Capítulo 11

La tan cacareada habilidad del ejército malazano para adaptarse a cualquier estilo de batalla que presentara el enemigo era, en realidad, superficial. Tras la ilusión de maleabilidad permanecía una confianza inmutable en la supremacía del modo imperial. Contribuía a la ilusión de flexibilidad esa elasticidad pura de la estructura militar malazana, unos cimientos reforzados por un conocimiento profundo y un análisis muy perspicaz de numerosos y dispares estilos de guerra.

Abstracto (parte XXVII, libro VII, vol. IX) sobre el tratado de trece páginas de Temul, «La guerra malazana»

Enet Obar, el Exánime

La camisa de pelo de Eje se había prendido. Con los ojos llenos de lágrimas y tosiendo por el hedor, Rapiña observó al escuálido mago rodando de un lado a otro por el suelo junto a la hoguera. El humo salía serpenteando del pelo chamuscado y las maldiciones cabalgaban sobre las chispas hacia el aire nocturno. Puesto que todos los demás estaban muy ocupados riéndose, la cabo estiró el brazo para coger un cuero de agua y se lo metió entre las rodillas. Destapó la espita, apretó los muslos y siguió a Eje con el chorro de agua hasta que oyó un siseo.

—¡Está bien, está bien! —chilló el mago agitando las manos tiznadas—. ¡Para, que me estoy ahogando!

Sacudido por un ataque de risa, Seto había rodado peligrosamente cerca de las llamas. Rapiña estiró una bota y le dio una patada al zapador.

—Que todo el mundo se calme de una vez —soltó—. Antes de que el pelotón entero termine cocinado a la brasa. ¡Por el aliento del Embozado!

Mezcla habló a su lado, en medio de la oscuridad.

—Nos morimos de aburrimiento, cabo, ese es el problema.

—Si el aburrimiento matara, no habría ni un solo soldado vivo en todo el mundo, Mezcla. Una excusa muy poco convincente. El problema es muy sencillo: empezando por el sargento que se retuerce por el suelo, todo este pelotón maldito por Oponn está chiflado.

—Salvo tú, claro…

—¿Me estás lamiendo las botas, con lo asquerosas que están, muchacha? Pues te equivocas. Yo estoy más loca que todos los demás. Si no lo estuviera, ya me habría largado hace mucho tiempo. Dioses, mira a esos idiotas. Tengo un mago que viste el pelo de su madre muerta y cada vez que abre su senda nos atacan las ardillas enseñando los dientes. Tengo un zapador con quemaduras permanentes y cuya vejiga debe de ser una senda en sí misma, no le he visto apartarse ni una sola vez y ya llevamos tres días enteros en este campamento. Tengo una mujer napaniana a la que persigue un macho bhederin solitario que, o bien está ciego, o ve mucho más que nosotros cuando la mira. Y luego está un sanador que, mira tú, se quemó tanto con el sol que le ha subido la fiebre.

—No te molestes en mencionar a Azogue —murmuró Mezcla—. El sargento encabezaría cualquier lista de lunáticos perdidos…

—No había terminado. Tengo una mujer a la que le gusta acercarse sigilosamente a sus amigos. Y por último —añadió la cabo con un gruñido profundo—, el bueno de Azogue. Nervios de acero tiene ese. Convencido de que los propios dioses se han llevado a Ben el Rápido y que todo es culpa de Azogue. Por alguna razón. —Rapiña levantó la mano y metió un dedo bajo los ornamentos del brazo mientras su ceño se remarcaba—. Como si a los dioses les importara un pimiento Ben el Rápido, por no hablar ya del propio sargento. Como si miraran para nosotros en algún momento, hagamos lo que hagamos.

—¿Te molestan los brazaletes de Treach, cabo?

—Cuidado, Mezcla —murmuró Rapiña—, no estoy de humor.

Empapado y abatido, Eje empezaba a levantarse.

—¡Chispa del infierno! —siseó—. Salió disparada como un moco quemado, seguro que por aquí acechan espíritus malévolos, fijaros en lo que os digo.

—¡Que nos fijemos en lo que dice! —bufó Rapiña—. Voy a grabarlo en tu lápida, Eje, ¡te lo prometo, por el Embozado, joder!

—¡Dioses, qué peste! —maldijo Seto—. ¡Dudo que se acerque a ti ni siquiera un barghastiano untado de grasa! Yo digo que votemos, y me refiero al pelotón entero. Que votemos para arrancar esa asquerosa camisa de la espalda llena de granos de Eje y que la enterremos por alguna parte, a ser posible bajo unas cuantas toneladas de escombros. ¿Qué dices, sargento? ¿Eh, Azogue?

¡Shh! —siseó el sargento desde donde se encontraba, al borde del círculo de luz de la hoguera, con los ojos clavados en la oscuridad—. ¡Hay algo ahí fuera!

—Si es otra ardilla cabreada… —empezó a decir Rapiña.

—¡Yo no he hecho nada! —gruñó Eje—. Y nadie va a enterrar mi camisa, no mientras a mí me quede aliento, por lo menos. Así que olvídate, zapador. Además, en este pelotón no se vota nada. Sabrá el Embozado lo que Whiskeyjack os dejaba hacer en el noveno, idiotas, pero ya no estáis en el noveno, ¿no?

—¡Callaos! —gruñó Azogue—. ¡Hay alguien ahí fuera! ¡Olisqueando!

Una forma enorme apareció de repente justo delante del sargento, que dejó escapar un gañido y dio un salto atrás, con lo que estuvo a punto de caerse sobre el fuego entre balbuceos.

—¡Es ese bhederin macho! —gritó Seto—. ¡Eh, Detoran! Ha llegado tu cita. ¡Ay! Dioses, ¿con qué me has golpeado, mujer? ¿Con un mazo? Maldito sea el Embozado… ¿con el puño? ¡Mentirosa! ¡Azogue, esta soldado casi me rompe la cabeza! ¡No sabe aceptar un chiste…! ¡Ah! ¡Ay!

—Déjalo ya —le ordenó Rapiña a la soldado—. Que alguien espante a esa bestia…

—Esto tengo que verlo —se rio Mezcla muy contenta—. Mil kilos de cuernos, pezuñas y polla…

—Ya está bien —dijo Rapiña—. Hay oídos sensibles presentes, muchacha. Mira, ya has hecho ruborizarse a Detoran mientras deja sin sentido a Seto.

—Yo diría que el color encendido es por el esfuerzo, cabo. Al zapador no se le da mal esquivar los golpes, oh, bueno, está bien, con ese no pudo. Uf.

—¡No te pases, Detoran! —bramó Rapiña—. ¡Con lo mal que ve, más te vale que no le hayas hecho un daño permanente!

—Eso —añadió Eje—. El chaval tiene malditos en esa bolsa y si no puede tirar bien…

Eso fue suficiente para que Detoran bajara los puños y se apartara un poco. Seto se tambaleó como si estuviera borracho y después se sentó con un golpe seco, la sangre le chorreaba por la nariz rota.

—No sabe aceptar una broma —murmuró con los labios hinchados. Un momento después se desplomó.

—Estupendo —murmuró Rapiña—. Si no vuelve en sí en toda la mañana y tenemos que emprender la marcha, ¿adivinas quién va a tirar del armazón, Detoran?

La mujerona frunció el ceño, se dio la vuelta y fue a buscar su petate.

—¿Quién está herido? —metió baza una vocecita aguda.

Los soldados levantaron la cabeza y vieron a Mazo envuelto en una manta que entraba en el círculo de luz con paso vacilante.

—He oído puñetazos.

—El cangrejo cocido está despierto —comentó Eje—. Supongo que no se te ocurrirá echarte más siestas en laderas orientadas al sol, ¿eh, sanador?

—Es Seto —dijo Rapiña—. Intentó tomarle el pelo a Detoran y ahí lo tienes, tirado junto al fuego, ¿lo ves?

Mazo asintió y cojeó hasta el zapador.

—Una imagen alarmante la que conjuraste ahí, cabo. —Se agachó y empezó a examinar a Seto—. ¡Por el aliento del Embozado! La nariz partida, la mandíbula fracturada… y además tiene una conmoción, este hombre está hecho un asco. —Después miró furioso a Rapiña—. ¿Es que no se le ocurrió a nadie detener esta pequeña discusión?

Con un gruñido suave, el macho bhederin se dio media vuelta y se alejó con paso pesado en la oscuridad.

La cabeza de Mazo se giró de golpe.

—Por la pezuña de Fener, ¿pero qué coño era eso?

—El rival de Seto —murmuró Mezcla—. Seguramente ya ha visto suficiente y prefiere arriesgarse en otra parte.

Rapiña suspiró y se echó hacia atrás mientras observaba a Mazo, que atendía al zapador inconsciente. El pelotón no está encajando muy bien. Azogue no es ningún Whiskeyjack, Eje no es Ben el Rápido y yo tampoco soy el cabo Kalam. Si de alguien se podía decir que eran los mejores entre los mejores, era del noveno. Bueno, puede que Detoran esté a la misma altura que Trote

—A ese mago más le vale aparecer pronto —murmuró Mezcla después de un rato.

Rapiña asintió en la oscuridad.

—Es muy posible que el capitán y los demás ya estén con el clan de las Caras Blancas —dijo después—. Quizá Ben el Rápido y nosotros no lleguemos a tiempo para marcar alguna diferencia en el resultado…

—De todos modos, va a dar igual que estemos allí o no —dijo Mezcla—. Lo que quieres decir es que no vamos a llegar a tiempo de ver el espectáculo.

—Y quizá fuera lo mejor.

—Estás empezando a parecerte a Eje.

—Sí, bueno, las cosas no tienen muy buena pinta —dijo Rapiña por lo bajo—. El mejor mago de la compañía ha desaparecido. Si a eso le añades que tenemos un capitán noble y que Whiskeyjack se ha ido, qué te parece, resulta que ya no somos la compañía que éramos.

—No desde lo de Pale, eso desde luego.

La cabo tuvo visiones del caos y el horror de los túneles el día de la Escalada e hizo una mueca.

—Traicionados por los nuestros. Es lo peor que hay, Mezcla. Puedo aceptar que tenga que caer a manos de las espadas enemigas, o del fuego de los magos, o incluso que unos demonios me despedacen trozo a trozo. Pero que uno de los tuyos saque el cuchillo cuando le das la espalda… —Escupió en el fuego.

—Acabó con nosotros —dijo Mezcla.

Rapiña asintió otra vez.

—Quizá —continuó la mujer, a su lado— que Trote pierda el combate contra el clan de las Caras Blancas y haga que nos ejecuten a todos y cada uno no sea tan mala cosa. Con aliados barghastianos o sin ellos, no es una guerra que me apetezca mucho librar.

Rapiña se quedó mirando las llamas.

—Estás pensando en lo que podría pasar la próxima vez que entremos en combate.

—Somos frágiles, cabo. Plagados de grietas…

—No hay nadie en quién confiar, ese es el problema. No hay nada por lo que luchar.

—Está Dujek, la respuesta a esas dos preguntas —dijo Mezcla.

—Sí, nuestro puño renegado…

Mezcla lanzó un suave bufido.

Rapiña miró a su amiga y frunció el ceño.

—¿Qué?

—No es ningún renegado —dijo Mezcla en voz baja—. Solo se han deshecho de nosotros por culpa de Brood y los tiste andii, porque no podríamos habérnoslas arreglado de otro modo en el parlamento. Oye, cabo, ¿tú no te has preguntado quién es ese nuevo portaestandartes de Unbrazo?

—¿Cómo se llama? ¿Arantal? Artanthos. Ya. Apareció…

—Más o menos un día después de que nos proclamaran en rebeldía.

—¿Y? ¿Quién crees tú que es, Mezcla?

—Yo apostaría a que es una Garra de alto rango. Está aquí por orden de la emperatriz.

—¿Tienes prueba de eso?

—No.

Rapiña giró la cabeza y miró con gesto huraño el fuego.

—¿Y ahora quién es la que se asusta de su propia sombra?

—No somos renegados —afirmó Mezcla—. Estamos cumpliendo la voluntad de la emperatriz, cabo, da igual lo que parezca. Whiskeyjack también lo sabe. Y quizá también ese sanador de ahí, y Ben el Rápido…

—Te refieres al noveno.

—Sí.

Rapiña frunció todavía más el ceño, se levantó, se acercó junto a Mazo y se agachó.

—¿Cómo está el zapador, sanador? —le preguntó en voz baja.

—No tan mal como parecía —admitió Mazo—. Una conmoción leve. Y menos mal, me está costando recurrir a mi senda Denul, hay algún problema.

—¿Problema? ¿Qué clase de problema?

—No estoy seguro. Se ha… viciado. Hay algo. Una infección… de algo. Eje tiene el mismo problema con su senda. Quizá sea eso lo que está retrasando a Ben el Rápido.

Rapiña lanzó un gruñido.

—Podrías haberlo mencionado desde el principio, Mazo.

—Estaba muy liado ocupándome de mi «insolación», cabo.

La mujer entrecerró los ojos.

—Si no fue el sol lo que te abrasó, ¿qué pasó?

—No sé lo que me envenenó la senda, pero puede cruzar a este lado. Que me lo digan a mí.

—Mazo —dijo Rapiña tras un momento—, se ha corrido un rumor que sugiere que quizá no seamos tan rebeldes como Dujek y Whiskeyjack quieren aparentar. De hecho, hasta es posible que la emperatriz nos haya dado su aprobación y todo.

Bajo la luz del fuego, el rostro redondo del sanador no mostró expresión alguna cuando se encogió de hombros.

—Eso es nuevo para mí, cabo. A mí me parece algo que se le ocurriría a Azogue.

—No, pero le encantará cuando se entere.

Los ojitos de Mazo se posaron en la cara de Rapiña.

—¿Y por qué ibas a decírselo?

Rapiña alzó las cejas.

—¿Por qué iba a decírselo a Azogue? La respuesta debería ser obvia, sanador. Me agrada verlo aterrado. Además —la cabo se encogió de hombros—, no es más que un rumor sin fundamento, ¿no? —Después se irguió—. Asegúrate de que el zapador está listo para ponerse en marcha mañana.

—¿Nos vamos a alguna parte, cabo?

—Por si aparece el mago.

—De acuerdo. Haré cuanto pueda.

Con unas manos que arañaban energía podrida y manchada, Ben el Rápido salió a rastras de su senda. El mago sufrió una arcada y escupió el sabor amargo, bilioso, que tenía en la boca, después se tambaleó unos cuantos pasos hasta que el aire limpio de la noche penetró en sus pulmones y se detuvo a la espera de que se le despejase la cabeza.

El último medio día se lo había pasado en una lucha desesperada y aparentemente eterna por escaparse del reino del Embozado, y eso que sabía que era la menos envenenada de todas las sendas que solía usar. Las otras lo habrían matado. Comprender eso lo dejó con una sensación de orfandad, un mago despojado de su poder, su inmenso dominio de su propia disciplina convertido en algo sin sentido, impotente.

El aire frío y penetrante de la estepa lo envolvió y le secó el sudor de los miembros temblorosos. Las estrellas relucían en el cielo. A ochocientos metros, al norte, tras los matorrales y los montículos de hierba, se alzaba una línea de colinas. Una luz amarilla apagada, la luz de una hoguera, bañaba la base de la colina más cercana.

Ben el Rápido suspiró. No había podido establecer contacto con nadie por medio de la hechicería desde el comienzo del viaje. Paran me ha dejado un pelotón… mejor de lo que podría haber esperado. Me pregunto cuántos días hemos perdido. Se suponía que iba a cubrir a Trote si las cosas iban mal

Se sacudió y emprendió el camino todavía luchando contra los restos de la enervante influencia de la senda infectada del Embozado. Este es el asalto del dios Tullido, una guerra contra las sendas mismas. La hechicería fue la espada que acabó con él. Ahora pretende destruir ese arma y dejar así a sus enemigos desarmados. Indefensos.

El mago se envolvió con su manto manchado de cenizas mientras caminaba. No, no indefensos del todo. Tenemos nuestro ingenio. Es más, somos capaces de oler de lejos una distracción, por lo menos yo. Y esto es una distracción, todo eso del Dominio Painita y su influencia infecciosa. El Encadenado encontró un modo de abrir las compuertas de la senda del Caos. Un conducto, quizás el propio Vidente Painita, que no es consciente de que lo están utilizando, que no es más que un peón que han adelantado en un gambito de apertura. Un gambito diseñado para poner a prueba la voluntad, la eficacia, de su enemigo… Tenemos que acabar con ese peón. Rápido. Con decisión.

Se acercó a la luz de la hoguera del pelotón, oyó los murmullos quedos de las voces y tuvo la sensación de que volvía a casa.

Mil calaveras ensartadas en palos bailaban por el risco, sus trenzas ardientes de hierba empapada en aceite creaban melenas de llamas sobre las letales muecas blanqueadas. Las voces se alzaban y caían en una canción que oscilaba con un zumbido monótono. Cerca de donde Paran se encontraba, unos jóvenes guerreros combatían con cuchillos cortos de hoja curva, la ocasional salpicadura de sangre siseaba al rociar el círculo de piedras de la hoguera del clan, la rivalidad tenía prioridad sobre todo lo demás, al parecer.

Las mujeres barghastianas se movían entre los pelotones de los Abrasapuentes y tiraban de soldados de ambos sexos hacia las tiendas de cuero del campamento. El capitán había pensado prohibir tales contactos amorosos, pero después había desechado la idea por ser tanto impracticable como poco prudente. Puede que mañana o al día siguiente ya estemos todos muertos.

Se habían reunido los clanes de las Caras Blancas. Las tiendas y yurtas de las tribus senan, gilk, ahkrata y barahn (así como muchas otras) cubrían el suelo del valle. Paran calculó que unos cien mil barghastianos habían atendido la llamada de Humbrall Taur y formaban consejo. Pero no habían ido solo para eso. Han venido a responder al desafío de Trote. Es el último de su clan y en su marcado cuerpo está tatuada la historia de su tribu, el relato de quinientas generaciones. Llega afirmando que hay un parentesco, vínculos de sangre establecidos al principio de los tiempos… y algo más, aunque nadie explica qué es lo que hay implicado, con exactitud. Cabrones taciturnos. Aquí hay demasiados secretos

Un guerrero nith’rithal dejó escapar un chillido húmedo cuando un guerrero de un clan rival le abrió la garganta con un cuchillo curvo. Varias voces bramaron y maldijeron. El guerrero abatido se retorció en el suelo ante la hoguera, la vida se le derramaba en un charco reluciente que se iba extendiendo bajo él. Su asesino se pavoneó en círculos entre vítores salvajes.

Entre los siseos de los barghastianos más cercanos, Torzal llegó junto al capitán sin hacer caso de las maldiciones.

—No eres muy popular —comentó Paran—. No sabía que los moranthianos cazabais tan al este.

—Y no cazamos —respondió Torzal con la voz aflautada y monótona tras el yelmo quitinoso—. La enemistad es antigua, nacida de los recuerdos, no de la experiencia. Son falsos recuerdos.

—¿Ah, sí? Te sugeriría que no te esforzaras mucho en darles tu opinión.

—Tampoco tendría sentido, capitán. Siento curiosidad, ese guerrero, Trote, ¿tiene habilidades únicas como guerrero?

Paran hizo una mueca.

—Ha salido bien librado de un montón de escaramuzas complicadas. Supongo que sabe defenderse. Para serte sincero, jamás lo he visto luchar.

—¿Y entre los Abrasapuentes, los que lo han visto?

—Lo menosprecian, por supuesto. Pero esos lo desprecian todo, así que no creo que sea una opinión muy fiable. Pronto lo veremos.

—Humbrall Taur ha elegido a su paladín —dijo Torzal—. Uno de sus hijos.

El capitán entornó los ojos y miró en la oscuridad al moranthiano negro.

—¿Dónde lo has oído? ¿Entiendes el barghastiano?

—Se parece a nuestro idioma. La noticia de la elección está en boca de todos. El hijo menor de Humbrall, todavía sin nombre, a dos lunas todavía de su noche de la muerte (su paso a la edad adulta). Nacido con hojas de espada en las manos. Invicto en los duelos, incluso en enfrentamientos con guerreros curtidos. De corazón cruel, sin piedad alguna… las descripciones continúan, pero me canso de repetirlas. No tardaremos en ver a este formidable jovencito. Todo lo demás no es más que hablar por hablar.

—Para empezar, sigo sin entender qué necesidad hay de este duelo —dijo Paran—. A Trote no le hace falta reclamar nada, lleva su historia escrita con claridad en la piel. ¿Por qué debería haber duda alguna sobre su veracidad? Es un auténtico barghastiano, solo hay que mirarlo.

—Reclama el rango de líder, capitán. La historia de su tribu establece que su linaje es el de los primeros fundadores. Su sangre es más pura que la sangre de estos clanes, así que tiene que desafiarlos para afirmar su estatus.

Paran hizo una mueca. Tenía las tripas llenas de nudos. Le había invadido la boca un sabor amargo y no había cantidad de cerveza o vino que lo eliminase. Cuando dormía, las visiones acosaban sus sueños, la caverna gélida bajo la Casa del Finnest, las losas de piedra tallada con imágenes antiguas y superficiales de la baraja de los Dragones. Incluso en ese momento, si cerrara los ojos y dejara fluir su voluntad, se sentiría caer en la fortaleza de las Bestias (el hogar de los t’lan imass y su trono astado y vacante) con una presencia física, táctil y rica en sensaciones, como si hubiera viajado en persona a ese lugar. Y a ese tiempo… a menos que ese tiempo sea ahora, y el trono siga allí, esperando… aguardando un nuevo ocupante. ¿Lo sintió así el emperador cuando se encontró ante el trono de las Sombras? Poder, el dominio sobre los odiados mastines, ¿y todo a un solo paso de él?

—No estás bien, capitán.

Paran miró a Torzal. La luz reflejada del fuego resplandecía sobre la armadura negra del moranthiano y jugueteaba como la ilusión de unos ojos por los planos de su yelmo. La única prueba de que bajo aquella concha quitinosa había un hombre de carne y hueso era la mano mutilada que le colgaba sin vida del brazo derecho. Marchito y aplastado por la presa nigromántica de un espíritu rhivi… ese brazo entero cuelga muerto. Lenta pero inevitable, la falta de vida seguirá su ascenso… hasta el hombro, y luego al pecho. En un año, este hombre estará muerto. Necesitaría el roce sanador de un dios para salvarse, ¿y qué probabilidades tiene?

—Tengo el estómago revuelto —contestó el capitán.

—Tu contención engaña —dijo Torzal. Después se encogió de hombros—. Como desees. No voy a curiosear más.

—Necesito que hagas algo —dijo Paran después de un momento con los ojos entrecerrados y clavados en otro duelo más ante la hoguera—. A menos que tú y tu quorl estéis muy cansados.

—Hemos descansado suficiente —dijo el moranthiano negro—. Pide y se te concederá.

El capitán respiró hondo, después suspiró y asintió.

Un manchón de color surgía por el horizonte oriental y se extendía entre las grietas de la cordillera de colinas al sur de las montañas barghastianas. Con los ojos enrojecidos y estremecido por el frío, Paran se ajustó mejor el manto acolchado mientras observaba los primeros movimientos en aquel inmenso campamento envuelto en humo que llenaba el valle. Distinguió varios de los clanes por los bárbaros estandartes que se alzaban sobre la distribución aparentemente aleatoria de las tiendas (el informe de Whiskeyjack había sido minucioso), y se fijó sobre todo en las que había citado el comandante como problemáticas en potencia.

A un lado del claro del Desafío, donde Trote y el paladín de Humbrall Taur combatirían en poco rato, se encontraban los mil componentes del campamento Ahkrata. Se distinguían por sus característicos tapones nasales, una única coleta y la armadura multicolor elaborada con víctimas moranthianas (incluyendo los clanes verdes, negros, rojos y, en ocasiones, incluso los dorados); era el contingente más pequeño y también el que había llegado de más lejos, pero tenía reputación de ser de los más feroces. Enemigos declarados del clan Ilgres (que en esos momentos luchaba al lado de Brood), podían presentar dificultades a la hora de entablar una alianza.

El mayor rival de Humbrall Taur era el caudillo Maral Eb, cuyo clan Barahn había llegado en masa; más de diez mil guerreros empuñando sus armas, pintados con ocre rojo y luciendo una armadura brigantina de color bronce y con el pelo de punta y recubierto de púas de erizo. Se corría el riesgo de que Maral impugnara la posición de Humbrall si surgía la ocasión, y la noche anterior había visto más de cincuenta duelos entre los barahn y los guerreros senan de Humbrall Taur. Semejante desafío podía disparar una guerra generalizada entre los clanes.

Quizás el grupo más extraño de guerreros que había visto Paran eran los gilk. Llevaban el pelo cortado en cuñas rígidas y estrechas y lucían una armadura confeccionada con las placas de una especie de tortuga. Ostensiblemente bajos y fornidos para ser barghastianos, al capitán le parecía que se podían comparar con cualquier infantería pesada a la que se tuvieran que enfrentar.

Decenas de tribus menores ponían su granito de arena en la confusa mezcla que conformaba la nación de los clanes de las Caras Blancas. Hostiles entre sí y enfrentadas por antiguas enemistades y odios, era sorprendente que Humbrall Taur hubiera conseguido reunirlos a todos en el mismo sitio y que más o menos se hubiera mantenido la paz durante cuatro días enteros.

Y hoy es el momento culminante. Incluso si Trote gana el duelo, tampoco está garantizada la aceptación absoluta. Podrían producirse estallidos sangrientos. Y si pierde… Paran prefirió no pensar en esa posibilidad.

Gimió una voz para recibir el amanecer y de repente los campamentos cobraron vida con figuras silenciosas que se levantaban. A continuación se oyó el estrépito sordo de las armas y las armaduras entre el ladrido de los perros y los bramidos nasales de los gansos. Como si el claro del Desafío contuviera de repente el aliento, los guerreros comenzaron a dirigirse allí.

Paran echó un vistazo y vio que sus Abrasapuentes se iban reuniendo poco a poco, como una presa alertada por el cuerno del cazador. Treinta y tantos malazanos, el capitán sabía que estaban decididos a presentar batalla si las cosas iban mal, y sabía también que la lucha sería breve. Examinó el cielo que comenzaba a iluminarse y entrecerró los ojos para mirar al suroeste con la esperanza de ver una mota oscura (Torzal y su quorl, aproximándose a toda velocidad), pero no había nada que estropeara aquella inmensidad de color azul plateado.

Un silencio más profundo entre los barghastianos alertó a Paran. Se volvió y vio a Humbrall Taur, que se abría paso a grandes zancadas entre la multitud para tomar posición en el centro del claro. Era lo más cerca que el capitán había tenido a aquel hombre desde que habían llegado. El guerrero era un hombre enorme, bestial, engalanado con las pieles marchitas de cabezas humanas despojadas del hueso, que todavía lucían un pelo enmarañado. El camisote de monedas superpuestas resplandecía bajo la luz matinal: el tesoro de monedas antiguas y desconocidas con el que los senan debían de haberse tropezado en el pasado debía de ser enorme porque cada guerrero de la tribu lucía una armadura parecida. Debía de haber barcos enteros cargados de esas malditas monedas. Eso o un templo entero lleno hasta el techo.

El caudillo no perdió tiempo con palabras. Se descolgó el mazo con pinchos que llevaba en la cadera, lo levantó hacia el cielo y dibujó sin prisas un círculo completo. Con todas las miradas sobre él, los guerreros de élite de todas las tribus rodearon el claro y el resto se apiñó tras ellos, hasta las laderas del valle.

Humbrall Taur hizo una pausa cuando un perro estúpido cruzó trotando la explanada. Una piedra bien lanzada lo hizo salir corriendo con un gañido. El caudillo gruñó algo por lo bajo y después efectuó un gesto con su arma.

Paran observó a Trote salir de entre la multitud. El tatuado barghastiano vestía la armadura de reglamento que el Imperio de Malaz daba a los marineros: cuero hervido tachonado con bandas de hierro sobre los hombros y las caderas. El semiyelmo se lo había quitado a un oficial muerto de los soldados de Aren, en Siete Ciudades. La protección de la nariz y las mejillas lucía una filigrana de plata incrustada. Un almófar de malla le protegía los lados del cuello y la nuca. Aguantaba un escudo redondo atado al antebrazo izquierdo, la mano protegida por un cesto con pinchos y bandas de hierro. En la mano derecha llevaba una espada ancha recta de punta roma.

Su llegada arrancó gruñidos profundos entre los barghastianos reunidos, a los que Trote respondió con una sonrisa dura que reveló unos dientes afilados manchados de azul.

Humbrall Taur lo miró un instante, como si no aprobara la elección de Trote de armas malazanas en lugar de las de los barghastianos, después se giró en dirección contraria e hizo otro gesto con el mazo.

Su hijo menor salió del círculo.

Paran no había sabido qué esperar, pero la visión de aquel jovencito flaco y sonriente (que solo llevaba unos cueros y un único cuchillo corto de gancho en la mano derecha) no encajaba con ninguna de las imágenes que se había hecho. ¿Qué es esto? ¿Una especie de insulto retorcido? ¿Es que Taur quiere garantizar su propia derrota? ¿A costa de la vida de su hijo menor?

Los guerreros comenzaron a patear la tierra dura con los pies, un redoble rítmico que resonó por todo el valle.

El joven sin nombre se adentró sin prisas en el círculo y se colocó frente a Trote, con cuatro metros entre los dos. El muchacho miró al abrasapuentes de arriba abajo y sonrió un poco más.

—Capitán —siseó una voz junto a Paran.

Este se volvió.

—Cabo Sinsentido, ¿no? ¿Qué puedo hacer por ti? Y que sea rápido.

La expresión adusta habitual de aquel soldado flaco y encorvado era más lúgubre de lo normal.

—Nos estábamos preguntando, señor… Si esta pelea va mal, quiero decir, bueno, yo y unos cuantos más, nos guardamos unas cuantas municiones moranthianas. Malditos también, señor, de esos tenemos cinco a mano. Podríamos abrir una especie de camino; ¿ves ese montículo de ahí?, un buen sitio, supusimos, para retirarnos y aguantar. Esos lados escarpados…

—Basta ya, cabo —gruñó Paran por lo bajo—. Mis órdenes no han cambiado. Todo el mundo espera sin moverse.

—Ya sé que es un crío, señor, pero si…

—Ya me has oído, soldado.

Sinsentido inclinó la cabeza.

—Sí, señor. Es solo que, bueno, hay unos cuantos, nueve, puede que diez, en fin, que murmuran que quizá hagan lo que les dé la gana y al Embozado contigo… señor.

Paran apartó la mirada de los dos guerreros inmóviles del círculo y se encontró con los ojos llorosos del cabo.

—¿Y tú eres su portavoz, Sinsentido?

—¡No! ¡Yo no, señor! Yo no tengo opinión, nunca la tuve. De hecho, nunca la tengo, capitán. No, yo no. Yo solo vengo a decirte lo que pasa con los pelotones, nada más.

—Y ahí están todos, observándonos a ti y a mí sostener esta conversación, que es lo que querían. Hablas por ellos, cabo, te guste o no. Quizás en este caso debería matar al mensajero, aunque solo sea para deshacerme de su estupidez.

La expresión adusta de Sinsentido se nubló.

—Yo no lo intentaría, señor —dijo poco a poco—. Al último capitán que me sacó la espada le rompí el cuello.

Paran alzó una ceja. Que Beru me proteja, subestimo incluso a los verdaderos idiotas de la compañía.

—Intenta mostrar cierta contención esta vez, cabo —dijo—. Vuelve y diles a tus camaradas que no se muevan hasta que yo lo indique. Diles que de ninguna de las maneras vamos a caer sin luchar, pero que intentar largarnos cuando los barghastianos más lo esperan solo hará que muramos más rápido.

—¿Quieres que diga todo eso, señor?

—Con tus propias palabras, si quieres.

Sinsentido suspiró.

—Entonces es fácil. Me voy, capitán.

—Eso, vete, cabo.

Paran volvió a mirar al círculo y vio que Humbrall Taur se había movido y se había colocado justo en medio de los dos contendientes. Si se dirigió a ellos fue con algo breve y por lo bajo, mientras daba un paso atrás y alzaba una vez más el mazo por encima de la cabeza. El redoble de la masa de guerreros se detuvo. Trote empuñó el escudo, echó atrás la pierna izquierda y colocó la espada en posición, en guardia. La postura descuidada del jovencito no cambió, el cuchillo continuaba a un lado, sostenido con desgana.

Humbrall Taur llegó al borde del cerco. Agitó la maza una última vez por encima de la cabeza y después la bajó.

El duelo había empezado.

Trote dio un paso atrás y se inclinó con el borde del escudo justo bajo los ojos. La punta roma de la espada sobresalió un poco cuando el guerrero extendió medio brazo.

El joven giró para mirarlo, el cuchillo que llevaba en la mano hacía movimientos muy ligeros y se mecía como la cabeza de una serpiente. Tras un cambio invisible de peso por parte de Trote, el joven se desplazó con ligereza a la izquierda y la hoja osciló en un movimiento de defensa descuidado y poco entusiasta; con todo, el gran abrasapuentes no se adelantó. Todavía había ocho metros entre ellos.

Cada movimiento que hace el chaval le va diciendo más a Trote, que va llenando el mapa táctico. Con qué reacciona el chico, qué lo hace dudar, tensarse, retirarse. Cada cambio de postura, el juego sobre el suelo y los talones… y Trote todavía no se ha movido.

El jovencito se acercó un poco más, se aproximó en un ángulo que Trote imitó solo con el escudo. Otro paso. La espada del abrasapuentes se deslizó hacia un lado. El muchacho se retiró por un lateral y después se acercó otra vez agudizando el ángulo.

Como un buen soldado de infantería, Trote giró en redondo para volver a plantar los pies y el barghastiano atacó.

Paran lanzó un resoplido cuando la pesadez del abrasapuentes desapareció. Tras anular la ventaja de altura que tenía, Trote recibió el amago de cuchillada desde detrás del escudo, agazapado, y se abalanzó de forma inesperada sobre el ataque alto de la hoja del muchacho. El cuchillo curvo rebotó sin fuerza en el yelmo de Trote y después el pesado escudo redondo se estrelló contra el pecho del chico y lo arrojó hacia atrás.

El joven chocó contra el suelo, resbaló y levantó una nube de polvo cuando tropezó y rodó.

Un idiota habría continuado y solo para encontrarse con la cuchillada del muchacho entre la nube iluminada por el sol, pero Trote se limitó a ponerse cómodo tras el escudo. El joven salió de entre el torbellino de polvo con la cara embadurnada y el cuchillo en ristre. No había perdido la sonrisa.

No es un estilo al que el chaval esté acostumbrado. Trote bien podría estar en primera línea de una falange, hombro con hombro y escudo con escudo con la implacable infantería malazana. Más de una horda barbárica se ha desflorado y hecho pedazos contra ese letal muro humano. Estas Caras Blancas jamás han combatido contra el Imperio.

El ágil barghastiano comenzó una danza rápida y veloz que rodeaba a Trote, entraba levemente y luego volvía a salir, jugaba con el brillo del sol y los destellos sobre el arma y la armadura y levantaba nubes de polvo. El abrasapuentes respondía con simples giros que lo colocaban en uno de los cuatro lados (se había convertido en su propio cuadrado) y se limitaba a esperar; una y otra vez parecía conservar una posición demasiado tiempo antes de cambiar; siempre se desplazaba con pasos bruscos y metódicos de la instrucción de la infantería malazana, como un recluta un poco zoquete. Hacía caso omiso de cada finta, no lo arrastraban los movimientos del muchacho, ni su desequilibrio y torpeza, que eran a su vez ilusorios también.

El círculo de guerreros había empezado a gritar de frustración. Aquel no era un duelo como los que ellos conocían. Trote no le seguía el juego al muchacho. Ahora es un soldado del Imperio y esa es la moraleja de su cuento.

El jovencito lanzó otro ataque, su hoja se desdibujó en una madeja salvaje de fintas, después lanzó una cuchillada baja que buscaba la rodilla derecha del abrasapuentes, la bisagra de la articulación de la armadura. El escudo bajó y apartó el cuchillo. La espada ancha lanzó una cuchillada horizontal en busca de la cabeza del chico. Este se agachó y la hoja curva cayó para lanzar una cuchillada ineficaz hacia la punta de la bota de Trote. El abrasapuentes estrelló el escudo contra la cara del chico.

El joven se tambaleó y empezó a chorrear sangre de su nariz. Con todo, alzó el cuchillo sin vacilar y rodeó el borde del escudo como si siguiera una guía de siseos para hundirse en la bisagra del brazo izquierdo de Trote, el gancho mordió la carne y después atravesó ligamentos y venas.

El malazano bajó de repente la espada ancha y rebanó la mano del cuchillo del chico por la muñeca.

La sangre brotó de los dos guerreros, pero el combate cuerpo a cuerpo no había terminado. Paran observó asombrado la mano izquierda del muchacho, que subió disparada con los dedos rígidos y se metió por debajo de la protección de la barbilla del yelmo de Trote. Se oyó un extraño chasquido seco en la garganta de Trote. El brazo del escudo cayó sin sentido en medio de un mar de sangre, las rodillas cedieron y el abrasapuentes se desplomó.

El último gesto de Trote fue un barrido rápido como un rayo con la espada ancha, un barrido que atravesó el estómago del muchacho. La carne flexible se separó y el jovencito bajó la mirada a tiempo de ver que sus intestinos caían entre un chorro de fluidos. Sufrió una convulsión a su alrededor y se hundió en el suelo.

Trote yacía ante el muchacho moribundo, se agarraba con gestos frenéticos la garganta y daba patadas.

El capitán se abalanzó sobre él, pero uno de sus abrasapuentes fue más rápido, Mantillo, un sanador menor del undécimo pelotón, salió disparado hacia el círculo y cayó junto a Trote. Una pequeña navaja destelló en la mano del soldado cuando se sentó a horcajadas sobre el guerrero que se retorcía y le echó la cabeza hacia atrás para exponer la garganta.

En el nombre del Embozado, pero qué

El caos reinaba por todas partes. El círculo se estaba disolviendo y los guerreros barghastianos se abalanzaban con las armas sacadas, aunque era obvio que no sabían muy bien qué debían hacer con ellas. Paran giró la cabeza de repente y vio a sus abrasapuentes contrayéndose en medio de un círculo de salvajes beligerantes que daban chillidos.

Dioses, se está derrumbando todo.

Un cuerno interrumpió la cacofonía. Todas las cabezas se giraron. Los guerreros senan estaban reafirmando la santidad del círculo, bramaban y apartaban a empujones a los demás hombres y mujeres de las tribus. Humbrall Taur había levantado una vez más su mazo, una exigencia silenciosa pero ineludible de que se restableciera el orden.

Se alzaron voces entre los barghastianos que rodeaban a la compañía de abrasapuentes y el capitán vio las municiones moranthianas sostenidas en alto por las manos de sus soldados. Los barghastianos empezaban a retroceder con las lanzas echadas hacia atrás, listas para lanzarlas.

—¡Abrasapuentes! —gritó Paran mientras se dirigía a grandes zancadas hacia ellos—. ¡Guardad esos malditos trastos! ¡Ahora!

El cuerno sonó por segunda vez.

Se giraron los rostros. Las letales granadas desaparecieron de nuevo bajo las capas de lluvia y los mantos.

—¡Descansen! —gruñó Paran al llegar. En voz más baja les espetó—: ¡Estaos quietos, malditos idiotas! ¡Nadie contaba con un puñetero empate, por el Embozado! No perdáis la cabeza. Cabo Sinsentido, vete con Mantillo y averigua qué hizo con esa navaja, en nombre de Fener, y que te dé las malas noticias sobre Trote; lo sé, lo sé, parecía acabado. Pero el chaval también. Quién sabe, quizá sea cuestión de quién muere primero…

—Capitán —interpuso uno de los sargentos—. Venían a por nosotros, señor, eso es todo. No estábamos planeando nada, estábamos esperando tu señal, señor.

—Me alegro de oír eso. Ahora mantened los ojos abiertos, pero no perdáis la calma mientras yo voy a consultar con Humbrall Taur. —Paran giró en redondo y se dirigió hacia el círculo.

La cara del caudillo barghastiano era de un color ceniciento y su mirada regresaba sin cesar a la pequeña figura que permanecía sumida en una inquietante inmovilidad en el suelo manchado, a poca distancia. Media docena de jefes menores se habían apiñado alrededor de Humbrall y todos y cada uno gritaban para hacerse oír por encima de sus rivales. Taur hacía caso omiso de todos ellos.

Paran se abrió camino entre la multitud. Una mirada a la derecha le mostró a Sinsentido agachado junto a Mantillo. El sanador apretaba con una mano la herida del brazo izquierdo de Trote y parecía susurrar por lo bajo con los ojos cerrados. Un ligero movimiento por parte de Trote reveló que el abrasapuentes seguía vivo. Y además, comprendió el capitán, había dejado de agitar brazos y piernas. Mantillo le había proporcionado algún medio de coger aire. Paran sacudió la cabeza sin poder creérselo. Si a un hombre le aplastas la garganta, se muere. A menos que haya un sanador gran Denul cerca… y Mantillo no lo es, no es más que un físico con un puñado de trucos a su disposición que se las ha arreglado para hacer un milagro

—¡Malazano! —Los ojos pequeños y firmes de Humbrall Taur se habían clavado en Paran. Le hizo un gesto—. Debemos hablar, tú y yo. —Dejó el daru para bramarles algo a los guerreros que lo rodeaban. Los hombres se retiraron con el ceño fruncido y lanzándole miradas venenosas al capitán.

Un momento después, Paran y el caudillo barghastiano se encontraban cara a cara. Humbrall Taur lo estudió un momento antes de hablar.

—Tus guerreros no tienen muy buena opinión de ti. Sangre blanda, es lo que dicen.

Paran se encogió de hombros.

—Son soldados y yo soy su nuevo oficial.

—Son desobedientes. Deberías matar a uno o dos, después los demás te respetarán.

—Mi trabajo es mantenerlos con vida, no matarlos, caudillo.

Humbrall Taur entrecerró los ojos.

—Tu barghastiano luchó a vuestro estilo, como los forasteros. No luchó como pariente nuestro. Veintitrés duelos, mi hijo sin nombre. Sin perder ni uno, sin sufrir una sola herida siquiera. He perdido a alguien de mi sangre, a un gran guerrero.

—Trote sigue vivo —dijo Paran.

—Debería estar muerto. Aplasta la garganta de un hombre y las convulsiones se lo llevan. No debería haber podido girar la espada. Mi hijo sacrificó una mano para matarlo.

—Un esfuerzo valiente, caudillo.

—En vano, al parecer. ¿Afirmas que Trote sobrevivirá a sus heridas?

—No lo sé. Necesito consultar con mi sanador.

—Los espíritus están callados, malazano —dijo Humbrall Taur después de un momento—. Esperan. Como debemos hacer nosotros.

—Tu Consejo de Jefes quizá no esté de acuerdo contigo —comentó Paran.

Taur frunció el ceño.

—Eso es asunto de los barghastianos. Regresa con tu compañía, malazano. Mantenlos con vida… si puedes.

—¿Nuestro destino depende de la supervivencia de Trote, caudillo?

El enorme guerrero le enseñó los dientes.

—No del todo. He terminado contigo, por ahora. —Le dio la espalda al capitán. Los otros jefes volvieron a acercarse.

Paran se apartó un poco, luchó contra un resurgimiento del dolor de estómago y se acercó adonde yacía Trote. Con los ojos puestos en el guerrero barghastiano, se agachó junto al sanador, Mantillo. Entre las clavículas de Trote había un agujero que albergaba un tubo de hueso hueco que silbaba con suavidad cuando el guerrero respiraba. El resto de la garganta estaba arrugada y era una masa de cardenales verdes y azules. El barghastiano tenía los ojos abiertos, conscientes y llenos de dolor.

Mantillo miró al capitán.

—He sanado los vasos y los tendones del brazo —dijo en voz baja—. Creo que no lo perderá. Aunque se le quedará más débil, a menos que Mazo llegue aquí pronto.

Paran señaló el tubo de hueso.

—En el nombre del Embozado, ¿qué diablos es eso, sanador?

—No es tan fácil jugar con las sendas ahora mismo, señor. Además, yo no soy tan bueno como para arreglar algo así. Es un truco de físico, lo aprendí de Bullit cuando estuve en el Sexto Ejército; ese siempre estaba buscando formas de hacer cosas sin magia, porque nunca era capaz de encontrar su senda cuando se calentaba el ambiente.

—Parece… temporal.

—Sí, capitán. Necesitamos a Mazo. Y pronto.

—Fuiste muy rápido, Mantillo —dijo Paran mientras se levantaba—. Bien hecho.

—Gracias, señor.

—Cabo Sinsentido.

—¿Capitán?

—Que bajen aquí unos soldados. No quiero que ningún barghastiano se acerque demasiado a Trote. Cuando Mantillo os lo diga, llevadlo a nuestro campamento.

—Sí, señor.

Paran observó al soldado que se escabullía a toda prisa y después miró al sur y examinó el cielo.

—¡Por el aliento del Embozado! —murmuró con tono aliviado y quejumbroso.

Mantillo se levantó.

—Así que mandaste a Torzal a buscarlos, ¿eh, señor? Mira, lleva un pasajero. Seguramente Ben el Rápido, aunque…

Paran sonrió poco a poco, entrecerró los ojos y observó la distante mota negra que se dibujaba sobre la cordillera.

—No si Torzal siguió mis órdenes, sanador.

Mantillo lo miró.

—Mazo. Por la pezuña de Fener, eso sí que es una buena jugada, capitán.

Paran se encontró con la mirada del sanador.

—Nadie muere en esta misión, Mantillo.

El veterano asintió poco a poco y después se arrodilló otra vez para atender a Trote.

Rapiña estudió al mago mientras subían penosamente otra ladera más cubierta de hierba.

—¿Quieres que busquemos a alguien para que te lleve, mago?

Ben el Rápido se secó el sudor de la frente y sacudió la cabeza.

—No, ya estoy mejor. Hay gran densidad de espíritus barghastianos por aquí, cada vez más. Se están resistiendo a la infección. Todo irá bien, cabo.

—Si tú lo dices, solo que a mí no me parece que tengas muy buena cara.

Y que conste que me quedo corta.

—La senda del Embozado nunca es un paseo por el parque.

—Eso son malas noticias, mago. ¿Qué podemos esperar entonces?

Ben el Rápido no dijo nada.

Rapiña frunció el ceño.

—Tan mal están las cosas, ¿eh? Bueno, estupendo. Espera a que se entere Azogue.

El mago consiguió esbozar una sonrisa.

—Le dices las cosas solo para verlo retorcerse, ¿verdad?

—Claro. El pelotón necesita entretenerse, ¿no?

La cima reveló otro grupo más de pequeños montones de piedras repartidos por aquella explanada erosionada por los elementos. Unos pájaros diminutos, grises y de patas largas, se apartaban a saltitos del camino de los soldados. No se desperdiciaban palabras, el calor era opresivo y quedaba medio día de luz. Las moscas zumbaban y mantenían el ritmo.

El pelotón no había visto a nadie desde la visita de Torzal al amanecer. Sabían que a esas alturas el duelo ya habría tenido lugar, pero no sabían nada del resultado. Por el Embozado, podríamos ir de camino a nuestra propia ejecución. Eje y Ben el Rápido eran prácticamente inútiles, no podían ni querían poner a prueba el sabor de sus sendas, pálidos, temblorosos e inaccesibles. Seto tenía la mandíbula demasiado hinchada como para poder hacer algo más que soltar unos cuantos gruñidos, pero las miradas que le lanzaba a la espalda de Detoran, que caminaba en cabeza, insinuaban planes de una venganza asesina. Mezcla estaba explorando por delante, o por detrás, o quizás a mi maldita sombra, por el Embozado; Rapiña echó un vistazo por encima del hombro para comprobarlo, pero la mujer no estaba allí. Azogue, que cerraba la marcha, mantenía una conversación privada consigo mismo y sus incesantes murmullos eran el acompañamiento constante de los zumbidos de las moscas.

El paisaje no albergaba vida alguna más allá de las hierbas que cubrían las colinas y los árboles atrofiados visibles de vez en cuando en los valles, donde los arroyos estacionales acumulaban agua bajo el suelo. En el cielo no había ni una sola nube, ni un pájaro a la vista que estropeara aquella inmensidad azul. Muy lejos, al norte y el este, se alzaban los picos blancos de la cordillera Barghastiana, irregulares en su juventud e imponentes.

Según los cálculos de Torzal, la reunión barghastiana se celebraba en un valle a unas cuatro leguas al norte. Llegarían antes del atardecer si todo iba bien.

Ben el Rápido caminaba a su lado y dio voz a un suave gruñido, la cabo se giró a tiempo de descubrir una veintena de manos sucias que se cerraban alrededor de las piernas del mago. La tierra parecía soltar espuma bajo las botas de Ben el Rápido y después la mujer vio que lo arrastraban al suelo dedos huesudos, manchados, que se aferraban a él y tironeaban, antebrazos nudosos que surgían del suelo para envolver la forma del mago, que hacía esfuerzos por liberarse.

—¡Ben! —bramó Rapiña lanzándose hacia él. El mago le tendió la mano con una mirada de asombro aturdido cuando el suelo se alzó y le rodeó la cintura. Se acercaron gritos y zancadas pesadas. La mano de Rapiña atrapó la muñeca del mago.

La tierra se hinchó hasta cubrirle el pecho. Reaparecieron las manos para agarrar el brazo derecho de Ben el Rápido y llevárselo al subsuelo.

Los ojos de la cabo se encontraron con los del mago y este sacudió la cabeza.

—Suéltame, cabo…

—Estás loco…

—Ahora, antes de que consigas que me arranque el brazo… —El hombro derecho del hombre desapareció bajo el suelo de un tirón.

Apareció Eje, se abalanzó sobre Ben el Rápido y le envolvió el cuello con un brazo.

—¡Suéltalo! —chilló Rapiña al tiempo que soltaba la muñeca del mago.

Eje se la quedó mirando.

—¿Qué?

—¡Suéltalo, maldita sea!

El mago del pelotón le soltó el cuello al otro y se apartó con una maldición.

Azogue irrumpió entre ellos con la pala de asa corta ya en las manos cuando la cabeza de Ben el Rápido desapareció bajo el suelo. La tierra empezó a volar.

—Con calma, sargento —le soltó Rapiña—. ¡Vas a terminar arrancándole la maldita coronilla!

El sargento se la quedó mirando y después dio un salto hacia atrás como si estuviera pisando carbones ardientes.

—¡Por el Embozado! —Levantó la pala y miró la hoja con los ojos entrecerrados—. ¡No veo sangre! ¿Alguien ve sangre? O… ¡dioses! ¡Pelo! ¿Eso es pelo? Oh, reina de los Sueños…

—No es pelo —gruñó Eje mientras le quitaba a Azogue la pala de las manos—. ¡Son raíces, idiota! Ya lo tienen. Tienen a Ben el Rápido.

—¿Quién lo tiene? —quiso saber Rapiña.

—Espíritus barghastianos. ¡Una horda entera de ellos! ¡Nos tendieron una emboscada!

—¿Y qué hay de ti, entonces? —preguntó la cabo.

—Supongo que yo no soy lo bastante peligroso. Al menos —volvió la cabeza de golpe y miró a su alrededor—, espero que no. ¡Tengo que salir de este maldito túmulo, eso es lo que tengo que hacer!

Rapiña lo observó escabullirse.

—Seto, échale un ojo, ¿quieres?

El zapador de la cara hinchada asintió y salió con paso cansino detrás de Eje.

—¿Y ahora qué hacemos? —siseó Azogue con el bigote crispado.

—Esperamos una campanada o dos y si para entonces el mago no se has arreglado para salir de ahí, continuamos.

El sargento abrió mucho los ojos azules.

—¿Lo dejamos? —susurró.

—O eso o arrasamos esta maldita colina. Y de todos modos no íbamos a dar con él, lo han metido en su senda. Está aquí, pero no está aquí, si sabes a lo que me refiero. Quizá, cuando Eje se centre un poco, pueda hacer algún sondeo.

—Sabía que Ben el Rápido solo nos iba a meter en líos —murmuró Azogue—. No se puede contar con los magos para nada. Tienes razón, ¿qué sentido tiene esperar aquí? Pero si son una puñetera panda de inútiles. Vamos a recoger y larguémonos de aquí.

—No pasa nada por esperar un poco —dijo Rapiña.

—Sí, seguramente es una buena idea.

La cabo le lanzó una mirada y después apartó los ojos con un suspiro.

—No nos vendría mal algo de comer. Quizá podrías hacernos algo especial, sargento.

—Tengo dátiles secos y frutos del árbol del pan, y unas sanguijuelas ahumadas de ese mercado del sur de Pale.

La mujer hizo una mueca.

—Suena bien.

—Ahora mismo me pongo.

Azogue se escabulló de inmediato.

Dioses, Azogue, estás perdiendo los papeles a toda velocidad. ¿Y qué hay de mí? Alguien menciona dátiles y sanguijuelas y a mí se me hace la boca agua

Las canoas de proas altas yacían pudriéndose en la marisma, las cuerdas que colgaban entre ellas y los cercanos troncos de cedro estaban recubiertos de musgo. Se veían docenas de botes. Fardos jorobados repletos de mercancías yacían en pequeñas colinas, envueltos en grueso moho al que le salían hongos y champiñones. La luz era pálida, un tanto amarillenta. Ben el Rápido, chorreando cieno, se irguió con esfuerzo y escupió agua sucia, después se levantó poco a poco y echó un vistazo a su alrededor.

No se veía a sus atacantes por ningún lado. Los insectos revoloteaban por el aire con una falta de prisa muy poco entusiasta. Las ranas croaban y el ruido del agua era constante. Había un leve olor a sal en el aire. Estoy en una senda muerta hace ya mucho tiempo, putrefacta por la pérdida de recuerdos mortales. Los barghastianos vivos no saben nada de este sitio y, sin embargo, es adonde van sus muertos, suponiendo que lleguen hasta aquí.

—De acuerdo —dijo, su voz sonaba extrañamente apagada por aquel ambiente hinchado—. Ya estoy aquí. ¿Qué queréis?

Lo alertó un movimiento entre las brumas. Aparecieron unas figuras que se acercaron con vacilación, hundidas hasta las rodillas en aquel remolino de agua negra. El mago entrecerró los ojos. Esas criaturas no eran los barghastianos que conocía del reino mortal. Más achaparrados, más anchos, de huesos robustos, eran una mezcla de imass y toblakai. Dioses, ¿pero cuántos años tiene este sitio? Unas frentes bajas y encapotadas ocultaban unos ojos pequeños y relucientes en la oscuridad. Unas tiras negras de cuero se abrían paso con suturas hasta las mejillas demacradas y pasaban por las mandíbulas sin vello, donde se ataban alrededor de unos huesos largos y pequeños que corrían paralelos a la mandíbula. El pelo negro les caía en toscas trenzas separadas por la raya al medio. Los hombres y las mujeres que empezaban a rodear a Ben el Rápido iban todos y cada uno vestidos con pieles de foca ceñidas decoradas con huesos, cuernas y conchas. Unos cuchillos largos de hoja fina les colgaban de las caderas. Unos cuantos varones llevaban lanzas con pinchos que parecían hechas solo de hueso.

Una figura más pequeña se subió de un salto a un tocón podrido de cedro que había justo delante de Ben el Rápido, un bulto con forma de hombre hecho de palos y cuerda y con una cabeza de bellota.

El mago asintió.

—Talamandas. Creí que ibas a regresar con el clan de las Caras Blancas.

—Y eso hice, mago, gracias solo a tu astucia.

—Tienes una forma muy rara de mostrar gratitud, viejo. —Ben el Rápido miró a su alrededor—. ¿Dónde estamos?

—El primer desembarco. Aquí aguardan los guerreros que no sobrevivieron al final del viaje. Nuestra flota era inmensa, mago; sin embargo, cuando terminó la travesía, la mitad de las canoas albergaban solo cadáveres. Habíamos cruzado un océano sumidos en una incesante batalla.

—¿Y los barghastianos muertos dónde van ahora?

—A ninguna parte y a todas. Están perdidos. Hechicero, vuestro aspirante ha matado al paladín de Humbrall Taur. Los espíritus han contenido el aliento y no se mueven, pues todavía es posible que ese hombre muera.

Ben el Rápido se estremeció. Se quedó callado un momento y después habló.

—¿Y si muere?

—Vuestros soldados morirán. Humbrall Taur no tiene elección. Se enfrenta a una guerra civil. Los propios espíritus perderán su unidad. Seríais una distracción demasiado grande, una fuente de mayor división. Pero no es por eso por lo que he hecho que te traigan aquí. —El pequeño monigote señaló con un gesto las figuras que permanecían en silencio tras él—. Estos son los guerreros. El ejército. Sin embargo… nuestros caudillos no se hallan entre nosotros. Los espíritus fundadores se perdieron hace mucho tiempo. Mago, un vástago de Humbrall Taur los ha encontrado. ¡Los ha encontrado!

—Pero hay un problema.

Talamandas pareció hundirse.

—Así es. Están atrapados… en la ciudad de Capustan.

Las implicaciones se abrieron paso poco a poco por la mente del hechicero.

—¿Lo sabe Humbrall Taur?

—No lo sabe. Me expulsaron de allí sus cargadores. Los espíritus más antiguos no son bienvenidos. Solo se permite la presencia de los más jóvenes porque no tienen mucho poder. Su don es la comodidad y la comodidad ha llegado a significar mucho entre los barghastianos. No siempre fue así. Ves ante ti un panteón dividido y el cisma inmenso que nos separa es el tiempo, y la pérdida de la memoria. Somos desconocidos para nuestros hijos; no quieren escuchar nuestra sabiduría y temen nuestro potencial de poder.

—¿Esperaba Humbrall Taur que su hijo encontrara esos espíritus fundadores?

—Asume un grave riesgo, pero sabe que los clanes de las Caras Blancas son vulnerables. Los espíritus jóvenes son demasiado débiles para resistirse al Dominio Painita. Serán esclavizados o destruidos. Cuando les arranquen la comodidad, todo lo que se revelará será la debilidad de la fe y la ausencia de fuerza. Los ejércitos del Dominio aplastarán a los clanes. Humbrall Taur extiende el brazo en busca de poder, pero tantea a ciegas.

—Y cuando le diga que han encontrado los antiguos espíritus… ¿me creerá?

—Eres nuestra única esperanza. Debes convencerlo.

—Te liberé de las protecciones —dijo Ben el Rápido.

—¿Qué pides a cambio?

—Trote tiene que sobrevivir a sus heridas. Debe ser reconocido como paladín para que pueda ocupar su lugar legítimo en el Consejo de Jefes. Necesitamos contar con una posición de fuerza, Talamandas.

—No puedo regresar a las tribus, hechicero. Solo conseguiré que me echen otra vez.

—¿Puedes canalizar tu poder a través de un mortal?

El monigote ladeó lentamente la cabeza.

—Verás, tenemos un sanador Denul, pero, al igual que yo, tiene problemas para utilizar su senda. El veneno painita…

—Para que se le haga obsequio de nuestro poder —dijo Talamandas— hay que traerlo a esta senda, a este lugar.

—Bueno —dijo Ben el Rápido—, ¿por qué no encontramos una forma de hacerlo?

Talamandas se giró poco a poco para examinar a sus espíritus. Después de un momento volvió a mirar al hechicero.

—De acuerdo.

Una jabalina perdida dibujó un arco hacia Torzal cuando el moranthiano negro y su pasajero comenzaron el descenso. El quorl salió disparado hacia un lado y después cayó con rapidez hacia el círculo. Risas y maldiciones se alzaron entre los guerreros reunidos, pero no se hicieron más gestos.

Paran le lanzó una última mirada al pelotón que hacía guardia alrededor de Trote y Mantillo y después echó una carrera hacia donde desmontaban Torzal y un Mazo lleno de ampollas entre desafíos y armas amenazantes.

—¡Abrid paso, malditos seáis! —bramó el capitán al tiempo que apartaba a un nativo senan de un empujón y se acercaba. El hombre se incorporó con un gruñido y después le mostró al capitán los dientes afilados a modo de desafío. Paran no le hizo caso. Cinco zancadas y varios empujones después, llegó junto a Torzal y Mazo.

El sanador había abierto mucho los ojos, alarmado.

—Capitán…

—Sí, se están calentando las cosas, Mazo. Ven conmigo. Torzal, más valdría que salieras de aquí como una flecha, ¡por el abismo!

—De acuerdo. Regreso con el pelotón del sargento Azogue. ¿Qué ha ocurrido?

—Trote ganó la batalla, pero puede que pierda la guerra. Venga, vete ya, antes de que se hagan un pincho moruno contigo.

—Sí, capitán.

Paran cogió al sanador por un brazo, dio media vuelta y empezó a abrirse paso entre la multitud.

—Trote te necesita —le dijo mientras caminaba—. Está mal. Tiene la garganta aplastada…

—En el nombre del Embozado, ¿cómo es que sigue vivo?

—Mantillo le abrió un agujero encima de los pulmones y el cabrón respira por ahí.

Mazo frunció el ceño y después asintió.

—Muy listo. Pero, capitán, puede que no te sea de mucha utilidad, a ti o a Trote…

Paran giró la cabeza de golpe.

—Pues más te vale serlo. Si él muere, nosotros también…

—Mi senda…

—Déjate de excusas y cura a ese hombre, ¡maldito seas!

—Sí, señor, pero solo para que lo sepas, es muy probable que la operación me mate.

—¡Por los huevos de Fener!

—Es un trato justo, señor. Hasta yo lo sé. No te preocupes, curaré a Trote… Saldréis todos de esta y eso es lo que único que importa.

Paran se detuvo. Cerró los ojos y luchó contra las oleadas de dolor que sentía de repente en el estómago.

—Como tú digas, Mazo —dijo entre dientes.

—Sinsentido nos está haciendo señas…

—Sí, adelante, vete tú, sanador.

—Sí, señor.

Mazo se soltó del capitán y se dirigió al pelotón. Paran se obligó a abrir los ojos.

Mira al muy cabrón. Ni una sola vacilación. Ni parpadea al contemplar su destino. ¿Quién… qué son estos soldados?

Mazo apartó a Mantillo y se arrodilló junto a Trote, se encontró con la mirada dura del guerrero y extendió una mano.

—¡Mazo! —siseó Mantillo—. Tu senda…

—Cállate —dijo Mazo. Cerró los ojos y tocó con los dedos la garganta hundida y mutilada.

Abrió su senda y su mente chilló cuando una oleada virulenta de poder penetró en él. Sintió que se le hinchaba la carne, que se le partía, oyó el chorro de sangre y el grito espantado de Mantillo. Después, el mundo físico se desvaneció en medio de un mar agitado de dolor.

¡Encuentra la senda, maldita sea! El camino de la curación, la vena del orden… ¡Dioses! No pierdas la cordura, sanador. Aguanta

Pero sintió que le arrancaban la cordura, que algo la devoraba. Estaban haciendo pedazos su verdadero yo delante de sus narices y él no podía hacer nada. Recurrió a ese núcleo de salud que había en el fondo de su alma, se sirvió de su poder, sintió cómo se derramaba entre las yemas de sus dedos hasta alcanzar el cartílago destrozado de la garganta de Trote. Pero el núcleo empezó a disolverse…

Unas manos lo agarraron, tiraron de él, un nuevo asalto. Su espíritu luchó e intentó apartarse. Los gritos lo envolvieron desde todos lados, como si se estuvieran destruyendo un sinfín de almas. Las manos se apartaron de sus miembros, pero las sustituyeron otras nuevas. Lo estaban arrastrando, su mente se rendía a la determinación salvaje de esas manos que se aferraban a él y lo arañaban.

Una calma repentina. Mazo se encontró arrodillado en un estanque fétido, envuelto en silencio. Después se alzó un murmullo a su alrededor. Levantó la cabeza.

Quítanoslo a nosotros, susurraron mil voces al unísono. Toma nuestro poder. Regresa a tu lugar y usa todo lo que te damos. Pero date prisa, el camino que hemos trazado es costoso… muy costoso

Mazo se abrió al poder que giraba a su alrededor. No tenía alternativa. Estaba indefenso ante sus exigencias. Sus miembros, su cuerpo, parecía arcilla húmeda recién moldeada. De los huesos hacia fuera, algo estaba reuniendo de nuevo su alma hecha pedazos.

Se irguió con una sacudida, se dio la vuelta y empezó a caminar. Sentía el suelo desigual que cedía bajo sus pies. No miró abajo, se limitó a continuar. La senda Denul lo rodeaba, salvaje y mortal, pero a la vez se contenía ante él. Incapaz de reclamar su alma, el veneno aullaba.

Mazo pudo sentir los dedos una vez más, todavía apretados contra la garganta rota de su amigo y, sin embargo, en su mente seguía caminando. Paso a paso, empujado de forma inexorable. Este es el viaje que me lleva a mi carne. ¿Quién ha hecho esto por mí? ¿Por qué?

La senda empezó a atenuarse a su alrededor. Ya casi estaba en casa. Mazo bajó la cabeza y vio lo que sabía que vería. Caminaba sobre una alfombra de cadáveres, el camino que atravesaba el horror envenenado de su senda. Costoso, tan costoso…

El sanador abrió los ojos con un parpadeo. Bajo sus dedos había piel magullada, pero nada más. Parpadeó para espantar el sudor y miró a Trote a los ojos.

Dos caminos, al parecer. Uno para mí y otro para ti, amigo mío.

El barghastiano levantó con gesto débil el brazo derecho. Mazo lo sujetó con una mano de hierro.

—Has vuelto —susurró el sanador—, maldito cabrón de los dientes de tiburón.

—¿Quién? —croó Trote, la piel que le rodeaba los ojos se tensó por el esfuerzo—. ¿Quién pagó?

Mazo sacudió la cabeza.

—No lo sé. Yo no.

Los ojos del barghastiano se posaron un momento en la piel partida y ensangrentada de los brazos del sanador.

Mazo volvió a sacudir la cabeza.

—Yo no, Trote.

Paran no podía moverse, no se atrevía a acercarse más. Lo único que distinguía era un tropel de soldados alrededor del cuerpo postrado de Trote y la figura arrodillada de Mazo. Que los dioses me perdonen, le he ordenado a ese sanador que se suicide. Si este es el verdadero rostro del mando, entonces es la sonrisa de una calavera y yo no lo quiero. Se acabó, Paran, tú no puedes asumir esta vida, tomar estas decisiones, eres incapaz. ¿Quién eres tú para comparar el valor de dos vidas? ¿Para calcular el valor de alguien, para medir la carne por libras? No, esto es una pesadilla. Se acabó.

Mantillo apareció tambaleándose y giró para mirar al capitán. El hombre tenía la cara pálida y los ojos muy abiertos. Se acercó tropezando.

No, no me digas nada. Vete, maldito seas.

—¿Qué es lo que hay, sanador?

—Va… todo va bien, capitán. Trote saldrá de esta…

—¿Y Mazo?

—Heridas superficiales, yo me ocuparé de eso, señor. Vive… no me preguntes cómo…

—Déjame, Mantillo.

—¿Señor?

—Vete. Vuelve con Mazo. Quítate de mi vista.

Paran le dio la espalda al hombre y lo oyó escabullirse. El capitán cerró los ojos y esperó a que se reanudara la agonía de sus tripas, que se alzaran de nuevo como un puño de fuego. Pero en su interior todo era calma. Se secó los ojos y respiró hondo. No muere nadie. Vamos a salir todos de aquí. Será mejor que se lo diga a Humbrall Taur. Trote ha vencido… ¡y al Embozado con todos los demás!

A doce metros de él, Mantillo y Sinsentido se habían agachado y observaron que la espalda del capitán se erguía, observaron que Paran se ajustaba el cinturón de la espada y lo observaron mientras accedía sin prisa a la tienda de mando de Humbrall Taur.

—Es duro, el muy cabrón —murmuró el sanador.

—Frío como un invierno jaghut —dijo Sinsentido con el rostro crispado—. Mazo pareció hombre muerto durante un rato.

—Durante un rato casi lo estuvo, maldita sea.

Los dos hombres se quedaron callados, después Mantillo se inclinó hacia un lado y escupió.

—Puede que el capitán lo consiga, después de todo —dijo.

—Sí —dijo Sinsentido—. Es posible.

—¡Eh! —gritó uno de los soldados que tenían cerca—. ¡Mirad ese pico! ¿Esa no es Detoran? Y ahí está Eje, ¡llevan a alguien entre los dos!

—Será Ben el Rápido —dijo Mantillo mientras se erguía—. Habrá estado jugando demasiado tiempo en sus sendas. Será idiota.

—Magos —se burló Sinsentido—. ¿Pero quién necesita a esos vagos? Serán cabrones…

—Magos, ¿eh? ¿Y qué hay de los sanadores, cabo?

El largo rostro del hombre se alargó de repente todavía más y se quedó con la boca abierta.

—Eh, bueno, los sanadores están bien, Mantillo. Muy bien, joder. Yo me refería a brujos, hechiceros y demás…

—Déjalo, anda, antes de que digas una auténtica estupidez, Sinsentido. Bueno, ya estamos todos aquí. Me pregunto qué nos harán estas Caras Blancas.

—¡Pero si ganó Trote!

—¿Y?

El cabo se quedó con la boca abierta por segunda vez.

El humo de la hoguera llenaba la tienda de cuero de Humbrall Taur. El enorme caudillo se encontraba solo y le daba la espalda a la hoguera redonda. El fuego dibujaba su silueta junto al hogar.

—¿Qué tienes que decirme? —dijo con voz profunda cuando Paran dejó caer tras él la solapa de cuero.

—Trote vive. Y reclama de nuevo el liderato que le corresponde.

—Pero no tiene tribu…

—Tiene una tribu, caudillo. Treinta y ocho abrasapuentes. Te lo demostró con el estilo que escogió para el duelo.

—Sé lo que nos mostró…

—¿Pero quién lo entendió?

—Yo, y eso es lo único que importa.

Se produjo un silencio. Paran estudió la tienda y su escaso contenido, buscaba pistas sobre la naturaleza del guerrero que se alzaba delante de él. El suelo estaba cubierto de pieles de bhederin. Media docena de lanzas yacían en un lado, una de ellas partida. Un único cofre de madera tallado a partir de un solo tronco, lo bastante grande para contener tres cadáveres estirados uno encima de otro, dominaba la pared contraria. La tapa estaba abierta y mostraba en el interior un enorme mecanismo de cierre de una gran complejidad. Un caos rebelde de mantas corría paralelo al cofre, era evidente que allí dormía Taur. Monedas, cosidas a las paredes de cuero, resplandecían con un brillo mortecino por todos lados, y del techo cónico colgaban más monedas como borlas, estas ennegrecidas por años de humo.

—Has perdido el mando, capitán.

Paran parpadeó y miró los ojos oscuros del caudillo.

—Es un alivio —dijo.

—Nunca admitas que no quieres gobernar, malazano. Lo que temes en ti mismo nublará tu juicio sobre todo lo que haga tu sucesor. Tu temor te cegará tanto que no sabrás reconocer ni su sabiduría ni su estupidez. Trote nunca ha sido comandante, lo vi en sus ojos la primera vez que salió de entre tus filas. Ahora debes vigilarlo. Con una visión clara. —El hombre se giró y se acercó al cofre—. Tengo hidromiel. Bebe conmigo.

Dioses, mi estómago

—Gracias, caudillo.

Humbrall Taur sacó del cofre una jarra de barro y dos tazas de madera. Destapó la jarra, la olisqueó con vacilación y después asintió y sirvió la bebida.

—Esperaremos un día más —dijo—. Después me dirigiré a los clanes. Trote tendrá permiso para hablar, se ha ganado un lugar entre los jefes. Pero te digo ya una cosa, capitán. —Le pasó a Paran una taza—. No marcharemos sobre Capustan. A esa gente no le debemos nada. Cada año perdemos a más jóvenes a manos de esa ciudad, de su forma de vida. Sus mercaderes llegan entre nosotros sin nada de valor, con la osadía de hacer reclamaciones y ofrecimientos, y serían capaces de desnudar a mi pueblo si pudieran.

Paran dio un sorbo a la embriagadora hidromiel y sintió que le quemaba la garganta.

—Tu verdadero enemigo no es Capustan, caudillo…

—El Dominio Painita nos declarará la guerra. Lo sé, malazano. Tomarán Capustan y la usarán para llevar sus ejércitos hasta nuestras propias fronteras. Y entonces marcharán sobre nosotros…

—Si ya lo sabes, entonces por qué…

—Veintisiete tribus, capitán Paran. —Humbrall Taur se terminó la taza y después se limpió la boca—. De ellas, solo ocho jefes me apoyan. No son suficientes. Los necesito a todos. Dime, tu nuevo jefe, ¿puede convencer solo con palabras?

Paran hizo una mueca.

—No lo sé. Pocas veces las usa. Claro que, hasta ahora, no ha tenido mucha necesidad de usarlas. Ya veremos mañana, supongo.

—Tus Abrasapuentes siguen corriendo peligro.

El capitán se puso rígido y estudió el denso vino con miel que tenía en la taza.

—¿Por qué? —preguntó después de un momento.

—Los barahn, los gilk, los ahkrata, todos están unidos contra vosotros. Incluso ahora hacen correr rumores sobre vuestra doblez. Vuestros sanadores son nigromantes, están realizando un ritual de resurrección para devolverle la vida a Trote. Las Caras Blancas no aprecian a los malazanos. Sois aliados de los moranthianos. Conquistasteis el norte, ¿cuánto tardaréis en volver vuestras ávidas miradas hacia nosotros? Sois el oso de las llanuras que tenemos a nuestro lado y que nos incita a entablar combate con el tigre del sur. Un cazador siempre sabe lo que piensa un tigre, pero nunca lo que piensa un oso de las llanuras.

—Así que, al parecer, nuestro destino sigue pendiendo de un hilo —dijo Paran.

—Veremos cuando llegue la mañana —dijo Humbrall Taur.

El capitán se terminó la taza y la dejó en el borde del cofre. Empezaban a encenderse brasas en su estómago. Tras la empalagosa hidromiel que le entumecía la lengua, sentía el sabor de la sangre.

—Debo ocuparme de mis soldados —dijo.

—Dales esta noche, capitán.

Paran asintió y después salió de la tienda.

A ocho metros de la tienda lo esperaban Rapiña y Mezcla. El capitán frunció el ceño cuando se acercaron las dos mujeres a toda prisa.

—Más buenas noticias, supongo —gruñó por lo bajo.

—Capitán.

—¿Qué pasa, cabo?

Rapiña parpadeó.

—Bueno, eh, pues que hemos llegado. Pensé que debería informar…

—¿Dónde está Azogue?

—No se encuentra muy bien, señor.

—¿Algo que comió?

Mezcla esbozó una gran sonrisa.

—Esa es muy buena. Algo que comió…

—Capitán —interpuso Rapiña a toda prisa mientras le lanzaba a Mezcla una mirada de advertencia—. Perdimos a Ben el Rápido durante un tiempo y después lo recuperamos, solo que no se ha despertado. A Eje le parece que es una especie de conmoción. Lo metieron en las sendas barghastianas…

Paran se sobresaltó.

—¿Que le pasó qué? Llévame con él. Mezcla, ve a buscar a Mazo y que se reúna con nosotros, ¡paso ligero! ¿Y bien, Rapiña? ¿Por qué te quedas ahí parada? Tú delante.

—Sí, señor.

El séptimo pelotón había dejado caer su equipo en el campamento de los Abrasapuentes. Detoran y Seto estaban desplegando tiendas, los observaba con gesto malhumorado un Azogue pálido y tembloroso. Eje estaba sentado detrás de Ben el Rápido, se peinaba con los dedos y aire ausente la destrozada camisa de pelo mientras miraba con el ceño fruncido al mago inconsciente. El moranthiano negro, Torzal, no se había alejado mucho. Los soldados de los otros pelotones se habían sentado con sus respectivos grupos, observaban a los recién llegados, pero no se acercaban más.

Paran siguió a la cabo hasta que se reunió con Eje y Ben el Rápido. El capitán le echó un vistazo a los pelotones.

—¿Qué les pasa? —se preguntó en voz alta.

Rapiña lanzó un gruñido.

—¿Ves la cara hinchada de Seto? Detoran está de mala leche, señor. A todos nos parece que le gusta el pobre zapador.

—¿Y le ha mostrado su afecto dándole la gran paliza?

—Es una tipa dura, señor.

El capitán suspiró y guio a Eje a un lado mientras se agachaba para estudiar a Ben el Rápido.

—Dime lo que pasó, Eje. Rapiña habló de una senda barghastiana.

—Sí, señor. Bueno, es lo que supongo. Estábamos cruzando un túmulo…

—Ah, muy inteligente —soltó de repente Paran.

El mago agachó la cabeza.

—Sí, bueno, no era el primero que cruzábamos y todos los demás estaban dormidos. Pero bueno, los espíritus levantaron los brazos, cogieron a Ben, lo arrastraron y desapareció. Esperamos un rato. Después lo volvieron a escupir y ya estaba así. Capitán, las sendas se han deteriorado y tienen muy mala pinta. Ben dijo que eran los painitas, solo que no los painitas de verdad, sino el poder que se oculta tras ellos. Dijo que estábamos todos metidos en un lío.

Se oyeron unos pasos, Paran se volvió y vio acercarse a Mazo y Mezcla. Tras ellos llegaba Trote. Entre los otros pelotones se alzaron unos cuantos vítores confusos e irónicos seguidos de una estruendosa pedorreta. Trote les enseñó los dientes y cambió de dirección. Una figura se levantó de un salto como un conejo. La sonrisa del barghastiano se ensanchó.

—Vuelve aquí, Trote —le ordenó Paran—, tenemos que hablar.

El enorme guerrero se encogió de hombros, giró en redondo y volvió a acercarse.

Mazo se apoyó con fuerza en el hombro de Paran cuando se arrodilló.

—Perdona, capitán —dijo con un jadeo—. No me encuentro muy bien.

—No te pediré que vuelvas a usar tu senda, sanador —dijo Paran—. Pero necesito despierto a Ben el Rápido. ¿Alguna sugerencia?

Mazo miró al hechicero con los ojos entrecerrados.

—No he dicho que estuviera debilitado, señor, solo que no me encuentro muy bien. Tuve ayuda para sanar a Trote. Espíritus, creo. Quizá barghastianos. Me pusieron en forma, no sé cómo, quién lo sabe, y el Embozado es consciente de que precisaba una ayudita para recuperarme. En definitiva, que es como si tuviera las piernas de otro, los brazos de otro… —Estiró una mano y la apoyó en la frente de Ben el Rápido, después gruñó—. Ya vuelve. Es una hechicería protectora lo que lo tiene dormido.

—¿Puedes acelerar las cosas?

—Claro. —El sanador le dio una bofetada al hechicero.

Los ojos de Ben el Rápido se abrieron de repente.

—Ay. Serás cabrón, Mazo.

—Deja de quejarte, Ben. El capitán quiere hablar contigo.

Los ojos oscuros del hechicero giraron y se clavaron en Paran, después, cerniéndose sobre el hombro del capitán, en Trote. Ben el Rápido esbozó una gran sonrisa.

—Me debéis una. Todos.

—Ni caso —le dijo Mazo a Paran—. Siempre dice lo mismo. Dioses, menudo ego. Si Whiskeyjack estuviera aquí, ya te habría dado una colleja, mago, y yo estoy tentado a ocupar su lugar.

—Ni se te ocurra. —Ben el Rápido se sentó poco a poco—. ¿Cuál es la situación por aquí?

—Seguimos con la cabeza en el tajo —dijo Paran en voz baja—. No hemos hecho ningún amigo y nuestros enemigos son cada vez más osados. El liderato de Humbrall Taur es frágil y lo asume. El hecho de que Trote matara a su hijo predilecto no nos ha ayudado tampoco. Con todo, el caudillo está de nuestro lado. Más o menos. Quizá Capustan le importe un bledo, pero sabe la amenaza que representa el Dominio Painita.

—Así que Capustan le da igual, ¿eh? —Ben el Rápido sonrió—. Esa actitud la puedo cambiar yo. Mazo, ¿tienes compañía en ese cuerpo tuyo?

El sanador parpadeó un momento.

—¿Qué?

—¿No te sientes raro?

—Bueno…

—Eso es lo que dice —lo interrumpió Paran—. ¿Qué sabes tú?

—Pues todo. Capitán, tenemos que ir a ver a Humbrall Taur. Los tres, no, los cuatro; tú también, Trote. Por el Embozado, vamos a llevarnos también a Torzal, sabe mucho más de lo que finge saber y quizá no pueda ver esa sonrisa, moranthiano, pero sé que está ahí. Eje, esa camisa de pelo apesta. Lárgate antes de que me ponga a vomitar.

—Menuda gratitud por protegerte el pellejo —murmuró Eje mientras se apartaba.

Paran se irguió y posó la mirada en la tienda de Humbrall Taur.

—Muy bien, allá vamos otra vez.

Se acercaba la puesta de sol y la penumbra se extendía por todo el valle. Los barghastianos habían reanudado sus bailes salvajes y sus duelos crueles con una intensidad casi febril. A veinticinco metros de la tienda de Humbrall Taur, sentada entre piezas desechadas de armadura, Rapiña frunció el ceño.

—Todavía siguen ahí dentro, los muy cabrones. Y nos dejan aquí sin poder hacer nada salvo mirar cómo se mutilan estos salvajes entre sí. No creo que ya se haya acabado todo, Mezcla.

La mujer de ojos oscuros que tenía a su lado frunció también el ceño.

—¿Quieres que traiga aquí a Azogue?

—¿Para qué molestarse? ¿Oyes esos gruñidos? Es nuestro sargento, que se ha llevado a esa doncella barahn a dar una «vuelta». Volverá en un momento o dos con expresión de satisfacción…

—Y la moza un par de pasos por detrás…

—Con una expresión confusa en la cara…

—«¿Y ya está?»

—Parpadeó la pobre y se lo perdió.

Las dos mujeres compartieron una carcajada corta y desagradable. Después Rapiña volvió a ponerse seria.

—Mañana podríamos estar muertas, da igual lo que Ben el Rápido le diga a Taur. Eso es lo que sigue pensando el capitán, así que nos deja esta noche para que lo pasemos bien…

—«Con el Embozado llega el amanecer…»

—Sí.

—Trote hizo lo que tenía que hacer en esa pelea —comentó Mezcla—. Debería haber sido así de simple.

—Bueno, yo hubiera preferido que hubiera sido Detoran desde el principio. No habría habido ni casi empate ni nada. Ella le habría ajustado las cuentas a ese mocoso. Por lo que he oído, nuestro tatuado barghastiano se limitó a quedarse allí plantado y dejar que el zorrito fuera a por él. Detoran se habría lanzado y le habría roto la crisma al muchacho en menos que canta un gallo…

—No cantó ningún gallo, más bien un mazo.

—Lo que sea. Pero bueno, Trote no es tan mezquino como ella.

—Nadie lo es y acabo de notar que no ha vuelto después de arrastrar a ese guerrero gilk hasta los arbustos.

—Algo tenía que compensar la huida de Seto. Pobre chaval, me refiero al gilk. A estas alturas ya estará muerto.

—Esperemos que Detoran lo note.

Las dos mujeres se callaron. Los duelos que se daban junto a la hoguera comenzaban a sucederse a toda velocidad y con una saña que había empezado a atraer cada vez más espectadores barghastianos. Rapiña lanzó un gruñido cuando vio que otro guerrero más caía con el cuchillo de su rival clavado en la garganta. Si esto sigue así, mañana van a tener que empezar a construir un nuevo túmulo. Claro que, quizá lo hagan de todos modos, un túmulo para los Abrasapuentes. Miró a su alrededor y distinguió a los abrasapuentes solitarios entre la multitud de nativos. La disciplina se había derrumbado. La oleada de esperanza que los había recorrido al oír la noticia de que Trote había sobrevivido se había hundido igual de rápido al extenderse el rumor de que los barghastianos quizá los matasen a todos en cualquier caso, por pura inquina.

—Hay algo… raro en el aire —dijo Mezcla.

Sí… como si la propia noche estuviera en llamas… como si nos encontráramos en el ojo de una tormenta de fuego invisible. Los brazaletes de Rapiña ya estaban calientes, pero continuaban calentándose cada vez más. Estoy lista para otro chapuzón en ese barril de agua, un alivio breve, pero algo es algo.

—¿Te acuerdas de aquella noche en Perronegro? —continuó Mezcla en voz baja—. Aquella retirada…

Nos tropezamos con un terreno abrasado rhivi… Espíritus malignos que se alzaban de las cenizas

—Sí, Mezcla, me acuerdo muy bien.

Y si esa ala de moranthianos negros no nos hubiera visto y hubiera bajado para sacarnos

—Tengo la misma sensación, Rapiña. Hay espíritus sueltos.

—No de los grandes, estos son ancestros que se están reuniendo. Si fueran de los grandes, se nos habrían puesto los pelos de punta.

—Cierto. Entonces, ¿dónde están? ¿Dónde se hallan los más desagradables de los espíritus barghastianos?

—En algún otro sitio, es obvio. Si nos sonríe Oponn, no aparecerán mañana.

—Se diría que sí van a aparecer. Se diría que no querrían perderse algo así.

—Intenta pensar en algo agradable para variar, Mezcla. ¡Por el aliento del Embozado!

—Solo pensaba en voz alta. —La mujer se encogió de hombros—. Pero bueno —continuó mientras se levantaba—, creo que me voy a dar un paseo. A ver a quién puedo llevarme.

—¿Entiendes barghastiano?

—No, pero a veces la comunicación más reveladora no usa palabras.

—Eres peor que los demás, Mezcla. Seguramente será nuestra última noche en el reino de los vivos y tú te largas.

—Pero de eso se trata, ¿no?

Rapiña observó a su amiga escabullirse entre las sombras. Maldita mujer… me deja aquí sentada, sintiéndome más desgraciada que antes. ¿Cómo sabré dónde están los espíritus barghastianos serios? Quizás estén esperando detrás de una colina, listos para salir de un salto mañana por la mañana y darnos tal susto a todos que nos caguemos por las patas abajo. ¿Y cómo sé lo que va a decidir el caudillo barghastiano mañana? ¿Una palmadita en la cabeza o un cuchillo clavado en la garganta?

Eje se abrió paso entre la multitud y se acercó. El hedor a pelo quemado flotaba a su alrededor como un segundo manto y lucía una expresión lúgubre. El mago se agachó junto a ella.

—Las cosas van mal, cabo.

—Qué novedad —soltó la mujer—. ¿Qué pasa?

—Tenemos la mitad de los soldados borrachos como cubas y el resto a punto de estarlo. Que Paran y sus amigotes desaparecieran en esa tienda y no hayan salido todavía se ha tomado como mala señal. Cuando llegue la mañana, no vamos a estar para nada, maldita sea.

Rapiña le echó un vistazo a la tienda de Humbrall Taur. Las siluetas que había en su interior llevaban algún tiempo sin moverse. Después de un momento, la mujer asintió para sí.

—Está bien, Eje. Deja de preocuparte. Ve a divertirte un poco.

El hombre la miró con la boca abierta.

—¿Divertirme?

—Sí, ¿te acuerdas? Relajación, placer, sensación de bienestar. Vamos, la chica anda por ahí, en algún sitio, y dentro de nueve meses tampoco vas a estar aquí. Claro que tendrías más posibilidades si te quitaras esa camisa de pelo, por esta noche por lo menos…

—¿Cómo voy a hacer eso? ¿Qué pensará mi madre?

Rapiña estudió la expresión tensa y horrorizada del mago.

—Eje —dijo la cabo sin prisas—, tu madre está muerta. No está aquí, no te está viendo. Puedes portarte mal, Eje. En serio.

El mago agachó la cabeza como si una mano invisible le acabara de dar una colleja y por un momento Rapiña creyó ver la impresión de unos nudillos que florecían en la testa del tipo; después, Eje se escabulló entre murmullos y sacudiendo la cabeza.

¡Dioses… quizás estén aquí todos nuestros ancestros! Rapiña miró furiosa a su alrededor. Acércate a mí, padre, y te rebano esa maldita garganta, por el Embozado, igual que hice la primera vez

Agotado y con los ojos irritados, Paran se apartó de la entrada de la tienda. El cielo estaba gris y había una leve luminiscencia. La bruma y el humo flotaban inmóviles en el valle. Una manada de perros, que recorría a grandes zancadas el risco, era lo único que se movía.

Y sin embargo están despiertos. Aquí no duerme nadie. La verdadera batalla ha terminado y ahora, aquí, delante de mí (casi puedo verlos), se alzan los diosecitos de los barghastianos que se enfrentan al amanecer… Por primera vez en miles de años, se enfrentan al amanecer de los mortales

Una figura se reunió con él. Paran la miró.

—¿Y bien?

—Los espíritus ancestrales barghastianos han abandonado a Mazo —dijo Ben el Rápido—. El sanador duerme. ¿Los sientes, capitán? ¿A los espíritus? Se han roto todas las barreras, hechas pedazos; los ancianos se han reunido con sus familiares espirituales más jóvenes. La senda olvidada ya no está olvidada.

—Todo eso está muy bien —murmuró Paran—, pero todavía tenemos una ciudad que liberar. ¿Qué pasa si Taur levanta el estandarte de guerra y sus rivales reniegan de él?

—No lo harán. No pueden. Cada cargador de las Caras Blancas despertará al cambio, a ese florecimiento. Sentirán el poder y sabrán lo que es. Es más, los espíritus les harán saber que sus amos (los verdaderos dioses de los barghastianos) están atrapados en Capustan. Los espíritus fundadores están despiertos. Ha llegado el momento de liberarlos.

El capitán estudió al mago durante un momento.

—¿Sabías que los moranthianos eran parientes de los barghastianos? —preguntó después.

—Más o menos. A Taur puede que no le haga mucha gracia, y las tribus aullarán de rabia, pero si los propios espíritus han abrazado a Torzal y su pueblo…

Paran suspiró. Necesito dormir un poco.

—Será mejor que reúna a los Abrasapuentes.

—La nueva tribu de Trote —dijo Ben el Rápido con una gran sonrisa.

—¿Entonces por qué lo oigo roncar?

—Para él la responsabilidad es una novedad, capitán. Tendrás que enseñarle.

¿Enseñarle qué? ¿A vivir bajo la carga del mando? Pero si ni siquiera sé hacerlo yo. Solo tengo que mirar a Whiskeyjack a la cara para entender que no hay nadie que sepa, nadie que tenga corazón, al menos. No aprendemos más que una cosa: la capacidad de ocultar nuestros pensamientos, de enmascarar nuestros sentimientos, de enterrar nuestra humanidad en lo más profundo de nuestras almas. Y eso no se puede aprender, solo mostrar.

—Vete a despertar a ese cabrón —gruñó Paran.

—Sí, señor.