Paran abrió la puerta de un empujón. Con el fardo pesado y lleno de oro al hombro entró en la antecámara que había detrás.
—¡Raest! ¿Dónde estás?
El jaghut vestido con armadura salió de alguna parte y se detuvo delante de Paran sin decir nada.
—Eso es —murmuró Paran—. He decidido instalarme aquí.
La voz de Raest fue un chirrido frío y áspero.
—Lo has decidido.
—Sí. Tres semanas en esa maldita posada han sido más que suficientes, créeme. Así que aquí estoy, me he armado de valor y estoy listo para venirme a vivir a la temible e infame Casa del Finnest… Ya veo que tus habilidades como ama de llaves dejan mucho que desear.
—Esos dos cuerpos del umbral, ¿qué vas a hacer con ellos?
Paran se encogió de hombros.
—No lo he decidido todavía. Algo, supongo. Pero por ahora, quiero dejar todo este oro en algún sitio; quiero dormir tranquilo, para variar. Esta noche abren ese sitio, sabes…
—No, señor de la Baraja, no lo sé —respondió el gigantesco guerrero.
—Da igual. Dije que iría. Bien sabe el Embozado que dudo que vaya alguien más en esta ciudad, salvo quizá Kruppe, Coll y Murillio.
—¿Ir adónde, señor de la Baraja?
—Ganoes, por favor. O Paran. ¿Adónde, preguntas? A la nueva taberna de Rapiña, ahí.
—No sé nada de…
—Sé que no lo sabes, por eso te lo estoy diciendo…
—… Ni me importa, Ganoes Paran, señor de la Baraja.
—Bueno, tú te lo pierdes, Raest. Como iba diciendo, la nueva taberna de Rapiña. De ella y de su socia, claro. Se han gastado la mitad de su paga en ese descabellado proyecto.
—¿Descabellado?
—Sí, ¿no sabes lo que significa la palabra descabellado?
—Lo sé demasiado bien, Ganoes Paran, señor de la Baraja.
Paran se detuvo en seco al oír la frase. Estudió el rostro cubierto por el casco y vio solo sombras tras las ranuras de la celada. Un leve escalofrío recorrió el cuerpo del malazano.
—Eh, sí, ya. Bueno, en cualquier caso, compraron el templo de K’rul, con campanario y todo, y lo convirtieron en…
—Una taberna.
—Un templo que todo el mundo en la ciudad dice que está embrujado.
—Me imagino —dijo Raest mientras se daba la vuelta— que les salió barato, dadas las circunstancias…
Paran se quedó mirando al jaghut con su armadura.
—Te veo luego —exclamó.
La respuesta fue casi imperceptible.
—Si insistes…
Paran salió por la desvencijada puerta de la calle y estuvo a punto de tropezar con una figura decrépita y encapuchada que estaba sentada con torpeza al borde del reguero. Una mano mugrosa salió entre los andrajos y se alzó hacia el malazano.
—¡Amable señor! ¡Una moneda, por favor! ¡Una única moneda!
—Por suerte para ti, puedo desprenderme de más de una, anciano. —Paran metió la mano en la bolsa de cuero que llevaba metida en el cinturón y sacó un puñado de platas.
El mendigo gruñó y se acercó arrastrando las piernas como si fueran pesos muertos.
—¡Un hombre de posibles! Escúchame. ¡Necesito un socio, generoso señor! Tengo oro, ¡concejos! ¡Ocultos en un escondrijo en las laderas de las colinas Tahlyn! ¡Una fortuna, señor! Solo hemos de montar una expedición, no está lejos.
Paran dejó caer las monedas en las manos del anciano.
—¿Un tesoro enterrado, amigo mío? Seguro.
—Señor, la suma es inmensa y con gusto me separaría de la mitad, recuperarás tu inversión multiplicada por diez como mínimo.
—No tengo necesidad de más riquezas —sonrió Paran. Se alejó unos pasos del mendigo, después hizo una pausa y añadió—. Por cierto, quizá no deberías entretenerte demasiado tiempo ante esta puerta concreta. La Casa no suele recibir bien a los extraños.
El anciano pareció encogerse sobre sí mismo y ladeó la cabeza hacia un lado.
—No —murmuró bajo la raída capucha—, esa Casa en concreto no. —Después lanzó una risa aguda para sí—. Pero conozco una que sí…
Paran se encogió de hombros al oír las enigmáticas palabras del mendigo, se volvió una vez más y echó a andar.
Tras él, el mendigo sufrió un espantoso ataque de tos.
Rapiña no podía quitarle los ojos de encima a aquel tipo. El hombre se había sentado encorvado y en una silla que todavía no había encontrado mesa alguna, aferrado todavía a un trapito de tela raída en el que había algo escrito. El alquimista había hecho todo lo que había podido para devolverle la vida a lo que había sido un cuerpo desecado y casi destruido, y no cabía duda que el talento de Baruk había hecho todo lo posible.
Rapiña lo conocía, por supuesto. Como todos. Y todos sabían también de dónde había salido.
El hombre no dijo ni una sola palabra. No había dicho nada desde la resurrección. Baruk había insistido en que no había defecto físico que le impidiera emplear la voz.
El historiador imperial se había quedado callado. Nadie sabía por qué.
La tabernera suspiró.
La gran inauguración del Bar de K’rul era un desastre. Las mesas esperaban, vacías y olvidadas en la inmensa cámara principal. Paran, Eje, Mezcla, Azogue, Mazo y Perlazul se habían sentado en una de las más cercanas al fuego encendido pero apenas conseguían decir una sola palabra entre todos. Cerca estaba la otra mesa que había conseguido ocupar y ante la que se sentaban Kruppe, Murillio y Coll.
Y ya está. Dioses, estamos acabadas. Jamás deberíamos haber escuchado a Azogue…
La puerta de la calle se abrió de golpe.
Rapiña miró con aire esperanzado. Pero solo era Baruk.
El alquimista supremo hizo una pausa en la antecámara y después se dirigió sin prisas adonde se sentaba el otro daru.
—¡Queridísimo amigo del honorable Kruppe! Baruk, paladín incondicional de Darujhistan, ¿podrías pedir mejor compañía esta noche? ¡Aquí, sí, en esta misma mesa! Kruppe estaba asombrando a sus compañeros (y, de hecho, a estos lúgubres ex soldados que tenemos al lado) con su extraordinario relato de Kruppe y el tocayo de esta taberna, que conspiran para crear un mundo nuevo.
—¿Y el relato ya está terminado, así pues? —preguntó Baruk al acercarse.
—Ahora mismo, pero para Kruppe sería un placer…
—Excelente. Ya lo escucharé en otro momento, supongo. —El alquimista supremo le echó un vistazo a Duiker, pero el historiador imperial ni siquiera había levantado la mirada. Continuaba con la cabeza agachada y los ojos clavados en la tela que tenía en las manos. Baruk suspiró—. Rapiña, ¿tienes ponche?
—Sí, señor —respondió ella—. Detrás de ti, junto al fuego.
Azogue estiró el brazo para coger la jarra de barro y se levantó para servirle a Baruk una copa.
—Pues muy bien —dijo Rapiña en voz muy alta mientras se acercaba—. Así que ya está. Estupendo. El fuego calienta lo suficiente, ya estamos lo bastante borrachos y yo por lo menos estoy lista para que empiecen a contarse historias… No, tú no, Kruppe. Las tuyas ya las hemos oído. Pero aquí a Baruk, y a Coll y Murillio si a eso vamos, quizá les interese el cuento de la toma definitiva de Coral.
Coll se inclinó hacia delante poco a poco.
—Así que por fin vas a hablar, ¿eh? Ya era hora, Rapiña.
—Yo no —respondió ella—. Por lo menos para empezar. ¿Capitán? Sírvete otra copa, señor, y cuéntanos un cuento.
El hombre hizo una mueca y después negó con la cabeza.
—Mejor no, Rapiña.
—Demasiado pronto —gruñó Eje al tiempo que asentía y se daba la vuelta.
—¡Por el aliento del Embozado, qué panda más deprimente!
—¡Cómo no —soltó Eje de repente—, una historia que nos rompa el corazón otra vez! ¿Qué sentido tiene?
Una voz ronca y quebrada le respondió.
—Tiene sentido.
Todo el mundo se quedó callado y se volvió hacia Duiker.
El historiador imperial había levantado la cabeza y los estaba estudiando con unos ojos oscuros.
—Sentido. Sí, creo que tiene mucho sentido. Pero no para vosotros, soldados. Todavía no. Es demasiado pronto para vosotros. Demasiado pronto.
—Quizá —murmuró Baruk—, quizás en eso tengas razón. Pedimos demasiado…
—A ellos. Sí. —El anciano volvió a bajar la cabeza una vez más y miró la tela que tenía en las manos.
El silencio se fue alargando.
Duiker no se movió.
Rapiña empezaba a volverse hacia sus compañeros cuando el hombre comenzó a hablar.
—Muy bien, permitidme esta noche, si tenéis la bondad, que os rompa el corazón una vez más. Esta es la historia de la Cadena de Perros. De Coltaine, del clan Cuervo, puño recién llegado al Séptimo Ejército…
Así termina el tercer relato del libro malazano de los caídos