanecer aparecería en un balcón de la torre central del Panorama y levantaría las manos en una bendición sagrada. El aullido bestial que se alzaría para recibir la bendición haría pedazos a un hombre inferior, pero el Vidente, a pesar de ser muy antiguo, no era un hombre normal. Era la encarnación del Painita, el dios, el único dios.

Cuando Anaster condujera al ejército Tenescowri al norte, al río y después más allá, hasta Capustan, llevaría en su interior el poder que era el Vidente. Y el enemigo que se había reunido para enfrentarse a ellos sería violado, devorado, borrado de la faz de la tierra. No cabía ninguna duda en las mentes de los Cien Mil. Solo certeza, una espada de hierro afilada como una cuchilla sujeta por un hambre incesante, desesperada.

El hombre tuerto continuaba observando a los cóndores mientras la luz se iba desvaneciendo. Quizá, susurraban algunos, estaba en comunión con el propio Vidente, y su mirada no se posaba en aquellas aves que dibujaban círculos, sino en la fortaleza del propio Panorama.

En realidad, los campesinos nunca se acercarían más a la verdad. Sí, Toc el Joven estaba estudiando la imponente fortaleza, un antiguo monasterio malformado por excreciones militares: almenas y muros para escaladas, garitas gigantes y trincheras de muros escarpados. Y los esfuerzos continuaban, era obvio que los albañiles e ingenieros estaban decididos a continuar trabajando toda la noche bajo imponentes braseros de llamas bailarinas.

Oh, daos prisa con este último frenesí de mejoras. Siente lo que has de sentir, viejo. Para ti es una emoción nueva, pero el resto la conocemos muy bien. Se llama miedo. Los siete cazadores k’ell que enviaste ayer al sur, los que pasaron junto a nosotros en el camino… no van a volver. Y ese fuego mágico que ves iluminando el firmamento meridional por la noche… se está acercando. Inexorable. La razón es muy sencilla: has hecho enfadar a la buena de lady Envidia. No es una mujer muy agradable cuando se enfada. ¿Visitaste la carnicería de Baluarte? ¿Enviaste a tus urdomen favoritos para que te trajeran un informe detallado? ¿La noticia te convirtió las rodillas en agua? Debería. La loba y el perro, enormes y silenciosos, desgarraron aquella masa humana. El t’lan imass, su espada era un borrón del color del orín que atravesaba y rebanaba los cuerpos de tu tan cacareada élite. Y los seguleh, ah, los seguleh. Un ejército punitivo de tres, llegado para responder a tu arrogancia

El dolor del estómago de Toc se había amortiguado un poco, el nudo de hambre se había tensado, encogido, se había convertido en un núcleo de necesidad casi sin sentido, una necesidad que había muerto de hambre ella sola. Las costillas le sobresalían, agudas bajo la piel estirada. Los fluidos le hinchaban el vientre. Las articulaciones le dolían sin cesar y sentía que los dientes comenzaban a aflojársele. El único sabor que conocía esos días era algún resto ocasional y el amargor de malta de su propia saliva, bañada muy de vez en cuando por un agua viciada, teñida de vino de las cubas de las carretas, o de algún escaso barril de cerveza, reservado para los pocos favoritos del primer hijo.

Los otros tenientes, los compañeros de Toc (y, de hecho, el propio Anaster) estaban bien alimentados. Consumían el sinfín de cadáveres que se había cobrado la marcha y que continuaba cobrándose. Sus calderos nunca estaban vacíos. La recompensa del poder.

La metáfora convertida en realidad, ya veo a mis antiguos y cínicos profesores asintiendo. Aquí, entre los Tenescowri no hay forma de ofuscar la brutal verdad. Nuestros gobernantes nos devoran. Siempre lo han hecho. ¿Cómo he podido creer otra cosa? En otro tiempo fui soldado. Yo era la afirmación violenta de la voluntad de otra persona.

Había cambiado, no le costaba reconocer esa difícil verdad en su interior. Con el alma desgarrada por los horrores que veía a su alrededor, la pura amoralidad nacida del hambre y del fanatismo lo había visto cambiar, su forma se había retorcido hasta quedar irreconocible y se había convertido en algo nuevo. La erradicación de la fe, (la fe en lo que fuera, sobre todo en la bondad esencial de su especie) había hecho de él un ser frío, endurecido y salvaje.

Y, sin embargo, no tenía intención de comer carne humana. Prefiero devorarme a mí mismo por dentro, arrebatarme mis propios músculos, capa a capa, y digerir cuanto fui. Es la última tarea que tengo ante mí, y ya ha comenzado. No obstante, estaba empezando a darse cuenta de una verdad más profunda: toda su resolución se estaba desmoronando. No, aléjate de ese pensamiento.

No tenía ni idea de lo que Anaster había visto en él. Toc se hacía el mudo, era el que desafiaba la carne bendecida, no le ofrecía al mundo nada más que su presencia, la perspicacia de su único ojo (que veía todo lo que podía verse), y sin embargo Anaster, el primero, lo había divisado de alguna forma entre la multitud, lo había arrastrado a primera fila y lo había hecho teniente.

Pero no estoy al mando de nadie. Táctica, estrategia, las dificultades interminables de gestionar un ejército incluso tan anárquico como este… asisto a las reuniones de Anaster en silencio. No me piden opinión alguna. No hago informes. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Las sospechas seguían arremolinándose, oscuras y profundas, bajo la entumecida superficie. Se preguntó si Anaster sabía de algún modo quién era. ¿Estaban a punto de ponerlo en manos del Vidente? Era posible, cualquier cosa era posible en lo que el mundo se había convertido. Todo y nada. La realidad en sí había rendido sus reglas, los vivos concebidos por los muertos, el amor salvaje en los ojos de las mujeres cuando montaban a un prisionero moribundo, la esperanza encendida de tomar en su interior la última semilla del cadáver cuando esta brotaba (como si el propio cuerpo moribundo buscara una última oportunidad de huir de un olvido definitivo) al tiempo que el alma se ahogaba en la oscuridad. Amor, no lujuria. Estas mujeres han entregado sus corazones al momento de la muerte. Si la semilla echara raíces

Anaster era el mayor de la primera generación. Un jovencito pálido y desgarbado con ojos manchados de amarillo y el pelo negro y lacio que dirigía un ejército inmenso a lomos de su percherón. Su rostro era de una belleza inhumana, como si no morara alma alguna tras aquella máscara perfecta. Mujeres y hombres de todas las edades se acercaban a él ansiando su dulce caricia, pero él los rechazaba a todos. Solo a su madre le permitía acercarse, para acariciarle el cabello y posar una mano arrugada y curtida por el sol en su hombro.

Toc la temía a ella más que a cualquier otro, más que a Anaster y su crueldad aleatoria, más que al Vidente. Algo demoníaco iluminaba sus ojos por dentro. Había sido la primera en montar a un hombre moribundo, había chillado los votos nocturnos de la primera noche de una pareja casada y después se había lamentado como una viuda cuando el hombre había muerto bajo ella. Una historia repetida con frecuencia. Una multitud de testigos. Otras tenescowri se congregaron a su alrededor. Quizás era su acto de poder sobre hombres indefensos, quizá fuera su osado robo de aquella semilla que derramaban sin querer; quizá, sencillamente, la locura se extendía de unas a otras.

En su marcha tras salir de Baluarte, el ejército se había topado con una aldea que había desafiado al abrazo. Toc lo observó todo cuando Anaster soltó a su madre y a las seguidoras de esta, observó cuando las mujeres tomaron a hombres y niños por igual, sus cuchillos asestaban golpes mortales y se abalanzaban sobre los cuerpos de un modo que ni las bestias más viles podían igualar. Y los pensamientos que Toc había tenido entonces se habían quedado grabados en su alma. Fueron humanas en otro tiempo, estas mujeres. Vivían en aldeas y pueblos no muy diferentes de este. Eran esposas y madres, atendían sus casas y sus animales. Bailaban y lloraban, eran piadosas y respetuosas al alabar a los antiguos dioses. Tenían una vida normal.

Había un veneno en el Vidente Painita y el dios que hablaba a través de él. Un veneno que parecía nacido de la memoria de una familia. Recuerdos lo bastante poderosos como para desmembrar los más antiguos de los vínculos. Un niño traicionado, quizás. Un niño llevado de la mano… hacia el terror y el dolor. Eso es lo que se siente, todo lo que veo a mi alrededor. La madre de Anaster, un ser reformado y maligno, nacida del tormento para desempeñar un papel de pesadilla. Una madre que no es una madre, una esposa que no es una esposa, una mujer que no es una mujer.

Se alzaron gritos que anunciaron la aparición de un grupo de jinetes que surgían de la rampa de entrada de la muralla exterior de Panorama. Toc giró la cabeza y estudió a los visitantes que se acercaron atravesando la oscuridad creciente. Vestían armadura. Un comandante urdo flanqueado por un par de videntes del Dominio, la tropa de urdomen, en columnas de tres por siete cabalgaban tras ellos.

Tras la tropa, un cazador k’ell.

Un gesto de Anaster llevó a sus tenientes a la loma baja que había escogido como cuartel general, y a Toc el Joven entre ellos.

El blanco de los ojos del primer hijo era del color de la miel y las pupilas de un tono gris pizarra turbio. La luz de las teas iluminaba su rostro del color del alabastro y tintaba sus labios llenos de un extraño color rojo. Había vuelto a montar y cabalgaba a pelo en el enorme y agotado caballo, hundido mientras estudiaba a sus oficiales elegidos.

—Llegan noticias —dijo con voz ronca.

Toc nunca lo había oído hablar más alto. Quizás el muchacho no podía, quizá había nacido con un defecto en la garganta o la lengua. Quizá nunca había tenido necesidad.

—El Vidente y yo hemos hablado en nuestras mentes y ahora sé más incluso que los cortesanos que moran en el interior de las sagradas murallas de Panorama. El septarca Ultentha, de Coral, ha sido llamado a presencia del Vidente, lo que ha provocado incontables especulaciones.

—¿Qué noticias hay —preguntó uno de los tenientes— de la frontera norte, oh, glorioso primero?

—El cerco está casi terminado. Me temo, hijos míos, que llegaremos demasiado tarde para tomar parte en el sitio.

Se oyó un siseo por todas partes.

Temo que nuestra hambre no tendrá fin. Ese era el verdadero significado de las palabras de Anaster.

—Se dice que Kaimerlor, una gran aldea que hay al este, ha rechazado el abrazo —dijo otro oficial—. Quizá, glorioso primero…

—No —dijo Anaster entre dientes—. Más allá de Capustan nos aguardan los barghastianos. Cientos de miles, según se dice. Divididos entre ellos. Con poca fe. Allí encontraremos todo lo que necesitamos, hijos míos.

No lo conseguiremos. Toc tenía la certeza absoluta, al igual que los otros. Se produjo un silencio.

Los ojos de Anaster continuaban en los soldados que se acercaban.

—El Vidente —dijo— nos ha preparado un regalo entre tanto. Reconoce que necesitamos sustentarnos. Parece —continuó con tono cruel— que en los ciudadanos de Coral se han hallado ciertas… carencias. Esa es la verdad tras todas las especulaciones. Solo tenemos que cruzar las aguas tranquilas del Tajo de Ortnal para poder llenarnos la barriga, y el urdo que viene ahí nos dará la noticia de que nos aguardan las lanchas, suficientes para transportarnos a todos.

—Y después —gruñó un teniente—, nos daremos un festín.

Anaster sonrió.

Un festín. Que el Embozado me lleve, por favor… Toc podía sentir el deseo que se alzaba en él, una exigencia palpable que comprendió que lo derrotaría, que haría pedazos todas sus defensas. Un festín, ¡dioses, qué hambre tengo!

—No he terminado todavía —dijo el primero después de un momento—. El urdo tiene otra misión. —Los ojos enfermizos del jovencito recayeron sobre Toc el Joven—. El Vidente solicita la presencia del Desafiador, el de un único ojo, un ojo que, noche tras noche, ha ido cambiando poco a poco en nuestro viaje desde Baluarte, aunque me imagino que él no lo sabe. El Desafiador será el invitado del Vidente. El Desafiador, con su ojo de lobo que tanto brilla en la oscuridad. No necesitará esas extraordinarias armas de piedra, me encargaré personalmente de ponerlas a buen recaudo.

A Toc le quitaron de inmediato la daga y las fechas de punta de obsidiana y se las entregaron a Anaster.

Llegaron los soldados.

Toc se acercó a ellos sin correr y cayó de rodillas ante el caballo del urdo.

—Para él es un honor —dijo Anaster—. Llevadlo.

Y la gratitud de Toc era real, una oleada de alivio se precipitaba por sus menguadas venas. No vería las murallas de Coral, no vería a sus decenas de miles de ciudadanos hechos pedazos, no vería las violaciones, no se vería a sí mismo entre las multitudes, precipitándose sobre la carne que era su legítima recompensa…

Los trabajadores se arremolinaron sobre las almenas recién nacidas de la vía de acceso, unas figuras polvorientas y sucias iluminadas por un fuego demoníaco a la luz de las hogueras. Toc avanzaba entre tropezones tras el caballo de guerra del urdo y estudiaba los esfuerzos frenéticos de los trabajadores con una indiferencia hastiada. Las piedras, la tierra y la madera eran exiguos obstáculos para la hechicería de lady Envidia, hechicería que él había visto desatarse en Baluarte. Como en las antiguas leyendas, el de la dama era un poder que aparecía en amplias oleadas y despojaba de vida todo aquello que barría, devoraba fila tras fila, calle tras calle, dejaba cuerpos apilados por cientos. Aquella mujer era, se recordó Toc con algo parecido a un orgullo fiero, la hija de Draconus, un dios ancestral.

El Vidente Painita había interpuesto hechiceros en su camino, había oído Toc después, pero no les había ido mucho mejor. La dama se había deshecho de sus esfuerzos con un encogimiento de hombros y había diezmado sus poderes, después los había dejado a merced de Garath o Baaljagg. Algún k’chain che’malle había pretendido hacerse con ella, pero solo para marchitarse bajo una carnicería de hechicería. El perro que era Garath se burlaba de aquellos que eludían a lady Envidia. Por lo general trabajaba solo, pero en ocasiones en conjunción con Baaljagg. Ambos eran más rápidos que los cazadores no muertos, se decía, y mucho más listos. Se habían producido tres batallas encarnizadas en las que legiones de betaklitas painitas, apoyados por los betakullid montados y los escaramuzadores scalandi, así como el equivalente del Dominio de cuadros de magos, se habían enfrentado a su puñado de enemigos como lo harían a un ejército rival. De esas batallas surgieron entre susurros los relatos del t’lan imass (una criatura de la que los painitas no tenían conocimiento y que habían terminado por llamar Espadadepiedra), y los seguleh, dos en las primeras dos batallas, pero había aparecido un tercero para la última. Espadadepiedra defendía un flanco y los seguleh el contrario. Lady Envidia permanecía en el centro mientras Garath y Baaljagg se desplazaban como capas deshilachadas de oscuridad allí donde los llevara el capricho.

Tres combates, tres ejércitos destrozados, miles de muertos, el resto intentaba huir, pero siempre los atrapaba la ira despiadada de lady Envidia.

Tan terrible como los painitas, mi dulce amigo. Igual de terrible… y de aterradora. Tool y los seguleh respetan la retirada de los que se enfrentan a ellos, se conforman con reclamar el campo de batalla y nada más. Hasta la loba y el perro suspenden pronto la persecución. Pero no Envidia. Una táctica poco prudente; ahora que el enemigo sabe que es imposible la retirada, se quedará y luchará. Los seguleh no escapan a las heridas, ni tampoco Garath y Baaljagg. Hasta Tool se ha visto enterrado bajo espadachines coléricos, aunque él se limita a disolverse en polvo y reaparecer en otro sitio. Una carga de lanceros llegó a menos de una decena de metros de la propia lady Envidia. La próxima jabalina bien lanzada

A Toc no le pesaba haberlos dejado. No habría sobrevivido a su compañía.

Al acercarse a las fortificaciones de la puerta exterior, Toc vio videntes del Dominio entre las almenas, pesados y silenciosos. Formidables como pelotones de media docena de miembros, allí había decenas. Podrían hacer algo más que ralentizar a los seguleh. Podrían detenerlos en seco. El último escudo del Vidente

Una única rampa llevaba a la puerta interior de Panorama, empinada y de lados escarpados. Había huesos humanos esparcidos por las trincheras a ambos lados. Subieron. Ochenta metros después pasaron bajo el arco de la verja. El urdo envió su tropa a llevar a los caballos a los establos y después desmontó. Flanqueado por videntes del Dominio, Toc observó al cazador k’ell que entraba con paso pesado por la verja con las hojas que eran los brazos bajadas. La criatura posó los ojos sin vida en el malazano durante un momento y después se alejó sin ruido por un pasaje cubierto sin iluminar que corría paralelo a la muralla.

El urdo se subió la celada del yelmo.

—Desafiador, a tu izquierda está la entrada a la torre del Vidente. Él te aguarda dentro. Ve.

Quizá no sea un prisionero. Quizá yo no sea más que una curiosidad. Toc se inclinó ante el oficial y después se dirigió tambaleándose y cansado a la puerta abierta. Más bien será que el Vidente sabe que no tiene nada que temer de mí. Ya estoy en la sombra del Embozado. Ya no falta mucho.

Una cámara de techos altos y abovedados ocupaba todo el piso principal de la torre, el techo era un caótico laberinto invertido de contrafuertes, vanos, arcos y falsos arcos. Bajaba del centro y se cernía a un palmo del suelo una escalera circular esquelética de bronce que se mecía entre chirridos en un círculo lento. Iluminada por un único brasero, cerca de la pared contraria a la entrada, la cámara estaba envuelta en penumbra, aunque a Toc no le costó discernir los bloques de piedra lisos que eran las paredes y la total ausencia de muebles que dejaban ecos que bailaron a su alrededor cuando cruzó las losas del suelo, arrastrando los pies sobre los charcos poco profundos.

Puso una mano en la barandilla más baja de la escalera. Aquella inmensa estructura colgante lo arrastró de forma inexorable hacia un lado mientras continuaba rotando, lo que lo hizo tambalearse. Hizo una mueca y subió al primer escalón. Apuesto a que el muy cabrón está arriba del todo, en una sala que todo lo domina. Lo más seguro es que mi corazón se rinda a medio camino. Se quedará allí sentado, esperando una audiencia que nunca se producirá. Ese sí que es un buen chiste, por la sonrisa del Embozado. Empezó a subir.

Cuarenta y dos escalones lo llevaron al siguiente nivel. Toc se hundió en el bronce frío del rellano, le ardían los brazos y las piernas, el mundo oscilaba borracho y nauseabundo ante él. Posó las manos sudorosas en la superficie arenosa y llena de guijarros de la hoja de metal, parpadeó e intentó centrarse.

La habitación que lo rodeaba no estaba iluminada, pero su único ojo podía discernir cada detalle, las rejillas abiertas repletas de instrumentos de tortura, los catres bajos de madera manchada, el fardo de trapos oscuros y rígidos apoyado en una pared y, cubriendo esas mismas paredes, como tapices de un artesano loco, las pieles de seres humanos. Yemas de los dedos y uñas incluidas, estiradas en una aproximación espeluznante y demasiado grande de la forma humana, los rostros aplastados, solo asomaba la piedra tosca de la pared allí donde en algún momento habían estado los ojos. Con los orificios de la nariz y la boca cosidos, el pelo apartado hacia un lado y anudado de cualquier manera.

Oleadas de repulsión atravesaron el cuerpo entero de Toc, oleadas que lo estremecieron y debilitaron todavía más. Quería gritar, liberar la presión del horror, pero solo pudo jadear. Se irguió temblando y se quedó mirando los escalones que subían en espiral, después empezó a arrastrarse hacia arriba una vez más.

Pasaron a su lado aposentos varios, escenas que flotaban en una incertidumbre granulosa y él seguía trepando por lo que parecían unas escaleras interminables. Perdió la noción del tiempo. La torre, que crujía y gemía por todas partes (que cabeceaba al viento), se había convertido en el ascenso de toda su vida, lo que había nacido para hacer, el solitario trabajo de un mortal. Metal frío, piedra, habitaciones apenas iluminadas que se alzaban y caían como el paso de unos débiles soles, la travesía de eones enteros, civilizaciones que nacían y después morían, y todo lo que se encontraba entre ambos no era más que la ilusión de la gloria.

Febril, su mente saltaba por los precipicios, uno tras otro, caía cada vez más al pozo de la demencia, al mismo tiempo que su cuerpo se iba arrastrando escaleras arriba, escalón a escalón. Embozado bendito, ven a buscarme. Te lo ruego. Sácame de los pies enfermos de este dios, pon fin a esta degradación vergonzosa; cuando al fin me enfrente a él, no seré nada

—Las escaleras han terminado —exclamó una voz antigua, aguda y trémula—. Alza la cabeza, me gustaría contemplar ese alarmante semblante que tienes. ¿No te quedan fuerzas? Permíteme.

Una voluntad se filtró por la carne de Toc, el vigor de un desconocido que imbuyó salud y fuerza en cada músculo. No obstante, tenía un sabor vil, insípido. Toc gimió y luchó contra él, pero le falló la resistencia. Se le estabilizó el aliento, se le ralentizó el corazón y levantó la cabeza. Estaba arrodillado en la última plataforma de bronce batido.

Sentado, encorvado y retorcido en una silla de madera estaba el cuerpo arrugado de un anciano, con los ojos iluminados y llameantes, como si su superficie no fuera más que la fina película de dos faroles de papel, manchados y rasgados. El Vidente Painita era un cadáver y sin embargo había una criatura que moraba dentro de aquel cascarón, una criatura que lo animaba, una criatura que Toc veía como una exhalación de poder fantasmal con la forma vaga de un hombre.

—Ah, ya veo —dijo la voz, aunque la boca no se movió—. Es cierto que no es un ojo humano. Es de lobo, en verdad. Extraordinario. Se dice que no hablas. ¿Querrás hacerlo ahora?

—Si así lo deseas —dijo Toc con la voz áspera por la falta de uso, una conmoción para sus propios oídos.

—Me complace. Me canso tanto de oírme a mí mismo. Tu acento no me es familiar. Desde luego no eres ciudadano de Baluarte.

—Malazano.

El cadáver crujió al inclinarse hacia delante con los ojos más encendidos todavía.

—Vaya. Un hijo de ese Imperio lejano y formidable. Y sin embargo tú llegas del sur, mientras que mis espías me informan de que el ejército de los tuyos ha salido de Pale y desde allí se ha puesto en marcha. ¿Cómo es que te has perdido tanto?

—Yo no sé nada de ese ejército, Vidente —dijo Toc—. Ahora soy un tenescowri y eso es lo único que importa.

—Una afirmación muy audaz. ¿Cómo te llamas?

—Toc el Joven.

—Dejemos el tema del ejército malazano por un momento, ¿te parece? El sur, hasta hace muy poco, ha sido un lugar desprovisto de amenazas para mi nación. Pero eso ha cambiado. Me irrita una nueva y obstinada amenaza. Esos… seguleh… y una inquietante, si bien afortunadamente pequeña, colección de aliados. ¿Son esos tus amigos, entonces, Toc el Joven?

—Carezco de amigos, Vidente.

—¿Ni siquiera tus compañeros tenescowri? ¿Qué hay de Anaster, el primer hijo que un día liderará un ejército entero de hijos de la semilla de los muertos? Te catalogó como… único. ¿Y qué hay de mí? ¿Acaso no soy tu señor? ¿Acaso no fui yo el que te abrazó?

—No sé muy bien —dijo Toc sin entusiasmo— cuál de vosotros fue el que me abrazó.

Entidad y cadáver se estremecieron a la vez y se encogieron al oír las palabras de Toc, un contorno borroso de formas que le hicieron daño en el único ojo. Dos seres, el vivo que se oculta tras el muerto. El poder se hinchó hasta que pareció que el cuerpo del ser ancestral se limitaría a desintegrarse. Los miembros se crisparon con un espasmo. Después de un momento, disminuyó aquella emanación furiosa y el cuerpo se quedó quieto una vez más.

—Algo más que el ojo de un lobo para que veas con tanta claridad lo que nadie más ha sido capaz de distinguir. Oh, me han examinado hechiceros rebosantes de sus tan cacareadas sendas y no han visto nada anormal. Mi engaño no halló quién lo desafiara. Y sin embargo tú…

Toc se encogió de hombros.

—Veo lo que veo.

—¿Con qué ojo?

El guerrero se encogió de hombros otra vez. Para eso no tenía respuesta.

—Pero estábamos hablando de amigos, Toc el Joven. En mi sagrado abrazo un mortal no se siente solo. Anaster, según veo, se engañó.

—No dije que me sintiera solo, Vidente, dije que carezco de amigos. Entre los tenescowri, soy uno con tu sagrada voluntad. Sin embargo, piensa en la mujer que camina a mi lado, o el niño cansado que llevo en brazos, o los hombres que me rodean… si murieran, los devoraría. No puede haber amistad en tal compañía, Vidente. Solo hay un alimento en potencia.

—Pero no quisiste comer.

Toc no dijo nada.

El Vidente se inclinó hacia delante.

—Pero ahora lo harías, ¿no es cierto?

Y así la locura me cubre con sigilo como el más cálido de los mantos.

—Si quiero vivir.

—¿Y para ti es importante vivir, Toc el Joven?

—No lo sé, Vidente.

—Veamos entonces, ¿quieres? —Se alzó un brazo marchito. La hechicería hizo temblar el aire ante Toc. Una pequeña mesa tomó forma delante del malazano, en ella se apilaban trozos humeantes de carne hervida.

—Aquí, así pues —dijo el Vidente—, está el sustento que requieres. Carne dulce; es un gusto adquirido, según me han dicho. Ah, ya veo el hambre que destella en tu ojo de lobo. Sí, en tu interior hay una bestia, sin duda, ¿qué le importa a ella de dónde proviene la comida? No obstante, te advierto que procedas despacio, no vaya a ser que tu estómago encogido rechace todo lo que te lleves a la boca.

Con un suave gemido, Toc cayó de rodillas delante de la mesa y estiró las manos. Le dolieron los dientes cuando empezó a masticar, añadió su propia sangre a los jugos de la carne. Tragó y sintió que sus tripas se aferraban al bocado. Se obligó a parar y esperar.

El Vidente se levantó de la silla y se acercó con movimientos rígidos a una ventana.

—He aprendido —dijo la antigua criatura— que los ejércitos mortales no son suficientes para la tarea de derrotar a esa amenaza que se acerca por el sur. Por tanto he retirado mis fuerzas y despacharé al enemigo con mi propia mano. —El Vidente se giró y estudió a Toc—. Se dice que los lobos evitan la carne humana, dada la alternativa. No creas que carezco de clemencia, Toc el Joven. La carne que tienes ante ti es de venado.

Ya lo sé, cabrón. Al parecer tengo algo más que el ojo de lobo. También tengo su sentido del olfato. Cogió otro trozo.

—Ya no importa, Vidente.

—Me complace. ¿Sientes la fuerza que regresa a tu cuerpo? Me he tomado la libertad de sanarte, poco a poco, para disminuir el trauma del espíritu. Me caes bien, Toc el Joven. Aunque pocos lo saben, puedo ser el más amable de los amos. —El anciano miró hacia la ventana una vez más.

Toc siguió comiendo, sentía que la vida volvía a fluir por su interior; su único ojo se había clavado en el Vidente y se había concentrado en el poder que había comenzado a cimentarse alrededor del cadáver animado del anciano. Fría, esa hechicería. El olor del hielo en el viento, aquí está la memoria, recuerdos ancestrales, ¿de quién?

La habitación se desdibujó, se disolvió ante sus ojos. Baaljagg… Pasos firmes y silenciosos, un ojo que se desviaba a la izquierda para ver a lady Envidia caminando a zancadas a una decena de metros de distancia. Tras ella caminaba con paso largo Garath, inmenso, con los flancos entrecruzados de cicatrices que todavía rezumaban una sangre hirviente, virulenta, la sangre del caos. A la izquierda de Garath caminaba Tool. Las espadas habían tallado un nuevo mapa en el cuerpo del t’lan imass, huesos astillados, piel y músculos partidos y marchitos. Toc jamás había visto a un t’lan imass tan dañado. Parecía imposible que Tool pudiera tenerse en pie y mucho menos caminar.

Baaljagg no volvió la cabeza para examinar a los seguleh que marchaban a su derecha, pero Toc sabía que estaban allí, incluido Mok. La ay, como el propio Toc, estaba atrapada por recuerdos que habían cobrado vida con el aroma de aquel viento nuevo y frío que bajaba del norte, recuerdos que llevaban la atención de los dos hacia Tool.

El t’lan imass había levantado la cabeza, ralentizó los pasos hasta que se detuvo del todo. Los otros siguieron su ejemplo. Lady Envidia se volvió hacia Tool.

—¿Qué hechicería es esta, t’lan imass?

—Lo sabes tú tan bien como yo, mi señora —respondió Tool con voz ronca sin dejar de olisquear el aire—. Inesperada, una profundización de la confusión que rodea a la entidad conocida como el Vidente Painita.

—Una alianza inimaginable; sin embargo, parecería…

—Eso parecería —asintió Tool.

Los ojos de Baaljagg regresaron al norte y calibraron el fulgor sobrenatural que se alzaba en aquel horizonte irregular, un fulgor que empezó a bajar entre las montañas, llenó los valles y siguió extendiéndose. El viento surgió como un aullido gélido y amargo.

Resurgió la memoria… esto es hechicería jaghut.

—¿Puedes derrotarla, Tool? —preguntó lady Envidia.

El t’lan imass se giró hacia ella.

—Carezco de clan. Estoy debilitado. Mi señora, a menos que puedas anularla, tendremos que cruzar como podamos y ella seguirá aumentando sin cesar, seguirá luchando para rechazarnos.

La expresión de la dama era inquieta. Su ceño se profundizó mientras estudiaba la emanación que llegaba del norte.

—K’chain che’malle… y jaghut, juntos. ¿Hay precedentes para tal alianza?

—No la hay —dijo Tool.

La aguanieve barrió al pequeño grupo y no tardó en convertirse en granizo. Toc sintió el escozor de los impactos a través del pelo de Baaljagg cuando el animal se inclinó un poco más. Un momento después empezaron a moverse de nuevo, encorvados contra el viento cortante.

Ante ellos, las montañas se espesaron con un manto blanco veteado de verde…

Toc parpadeó. Estaba en la torre, agachado delante de la mesa cargada de carne. El Vidente le había vuelto la espalda, inmerso en hechicería jaghut; la criatura que moraba en el interior del cadáver del anciano ya era totalmente visible: delgada, alta, sin vello, de piel verde. Pero no, hay más, unas raíces grises bajaban acordonándose alrededor de las piernas del cuerpo, un poder caótico que se precipitaba a través del suelo de piedra, retorcido con algo parecido al dolor o el éxtasis. El jaghut extrae su fuerza de otra hechicería, algo más antiguo y mucho más letal que Omtose Phellack.

El Vidente se volvió.

—Me siento… decepcionado, Toc el Joven. ¿Creías que podías acudir a tus familiares lobunos sin que yo lo supiera? Así pues, el que mora en tu interior se prepara para su renacimiento.

¿El que mora en mi interior?

—Vaya —continuó el Vidente—, el trono de la Bestia está vacante; ni tú ni ese dios bestia estáis a la altura de mi fuerza. Aun así, si yo hubiera continuado en la ignorancia, bien podrías haber conseguido asesinarme. ¡Mentiste!

La última acusación fue un chillido agudo y Toc vio, no a un anciano, sino a un niño de pie delante de él.

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Y por eso sufrirás! —El Vidente hizo unos gestos salvajes.

El dolor prensó a Toc el Joven, envolvió su cuerpo, sus miembros, con fajas de hierro, y lo alzó en el aire. Los huesos se partieron. El malazano gritó.

—¡Rómpete! ¡Sí, rómpete en mil pedazos! ¡Pero no te mataré, no, todavía no, no durante mucho, mucho tiempo! Oh, mira cómo te retuerces, ¿pero qué sabes tú del verdadero dolor, mortal? Nada. Yo te lo mostraré, Toc el Joven. Yo te enseñaré… —Volvió a gesticular.

Toc se encontró flotando en una oscuridad absoluta. La agonía que lo tenía preso no cesó, pero tampoco se tensó más. Sus jadeos levantaban ecos apagados en aquel aire pesado y rancio. Me… me ha echado. Mi dios me ha echado… y ahora estoy solo de verdad. Solo.

Algo se movió cerca, algo enorme, una piel dura que raspaba la piedra. Un maullido llegó a oídos de Toc, un sonido que iba creciendo y acercándose.

Con un chillido, unos brazos correosos envolvieron al malazano y lo atrajeron en un abrazo desesperado y asfixiante. Atrapado contra un pecho fofo de piel como guijarros, Toc se encontró en compañía de una veintena de cadáveres o más en varios estados de descomposición, todos al alcance del abrazo vehemente de unos brazos gigantes de reptil.

Unas costillas rotas se clavaron y desgarraron algo en el pecho de Toc. Tenía la piel resbaladiza por la sangre y, sin embargo, también persistía la hechicería sanadora que el Vidente le había concedido y que lo curaba poco a poco, soldaba sus huesos solo para que se rompieran de nuevo en el abrazo salvaje de aquella criatura que lo sostenía.

La voz del Vidente llenó su cráneo. Me cansé de los otros… pero a ti te mantendré con vida. Tú eres digno de ocupar mi lugar en ese abrazo dulce y maternal. Oh, está loca. Perturbada por la demencia; sin embargo, en su interior residen las chispas de la necesidad. Y qué necesidad es esa. Cuidado o te devorará, como me devoró a mí, hasta que mi sabor fue tan vil que me volvió a escupir. La necesidad, cuando abruma, se convierte en veneno, Toc el Joven. El gran corruptor del amor y así te corromperá a ti. Tu carne. Tu mente. ¿Lo sientes? Ha comenzado. Mi querido malazano, ¿lo sientes ya?

No le quedaba aliento para chillar, pero los brazos que lo sujetaban percibieron su estremecimiento y lo estrecharon con más fuerza.

Unos gemidos suaves llenaron la cámara, las voces gemelas de Toc y su captora.