Capítulo 2

La hueste de Unbrazo sangraba por un sinfín de heridas. Una campaña interminable, derrotas sucesivas seguidas por victorias incluso más costosas. Pero de todas las heridas sufridas por el ejército de Dujek Unbrazo, las del alma eran las más graves…

Zorraplateada

Escolta Hurlochel

Acurrucada entre las rocas y los cantos rodados de la ladera de la colina, la cabo Rapiña observaba al anciano que subía con esfuerzo el camino. Su sombra se deslizó por la posición de Mezcla, pero el hombre que la arrojaba no sabía nada de la proximidad de la soldado. Mezcla se levantó en silencio tras él, con el polvo desprendiéndose de su cuerpo, y le hizo a Rapiña una serie de gestos con la mano.

El anciano siguió avanzando sin darse cuenta de nada. Cuando no estaba a más de cinco metros, Rapiña se irguió y el manto gris dejado por la tormenta de polvo de la mañana cayó como una cascada por sus hombros y levantó la ballesta.

—Ya has llegado muy lejos, viajero —gruñó Rapiña.

La sorpresa hizo tambalearse al anciano, que tuvo que dar un paso atrás. Una piedra resbaló bajo sus pies y el hombre se derrumbó con un grito, aunque se las arregló para girar y evitar así aterrizar sobre el fardo de cuero que llevaba atado a la espalda. Se deslizó otro metro camino abajo y se encontró casi a los pies de Mezcla.

Rapiña sonrió y se adelantó.

—Con eso servirá —dijo—. No pareces muy peligroso, viejo, pero solo por si acaso, resulta que te apuntan otras cinco ballestas ahora mismo. Así que, ¿qué tal si nos dices qué diablos estás haciendo aquí, por el Embozado?

El sudor y el polvo manchaban la raída túnica del anciano. Tenía la frente quemada por el sol, una frente ancha sobre un conjunto de rasgos estrechos que se iban desvaneciendo hasta desaparecer en una mandíbula con una barbilla casi inexistente. Los dientes, rotos y torcidos, sobresalían en todas direcciones y convertían su sonrisa en una parodia de reyertas. El anciano se apoyó en unas piernas delgadas y envueltas en cuero y se fue levantando poco a poco.

—Mil disculpas —jadeó mientras miraba por encima del hombro a Mezcla. Se estremeció ante lo que descubrió en los ojos de la mujer y se dio la vuelta a toda prisa para mirar a Rapiña—. Creía que este camino discurría vacío hasta de ladrones. Veréis, llevo los ahorros de toda una vida invertidos en lo que cargo, no podía permitirme una escolta, ni siquiera una mula…

—Eres mercader, entonces —dijo Rapiña con voz cansada—. ¿Te diriges adónde?

—A Pale. Soy de Darujhistan…

—Eso es obvio —le soltó Rapiña—. El caso es que Pale está ahora en manos del Imperio… igual que estas colinas.

—No lo sabía, me refiero a lo de estas colinas. Por supuesto que soy consciente que Pale disfruta ya del abrazo del Imperio de Malaz…

Rapiña le sonrió a Mezcla.

—¿Oyes eso? Un abrazo y todo. Muy bueno, viejo. Con que un abrazo maternal, ¿eh? ¿Y qué hay en el saco?

—Soy artesano —dijo el anciano agachando la cabeza—. Bueno, tallo pequeñas chucherías. Hueso, marfil, jade, serpentina…

—¿Algo revestido… hechizos y demás? —preguntó la cabo—. ¿Algo bendito?

—Solo por mi talento, para responder a tu primera pregunta. No soy mago y además trabajo solo. Pero fui lo bastante afortunado como para conseguir las bendiciones de un sacerdote en un juego de tres brazaletes de marfil…

—¿De qué dios?

—Treach, el Tigre del Verano.

Rapiña lanzó una risita desdeñosa.

—Ese no es ningún dios, idiota. Treach es un héroe primero, un semidiós, un ascendiente soletaken.

—Se ha santificado un nuevo templo en su nombre —la interrumpió el anciano—. En la calle del Simio Calvo, en el barrio de Gadrobi. Hasta me contrataron a mí para perforar la encuadernación de cuero del Libro de oraciones y rituales.

Rapiña puso los ojos en blanco y bajó la ballesta.

—De acuerdo, venga, vamos a ver esos brazaletes.

El anciano asintió con impaciencia, se descolgó el fardo y lo puso delante de él. Después soltó la única correa que lo sujetaba.

—Recuerda —gruñó Rapiña— que si sacas algo raro, te encontrarás con una docena de cuadrillos aireándote el cráneo.

—Es un fardo, no mis calzones —murmuró el mercader—. Además, creí que eran cinco.

La cabo frunció el ceño.

—Nuestro público —dijo Mezcla en voz baja— ha crecido.

—Exacto —se apresuró a añadir Rapiña—. Dos pelotones enteros, ocultos y observando cada uno de tus movimientos.

Con una cautela exagerada, el anciano sacó un paquetito de ante envuelto en bramante.

—Se dice que el marfil es muy antiguo —dijo con tono reverente—. De un monstruo con pelo y colmillos que en otro tiempo fue la presa preferida de Treach. El cadáver de la bestia se encontró entre el cieno congelado de la remota Elingarth…

—Todo eso da igual —espetó Rapiña—. Vamos a ver los malditos trastos.

Las cejas blancas y ásperas del mercader se alzaron de repente, alarmadas.

—¡Malditas! ¡No! ¡Jamás! ¿Crees que vendería objetos malignos?

—Cállate, no era más que una forma de hablar, demonios. Y date prisa, no tenemos todo el día, maldita sea.

Mezcla hizo un ruido que silenció de inmediato la mirada furiosa de su cabo.

El anciano desenvolvió el paquete y reveló tres brazaletes destinados a la parte superior del brazo, cada uno de ellos era de una sola pieza y carecían de adornos. Los habían pulido hasta darles un lustre pálido y resplandeciente.

—¿Dónde están las marcas de la bendición?

—No las hay. Se envolvió cada uno de ellos en una tela tejida con el pelo que había mudado el propio Treach, durante nueve días y diez noches…

Mezcla lanzó un bufido.

—¿El pelo que había mudado? —La cabo hizo una mueca—. Qué idea más asquerosa.

—A Eje no se lo parecería —murmuró Mezcla.

—Un juego de tres brazaletes —caviló Rapiña—. Brazo derecho, brazo izquierdo… ¿y luego dónde? Y vigila esa boca, somos flores delicadas, Mezcla y yo.

—Todos para un solo brazo. Son sólidos pero se entrelazan; al menos esas eran las instrucciones de la bendición.

—Se entrelazan sin remache alguno… Eso tengo que verlo.

—Cielos, no puedo demostrar esa hechicería pues no ocurrirá más que una vez, cuando el comprador, o compradora, se los haya puesto en el brazo con el que empuña el arma.

—Eso sí que tiene la palabra «timo» escrita encima.

—Bueno, pero lo tenemos justo aquí —dijo Mezcla—. Las estafas solo funcionan si puedes largarte de rositas.

—Como en los mercados atestados de Pale. Bueno, bueno. —Rapiña le sonrió desde su altura al anciano—. Pero no estamos en un mercado atestado, ¿verdad? ¿Cuánto?

El mercader se retorció, inquieto.

—Has elegido mi obra más valiosa, tenía intención de subastarlos…

—¿Cuánto, viejo?

—Tr… trescientos co… concejos de o… oro.

—Concejos. Esa es la nueva moneda de Darujhistan, ¿no?

—Pale ha adoptado la jakata malazana como peso estándar —dijo Mezcla—. ¿A cómo está el cambio?

—¿Cómo voy a saberlo yo, demonios? —murmuró Rapiña.

—Si no os importa —aventuró el mercader—, el cambio en Darujhistan es de dos jakatas y un tercio por cada concejo. Los honorarios del corredor ascienden a una jakata al menos. Así que, estrictamente hablando, una y un tercio.

Mezcla cambió de postura y se inclinó hacia delante para echarle un mejor vistazo a los brazaletes.

—Con trescientos concejos se podría mantener a una familia con comodidad por lo menos un par de años…

—Tal era mi objetivo —dijo el anciano—. Aunque como vivo solo y con modestia, anticipaba cuatro años o más, incluyendo materiales para mi oficio. Todo lo que sea por debajo de los trescientos concejos me arruinaría.

—Qué penita —dijo Rapiña, después miró a Mezcla—. ¿Quién lo va a echar de menos? —Esta se encogió de hombros—. Pues tráete tres columnas.

—De inmediato, cabo. —Mezcla pasó junto al hombre, subió sin ruido por el camino y desapareció de la vista.

—Te lo ruego —gimoteó el mercader—. No me pagues en jakatas…

—Cálmate —dijo Rapiña—. Hoy te sonríe Oponn. Ahora apártate del fardo. Tengo la obligación de registrarlo.

El anciano hizo una reverencia y se apartó.

—El resto es de menor valor, lo admito. De hecho, un tanto apurado…

—No pretendo comprar nada más —dijo Rapiña mientras revolvía con una mano por el fardo—. En este instante ya es oficial.

—Ah, ya veo. ¿Es que algunos objetos de comercio están prohibidos ahora en Pale?

—Jakatas falsificadas, para empezar. La economía local está recibiendo una buena paliza y los concejos de Darujhistan no son muy bien recibidos tampoco. Esta última semana nos hemos hecho con un buen alijo.

El mercader abrió mucho los ojos.

—¿Me vais a pagar con moneda falsificada?

—Una idea tentadora, pero no. Como ya te he dicho, Oponn te ha hecho un guiño. —Terminado el registro, Rapiña se retrasó un poco y sacó una pequeña tablilla de cera de la saca que llevaba en el cinturón—. Tengo que apuntar tu nombre, mercader. Son sobre todo los contrabandistas los que utilizan estas pistas; intentan evitar el puesto del camino de las llanuras que cruza la frontera. Al parecer tú eres de los pocos honestos que pasan por aquí. Esos contrabandistas tan listos terminan pagando por su ingenio diez veces más en estos caminos, cuando lo cierto es que tendrían más posibilidades de pasar desapercibidos en el caos del puesto.

—Me llamo Munug.

Rapiña levantó la cabeza.

—Pobre cabrón.

Mezcla regresó por el camino con tres columnas de monedas envueltas en los brazos.

El mercader se encogió de hombros con aire avergonzado y los ojos clavados en las pilas de monedas envueltas.

—¡Eso son concejos!

—Sí —murmuró Rapiña—. En columnas de cien. Seguramente te reventarás la espalda acarreándolas hasta Pale, por no hablar ya de cuando vuelvas. De hecho, ya no tienes que molestarte en hacer el viaje, ¿no? —La cabo le clavó la mirada mientras se volvía a meter la tablilla en la saca.

—Tienes mucha razón —admitió Munug al mismo tiempo que envolvía de nuevo los brazaletes y le pasaba el paquete a Mezcla—. Pero, no obstante, voy a viajar a Pale para ofrecer el resto de mi obra. —Movió los ojos de un sitio a otro con aire nervioso y enseñó los dientes torcidos en una débil sonrisa—. Si se mantiene la suerte de Oponn, quizá consiga doblar mi tajada.

Rapiña estudió al hombre un momento más y después sacudió la cabeza.

—La codicia nunca sale rentable, Munug. Apostaría a que en un mes volverás a dirigir tus pasos por este camino sin nada más que polvo en los bolsillos. ¿Qué dices? Diez concejos.

—Si pierdo, te deberé diez.

—Ah, bueno, consideraría una chuchería o dos en su lugar, tienes unas manos muy hábiles, viejo, de eso no cabe duda.

—Gracias, pero, con todo respeto, declino la apuesta.

Rapiña se encogió de hombros.

—Una pena. Todavía te queda otra campanada de luz. Hay un campamento al borde del camino, cerca de la cima. Si eres lo bastante decidido, puede que llegues antes de la puesta de sol.

—Lo procuraré. —El anciano metió los brazos por las correas del fardo, se irguió con un gruñido y después, con un asentimiento vacilante, pasó junto a la cabo.

—Espera un momento —le ordenó Rapiña.

Las rodillas de Munug parecieron debilitarse y el anciano estuvo a punto de derrumbarse allí mismo.

—¿S… sí? —consiguió decir.

Rapiña le quitó los brazaletes a Mezcla.

—Tengo que ponerme esto primero. Se entrelazan, dijiste. Pero sin que nada se vea.

—¡Ah! Sí, por supuesto. Procede, desde luego.

La cabo se remangó la manga de la polvorienta camisa y reveló, en la pesada lana de la parte inferior, el tinte de color borgoña.

El jadeo de Munug fue audible para todos.

Rapiña sonrió.

—Eso es, somos abrasapuentes. Asombroso lo que disimula el polvo, ¿eh? —La mujer se subió los aros de marfil por el brazo musculoso y lleno de cicatrices. Entre el bíceps y el hombro se oyó un pequeño chasquido. Rapiña estudió las tres argollas y después siseó sorprendida.

—¡Imposible, maldita sea!

La sonrisa de Munug se ensanchó durante apenas un instante y después se inclinó un poco.

—¿Me permitís ahora continuar mi viaje?

—Adelante —respondió la mujer, que ya apenas le prestaba atención alguna mientras estudiaba las relucientes ajorcas que llevaba en el brazo.

Mezcla se quedó mirando al hombre un minuto entero, un ligero ceño le arrugaba la frente polvorienta.

Munug encontró el corte en el camino poco después. Volvió la vista atrás para confirmar por décima vez, al menos, que no lo seguía nadie, y se deslizó a toda prisa entre las dos piedras inclinadas que formaban la entrada oculta.

El tenebroso pasaje terminaba a los cinco metros y se abría a un sendero que serpenteaba por una fisura de muros altos. Juzgó que la puesta de sol estaba a menos de cien latidos, el retraso con las abrasapuentes podría resultar fatal si no llegaba a la cita.

—Después de todo —susurró—, los dioses no son famosos por su naturaleza compasiva…

Las monedas le pesaban. El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho. No estaba acostumbrado a esfuerzos tan arduos. No era más que un artesano. Sin mucha suerte en los últimos tiempos, quizá; debilitado por los tumores que tenía entre las piernas, sin duda, pero su talento y su visión, si acaso, se habían agudizado todavía más gracias a toda la angustia y el dolor que soportaba.

«Te he elegido por esos mismos defectos, Munug. Por eso y por tus habilidades, por supuesto. Oh, sí, necesito esas habilidades tuyas…»

La bendición de un dios seguro que solucionaría lo de esos tumores. Y, si no, trescientos concejos casi podrían pagar el tratamiento de un sanador daru en Darujhistan. Después de todo, no era muy inteligente confiar solo en el pago de un dios por los servicios prestados. La historia que le había contado Munug a las abrasapuentes sobre la subasta en Pale era cierta, convenía contar con opciones, elaborar planes alternativos, y si bien la escultura y la talla no eran sus mayores habilidades, no era tan modesto como para negar la alta calidad de su obra. Claro que no eran nada comparadas con sus pinturas. Nada, nada en absoluto.

Se apresuró por el camino sin hacer caso de las brumas preternaturales que se cerraban a su alrededor. Ocho metros después, cuando atravesó la puerta de la senda, las hendiduras y peñascos de las colinas orientales de Tahlyn desaparecieron y la niebla se diluyó para revelar una llanura rocosa y anodina bajo un cielo enfermizo. En medio de la llanura había una tienda de cuero raído, el humo flotaba sobre ella en una calima del color azul del mar. Munug se apresuró a acercarse.

Con el pecho estremecido por el esfuerzo, el artesano se agachó delante de la entrada y arañó la solapa que la cubría.

Una tos seca resonó en el interior y después se oyó una voz ronca.

—Entra, mortal.

Munug entró arrastrándose. Un humo denso y acre le asaltó los ojos, la nariz y la garganta, pero después de tomar la primera bocanada, un entumecimiento frío se extendió desde los pulmones a todo el cuerpo. Con la cabeza baja y los ojos apartados, Munug se quedó junto a la entrada y esperó.

—Llegas tarde —dijo el dios. Resollaba con cada aliento.

—Había soldados en el sendero, amo…

—¿Lo descubrieron?

El artesano les sonrió a los juncos sucios del suelo de la tienda.

—No. Me registraron el fardo, como sabía que harían, pero no mi persona.

El dios volvió a toser y Munug oyó un arañazo cuando algo arrastró el brasero por el suelo. Se vertieron unas semillas en los carbones y el humo se hizo más denso.

—Enséñamelo.

El artesano metió las manos en los pliegues de su raída túnica y sacó un paquete grueso del tamaño de un libro. Lo desenvolvió y reveló una pila de cartas de madera. Con la cabeza todavía gacha y trabajando a ciegas, Munug empujó las cartas hacia el dios al tiempo que las extendía.

Oyó que el dios se quedaba sin aliento y después un crujido suave. Cuando habló otra vez, la voz se oía más cerca.

—¿Defectos?

—Sí, amo. Uno por cada carta, como me ordenaste.

—Ah, eso me complace. Mortal, tu habilidad carece de igual. Cierto, estas son imágenes de dolor e imperfección. Están torturadas, tensas por la angustia. Hacen daño a la vista y te hacen sangrar el corazón. Es más, veo una soledad crónica en esas caras que has elaborado en las escenas. —Un humor seco penetró en el tono del dios—. Has pintado tu propia alma, mortal.

—No he conocido mucha felicidad, am…

El dios le interrumpió entonces.

—¡Ni deberías esperarla! No en esta vida ni en las mil otras que estás condenado a soportar antes de conseguir la salvación, ¡suponiendo que hayas sufrido lo suficiente como para habértela ganado!

—Ruego para que no se me libre de mis sufrimientos, amo —murmuró Munug.

—Mientes. Sueñas con comodidades y alegría. Llevas el oro que crees que lo logrará y tienes intención de prostituir tu talento para lograr todavía más, no lo niegues, mortal. Conozco tu alma. Veo su avidez y sus ansias aquí, en estas imágenes. No temas, son emociones que me divierten, pues no son más que caminos que llevan a la desesperación.

—Sí, amo.

—Y ahora, Munug de Darujhistan, en cuanto a tu pago…

El anciano chilló cuando el fuego brotó en los tumores que tenía entre las piernas. Se retorció de agonía y después se encogió en los sucios juncos.

El dios se echó a reír, el horrible sonido irrumpía entre las toses que hacían estragos en aquel pulmón y que tardaban mucho en pasar.

El dolor, comprendió Munug después de un rato, empezaba a desvanecerse.

—Estás curado, mortal. Se te han concedido más años de esa vida miserable. Pero cielos, como la perfección es anatema para mí, tendrá que ser entre mis hijos más queridos.

—¡A… amo, apenas siento las piernas!

—Me temo que están muertas. Ese era el precio de la curación. Parece, artesano, que el tuyo será un camino largo y agotador, arrastrándote adonde sea que quieras ir. Ten en cuenta, hijo, que el valor reside en el viaje, no en el objetivo logrado. —El dios se echó a reír otra vez, lo cual precipitó otro ataque de tos más.

Sabiendo que con eso lo despedían, Munug se dio la vuelta como pudo y arrastró el peso muerto de sus miembros inferiores por la entrada de la tienda, después se quedó allí tirado, jadeando. El dolor que sentía era el de su alma. Tiró del fardo y apoyó la cabeza en él. Sentía las columnas de monedas apiladas y duras contra su frente cubierta de sudor.

—Mi recompensa —susurró—. Bendito es el toque del Caído. Guíame, querido amo, por los caminos de la desesperación, pues merezco el dolor de este mundo con una munificencia interminable…

A su espalda, en la tienda, la risa del dios Tullido cortó el aire.

—¡Conserva con cariño este momento, querido Munug! La nueva partida ha comenzado por tu mano. ¡Por tu mano, el mundo temblará!

Munug cerró los ojos.

—Mi recompensa…

Mezcla continuó mirando el camino mucho después de que el mercader hubiera desaparecido.

—No era —murmuró— lo que parecía.

—Ninguno lo es —asintió Rapiña mientras se tiraba de los adornos del brazo—. Estas cosas están muy apretadas, mierda.

—Seguro que se te pudre y se te cae el brazo, cabo.

La mujer levantó la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Crees que están malditos?

Mezcla se encogió de hombros.

—Si fuera yo, haría que Ben el Rápido les echara un buen vistazo, y más pronto que tarde.

—Por los huevos de Togg, si sospechabas algo…

—No he dicho eso, cabo, eras tú la que te quejabas de que estaban apretados. ¿Te los puedes quitar?

Rapiña frunció el ceño.

—No, maldita seas.

—Ah. —Mezcla apartó la vista.

Rapiña se planteó darle a la mujer una buena colleja, pero era una idea que contemplaba al menos diez veces al día desde que habían empezado a patrullar juntas y, una vez más, resistió la tentación.

—Trescientos concejos para que se me caiga el brazo. Estupendo.

—Piensa en positivo, cabo. Te dará algo de lo que hablar con Dujek.

—No sabes cómo te odio, Mezcla.

Esta le dedicó a su cabo una sonrisa insulsa.

—Bueno, ¿entonces le metiste un guijarro a ese viejo en el fardo?

—Sí, estaba lo bastante inquieto como para merecérselo. Coño, pero si estuvo a punto de desmayarse cuando lo volví a llamar, ¿no?

Mezcla asintió.

—Bueno —dijo Rapiña mientras se bajaba la manga—. Ben el Rápido lo rastrea…

—A menos que vacíe el fardo.

La cabo gruñó.

—A él le preocupa menos lo que había dentro que a mí. No, no sé qué botín llevaba, pero lo ocultaba bajo la camisa, sin duda. En cualquier caso, seguro que hace correr la voz cuando llegue a Pale y el tráfico de contrabandistas por estas colinas baja en picado, ya lo verás, te apuesto lo que quieras; además le solté eso de que había más posibilidades en la frontera cuando tú te fuiste a recoger los concejos.

La sonrisa de Mezcla se ensanchó.

—Caos en los cruces, ¿eh? El único caos que tiene la tropa de Paran por allí es qué hacer con todo lo que se llevan.

—Vamos a buscar algo de comer, seguro que los moranthianos son tan puntuales como de costumbre.

Las dos abrasapuentes regresaron camino arriba.

Una hora después del atardecer llegó la escuadrilla de moranthianos negros, descendieron con sus quorls entre aleteos y se deslizaron hasta el círculo de faroles que habían montado Rapiña y Mezcla. Una de las criaturas llevaba a un pasajero que se bajó en cuanto las seis patas del quorl se posaron en el suelo de piedra.

Rapiña sonrió al hombre que maldecía.

—Por aquí, Ben…

El hombre se giró en redondo y la miró.

—Por el Embozado, cabo, ¿qué te traes entre manos?

La sonrisa de la cabo se desvaneció de repente.

—No mucho, hechicero, ¿por qué?

El hombre delgado de piel cetrina miró por encima del hombro a los moranthianos negros y se apresuró a acercarse adonde esperaban Rapiña y Mezcla. Después bajó la voz.

—No podemos complicar las cosas, maldita sea. Mientras volaba por encima de esas colinas he estado a punto de caerme mil veces de esa silla llena de nudos, hay sendas girando por aquí abajo, hay poder desangrándose por todas partes… —Se detuvo y se acercó un poco más con los ojos relucientes—. De ti también sale, Rapiña…

—Malditos, después de todo —murmuró Mezcla.

Rapiña se quedó mirando a su compañera y puso en jaque todo el sarcasmo que pudo reunir.

—Tal y como siempre sospechaste, ¿no, Mezcla? Serás mentirosa…

—¡Has adquirido la bendición de un ascendiente! —la acusó Ben el Rápido con un siseo—. ¡Serás idiota! ¿De cuál, Rapiña?

La cabo luchó por tragar saliva con una garganta que de repente se le había quedado seca.

—Bueno… ¿Treach?

—Ah, pues mira que bien.

Rapiña frunció el ceño.

—¿Qué tiene Treach de malo? Es perfecto para un soldado, el Tigre del Verano, el señor de la Batalla…

—¡Hace cinco siglos, quizá! Treach tomó su forma soletaken hace cientos de años, ¡y desde entonces esa bestia no ha tenido ni un solo pensamiento humano! No es solo que carezca de sentido, ¡es que está loco, Rapiña!

Mezcla lanzó una risita desdeñosa.

El hechicero se giró en redondo y la miró.

—¿Y tú de qué te ríes?

—De nada, lo siento.

Rapiña se remangó y le enseñó los brazaletes.

—Son estos, Ben el Rápido —le explicó a toda prisa—. ¿Me los puedes quitar?

El hombre se encogió al ver los brazaletes de marfil, después sacudió la cabeza.

—Si fuera un ascendiente cuerdo y razonable, quizá fuera posible alguna… negociación. En cualquier caso, no importa…

—¿Que no importa? —Rapiña estiró el brazo, lo cogió por la capa impermeable y sacudió al hechicero—. ¿Que no importa? Gusano asqueroso… —La cabo se detuvo de repente con los ojos muy abiertos.

Ben el Rápido la miró con una ceja arqueada.

—¿Qué estás haciendo, cabo? —preguntó en voz baja.

—Esto… Lo siento, hechicero. —La mujer lo soltó.

Ben el Rápido suspiró y se estiró la capa.

—Mezcla, lleva a los moranthianos al alijo.

—Claro —dijo la mujer al tiempo que se acercaba sin prisas a los guerreros que aguardaban.

—¿Quién hizo la entrega, cabo?

—¿Los brazaletes?

—Olvídate de los brazaletes, esos ya no te los quita nadie. Los concejos de Darujhistan. ¿Quién los trajo?

—Una cosa muy rara —dijo Rapiña con un encogimiento de hombros—. Apareció un carruaje enorme como de la nada. En un momento el camino estaba vacío y al siguiente, seis caballos pataleando y un carruaje… Hechicero, en ese camino de ahí arriba no cabe una carreta de dos ruedas y mucho menos un carruaje. Los escoltas iban armados hasta los dientes, además, y se alteraban con nada. Supongo que tiene sentido, dado que llevaban diez mil concejos.

—Los de Trygalle —murmuró Ben el Rápido—. Esa gente me pone nervioso… —Después de un momento sacudió la cabeza—. Y ahora la pregunta definitiva. El último rastreador que mandaste, ¿dónde está?

Rapiña frunció el ceño.

—¿No lo sabes? ¡Los guijarros son tuyos, hechicero!

—¿A quién se lo diste?

—A un artesano que talla chucherías.

—¿Chucherías como las que llevas en el brazo, cabo?

—Bueno, sí, pero eso era lo único que merecía la pena. Miré todo lo demás y era bueno, pero nada especial.

Ben el Rápido le echó un vistazo a los moranthianos negros que cargaban en sus quorls columnas de monedas envueltas bajo la mirada divertida y desdeñosa de Mezcla.

—Bueno, no creo que haya ido muy lejos. Supongo que solo tengo que ir a buscarlo. No debería llevarme mucho…

La cabo lo vio alejarse un poco y después sentarse con las piernas cruzadas en el suelo.

El aire nocturno empezaba a enfriarse, un viento del oeste soplaba de las montañas Tahlyn. La luz de las estrellas bajaba del firmamento intensa y vívida. Rapiña se dio la vuelta y observó cómo cargaban las monedas.

—Mezcla —exclamó—, asegúrate de que hay dos sillas de sobra además de la del hechicero.

—Por supuesto —respondió la otra.

La ciudad de Pale no era mucho, pero al menos las noches eran cálidas. Rapiña empezaba a ser demasiado mayor para acampar al raso noche tras noche y para dormir en el suelo duro y frío. La última semana que había pasado esperando la entrega le había dejado un dolor sordo en los huesos. Al menos, con la generosa contribución de Darujhistan, Dujek podría completar el reaprovisionamiento del ejército.

Si Oponn les sonreía, estarían en marcha en menos de una semana. Rumbo a otra puñetera guerra, maldito sea el Embozado, como si no estuviéramos ya bastante cansados. Y además, por las pezuñas de Fener, ¿qué o quién es el Dominio Painita?

Desde que había dejado Darujhistan, ocho semanas atrás, a Ben el Rápido lo habían destinado al personal del segundo al mando de Whiskeyjack, con la tarea de contribuir a la consolidación del ejército rebelde de Dujek. La burocracia y la hechicería menor parecían extrañamente hechas la una para la otra. El mago había estado muy ocupado tejiendo una red de comunicaciones por todo Pale y sus accesos circundantes. Diezmos y tarifas para responder a las necesidades financieras del ejército y la imposición de un control que facilitara la transición de la ocupación a la posesión. Al menos de momento. La hueste de Unbrazo y el Imperio de Malaz habían separado sus caminos, después de todo, pero el mago se había preguntado más de una vez por las curiosas responsabilidades imperiales de las que le habían hecho encargarse.

Con que prófugos, ¿eh? Cómo no, y el Embozado sueña con ovejitas que retozan en verdes pastos.

Dujek estaba… esperando. El ejército de Caladan Brood se había tomado su tiempo para alcanzar el sur y solo hacía un día que había llegado a la llanura del norte de Pale; con tiste andii en el centro, mercenarios y barghastianos ilgres por un lado y los rhivi y sus inmensos rebaños de bhederin por el otro.

Pero allí no habría guerra. No en esa ocasión.

No, por el abismo, todos hemos decidido luchar contra un nuevo enemigo, suponiendo que el parlamento vaya bien, y dado que los gobernantes de Darujhistan ya están negociando con nosotros, parece lo más probable. Un nuevo enemigo. Un imperio teocrático que devora ciudad tras ciudad en una oleada aparentemente imparable de fanatismo feroz. El Dominio Painita, ¿por qué me da tan mala espina? No importa, es hora de encontrar a mi rastreador descarriado

Ben el Rápido cerró los ojos, soltó las cadenas del alma y salió de su cuerpo. De momento no percibió nada del inofensivo guijarro gastado por el agua que había empapado de su particular serie de hechicerías, así que no tuvo más alternativa que elaborar una búsqueda en forma de espiral que iba tanteando el terreno y confiar en que la proximidad rozara sus sentidos antes o después.

Lo que significaba proceder a ciegas, y si había algo que el hechicero odiara…

¡Ah, te encontré!

Qué sorpresa, estaba muy cerca, como si hubiera cruzado una especie de barrera escondida. Su visión no le mostró nada más que oscuridad (ni una sola estrella visible en el cielo), pero bajo él, el suelo se había nivelado. Estoy en una senda, eso seguro. Lo alarmante es que no la reconozco. Me resulta familiar, pero hay algo raro.

Distinguió un fulgor leve y rojizo un poco más adelante, un fulgor que se alzaba del suelo. Coincidía con la ubicación de su rastreador. En el aire tibio flotaba el olor a humo dulce. La inquietud de Ben el Rápido se agudizó pero, no obstante, se acercó al fulgor.

La luz roja se desprendía de la tienda raída que acababa de ver. Una solapa de cuero cubría la entrada, pero colgaba suelta. El hechicero no percibió nada de lo que había dentro.

Llegó a la tienda, se agachó y después dudó. La curiosidad es mi mayor maldición, pero la simple admisión de un defecto no lo corrige. Por todos los cielos. Apartó la solapa y miró dentro.

Una figura envuelta en una manta se había acurrucado contra la pared contraria de la tienda, a menos de metro y medio de distancia, inclinada sobre un brasero del que se alzaba el humo en sinuosas espirales. La respiración de la figura era ruidosa y forzada. Una mano a la que parecían haberle roto todos y cada uno de los huesos apareció de la nada y le hizo un gesto al hechicero. Después se oyó una voz ronca bajo la manta encapuchada.

—Entra, mago. Creo que tengo algo tuyo…

Ben el Rápido accedió a sus sendas, solo podía meterse en siete a la vez aunque era dueño de alguna más. Varias oleadas de poder lo atravesaron entero. No lo hizo de muy buena gana, desvelar de forma simultánea casi todo lo que poseía lo llenaba de un delicioso susurro de omnipotencia, pero sabía que esa sensación no era más que una ilusión peligrosa y quizás incluso letal.

—Te das cuenta ahora —continuó la figura entre jadeo y resuello— que debes recobrarlo. Que alguien como yo pueda tener un vínculo con tus admirables poderes, mortal…

—¿Quién eres? —preguntó el hechicero.

—Roto. Hecho pedazos. Encadenado a este cadáver enfebrecido que yace bajo nosotros. No pedí semejante destino, no siempre fui una criatura del dolor…

Ben el Rápido apoyó una mano en la tierra fuera de la tienda y buscó con sus poderes. Después de un rato abrió más los ojos y luego los cerró poco a poco.

—La has infectado.

—En este reino —dijo la figura—, soy como un cáncer y con cada paso de la luz crezco y me hago más virulento. No puede despertar mientras yo florezca en su carne. —Cambió un poco de postura y bajo los pliegues de la mugrienta manta se oyó el crujido de una pesada cadena—. Tus dioses me han encadenado, mortal, y creen que la tarea está completa.

—Deseas que te preste un servicio a cambio de mi rastreador —dijo Ben el Rápido.

—Desde luego. Si yo tengo que sufrir, entonces también deben sufrir los dioses y su mundo…

El hechicero desató su hueste de sendas. El poder atravesó la tienda en oleadas. La figura chilló y se sacudió hacia atrás. La manta estalló en llamas, al igual que el pelo largo y enmarañado de la criatura. Ben el Rápido entró disparado en la tienda tras la última oleada de hechicería. Estiró de golpe una mano doblada por la muñeca y con la palma hacia arriba. Las puntas de los dedos se metieron en las cuencas de los ojos de la figura, la palma se estrelló contra la frente de la misma y le echó la cabeza hacia atrás. La otra mano de Ben el Rápido se estiró y recogió el guijarro sin vacilar cuando se deslizó entre los juncos.

El poder de las sendas se apagó con un parpadeo. Cuando el hechicero se retiró, giró en redondo y se coló por la entrada, la criatura encadenada bramó de rabia. Ben el Rápido se puso de pie como pudo y echó a correr.

La oleada lo golpeó por detrás y lo mandó rodando al suelo caliente y humeante. El mago chilló y se retorció bajo aquel ataque hechicero. Intentó apartarse un poco más, pero el poder era demasiado grande y empezó a arrastrarlo hacia atrás. Ben el Rápido clavó las uñas en el suelo y se quedó mirando los surcos que abría en la tierra con los dedos, contemplando la sangre roja que brotaba de ellos.

Oh, Ascua, perdóname.

El puño invisible e implacable que lo atenazaba lo acercó a la entrada de la tienda. La figura del interior irradiaba hambre y rabia, así como la certeza de que tales deseos eran momentos de liberación.

Ben el Rápido estaba indefenso.

—¡Oh, qué dolor conocerás! —rugió el dios.

Algo se alzó entonces a través de la tierra. Una mano inmensa se cerró alrededor del hechicero, como un niño gigante que le arrebatara a alguien un muñeco. Ben el Rápido volvió a chillar cuando la mano se lo llevó por el suelo revuelto y humeante. Se le llenó la boca de tierra amarga.

Un bramido de furia despertó tenues ecos en el cielo.

Las puntas de las piedras desgarraron el cuerpo del hechicero cuando algo lo siguió arrastrando por la carne de la diosa Dormida. Falto de aire, la oscuridad fue engullendo poco a poco su mente.

Después se encontró tosiendo y escupiendo bocados de barro lleno de arena. Un aire cálido y dulce hinchó sus pulmones. Se arrancó la tierra de los ojos y rodó de lado. El eco de unos gruñidos lo abofeteó, el suelo plano y duro corcoveaba y giraba bajo él. Ben el Rápido se puso de rodillas y se apoyó en las manos. Le chorreaba sangre de la carne hendida de su alma, sus ropas no eran más que tiras deshilachadas, pero estaba vivo. Levantó la cabeza.

Y estuvo a punto de gritar.

Una figura vagamente humana se alzaba inmensa sobre él, bien pudiera ser quince veces más alta que el hechicero, aquel bulto estuvo a punto de alcanzar el techo abovedado de la cueva. Una carne oscura de arcilla tachonada de toscos diamantes resplandecía y brillaba cuando la aparición cambiaba un poco de postura. No parecía prestar mucha atención a Ben el Rápido, aunque el hechicero sabía que había sido esa bestia la que lo había salvado del dios Tullido. Tenía los brazos levantados y las manos le desaparecían en el techo sucio y manchado de rojo. Unos arcos inmensos de color blanco apagado resplandecían en la cubierta, a intervalos regulares, como una sucesión interminable de costillas. Las manos parecían aferrarse a dos de esas costillas, o quizás estaban fusionadas a él.

Apenas visible más allá de la criatura, a unos ochocientos metros caverna abajo, otra aparición similar permanecía agachada, también con los brazos levantados.

Ben el Rápido se retorció y su mirada se deslizó por el otro lado de la caverna. Más sirvientes (el hechicero vio cuatro, quizá cinco), cada uno con los brazos levantados. La caverna era en realidad un túnel inmenso que se iba curvando a lo lejos.

Cierto es que estoy dentro de Ascua, la diosa Dormida. Una senda viva. Carne y huesos. Y estos… sirvientes

—¡Tienes toda mi gratitud! —le gritó a la criatura que se cernía sobre él.

Una cabeza aplanada y deforme bajó y lo miró. Unos ojos diamantinos se clavaron en él como estrellas que descendieran del firmamento.

—Ayúdanos.

Era una voz infantil, llena de desesperación.

Ben el Rápido se quedó con la boca abierta. ¿Ayudar?

—Se debilita —gimió la criatura—. Madre se debilita. Nos morimos. Ayúdanos.

—¿Cómo?

—Ayúdanos, por favor.

—N… no sé cómo.

—Socorro.

Ben el Rápido se levantó con un tambaleo. Fue en ese momento cuando vio que la carne de arcilla se estaba fundiendo, corría en arroyos húmedos por los gruesos brazos del gigante. Se le caían trozos de diamante. El dios Tullido los está matando, está envenenando la carne de Ascua. Los pensamientos del hechicero se dispararon.

—¡Sirviente, hijo de Ascua! ¿Cuánto tiempo? ¿Hasta que ya sea demasiado tarde?

—No mucho —respondió la criatura—. Se acerca. El momento se acerca.

El pánico se apoderó de Ben el Rápido.

—¿Pero cuánto tiempo? ¿Puedes ser más concreto? Necesito saber con qué puedo trabajar, amigo. ¡Por favor, inténtalo!

—Muy pronto. Decenas. Decenas de años, no más. El momento se acerca. Ayúdanos.

El hechicero suspiró. Para tales poderes, al parecer, los siglos no eran más que días. Aun así, la enormidad del ruego del sirviente amenazó con abrumarlo. Al igual que la amenaza. ¿Qué pasaría si Ascua muere? Beru nos libre, no creo que quiera averiguarlo. De acuerdo entonces, así que ahora es mi guerra. Bajó la cabeza, miró el suelo sembrado de barro que lo rodeaba y buscó con los sentidos. No tardó en encontrar al rastreador.

—¡Sirviente! Voy a dejar algo aquí para poder encontraros de nuevo. Voy a buscar ayuda, te lo prometo y volveré a por vosotros…

—No por mí —dijo el gigante—. Yo me muero. Otro vendrá. Quizá. —Los brazos de la criatura se habían afinado y ya casi estaban desprovistos de su armadura de diamante—. Muero ya. —Empezó a canturrear. La mancha roja del techo se había extendido hasta las costillas que sostenía y habían empezado a aparecer grietas.

—Encontraré una respuesta —susurró Ben el Rápido—. Te lo juro. —Hizo un gesto y abrió una senda. Sin siquiera echar una última mirada, no fuera a romperle el corazón la visión que dejaba, se introdujo en ella y desapareció.

Una mano le agitaba el hombro sin cesar. Ben el Rápido abrió los ojos.

—Maldito seas, mago —siseó Rapiña—. Ya casi ha amanecido, tenemos que volar.

El hechicero estiró las piernas con un gruñido y una mueca con cada movimiento, después dejó que la cabo lo ayudara a levantarse.

—¿Lo recuperaste? —le preguntó la cabo mientras lo arrastraba al quorl que esperaba.

—¿Recuperar qué?

—Ese guijarro.

—No. Estamos metidos en una buena, Rapiña…

—Siempre estamos metidas en una buena…

—No, me refiero a todos. —Clavó los talones y se la quedó mirando—. Todos nosotros, todos.

Rapiña no supo qué vio en la expresión del hechicero, pero la dejó temblando.

—De acuerdo. Pero ahora mismo tenemos que movernos.

—Sí. Será mejor que me ates porque no voy a poder mantenerme despierto.

Llegaron al quorl. El moranthiano sentado en la silla quitinosa delantera giró la cabeza protegida por el casco y los observó en silencio.

—Reina de los Sueños —murmuró Rapiña mientras envolvía los miembros de Ben el Rápido con el arnés de cuero—. Jamás te había visto tan asustado, hechicero. Voy a terminar meando cubos de hielo por tu culpa.

Fueron las últimas palabras de la noche que recordó Ben el Rápido, pero siempre las recordó.

A Ganoes Paran lo acosaban imágenes de ahogamientos, pero no en agua. Ahogamientos en la oscuridad. Desorientado, agitándose aterrado en un lugar desconocido e irreconocible. Siempre que cerraba los ojos se apoderaba de él el vértigo y se le hacían nudos en las tripas, como si una vez más lo hubieran reducido al estado de un niño. Aterrada, sin comprender nada, su alma se retorcía de dolor.

El capitán dejó la barricada de la frontera donde los últimos mercaderes del día seguían luchando por atravesar la multitud de guardias malazanos, soldados y escribas. Había hecho lo que Dujek había ordenado y había montado su campamento en la garganta del paso. Los impuestos y los registros de carretas habían dado su fruto, un botín sustancioso aunque, a medida que se corría la voz, las ganancias iban disminuyendo. Era un equilibrio delicado: mantener los impuestos a un nivel que los comerciantes pudieran soportar y permitir que pasara el contrabando suficiente, no fuera que la asfixia se convirtiera en estrangulación y el tráfico entre Darujhistan y Pale desapareciera por completo. Paran se las iba arreglando, pero solo apenas. Aunque esa era la menor de sus dificultades.

Desde la debacle de Darujhistan, el capitán se sentía a la deriva, arrojado de un lado a otro por la transformación caótica de Dujek y su ejército de renegados. El ancla malazana había quedado cortada. Las estructuras de apoyo se habían derrumbado. La carga que soportaba el cuerpo de oficiales se había hecho abrumadora. Casi diez mil soldados habían adquirido de repente una necesidad casi infantil de consuelo.

Y consuelo era algo que Paran era incapaz de dar. Si acaso, la confusión de su interior se había profundizado. Hebras de sangre bestial recorrían sus venas. Recuerdos fragmentados (pocos de ellos propios) y visiones extrañas, sobrenaturales, infestaban sus noches. Las horas diurnas pasaban envueltas en una neblina confusa. Un sinfín de problemas de materiales y logística de los que ocuparse, las rimbombantes necesidades de la gestión que se veían obligadas a pasar una y otra vez por la creciente riada de males físicos que habían empezado a acosarlo.

Llevaba semanas sintiéndose enfermo y Paran tenía sus sospechas sobre la fuente. La sangre del mastín de Sombra. Una criatura que se hundía en el reino de la Oscuridad… ¿pero puedo estar seguro de eso? Las emociones que coronaban como espuma la cresta… más se parecen a las de un niño. De una niña

Apartó ese pensamiento una vez más, sabía muy bien que no tardaría en volver (al tiempo que el dolor de su estómago se disparaba de nuevo). Y lanzando una mirada adonde Trote mantenía la posición de centinela, Paran continuó subiendo la colina.

El dolor de la enfermedad lo había cambiado, lo notaba en su interior, conjurado como una imagen, una escena peculiar y conmovedora a la vez. Se sentía como si su alma hubiera quedado reducida a algo lastimero, una rata mustia y sudada atrapada en un desprendimiento de rocas, retorciéndose y metiéndose entre las grietas en un intento desesperado de encontrar un sitio donde la presión (aquella presión inmensa y cambiante) se aplacara un poco. Un espacio en el que respirar. Y el dolor que me rodea, esas piedras afiladas, se están asentando, siguen asentándose, los espacios que quedaban entre ellas se desvanecen, la oscuridad se alza como el agua

Los triunfos que se hubieran logrado en Darujhistan a Paran ya le parecían triviales. Salvar una ciudad, salvar las vidas de Whiskeyjack y su pelotón, poder aplastar los planes de Laseen, todos y cada uno de esos logros se habían convertido en cenizas en la mente de Paran.

No era lo que había sido y esa nueva forma no era de su gusto.

El dolor oscurecía el mundo. El dolor dislocaba. Convertía la carne propia y los huesos en la casa de un extraño de la que no había escapatoria posible.

Sangre de la bestia… susurra sobre la libertad. Susurros sobre un modo de salir, pero no de la oscuridad. No. Un modo de salir a la oscuridad en la que entraron los mastines, en las profundidades del corazón de la espada maldita de Anomander Rake, el corazón secreto de Dragnipur.

Estuvo a punto de maldecir en voz alta al acordarse mientras se abría camino colina arriba, por el sendero que se asomaba a la frontera. La luz del día comenzaba a desaparecer. El viento que peinaba la hierba había empezado a decaer y su voz ronca se limitaba a un murmullo.

El susurro de la sangre no era más que uno de muchos, y cada uno exigía su atención, cada uno le ofrecía invitaciones contradictorias, caminos dispares por los que escapar. Pero siempre escapar. Huir. Esta criatura acobardada no puede pensar en nada más… al tiempo que las cargas se acomodan… y acomodan.

Dislocación. Todo lo que veo a mi alrededor… parecen los recuerdos de otra persona. Hierba trenzada en colinas bajas, afloramientos de piedras tachonando las cimas, y cuando el sol se pone y el viento se enfría, se me seca el sudor de la frente y llega la oscuridad… y bebo ese aire como si fuera el agua más dulce. Dioses, ¿qué significa eso?

La confusión de su interior no se sosegaba. Escapé del mundo de esa espada pero todavía siento sus cadenas a mi alrededor a pesar de todo, ciñéndome cada vez más. Y en esa tensión había una expectación. De rendición, de ceder… como si esperara convertirse en… ¿qué? ¿Convertirme en qué?

El barghastiano estaba sentado en medio de hierbas altas y pardas, en una cima que se asomaba a la frontera. El flujo de mercaderes había empezado a remitir a ambos lados de la barricada y las nubes de polvo se desvanecían sobre la carretera repleta de surcos. Otros montaban campamentos, la garganta del paso se estaba transformando en un asentamiento no oficial. Si la situación continuaba así, el asentamiento se iría arraigando, se convertiría en una aldea y luego en un pueblo.

Pero no va a pasar. Somos un pueblo demasiado inquieto. Dujek ya ha planificado nuestro futuro inmediato, amortajado en el polvo de un ejército que ya se ha puesto en marcha. Y lo que es peor, en ese plano hay arrugas y está empezando a parecer que los Abrasapuentes están a punto de caer en una. Una muy profunda.

Sin aliento y luchando contra más punzadas todavía, el capitán Paran se acercó y se agachó junto a un guerrero medio desnudo y repleto de tatuajes.

—Llevas desde esta mañana pavoneándote como un bhederin macho, Trote —dijo—. ¿Qué habéis tramado Whiskeyjack y tú, soldado?

La boca fina y grande del barghastiano se crispó en algo parecido a una sonrisa pero sus ojos oscuros permanecieron clavados en la escena que se desarrollaba abajo, en el valle.

—Termina la fría oscuridad —gruñó.

—Por el Embozado, ya quisiéramos; el sol se va a poner en unos momentos, ¿es que no lo ves, idiota engrasado?

—Frío y congelado —continuó Trote—. Ciego al mundo. Soy el relato y el relato no se ha pronunciado en mucho tiempo. Pero ya no. Soy una espada a punto de abandonar su vaina. Soy hierro y a la luz del día os cegaré a todos. Ja.

Paran escupió en la hierba.

—Mazo ya había mencionado tu repentina… locuacidad. También mencionó que a nadie le ha servido de nada dado que con su llegada has perdido el poco sentido común que mostrabas antes.

El barghastiano se golpeó el pecho y el sonido reverberó como el de un tambor.

—Yo soy el relato y pronto se contará. Ya verás, malazano. Lo veréis todos.

—El sol te ha marchitado el cerebro, Trote. Bueno, esta noche volvemos a Pale, aunque me imagino que Whiskeyjack ya te lo habrá dicho. Aquí viene Seto para relevarte como centinela. —Paran se levantó y disimuló la mueca que llegó con el movimiento—. Bueno, yo me voy a terminar mis rondas.

Y se alejó con pasos pesados.

Maldito seas, Whiskeyjack, ¿qué habéis tramado Dujek y tú? El Dominio Painita… ¿Por qué nos estamos matando por unos fanáticos advenedizos? Estas cosas siempre terminan reducidas a cenizas. Cada vez. Hacen implosión. Los escritorzuelos toman el mando con sus pergaminos (como siempre) y empiezan a discutir sobre oscuros detalles de la fe. Se forman sectas. Estalla una guerra civil y ya está, solo una flor muerta más pisoteada en el camino interminable de la historia.

Oh, sí, ahora mismo todo es brillante y todo resplandece. Solo que los colores se desvanecen. Como siempre.

Un día el Imperio de Malaz tendrá que enfrentarse a su propia mortalidad. Un día, caerá el sol sobre el Imperio.

Se dobló cuando otra punzada ardiente de dolor se apoderó de su estómago. ¡No, no pienses en el Imperio! ¡No pienses en la matanza selectiva de Laseen! Confía en Tavore, Ganoes Paran, tu hermana salvará la Casa. Mejor de lo que lo habrías hecho tú. Mucho mejor. Confía en tu hermana… El dolor se alivió un poco. El capitán respiró hondo y continuó bajando hasta el cruce.

Me ahogo. Por el abismo, me estoy ahogando.

Seto trepó como un simio de las rocas y llegó a la cima. Sus piernas estevadas lo llevaron junto al barghastiano. Al pasar detrás de Trote, estiró el brazo y le dio a la única coleta trenzada del guerrero un fuerte tirón.

—Ja —dijo mientras se acomodaba junto a su compañero—. Me encanta cómo se te salen los ojos cuando hago eso.

—Los zapadores —dijo el barghastiano— sois la escoria que hay bajo un guijarro en un arroyo que atraviesa un campo de cerdos enfermos.

—Esa es buena, aunque un tanto enrevesada. Con que volviendo loco al capitán, ¿eh?

Trote no dijo nada, había clavado la mirada en las lejanas montañas Tahlyn.

Seto se quitó la gorra de cuero chamuscada de la cabeza, se rascó con vigor los pocos mechones de pelo que le quedaban en la mollera y estudió a su compañero durante un buen rato.

—No está mal —decidió—. Noble y misterioso. Estoy impresionado.

—Deberías. No es tan fácil mantener estas poses, ¿sabes?

—Lo tuyo es innato. ¿Me puedes decir por qué te estás quedando con Paran?

Trote esbozó una gran sonrisa que reveló una fila de dientes limados manchados de azul.

—Es divertido. Además, es Whiskeyjack el que tiene que explicar las cosas…

—Solo que él no ha explicado nada todavía. Dujek nos quiere de vuelta en Pale, reuniendo lo que queda de los Abrasapuentes. Paran debería estar contento de que le vuelvan a dar una compañía propia que mandar en lugar de solo un par de pelotones maltrechos. ¿Whiskeyjack ha dicho algo sobre el próximo parlamento con Brood?

Trote asintió poco a poco.

Seto frunció el ceño.

—Bueno, ¿qué?

—Que se acerca.

—Ah, ya, muchas gracias. Por cierto, ya estás oficialmente relevado de este puesto, soldado. Ahí abajo te están cocinando un bhederin. Hice que el cocinero te lo rellenara de estiércol, como a ti te gusta.

Trote se levantó.

—Un día puede que te cocine y te coma a ti, zapador.

—Y te asfixiarás con mi hueso de la suerte.

El barghastiano frunció el ceño.

—El ofrecimiento era real, Seto. Para honrarte, amigo mío.

El artillero miró a Trote con los ojos entrecerrados y después sonrió.

—¡Cabrón! ¡Casi me lo creo!

Trote sorbió por la nariz y se dio la vuelta.

—Casi —dijo—. Ja, ja.

Whiskeyjack estaba esperando cuando Paran regresó a la aduana y su barricada improvisada. En otro tiempo sargento, en aquel momento segundo al mando de Dujek Unbrazo, el canoso veterano había llegado con la última escuadrilla moranthiana. Se encontraba con el sanador de su antiguo pelotón, Mazo, y los dos observaban a una veintena de soldados del Segundo Ejército, que cargaban los beneficios de la última semana en los quorls. Paran se acercó, caminaba con cuidado, como si quisiera ocultar el dolor que lo atenazaba.

—¿Cómo va la pierna, comandante? —preguntó.

Whiskeyjack se encogió de hombros.

—Ahora mismo lo estábamos discutiendo —dijo Mazo, su rostro redondo se ruborizó—. Ha sanado mal. Necesita más atención…

—Más tarde —gruñó el barbudo comandante—. Capitán Paran, que los pelotones se reúnan dentro de dos campanadas, ¿has decidido lo que vas a hacer con lo que queda del noveno?

—Sí, se unirán a lo que queda del pelotón del sargento Azogue.

Whiskeyjack frunció el ceño.

—Dame nombres.

—Azogue tiene a la cabo Rapiña y… déjame ver… Eje, Mezcla, Detoran. Así que, aquí con Mazo, Seto, Trote y Ben el Rápido…

—Ben el Rápido y Eje son ahora magos del cuadro, capitán. Pero, en cualquier caso, los tendrás con tu compañía. De otro modo, me imagino que Azogue estará contento…

Mazo soltó un bufido.

—¿Contento? Azogue no conoce el significado de esa palabra.

Paran entrecerró los ojos.

—He de entender entonces que los Abrasapuentes no van a marchar con el resto de la hueste.

—No, así es; pero ya entraremos en eso cuando volvamos a Pale. —Los ojos grises y serios de Whiskeyjack estudiaron al capitán durante un momento y después se apartaron—. Quedan treinta y ocho abrasapuentes, no se puede decir que sea una gran compañía. Si lo prefieres, capitán, puedes rechazar el puesto. Hay unas cuantas compañías de marineros de élite que andan cortos de oficiales y están acostumbrados a que los manden nobles…

Se hizo el silencio.

Paran se dio la vuelta. Comenzaba a caer la tarde, las sombras del valle se alzaban por las laderas de las colinas que los rodeaban y unas cuantas estrellas borrosas surgían en la cúpula del firmamento. Puede que me apuñalen por la espalda, eso es lo que me está diciendo. Los Abrasapuentes sienten una antipatía permanente por los oficiales nobles. Un año antes lo habría dicho en voz alta, creía que era bueno dejar al descubierto la cruda realidad. Esa noción equivocada de que así es como hacen las cosas los soldados… cuando lo cierto es que es lo contrario lo que hacen los soldados. En un mundo lleno de peligros y hoyos, vas esquivando los bordes. Solo los idiotas se lanzan sin mirar y los idiotas no suelen vivir mucho. Ya había sentido una vez unas puñaladas. Las heridas deberían haber sido fatales. El recuerdo lo bañó en sudor. La amenaza no era algo que pudiera desechar con un encogimiento de hombros y haciendo gala de una chulería juvenil e ignorante. Él lo sabía y los dos hombres que lo miraban también.

—Con todo —dijo Paran con los ojos clavados en la oscuridad que devoraba el camino del sur—, consideraría un honor comandar a los Abrasapuentes, señor. Quizá, con el tiempo, tenga la oportunidad de demostrar que soy digno de tales soldados.

Whiskeyjack lanzó un gruñido.

—Como quieras, capitán. La oferta sigue en pie si cambias de opinión.

Paran lo miró.

El comandante esbozó una gran sonrisa.

—Durante algún tiempo más, en cualquier caso.

Una figura enorme y morena surgió de la penumbra entre el tintineo suave de armas y armadura. Al ver a Whiskeyjack y Paran, la mujer dudó y después clavó la mirada en el comandante.

—Se está cambiando la guardia, señor —dijo—. Estamos volviendo todos, como se nos ordenó.

—¿Por qué me lo dices a mí, soldado? —bramó Whiskeyjack—. Habla con tu superior inmediato.

La mujer frunció el ceño, giró y miró a Paran.

—Se está…

—Ya lo he oído, Detoran. Que los Abrasapuentes cojan su equipo y se reúnan en el complejo.

—Todavía falta campanada y media para irnos…

—Soy consciente de eso, soldado.

—Sí, señor. Enseguida, señor.

La mujer se alejó sin demasiadas prisas.

Whiskeyjack suspiró.

—En cuanto a esa oferta…

—Mi tutor era napaniano —dijo Paran—. Todavía tengo que conocer a un napaniano que entienda el significado de la palabra respeto y Detoran no es ninguna excepción. También soy consciente —continuó— de que no es ninguna excepción en lo que a los Abrasapuentes se refiere.

—Parece que tu tutor te enseñó bien —murmuró Whiskeyjack.

Paran frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—Esa falta de respeto por la autoridad se te ha pegado, capitán. Acabas de interrumpir a tu comandante.

—Oh, tienes que disculparme. Siempre se me olvida que ya no eres sargento.

—A mí también, por eso necesito que la gente como tú lo tenga claro. —El veterano se volvió hacia Mazo—. Recuerda lo que he dicho, sanador.

—Sí, señor.

Whiskeyjack miró otra vez a Paran.

—Lo de apurarlos para hacerlos esperar fue un buen toque, capitán. A los soldados les encanta que les den tiempo para ponerse nerviosos.

Paran observó al antiguo sargento, que se alejó rumbo a la garita.

—Esa conversación privada con el comandante, sanador —le dijo después a Mazo—. ¿Hay algo que debería saber?

Mazo parpadeó con gesto somnoliento.

—No, señor.

—Muy bien. Puedes reunirte con tu pelotón.

—Sí, señor.

Cuando se quedó solo, Paran suspiró. Treinta y ocho veteranos amargados y resentidos, traicionados ya dos veces. Yo no formaba parte de la traición en el sitio de Pale y cuando Laseen los proclamó prófugos, la declaración me abarcaba a mí tanto como a ellos. Nada de eso se me puede achacar a mí, pero eso es lo que están haciendo de todos modos.

Se frotó los ojos. El sueño se había convertido en un asunto… poco grato. Noche tras noche, desde su huida de Darujhistan… dolor y sueños, no: pesadillas. Por todos los dioses del inframundo… Se pasaba las horas nocturnas retorcido bajo las mantas, la sangre lo atravesaba entero, los ácidos le borboteaban en el estómago y cuando la conciencia al fin lo abandonaba, el sueño era inquieto, atormentado por sueños de huida. Corría a cuatro patas. Después se ahogaba…

Es la sangre del mastín que me recorre sin diluirse un instante. Tiene que serlo.

Había intentado decirse más de una vez que la sangre del mastín de Sombra era también la fuente de su paranoia. La idea le provocó una sonrisa amarga. No es cierto. Lo que temo es muy real. Peor aún, esta inmensa sensación de pérdida… sin poder confiar en nadie. Sin eso, ¿qué veo en la vida que me aguarda? Nada salvo soledad y por tanto, nada de valor. Y ahora, todas esas voces… que me hablan en susurros de huidas. Huir.

Se sacudió y escupió para deshacerse de la flema amarga que tenía en la garganta. Piensa en esa otra cosa, esa otra escena. Solitaria. Desconcertante. Recuerda, Paran, la voz que oíste. Era la de Velajada, no lo dudaste entonces, ¿por qué lo dudas ahora? Está viva. De algún modo, de alguna forma, la hechicera está viva

¡Aah, el dolor! Una niña chillando en la oscuridad, un mastín aullando perdido en el dolor. Un alma clavada en el corazón de una herida… ¡y yo creo que estoy solo! ¡Dioses, ojalá lo estuviera!

Whiskeyjack entró en la garita, cerró la puerta tras él y se acercó a la mesa del escriba. Se apoyó en ella y estiró la dolorida pierna. Suspiró como si intentara deshacer un sinfín de nudos y cuando terminó, estaba temblando.

Un momento después se abrió la puerta.

Whiskeyjack se irguió y miró a Mazo con el ceño fruncido.

—Creí que tu capitán había solicitado una reunión general, sanador…

—Paran está en peor forma que tú, señor.

—Ya hemos hablado de eso. Guárdale las espaldas al muchacho, ¿te lo estás pensando mejor, Mazo?

—No lo has entendido. Acabo de hacer una búsqueda en su dirección, mi senda Denul se encogió, comandante.

Solo entonces notó Whiskeyjack el tono pálido del rostro redondo del sanador.

—¿Se encogió?

—Sí, y eso no me había pasado jamás. El capitán está enfermo.

—¿Tumores? ¿Cánceres? ¡Sé más concreto, maldita sea!

—Nada de eso, señor. Todavía no, pero ya llegarán. Se le ha hecho un agujero en la tripa. Todo lo que se está guardando, supongo. Pero hay más, necesitamos a Ben el Rápido. A Paran lo atraviesan hechicerías como raíces de pascueta.

—Oponn…

—No, los Bufones Mellizos ya hace tiempo que se han ido. El viaje de Paran a Darujhistan… algo le pasó en el camino. No, no algo. Muchas cosas debieron de pasarle. En cualquier caso, el capitán está luchando contra esas hechicerías y eso es lo que lo está matando. Podría equivocarme, señor. Necesitamos a Ben el Rápido.

—Ya veo. Que se ponga a ello cuando lleguemos a Pale. Pero que sea sutil. No tiene sentido inquietar todavía más al capitán.

El ceño de Mazo se profundizó.

—Señor, es solo que… ¿Está en condiciones de tomar el mando de los Abrasapuentes?

—¿Y me lo preguntas a mí? Si quieres hablar con Dujek sobre lo que te preocupa, estás en tu derecho, sanador. Si crees que Paran no está preparado para asumir su deber… ¿es lo que crees, Mazo?

Después de un momento, el hombre suspiró.

—Todavía no, supongo. Es tan tozudo como tú, señor. Por el Embozado, ¿seguro que no sois parientes?

—Muy seguro, maldita sea —gruñó Whiskeyjack—. Cualquier perro del campamento tiene la sangre más pura que lo que hay en mi linaje. Dejemos las cosas así, entonces. Habla con el Rápido y con Eje. A ver lo que puedes averiguar sobre esas hechicerías ocultas; si los dioses están tirando de los hilos de Paran otra vez, quiero saber quién, y después ya nos plantearemos por qué.

Los ojos de Mazo se achinaron mientras estudiaba al comandante.

—Señor, ¿en qué nos estamos metiendo?

—No estoy seguro, sanador —admitió Whiskeyjack con una mueca. Gruñó un poco y cambió de postura la pierna mala para descargarla del peso—. Si Oponn nos sonríe, no tendré que sacar la espada… Los comandantes por lo general no la sacan, ¿verdad?

—Si me dieras tiempo, señor…

—Más tarde, Mazo. Ahora mismo tengo un parlamento en el que pensar. Brood y su ejército han llegado a las afueras de Pale.

—Sí.

—Y tu capitán seguramente se estará preguntando dónde te has metido, por el Embozado. Sal de aquí, Mazo. Ya te veré después del parlamento.

—Sí, señor.