Por el suelo que ellos hollan, la sangre los sigue…
La visión de Kulburat
Horal Thume (n. 1134)
A la puerta del Atardecer de Saltoan se llegaba por una amplia calzada arqueada por encima del canal. Tanto el puente como el canal en sí necesitaban reparaciones urgentes, la argamasa se deshacía y se abría en grandes grietas salpicadas de hierba allí donde se habían asentado los cimientos. Saltoan, que era una de las ciudades más antiguas de la llanura Visión, se encontraba antaño junto al río Catlin, y se había enriquecido con el comercio transcontinental hasta que el río cambió de curso con el paso de una sola y lluviosa primavera. Se construyó el canal Korselan, en un esfuerzo por restablecer el lucrativo vínculo con el comercio fluvial, además de cuatro profundos lagos (dos dentro del propio lecho del antiguo río) para contar con amarraderos. El esfuerzo revirtió en un éxito marginal y los cuatrocientos años transcurridos desde entonces fueron testigos de un declive lento e inexorable.
El ceño de Rezongo al guiar su caballo por la calzada se profundizó al ver las murallas bajas y gruesas de Saltoan. Unas manchas marrones corrían como vetas por los lados inclinados. El capitán de la caravana olió las aguas residuales. Había muchas figuras cubriendo las almenas, pero pocas, si es que había alguna, pertenecían a la policía o al ejército. La ciudad había enviado su tan cacareada Guardia Montada al norte, a unirse a las fuerzas de Caladan Brood en la guerra contra el Imperio de Malaz. Lo que quedaba de su ejército no merecía ni el betún que les daban para limpiarse las botas.
Echó la vista atrás cuando el carruaje de su jefe entró con estrépito en la calzada. En el pescante del conductor, Harllo lo saludó con la mano. A su lado, Piedra sostenía las riendas y Rezongo vio que la mujer movía los labios en una retahíla de maldiciones y quejas. El saludo de Harllo se marchitó tras un momento.
Rezongo volvió a mirar la puerta del Atardecer. No había guardias a la vista y muy poco tráfico. Las dos enormes puertas de madera estaban entreabiertas y parecía que no las habían cerrado en mucho tiempo. El humor del capitán se agrió todavía más. Frenó el paso del caballo hasta que el carruaje se puso a su altura.
—Vamos directamente, ¿no? —preguntó Piedra—. Todo recto hasta la puerta del Amanecer, ¿no?
—Eso he aconsejado —dijo Rezongo.
—¿Qué sentido tiene toda nuestra experiencia si el amo no hace caso de nuestros consejos? ¡Respóndeme a eso, Rezongo!
El capitán se limitó a encogerse de hombros. Seguro que Keruli podía oír cada palabra, y seguro que Piedra lo sabía.
Se acercaron a la entrada arqueada. La avenida que partía del interior se estrechaba hasta convertirse en un callejón tortuoso enterrado bajo la penumbra de los niveles superiores de los edificios que lo flanqueaban, unos niveles que sobresalían hasta casi tocarse. Rezongo volvió a ponerse delante del carruaje. Unos pollos escuálidos se escabulleron de su camino, pero las ratas gordas y negras de las alcantarillas se limitaron a hacer una pausa en su festín de basura podrida para ver las ruedas del carruaje que pasaban rodando.
—Dentro de un momento vamos a arañar los lados —dijo Harllo.
—Si podemos salvar el paso de Caracrispada, todo irá bien.
—Sí, pero eso es un gran «si», Rezongo. Claro que hay grasa más que suficiente en estas paredes…
El callejón se iba estrechando hasta el punto de formar un embudo conocido con el nombre de paso de Caracrispada. Un sinfín de carretas de mercaderes había ido excavando surcos profundos en los dos muros. Los adoquines estaban sembrados de radios rotos y trozos arrancados. El barrio tenía mentalidad de saboteador, Rezongo lo sabía bien. Cualquier carreta atrapada en el paso era material reutilizable y a los nativos no se les caían los anillos por tirar de espada si alguien se oponía a sus exigencias. Rezongo solo había derramado sangre allí una vez, seis o siete años antes. Una noche turbulenta, recordó. Sus guardias y él habían despoblado de asesinos y matones medio bloque durante esas horas oscuras de pesadilla antes de conseguir sacar la carreta del pasaje dando marcha atrás, quitar las ruedas, poner rodillos y mover la carreta a pulso.
No quería repetir la historia.
Los ejes rasparon los muros unas cuantas veces al atravesar el embudo, pero después, con una maldiciente Piedra y un sonriente Harllo agachados bajo las ropas empapadas que colgaban de un tendedero, salieron al terreno abierto de la plaza que había detrás.
No había sido un propósito deliberado lo que había creado la plaza del Armario de Wu. El espacio abierto había nacido de la casual convergencia de trece calles y callejones de anchuras variadas. La posada a la que en otro tiempo llevaban todas había dejado de existir en un incendio un siglo atrás, su legado era una amplia e irregular extensión de losas y adoquines que había adquirido de forma inexplicable el nombre de Armario de Wu.
—Coge la calle Mucosin, Piedra —la dirigió Rezongo al tiempo que señalaba con un gesto la amplia avenida que se abría al este de la plaza.
—Me acuerdo muy bien —gruñó la mujer—. ¡Dios, cómo apesta!
Una veintena de pilluelos había descubierto su llegada y seguían al carromato como una bandada de buitres sin alas, con los rostros sucios y picados de viruelas cerrados y demasiado serios. No hablaba nadie.
Todavía en cabeza, Rezongo metió el caballo por la calle Mucosin. Observó unas cuantas caras que se asomaban a las ventanas mugrientas, pero no pasaba nadie más. Ni aquí… ni por delante. Esto no tiene buena pinta.
—Capitán —lo llamó Harllo.
Rezongo no se volvió.
—¿Sí?
—Esos críos… se han desvanecido sin más.
—Ya. —Decidió soltarse los alfanjes de Gadrobi—. Carga la ballesta, Harllo.
—Ya está.
Lo sé, pero por qué no anunciarlo de todos modos.
Quince metros más allá aparecieron tres figuras en la calle. Rezongo entrecerró los ojos. Reconoció a la mujer alta del medio.
—Hola, Nektara. Veo que has ampliado tus operaciones.
La mujer de la cara marcada sonrió.
—Vaya, pero si es Rezongo. Y Harllo. ¿Y quién más? Oh, ¿esa es Piedra Menackis? Seguro que tan desagradable como siempre, querida, aunque todavía pongo mi corazón a tus pies.
—Mala idea —dijo Piedra arrastrando las palabras—. Nunca piso ligero.
La sonrisa de Nektara se ensanchó.
—Y haces que ese mismo corazón se dispare, cariño. Cada vez.
—¿Cuál es el peaje? —preguntó Rezongo, que detuvo su montura a ocho metros de la mujer y sus dos silenciosos guardaespaldas.
Nektara alzó las cejas depiladas.
—¿Peaje? Esta vez no, Rezongo. Seguimos en las propiedades de Garno, nos han permitido pasar. Somos una simple escolta.
—¿Escolta?
El sonido de las contraventanas del carruaje al abrirse con estrépito hizo girar la cabeza al capitán. Reconoció la mano de su amo, que después le hacía un gesto lánguido para que se acercase.
Rezongo desmontó. Llegó a la puerta lateral del carruaje y se asomó para ver el rostro redondo y pálido de Keruli.
—Capitán, tenemos que reunirnos con los… gobernantes de la ciudad.
—¿El rey y su Consejo? ¿Por qué…?
Una suave carcajada lo interrumpió.
—No, no. Los verdaderos gobernantes de Saltoan. Con un gran coste y tras extraordinarias negociaciones se ha convocado una reunión de todos los señores y señoras de los dominios, a quienes voy a dirigirme esta noche. Puedes admitir la escolta que nos acaban de ofrecer. Te aseguro que todo está en orden.
—¿Por qué no explicaste todo eso antes?
—No tenía la certeza de que las negociaciones hubieran llegado a buen fin. El asunto es complejo, pues son los señores y señoras de los dominios los que han pedido… ayuda. Yo, a mi vez, debo procurar ganarme su confianza, puesto que represento al agente más eficaz para ofrecerles dicha ayuda.
¿Tú? Pero entonces, en el nombre del Embozado, ¿quién eres tú?
—Ya veo. De acuerdo entonces, confía en esos delincuentes si quieres, pero me temo que nosotros no compartimos tu fe.
—Comprendido, capitán.
Rezongo regresó con su caballo, recogió las riendas y miró a Nektara.
—Tú primero.
Saltoan era una ciudad con dos corazones, con dos cámaras que albergaban diferentes tonos de sangre, pero ambas igual de viles y corruptas. Sentado con la espalda apoyada en el muro de la atestada taberna de techos bajos, Rezongo observaba con los ojos entrecerrados una variopinta colección de asesinos, extorsionadores y matones cuya cuota de poder se medía en miedo.
Piedra se apoyaba en la pared a la izquierda del capitán y Harllo compartía el banco a la derecha. Nektara había arrastrado su silla y una mesa pequeña y redonda hasta dejarlo todo cerca de Piedra. Unas gruesas espirales de humo se alzaban del narguile que tenía delante la señora del dominio y envolvían los rasgos marcados a cuchillo en vapores de alquitrán y melaza. Con la boquilla del narguile en la mano izquierda, la otra mano la apoyaba en el muslo recubierto de cuero de Piedra.
Keruli se encontraba en el centro de la sala, delante de la mayoría de los señores y señoras del crimen de la ciudad. El bajito había unido las manos sobre el cinturón de seda gris lisa y su manto de seda negra rielaba como obsidiana fundida. Una extraña gorra ceñida le cubría la testa calva, su estilo recordaba al que usaban ciertas figuras encontradas entre las esculturas más antiguas de Darujhistan y en tapices igual de antiguos.
Había comenzado su discurso en voz baja y perfectamente modulada.
—Es un placer estar presente en tan propicia reunión. Cada ciudad tiene sus velos secretos y para mí es un honor que este tan selecto se separe ante mí. Por supuesto que me doy cuenta de que muchos de vosotros quizá me veáis como alguien cortado por el mismo patrón que vuestros enemigos declarados, pero os aseguro que no es el caso. Habéis expresado vuestras preocupaciones por el influjo que tienen los sacerdotes del Dominio Painita en Saltoan. Hablan de ciudades recién llegadas a la protección divina del culto del Vidente Painita y les ofrecen a los plebeyos relatos de leyes aplicadas de forma imparcial a todos los ciudadanos, de derechos y privilegios codificados, de la grata imposición del orden, un orden que desafía las tradiciones y costumbres locales. Siembran semillas de discordia entre vuestros súbditos, un precedente peligroso, sin duda.
Se oyeron murmullos de asentimiento entre los grandes señores y señoras del crimen. Rezongo estuvo a punto de sonreír ante el civilizado decoro que reinaba entre aquellos asesinos criados en las calles. Echó un vistazo y descubrió con las cejas alzadas que la mano de Nektara se había hundido bajo los pliegues de cuero de los pantalones de Piedra, por la entrepierna. La cara de Piedra estaba arrebolada, había una leve sonrisa en sus labios y tenía los ojos casi cerrados. Reina de los Sueños, no me extraña que nueve décimas partes de los hombres de esta habitación estén jadeando, por no hablar de tomarse el vino a grandes tragos. Él mismo estiró el brazo para coger la jarra.
—Una auténtica matanza —gruñó una de las grandes damas—. Cada uno de esos malditos curas debería terminar con la barriga abierta, es la única manera de arreglar esto, es lo que yo digo.
—Mártires de la fe —respondió Keruli—. Un ataque tan directo está destinado a fracasar, como ha pasado en otras ciudades. Este es un conflicto de información, damas y caballeros, o, más bien, de desinformación. Los sacerdotes están llevando a cabo una campaña de engaño. El Dominio Painita, a pesar de toda su imposición de la ley y el orden, es una tiranía caracterizada por los extraordinarios niveles de crueldad que ejerce sobre su pueblo. Sin duda habéis oído hablar de los Tenescowri, el ejército del Vidente de desposeídos y abandonados; pues nada de lo que habéis oído eran exageraciones. Caníbales, violadores de muertos…
—Los hijos de la semilla de los muertos. —Un hombre alzó la voz y se inclinó hacia delante—. ¿Es cierto? ¿Es siquiera posible? Que las mujeres desciendan sobre los campos de batalla y sobre soldados cuyos cadáveres no se han enfriado todavía…
El asentimiento de Keruli fue sombrío.
—Entre la generación más joven de seguidores de los Tenescowri… sí, están los hijos de la semilla de los muertos. Prueba singular de lo que es posible. —Hizo una pausa y después continuó—. El Dominio posee sus fieles sagrados, los ciudadanos de las ciudades originales painitas, a quienes se aplican todos los derechos y privilegios de los que hablan los sacerdotes. Nadie más puede adquirir esa ciudadanía. Los no ciudadanos son menos que esclavos, son los sujetos (los objetos) de todas las crueldades concebibles, sin poder recurrir a la piedad o la justicia. Los Tenescowri ofrecen la única salida, la opción de igualar la inhumanidad que se les inflinge a ellos. Los ciudadanos de Saltoan, si el Dominio llegara a subyugar esta ciudad, serán todos y cada uno arrojados de sus casas, despojados de todas sus posesiones, se les negará el alimento, se les negará el agua potable. El salvajismo se convertirá en su único camino, como seguidores juramentados de los Tenescowri.
»Damas y caballeros, debemos librar esta guerra con el arma de la verdad, dejando al desnudo las mentiras de los sacerdotes painitas. Esto exige un tipo de organización muy concreto, difusión, rumores extendidos con maña y contraespionaje. Tareas en las que todos vosotros sobresalís, amigos míos. El pueblo de la ciudad debe ser el que expulse a los sacerdotes de Saltoan. Y hay que guiarlos hasta esa decisión, hasta esa causa, no con puños y porras, sino con palabras.
—¿Qué te hace estar tan seguro de que va a funcionar? —preguntó uno de los grandes señores.
—No tenéis más alternativa que hacerlo funcionar —respondió Keruli—. El fracaso significa que Saltoan cae en manos de los painitas.
Keruli continuó, pero Rezongo ya no le escuchaba. Estudió con los ojos medio cerrados al hombre que los había contratado. Un intermediario había negociado el contrato en Darujhistan. La primera vez que Rezongo avistó a su jefe fue por la mañana, junto a la puerta de la Preocupación, en el punto de encuentro; había llegado a pie con la misma túnica que llevaba en ese momento. El carruaje se entregó escasos minutos después, un alquiler local. Keruli había entrado de inmediato en él y desde entonces Rezongo solo había visto y hablado con su amo dos veces en todo aquel largo y agotador viaje.
Un mago, pensé. Pero ahora creo que es un sacerdote. Me pregunto ante qué dios se arrodilla. No hay signos obvios. Lo que ya es bastante revelador, supongo. No hay nada obvio en Keruli, salvo quizás ese cofre de monedas sin fondo que respalda su generosidad. ¿Algún templo nuevo en Darujhistan últimamente? No recuerdo… Ah, sí, ese del distrito Gadrobi. Dedicado a Treach, aunque por qué a alguien le iba a interesar adorar al Tigre del Verano es algo que no alcanzo a comprender…
—… muertes.
—Aunque no se ha oído nada en estas dos últimas noches.
Los grandes señores y señoras del crimen hablaban entre ellos. La atención de Keruli no se desviaba en ningún momento, aunque tampoco decía nada.
Rezongo parpadeó y se irguió un poco más en el banco. Se inclinó hacia Harllo.
—¿Qué era eso de las muertes?
—Asesinatos inexplicables durante cuatro noches seguidas o algo por el estilo. Un problema local, aunque deduzco que ya ha pasado.
El capitán gruñó, después volvió a acomodarse e intentó hacer caso omiso del sudor frío que le escocía bajo la camisa. Avanzan con celeridad, muy por delante de nosotros; ese carruaje se movía a una velocidad sobrenatural. Pero jamás habría podido maniobrar en las calles de Saltoan. Es demasiado ancho, demasiado alto. Debe de haber acampado en Waytown. A unos dieciséis metros de la puerta del Amanecer… ¿Una prueba de tus convicciones, amigo Buke?
—Casi me muero de aburrimiento, ¿tú qué crees? —Piedra se sirvió otra copa de vino—. Nektara se las arregló para aliviarlo un poco y, a juzgar por todas esas caras peludas y sudorosas, no fui la única. Sois todos unos cerdos.
—No éramos nosotros los que estábamos haciendo una exhibición pública —dijo Rezongo.
—¿Y qué? Tampoco teníais que mirar, ¿no? ¿Y si hubiera tenido un bebé en la cadera y la teta al aire?
—Con eso —dijo Harllo— yo seguro que hubiera mirado.
—Eres asqueroso.
—No me has entendido bien, querida. No por tu teta, aunque sin duda habría sido una visión magnífica, ¡sino tú con un bebé! ¡Ja, un bebé!
Piedra le lanzó una mirada desdeñosa.
Estaban sentados en el cuarto interior de la taberna con los restos de una comida en la mesa, entre ellos.
—En cualquier caso —dijo Rezongo con un suspiro—, esa reunión va a durar el resto de la noche y llegada la mañana, nuestro amo será el único entre nosotros que tenga el privilegio de recuperar el sueño en los cómodos confines de su carruaje. Tenemos unas habitaciones arriba con camas casi limpias, así que sugiero que las utilicemos.
—Y serían para dormir de verdad, mi querida Piedra —le explicó Harllo.
—Puedes tener la seguridad de que voy a bloquear la puerta, enano.
—Es de suponer que Nektara tendrá una llamada secreta.
—Quítate esa sonrisa de la cara o lo haré yo por ti, Harllo.
—¿Cómo es que siempre te diviertes tú?
La mujer sonrió.
—Pura raza, mestizo. Lo que yo tengo y tú no.
—Y educación también, ¿eh?
—Exacto.
Un momento después se abrió la puerta de golpe y entró Keruli.
Rezongo se reclinó en su silla y miró al sacerdote.
—Bueno, ¿has conseguido reclutar a los matones, asesinos y extorsionadores de la ciudad para tu causa?
—Más o menos —respondió Keruli mientras se acercaba para servirse una copa de vino—. La guerra, por cierto —suspiró—, ha de librarse en algo más que un solo campo de batalla. Mucho me temo que la campaña será larga.
—¿Es por eso por lo que nos dirigimos a Capustan?
La mirada del sacerdote se posó en Rezongo por un momento y después se giró.
—Me aguardan allí otras tareas, capitán. El breve desvío que hemos hecho por Saltoan es secundario en el gran esquema de las cosas.
¿Y qué gran esquema es ese, sacerdote?, quiso preguntar Rezongo, pero no lo hizo. Su jefe estaba empezando a ponerlo nervioso y sospechaba que cualquier respuesta a esa pregunta solo serviría para empeorar las cosas. No, Keruli, guárdate tus secretos.
El arco de la puerta del Amanecer estaba oscuro como una tumba y el aire era gélido y húmedo. El pueblo de chabolas de Waytown se veía justo detrás, entre una calima de humo dorada por el sol de la mañana.
Con los ojos irritados y escocido por las picaduras de las pulgas, Rezongo azuzó a su caballo para que adoptara un trote cómodo en cuanto se adentró en la luz del sol. Se había quedado en Saltoan y se había entretenido alrededor de la puerta durante dos campanadas, mientras Harllo y Piedra sacaban el carruaje y a su ocupante de la ciudad una campanada antes del amanecer. Dedujo que ya estarían al menos a dos leguas de distancia, por el camino del río.
La mayor parte de los bandidos de esa primera mitad de terreno que los separaba de Capustan tenía su cuartel general en Saltoan, la segunda mitad del terreno, en territorio capan, era muchísimo más segura. Había observadores que rondaban por la puerta del Amanecer para marcar a las caravanas que se dirigían al este, igual que las contrapartidas que el capitán había visto en la puerta del Atardecer, vigilando las caravanas que ponían rumbo a Darujhistan. Rezongo había esperado para ver si alguna manada local hacía planes para el grupo de Keruli, pero no había salido nadie en su persecución, lo que confirmaba la afirmación del jefe de que se había garantizado el paso franco. Pero no era propio de Rezongo aceptar la palabra de unos ladrones sin más.
Puso al caballo a medio galope para huir de las nubes de moscas de Waytown y, flanqueado por perros medio salvajes que no dejaban de ladrar, salió del poblado de chabolas al camino del río, abierto y rocoso. La pradera ondulante de la llanura Visión se extendía hasta la lejana cordillera Barghastiana que tenía a la izquierda. A la derecha había una orilla tosca de piedras apiladas, buena parte de ellas recubiertas de hierbas y tras ella, las marismas llenas de juncos de la llanura del río.
Los perros lo abandonaron unos cientos de metros más allá de Waytown y el capitán se encontró solo en el camino. Recordó que esa vía por donde transitaban los mercaderes no tardaría en desvanecerse, el terraplén de su derecha disminuiría y el camino en sí se convertiría en una ringlera arenosa interrumpida por hormigueros, madera seca blanca como un hueso y montones amarillentos de hierba, ya que las inundaciones borraban los surcos cada primavera. No había posibilidad de perderse, claro está, siempre que se mantuviera el río Catlin a la vista, al sur.
Se encontró con los cadáveres menos de una legua después. Los salteadores habían planificado la emboscada a la perfección, habían salido del lecho de un arroyo estacional profundo y sin duda habían rodeado al carruaje de su víctima en cuestión de segundos. Aunque parecía que la planificación precisa no había ayudado mucho. Con dos o tres días de antigüedad, como mucho, hinchados y casi negros bajo el sol, los cadáveres estaban tirados a ambos lados del camino. Espadas, puntas de lanzas, hebillas y todo lo demás que fuera de metal se había fundido bajo un calor feroz, sin embargo la ropa y las correas de cuero habían quedado intactas. Varios de los bandidos llevaban espuelas; de hecho, no habría habido forma de alejarse tanto sin caballos, pero de las bestias no había señal alguna.
Rezongo desmontó y caminó entre los muertos; observó que las huellas del carruaje de Keruli (ellos también se habían detenido para examinar la escena) cubrían otro juego. Un carruaje más ancho y pesado tirado por bueyes.
No había heridas visibles en los cuerpos.
Dudo que Buke haya tenido que sacar siquiera la espada.
El capitán volvió a montar y reanudó su viaje.
Vio a sus compañeros media legua más allá y se encontró junto al carruaje no mucho tiempo después.
Harllo lo saludó con la cabeza.
—Bonito día, ¿no te parece, Rezongo?
—Ni una sola nube en el cielo. ¿Dónde está Piedra?
—Se adelantó con uno de los caballos. No debería tardar mucho.
—¿Por qué se ha adelantado?
—Solo quería asegurarse de que el campamento del borde del camino no estaba… ocupado. Ah, aquí viene.
Rezongo la saludó con el ceño fruncido y la mujer tiró de las riendas delante de ellos.
—Es una estupidez lo que has hecho, mujer.
—Todo este viaje es una estupidez, en mi opinión. Hay tres barghastianos en el campamento del borde del camino, y no, no han asado a ningún bandido últimamente. Además, Capustan está a solo unos días de un asedio; quizá lleguemos a las murallas a tiempo, en cuyo caso nos quedaremos encerrados allí con todo el ejército painita entre nosotros y el camino, o no llegamos a tiempo y esos malditos Tenescowri pasan un buen rato con nosotros.
El ceño de Rezongo se profundizó.
—¿Hacia dónde se dirigen esos barghastianos, entonces?
—Bajaron del norte, pero ahora viajan como nosotros, quieren echarle un vistazo más de cerca a Capustan y no me preguntes por qué, son barghastianos, ¿no? Con el cerebro del tamaño de una nuez. Tenemos que hablar con el jefe, Rezongo.
La puerta del carruaje se abrió de golpe y salió Keruli.
—No es necesario, Piedra Menackis, oigo muy bien. Tres barghastianos, has dicho. ¿De qué clan?
—Caras Blancas, a juzgar por la pintura.
—Entonces los invitaremos a que viajen con nosotros.
—Jefe… —empezó a decir Rezongo, pero Keruli lo interrumpió.
—Llegaremos a Capustan mucho antes del asedio, creo. El septarca que está al cargo de las fuerzas painitas es famoso por su acercamiento metódico. Una vez que lleguemos a nuestro destino, quedaréis libres de vuestras responsabilidades y podréis abandonar la ciudad de inmediato y regresar a Darujhistan. —Sus ojos oscuros y misteriosos se estrecharon y clavaron en Rezongo—. Según tu reputación, no sueles romper los contratos, de otro modo no te habría contratado.
—No, señor, no tenemos ninguna intención de romper nuestro contrato. No obstante, quizá mereciera la pena discutir las opciones que tenemos. ¿Y si asedian Capustan antes de que lleguemos?
—Entonces no permitiré que perdáis la vida en una empresa desesperada, capitán. Necesitaré únicamente que me dejéis fuera del alcance del enemigo y ya entraré yo en la ciudad, un subterfugio que es mejor intentar solo.
—¿Intentarías atravesar el cordón painita?
Keruli sonrió.
—Tengo las habilidades relevantes para tal empresa.
No me digas.
—¿Y qué hay de esos barghastianos? ¿Qué te hace pensar que se puede confiar en ellos para que viajen en nuestra compañía?
—Si no son dignos de confianza, mejor tenerlos a la vista que fuera de ella, ¿no te parece, capitán?
Este gruñó.
—En eso tienes razón, jefe. —Miró a Harllo y Piedra y asintió poco a poco.
Harllo le dedicó una sonrisa resignada.
Piedra se mostró, como era predecible, un poco menos lacónica.
—¡Esto es una locura! —Después levantó las manos—. ¡Está bien! Nos metemos en las fauces del dragón, ¿por qué no? —Después le dio la vuelta a su caballo—. Vamos a jugar a las tabas con los barghastianos, ¿de acuerdo?
Rezongo la vio alejarse con una mueca.
—Esa chica es un tesoro, ¿verdad? —murmuró Harllo con un suspiro.
—Jamás te he visto tan enamorado —dijo Rezongo con una mirada de soslayo.
—Es lo inalcanzable, amigo mío, eso es lo que acaba conmigo. Ansío sin remedio, de forma morbosa, divago sobre la adoración no correspondida. Sueño con ella y Nektara… conmigo acurrucado entre las dos.
—Por favor, Harllo, que se me revuelve el estómago.
—Hmm —dijo Keruli—. Creo que voy a volver al carruaje.
Era obvio que los tres barghastianos eran hermanos y que la mujer era la mayor. Se habían pintarrajeado la cara con pintura blanca y parecían simples cráneos desnudos. Las trenzas manchadas de ocre rojo les colgaban hasta los hombros, entreveradas de fetiches de hueso. Los tres llevaban camisotes de monedas agujereadas, cuyo valor iba del cobre a la plata y sin duda provenientes de algún tesoro saqueado, ya que la mayor parte parecían antiguas y desconocidas a ojos de Rezongo. Unos guanteletes recubiertos de monedas ocultaban sus manos. Acompañaba al trío todo un arsenal: fardos de lanzas, hachas de lanzamiento y hachas de guerra de mango largo y envueltas en cobre, espadas de hoja curva y una amplia variedad de cuchillos y dagas.
Se encontraban al otro lado de una pequeña hoguera rodeada de piedras, consumida hasta dejar unos carbones que apenas ardían, con Piedra todavía sentada sobre el caballo a su izquierda. Un montoncito de huesos de liebre indicaba una comida que acababan de terminar.
La mirada de Rezongo se posó en la mujer barghastiana.
—Nuestro amo os invita a viajar en nuestra compañía, ¿aceptáis?
Los ojos oscuros de la mujer se posaron en el carruaje cuando Harllo lo condujo hasta el borde del campamento.
—Pocos mercaderes siguen viajando a Capustan —dijo después de un momento—. El camino se ha vuelto… peligroso.
Rezongo frunció el ceño.
—¿Y eso? ¿Es que los painitas han hecho incursiones al otro lado del río?
—No que nosotros sepamos. No, hay demonios que acechan en los montes. Nos han enviado para descubrir la verdad de su presencia.
¿Demonios? ¡Por el aliento del Embozado!
—¿Cuándo supisteis lo de esos demonios?
La mujer se encogió de hombros.
—Hace dos, tres meses.
El capitán suspiró y desmontó sin prisas.
—Bueno, esperemos que no haya nada de cierto en tales cuentos.
La mujer sonrió.
—Nosotros esperamos lo contrario. Soy Hetan y estos son mis miserables hermanos, Cafal y Netok. Esta es la primera caza de Netok desde su noche de la muerte.
Rezongo observó al ceñudo hombretón.
—Ya veo lo emocionado que está.
Hetan se dio la vuelta y miró a su hermano con los ojos entrecerrados.
—Debes de ser muy perspicaz.
Por el abismo, otra mujer sin sentido del humor por toda compañía…
Piedra Menackis pasó una pierna por encima de la silla, se dejó caer al suelo y levantó una nube de polvo.
—Los chistes de nuestro capitán son demasiado obvios, Hetan. Terminan cayendo como el estiércol de buey y huelen igual de mal. No le prestes atención, muchacha, a menos que te guste que te confundan.
—Me gusta matar, montar hombres y poco más —gruñó Hetan al tiempo que cruzaba los brazos musculosos.
Harllo se bajó a toda prisa del carruaje y se acercó a la mujer con una gran sonrisa.
—¡Yo me llamo Harllo y es un placer para mí conocerte, Hetan!
—A este puedes matarlo cuando quieras —murmuró Piedra.
Los dos hombres eran criaturas desdichadas, desde luego, taciturnos y por lo que Rezongo pudo determinar, especialmente obtusos. Los inútiles esfuerzos de Harllo con Hetan resultaron bastante divertidos cuando se sentaron alrededor de la hoguera reavivada bajo un cielo salpicado de estrellas. Keruli hizo una breve aparición poco antes de que todo el mundo se acostara, pero solo para compartir un cuenco de infusión de hierbas antes de retirarse una vez más a su carruaje. Recayó sobre Rezongo (Hetan y él fueron los últimos que quedaron junto al fuego), la tarea de extraerle más información a la barghastiana.
—Esos demonios —empezó a decir—, ¿cómo los han descrito?
La mujer se inclinó hacia delante y escupió en el fuego como si fuera un ritual.
—Rápidos sobre dos patas. Garras como las de un águila, solo que mucho más grandes, al final de esas patas. Los brazos son cuchillas…
—¿Cuchillas? ¿Qué quieres decir?
La mujer se encogió de hombros.
—Tienen filos. Hierro de sangre. Sus ojos son pozos huecos. Hieden a urnas del círculo oscuro. No emiten sonido alguno, ningún tipo de sonido.
¿Urnas del círculo oscuro? Urnas destinadas a la cremación… en la cámara de un túmulo. Ah, así que huelen a muerte. Sus brazos son cuchillas… ¿cómo? En el nombre del Embozado, ¿qué quiere decir eso? Hierro de sangre, eso es hierro enfriado en sangre helada por la nieve… una práctica barghastiana cuando los chamanes invisten las armas. De ese modo, el guerrero y el arma quedan vinculados. Fundidos…
—¿Alguien de tu clan ha visto alguno?
—No, los demonios no han viajado al norte, a nuestras espesuras de la sierra. Permanecen en estas praderas.
—¿Entonces quién os habló de ellos?
—Nuestros cargadores los han visto en sus sueños. Los espíritus les susurran y les advierten de la amenaza. El clan Blanco ha elegido un caudillo, nuestro padre, y aguarda lo que ha de llegar. Pero nuestro padre prefiere conocer a su enemigo, así que ha enviado a sus hijos a las llanuras.
Rezongo rumió lo que acababa de oír con los ojos posados en el lento fluir del fuego.
—Tu padre, el caudillo de las Caras Blancas, ¿querrá llevar a los clanes al sur? Si asedian Capustan, los territorios capan serán vulnerables a vuestras incursiones, al menos hasta que los painitas completen su conquista.
—Nuestro padre no tiene ningún plan para llevarnos al sur, capitán. —La mujer escupió al fuego por segunda vez—. La guerra painita llegará a nosotros, con el tiempo. Así lo han leído los cargadores en los huesos de bhederin. Entonces habrá guerra.
—Si esos demonios son elementos avanzados de las fuerzas painitas…
—Entonces, cuando aparezcan en nuestras espesuras sabremos que ha llegado el momento.
—El momento de luchar —murmuró Rezongo—. Lo que más disfrutas.
—Sí, pero por ahora me gustaría montarte a ti.
¿Montarme? Más bien dejarme sin sentido de una paliza. En fin…
—¿Qué hombre rechazaría un ofrecimiento tan elegante?
Hetan recogió su petate con los dos brazos y se levantó.
—Sígueme y date prisa.
—Cielos —respondió Rezongo al tiempo que se levantaba poco a poco—. Yo nunca me doy prisa, como estás a punto de descubrir.
—Mañana por la noche montaré a tu amigo.
—Ya lo estás haciendo esta noche, querida, en sus sueños.
La mujer asintió, muy seria.
—Tiene manos grandes.
—Sí.
—Tú también.
—Creí que tenías prisa, Hetan.
—La tengo. Vamos.
La cordillera Barghastiana fue bajando con sigilo del norte con las horas del día, de lejanas montañas se pasó a colinas gastadas y encorvadas. Muchas de las colinas que bordeaban el camino de los mercaderes a Capustan eran lugares sagrados, en sus cimas se veían los troncos de árboles invertidos que, según la costumbre barghastiana, anclaban a los espíritus, o eso explicó Hetan mientras caminaba junto a Rezongo, que llevaba a su caballo por las riendas. Si bien el capitán no sentía demasiado interés por las cosas de la religión, admitió cierta curiosidad sobre la razón que llevaba a los barghastianos a enterrar los árboles al revés en las colinas.
—Las almas mortales son entes salvajes —le explicó Hetan, que escupía para puntuar las palabras—. A muchas hay que sujetarlas para impedir que vaguen con malas intenciones. Así pues se bajan los robles del norte. Los cargadores tallan símbolos mágicos en sus troncos. Después sujetan bajo el árbol al que se va a enterrar. También atraen a los espíritus para que actúen como guardianes y colocan otras trampas por los bordes del círculo oscuro. Aun así, a veces las almas se escapan, aprisionadas por una de las trampas, pero capaces de viajar por la tierra. Los que regresan a los clanes donde vivieron en otro tiempo son destruidos de inmediato, así que han aprendido a no acercarse, a quedarse aquí, en estas tierras bajas. A veces, uno de esos monigotes sigue siendo leal a su familia mortal y le envía sueños a nuestros cargadores para advertirnos del peligro.
—Lo has llamado monigotes. ¿Qué significa eso?
—Bien puedes verlo por ti mismo —respondió Hetan con un encogimiento de hombros.
—¿Fue uno de esos monigotes quien envió los sueños de los demonios?
—Sí, y también otros espíritus. Que tantos intentaran llegar a nosotros…
Añade veracidad a la amenaza, sí, ya entiendo. Examinó la tierra vacía que tenían por delante y se preguntó qué había allí fuera.
Piedra cabalgaba cuarenta metros por delante. Rezongo no la veía porque el camino rodeaba una colina tachonada de cantos rodados y se desvanecía a unos veinte metros. Aquella mujer tenía la frustrante virtud de hacer caso omiso de sus órdenes, Rezongo había querido que permaneciera a la vista en todo momento. Los dos hermanos barghastianos se habían quedado a los lados y flanqueaban el carruaje a una distancia que variaba según las exigencias del terreno que cubrían. Cafal había escogido el lado del interior y trotaba por la ladera rocosa de esa misma colina. Netok caminaba por la orilla arenosa del río, rodeado de una nube de mosquitos que parecían hacerse más grande y densa con cada paso que daba. Dadas las grasas alarmantemente gruesas y rancias con los que las barghastianos se cubrían el cuerpo, Rezongo sospechaba que los insectos sufrían ataques constantes de frustración, atraídos por un cuerpo cálido pero sin querer o poder posarse en él.
Aquella grasa había supuesto cierto desafío la noche anterior, reflexionó Rezongo, pero se las había arreglado de todos modos, y como prueba lucía una formidable colección de moratones, arañazos y mordiscos. Hetan se había mostrado llena de… energía.
Un grito de Cafal. En ese mismo momento volvió a aparecer Piedra. El trote lento al que se acercaba la mujer tranquilizó un tanto los nervios del capitán, aunque estaba claro que tanto ella como el barghastiano de la colina habían percibido algo más adelante. Miró atrás para ver a Cafal, que se había agachado con los ojos clavados en algo que había camino adelante, pero no había sacado las armas.
Piedra tiró de las riendas con rostro inexpresivo.
—Ahí delante está el carruaje de Bauchelain. Ha sufrido… daños. Algún tipo de pelea. Algo turbio.
—¿Has visto si queda alguien en pie?
—No, solo los bueyes, que parecen muy tranquilos, por cierto. Tampoco hay cuerpos.
Hetan miró a su hermano, el que estaba en la colina, y atrajo su atención. Después hizo media docena de gestos con la mano y tras sacar una lanza, Cafal se adelantó sin ruido y se perdió de vista.
—De acuerdo —suspiró Rezongo—. Sacad las armas, vamos a echar un vistazo.
—¿Quieres que me quede atrás? —preguntó Harllo desde el pescante.
—No.
Rodearon la colina y vieron que el camino se abría otra vez y que la tierra se allanaba por ambos lados. A treinta y cinco metros de distancia estaba el inmenso carruaje de Bauchelain y Korbal Espita, volcado sobre un costado y con el eje trasero arrancado por completo y tirado en varios trozos no muy lejos. Los cuatro bueyes se encontraban a poca distancia, pastando en la hierba de la pradera. Varias líneas de terreno quemado salían del carruaje y el aire apestaba a hechicería. El montículo bajo que había justo detrás lo habían reventado de una explosión y el árbol invertido que contenía había quedado arrancado y roto en mil pedazos, como si lo hubiera alcanzado un rayo. El humo seguía saliendo del pozo abierto donde había estado la cámara sepulcral. Cafal todavía se estaba acercando con cuidado, con la mano izquierda describía gestos de protección en el aire y con la derecha mantenía la lanza lista.
Netok subió corriendo de la orilla del río con un hacha de doble filo en las manos. Se detuvo al lado de su hermana.
—Hay algo suelto —gruñó mientras sus ojitos se disparaban de un sitio a otro.
—Y sigue cerca —asintió Hetan—. Cubre a tu hermano.
El hombre se alejó sin ruido.
Rezongo se acercó a ella.
—Ese túmulo… estás diciendo que han liberado un espíritu o un fantasma.
—Sí.
La mujer barghastiana extrajo una espada de hoja curva y se acercó poco a poco al carruaje. El capitán la siguió.
Piedra regresó trotando con el caballo para ponerse en posición defensiva junto al vehículo de Keruli.
En un costado del carruaje habían hecho un agujero salvaje que revelaba en los bordes dentados lo que parecían cortes de espada, aunque más grandes que cualquier filo que hubiera visto Rezongo. El capitán trepó y se asomó al compartimento, temiendo hasta cierto punto lo que podría descubrir.
Estaba vacío, no había cuerpos. Las paredes recubiertas de cuero estaban hechas pedazos y los ornamentados muebles esparcidos por todas partes. Algo había arrancado dos enormes cofres que en otro tiempo estaban atornillados a las maderas. Tenían las tapas abiertas y el contenido se derramaba por el suelo.
—Que el Embozado nos lleve —susurró el capitán con la boca seca de repente. Uno de los cofres contenía losas planas de pizarra (rotas ya) en las que había grabados con meticulosidad símbolos arcanos, pero fue el contenido del otro cofre el que a punto estuvo de hacer vomitar a Rezongo. Una masa de… órganos ensangrentados. Hígados, pulmones, corazones, todos unidos en una forma mucho más horripilante por lo conocida que era. En vida (como presentía que debía de haber sido el caso hasta poco tiempo atrás) había tenido forma humana, aunque no le habría llegado más allá de las rodillas cuando se encaramaba a sus apéndices deshuesados que más parecían vainas. Carente de ojos y, por lo que Rezongo podía distinguir en la penumbra del compartimento, desprovista de cualquier cosa parecida a un cerebro, de la criatura ya muerta todavía se filtraba una sangre fina y aguada.
Nigromancia, pero no del tipo demoníaco. Estas son las artes de aquellos que profundizan en la mortalidad, en la resurrección y en los no muertos. Estos órganos… procedían de personas vivas. Personas asesinadas por un loco. Maldito seas, Buke, ¿por qué tuviste que implicarte con esos cabrones?
—¿Están dentro? —preguntó Hetan desde abajo.
Rezongo se echó hacia atrás y sacudió la cabeza.
—Solo restos.
Harllo los llamó desde el pescante de su carreta.
—¡Camino arriba, Rezongo! Tenemos compañía.
Cuatro figuras, dos con capas de cuero y de negro, una baja y con las piernas combadas y la última alta y delgada. No hay bajas, entonces. Con todo, algo muy desagradable los golpeó. Con fuerza.
—Son ellos —murmuró.
Hetan entrecerró los ojos y lo miró.
—¿Conoces a esos hombres?
—Sí, pero solo bien a uno. El escolta… el alto de la barba gris.
—No me gustan —gruñó la mujer, le tembló la espada cuando la sujetó mejor.
—No te acerques mucho —la avisó Rezongo—. Díselo a tus hermanos. No queréis poneros a malas con esos dos de las capas. Bauchelain, el de la perilla y Korbal Espita, el… el otro.
Cafal y Netok se reunieron con su hermana. El hermano mayor fruncía el ceño.
—Lo tomaron ayer —dijo—. Desenmarañaron las protecciones. Poco a poco. Antes de abrir por la fuerza la colina.
Rezongo, todavía encaramado al carruaje, entrecerró los ojos y miró a los hombres que se acercaban. Buke y el criado, Emancipor Reese, parecían agotados y muy conmocionados mientras que los hechiceros bien podrían haber salido a dar un simple paseo, tal era la turbación que mostraba su postura. Sin embargo, iban armados. Llevaban acunadas en los antebrazos de la armadura unas ballestas de metal manchadas de negro, con los cuadrillos colocados y trabados. Se notaban los carcajes achaparrados y negros que llevaban en las caderas, pero solo quedaban unos cuantos cuadrillos en cada uno.
Rezongo se bajó del carruaje y se acercó a saludarlos.
—Bienvenido, capitán —dijo Bauchelain con una leve sonrisa—. Una suerte para ti que hayamos hecho mejor tiempo desde el río. Desde Saltoan nuestra peregrinación ha sido cualquier cosa salvo pacífica.
—Eso me ha parecido, señor. —Los ojos de Rezongo se posaron en Buke. Su amigo parecía diez años mayor que la última vez que lo había visto y rehuía los ojos del capitán.
—Ya veo que tu séquito ha crecido desde la última vez que nos encontramos —comentó Bauchelain—. Barghastianos, ¿verdad? Extraordinario, ¿no crees?, que tal pueblo pueda encontrarse también en otros continentes, que se hagan llamar por el mismo nombre y que posean, al parecer, costumbres prácticamente idénticas. Me pregunto qué inmensa historia yace enterrada, y ahora perdida, en su ignorancia.
—Por lo general —dijo Rezongo en voz baja—, ese uso concreto de la palabra «enterrado» es figurativo. Pero tú te lo has tomado de forma literal.
El hombre vestido de negro se encogió de hombros.
—Atormentado por la curiosidad, cielos. No podíamos dejar pasar la oportunidad. De hecho, nunca podemos. Resultó que el espíritu que acogimos en nuestros brazos (aunque en otro tiempo un chamán de cierto poder) no pudo decirnos nada aparte de lo que ya habíamos conjeturado. Los barghastianos son un pueblo muy antiguo y antaño eran mucho más numerosos. Además de consumados marinos. —Sus ojos serenos y grises se clavaron en Hetan. Se alzó una ceja marrón y fina—. Pero no es que cayeran de cierta altura civilizada a un estado salvaje. Fue, simplemente, un… estancamiento eterno. El sistema de creencias, con todo su culto a los ancestros, es enemigo declarado del progreso, o esa es la conclusión a la que he llegado, dadas las pruebas.
Hetan le dedicó al hechicero una mueca silenciosa pero furiosa.
Cafal habló entonces con la voz ribeteada de furia.
—¿Qué has hecho con el alma de nuestro familiar?
—Muy poco, guerrero. El alma ya había eludido las ataduras internas, pero había caído presa de una de vuestras trampas de chamanes, un fardo de palos atados, bramante y tela. ¿Fue la compasión lo que les ofreció la apariencia de cuerpos con esas trampas? Desacertada si es así…
—La carne —dijo Korbal Espita con una voz aflautada y fina— les convendría mucho más.
Bauchelain sonrió.
—Mi compañero es muy hábil con tales… montajes, una disciplina que a mí me interesa menos.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Rezongo.
—Es obvio —soltó Hetan de repente—. Irrumpieron en un círculo oscuro. Después los atacó un demonio, un demonio como el que perseguimos mis hermanos y yo. Y estos… hombres… huyeron y de alguna forma lo eludieron.
—No del todo, querida —dijo Bauchelain—. En primer lugar, la criatura que nos atacó no era un demonio, puedes aceptar mi palabra porque los demonios son entidades que resulta que conozco muy bien. Pero se nos atacó de la forma más brutal, como has conjeturado. Si Buke no nos hubiera alertado es muy posible que hubiéramos sufrido muchos más daños en nuestros avíos, por no mencionar nuestros compañeros menos capaces.
—Entonces —lo interrumpió Rezongo—, si no era un demonio, ¿qué era?
—Ah, una pregunta que no tiene una respuesta fácil, capitán. No muerto, casi con toda seguridad. Dominado a distancia por algún amo y formidable en extremo. Korbal y yo nos vimos obligados a desatar a toda la hueste de nuestros sirvientes para ahuyentar a la aparición y la subsiguiente persecución tampoco dio ningún fruto. De hecho, incurrimos en la pérdida de un buen número de esos sirvientes, al aparecer dos más de esos cazadores no muertos. Y si bien hemos ahuyentado al trío, el alivio es solo temporal. Volverán a atacar y si se han reunido en mayor número bien podrían someternos, a todos, a una prueba muy dura.
—Si me lo permitís —dijo Rezongo—, me gustaría hablar en privado con mi amo y aquí, con Hetan.
Bauchelain ladeó la cabeza.
—Desde luego. Ven, Korbal y compañía, examinemos el daño que ha sufrido nuestro desventurado carruaje.
Rezongo cogió a Hetan del brazo y la llevó adonde esperaban Harllo y Piedra junto al carruaje de Keruli. Cafal y Netok los siguieron.
—Han esclavizado el alma de nuestro familiar —siseó Hetan con los ojos encendidos como brasas—. ¡Los mataré, los mataré a todos!
—Y morirás antes de dar un solo paso —le soltó Rezongo—. Son hechiceros, Hetan. Peor aún, son nigromantes. Korbal practica el arte de los no muertos. Bauchelain invoca demonios. Las dos caras de la moneda de la calavera. Malditos por el Embozado, viles… y letales. ¿Me entiendes? Ni se te ocurra ponerlos a prueba.
La voz de Keruli salió del carruaje.
—Y lo que es todavía más patético, amigos míos, es que me temo que muy pronto necesitaremos a esos horribles hombres y sus formidables poderes.
Rezongo se volvió con el ceño fruncido. La contraventana de la puerta se había abierto por una fina ranura.
—¿Qué son esos cazadores no muertos, jefe? ¿Lo sabes?
Hubo una larga pausa antes de que Keruli respondiera.
—Tengo ciertas… sospechas. En cualquier caso, están entretejiendo hebras de poder por toda esta tierra, como una telaraña gracias a la que pueden percibir cualquier temblor. No podemos pasar sin que nos detecten…
—Entonces demos la vuelta —soltó Piedra de repente—. Ahora, antes de que sea demasiado tarde.
—Pero es que ya lo es —respondió Keruli—. Esos sirvientes no muertos continúan cruzando el río desde las tierras del sur, todo al servicio del Vidente Painita. Se despliegan y acercan incluso más a Saltoan. De hecho, creo que ahora hay todavía más detrás de nosotros que de aquí a Capustan.
Por el Embozado, qué conveniente, ¿eh, maese Keruli?
—Debemos —continuó el hombre del carruaje— formar una alianza temporal con esos nigromantes, hasta que lleguemos a Capustan.
—Bueno —dijo Rezongo—, ellos desde luego lo ven como el rumbo obvio a tomar.
—Son hombres prácticos, a pesar de todos sus demás… defectos.
—Los barghastianos no viajaremos con ellos —dijo Hetan con tono agrio y desdeñoso.
—No creo que tengamos alternativa —suspiró Rezongo—. Y eso te incluye a ti y a tus hermanos, Hetan. ¿Qué sentido tiene encontrar a esos cazadores no muertos solo para que os hagan pedazos?
—¿Crees que no venimos preparados para tal batalla? Permanecimos mucho tiempo en el círculo de huesos, capitán, mientras cada chamán de los clanes reunidos danzaba la trama del poder. Mucho tiempo en el círculo de huesos.
—Tres días y tres noches —gruñó Cafal.
No me extraña que estuviera a punto de arrancarme el pecho anoche.
Habló entonces Keruli.
—Podría resultar insuficiente si vuestros esfuerzos atraen la atención del Vidente Painita. Capitán, ¿cuántos días de viaje quedan para llegar a Capustan?
Lo sabes tan bien como yo.
—Cuatro, jefe.
—Claro. Hetan, ¿crees que tú y tus hermanos podéis mostrar cierto estoicismo durante tan breve período de tiempo? Comprendemos vuestra indignación. La profanación de vuestros ancestros sagrados es un insulto que no es fácil de acomodar. Pero ¿acaso los vuestros no se muestran pragmáticos cuando las circunstancias los obligan? ¿Las protecciones inscritas, los monigotes? Consideradlo una extensión de tales necesidades…
Hetan escupió y se dio la vuelta.
—Es como dices —admitió después de un momento—. Necesario. Muy bien…
Rezongo regresó con Bauchelain y los otros. Los dos hechiceros estaban agachados con el eje hecho pedazos entre ellos. Flotaba en el aire el hedor a hierro fundido.
—Nuestras reparaciones —murmuró Bauchelain—, no nos llevarán mucho tiempo.
—Bien. Habéis dicho que hay tres de esas criaturas ahí fuera, ¿a qué distancia?
—Nuestro pequeño amigo chamán se mantiene a la altura de los cazadores. Menos de una legua y te aseguro que pueden, si así lo desean, cubrir esa distancia en cuestión de unos cuantos cientos de segundos. No tendremos mucho tiempo, pero sí el suficiente para montar una defensa, creo.
—¿Por qué viajáis a Capustan?
El hechicero levantó la cabeza y alzó una ceja.
—Sin ninguna razón concreta. Vagamos por naturaleza. Al llegar a la costa oeste de este continente pusimos rumbo al este. Capustan es el punto más oriental, ¿no?
—Casi, supongo. La tierra continúa sobresaliendo hacia el este por el sur, más allá de Elingarth, pero los reinos y las ciudades-estado de allí abajo son poco más que fortalezas de piratas y bandidos. Además, tendríais que pasar por el Dominio Painita para llegar ahí.
—Y he de suponer que eso sería complicado.
—Jamás lo conseguiríais.
Bauchelain sonrió y se inclinó de nuevo para concentrarse en el eje.
Rezongo levantó la cabeza y por fin llamó la atención de Buke. Un ligero movimiento de la cabeza llevó al hombre (de mala gana) a un lado.
—Tienes problemas, amigo mío —dijo el capitán en voz baja.
Buke frunció el ceño y no dijo nada, pero la verdad era evidente en sus ojos.
—Cuando lleguemos a Capustan, coge los dineros con los que te paguen y no mires atrás. Lo sé, Buke, tenías razón en lo que sospechabas, vi lo que había en el carruaje. Lo vi. Harán algo peor que matarte si intentas algo. ¿Lo entiendes? Algo peor.
El hombre esbozó una sonrisa irónica y guiñó los ojos para mirar al este.
—¿Crees que llegaremos tan lejos, Rezongo? Bueno, sorpresa, no viviremos para ver el próximo amanecer. —Clavó unos ojos salvajes en el capitán—. No te creerías lo que desataron mis amos, una colección de pesadilla de sirvientes, guardianes, asesinos de espíritus… ¡y sus propios poderes! ¡Que el Embozado nos lleve a todos! Pero ni siquiera todo eso logró alejar a una de esas bestias y cuando llegaron las otras dos, éramos nosotros los que nos retirábamos. Esa colección de criaturas no son más que trozos abrasados y esparcidos a lo largo de leguas enteras de la llanura. Rezongo, vi a demonios hechos trizas. Sí, esos dos no parecen haberse inmutado, pero créeme, eso da igual. Totalmente igual. —Bajó la voz todavía más—. Están locos, amigo mío. Locos por completo, tienen la sangre helada y ojos de lagarto. Y el pobre Mancy lleva ya tres años con ellos y los que le quedan, las historias que me ha contado… —El hombre se estremeció.
—¿Mancy? Ah, Emancipor Reese. ¿Dónde está el gato, por cierto?
Buke lanzó una carcajada.
—Huyó, igual que todos los caballos y teníamos una docena entera después de que esos estúpidos bandoleros nos atacaran. El gato se largó corriendo cuando terminé de arrancarle las garras de la espalda de Mancy, que fue adonde saltó cuando todas las sendas se desataron.
Una vez terminadas las reparaciones y enderezado el carruaje, reanudaron el viaje. Quedaba una legua o dos de luz. Piedra cabalgaba una vez más en cabeza y Cafal y Netok ocuparon sus posiciones en los flancos. Emancipor guiaba el carruaje y los dos hechiceros se habían retirado al interior.
Buke y Rezongo caminaban unos metros por delante del carruaje de Keruli; durante un buen rato no dijeron mucho hasta que el capitán lanzó un gran suspiro y miró a su amigo.
—Por si sirve de algo, hay gente que no te quiere ver muerto, Buke. Te ven deshaciéndote por dentro y les importa lo suficiente como para sufrir por ti…
—La culpa es un buen arma, Rezongo, o al menos lo ha sido durante mucho tiempo. Pero ya no corta. Si quieres preocuparte, mejor que te tragues el dolor. A mí me importa un bledo.
—Piedra…
—Vale más de lo que merezco. Además, no me interesa que me salven. Díselo.
—Díselo tú, Buke, y cuando te clave el puño en la cara, recuerda que te lo advertí. Díselo tú, yo no llevo mensajes de autocompasión.
—No te metas, Rezongo. Te haría mucho daño antes de que terminaras de usar esos alfanjes conmigo.
—Ah, qué bonito, que uno de los pocos amigos que te quedan, te mate. Al parecer me equivoqué, no es solo autocompasión, ¿verdad? No estás obsesionado con las trágicas muertes de tu familia, estás obsesionado contigo mismo, Buke. Tu culpa es una marea que nunca deja de subir, ese ego tuyo es un dique y lo único que haces es seguir añadiéndole ladrillos nuevos. El muro va subiendo cada vez más y tú miras el mundo desde tu torre, y encima con una sonrisa desdeñosa, por el Embozado.
Buke estaba pálido y temblando.
—Si así es como lo ves —dijo con voz ronca—, ¿entonces por qué te haces llamar amigo mío?
Beru sabrá, yo estoy empezando a preguntármelo. Respiró hondo y consiguió calmarse un poco.
—Hace mucho tiempo que nos conocemos. Jamás hemos cruzado la espada. —Y tú tenías por costumbre emborracharte durante días enteros, una costumbre con la que rompiste, pero con la que yo no. Hizo falta que murieran todos los que amabas para cambiar y a mí me aterroriza que conmigo haga falta lo mismo.
Gracias al Embozado que la moza se casó con ese mercader gordo.
—No parece mucho, Rezongo.
Somos iguales, cabrón, mira más allá de tu ego y no tardarás en darte cuenta. Pero no dijo nada.
—Ya casi se ha puesto el sol —comentó Buke después de un rato—. Atacarán cuando sea de noche.
—¿Cómo te defiendes de ellos?
—No te defiendes. No puedes. Es como dar hachazos en un bosque, por lo que he visto, y son rápidos. ¡Dioses, qué rápidos son! Estamos todos muertos, Rezongo. A Bauchelain y Korbal Espita no les queda mucho, ¿los viste sudar al arreglar el carruaje? Ya están casi secos esos dos.
—Keruli también es mago —dijo Rezongo—. Bueno, más bien sacerdote.
—Entonces esperemos que su dios nos eche un ojo.
¿Y qué posibilidades hay de eso?
Con la luz del sol bañando de color carmesí el horizonte que dejaban atrás, montaron el campamento. Piedra guio a los caballos y a los bueyes a un corral improvisado hecho de cuerdas que hicieron a un lado de los carruajes, una posición que les daría la oportunidad de huir tierra adentro si llegaba el momento.
Una especie de resignación descendió con la penumbra creciente mientras preparaban una comida sobre una pequeña hoguera. Harllo se autonombró cocinero. Ni Keruli ni los dos hechiceros salieron de sus respectivos carruajes para unirse al pequeño grupo.
Las polillas se reunieron alrededor de las llamas sin humo. Mientras sorbía vino especiado, Rezongo observó sus revoloteos, sus picados mecánicos hacia el olvido con una sensación divertida y ligeramente amarga.
Los engulló la oscuridad y se intensificó la luz de las estrellas. Una vez terminada la cena, Hetan se levantó.
—Harllo, conmigo. Rápido.
—¿Mi señora? —inquirió el hombre.
Rezongo lo roció todo con un trago de vino. Se atragantó y tosió mientras Piedra le daba golpes en la espalda, pero todavía tardó un rato en recuperarse. Con los ojos llenos de lágrimas le sonrió a Harllo.
—Ya has oído a la señora.
Observó que los ojos de su amigo se iban abriendo poco a poco.
Impaciente, Hetan se adelantó y cogió a Harllo por un brazo.
Lo levantó y después lo arrastró a la oscuridad.
Piedra se los quedó mirando y frunció el ceño.
—¿De qué va todo eso?
No habló ni uno solo de los hombres.
La mujer se giró en redondo y le lanzó una mirada asesina a Rezongo. Después de un momento lo comprendió todo y siseó.
—¡Es escandaloso!
—Querida —se rio el capitán—, después de lo de Saltoan, tiene gracia que digas tú eso.
—¡A mí no me llames «querida», Rezongo! ¿Qué se supone que tenemos que hacer los demás, quedarnos aquí sentados y escuchar los obscenos gruñidos y gemidos que vienen de ese montecillo de hierbas? ¡Es asqueroso!
—La verdad, Piedra, dadas las circunstancias, tiene sentido…
—¡No es eso, idiota! ¡Esa mujer escogió a Harllo! ¡Harllo! ¡Dioses, voy a vomitar! ¡Harllo! Mira alrededor de este fuego; estás tú y, la verdad, cierto tipo de mujer barata y sin cultura no podría resistírsete. Y Buke, alto y curtido, con el alma atormentada, seguro que merece un revolcón o dos. ¿Pero Harllo? ¿Ese mono de pelo enmarañado?
—Tiene las manos grandes —murmuró Rezongo—. Eso comentó Hetan… ejem, anoche.
Piedra se lo quedó mirando y después se inclinó hacia delante.
—¡Anoche te tuvo a ti! ¿Verdad? ¡Esa salvaje grasienta y libertina se lo hizo contigo! ¡Te lo noto en la cara de satisfacción, Rezongo, así que no lo niegues!
—Bueno, la acabas de oír, ¿cómo podría resistirse un hombre de sangre caliente?
—Muy bien, de acuerdo —soltó la mujer al tiempo que se levantaba—. Buke, en pie, maldito seas.
El hombre se estremeció.
—No, no podría, yo, eh, no. Lo siento, Piedra…
Piedra se volvió enseñando los dientes y miró a los silenciosos barghastianos.
Cafal sonrió.
—Escoge a Netok. Todavía es…
—¡Muy bien! —La mujer le hizo un gesto.
El joven se levantó con aire incierto.
—Manos grandes —comentó Rezongo.
—Cállate, Rezongo.
—Vete en dirección contraria, por favor —continuó—. No querrías tropezarte con nada… desagradable.
—En eso tienes razón, maldita sea. Vamos, Netok.
Se alejaron, el barghastiano la seguía como un cachorrito con correa.
El capitán se volvió hacia Buke.
—Eres idiota.
El hombre se limitó a sacudir la cabeza y se quedó mirando el fuego.
Emancipor Reese estiró la mano para coger la olla de latón que contenía el vino especiado.
—Dos noches más —murmuró—. Típico.
Rezongo se quedó mirando al anciano un momento y después sonrió.
—Todavía no estamos muertos; quién sabe, quizás Oponn te sonría.
—Eso sí que sería un cambio —gruñó Reese.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber cómo terminaste con esos dos amos tuyos?
—Es una larga historia —murmuró el otro mientras tomaba un sorbo de vino—. Demasiado larga para contarla, en realidad. Verás, mi mujer… Bueno, el puesto ofrecía la posibilidad de viajar…
—¿Estás sugiriendo que elegiste el menor de dos males?
—Los cielos me libren, señor.
—Ah, así que ahora lo lamentas.
—Tampoco he dicho eso.
Un aullido repentino en la oscuridad sobresaltó a todo el mundo.
—Me preguntó cuál de los cuatro hizo ese sonido —caviló Rezongo.
—Ninguno —dijo Reese—. Ha vuelto mi gato.
Se abrió la puerta de un carruaje. Unos momentos después apareció la forma vestida de negro de Bauchelain.
—Nuestro monigote regresa… con premura. Sugiero que llaméis a los demás y preparéis las armas. Tácticamente hablando, intentad desjarretar a esos cazadores y agachaos al acercaros, prefieren los cortes horizontales. Emancipor, si tienes la amabilidad de reunirte con nosotros. Capitán Rezongo, quizá querrías informar a tu amo, aunque imagino que ya lo sabe.
Rezongo se levantó con un repentino escalofrío.
—Tendremos suerte de ver algo, maldita sea.
—Eso no será problema —respondió Bauchelain—. Korbal, amigo mío —exclamó a su espalda—, un círculo amplio de luz, si tienes la bondad.
La zona quedó bañada de repente en un fulgor suave y dorado que se extendía veinticinco metros o más por todos lados.
El gato volvió a aullar y Rezongo vislumbró un destello leonado que volvía a meterse como un rayo en la oscuridad. Hetan y Harllo se acercaron desde un lado ajustándose a toda prisa la ropa. Piedra y Netok también regresaron. El capitán consiguió esbozar una sonrisa forzada.
—No ha habido tiempo, supongo —le dijo a la mujer.
Piedra hizo una mueca.
—Deberías ser más comprensiva, era el primer intento del muchacho.
—Ya, claro. Una pena, maldita sea —añadió la mujer mientras se ponía los guantes de duelo—. Tenía potencial, a pesar de la grasa.
Los tres barghastianos se habían reunido y Cafal había clavado una fila de lanzas en la tierra pedregosa, mientras Hetan se afanaba atando una gruesa cuerda que los unía a los tres. Varios fetiches de plumas y huesos colgaban de los nudos del cordón y a Rezongo le pareció que el espacio que quedaba entre cada guerrero sería de unos cinco o seis brazos. Cuando los otros dos terminaron, Netok les entregó hachas de doble filo. Los tres colocaron las armas a sus pies y cada uno recogió una lanza. Hetan comenzó un cántico suave y profundo.
—Capitán.
Rezongo apartó la mirada de los barghastianos y se encontró a maese Keruli a su lado. El hombre había plegado las manos en el regazo y su capa de seda rielaba como el agua.
—La protección que puedo ofrecer es limitada. No te alejes de mí, ni tú ni Harllo ni Piedra. No permitáis que os atraigan. Concentraos en la defensa.
Rezongo desenvainó sus alfanjes y asintió. Harllo se colocó a la izquierda del capitán con el mandoble sujeto con firmeza delante de él. Piedra se puso a la derecha de Rezongo con el estoque y la daga preparadas.
Ella era por la que más temía Rezongo. Las armas de la mujer resultaban demasiado ligeras para lo que se avecinaba, reconoció al recordar las marcas de cortes del carruaje de Bauchelain. Sería la fuerza bruta lo que se la jugara allí, no la habilidad.
—Quédate un paso atrás, Piedra —dijo.
—No seas estúpido.
—No es caballerosidad, Piedra. Unos agujeros finos como alambres no van hacerle mucho daño a un no muerto.
—Eso ya lo veremos, ¿no?
—No te alejes del amo, protégelo. Es una orden, Piedra.
—Ya te he oído —gruñó la mujer.
Rezongo volvió a mirar a Keruli.
—Señor, ¿quién es tu deidad? Si acudes a él o ella, ¿qué deberíamos esperar?
El hombre del rostro redondo frunció un poco el ceño.
—¿Esperar? Me temo que no tengo ni idea, capitán. Los poderes de mi… ejem, dios acaban de despertar tras miles de años de sueño. Mi dios es ancestral.
Rezongo se lo quedó mirando. ¿Ancestral? ¿No se abandonó a los dioses ancestrales por su ferocidad? ¿Qué podría desatarse aquí? Que la reina de los Sueños nos proteja.
Observó a Keruli, que sacó una daga de hoja fina y se hizo un profundo corte en la palma de la mano izquierda. La sangre cayó en la hierba, a sus pies. El aire olió de repente a matadero.
Una colección pequeña de palos, ramas y bramante con forma de hombre se escabulló por el círculo de luz arrastrando tras de sí una estela de hechicería. El monigote chamán.
Rezongo sintió que la tierra se estremecía bajo unos pasos, que se acercaban a toda prisa y que resonaban incansables como caballos de guerra. No, más bien como gigantes. Erguidos, cinco pares, quizá más. Provenían del este.
Unas formas fantasmales se cernieron sobre ellos y volvieron a desvanecerse. Los temblores se ralentizaron en la tierra y se dispersaron, como si las criaturas se separaran.
El cántico barghastiano terminó de pronto. Rezongo miró en su dirección. Los tres guerreros miraban al este con las lanzas listas. Unas espirales de niebla se alzaban alrededor de sus piernas y se espesaban. En unos momentos, Hetan y sus hermanos quedarían envueltos por completo.
Silencio.
Rezongo estaba más que familiarizado con el mango de los pesados alfanjes que le resbalaban por las manos. El capitán sintió el golpeteo del corazón en el pecho. Empezó a sudar, gotas que le chorreaban por la barbilla y los labios. Se esforzó por ver en la oscuridad más allá de la esfera de luz. Nada. El momento del soldado, ahora, antes de que empiece la batalla, ¿quién escogería una vida así? Te plantas con otros y todos os enfrentáis a la misma amenaza, y sin embargo todos os sentís solos. Bajo el frío abrazo del miedo, la sensación de que todo lo que sois podría terminar en pocos momentos. Dioses, no envidio la vida del soldado…
Unas caras planas, amplias y erizadas de colmillos (pálidas y enfermizas como vientres de serpientes) surgieron de la oscuridad. Los ojos eran pozos vacíos, las cabezas parecieron flotar por un momento, como si estuvieran suspendidas, al doble de la altura de un hombre. Unas espadas enormes de hierro picadas de hoyos se deslizaron bajo la luz. Las hojas estaban fundidas con las muñecas de las criaturas, las manos no eran visibles, y Rezongo supo que un único golpe de una de esas espadas podría partir el muslo de un hombre sin esfuerzo.
Reptiles, se alzaban sobre las patas traseras como pájaros gigantes sin alas y se inclinaban hacia delante con el contrapeso de unas colas largas y afiladas, las apariciones no muertas lucían una armadura extrañamente moteada: en los hombros, en el pecho, a ambos lados del hueso sobresaliente del esternón y en las caderas. Unos cascos de hueso, bajos y largos, les protegían la cabeza y la nuca, con unas defensas anchas en las mejillas que se encontraban sobre el morro para unirse y doblarse en un ángulo marcado para formar una defensa sobre la nariz.
Al lado de Rezongo, Keruli siseó algo:
—K’chain che’malle. Son cazadores k’ell. Los primogénitos de cada camada. Los hijos de la propia matrona. Un recuerdo desvaído incluso para los dioses ancestrales, que apenas los conocen. Ahora, en el fondo de mi alma, me desespero.
—En el nombre del Embozado, ¿a qué están esperando? —gruñó el capitán.
—Inquietud, el torbellino de bruma que es la hechicería barghastiana. Desconocida para su amo.
El capitán no se lo podía creer.
—¿El Vidente Painita manda a estos…?
Los cinco cazadores atacaron. Las cabezas se lanzaron hacia delante y se alzaron las hojas, que eran un contorno borroso. Tres se lanzaron a por los barghastianos, se precipitaron hacia aquella bruma espesa que se retorcía. Los otros dos cargaron contra Bauchelain y Korbal Espita.
Momentos antes de alcanzar la nube destellaron tres lanzas y todas golpearon al primer cazador. La hechicería atravesó la carne marchita y sin vida de la bestia con un sonido como el de estacas que se clavaran (y luego atravesaran) troncos de árboles. Tejido muscular gris oscuro, hueso del color del bronce y tiras de cuero ardiente volaron en todas direcciones. La cabeza del cazador se tambaleó sobre un cuello destrozado. El k’chain che’malle se tambaleó y después se derrumbó al tiempo que sus dos hermanos lo rodeaban y se desvanecían en la nube de hechicería. El ruido de hierro sobre hierro resonó como una explosión en el interior.
Ante Bauchelain y Korbal Espita, los otros dos cazadores quedaron envueltos en oleadas turbias y negras de hechicería antes de haber podido dar dos pasos. La magia les laceró los cuerpos, salpicados de manchas podridas y ácidas que les devoraron el cuero. Las bestias continuaron sin detenerse y las recibieron los dos magos, ambos vestidos con cotas de malla que les llegaban a los tobillos y ambos empuñando espadas de palmo y medio que dejaban atrás gallardetes de humo.
—¡Cuidado, detrás de nosotros! —chilló de repente Harllo.
Rezongo giró en redondo.
Y vio a un sexto cazador que atravesaba como un rayo los caballos espantados que chillaban y cargaba directamente contra Keruli. Al contrario que los otros k’chain che’malle, la piel de esta criatura estaba cubierta de marcas intrincadas y lucía una placa dorsal de púas de acero que le recorrían la columna.
Rezongo empujó a Keruli con el hombro y lo tiró al suelo. Se agachó y levantó los dos alfanjes a tiempo de detener la cuchillada horizontal de una de las inmensas hojas del cazador. El acero de Gadrobi resonó con un ruido ensordecedor y el impacto provocó una sacudida por los brazos del capitán. Rezongo oyó más que sintió que se le partía la muñeca izquierda, los extremos rotos de los huesos se machacaron y retorcieron de forma imposible antes que, de repente, las manos insensibles soltaran los alfanjes, que salieron rodando y girando. La segunda hoja del cazador debería haberlo partido por la mitad, pero en lugar de eso se estrelló contra el mandoble de Harllo. Ambas armas se hicieron pedazos. Harllo sufrió una sacudida y el pecho y la cara lo rociaron todo de sangre entre una lluvia salvaje de fragmentos de hierro.
Un pie con garras y tres dedos golpeó a Rezongo. El capitán gruñó y salió despedido por el aire. El dolor le explotó en el cráneo cuando chocó con la mandíbula del cazador y levantó de golpe la cabeza de la criatura con un crujido que rompía los huesos.
Aturdido, sin aliento, Rezongo cayó al suelo en un montón informe. Un peso enorme lo atrapó y unas garras le atravesaron la armadura y le perforaron la carne. Los tres dedos del pie de la bestia se aferraron a su pecho y partieron huesos, el capitán sintió que algo lo arrastraba. Las hojuelas de la armadura tintinearon y trapalearon antes de caerse cuando lo arrastraron por el polvo y la grava. Las hebillas retorcidas y los broches se clavaron en la tierra. Ciego, con los miembros meciéndose, Rezongo sintió las garras que se iban clavando cada vez más. Tosió y sintió la boca llena de sangre espumosa. El mundo se oscureció.
Notó que las garras se estremecían, como si resonaran por un golpe inmenso. Después volvieron a levantarlo y lo lanzaron por el aire, volando. Chocó contra el suelo, rodó y se estrelló contra los radios destrozados de la rueda de un carruaje.
Sintió que se moría, supo que se moría. Se obligó a abrir los ojos, desesperado por ver el mundo por última vez, por ver algo, cualquier cosa que alejara esa abrumadora sensación de tristeza y confusión. ¿No podría haber sido repentino? ¿Instantáneo? ¿Por qué este desangrarse lento y aturdido? Dioses, hasta el dolor ha desaparecido, ¿por qué no la propia conciencia? ¿Por qué torturarme sabiendo lo que estoy a punto de rendir?
Alguien estaba chillando, era el sonido de la muerte y Rezongo lo comprendió al instante. Oh, sí, chilla y desafíalo, chilla de terror y de rabia, chíllale a esa red al tiempo que se cierra sobre ti. Oleadas de sonido que salen al mundo mortal, una última vez. Los chillidos desaparecieron y quedó solo el silencio, salvo por el corazón vacilante que latía en el pecho de Rezongo.
Sabía que tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. O bien había fallado el hechizo de luz de Korbal Espita o el capitán había encontrado su propia oscuridad.
Tropezaba, ese corazón. Se ralentizaba, se desvanecía como un caballo pálido que se alejara por un camino. Se iba, cada vez más y más desvaído…