Capítulo 1

Los recuerdos son tapices entretejidos que ocultan muros sólidos; decidme, amigos míos, de qué tono preferís el hilo y yo, a mi vez, os diré de qué está hecha vuestra alma…

Vida de sueños

Bruja Ilbares

El año 1164 después del sueño de Ascua (dos meses después del festival de Darujhistan)

Cuarto año del Dominio Painita

Año Tellann de la segunda reunión

Los bloques de caliza gadrobiana del puente yacían esparcidos, abrasados y rotos entre el barro revuelto de la orilla, como si la mano de un dios hubiera bajado para destrozar de un manotazo aquel tramo de piedra en un único y miserable gesto de desdén. Y eso, como sospechaba Rezongo, no estaba más que a medio paso de la verdad.

La noticia había ido llegando a Darujhistan menos de una semana después de la destrucción, cuando las primeras caravanas que se dirigían al este por ese lado del río llegaron al cruce y se encontraron con que donde antes se alzaba un puente bastante útil ya no quedaban más que escombros. Los rumores hablaban en susurros de un antiguo demonio desatado por agentes del Imperio de Malaz, un demonio que bajaba de las colinas Gadrobi decidido a aniquilar la propia Darujhistan.

Rezongo escupió en la hierba ennegrecida que había junto al carro. Él tenía sus dudas en lo que a esa historia respectaba. Cierto, habían pasado cosas raras la noche del festival de la ciudad dos meses atrás (tampoco era que él hubiera estado lo bastante sobrio como para hacer muchas observaciones), y testigos suficientes como para dar credibilidad a los avistamientos de dragones, demonios y el aterrador descenso de Engendro de Luna, pero cualquier conjuro con el poder suficiente como para asolar una comarca rural entera habría llegado a Darujhistan. Y dado que la ciudad no era un montón humeante de escombros (o no más de lo habitual después de una celebración que había abarcado toda la ciudad) era obvio que allí no había llegado nada.

No, resultaba mucho más probable que hubiera sido la mano de un dios, o quizás un terremoto, aunque nunca se había sabido de agitación alguna en las colinas Gadrobi. Puede que Ascua hubiera dado alguna vuelta inquieta en su sueño eterno.

En cualquier caso, lo cierto era que tenía la verdad delante. O más bien, no la tenía porque yacía esparcida casi hasta las puertas del Embozado y mucho más allá. Y el hecho seguía siendo que, fueran cuales fueran los juegos a los que se dedicaran los dioses, los que sufrían las consecuencias eran los cabrones pobres como ratas que tenían que trabajar para vivir, como él.

Volvía a utilizarse el viejo vado, doce metros más arriba de donde se había construido el puente. Hacía siglos que el lugar no veía tráfico y, con una semana de lluvias fuera de estación, ambas orillas se habían convertido en un cenagal. Las recuas de caravanas atestaban el cruce, algunas en lo que solían ser rampas y otras en el río crecido, atascadas sin remedio, mientras docenas más esperaban en los caminos, con el malhumor de mercaderes, escoltas y bestias empeorando con cada hora que pasaba.

Dos días llevaban ya esperando cruzar y Rezongo estaba satisfecho con su exigua tropa. Islas de calma, eso eran. Harllo se había metido en el agua, había cruzado hasta los restos del pilar más cercano del puente, y allí se había sentado con una caña en la mano. Piedra Menackis había llevado a una banda de desgreñados escoltas hasta la carreta de Storby, y a este no le había parecido mala idea poder vender unas cuantas jarras de cerveza gredfaliana a precios exorbitantes. Una pena que los barriles de cerveza fueran para una posada que había al borde del camino, en las afueras de Saltoan, pero una pena solo para el posadero que los esperaba. Si las cosas continuaban así, allí terminaría abriéndose un mercado y en poco tiempo todo un maldito pueblo, por el Embozado. Con el tiempo, algún urbanista oficioso de Darujhistan llegaría a la conclusión que sería buena idea reconstruir el puente y en unos diez años, con suerte, se terminaría haciendo. A menos, por supuesto, que el pueblo se hubiera convertido en un negocio próspero, en cuyo caso enviarían a un recaudador de impuestos.

Rezongo estaba igual de satisfecho con la ecuanimidad con la que su jefe se tomaba el retraso. Según las últimas noticias, al mercader Manqui, al otro lado del río, le había estallado una vena en la cabeza y había muerto en nada de tiempo, cosa que era bastante más típica de la raza en cuestión. Pero no, su amo Keruli no tenía nada que ver con los demás, y mira que eso fastidiaba un poco el asco que le inspiraban a Rezongo los mercaderes en general y al que tanto aprecio tenía. Claro que, la lista de rasgos peculiares de Keruli había llevado al capitán de la escolta a sospechar que aquel hombre no tenía nada de mercader.

Tampoco era que importara mucho. Los dineros son dineros y las tarifas de Keruli eran buenas. Mejor que la media, de hecho. En lo que a Rezongo respectaba, aquel tipo podía ser el mismísimo príncipe Arard disfrazado, que a él le daba igual.

—¡Eh, tú, señor!

Rezongo apartó la mirada de los vanos esfuerzos de Harllo por pescar. Un anciano canoso se había plantado junto al carromato y lo miraba haciendo guiños con los ojos.

—Qué es ese tono tan apremiante, maldito seas —gruñó el capitán de la caravana—, por los harapos que llevas o eres el peor mercader del mundo o el criado de un pobre.

—Sirviente, para ser precisos. Me llamo Emancipor Reese y en cuanto a la pobreza de mi amo, más bien al contrario. Pero llevamos ya mucho tiempo de camino.

—Tendré que aceptar tu palabra —dijo Rezongo—, dado que tu acento me resulta irreconocible, y viniendo de mí eso ya es mucho decir. ¿Qué quieres, Reese?

El criado se rascó el rastrojo plateado que le cubría la arrugada mandíbula.

—Tras un interrogatorio cuidadoso de este populacho se ha conseguido averiguar que hay consenso en una cosa, en lo que a escoltas de caravanas se refiere, eres un hombre que se ha ganado el respeto de todos.

—En lo que a escoltas de caravanas se refiere, es muy posible que así sea —dijo Rezongo con tono seco—. ¿Por qué?

—Mis amos desean hablar contigo, señor. Si no estás demasiado ocupado, hemos acampado no lejos de aquí.

Rezongo se recostó en el banco del carromato y estudió a Reese por un instante.

—Tendría que consultar con mi jefe cualquier reunión con otros mercaderes —gruñó.

—Desde luego, señor. Y puede asegurarte que mis amos no tienen deseo alguno de tentarte ni comprometer de ningún otro modo tu contrato.

—¿No me digas? De acuerdo, espera ahí. —Rezongo se bajó con un movimiento ágil del carretón por el lado contrario al que estaba Reese. Se acercó a la puertecita de marco ornamentado que cerraba la carreta y llamó una vez. La puerta se abrió con suavidad y en la relativa oscuridad de los confines de la carreta apareció el rostro redondo e inexpresivo de Keruli.

—Sí, capitán, desde luego, vete. Admito que siento cierta curiosidad por los dos amos de ese hombre. Anota con sumo cuidado los detalles de tu inminente encuentro, y, si es posible, determina qué llevan tramando exactamente desde ayer.

El capitán gruñó para disimular la sorpresa que le inspiraba el profundo conocimiento, obviamente antinatural, que tenía Keruli; aquel tipo todavía no había abandonado el carretón ni una sola vez.

—Como desees, señor —dijo después.

—Ah, y tráete a Piedra al volver. Esa chica ha bebido demasiado y se ha puesto de un humor que no tardará en provocar una pelea.

—Quizá debería ir a recogerla ahora, entonces. Lo mismo se pone a agujerar a alguien con ese estoque que tiene. Sé cómo se pone.

—Ah, bien. Envía a Harllo, entonces.

—Bueno, es que ese es muy capaz de meterse en el jaleo, señor.

—Y sin embargo tú hablas muy bien de ellos.

—Así es —respondió Rezongo—. No quiero ser inmodesto, señor, pero los tres trabajando en el mismo contrato somos capaces de hacer lo mismo que el doble de escoltas cuando se trata de proteger a un amo y su mercancía. Por eso somos tan caros.

—¿Tus tarifas eran altas? Hmm. Ya veo. Informa a sus compañeros, entonces, que una cierta aversión a los problemas producirá unas primas sustanciales en su paga.

Rezongo se las arregló para no quedarse con la boca abierta.

—Eh… eso debería solucionar el problema, señor.

—Excelente. Informa a Harllo, pues, y envíalo a hacer lo que debe.

—Sí, señor.

La puerta se cerró de golpe.

Resultó que Harllo ya estaba de regreso al carromato con una caña en una mano inmensa y un triste lenguado en la otra. Los brillantes ojos azules del hombre bailaban de emoción.

—Mira, amargado, ¡hay pescado para cenar!

—Querrás decir para la cena de una rata de monasterio. Ese bicho podría hasta sorberlo por la nariz.

Harllo frunció el ceño.

—Sopa de pescado. Sabor…

—Estupendo. Me encanta la sopa con sabor a barro. Mira, pero si ese bicho ni siquiera respira, seguro que ya estaba muerto cuando lo pescaste.

—Le arreé con una roca entre los ojos, Rezongo…

—Debía de ser una roca pequeña.

—Solo por eso ya te has quedado sin nada…

—Solo por eso ya te bendigo. Escucha, Piedra se está emborrachando…

—Qué raro, no oigo ninguna pelea…

—Prima de Keruli si no hay ninguna. ¿Comprendido?

Harllo miró la puerta de la carreta y después asintió.

—Voy a decírselo.

—Será mejor que te des prisa.

—Voy.

Rezongo lo vio escabullirse con la caña y el premio todavía en la mano. Los brazos de aquel hombre eran enormes, demasiado largos y demasiado musculosos para el cuerpo escuálido que tenía. El arma que prefería era un mandoble que había comprado en una armería del Cuento del Muerto. Con semejantes brazos de simio, la espada podría estar hecha de bambú. La mata de pelo rubio claro de Harllo le cubría la testa como un haz enmarañado de hilo de pescar. Los desconocidos se reían cuando tenían tratos con él, pero Harllo solía usar la hoja de una espada para ahogar la respuesta. Sucintamente.

Rezongo regresó con un suspiro adonde lo esperaba Emancipor Reese.

—Tú primero.

Reese asintió con la cabeza.

—Excelente.

El carruaje era inmenso, una casa encaramada a unas ruedas altas con varios ejes. Unas tallas ornamentadas atestaban aquel marco extrañamente arqueado, unas figuras diminutas que hacían cabriolas y trepaban con expresiones libidinosas. El pescante del conductor estaba cubierto por una lona desvaída por el sol. Cuatro bueyes se movían con pesadez en un corral improvisado que habían levantado a ocho metros del campamento, a favor del viento.

Era obvio que la privacidad era importante para los amos de aquel criado, habían aparcado muy lejos tanto del camino como de los otros mercaderes, lo que les permitía tener una visión clara de los montecillos que se alzaban al sur del camino y de la amplia extensión de la llanura.

Un gato sarnoso que estaba echado en el carretón observó acercarse a Reese y Rezongo.

—¿Ese gato es tuyo? —preguntó el capitán.

Reese lo miró guiñando los ojos y después suspiró.

—Sí, señor. Se llama Ardilla.

—Cualquier alquimista o bruja de la cera podría tratar esa sarna.

El criado parecía incómodo.

—Me aseguraré de ocuparme de ello cuando lleguemos a Saltoan —murmuró—. Ah —dijo señalando las colinas que había más allá del camino—, aquí viene maese Bauchelain.

Rezongo se dio la vuelta y estudió a un hombre alto y anguloso que había llegado al camino y se acercaba a ellos sin prisa. Una costosa capa de cuero negro hasta los tobillos, botas altas de montar del mismo color sobre unos pantalones ceñidos grises y, debajo de una camisa suelta de seda (también negra), el destello de una espléndida cota de malla ennegrecida.

—El negro —le dijo el capitán a Reese— era el tono de moda el año pasado en Darujhistan.

—El negro es el tono de moda eterno para Bauchelain, señor.

El rostro del amo era pálido, con forma casi triangular, una impresión que acentuaba todavía más una barba bien recortada. El cabello, lustroso por el aceite, lo llevaba apartado de la amplia frente. Tenía los ojos de un tono gris apagado (tan carentes de color como el resto de su persona) y al encontrarse con ellos Rezongo sintió una oleada visceral de peligro.

—Capitán Rezongo —dijo Bauchelain en voz baja y cultivada—, los fisgoneos de tu jefe no son demasiado sutiles. Pero si bien no somos de los que por lo general premiamos tal curiosidad sobre nuestras actividades, esta vez haremos una excepción. Me vas a acompañar. —El amo le echó un vistazo a Reese—. Tu gata parece sufrir de palpitaciones. Te sugiero que consueles a la criatura.

—Enseguida, amo.

Rezongo apoyó las manos en los pomos de sus alfanjes y miró a Bauchelain con los ojos entrecerrados. Los muelles del carruaje chirriaron cuando el criado se subió al carretón.

—¿Y bien, capitán?

Rezongo no se movió.

Bauchelain levantó una fina ceja.

—Te aseguro que tu jefe está deseando que accedas a mi petición. Sin embargo, si eres tú el que teme algo, quizá puedas convencerle para que te lleve de la mano durante toda esta empresa. Aunque te lo advierto, sacarlo a cielo abierto podría resultar todo un desafío, incluso para alguien de tu tamaño.

—¿Tú has pescado alguna vez? —preguntó Rezongo.

—¿Pescar?

—Los que pican cualquier cebo suelen ser jóvenes y nunca llegan a viejos. Llevo más de veinte años trabajando en caravanas, señor. De joven no tengo nada. Si quieres tomarle el pelo a alguien, vete a pescar a otro sitio.

La sonrisa de Bauchelain era desafiante.

—Me tranquilizas, capitán. ¿Procedemos?

—Tú primero.

Cruzaron el camino. Una vieja pista de cabras los llevó a las colinas. El campamento de caravanas de ese lado del río no tardó en perderse de vista. La hierba abrasada de la conflagración que había asolado esa tierra manchaba cada ladera y cada cima, aunque habían empezado a aparecer brotes verdes nuevos.

—El fuego —observó Bauchelain mientras caminaban— es esencial para la salud de la hierba de estas praderas. Cuando pasan los bhederin, los cascos de sus cientos de miles de cabezas compactan la tierra fina. Pero cielos, la presencia de cabras será el final del verdor de estas ancestrales colinas. Aunque comencé hablando del fuego, ¿no? Violencia y destrucción, ambos vitales para la vida. ¿Te parece extraño, capitán?

—Lo que me parece extraño, señor, es la sensación de que me he dejado la tablilla de cera en casa.

—Entonces has tenido cierta instrucción. Qué interesante. Eres un buen espadachín, ¿no es cierto? ¿Qué necesidad tienes de letras y números?

—Y tú eres un hombre de letras y números, ¿qué necesidad tienes de ese sable tan gastado que llevas en la cadera y de esa bonita cota de malla?

—Un lamentable efecto secundario de la educación de las masas es la falta de respeto.

—Un sano escepticismo, querrás decir.

—Desprecio por la autoridad, en realidad. Quizá hayas observado, para responder a tu pregunta, que no tenemos más que un único sirviente y bastante anciano, por cierto. No hemos contratado escolta y la necesidad de protegernos es vital en nuestra profesión…

—¿Y qué profesión es esa?

Habían bajado a un sendero muy trillado que serpenteaba entre las colinas. Bauchelain hizo una pausa y sonrió mientras miraba a Rezongo.

—Me diviertes, capitán. Ahora entiendo por qué se habla tan bien de ti entre los caravasares; eres único entre ellos, no son muchos los que poseen un cerebro en perfecto estado de funcionamiento. Venga, ya casi hemos llegado.

Rodearon la ladera maltratada de una colina hasta el borde de un cráter recién abierto. La tierra de la base era una ringlera de barro removido tachonado de bloques rotos de piedra. A Rezongo le pareció que el cráter tenía unos treinta y cinco metros de anchura y cuatro o cinco brazos de profundidad. Había un hombre sentado cerca, en el borde del cráter, vestido también de cuero negro y con la testa calva del color de un pergamino descolorido. Se levantó en silencio y, a pesar de su considerable tamaño, se volvió hacia ellos con un movimiento fluido y elegante.

—Korbal Espita, capitán. Mi… socio. Korbal, aquí tenemos a Rezongo, un nombre que sin duda da cuenta de algún modo de su personalidad.

Si Bauchelain había inquietado un tanto al capitán, ese hombre (el rostro redondo y ancho, los ojos enterrados en la carne hinchada y la boca amplia, y de labios llenos, ligeramente curvada hacia abajo por las comisuras, un rostro infantil y a la vez de una monstruosidad inefable) le produjo un escalofrío de miedo. Una vez más, la sensación fue del todo instintiva, como si Bauchelain y su socio exudaran un aura hasta cierto punto manchada.

—No me extraña que la gata tuviera palpitaciones —murmuró el capitán por lo bajo. Apartó los ojos de Korbal Espita y estudió el cráter.

Bauchelain fue a ponerse a su lado.

—¿Entiendes lo que estás viendo, capitán?

—Sí, no soy tonto. Es un agujero en el suelo.

—Muy gracioso. Antaño aquí se alzaba un túmulo. Dentro estaba encadenado un tirano jaghut.

—Estaba.

—Así es. Un imperio lejano se entrometió, o eso tengo entendido. Y, confabulado con un t’lan imass, consiguieron liberar a la criatura.

—Así que das crédito a esas historias —dijo Rezongo—. Si tal cosa es cierta, ¿se puede saber qué le pasó, en nombre del Embozado?

—Nosotros nos preguntábamos lo mismo, capitán. No conocemos este continente. Hasta hace muy poco tiempo no habíamos oído hablar del Imperio de Malaz ni de esa asombrosa ciudad llamada Darujhistan. Pero durante nuestra estancia, demasiado breve por cierto, en esa ciudad, oímos historias de sucesos apenas acaecidos. Demonios, dragones, asesinos. Y la Casa de Azath, llamada del Finnest, a la que no se puede entrar todavía, parece estar ocupada a pesar de todo; le hicimos una visita, por supuesto. Es más, hemos oídos relatos de una fortaleza flotante llamada Engendro de Luna que incluso planeó sobre la ciudad…

—Sí, eso lo vi con mis propios ojos. Se fue un día antes que yo.

Bauchelain suspiró.

—Vaya, parece que hemos llegado demasiado tarde para presenciar en persona tamañas maravillas. Un señor tiste andii rige Engendro de Luna, tengo entendido.

Rezongo se encogió de hombros.

—Si tú lo dices. Personalmente, me desagradan los chismes.

Al fin se endurecieron los ojos del hombre.

El capitán sonrió para sí.

—Chismes. No me digas.

—¿Es esto lo que querías enseñarme, entonces? ¿Este… agujero?

Bauchelain alzó una ceja.

—No del todo. Este agujero, como tú lo llamas, no es más que la entrada. Tenemos intención de visitar la tumba jaghut que hay debajo.

—Que Oponn os bendiga, entonces —dijo Rezongo antes de darse la vuelta.

—Me imagino —dijo el hombre a su espalda— que tu amo insistiría en que nos acompañaras.

—Puede insistir todo lo que quiera —respondió el capitán—. No se me contrató para meterme en un charco lleno de barro.

—No tenemos intención de terminar cubiertos de barro.

Rezongo volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa irónica y sesgada.

—Es una forma de hablar, Bauchelain. Mis disculpas si me has entendido mal. —Se dio otra vez la vuelta y siguió el rastro al camino de cabras. Después se detuvo—. ¿Queríais ver Engendro de Luna, señores? —Y señaló algo.

La fortaleza de basalto se alzaba justo sobre el horizonte meridional como una imponente nube negra.

Unas botas aplastaron la grava irregular y Rezongo se encontró de pie entre los dos hombres mientras ambos estudiaban la distante montaña flotante.

—La escala —murmuró Bauchelain— es difícil de determinar. ¿A qué distancia se encuentra?

—Yo diría que a una legua, quizá más. Creedme, señores, demasiado cerca para mi gusto. Caminé bajo su sombra en Darujhistan, durante un tiempo costaba no hacerlo, y podéis confiar en mí, no es una sensación tranquilizadora.

—Me imagino que no. ¿Qué está haciendo aquí?

Rezongo se encogió de hombros.

—Parece que se dirige al sureste…

—De ahí la inclinación.

—No. Quedó dañada cuando se encontraba sobre Pale. Obra de los magos del Imperio de Malaz.

—Un esfuerzo impresionante el de esos magos.

—Les costó la vida. A la mayor parte, al menos. O eso he oído. Además, si bien consiguieron dañar Engendro de Luna, su señor continúa sano y salvo. Si queréis llamar «impresionante» al hecho de abrir un agujero en la verja antes de que el dueño de la casa te borre de la faz del universo, por mí, adelante.

Korbal Espita habló al fin, su voz era aflautada y aguda.

—Bauchelain, ¿nos percibe el dueño?

Su compañero frunció el ceño con los ojos todavía clavados en Engendro de Luna, después negó con la cabeza.

—No detecto que se nos preste atención alguna, amigo mío. Pero esa es una conversación que debería aguardar a un momento más privado.

—Muy bien. ¿Entonces no quieres que mate a este escolta de caravanas?

Rezongo se apartó un poco, alarmado, y empezó a sacar sus alfanjes.

—Lamentarás ese intento —gruñó.

—No te alteres, capitán. —Bauchelain sonrió—. Mi socio es de nociones simples…

—Simples como las de una víbora, querrás decir.

—Quizá. No obstante, te aseguro que no corres ningún peligro.

Rezongo frunció el ceño y empezó a bajar el sendero de espaldas.

—Maese Keruli —susurró—, si estás viendo todo esto, y creo que sí, confío que mi prima será todo lo generosa que es de merecer. Y si mi consejo te sirve de algo, sugiero que te mantengas bien alejado de estos dos.

Momentos antes de perder de vista el cráter, vio que Bauchelain y Korbal Espita le daban la espalda, a él y a Engendro de Luna. Los hombres se quedaron mirando el agujero durante unos minutos, después comenzaron el descenso y no tardaron en perderse de vista.

Rezongo suspiró, se dio la vuelta y regresó al campamento haciendo girar los hombros para liberar la tensión que se había apoderado de él.

Al llegar al camino alzó los ojos una vez más y miró al sur, buscaba a Engendro de Luna, borroso en la distancia.

—Eh, el de ahí arriba, mi señor, ojalá hubieras captado el rastro de Bauchelain y Korbal Espita para que le hubieras hecho lo que le hiciste al tirano jaghut, suponiendo que tomaras parte en eso. Medicina preventiva, lo llaman los físicos. Yo solo rezo para que algún día no tengamos todos que lamentar tanto desinterés.

Al bajar por el camino, Rezongo le echó un vistazo a Emancipor Reese, que estaba sentado encima del carruaje y acariciaba con una mano a la desgreñada gata. ¿Sarna?, pensó Rezongo. Creo que no.

El enorme lobo rodeó el cuerpo con la cabeza gacha y ladeada para no perder de vista con su único ojo al mortal inconsciente.

La senda del Caos no recibía muchas visitas. Y entre las escasas visitas, las de los humanos mortales eran las más escasas de todas. El lobo había vagado por ese paisaje violento durante un tiempo que era, para él, inconmensurable. Solo y perdido durante tanto tiempo, su mente había hallado nuevas formas nacidas de la soledad: los caminos de sus pensamientos se retorcían por rutas aparentemente aleatorias. Pocos reconocerían algún rastro de conciencia o inteligencia en el brillo salvaje de su único ojo, pero allí estaban, no obstante.

El lobo siguió dibujando círculos, los músculos inmensos se ondulaban bajo la piel blanca y apagada. Con la cabeza gacha y ladeada. El único ojo clavado en el humano postrado.

Aquella fiera concentración surtía efecto y mantenía al objeto de su atención en un estado que era intemporal, una consecuencia accidental más de los poderes que había absorbido el lobo dentro de esa senda.

El lobo no recordaba mucho de los otros mundos que existían más allá del caos. No sabía nada de los mortales que lo veneraban como si fuera un dios. Y sin embargo le habían llegado ciertos conocimientos, una sensibilidad instintiva que le hablaba de… posibilidades. De potenciales. De alternativas que quedaban a disposición del lobo con el descubrimiento de aquel frágil mortal.

De todos modos, la criatura dudó.

Había riesgos y la decisión que se iba abriendo camino hacía temblar al lobo.

Los círculos iban dibujando una espiral hacia el interior, una espiral que se iba acercando cada vez más a la figura inconsciente. Un único ojo que al fin se clavaba en la cara del hombre.

El don, vio al fin la criatura, era auténtico. Nada más podría explicar lo que descubrió en la cara del mortal. Un espíritu reflejado en cada detalle. Esa era una oportunidad que no se podía rechazar.

Con todo, el lobo dudó.

Hasta que un recuerdo ancestral se alzó en su mente. Una imagen congelada, desvaída por la erosión del tiempo.

Suficiente para cerrar la espiral.

Y después se acabó.

El único ojo en funcionamiento se abrió con un parpadeo a un cielo azul pálido y sin nubes. El tejido cicatrizal que cubría lo que le quedaba del otro ojo le cosquilleaba con un picor enloquecedor, como si tuviera insectos arrastrándose por debajo de la piel. Llevaba un casco con la celada levantada. Bajo él, unas rocas duras y afiladas se le clavaban en la carne.

Yacía inmóvil, intentando recordar lo que había pasado. La visión de un desgarro oscuro que se abría ante él y en el que se había hundido, o quizá lo habían tirado dentro. Un caballo que se desvanecía bajo él, la vibración de la cuerda del arco. Una sensación de inquietud que había compartido con su compañero. Un amigo que cabalgaba a su lado, el capitán Paran.

Toc el Joven gruñó. Mechones. Esa marioneta chiflada. Nos tendieron una emboscada. Los fragmentos se fundieron y regresó la memoria con una oleada de miedo. Rodó de lado a pesar de las protestas de cada uno de sus músculos. Por el aliento del Embozado, esto no es la llanura de Rhivi.

Un campo de cristal negro y roto se extendía por todos lados. Un polvo gris flotaba en nubes inmóviles sobre él, a un brazo de distancia. A su izquierda, a unos ciento setenta metros, un montículo bajo rompía la monotonía plana del paisaje.

Tenía la garganta en carne viva y le escocía el ojo. El sol lo abrasaba todo. Toc se sentó tosiendo y la obsidiana crujió bajo él. Vio el arco de carey curvado tirado a su lado y estiró el brazo para cogerlo. El carcaj lo había atado a la silla de su caballo. No sabía dónde estaba, pero el caso era que su fiel montura wickana no lo había seguido. Así que, aparte del cuchillo que llevaba en la cadera y el arco, de momento inútil, que tenía en la mano, carecía de posesiones. Sin agua ni comida. Un examen más cuidadoso del arco hizo que su ceño se marcase aún más. La cuerda de tripa se había estirado.

Se había estirado mucho. Lo que significa que he estado… fuera… algún tiempo. Fuera. ¿Dónde? Mechones lo había arrojado a una senda. El tiempo se había perdido en su interior. No tenía demasiada sed ni un hambre especial. Pero incluso si tuviera flechas, la tensión del arco había desaparecido y lo que era peor, la cuerda se había secado, la cera había absorbido el polvo de obsidiana. No sobreviviría a otro proceso de tensado. Lo que sugería que habían pasado días, si no semanas, aunque su cuerpo le decía otra cosa.

Se puso en pie. La cota de malla que llevaba bajo la túnica protestó por el movimiento y derramó un polvo reluciente.

¿Estoy dentro de una senda? ¿O me ha vuelto a escupir? En cualquier caso, tenía que encontrar el fin de esa desolada llanura de cristal volcánico. Suponiendo que existiera tal fin…

Echó a andar hacia el montículo. Aunque tampoco era demasiado elevado, estaba dispuesto a aprovechar cualquier atalaya de la que pudiera disponer. Al acercarse vio otros montículos parecidos más allá, a intervalos regulares. Túmulos. Estupendo, me encantan los túmulos. Y después uno central, más grande que el resto.

Toc rodeó el primer montículo y notó al pasar que lo habían agujereado, seguramente saqueadores. Después de un momento se detuvo, giró y se acercó más. Se agachó junto al pozo excavado y se asomó al túnel inclinado. Por lo que él veía (a una profundidad de algo más de la altura de un hombre) el manto de obsidiana continuaba más abajo. Para que los montículos se notaran tenían que ser enormes, más como cúpulas que como un panal de tumbas.

—Me da igual lo que sea —murmuró—. No me gusta.

Hizo una pausa, pensó un poco y repasó en su mente los acontecimientos que lo habían llevado a esa… desafortunada situación. La lluvia mortal de Engendro de Luna parecía marcar una especie de comienzo. Fuego y dolor, la muerte de un ojo, el beso que había dejado una cicatriz salvaje que desfiguraba lo que había sido un rostro joven y, según se decía, atractivo.

Un viaje al norte, a la llanura, para salvar a la consejera Lorn, una escaramuza con barghastianos ilgres. De vuelta en Pale, más problemas todavía. Lorn lo había detenido y lo había obligado a revivir su antiguo papel como correo de la Garra. ¿Correo? Vamos a hablar claro, Toc, sobre todo contigo mismo. Eras espía. Pero te habías convertido. Eras un explorador de la hueste de Unbrazo. Eso y nada más, hasta que apareció la consejera. Había habido problemas en Pale. Velajada y después el capitán Paran. Huida y persecución.

—Qué desastre —murmuró.

La emboscada de Mechones lo había aplastado como a una mosca y lo había arrojado a una especie de senda maligna. Donde… me quedé. Creo. Que el Embozado me lleve, ya es hora de que empiece a pensar como un soldado otra vez. Intenta orientarte. No te precipites. Piensa en sobrevivir, aquí, en este extraño y hostil lugar

Reanudó la marcha hacia el túmulo del centro. Aunque la pendiente no era pronunciada, el túmulo era al menos el triple de alto que un hombre. La tos de Toc empeoró al trepar por un costado.

El esfuerzo tuvo su recompensa. Al llegar a la cima se encontró en el eje de un círculo de tumbas menores. Justo delante, a doscientos cincuenta metros del borde del círculo, pero casi invisible por la calima, se alzaban los hombros huesudos de unas colinas cubiertas de un manto gris. Más cerca y a su izquierda estaban las ruinas de una torre de piedra. Por detrás, el cielo resplandecía con un color rojo enfermizo.

Toc alzó los ojos y miró al sol. Al despertarse lo había visto a poco más de tres cuartas partes de la rueda, en ese momento lo tenía justo encima. Al fin pudo orientarse. La colina se encontraba al noroeste, la torre a unos cuantos puntos al norte del oeste.

Atrajo su mirada de nuevo el verdugón rojizo que había en el cielo, más allá de la torre. Sí, palpitaba, regular como un corazón. Se rascó la cicatriz que le cubría la cuenca del ojo izquierdo e hizo una mueca ante el brote de colores que invadió su mente a modo de respuesta. Ahí hay hechicería. Dioses, estoy empezando a odiar la hechicería con todas mis fuerzas.

Un momento después atrajeron su atención detalles más inmediatos. La ladera norte del túmulo central estaba marcada por un hoyo profundo de bordes irregulares y resplandecientes. Unas piedras talladas que se habían caído (todavía mostraban las manchas de pintura roja) atestaban la base. Toc se dio cuenta poco a poco que aquel cráter no era obra de saqueadores. Lo que lo hubiera hecho había salido de golpe de la tumba. Al parecer aquí ni siquiera los muertos duermen para toda la eternidad. Lo sacudió un momento de nerviosismo y después se desprendió de él con una maldición queda. Has visto cosas peores, soldado. Acuérdate de ese t’lan imass que se reunió con la consejera. Una desecación lacónica andante. Que Beru nos proteja a todos. Unas cuencas cubiertas sin un solo brillo o destello de piedad. Esa cosa había ensartado a un barghastiano como un rhivi a un jabalí de las llanuras.

Con el ojo estudiando todavía el cráter del flanco del montículo, los pensamientos de Toc no se apartaban de Lorn y su compañero no muerto. Pretendían liberar a aquella criatura inquieta, soltar un poder salvaje y despiadado en aquella tierra. Se preguntó si lo habían conseguido. El prisionero de la tumba sobre la que se encontraba se había enfrentado a una tarea horrenda, no cabía duda: protecciones, muros sólidos y brazos y brazos de cristal compacto y triturado. Bueno, dadas las alternativas, me imagino que yo me habría sentido igual de desesperado y decidido. ¿Cuánto tiempo le llevó? ¿Hasta qué punto sería maligna y retorcida la mente una vez liberada?

Toc se estremeció y el movimiento desencadenó otro duro ataque de tos. Había muchos misterios en el mundo y pocos eran agradables.

Rodeó el pozo en su descenso y se dirigió después a la torre en ruinas. No le pareció muy probable que el ocupante de la tumba se hubiera entretenido mucho tiempo por allí. Yo habría querido alejarme cuanto pudiese de aquí y tan rápido como fuera humanamente posible. No había forma de saber cuánto tiempo había transcurrido desde la huida de la criatura, pero a Toc las tripas le decían que habían pasado años, incluso décadas. En cualquier caso, se sentía extrañamente tranquilo, sin miedo, a pesar del entorno hostil y todos los secretos que ocultaban la superficie asolada de la tierra. No sabía cuál podría ser la amenaza que había albergado aquella tierra, pero había desaparecido mucho tiempo atrás.

A treinta y cinco metros de la torre estuvo a punto de tropezar con un cadáver. Una fina capa de polvo había disimulado a conciencia su presencia y ese polvo, agitado por los esfuerzos de Toc para apartarse, se elevó en una nube. El malazano maldijo y escupió la arenilla de la boca.

Entre el torbellino de calima brillante vio que los huesos pertenecían a un ser humano. Claro que era un humano achaparrado y fornido. Los tendones se habían secado hasta alcanzar el tono marrón de una nuez y las pieles y cueros que lo cubrían se habían podrido y convertido en meras tiras. Sobre la cabeza del cuerpo se acomodaba un casco de hueso tallado a partir de la tapa frontal de una bestia astada. Uno de los cuernos se había partido en algún momento de un pasado lejano. Cerca yacía un mandoble cubierto de polvo. Hablando del cráneo del Embozado

Toc el Joven miró la figura con el ceño fruncido.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó.

—Esperar —le respondió el t’lan imass con una voz ronca, como de cuero.

Toc hizo un esfuerzo por recordar el nombre de aquel guerrero no muerto.

—Onos T’oolan —dijo, complacido consigo mismo—. Del clan Tarad…

—Ahora me llamo Tool. Sin clan. Libre.

¿Libre? ¿Libre para hacer qué exactamente, viejo saco de huesos? ¿Echarte una siestecita en un erial?

—¿Qué le ha pasado a la consejera? ¿Dónde estamos?

—Perdidos.

—¿A qué pregunta responde eso, Tool?

—A ambas.

Toc apretó los dientes y resistió la tentación de darle un buen puntapié al t’lan imass.

—¿Puedes ser más concreto?

—Quizá.

—¿Y bien?

—La consejera Lorn murió en Darujhistan hace dos meses. Nosotros estamos en un lugar ancestral llamado Alborada, a doscientas leguas al sur. Es poco más de mediodía.

—Poco más de mediodía, has dicho. Pues gracias por iluminarme. —No sentía un placer especial en charlar con una criatura que llevaba existiendo cientos de miles de años, estaba incómodo y esa incomodidad desataba en él su vena sarcástica, un atrevimiento bastante precario, por cierto. A ver si te pones serio, idiota. Esa espada de pedernal no la lleva solo para presumir.

—¿Pudisteis liberar al tirano jaghut?

—Por un breve espacio de tiempo. Los esfuerzos imperiales por conquistar Darujhistan fracasaron.

Toc volvió a fruncir el ceño y se cruzó de brazos.

—Dijiste que estabas esperando. ¿Esperando qué?

—Ha pasado fuera cierto tiempo. No tardará en regresar.

—¿Quién?

—La que ha tomado posesión de la torre, soldado.

—Por lo menos podías levantarte para hablar conmigo. —Antes de que ceda a la tentación.

El t’lan imass se levantó con una serie de quejidos y crujidos, el polvo cayó en cascada de su amplia y bestial forma. Algo brilló durante apenas un instante en las profundidades de las cuencas de sus ojos al clavarlos en Toc, después Tool se dio la vuelta y recuperó la espada de pedernal.

Dioses, mejor hubiera insistido en que se quedara echado. Cuero abrasado, músculos tensos y huesos pesados… todo moviéndose como si estuviera vivo. Ah, el emperador los adoraba. Un ejército al que no tenía que alimentar, al que no tenía que transportar, un ejército que podía ir a cualquier parte y hacer casi cualquier cosa, maldita sea. Y sin desertores, salvo por el que tengo justo delante de mí.

Además, ¿cómo se castiga a un desertor t’lan imass?

—Necesito agua —dijo Toc después de un buen rato en el que se limitaron a mirarse con fijeza—. Y comida. Y necesito encontrar unas flechas. Y cuerda para el arco. —Se soltó el casco y se lo quitó. Tenía la gorra de cuero que llevaba debajo empapada de sudor—. ¿No podemos esperar en la torre? Este calor me está cociendo los sesos. —¿Y por qué estoy hablando como si esperara que me ayudaras, Tool?

—La costa se encuentra a ochocientos cuarenta metros al suroeste —dijo Tool—. Allí hay comida y ciertas algas que servirán para hacer la cuerda del arco hasta que se pueda hallar algo de tripa. Pero no huelo agua dulce, una pena. Quizá la ocupante de la torre se muestre generosa, aunque es más probable que no lo sea si llega y te encuentra dentro. Las flechas se pueden hacer. Hay una salina cerca, allí podemos recoger juncos duros. Las trampas para las aves de la costa nos proporcionarán las plumas para las flechas. En cuanto a puntas de flecha… —Tool se volvió para examinar la llanura de obsidiana—. No preveo escasez de materia prima.

De acuerdo, así que cuento con tu ayuda. Pues demos gracias al Embozado.

—Bueno, espero que todavía sepas cortar piedra y trenzar algas, t’lan imass, por no mencionar trabajar los juncos duros, sea lo que sea eso, para convertirlos en astiles de verdad, porque yo, desde luego no tengo ni idea. Cuando necesito flechas, las solicito y cuando llegan tienen puntas de hierro y son rectas como una plomada.

—No he perdido mis habilidades, soldado…

—Dado que la consejera nunca llegó a presentarnos como es debido, yo me llamo Toc el Joven y no soy soldado sino explorador…

—Estabas al servicio de la Garra.

—Pero carezco del adiestramiento de los asesinos y tampoco sé nada de magia. Por no hablar de que más o menos he renunciado a ese papel. Lo único que pretendo ahora es regresar a la hueste de Unbrazo.

—Un viaje largo.

—Eso me ha parecido. Así que cuanto antes empiece, mejor. Dime, ¿hasta dónde se extiende este erial de cristal?

—Casi treinta y cinco kilómetros. Tras él encontrarás la llanura Lamatath. Cuando llegues allí, pon rumbo al norte noroeste…

—¿Adónde me llevará eso? ¿A Darujhistan? ¿Dujek ha sitiado la ciudad?

—No. —El t’lan imass giró la cabeza en redondo—. Aquí viene ella.

Toc siguió la mirada de Tool. Habían aparecido tres figuras por el sur que se iban acercando al borde del círculo de túmulos. De los tres, solo la del medio caminaba erguida. Era alta, delgada y vestía una telaba blanca y suelta como las que lucían las mujeres nobles de Siete Ciudades. Su cabello era negro, largo y liso. La flanqueaban dos perros, el de la izquierda era tan grande como un poni de montaña, greñudo y de aspecto lobuno, el otro era de pelo corto, color pardo y músculos poderosos.

Dado que Tool y Toc se encontraban a cielo abierto, era imposible que no los hubieran visto, sin embargo ninguna de las tres figuras mostró perturbación alguna ni cambiaron de paso al aproximarse. A unos diez metros, el perro lobuno se acercó trotando y agitando la cola para arrimarse al t’lan imass.

Toc contempló la escena y se rascó la mandíbula.

—¿Un viejo amigo, Tool? ¿O es que la bestia quiere que le tires un hueso?

El guerrero no muerto lo miró en silencio.

—Era un chiste —dijo Toc encogiéndose de hombros—, o una pobre imitación. Creía que los t’lan imass no podían ofenderse. —O, más bien, eso espero. Dioses, qué bocaza tengo

—Estaba pensando —contestó Tool con lentitud— que esta bestia es un ay, así que no le interesan demasiado los huesos. Los ay prefieren la carne, todavía caliente si es posible.

—Ya veo —gruñó Toc.

—Era un chiste —dijo Tool después de un momento.

—Por supuesto. —Bueno, quizá tampoco sea para tanto, después de todo. Las sorpresas nunca se acaban.

El t’lan imass estiró el brazo para posar las puntas de los dedos huesudos en la amplia cabeza del ay. El animal se quedó muy quieto.

—¿Que si es un viejo amigo? Pues sí, adoptamos a estos animales en nuestras tribus. Era eso o verlos morirse de hambre. Verás, resulta que fuimos los responsables de esa hambruna.

—¿Responsables? ¿Por algo así como cazar en exceso? Yo creía que tu especie estaba en comunión con la naturaleza. Todos esos espíritus, todos esos rituales de propiciación…

—Toc el Joven —lo interrumpió Tool—, ¿te burlas de mí o de tu propia ignorancia? Ni siquiera el liquen de la tundra reposa en paz. Todo es una lucha, todo es una guerra por la dominación. Los que pierden, se desvanecen.

—Y según tú, nosotros no somos diferentes…

—Somos soldados. Tenemos el privilegio de elegir. El don de la previsión. Aunque con frecuencia tardamos demasiado en reconocer esas responsabilidades… —La cabeza del t’lan imass se ladeó y estudió al ay que tenía delante, y pareció también que la mano esquelética que reposaba en la cabeza de la bestia.

Baaljagg aguarda tus órdenes, querido guerrero no muerto —dijo la mujer al llegar, su voz era una melodía cantarina—. Qué bonita escena. Garath, ve a reunirte con tu hermano y saluda a nuestro desecado invitado. —Se encontró con la mirada de Toc y sonrió—. Garath, por supuesto, quizá decida que merecería la pena enterrar a tu compañero, ¿no sería divertido?

—Quizá por un momento —asintió Toc—. Hablas daru, pero vistes la telaba de Siete Ciudades.

La mujer arqueó las cejas.

—¿Ah, sí? ¡Oh, qué confusión! Bueno, señor, tú hablas daru, pero eres del Imperio de esa mujer reprimida, ¿cómo se llamaba?

—La emperatriz Laseen. El Imperio de Malaz. —¿Y cómo lo has sabido? No voy de uniforme

La mujer sonrió.

—Claro.

—Soy Toc el Joven y el t’lan imass se llama Tool.

—Muy adecuado. Vaya, qué calor hace aquí fuera, ¿no os parece? ¿Por qué no nos retiramos al interior de la torre jaghut? Garath, deja de olisquear al t’lan imass y despierta a los criados.

Toc observó al perrazo que trotaba hacia la torre. La entrada, según vio el explorador, se hacía en realidad a través de un balcón, seguramente del primer piso; otra indicación más de la profundidad del cristal aplastado.

—Este sitio no parece muy habitable —comentó.

—Las apariencias engañan —murmuró la mujer, que una vez más le lanzó una sonrisa que a punto estuvo de pararle el corazón.

—¿Tienes nombre? —le preguntó Toc cuando echaron a andar.

—Lady Envidia —dijo Tool—. Hija de Draconus, el que forjó la espada Dragnipur; lo asesinó Anomander Rake, señor de Engendro de Luna, el que empuña en la actualidad esa misma espada. Draconus tuvo dos hijas, según se cree, a las que llamó Envidia y Rencor…

—Por el aliento del Embozado, no hablarás en serio —murmuró Toc.

—Sin duda a él también le parecieron unos nombres muy divertidos —continuó el t’lan imass.

—Oh, por favor —suspiró lady Envidia—, ahora ya me has estropeado la diversión. ¿Nos hemos visto antes?

—No. No obstante, te conozco.

—¡Eso parece! Admito que fue demasiado modesto por mi parte creer que nadie me reconocería. Después de todo, mi camino se ha cruzado con los de los t’lan imass más de una vez. Es decir, por lo menos dos.

Tool la observó con su mirada sin profundidad.

—Si lo que persigues es discreción, señora, saber quién eres no responde al misterio de tu actual residencia aquí, en Alborada. Me gustaría saber qué es lo que buscas en este sitio.

—¿A qué podrías referirte? —preguntó ella, burlona.

Cuando se acercaron a la entrada de la torre apareció ante la puerta abierta una figura enmascarada ataviada con una armadura de cuero. Toc se detuvo en seco.

—¡Es un seguleh! —Giró en redondo y miró a lady Envidia—. ¡Tu criado es un seguleh!

—¿Así es como se llaman? —La mujer arrugó la frente—. No es la primera vez que escucho ese nombre, aunque el contexto se me escapa. Oh, bueno. Les he sonsacado el nombre personal, pero poco más. Pasaron por casualidad y me vieron; este, que se llama Senu, y otros dos. Decidieron que matarme rompería la monotonía de su viaje. —Lady Envidia suspiró—. Bueno, el caso es que ahora me sirven. —Se dirigió entonces al seguleh—. Senu, ¿ya se han despertado tus hermanos del todo?

El hombrecito, pequeño y ágil, ladeó la cabeza, sus ojos oscuros carecían de expresión tras las ranuras de su ornamentada máscara.

—He deducido —le dijo lady Envidia a Toc— que ese gesto indica aquiescencia. He descubierto que no son un grupito muy locuaz.

Toc sacudió la cabeza con los ojos clavados en los dos sables metidos bajo los brazos de Senu.

—¿Es el único de los tres que reconoce directamente tu presencia, señora?

—Ahora que lo mencionas… ¿Es significativo?

—Significa que está en el último escalón de la jerarquía. Los otros dos jamás se rebajarían a conversar con alguien que no sea seguleh.

—¡Qué desfachatez, cómo se atreven!

El explorador sonrió.

—Jamás había visto uno, pero he oído muchas cosas. Su tierra natal es una isla que está al sur de aquí y se dice que son un grupo muy reservado, reacios a viajar. Pero se tiene noticias de ellos incluso en tierras muy alejadas del norte, como Nathilog. —Y que el Embozado me lleve, vaya si los conocen.

Hmm, es cierto que percibí cierta arrogancia que ha resultado ser de lo más entretenida. Llévanos dentro, querido Senu.

El seguleh no se movió. Sus ojos habían encontrado a Tool y se habían clavado con fuerza en el t’lan imass.

Con los pelos de punta, el ay se apartó un poco para despejar un espacio entre las dos figuras.

—¿Senu? —inquirió lady Envidia con una cortesía melosa.

—Creo —susurró Toc— que está desafiando a Tool.

—¡Eso es ridículo! ¿Por qué haría eso?

—Para los seguleh el rango lo es todo. Según ellos, si hay alguna duda sobre la jerarquía, desafíala. Nunca pierden el tiempo.

Lady Envidia miró a Senu con el ceño fruncido.

—¡Compórtate, jovencito! —Y lo mandó al interior con un gesto de la mano.

Senu pareció estremecerse al ver el gesto.

Un picor cruzó la cicatriz de Toc como un espasmo y se lo rascó con vigor mientras exhalaba una maldición por lo bajo.

El seguleh se metió de espaldas en la pequeña habitación y después dudó un momento antes de darse la vuelta y conducir a los otros a la puerta de enfrente. Una escalera curva los llevó a un aposento central en cuyo centro se alzaba una escalera de caracol. Las paredes carecían de adornos, eran de piedra pómez agujereada y tosca. Tres sarcófagos de piedra caliza ocupaban el otro extremo de la habitación, con las tapas apoyadas en una pulcra fila contra la pared que tenían detrás. El perro que lady Envidia había mandado por delante estaba sentado cerca. Justo a la entrada había una mesa redonda de madera repleta de fruta fresca, carnes, queso y pan, además de una jarra de arcilla, con la superficie salpicada por gotas de agua, y una colección de copas.

Los dos compañeros de Senu se encontraban inmóviles junto a la mesa, como si hicieran guardia y estuvieran dispuestos a dar la vida por defenderla. Ambos rivalizaban con su compañero en tamaño y constitución y portaban armas parecidas. La diferencia entre los tres se evidenciaba únicamente en las máscaras. Allí donde la careta de esmalte de Senu se encontraba repleta de patrones oscuros, la decoración iba disminuyendo sucesivamente en los otros dos ejemplos. Una solo estaba un poco menos marcada que la de Senu, pero la tercera máscara no lucía más que dos franjas gemelas, cada una brillando en una mejilla. Los ojos que se clavaban en los presentes desde las ranuras de las máscaras eran como fragmentos de obsidiana.

El seguleh de las marcas gemelas se puso rígido al ver al t’lan imass y dio un paso adelante.

—¡Oh, por favor! —exclamó lady Envidia—. ¡Prohíbo los desafíos! Más tonterías de este tipo y voy a perder la paciencia…

Los tres seguleh dieron un paso atrás con un estremecimiento.

—Bueno —dijo la mujer—, eso está mucho mejor. —Después se giró y miró a Toc—. Satisfaz tus necesidades, joven. La jarra contiene vino blanco saltoano, enfriado como es menester.

Toc se encontró incapaz de apartar los ojos del seguleh que llevaba la máscara con las dos marcas.

—Si una mirada fija representa un desafío —dijo lady Envidia en voz baja—, te sugiero, para conservar la paz, por no mencionar la vida, que te abstengas de enfrentarte, Toc el Joven.

El explorador gruñó, alarmado de repente, y apartó los ojos del hombre.

—Tienes razón, señora. Es solo que nunca había oído hablar de… bueno, es igual. No importa. —Se acercó a la mesa y estiró el brazo para coger la jarra.

Un movimiento estalló a su espalda seguido por el sonido de un cuerpo resbalando por la habitación y estrellándose contra el muro con un golpe seco y enfermizo. Toc se giró en redondo y vio a Tool con la espada levantada y enfrentándose a los dos seguleh que quedaban. Senu yacía encogido a diez pasos de ellos, inconsciente o muerto. Las dos espadas que tenía estaban a medio sacar de sus vainas.

Junto a Tool, el ay llamado Baaljagg se había quedado mirando el cuerpo y agitando la cola.

Lady Envidia contemplaba a los otros seguleh con mirada gélida.

—Dado que mis órdenes han resultado insuficientes, voy a dejar futuros encuentros en las manos, obviamente más que capaces, del t’lan imass. —Se volvió hacia Tool—. ¿Senu está muerto?

—No. Utilicé la parte plana de la hoja, señora, dado que no tenía deseo alguno de matar a uno de tus criados.

—Muy considerado por tu parte, dadas las circunstancias.

Toc cogió con una mano temblorosa el asa de la jarra.

—¿Te sirvo una copa a ti también, lady Envidia?

La dama lo miró, levantó una ceja y después sonrió.

—Una idea espléndida, Toc el Joven. Es obvio que nos corresponde a nosotros establecer ciertas normas de cortesía.

—¿Qué has averiguado —dijo Tool dirigiéndose a la mujer— sobre el desgarro?

La mujer lo observó con la copa en la mano.

—Ah, ya veo que siempre vas al grano. Han tendido un puente sobre él. Un alma mortal, como estoy segura que ya sabes. Pero en lo que yo he concentrado mis estudios es en la identidad de la senda en sí. No se parece a ninguna otra. El portal parece casi… mecánico.

¿Desgarro? Debe ser el verdugón rojo que hay en el aire. Ah.

—¿Has examinado las tumbas de los k’chain che’malle, señora?

La dama arrugó la nariz.

—Brevemente. Están todas vacías y llevan así algún tiempo. Décadas.

Tool ladeó la cabeza con un suave crujido.

—¿Solo décadas?

—Un detalle desagradable, desde luego. Creo que la matrona experimentó dificultades considerables a la hora de salir de ahí y después pasó un tiempo más recuperándose de su ordalía antes de sacar a sus hijos. Ella y su prole hicieron nuevos esfuerzos en la ciudad enterrada que hay al noroeste, aunque incompletos, como si los resultados no fueran satisfactorios. Después, al parecer abandonaron la zona por completo. —Lady Envidia hizo una pausa y después añadió—: Es posible que sea relevante observar que la matrona era el alma original que selló el desgarro. Debemos presumir que es otra desventurada criatura la que reside allí ahora.

El t’lan imass asintió.

Durante aquel intercambio, Toc había estado muy ocupado comiendo y en ese momento ya iba por la segunda copa de aquel vino frío y vivificante. Solo intentar encontrarle sentido a la conversación le estaba dando dolor de cabeza, ya le daría unas cuantas vueltas más tarde.

—Tengo que dirigirme al norte —dijo con la boca llena de un bocado de pan de grano—. ¿Hay alguna posibilidad, señora, de que puedas proporcionarme los pertrechos adecuados? Estaría en deuda contigo… —Sus palabras se apagaron al ver el destello ávido de los ojos femeninos.

—Cuidado con lo que ofreces, joven…

—No te ofendas, pero ¿por qué me llamas «joven»? Tú no pareces tener más de veinticinco años.

—Muy halagador. Así pues, a pesar del éxito de Tool a la hora de identificarme, y admito que encuentro desconcertante la profundidad de sus conocimientos, los nombres que te ha revelado el t’lan imass no significan mucho para ti.

Toc se encogió de hombros.

—El nombre de Anomander Rake lo he oído, por supuesto. No sabía que le había quitado una espada a otro, ni cuándo ocurrió el acontecimiento. Me parece, sin embargo, que podría ser justificable la animosidad que pudieras sentir hacia él, dado que mató a tu padre… ¿cómo se llamaba? Draconus. El Imperio de Malaz comparte esa antipatía. Así que al compartir enemigos…

—Somos por fuerza aliados. Una conjetura razonable. Por desgracia, equivocada. En cualquier caso sería un placer proporcionarte la comida y bebida que puedas llevar, aunque me temo que no tengo nada que podamos llamar arma. A cambio, es posible que algún día te pida un favor; nada grandioso, por supuesto. Algo pequeño y relativamente indoloro. ¿Te parece aceptable?

Toc sintió que se desvanecía todo su apetito. Miró a Tool, pero no encontró ayuda alguna en el rostro inexpresivo del guerrero no muerto. El malazano frunció el ceño.

—En mi posición, no puedo negociar, lady Envidia.

La mujer sonrió.

Y yo aquí, esperando que pudiéramos pasar de la cortesía y las buenas maneras a algo más… íntimo. Ya estamos, Toc, pensando con la cabeza que no debes

La sonrisa de la dama se ensanchó.

Toc se ruborizó y cogió la copa.

—Muy bien, acepto tu propuesta.

—Qué rectitud tan deliciosa, Toc el Joven.

El hombre estuvo a punto de atragantarse con el vino. Si no fuera un cabrón tuerto y lleno de cicatrices, hasta podría llamar a eso coqueteo.

—Lady Envidia —dijo Tool—, si buscas saber algo más de ese desgarro, aquí no encontrarás nada.

A Toc le complació ver la leve conmoción que cruzó la cara femenina cuando la dama se volvió hacia el t’lan imass.

—¿Ah, sí? Parece que no soy la única que hace gala de cierta discreción. ¿Te importaría explicarte?

Toc el Joven anticipó la respuesta y gruñó, después agachó la cabeza cuando la dama le lanzó una mirada asesina.

—Quizá —respondió Tool, como era de esperar.

Ja, lo sabía.

Un matiz irritado envolvió la voz de la mujer.

—Adelante, entonces.

—Sigo un antiguo rastro, lady Envidia. Alborada no era más una parada en el camino, un camino que ahora lleva al norte. Es posible que encontraras las respuestas que necesitas entre aquellos a los que busco.

—Deseas entonces que os acompañe.

—Me es indiferente que vengas o no —dijo Tool con su voz ronca carente de inflexiones—. Pero si decidieras quedarte aquí, debo advertirte algo. Investigar el desgarro puede tener consecuencias, incluso para alguien como tú.

La dama se cruzó de brazos.

—¿Cree que carezco de la cautela apropiada?

—Hasta tú sabes que has llegado a un punto muerto, y tu frustración crece cada día. Puedo añadir un incentivo más, lady Envidia. Tus antiguos compañeros de viaje se están reuniendo en ese mismo destino: el Dominio Painita. Tanto Anomander Rake como Caladan Brood se preparan para librar una guerra contra el Dominio. Una decisión muy grave, ¿no sientes curiosidad?

—Tú no eres un t’lan imass cualquiera —lo acusó la dama.

Tool no respondió a eso.

—Parece que eres tú la que no está en posición de negociar ahora —dijo Toc, que apenas era capaz de contener la sonrisa divertida.

—La impertinencia siempre me ha parecido un rasgo tan falto de atractivo que da asco —le soltó de golpe lady Envidia—. ¿Qué le ha ocurrido a tu afable rectitud, Toc el Joven?

Al malazano le maravilló esa repentina necesidad que tuvo de lanzarse a los pies de la dama y rogar su perdón, pero desechó tan absurda idea con un encogimiento de hombros.

—Eso ha sido un golpe bajo, creo —dijo él.

La expresión femenina se suavizó casi como la de una cierva.

Regresó entonces aquel deseo irracional y Toc se rascó la cicatriz y apartó los ojos.

—No tenía intención de molestarte…

Ya, y la reina de los Sueños tiene patas de gallina.

—… así que permíteme ofrecerte mis más sinceras disculpas. —Lady Envidia volvió a mirar a Tool—. Muy bien, emprenderemos todos el viaje. ¡Qué emocionante! —Después les hizo un gesto a los criados seguleh—. ¡Comenzad los preparativos de inmediato!

Tool se dirigió a Toc.

—Voy a recoger materiales para tu arco y tus flechas. Podemos completarlas de camino.

El explorador asintió.

—No me importaría observarte mientras las haces, Tool —añadió—. Podría serme útil…

El t’lan imass pareció considerarlo y después ladeó la cabeza.

—A nosotros así nos lo pareció.

Todos se volvieron al oír un estridente gruñido procedente de donde Senu yacía apoyado en la pared. El seguleh había recuperado el sentido y se había encontrado con el ay sobre él. La bestia le lamía con un placer obvio los dibujos pintados de la máscara.

—El medio —explicó Tool con su habitual tono inexpresivo— parece ser una mezcla de carbón, saliva y sangre humana.

—Eso es —murmuró Toc— lo que yo llamo un mal despertar.

Lady Envidia lo rozó cuando se dirigió a la puerta y le lanzó una mirada al pasar.

—¡Oh, estoy deseando emprender esta excursión!

Aquel contacto, que podía llamarse cualquier cosa salvo casual, metió un nido de serpientes en las tripas de Toc. A pesar del martilleo de su corazón, el malazano no estaba muy seguro de si debía sentirse complacido o aterrado.