La madre Oscuridad engendró tres hijos.
Los primeros, los tiste andii, fueron los más queridos,
moradores de la tierra antes de la luz.
Después parió con dolor a los segundos, tiste lians,
la gloria ardiente de la luz en sí,
y así los primeros negaron a su madre
en su furia y fueron expulsados,
hijos condenados de la madre Oscuridad.
Ella entonces dio lugar, en su misericordia, a los terceros,
engendrados en la guerra entre la oscuridad y la luz,
los tiste edur, y hubo sombras
en sus almas.
Fábulas de Kilmanar
Sebun Imanan
La mano lo abofeteó con fuerza, pero la conmoción no tardó en desvanecerse mientras intentaba comprender lo que significaba, le dejó un entumecimiento y un cosquilleo sobre el que se alegró de poder cabalgar para regresar a la inconsciencia.
Lo abofetearon una segunda vez.
Rezongo abrió los ojos con esfuerzo.
—Largo —murmuró y después los volvió a cerrar.
—Estás borracho —gruñó Piedra Menackis—. Y apestas. Dioses, la manta está empapada de vómito. Se acabó, lo que es por mí, te puedes pudrir ahí mismo. Todo tuyo, Buke. Yo me vuelvo al cuartel.
Rezongo escuchó las botas que se alejaban dando taconazos por los tablones irregulares que llenaban de crujidos la miserable habitación, escuchó la puerta que se abría con un chirrido y que después se cerraba de un portazo. Suspiró e hizo amago de darse la vuelta y seguir durmiendo.
Un trapo mojado y frío le dio un golpetazo en la cara.
—Límpiate —dijo Buke—. Te necesito sobrio, amigo mío.
—Nadie me necesita sobrio —dijo Rezongo al apartar el trapo—. Déjame en paz, Buke. Tú más que nadie…
—Sí, yo más que nadie. Siéntate, maldito seas.
Unas manos lo cogieron por los hombros y lo incorporaron. Rezongo se las arregló para coger las muñecas de Buke, pero no tenía fuerza en los brazos y solo consiguió dar unos cuantos tirones débiles. El dolor le atravesó la cabeza y se le acumuló tras los ojos cerrados. Se inclinó hacia delante y vomitó, bilis fermentada que le brotó por la boca y la nariz y cayó al suelo entre las botas llenas de rozaduras.
Amainaron las arcadas. De repente tenía la cabeza más despejada. Escupió los últimos restos de vómito y frunció el ceño.
—No te estoy pidiendo nada, cabrón. No tienes derecho…
—Cállate.
Hundió la cabeza en las manos con un gruñido.
—¿Cuántos días?
—Seis. Has perdido la oportunidad, Rezongo.
—¿Oportunidad? ¿De qué estás hablando?
—Demasiado tarde. El septarca y su ejército painita han cruzado el río. Ha comenzado la investidura. Según los rumores, antes de que termine el día habrá un ataque contra los blocaos de los campos de la muerte que hay tras las murallas. No aguantarán. Es un ejército muy grande el que hay ahí fuera. Veteranos que han montado más de un asedio, y todos y cada uno con éxito…
—Ya basta. Me estás contando demasiado. No puedo pensar.
—Dirás que no quieres. Harllo está muerto, Rezongo. Es hora de dejar de beber y llorarlo.
—Estás tú bueno para hablar, Buke.
—Yo ya he llorado lo que tenía que llorar, amigo mío. Hace mucho tiempo.
—Y una mierda del Embozado.
—No me has entendido. Nunca me has entendido. Lloré, pero eso se acabó. Se fue. Y ahora… bueno, ahora no hay nada. Una cueva inmensa y sin luz. Cenizas. Pero tú no eres como yo, quizá creas que lo eres, pero te equivocas.
Rezongo estiró el brazo y buscó el paño mojado que había dejado caer al suelo. Buke lo recogió y se lo puso en la mano. Rezongo se lo apretó contra la frente que no dejaba de latirle y gruñó.
—Una muerte absurda, sin sentido.
—Todas son absurdas y sin sentido, amigo mío. Hasta que los vivos les arrancan algún significado. ¿Qué vas a arrancar tú, Rezongo, de la muerte de Harllo? Acepta mi consejo, una cueva vacía no ofrece ningún consuelo.
—No estoy buscando consuelo.
—Pues será mejor que lo hagas. Ningún otro objetivo merece la pena, que me lo digan a mí. Harllo también era amigo mío. Según lo describieron las Espadas Grises que nos encontraron, tú habías caído y él hizo lo que se supone que debe hacer un amigo, te defendió. Se colocó sobre ti y recibió los golpes. Y lo mataron. Pero hizo lo que quería, te salvó el pellejo. ¿Y así se lo agradeces, Rezongo? ¿Quieres mirar a su fantasma a los ojos y decirle que no mereció la pena?
—Jamás debería haberlo hecho.
—No se trata de eso, ¿verdad?
El silencio llenó la habitación. Rezongo se frotó la barba de tres días y luego, poco a poco, alzó los ojos agotados hacia Buke.
Al hombre le corrían las lágrimas por las arrugas de las marchitas mejillas. Cogido por sorpresa, se dio la vuelta.
—Piedra está de un humor que no me extrañaría que te matara ella misma con sus propias manos —murmuró mientras se acercaba a la única ventana para quitarle el pestillo y abrir la contraventana. El sol inundó la habitación de luz—. Esa chica perdió a un amigo y quizás ahora a otro.
—Perdió dos ahí fuera, Buke. El muchacho barghastiano…
—Sí, muy cierto. No hemos visto mucho a Hetan y Cafal desde que llegamos. Andan todo el día con las Espadas Grises; creo que se está tramando algo. Quizá Piedra sepa algo más, también se aloja en el cuartel.
—¿Y tú?
—Sigo al servicio de Bauchelain y Korbal Espita.
—Pero qué idiota eres, por el Embozado.
Buke se limpió la cara, le dio la espalda a la ventana y consiguió esbozar una sonrisa tensa.
—Bienvenido otra vez.
—Anda y que te den en el abismo, cabrón.
Bajaron por el único tramo de escalones combados hasta la calle, Rezongo se apoyaba con pesadez en su demacrado compañero, la sangre le rugía en la cabeza y las oleadas de náuseas le estrujaban el estómago.
Los últimos recuerdos que tenía de la ciudad se habían fragmentado y manchado, como si sufrieran una conmoción, y después una pinta tras otra de cerveza, así que miró a su alrededor con un desconcierto momentáneo.
—¿Qué distrito es este? —preguntó.
—El culo del Viejo Daru, Distrito de los Templos —dijo Buke—. Una calle al norte y te das de morros con la opulencia y los templos ajardinados. Encontraste el único callejón podrido de todo el barrio y su único bloque asqueroso, Rezongo.
—Supongo que ya había estado allí —murmuró mientras miraba con los ojos entrecerrados los edificios cercanos—. Por aquel entonces había otra excusa, no me acuerdo cuál.
—Las excusas siempre son fáciles de encontrar. Me acuerdo bien.
—Pues sí, así es, y seguro que te acuerdas. —Rezongo se miró el estado lamentable de la ropa—. Necesito un baño, y ¿dónde están mis armas?
—Piedra se ocupó de ellas. Y también de buena parte de tus dineros. Está todo pagado, me refiero a tus deudas, así que puedes olvidarte de eso.
—Y seguir adelante.
—Y seguir adelante. Yo voy contigo, hasta el cuartel por lo menos…
—Por si me pierdo —dijo Rezongo con ironía.
Buke asintió.
—Bueno, todavía faltan unas campanadas para los tembleques.
—Sí. El destriant podría ayudarte con eso si se lo pides por favor.
Giraron al sur, rodearon el estropeado bloque de pisos y se acercaron a las amplias avenidas que había entre los campamentos circulares rodeados de altos muros. Había pocos ciudadanos por las calles y los que había se movían como furtivos, como si patinaran por una fina capa de pánico. Una ciudad asediada que aguarda el primer derramamiento de sangre.
Rezongo escupió en una cloaca.
—¿Qué andan tramando tus jefes, Buke?
—Han tomado posesión de una finca recién abandonada. Se han instalado allí.
La repentina tensión de la voz de Buke le puso a Rezongo los pelos de la nuca de punta.
—Continúa.
—Por eso fui… a verte. En parte. Una guardia gidrath encontró el primer cuerpo anoche, no estaba ni a ochenta metros de nuestra finca. Destripado. Faltaban… algunos órganos…
—Informa al príncipe, Buke. No dudes, un cáncer en el corazón de una ciudad sitiada…
—No puedo. —Se detuvo y cogió con fuerza el brazo de Rezongo—. No debemos. No has visto lo que son capaces de hacer cuando se sienten arrinconados.
—Hay que echarlos, Buke. Que los painitas abracen su compañía; para ellos será un placer, seguro. Pero antes deja su servicio. Y quizás ese anciano criado, Reese, también.
—No podemos.
—Sí que podéis…
Los dedos de Buke se tensaron de una forma dolorosa.
—No —siseó—, ¡no podemos!
Rezongo frunció el ceño y miró avenida arriba mientras intentaba pensar.
—Empezarán a tirar los muros, Rezongo. Muros exteriores. Aniquilarán a cientos de soldados, desatarán demonios, resucitarán cadáveres y nos los lanzarán a la cara. Arrasarán Capustan, les harán el trabajo a los painitas. Pero es mucho más que eso. Plantéate otra posibilidad. Si son los painitas los que los irritan…
—Desatarán sus fuerzas sobre ellos —suspiró Rezongo, y asintió—. Sí. Entre tanto, sin embargo, los asesinados empiezan a acumularse. Mira a tu alrededor, Buke, estas personas ya casi están dominadas por el pánico. ¿Qué crees que hará falta para llevarlas al límite? ¿Cuántas víctimas más? Los campamentos son comunidades muy unidas, en cada barrio hay vínculos muy fuertes, de sangre y de matrimonio. Es una línea muy fina por la que caminamos…
—No puedo hacerlo solo —dijo Buke.
—¿Hacer qué?
—Seguir a Korbal Espita. Cuando sale por la noche. Si puedo estropearle la caza… pero seguir siendo invisible, sin que me descubra…
—¡Te has vuelto loco! —siseó Rezongo—. ¡Es un puñetero hechicero, por el Embozado, viejo! ¡Te olerá a la primera ocasión!
—Si trabajo solo, tienes razón…
Rezongo estudió al hombre que tenía al lado, buscó algo en aquel rostro curtido y flaco, los ojos duros sobre la barba gris y enmarañada. Viejas cicatrices de quemaduras pintaban los antebrazos de Buke, de cuando se había arrastrado por carbones y brasas la mañana después del incendio con una fe frenética y absurda, como si los fuera a encontrar… como si fuera a encontrar a su familia viva entre los escombros.
Buke agachó la mirada bajo aquel firme escrutinio.
—Yo no soy astuto, amigo mío —dijo el hombre después de soltar el brazo de Rezongo—. Necesito a alguien que piense en una forma de hacerlo. Necesito a alguien con cerebro que sea más listo que Korbal Espita.
—No que Espita. Que Bauchelain.
—Sí. Solo que no es él el que sale de noche. Bauchelain tolera los… peculiares intereses de Korbal. Espita tiene la mente de un niño, un niño malcriado y maligno. Ya los conozco, Rezongo. Los conozco bien.
—Me pregunto cuántos otros idiotas habrán intentado ser más listos que Bauchelain.
—Habrá cementerios llenos, diría yo.
Rezongo asintió poco a poco.
—¿Y todo para lograr qué? Salvar unas cuantas vidas… ¿para que puedan masacrarlas y devorarlas los Tenescowri?
—Una muerte más compasiva, en cualquier caso, amigo mío.
—Que el Embozado me lleve, Buke. Déjame pensarlo.
—Me pasaré esta noche, entonces. En el cuartel. Piedra…
—Piedra no puede saber ni una maldita palabra. Si se entera, irá a por Espita ella misma y no será muy sutil…
—Y la matarán. Sí.
—Dioses, tengo la cabeza a punto de estallar.
Buke sonrió.
—Lo que necesitas es un sacerdote.
—¿Un sacerdote?
—Un sacerdote con poderes para curar. Ven, conozco al hombre adecuado.
El yunque del escudo Itkovian se encontraba junto a la puerta del cuartel con toda la armadura y los guanteletes puestos, llevaba la celada del casco levantada aunque las salvaguardas de las mejillas permanecían en su sitio. La primera campanada de la tarde había tocado cien latidos antes. Los otros llegaban tarde, pero eso no era nada nuevo, como tampoco lo era la puntualidad de Itkovian. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a esperar a Brukhalian y a Karnadas y parecía que los dos barghastianos que iban a unirse a ellos en la reunión sentían la misma indiferencia por la puntualidad.
El Consejo de Máscaras los recibiría furiosos por el aparente insulto, y no sería la primera vez.
El desdén es mutuo, cielos. El diálogo se ha deteriorado. En esta situación nadie gana. Y el pobre príncipe Jelarkan… metido entre dos bandos que se odian.
El yunque del escudo se había pasado la mañana en las murallas de Capustan, examinando el asentamiento medido del ejército del Dominio que iba a sitiarlos. Calculó que al septarca Kulpath le habían dado el mando de diez legiones completas de beklitas, la infantería regular vestida de rojo y oro con yelmos puntiagudos que formaban el corazón de las fuerzas del Dominio, más o menos la mitad de los afamados Cien Mil. Los urdomen de Kulpath (la infantería pesada de élite) ascendían a por lo menos ocho mil. Cuando se produjera la brecha, serían los urdomen los que se abrirían camino al interior de la ciudad. Además de esas fuerzas regulares, había varias divisiones reforzadas: betaklitas, infantería media; al menos tres alas betrullid, caballería ligera; a los que se añadían una división de desandi (zapadores e ingenieros) y especialistas en escaramuzas scalandi. Unos ochenta mil soldados en total.
Más allá de los campamentos del ejército del septarca y su impresionante organización, el paisaje era una masa hirviente de humanidad que llegaba hasta las orillas del río, al sur, y las playas adoquinadas de la costa, al este: los Tenescowri, el ejército de campesinos, con sus despeinadas mujeres de la semilla de los muertos y sus retoños salvajes que nunca dejaban de gritar; grupos que iban rebuscando comida, cazadores de débiles y ancianos entre los suyos y, muy pronto, entre los indefensos ciudadanos de Capustan. Una horda hambrienta y al verla, se derrumbó la indiferencia profesional con la que Itkovian había contemplado las legiones de Kulpath. Había abandonado las murallas conmocionado por primera vez en su vida.
Había cien mil Tenescowri y con cada campanada llegaban más en barcazas sobrecargadas, Itkovian se quedó anonadado por las oleadas de su hambre palpable.
Los soldados de la guardia capan del príncipe que guarnecían las almenas estaban pálidos como cadáveres, silenciosos y prácticamente inmóviles. Al llegar a las murallas, al yunque del escudo le desesperó su miedo; cuando volvió a bajar, lo compartía, era como un cuchillo gélido clavado en su pecho. Las compañías de gidrath que había en los reductos exteriores eran los afortunados, sus muertes eran inminentes y se producirían bajo las espadas de soldados profesionales. El destino de Capustan, y el destino de los que la defendían, sería mucho más horrendo, seguro.
El susurro suave de una armadura de malla anunció la llegada de los dos guerreros barghastianos. Itkovian estudió a la mujer, que iba delante. La cara de Hetan estaba manchada de cenizas, al igual que la de su hermano Cafal. El semblante de luto continuaría así mientras ambos quisieran y el yunque del escudo sospechaba que él no viviría los suficiente como para ver cómo se lo quitaban. Incluso recubierta de gris, hay una belleza brutal en esta mujer.
—¿Dónde está el oso de las colinas y su escuálido cachorro? —quiso saber Hetan.
—La espada mortal de Fener y el destriant acaban de salir del edificio que tienes detrás, Hetan.
La mujer enseñó los dientes.
—Bien, pues vamos entonces a ver a esos sacerdotes que tanto riñen.
—Sigo preguntándome por qué has solicitado esta audiencia, Hetan —dijo Itkovian—. Si lo que quieres es anunciar la llegada inminente de clanes enteros de barghastianos que acuden en nuestra ayuda, el Consejo de Máscaras no es el lugar más adecuado. De inmediato comenzarán los esfuerzos para manipularte a ti y a tu pueblo, con el consiguiente caos incesante e infeccioso de pequeñas rivalidades y batallas de voluntades. Si no quieres informar a las Espadas Grises, entonces te recomiendo encarecidamente que hables con el príncipe Jelarkan…
—Hablas demasiado, lobo.
Itkovian se quedó callado y entreabrió los ojos.
—Tendrás la boca muy ocupada cuando me acueste contigo —continuó ella—. Insistiré.
El yunque del escudo se giró en redondo para mirar a Brukhalian y Karnadas cuando llegaron y les recibió con un saludo militar.
—Ya hay cierto color en tu cara, señor —comentó el destriant—. Y no era el caso cuando regresaste de las murallas.
Hetan lanzó una carcajada.
—Está a punto de yacer con una mujer por primera vez.
Karnadas alzó las cejas y miró a Itkovian.
—¿Qué hay de tus votos, yunque del escudo?
—Mis votos siguen en pie —dijo el soldado con los dientes apretados—. La barghastiana se equivoca.
—Además, ¿no estás de luto, Hetan? —gruñó Brukhalian.
—El luto es sentir la muerte lenta de una flor, oso de las colinas. Acostarse con un hombre es recordar la gloria brillante de la flor.
—Pues tendrás que coger otra —dijo Karnadas con una leve sonrisa—. El yunque del escudo ha hecho votos monásticos…
—¡Entonces se burla de su dios! Los barghastianos conocen a Fener, el de los colmillos. ¡Tiene fuego en la sangre!
—El fuego de la batalla…
—¡De la lujuria, cachorrito escuálido!
—Ya está bien —dijo Brukhalian con voz profunda—. Nos vamos ya al salón del vasallaje. Tengo nuevas que contaros a todos y preciso tiempo. Vamos.
Atravesaron las puertas del cuartel y giraron a la izquierda para cruzar la explanada que rodeaba la muralla sur de la ciudad. Los espacios abiertos de Capustan (un producto accidental de los campamentos autónomos) no habían necesitado mucho para convertirse en campos de la muerte. Habían construido puestos fortificados en los accesos, fuertes de piedra, madera y fardos empapados de heno. Cuando las murallas sufrieran una brecha, el enemigo penetraría en masa en las explanadas y enfilarían por los caminos. El príncipe Jelarkan había vaciado la mitad de sus arcas para adquirir flechas, arcos, ballestas, mandrones y otras armas de sacrificio. La red de defensas imponía una telaraña en la ciudad, de acuerdo con el plan de Brukhalian de contracción medida y organizada.
No se rinde un solo adoquín hasta que nos llegue por los tobillos la sangre painita que lo bañe.
Los pocos ciudadanos vestidos con colores brillantes que se veían se apartaban del camino de las Espadas Grises y de los bárbaros barghastianos de rostros cenicientos.
—El destriant y yo hemos mantenido conversaciones con los kron t’lan imass —dijo Brukhalian—. Bek Okhan nos informa que su ofrecimiento de una alianza responde a los ataques de los k’chain che’malle. No lucharán contra humanos mortales. Nos informa también que los cazadores k’ell se han reunido a media legua al norte, unos ochenta en total. Deduzco entonces que serán la primera jugada del septarca Kulpath, un asalto a la puerta norte. La aparición de criaturas tan formidables provocará el terror entre nuestros defensores. La puerta saltará en mil pedazos, los cazadores entrarán en la ciudad y comenzará la matanza. Kulpath enviará entonces a sus urdomen contra las otras puertas. Al atardecer, Capustan habrá caído. —Hizo una pausa, como si masticara las palabras, después continuó—: Es obvio que el septarca está muy seguro de sí mismo. Por fortuna para nosotros, los cazadores k’ell nunca llegarán a la puerta norte, ya que catorce mil t’lan imass y todos los t’lan ay que vayan con ellos se alzarán para interponerse en su camino. Bek Okhan nos asegura que la derrota será absoluta y definitiva.
—Si damos por válida su afirmación —admitió Itkovian al acercarse al distrito del Viejo Daru—, el septarca Kulpath tendrá que ajustar sus planes.
—Y en circunstancias de gran confusión —dijo Karnadas.
Brukhalian asintió.
—Recae sobre nosotros la tarea de predecir esos ajustes.
—No sabrá que a los t’lan imass les interesan solo los k’chain che’malle —dijo el yunque del escudo—. Al menos no de forma inmediata.
—Y esa limitación puede resultar temporal —dijo el destriant—. Una vez que tenga lugar esta reunión, es posible que los t’lan imass cuenten con un nuevo propósito.
—¿Qué más sabemos de la persona que los ha llamado?
—Acompaña al ejército de Brood.
—¿A qué distancia están?
—Seis semanas.
Hetan bufó.
—Son lentos.
—Se trata de un ejército pequeño —gruñó Brukhalian—. Y cauto. No me parece mal el ritmo que han elegido. El septarca tiene intención de tomar Capustan en un solo día, pero sabe que el tiempo máximo que puede emplear para concluir el asedio sin problemas es de seis semanas. Una vez que su primer esfuerzo fracase, se retirará y se lo replanteará. Es probable que con detalle.
—No podemos resistir seis semanas —murmuró Itkovian, sus ojos se alzaron sobre la fila de templos que bordeaban la calle principal del Viejo Daru y se clavaron en las altas murallas del antiguo torreón que se había convertido el salón del vasallaje.
—Pues tenemos que resistir, señor —dijo Brukhalian—. Yunque del escudo, necesito un consejo, por favor. La campaña de Kulpath en Setta, allí no hubo k’chain che’malle que apresuraran el asedio. ¿Su duración?
—Tres semanas —respondió de inmediato Itkovian—. Setta es una ciudad más grande, señor, y los defensores estaban unidos y bien organizados. Alargaron hasta las tres semanas un asedio que debería haber requerido una semana como mucho. Señor, Capustan es más pequeña, con menos defensores y encima mal avenidos. Es más, los Tenescowri han doblado su tamaño desde Setta. Y por último, las habilidades de beklitas y urdomen se han incrementado tras muchas contiendas muy reñidas. ¿Seis semanas, señor? Imposible.
—Debemos hacer posible lo imposible, yunque del escudo.
Itkovian apretó la mandíbula y no dijo nada.
Cuando aparecieron ante ellos las altas verjas del salón del vasallaje, Brukhalian se detuvo y miró a los barghastianos.
—Ya nos has oído, Hetan. Si los clanes de las Caras Blancas tomasen las lanzas de guerra, ¿cuántos guerreros se pondrían en marcha? ¿Y cuándo podrían llegar al fin?
La mujer le enseñó los dientes.
—Los clanes nunca se han unido para librar una guerra pero, si lo hicieran, los guerreros de los clanes de las Caras Blancas alcanzarían los setenta mil. —Su sonrisa se ensanchó, fría y desafiante—. No lo harán ahora. No marcharán. No hay alivio. Para vosotros, no hay esperanza.
—El Dominio pondrá sus ojos ávidos sobre tu pueblo después, Hetan —dijo Itkovian.
La mujer se encogió de hombros.
—¿Cuál entonces —dijo con voz profunda Brukhalian— es el propósito de esta audiencia con el Consejo de Máscaras?
—Cuando ofrezca una respuesta, será a los sacerdotes.
Itkovian habló entonces.
—Se me dio a entender que habíais venido al sur para descubrir la naturaleza de los k’chain che’malle.
—No había un motivo que explicase nuestra misión, lobo. Hemos completado la tarea que nos habían encomendado los cargadores de los clanes. Ahora debemos completar la segunda tarea. ¿Nos presentaréis ahora a esos necios o debemos continuar solos?
El salón del vasallaje era una cámara inmensa cubierta por una cúpula y con un semicírculo de estrados de madera que miraban hacia la gran entrada. El techo de la cúpula había brillado en otro tiempo con el pan de oro que lo recubría y del que ya solo quedaban unos cuantos trozos. Los bajorrelieves que el oro había iluminado una vez se habían desvanecido y ya casi carecían de forma, si bien insinuaban un desfile de figuras humanas con galas de ceremonia. El suelo estaba cubierto de azulejos brillantes y geométricos que no formaban ningún patrón apreciable alrededor de un disco central de granito pulido y muy gastado.
Varias teas colocadas en lo alto de los muros de piedra parpadeaban con una luz amarilla y exhalaban zarcillos de humo negro que flotaba entre las corrientes de la cámara. De pie e inmóviles a ambos lados de la entrada y delante de cada una de las catorce puertas dispuestas detrás de las gradas había unos guardias gidrath, con las celadas de los yelmos bajadas y armadura completa de escamas.
Los catorce sacerdotes del Consejo de Máscaras se sentaban en fila en la más alta de las tres gradas, con sus túnicas sombrías, silenciosos tras las máscaras talladas y con bisagras de sus dioses. Las representaciones variaban, pero eran de una fealdad singular, caricaturizadas en sus maleables expresiones, aunque en ese instante todos ellos mostraban una mirada neutral.
Las botas de Brukhalian levantaron ecos cuando entró y se detuvo en el centro de la cámara, de pie sobre el único y enorme círculo que con toda propiedad se llamaba el Ombligo.
—Consejo de Máscaras —entonó—, permitidme presentaros a Hetan y Cafal, emisarios barghastianos de las Caras Blancas. Las Espadas Grises han atendido su solicitud para que los presentáramos. Ahora que se ha cumplido, abandonaremos esta sesión. —Brukhalian dio un paso atrás.
Rath’Dessembrae levantó una mano delgada.
—Un momento, por favor, espada mortal —dijo—. Si bien no sabemos nada de la naturaleza de las intenciones de los barghastianos, te rogamos que continúes presente, pues hay asuntos que deben discutirse al concluir esta audiencia.
Brukhalian inclinó la cabeza.
—Entonces debemos transmitir la distancia que nos separa de los barghastianos y su desconocida petición.
—Por supuesto —murmuró la mujer enmascarada, el semblante apenado de la cara de su dios se transformó en una ligera sonrisa.
Itkovian vio que Brukhalian regresaba adonde se encontraban Karnadas y él, justo al lado de la entrada.
Hetan y su hermano ocuparon la posición que les correspondía en el círculo. La mujer estudió a los sacerdotes, después levantó la cabeza y exclamó:
—¡El clan de Caras Blancas está de luto!
Una mano cayó con un golpe seco en la barandilla. Rath’D’rek se había levantado, la cara de la diosa del Gusano del Otoño se había crispado con un ceño.
—¿Otra vez? Por el abismo, ¿nos traes las reclamaciones de tu tribu en momentos como este? ¡Las mismas palabras iniciales! ¡La misma afirmación absurda! ¡La respuesta fue «no» la primera vez, «no» la segunda, «no» cada vez! ¡Esta audiencia queda cerrada!
—¡No lo está!
—Te atreves a dirigirte a nosotros en ese tono…
—¡Me atrevo, enana, pedorra maloliente!
Itkovian se quedó mirando con los ojos muy abiertos primero a Hetan y después al Consejo.
La mujer barghastiana abrió los brazos.
—¡Escuchad mis palabras! ¡Ignoradlas por vuestra cuenta y riesgo!
Su hermano había iniciado un suave canturreo. El aire dibujaba un torbellino alrededor de los dos feroces guerreros.
Todos los guardias gidrath echaron mano de sus armas.
Itkovian tropezó cuando Karnadas pasó a su lado con un empujón, con las túnicas revoloteando tras el apurado sacerdote.
—¡Un momento, por favor! —exclamó—. ¡Hermanos y hermanas sagrados! ¿Querríais ver el salón del vasallaje destruido y a todos muertos en el proceso? ¡Observad con atención la hechicería que aparece ante vosotros, os lo ruego! No es la simple magia de un chamán, ¡mirad! Los espíritus barghastianos se han reunido. Hermanos y hermanas, ¡los espíritus barghastianos están aquí, en esta habitación!
Silencio, salvo por el canturreo profundo de Cafal.
Brukhalian se acercó más a Itkovian.
—Yunque del escudo —murmuró—, ¿sabes algo, señor, de lo que tenemos ante nosotros?
—La posibilidad ni siquiera se me había ocurrido —murmuró Itkovian—. Una antigua petición, esta. No pensé…
—¿Qué es lo que solicitan?
El otro sacudió la cabeza lentamente.
—Reconocimiento, señor. La tierra que hay bajo esta ciudad es tierra barghastiana, o eso afirman ellos. Si leemos las actas de audiencias previas, los despidieron con una patada en el trasero, más o menos. Espada mortal, no imaginaba…
—Escucha ahora, señor. La mujer tiene permiso para hablar.
Los hermanos y hermanas habían escuchado las palabras del destriant y una vez más se habían sentado y desplegaban una amplia variedad de expresiones furiosas. Si el momento no hubiera sido tan tenso, Itkovian habría sonreído al ver la obvia… consternación de los dioses.
—Aceptable —dijo Hetan con los dientes apretados, la mirada entrecerrada estudiaba a los sacerdotes y sacerdotisas—. Lo que se planteó como una solicitud es ahora una exigencia. Quiero hacer una lista de vuestros pasados argumentos para rechazar nuestra petición y repetir una vez más nuestras respuestas. Quizás en esta ocasión decidáis entrar en razón cuando votéis. En caso contrario, tendré que forzar las cosas.
Rath’Embozado lanzó una carcajada y se inclinó hacia delante.
—¿Forzar las cosas? Mi querida muchacha, es posible que esta ciudad y todo lo que contiene estén a solo unas campanadas de la aniquilación. ¿Y sin embargo nos amenazas con la fuerza? ¿Eres en verdad la niñita tonta que pareces?
La sonrisa de Hetan era salvaje.
—Vuestros argumentos pasados. Los primeros archivos daru que existen de este asentamiento insisten en que la tierra no estaba ocupada. Salvo por edificios antiguos abandonados mucho tiempo atrás, que era obvio que no eran de origen barghastiano. Los pocos archivos que poseían los campamentos de pastores, reforzaban esa noción. Los barghastianos vivían al norte, en las laderas de las colinas y dentro de la propia cordillera. Sí, los cargadores hacían peregrinaciones a esta tierra, pero tales viajes eran infrecuentes y breves. ¿Estamos de acuerdo hasta ahora? Bien. A esos argumentos hemos respondido en el pasado con sencillez. Los barghastianos no viven en suelo sagrado, en la morada de los huesos de sus ancestros. ¿Vivís vosotros en vuestros cementerios? No. Y nosotros tampoco. Las primeras tribus capan no encontraron nada salvo los túmulos de muertos barghastianos. Los arrasaron y con los daru alzaron una ciudad en nuestra tierra sagrada.
»Esa afrenta no se puede deshacer. El pasado es inmutable y no somos tan lerdos como para insistir en otra cosa. No, nuestra petición era más sencilla. Reconocimiento formal de nuestra propiedad y el derecho a peregrinar aquí.
»Nos habéis negado la petición una y otra vez. Sacerdotes, se nos ha acabado la paciencia.
Rath’Tronosombrío lanzó una carcajada que más parecía un cacareo y levantó las manos.
—¡Desde luego! ¡Excelente! ¡Muy bien! ¡Hermanos y hermanas, concedámosles a los barghastianos todo lo que deseen! ¡Qué deliciosa ironía, dar de buen grado todo cuanto estamos a punto de perder! ¿Honrarán los painitas también la petición? —Su máscara se transformó en una expresión desdeñosa—. Me parece que no.
Hetan sacudió la cabeza.
—He dicho que se nos ha acabado la paciencia, escarabajo de la roca. Nuestras pasadas peticiones ya no prevalecen. Esta ciudad caerá. Los painitas no nos darán la bienvenida. El deseo de los peregrinos barghastianos, no obstante, debe hallar respuesta. Así sea. —La mujer se cruzó de brazos.
El silencio se fue alargando.
Entonces Rath’Reina de los Sueños ahogó un grito.
Hetan la miró de frente.
—¡Ah, así que sabéis la verdad!
Con un semblante sereno y atento, desmentido por la alarma aturdida que transmitían su postura y sus gestos, la sacerdotisa se aclaró la garganta.
—No todos entre nosotros. Unos cuantos. Muy pocos. —Giró la cabeza y examinó a sus hermanos y hermanas. Rath’Ascua fue la primera en reaccionar y siseó a través de la ranura de la boca de la máscara.
Después de un momento, Rath’Embozado lanzó un gruñido.
—Ya veo. Una solución extraordinaria, sin duda…
—¡Obvia! —soltó Rath’Tronosombrío al tiempo que se sacudía en su asiento—. ¡No se requiere ningún conocimiento secreto! ¡No obstante, debemos considerar el asunto! ¿Qué se pierde al renunciar? ¿Qué se gana al negar?
—No —dijo Hetan—. Una negativa no nos obligará a defender esta tierra. Humbrall Taur, mi padre, adivinó con acierto el giro que darían vuestros pensamientos. En ese caso, aceptaremos la pérdida. Sin embargo, mi hermano y yo mataremos a todos los presentes en esta cámara antes de irnos de aquí si decidierais negarnos nuestra petición. ¿Podéis aceptar vosotros esa pérdida?
No habló nadie durante varios minutos, después, Rath’Reina de los Sueños volvió a toser.
—Hetan, ¿me permites hacerte una pregunta?
La mujer del rostro gris asintió.
—¿Cómo vais a dar curso a… lo que pretendéis?
—¿Qué secreto ocultáis? —chilló Rath’Oponn—. ¡Tú, Rath’Embozado y Rath’Ascua! ¡De qué estáis hablando todos! ¡El resto debemos saberlo!
—Usa ese trozo de cerebro que tienes —se burló Rath’Tronosombrío—. ¿Qué acuden a venerar y reverenciar los peregrinos?
—Eh… ¿reliquias? ¿Iconos?
Rath’Tronosombrío imitó el asentimiento tolerante y paciente de un tutor.
—Muy bien, hermano. ¿Y cómo pones fin a la peregrinación?
Rath’Oponn se lo quedó mirando sin expresión.
—¡Trasladas las reliquias, idiota! —gritó Rath’Tronosombrío.
—Pero, espera —dijo Rath’Beru—. ¿No se supone entonces que se conoce su ubicación? ¿No se arrasaron todos los montículos? Por el abismo, ¿cuántas fincas y hogares de los campamentos tienen una urna abollada barghastiana en un estante? ¿Es que vamos a ponernos a registrar cada casa de la ciudad?
—No nos interesan nada los recipientes —dijo Hetan con tono profundo.
—¡Ese es precisamente el secreto! —entonó Rath’Tronosombrío mirando a Rath’Beru y meneando la cabeza de un lado a otro—. ¡Nuestras dos hermanas y nuestro hermano saben dónde se encuentran los huesos! —Se enfrentó a Rath’Reina de los Sueños—. ¿No es cierto, querida? Alguna chispa idiota o muy sabia los reunió hace todos esos siglos y los depositó en un solo lugar, y ese lugar continúa en pie, ¿verdad? ¡Déjate de evasivas y di lo que tengas que decir, mujer!
—Eres un grosero —siseó la sacerdotisa.
Itkovian dejó de escuchar cuando continuó la disputa. Había clavado la mirada en Hetan y su atención se agudizó. Ojalá pudiera verle los ojos, aunque solo fuera para confirmar lo que sospechaba.
La mujer estaba temblando. Un temblor tan ligero que el yunque del escudo dudaba que alguien lo hubiera notado. Temblando… Y creo que sé por qué.
Le llamó la atención un movimiento. Karnadas se estaba retirando, se acercaba muy poco a poco a Brukhalian otra vez. La mirada del destriant parecía clavada en los hermanos y hermanas del Consejo, sobre todo en la figura silenciosa y ligera de Rath’Fener, sentado en el extremo derecho. La postura de la espalda y los hombros de Karnadas (y el hecho de que evitara de forma deliberada mirar a Hetan) le indicó a Itkovian que el destriant había tenido la misma revelación, una revelación que había desbocado el corazón del yunque del escudo.
Las Espadas Grises no formaban parte de aquello. De hecho, eran simples observadores neutrales, pero Itkovian no pudo evitar añadir su voluntad silenciosa a la causa de Hetan.
El destriant se retiró junto a Brukhalian, después miró con aire despreocupado y se encontró con los ojos de Itkovian.
El yunque del escudo respondió con el más leve de los asentimientos.
Los ojos de Karnadas se abrieron un poco más y después suspiró.
Sí. La jugada barghastiana. Generaciones de peregrinos… mucho antes de la llegada de los capan y los daru, mucho antes de que naciera el asentamiento. Los barghastianos no suelen honrar a sus muertos de ese modo. No, los huesos ocultos aquí, en algún sitio, no son solo los huesos de un jefe muerto o de un cargador. Estos huesos pertenecen a alguien… realmente importante. Alguien a quien valoraban tanto que los hijos e hijas de un sinfín de generaciones viajaron a su legendario lugar de descanso. Así pues, una verdad trascendente… que lleva a otra.
Hetan tiembla. Los espíritus barghastianos… tiemblan. Se han perdido, han quedado cegados por la profanación. Durante tanto tiempo… perdidos. Los más santos de los restos… y los propios barghastianos nunca tuvieron la certeza, nunca supieron con seguridad que estaban aquí, en esta tierra y este lugar, nunca tuvieron la certeza de que existían de verdad.
Los restos mortales de sus dioses-espíritus.
Y Hetan está a punto de encontrarlos. La sospecha albergada durante tanto tiempo por Humbrall Taur… La jugada audaz (no, exorbitante) de Humbrall Taur.
—Búscame los huesos de las familias fundadoras, hija Hetan.
Los clanes Caras Blancas sabían que el Dominio iría a por ellos una vez que cayera Capustan. Habría, en verdad, una guerra. Sin embargo, los clanes nunca habían estado unidos, las antiguas enemistades mortales y las rivalidades siempre los habían minado por dentro. Humbrall Taur necesitaba esos restos sagrados. Para alzarlos como un estandarte. Para unir a los clanes, olvidados así todos los odios.
Pero Hetan llega demasiado tarde. Incluso aunque gane, aquí, ahora, llega demasiado tarde. Llévate los restos mortales, querida, cómo no, ¿pero cómo los vas a sacar de Capustan? ¿Cómo vas a atravesar fila tras fila de soldados painitas?
La voz de Rath’Reina de los Sueños interrumpió sus pensamientos.
—Muy bien. Hetan, hija de Humbrall Taur, accedemos a tu petición. Os devolvemos los restos mortales de vuestros ancestros. —Se levantó poco a poco y le hizo un gesto a su capitán gidrath. El soldado se acercó y la sacerdotisa empezó a susurrarle unas instrucciones. Después de un momento, el hombre asintió y salió por la puerta que tenía detrás. La mujer enmascarada se giró una vez más hacia los barghastianos.
—Será necesario cierto esfuerzo para… llegar a su lugar de descanso. Con vuestro permiso, entre tanto, nos gustaría hablar con la espada mortal Brukhalian sobre asuntos que se refieren a la defensa de esta ciudad.
Hetan frunció el ceño y después se encogió de hombros.
—Como queráis. Pero nos queda poca paciencia.
La máscara de la reina de los Sueños esbozó una sonrisa.
—Podrás presenciar la extracción en persona, Hetan.
La mujer barghastiana se apartó del Ombligo.
—Acércate, espada mortal —dijo con voz profunda Rath’Embozado—. Con la espada envainada esta vez.
Itkovian vio a su comandante adelantarse y se preguntó a qué venía la advertencia del sumo sacerdote y la sonrisa fría con la que le respondió Brukhalian.
Rath’Tronosombrío se inclinó hacia delante.
—Has de saber, espada mortal, que el Consejo de Máscaras al fin admite lo que para ti y para mí fue obvio desde el principio, la destrucción inevitable de Capustan.
—Te equivocas —respondió Brukhalian, su voz profunda reverberó por toda la sala—. No hay nada inevitable en este asedio inminente, siempre que mantengamos una defensa unificada.
—Los reductos exteriores resistirán —soltó de repente Rath’Beru— todo el tiempo posible.
—¡Serán masacrados, imbécil con anteojeras! —chilló Rath’Tronosombrío—. ¡Cientos de vidas desperdiciadas! ¡Vidas que mal podemos permitirnos perder!
—¡Ya es suficiente! —gritó Rath’Reina de los Sueños—. No es ese el tema que hemos de discutir. Espada mortal, el regreso de la tropa del yunque del escudo lo presenciaron muchos. En concreto, la aparición de… grandes lobos. Según dicen un tanto… desmejorados. No se ha visto a semejantes criaturas desde…
Se abrió una puerta interna y entró una fila de soldados gidrath desarmados y equipados con picos que cruzaron el amplio suelo antes de repartirse por un extremo, donde se pusieron a examinar las baldosas del borde.
Brukhalian carraspeó.
—Este es un tema, Rath’Reina de los Sueños, que concierne también al príncipe Jelarkan.
Solo momentáneamente distraídos por la llegada de los trabajadores, los sumos sacerdotes volvieron a mirar a Brukhalian.
—Ya hemos tratado el tema con el príncipe. Se mostró reacio a compartir información y parecía resuelto a obtener ciertas concesiones del Consejo a cambio de esa información. No vamos a participar en un regateo tan burdo, espada mortal. Deseamos saber la naturaleza y el significado de tales bestias y nos vas a proporcionar las respuestas.
—Bueno, en ausencia de la persona que nos ha contratado —dijo Brukhalian—, no podemos acatar la orden. Si el príncipe nos pidiera lo contrario…
Los trabajadores empezaron a dar golpecitos con los picos contra el borde del suelo. Los fragmentos de las baldosas de cerámica rebotaban alrededor de sus pies como el granizo. Itkovian vio que Hetan daba un paso hacia los hombres. El cántico de Cafal se había reducido a un bisbiseo, un susurro por debajo de cualquier otro sonido que hubiera en la cámara; había clavado los ojos relucientes en los esfuerzos de los gidrath.
Los huesos yacen bajo nosotros. Reunidos aquí, en el corazón de la cámara del salón del vasallaje; me pregunto desde hace cuánto tiempo.
Rath’Tronosombrío bufó al oír las palabras de Brukhalian.
—Vamos, por favor. Así no llegamos a ninguna parte. Que alguien llame al príncipe. Yunque del escudo, había dos magos entre esos mercaderes que salvaste, ¿esos lobos no muertos eran acaso sus mascotas? Tenemos entendido que los magos se han instalado aquí, en el barrio Daru. Mientras que otro miembro de ese grupo de mercaderes ha obrado del mismo modo; de hecho, ha adquirido una casa pequeña y le ha solicitado al Consejo un permiso de renovación. ¡Qué extraño grupo! ¡Cien mil caníbales a las puertas de nuestras murallas y estos forasteros se dedican a comprar propiedades! ¡Y encima con lobos no muertos como mascotas! ¿Qué dices tú, Itkovian, a todo esto?
El yunque del escudo se encogió de hombros.
—Tu razonamiento tiene cierta lógica, Rath’Tronosombrío. En cuanto a las acciones de los magos y el mercader, yo desde luego no puedo explicar su optimismo. Quizá harías mejor en preguntarles a ellos directamente.
—Eso haré, yunque del escudo, eso haré.
Las baldosas resultaron estar pegadas a unas losas más grandes y rectangulares de piedra. Los trabajadores habían conseguido soltar una y la estaban arrastrando hacia un lado para revelar unos entramados de puntales de madera manchados de brea. Las vigas formaban una rejilla suspendida sobre una cámara subterránea de la que surgía un aire denso que olía a humedad. Una vez soltada la primera losa, el proceso de extracción se aceleró.
—Creo —dijo Rath’Embozado— que deberíamos posponer nuestra discusión con la espada mortal, parece que la cámara no tardará en perder el suelo para responder a las exigencias de Hetan. Cuando se reanude esta discusión concreta, asistirá el príncipe Jelarkan para que pueda sostener la mano de la espada mortal y este pueda enfrentarse a nuestras preguntas. Entre tanto, somos testigos de una revelación histórica que se está adueñando a toda prisa de nuestra atención colectiva. Así sea.
—Dioses —murmuró Rath’Tronosombrío—, cuánto hablas, máscara de la muerte. Con todo, será mejor que no hagamos oídos sordos a tu consejo. ¡Rápido, malditos soldados, quitad ese suelo de una vez! ¡Veamos esos huesos enmohecidos!
Itkovian se acercó más y se colocó junto a Hetan.
—Bien jugado —murmuró.
La tensión le quitaba el aliento a la mujer y fue obvio que no confió en su voz lo suficiente como para responder.
Se retiraron más losas. Se encontraron y prepararon unos astiles con unos faroles pero, de momento, la oscuridad continuaba tragándose todo lo que yacía bajo el suelo.
Cafal llegó al otro lado de Itkovian y puso fin a su canturreo.
—Están aquí —dijo con voz profunda—. Empujándonos.
El yunque del escudo asintió, comprensivo. Los espíritus, atraídos a nuestro mundo por el cántico. Han llegados. Ávidos y anhelantes. Sí, los siento…
Abrieron un pozo inmenso con los bordes irregulares pero geométricos, de unos seis metros de ancho y casi lo mismo de largo; alcanzaba el círculo central, que en sí mismo parecía estar colocado sobre una columna de piedra. Los sacerdotes y sacerdotisas del Consejo se habían levantado de sus asientos y comenzaban a acercarse para ver mejor. Una figura se separó de las otras y se acercó al trío de espadas grises.
Brukhalian e Itkovian se inclinaron cuando llegó Rath’Fener. La máscara con pelo y colmillos del hombre carecía de expresión y los ojos contemplaban a Karnadas sin inmutarse.
—He buscado —dijo en voz baja y serena— hasta en las mismísimas pezuñas de nuestro señor. Ayuné durante cuatro días, me deslicé entre los juncos y me encontré en la costa empapada de sangre del propio reino del dueño de los colmillos. ¿Cuándo fue la última vez, señor, que hiciste tú tal viaje?
El destriant sonrió.
—¿Y qué aprendiste mientras estabas allí, Rath’Fener?
—El Tigre del Verano está muerto. Su carne se pudre en una llanura al sur de aquí, muy lejos. Asesinado por secuaces del Vidente Painita. Y sin embargo, contempla a Rath’Trake, posee un vigor renovado, no, un regocijo callado.
—Parecería entonces —dijo Karnadas después de un momento— que el cuento de Trake no ha acabado todavía.
Rath’Fener siseó.
—¿Crees que es una maniobra para llegar a la divinidad? ¡No hay más que un dios de la guerra!
—Quizá sería más prudente que nos ocupáramos del nuestro, señor —murmuró el destriant.
El sacerdote enmascarado bufó, después se giró en redondo y se alejó con paso colérico.
Itkovian lo observó un momento y después se inclinó hacia Karnadas.
—¿Es que eres inmune a la conmoción y la consternación, señor? ¿O acaso ya lo sabías?
—¿Lo de la muerte de Trake? —Las cejas del destriant se alzaron poco a poco, sus ojos seguían clavados en Rath’Fener—. Oh, sí. Mi colega hizo un viaje muy largo para llegar ante las pezuñas hendidas de Fener. Mientras que yo, señor, jamás he dejado ese lugar. —Karnadas se volvió hacia Brukhalian—. Espada mortal, ha llegado el momento de desenmascarar a esa arpía pomposa y desmontar sus afirmaciones de preeminencia…
—No —bramó Brukhalian sin alzar la voz.
—Hiede a desesperación, señor. No podemos confiar en semejante criatura y permitir que continúe entre nuestro rebaño…
Brukhalian se enfrentó a Karnadas.
—¿Y las consecuencias de semejante acto, señor? ¿Es que quieres ocupar su lugar en el Consejo de Máscaras?
—No sería mala idea…
—Esta ciudad no es nuestra casa, Karnadas. Quedarse atrapado en su red es correr un riesgo demasiado grande. Mi respuesta sigue siendo no.
—Muy bien.
Encendieron los faroles largos y los guardias gidrath comenzaron a bajarlos con cautela. Toda la atención se clavó de repente en lo que se revelaba abajo.
El suelo de tierra de la cámara subterránea estaba a menos de la altura de un hombre bajo las vigas cruzadas. Llenaba el espacio que quedaba entre los dos niveles de la proa de madera de un navío abierto, retorcido por los años y quizá lo que en otro tiempo había sido el peso del suelo y las rocas, negro como la brea y tallado con gran ingenio. Desde donde Itkovian se encontraba, podía ver un tramo de ramas que parecían una telaraña y que se extendía hasta una batanga.
Tres trabajadores descendieron a la cámara con faroles en la mano. El yunque del escudo se acercó un poco más. La nave se había tallado a partir un solo árbol y toda su longitud (más de ocho metros) se encontraba aplanada y retorcida en su tumba. Junto a ella, Itkovian pudo distinguir otra nave, idéntica a la primera, y luego otra. Todo el suelo oculto de la cámara del Consejo del salón del vasallaje estaba atestado de barcas. Itkovian no había sabido qué esperar, pero desde luego no era eso. Los barghastianos no son un pueblo de marinos… o al menos ya no. Por todos los dioses del inframundo, estas naves deben de tener miles de años.
—Decenas de miles —susurró el destriant a su lado—. Hasta la hechicería que los protege ha comenzado a fallar.
Hetan se dejó caer y aterrizó con un movimiento ágil junto a la primera nave. Itkovian notó que ella también estaba sorprendida y que estiraba la mano con vacilación para tocar la regala aunque sin llegar a hacerlo, su mano flotó sobre ella, temblorosa e incierta.
Uno de los guardias movió el astil del farol justo por encima del barco.
Varias voces ahogaron un grito.
La nave estaba llena de cuerpos apilados de cualquier modo, cada uno envuelto en lo que parecía una vela manchada de rojo, cada miembro entrelazado de forma separada, con una tela tosca que cubría cada cadáver de los pies a la cabeza. No parecían haberse desecado bajo las mortajas.
Habló entonces Rath’Reina de los Sueños.
—Los primeros escritos de nuestro Consejo describen el hallazgo de este tipo de canoas… en buena parte de los túmulos arrasados durante la construcción de Capustan. Cada uno de ellos contenía solo unos cuantos cuerpos como los que veis aquí y la mayor parte de las canoas se desintegraron durante los esfuerzos para extraerlas. Sin embargo, se respetó a los muertos hasta cierto punto, los cadáveres que no se destruyeron sin querer durante las excavaciones se reunieron y enterraron de nuevo dentro de las naves supervivientes. Hay —continuó la sacerdotisa, cuyas palabras atravesaban el silencio mortal— nueve canoas bajo nosotros y algo más de sesenta cuerpos. Los eruditos de aquel tiempo creían que estos túmulos no eran barghastianos, y creo que es obvio por qué se llegó a esa conclusión. Podéis observar también que los cuerpos son más grandes (casi toblakai en altura), lo que apoyaba la teoría de que no eran barghastianos. Aunque debemos reconocer que existen rasgos toblakai en Hetan y su pueblo. Considero que los toblakai, los barghastianos y los trell descienden todos de la misma raza, si bien los barghastianos tienen más sangre humana que los otros dos. No poseo demasiadas pruebas que apoyen mi hipótesis, aparte de la simple observación de unas características físicas y de sus modos de vida.
—Estos son nuestros espíritus fundadores —dijo Hetan—. La verdad grita en mi interior. La verdad rodea mi corazón con dedos de hierro.
—Buscan su poder —murmuró Cafal con voz profunda desde el borde del pozo.
Karnadas asintió antes de hablar en voz baja.
—Así es, no cabe duda. Alegría y dolor… regocijo atenuado por el dolor por los que todavía están perdidos. Yunque del escudo, somos testigos del nacimiento de unos dioses.
Itkovian se acercó a Cafal y posó una mano en su hombro.
—Señor, ¿cómo vas a sacar estos restos de la ciudad? Los painitas consideran enemigos declarados a todos los dioses, salvo a los suyos. Intentarán destruir cuanto habéis encontrado.
El barghastiano clavó sus ojos pequeños y duros en el yunque del escudo.
—No tenemos respuesta, lobo. Todavía no. Pero tampoco miedo. Ahora no, y nunca jamás.
Itkovian asintió pausadamente.
—Todo va bien —dijo al comprenderlo todo— cuando te encuentras con el abrazo de tu dios.
Cafal enseñó los dientes.
—Dioses, lobo. Tenemos muchos. Los primeros barghastianos que llegaron a esta tierra, los primeros de todos.
—Vuestros ancestros han ascendido.
—Así es. ¿Quién se atreve ahora a desafiar nuestro orgullo?
Desgraciadamente, eso todavía está por ver.
—Debes alguna que otra disculpa —dijo Piedra Menackis cuando salió del círculo de práctica y estiró el brazo para coger un trapo con el que limpiarse el sudor de la cara.
Rezongo suspiró.
—Sí, lo siento, muchacha…
—A mí no, idiota. No tiene sentido disculparse por quién eres y siempre serás, ¿no? —La joven hizo una pausa para examinar la hoja estrecha de su estoque y frunció el ceño al ver una pequeña muesca cerca del borde interno, a un palmo de la punta, después volvió a mirar a la recluta de las Espadas Grises que seguía en el círculo, a la espera de un nuevo adversario—. Esa maldita mujer está muy verde, pero aprende rápido. Con quien deberías disculparte, zoquete, es con maese Keruli…
—Ya no es mi jefe.
—Nos salvó el pellejo a todos, Rezongo, incluyo el tuyo, aunque sea inútil.
Rezongo se cruzó de brazos y alzó una ceja.
—Ah, ¿y cómo se las arregló, si se puede saber? Se desmayó al primer ataque… Es gracioso, pero no vi ningún rayo ni ninguna conflagración de su dios ancestral, ese dios desagradable…
—Perdimos el sentido todos, idiota. Estábamos acabados. Pero ese sacerdote nos sacó el alma del cuerpo; en lo que a esos k’chain che’malle respectaba, estábamos muertos. ¿No recuerdas haber soñado? ¡Soñaste! Nos metió en plena senda de ese dios ancestral. Yo recuerdo cada detalle…
—Supongo que estaba muy ocupado muriendo de verdad —soltó Rezongo.
—Sí, así es, y Keruli también te salvó de eso. Cerdo desagradecido. En un momento me estaba zarandeando un k’chain che’malle y al siguiente desperté… en otro sitio… con un enorme lobo fantasma sobre mí. Y supe, lo supe al instante, Rezongo, que nada iba a pasar junto a ese lobo. Estaba haciendo guardia… sobre mí.
—¿Una especie de sirviente del dios ancestral?
—No, no tiene ningún sirviente. Lo que tiene son amigos. No sé tú, pero saber eso, entender eso como lo entendí allí, con ese lobo gigante… Bueno, un dios que encuentra amigos en lugar de adoradores mecánicos… maldita sea, soy suya, Rezongo, en cuerpo y alma. Y lucharé por él porque sé que él luchará por mí. Dioses ancestrales horribles, ¡bah! A mí que me den uno así antes que a esos idiotas que gruñen y discuten y andan todo el día con sus templos, sus arcas y sus rituales.
Rezongo se la quedó mirando sin poder creérselo.
—Debo de estar alucinando todavía —murmuró.
—Da igual lo que yo diga —dijo Piedra mientras envainaba el estoque—. Keruli y su dios ancestral te salvaron la vida, Rezongo. Así que ahora vamos a ir a verlo y tú te vas a disculpar, y si eres listo, vas a comprometerte a continuar a su lado en todo lo que haya de suceder…
—Y una mierda del Embozado. Oh, claro, diré que lo siento y todo eso, pero no quiero tener nada que ver con dioses, ancestrales o de otro tipo, y eso incluye a sus sacerdotes…
—Sabía que no eras listo, pero tenía que intentarlo de todos modos. Vamos entonces. ¿Dónde se ha metido Buke?
—No estoy seguro. Solo vino para, eh, traerme a mí.
—El dios ancestral también lo salvó a él. Y a Mancy. El Embozado sabe que a esos dos nigromantes les importaba un carajo si vivían o morían. Si es listo, dejará ese contrato.
—Bueno, ninguno de nosotros somos tan listos como tú, Piedra.
—Y que lo digas.
Dejaron el complejo. Rezongo sentía todavía los efectos de los últimos días pero con la barriga llena de comida en lugar de vino y cerveza y las atenciones momentáneas pero eficaces del sacerdote de las Espadas Grises, Karnadas, se encontró con que su paso era más firme y el dolor que tenía detrás de los ojos había comenzado a desvanecerse y se había convertido en unas punzadas apagadas. Tuvo que alargar el paso para mantenerse a la altura de la marcha habitual de Piedra. Aunque su belleza atraía la atención, su paso despiadado y su mirada sombría garantizaban vía libre entre cualquier multitud, y los pocos y acobardados ciudadanos de Capustan se escabullían más rápido que la mayoría.
Rodearon el cementerio y dejaron a su izquierda los erguidos troncos-ataúdes de arcilla. Otra necrópolis se alzaba justo delante, con el estilo daru de criptas y urnas que Rezongo conocía bien de Darujhistan. Piedra giró un poco a la izquierda y se metió por el pasaje estrecho e irregular que quedaba entre los terrenos de muros bajos de la necrópolis y el borde exterior de la explanada de Tura’l. Quince metros después entraron en una plaza más pequeña que atravesaron antes de llegar al borde oriental del Distrito de los Templos.
Rezongo ya estaba harto de ir dando tropezones tras Piedra como un perrito faldero.
—Escucha —gruñó—. Acabo de salir de este barrio. Si Keruli ha acampado por aquí cerca, ¿por qué no viniste a buscarme y me ahorraste el paseo?
—Vine a buscarte, pero apestabas como el retrete de una taberna hedionda. ¿Es así como querías aparecer delante de maese Keruli? Tenías que asearte y comer algo y yo no pensaba hacerte de niñera mientras tanto.
Rezongo se aplacó y empezó a murmurar por lo bajo. Dioses, ojalá el mundo estuviera lleno de mujeres pasivas y lloriqueantes. Pensó en eso un momento más y después frunció el ceño. Pensándolo bien, sería una pesadilla. El trabajo de un hombre es convertir la chispa en llamas, no sofocarla…
—Quítate esa expresión soñadora de la cara —le soltó Piedra—. Hemos llegado.
Rezongo parpadeó, suspiró y se quedó mirando el edificio pequeño y desvencijado que tenían delante: sencillo, bloques de piedra llenos de agujeros y cubiertos por algunas partes con escayola antigua, un tejado plano de vigas cuya madera vieja se combaba y una puerta por la que Piedra y él tendrían que pasar agachados.
—¿Es aquí? Por el aliento del Embozado, esto es patético.
—Es un hombre modesto —dijo Piedra con las manos en las caderas—. A su dios ancestral no le va tanta pompa y ceremonia. Además, con la historia que tiene, salió barato.
—¿Historia?
Piedra frunció el ceño.
—Hay que derramar sangre para santificar el suelo sagrado del dios ancestral. Una familia entera se suicidó en esta casa, hace menos de una semana. Keruli estaba…
—¿Encantado?
—Era más bien una felicidad atemperada. Lamentó sus prematuras muertes, por supuesto…
—Por supuesto.
—Y después hizo una oferta.
—Como es natural.
—En definitiva, que ahora es un templo…
Rezongo se volvió hacia ella.
—Espera un momento. No estaré comprometiéndome con ninguna fe cuando entre, ¿verdad?
Piedra esbozó una sonrisita de satisfacción.
—Lo que tú digas.
—Significa que no pienso hacerlo. ¿Me entiendes? Y más vale que Keruli lo entienda también. ¡Y su puñetero y viejo dios! Ni una sola genuflexión, ni siquiera un saludo con la cabeza al altar. Y si no te parece aceptable, entonces me quedo aquí fuera.
—Relájate, nadie espera nada de ti, Rezongo. ¿Por qué habrían de esperarlo?
El hombre hizo caso omiso del desafío burlón que asomaba a los ojos femeninos.
—Muy bien, pues tú delante, mujer.
—Como siempre. —Piedra se acercó a la puerta y la abrió de un tirón—. Medidas locales de seguridad, no se pueden tirar estas puertas de una patada, todas se abren hacia fuera y se construyen más grandes que el marco interior. Inteligente, ¿eh? Las Espadas Grises esperan escaramuzas casa por casa una vez que caigan las murallas, pero esos painitas se van a encontrar el camino bastante complicado.
—¿La defensa de Capustan asume la pérdida de las murallas? Qué optimistas. Estamos todos metidos en una trampa mortal y el truco de Keruli de huir al mundo de los sueños no va a ayudarnos mucho cuando los Tenescowri se hagan un asado con nuestros cuerpos como plato principal, ¿no crees?
—Eres un buey miserable, ¿no crees?
—El precio de ver las cosas con claridad, Piedra.
La mujer agachó la cabeza al entrar en el edificio y le hizo un gesto a Rezongo para que la siguiera. El hombre dudó pero luego, todavía con el ceño fruncido, se metió.
Se encontraron en una pequeña cámara de recepción con las paredes desnudas y baldosas de arcilla, había unos cuantos huecos para faroles en las paredes y una fila de ganchos de hierro sin adornos para la ropa. Enfrente había otra puerta, un largo mandil de cuero era la única barrera. El aire olía a jabón de lejía con un leve trasfondo de bilis.
Piedra se soltó el broche del manto y lo colgó de un gancho.
—La mujer salió gateando de la habitación principal para morir aquí —dijo—. Y arrastró las entrañas todo el camino. Cosa que suscitó algunas sospechas, se llegó a pensar que su suicidio no había sido voluntario. O eso o cambió de opinión.
—Quizás un vendedor de leche de cabra llamó a la puerta —sugirió Rezongo— y ella estaba intentando anular el pedido.
Piedra lo estudió un momento como si se lo planteara, pero después se encogió de hombros.
—Me parece un poco elaborado como explicación pero ¿quién sabe? Podría ser. —Se dio la vuelta y entró por la puerta interior entre un siseo de cuero.
Rezongo la siguió con un suspiro.
La cámara principal ocupaba toda la anchura de la casa. Una serie de huecos (almacenes y dormitorios del tamaño de una celda) dividían la pared posterior, un pasaje central arqueado la partía y conducía al jardín y el patio de atrás. Bancos y cofres atestaban una esquina de la cámara. Justo delante de ellos había un fuego central y un horno de arcilla encorvado que irradiaba calor. En el aire flotaba el aroma a pan recién hecho.
Maese Keruli estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo de baldosas, a la izquierda del fuego, con la cabeza inclinada y la testa brillándole con gotitas de sudor.
Piedra se adelantó un poco e hincó una rodilla en el suelo.
—¿Maese?
El sacerdote levantó la cabeza y su rostro redondo se arrugó con una sonrisa.
—He hecho borrón y cuenta nueva para todos —dijo—. Ahora descansan en paz. Sus almas han fabricado un mundo soñado digno de ellos y oigo reír a los niños.
—Tu dios es misericordioso —murmuró Piedra.
Rezongo puso los ojos en blanco y se acercó a los cofres.
—Gracias por salvarme la vida, Keruli —gruñó—. Siento haber sido tan vil sobre el tema. Al parecer tu mercancía sobrevivió, me alegro. Bueno, yo ya me voy…
—Un momento, por favor, capitán.
Rezongo se dio la vuelta.
—Tengo algo para tu amigo, Buke —dijo el sacerdote—. Una… ayuda… para su empresa.
—¿Sí? —Rezongo evitó la mirada interrogante de Piedra.
—Ahí, en ese segundo cofre, sí, el pequeño de hierro. Sí, ábrelo. ¿Lo ves? Encima del rollo gris oscuro de fieltro.
—¿Este pajarito de arcilla?
—Sí. Por favor, dile que lo machaque y lo convierta en polvo, después que lo mezcle con agua fría que haya sido hervida durante al menos cien latidos. Una vez hecha la mezcla, Buke debe bebérsela, toda.
—¿Quieres que beba agua embarrada?
—La arcilla le aliviará los dolores de estómago, y también hay otros beneficios que descubrirá en su debido momento.
Rezongo dudó.
—Buke no es un hombre que confíe demasiado en la gente, Keruli.
—Dile que de otro modo su presa lo eludirá. Con facilidad. Dile también que para lograr lo que desea, debe aceptar aliados. Los dos debéis aceptarlos. Comparto vuestra preocupación por ese tema. Otros aliados lo encontrarán a él, con el tiempo.
—Muy bien —dijo Rezongo con un encogimiento de hombros. Cogió el pequeño objeto de arcilla y se lo metió en el saquito del cinturón.
—¿De qué estáis hablando vosotros dos? —preguntó Piedra sin alzar la voz.
Rezongo se tensó al oír el tono suave, ya que por lo general precedía una explosión de mal genio, pero Keruli se limitó a esbozar una sonrisa mayor.
—Un asunto privado, querida Piedra. Ahora tengo instrucciones para ti; por favor, ten paciencia. Capitán Rezongo, ya no quedan deudas entre nosotros. Vete en paz.
—Ya. Gracias —añadió con brusquedad—. Ya puedo salir yo solo.
—Ya hablaremos más tarde, Rezongo —dijo Piedra—. ¿Verdad?
Primero tendrás que encontrarme.
—Pues claro, muchacha.
Unos momentos más tarde se encontraba fuera; se sentía extrañamente abrumado y nada menos que por la naturaleza amable y compasiva de un simple viejo. Permaneció allí unos minutos, sin moverse, observando a los nativos que pasaban a su lado a toda prisa. Como hormigas en un nido al que se le ha dado una patada. Y la patada siguiente las va a matar a todas…
Piedra observó irse a Rezongo y después se volvió hacia Keruli.
—Dijiste que tenías instrucciones para mí.
—Nuestro amigo el capitán tiene un camino difícil por delante.
Piedra frunció el ceño.
—Rezongo no coge caminos difíciles. Al primer indicio de problemas, se da la vuelta y sale pitando en dirección contraria.
—A veces no hay alternativa.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo?
—Está llegando su hora. Será pronto. Solo te pido que permanezcas cerca de él.
El ceño femenino se profundizó.
—Eso depende de él. Tiene un don para que no lo encuentren si no quiere.
Keruli le dio la espalda para ocuparse del horno.
—Yo diría —murmuró— que su don está a punto de fallarle.
La luz de las telas y la luz difusa del sol bañaba las canoas y sus cadáveres envueltos. Habían expuesto el pozo entero tras arrancar la mayor parte del suelo del salón del vasallaje (la columna de granito que conformaba el círculo del centro de la cámara se alzaba sola) para revelar las naves, aplastadas y apiladas como la cosecha de un antiguo huracán.
Hetan se arrodilló con la cabeza inclinada delante de la primera canoa. No se había movido en cierto tiempo.
Itkovian había bajado para llevar a cabo su propio examen de los restos y en ese momento se movía con pasos cautelosos entre las ruinas, Cafal lo seguía en silencio. Llamó la atención del yunque del escudo las tallas de las proas; si bien no había dos iguales, sí que había una continuidad en los temas representados, eran escenas de batallas marinas, los barghastianos claramente reconocibles en sus largas canoas bajas, luchando con un enemigo singular, una especie alta y ágil de rostros angulares y ojos grandes y almendrados que llegaban en barcos de altos muros.
Cuando se agachó para estudiar uno de los paneles, Cafal murmuró algo detrás de él.
—T’isten’ur.
Itkovian miró hacia atrás.
—¿Señor?
—Los enemigos de nuestros espíritus fundadores. T’isten’ur, los pieles grises. Demonios de los antiguos relatos que recopilaban cabezas y sin embargo mantenían vivas a las víctimas… Cabezas que permanecían vigilantes, cuerpos que trabajaban sin descanso. T’isten’ur: demonios que moraban en las sombras. Los espíritus fundadores lucharon contra ellos en los Yermos Azules… —Quedó callado, arrugó el ceño y después continuó—. Los Yermos Azules. No comprendíamos un lugar así. Los cargadores creían que era nuestro reino natal. Pero ahora… era el mar, los océanos.
—El reino natal barghastiano en realidad, entonces.
—Sí. Los espíritus fundadores expulsaron a los t’isten’ur de los Yermos Azules, expulsaron a los demonios, que tuvieron que regresar a su inframundo, el Bosque de las Sombras, un reino que se dice que se encuentra lejos, al sureste…
—Otro continente, quizá.
—Quizá.
—Estás descubriendo la verdad que hay tras vuestras leyendas más antiguas, Cafal. En mi tierra natal de Elingarth, lejos de aquí, al sur, se cuentan historias sobre un continente lejano que está en la dirección que has indicado. Una tierra, señor, de abetos gigantes, secuoyas y píceas, un bosque ininterrumpido cuyas bases están ocultas en las sombras y habitado por fantasmas mortales.
»Como yunque del escudo —continuó Itkovian después de un momento, mientras volvía a mirar las tallas—, soy tanto estudioso como guerrero. T’isten’ur, un nombre que despierta ecos curiosos. Tiste andii, los moradores de la Oscuridad. Y más raramente mencionados, e incluso entonces nada más que entre susurros de miedo, sus sombríos parientes, los tiste edur. De piel gris, se creían extintos, y menos mal, pues es un nombre que suscita pavor. T’isten’ur, la primera oclusión glotal implica un tiempo pasado, ¿no? Tlan, bueno, t’lan… vuestro idioma está emparentado con el de los imass. Son parientes cercanos. Dime, ¿entiendes el moranthiano?
Cafal gruñó.
—Los moranthianos hablan el idioma de los cargadores barghastianos, la lengua sagrada, el idioma que se alzó del pozo de la oscuridad y del que procede todo pensamiento y todas las palabras. Los moranthianos afirman ser parientes de los barghastianos, nos llaman su «familia caída». Pero son ellos los que han caído, no nosotros. Ellos, que han encontrado un bosque sombrío en el que vivir. Ellos, que han abrazado las alquimias de los t’isten’ur. Ellos, que hicieron las paces con los demonios hace mucho tiempo e intercambiaron secretos antes de retirarse a sus espesuras de las montañas para esconderse para siempre detrás de sus máscaras de insectos. No me preguntes más sobre los moranthianos, lobo. Han caído y no se arrepienten. Se acabó.
—Muy bien, Cafal. —Itkovian se irguió poco a poco—. Pero el pasado se niega a permanecer enterrado, como ves aquí. El pasado también oculta verdades agitadas, verdades desagradables además de gozosas. Una vez que se ha dado comienzo al esfuerzo de desvelarlas… Señor, ya no hay vuelta atrás.
—Eso es algo que he comprendido —gruñó el guerrero barghastiano—. Como mi padre nos advirtió, en el éxito encontraremos semillas de desesperación.
—Me gustaría conocer a Humbrall Taur algún día —murmuró Itkovian.
—Mi padre puede aplastar el pecho de un hombre con un abrazo. Puede empuñar espadas de gancho con las dos manos y matar a diez guerreros en apenas unos latidos. Sin embargo, lo que los clanes más temen de su caudillo es su inteligencia. De sus diez hijos, Hetan es la que más se parece a él en ingenio.
—Tu hermana muestra una franqueza brutal.
Cafal lanzó un gruñido.
—Igual que nuestro padre. Te lo advierto ya, yunque del escudo, mi hermana ha bajado su lanza en tu dirección y te ha puesto en su punto de mira. No escaparás. Se acostará contigo a pesar de todos tus votos y después le pertenecerás.
—Te equivocas, Cafal.
El barghastiano enseñó los dientes afilados y no dijo nada.
Tú también tienes el ingenio de tu padre, Cafal, me desvías con astucia de los antiguos secretos barghastianos asaltando con osadía mi honor.
Una decena de metros tras ellos, Hetan se levantó y miró al círculo de sacerdotes y sacerdotisas que bordeaban el agujero del suelo.
—Podéis volver a poner las losas de piedra. El traslado de los restos de los espíritus fundadores debe esperar…
Rath’Tronosombrío lanzó un bufido.
—¿Hasta cuándo? ¿Hasta que los painitas hayan terminado de asolar la ciudad? ¿Por qué no acudes a tu padre y le dices que traiga aquí a los clanes barghastianos? ¡Que rompa el asedio y después tú y los tuyos podréis llevaros esos huesos en paz y con todas nuestras bendiciones!
—No. Librad vosotros vuestra propia guerra.
—¡Los painitas os devorarán cuando nosotros hayamos desaparecido! —chilló Rath’Tronosombrío—. ¡Sois unos necios! ¡Tú y tu padre! ¡Vuestros clanes! ¡Necios todos!
Hetan esbozó una sonrisa.
—¿Es pánico lo que veo en el rostro de tu dios?
El sacerdote se encorvó de repente y habló con voz ronca.
—Tronosombrío nunca siente pánico.
—Entonces debe de ser el hombre mortal que hay tras la fachada —concluyó Hetan con una sonrisa desdeñosa y triunfante.
Rath’Tronosombrío siseó, furioso, dio media vuelta y se abrió camino entre sus compañeros con las sandalias aleteando al salir corriendo de la cámara.
Hetan salió trepando del pozo.
—¡Yo ya he terminado aquí, Cafal! ¡Regresamos al cuartel!
Brukhalian estiró el brazo para ayudar a Itkovian a salir del pozo y cuando el yunque del escudo se irguió, la espada mortal lo acercó con un leve tirón.
—Acompaña a esos dos —murmuró—. Tienen algo preparado para el traslado de…
—Quizá —interpuso Itkovian—, pero, con franqueza, señor, no veo cómo.
—Entonces piensa en ello, señor —le ordenó Brukhalian.
—Lo haré.
—Por cualquier medio, yunque del escudo, cualquiera.
Todavía muy cerca de la espada mortal, Itkovian miró al hombre a los ojos oscuros.
—Señor, mis votos…
—Soy la espada mortal de Fener, señor. Debes reunir la información, una orden que no procede de mí, sino del propio dios de los colmillos. Yunque del escudo, es una orden nacida del miedo. Nuestro dios, señor, está muerto de miedo. ¿Lo entiendes?
—No —soltó Itkovian de repente—. No lo entiendo. Pero he oído tu orden, señor. Así será. —Brukhalian soltó el brazo del yunque del escudo y se volvió un poco para mirar a Karnadas, que permanecía, pálido y muy quieto, junto a ellos—. Ponte en contacto con Ben el Rápido, señor, por el medio que sea…
—No sé si podré —respondió el destriant—, pero lo intentaré, señor.
—Este asedio —gruñó Brukhalian, y se le nublaron los ojos con una visión interna— es una flor ensangrentada y antes de que termine el día se abrirá ante nosotros. Y al intentar coger su tallo, descubriremos también las espinas…
Los tres hombres se volvieron al acercarse uno de los sacerdotes Rath. Sereno, los ojos soñolientos quedaban visibles tras la felina máscara a rayas.
—Caballeros —dijo el hombre—, nos aguarda una batalla.
—¿Ah, sí? —dijo Brukhalian con sequedad—. No éramos conscientes de eso.
—Nuestros señores de la guerra se encontrarán en medio de esa batalla encarnizada. El Jabalí. El Tigre. Un ascendiente en peligro y un espíritu a punto de despertar a la verdadera divinidad. ¿No os preguntáis, caballeros, de quién es esta guerra en realidad? ¿Quién es el que osa cruzar su filo con nuestros señores? Pero hay algo incluso más curioso que todo esto, ¿de quién es el rostro oculto que hay detrás de esta ascensión predestinada de Trake? ¿Qué valor tendrían en verdad dos dioses de la guerra? ¿Dos señores del Verano?
—Ese —dijo el destriant arrastrando las palabras— no es un título único, señor. Jamás hemos discutido que Trake puede compartirlo.
—No has conseguido ocultar tu alarma ante mis palabras, Karnadas, pero lo dejaré pasar. Tengo, sin embargo, una última pregunta. ¿Cuándo destituirás a Rath’Fener, como es tu derecho como destriant de Fener, un título que nadie ha ostentado de modo legítimo desde hace mil años… salvo por ti, por supuesto y, aparte de eso, por qué ha visto Fener la necesidad de revivir el más elevado de los cargos justo ahora? —Después de un momento se encogió de hombros—. Ah, bueno, no importa. Rath’Fener no es aliado vuestro, ni de vuestro dios, eso ya debéis de saberlo. Percibe la amenaza que representas para él y hará todo lo que pueda por acabar contigo y tu compañía. Si alguna vez necesitaras ayuda, ven a buscarme.
—Pero dices que tú y tu señor sois nuestros rivales, Rath’Trake —gruñó Brukhalian.
La máscara se crispó en una sonrisa fiera.
—Solo lo parece ahora mismo, espada mortal. Será mejor que me despida ya de vosotros, de momento. Adiós, amigos míos.
Se produjo un largo silencio mientras las tres espadas grises observaban alejarse al sacerdote Rath, después Brukhalian se sacudió.
—Puedes irte, yunque del escudo. Destriant, me gustaría hablar un momento más contigo…
Conmocionado, Itkovian se dio la vuelta y partió tras los dos guerreros barghastianos. La tierra se ha movido bajo nuestros pies. Trastornados, a pocos momentos de derramar nuestra sangre y el peligro nos acosa ahora por todos lados. Dios de los Colmillos, líbranos de la incertidumbre. Te lo ruego. No es la hora…