XIII. ¡Plus ultra!

Había llegado el momento de poner a prueba la terapéutica. Simón Bacamarte, activo y sagaz para descubrir enfermos, se empeñó aún más en la diligencia y penetración con que empezó a tratarlos. En este punto todos los cronistas están de acuerdo: el ilustre alienista logró efectuar curas sorprendentes, que provocaron la más viva admiración en Itaguaí.

Efectivamente, era difícil imaginar sistema terapéutico más racional. Al estar los locos divididos por clases, según la virtud moral que en cada uno de ellos excedía a las demás, Simón Bacamarte se empeñó en atacar de frente la cualidad predominante. Tomemos por caso a un modesto. Él le aplicaba la medicación que pudiese infundirle el sentimiento opuesto; y no aplicaba de inmediato las dosis máximas: las graduaba de acuerdo al estado, la edad, el temperamento, la posición social del paciente. A veces bastaba una casaca, una cinta, una peluca, un bastón, para restituirle la razón al alienado; en otros casos la molestia era más rebelde; recurría entonces a los anillos de brillantes, a las distinciones honoríficas, etcétera. Hubo un enfermo, poeta, que resistió a todo. Simón Bacamarte empezaba a desesperar de la cura, cuando tuvo la idea de mandar a propalar por medio de la matraca que él era un auténtico rival de Garção y de Píndaro.

—Fue un santo remedio —contaba la madre del infeliz a una comadre—; fue un santo remedio.

Otro enfermo, también modesto, opuso la misma resistencia a la medicación; pero no siendo escritor (apenas si sabía firmar), no se le podía aplicar el remedio de la matraca. A Simón Bacamarte se le ocurrió entonces solicitar para él el cargo de secretario de la Academia dos Encobertos establecida en Itaguaí. Los cargos de presidente y secretarios eran conferidos directamente por el rey, una gracia especial establecida por el finado rey don Juan V, e implicaba el tratamiento de «Excelencia» y el uso de una placa de oro en el sombrero. El gobierno de Lisboa negó la concesión del diploma; pero teniendo en cuenta que el alienista no lo pedía como premio honorífico o distinción legítima, sino solamente como un medio terapéutico para un caso sumamente difícil, el gobierno cedió excepcionalmente a la súplica; y aun así no lo hizo sin un extraordinario esfuerzo del ministro de marina y ultramar, quien venía a ser primo del alienado. Fue otro santo remedio.

—¡Realmente es admirable! —se decía en las calles, al ver la expresión sana y ensoberbecida de los dos exdementes.

Tal era el sistema. Imagínese el lector el resto. Cada rasgo de belleza moral o mental era atacado en el punto en que la perfección parecía más sólida; y el efecto era acertado. No siempre, sin embargo, lo era. Hubo casos en que la cualidad predominante resistía a todo; entonces el alienista atacaba otra parte, trasladando a la terapéutica el método de la estrategia militar, que toma la fortaleza por asalto desde un punto, si por otro no lo puede lograr.

Al cabo de cinco meses y medio la Casa Verde estaba vacía; ¡todos curados! El concejal Galvão, tan cruelmente torturado por la moderación y la equidad, tuvo la felicidad de perder un tío; digo felicidad, porque el tío dejó un testamento ambiguo, y él obtuvo los abultados beneficios de una interpretación textual que para erigirse en verdadera no vaciló en corromper a los jueces, y estafar a los otros herederos. La sinceridad del alienista se manifestó en esa ocasión; confesó ingenuamente que no tuvo parte en la cura; todo fue obra de la simple vix medicatrix de la naturaleza. No sucedió lo mismo con el padre Lopes. Sabiendo el alienista que él ignoraba olímpicamente el hebreo y el griego, le incumbió realizar un análisis crítico de la versión de los Setenta; el cura aceptó el encargo, y en buena hora lo hizo; al cabo de dos meses tenía escrito un libro y obtenía la libertad. En cuanto a la señora del boticario, no permaneció mucho tiempo en la habitación que le fue asignada, y donde, por lo demás, no le faltaron atenciones y cuidados.

—¿Por qué Crispín no viene a visitarme? —decía ella todos los días.

Le respondían ya una cosa, ya otra; finalmente le dijeron la verdad entera. La digna matrona no pudo contener la indignación y vergüenza. En las explosiones de cólera se le escaparon expresiones como éstas:

—¡Explotador!… ¡canalla!… ¡ingrato!… Un tunante que ha construido casas a costa de ungüentos falsificados y malolientes… ¡Ah!, ¡explotador!

Simón Bacamarte advirtió que aun cuando no fuese verdadera la acusación contenida en esas palabras, bastaban ellas para mostrar que a la excelente señora se le había por fin restituido el perfecto desequilibrio de las facultades; y prontamente se le dio de alta.

Ahora bien, si imaginan que el alienista estaba radiante al ver salir al último huésped de la Casa Verde, muestran con eso que aún no conocen a nuestro hombre. Plus ultra era su divisa. No le bastaba haber descubierto la verdadera teoría de la locura; no lo contentaba haber establecido en Itaguaí el reinado de la razón. ¡Plus ultra! No se le veía alegre, sino preocupado, cabizbajo; algo le decía que la nueva teoría guardaba, en sí, otra y novísima teoría.

«Veamos», pensaba él, «veamos si llego, por fin, a la verdad postrera».

Decía esto paseándose a lo largo de la amplia sala, donde fulguraba la biblioteca más rica de los dominios ultramarinos de su majestad. Una amplia bata de damasco, sujeta a la cintura por un cordón de seda con borlas de oro (obsequio de una universidad) envolvía el cuerpo majestuoso y austero del ilustre alienista. La peluca le cubría una ancha y noble calva adquirida en las meditaciones cotidianas. Los pies, que no eran ni delgados y femeninos ni grandes y toscos sino proporcionados al resto del cuerpo, aparecían resguardados por un par de zapatos cuyas hebillas no eran sino de modesto y simple latón. Vean la diferencia: sólo denotaba lujo en él lo que era de origen científico; lo que provenía de su persona en sentido estricto, traía el color de la moderación y la simplicidad, virtudes por demás adecuadas a la persona de un sabio.

Así era como él iba, el gran alienista, de una punta a la otra de la vasta biblioteca, ensimismado, ajeno a todo lo que no fuese el tenebroso problema de la patología cerebral. De pronto se detuvo. De pie, ante una ventana, con el codo izquierdo apoyado en la mano derecha, abierta, y el mentón en la mano izquierda, cerrada, se preguntó a sí mismo:

—Pero ¿realmente habrán estado locos todos ellos y fueron restablecidos por mí, o lo que pareció cura no fue más que el descubrimiento del perfecto desequilibrio del cerebro?

E indagando más y más, he aquí el resultado al que llegó: los cerebros bien organizados que él acababa de curar eran tan desequilibrados como los otros. Sí, se decía a sí mismo: yo no puedo tener la pretensión de haberles infundido un sentimiento o una facultad nueva; una y otra cosa existían en estado latente, pero existían.

Habiendo alcanzado esta conclusión, el ilustre alienista tuvo dos sensaciones antagónicas, una de placer, otra de abatimiento. La de placer fue por haber visto que al cabo de largas y pacientes meditaciones, constantes trabajos, lucha ingente con el pueblo, podía afirmar esta verdad: no había locos en Itaguaí; Itaguaí no contaba con un solo mentecato. Pero tan pronto como esta idea apaciguó su alma, otra apareció, que neutralizó el primer efecto; fue la idea de la duda. Pero entonces ¿qué? ¿No había en Itaguaí un solo cerebro reconstruido? Esta conclusión tan absoluta, ¿no sería, precisamente por eso, errónea, y no venía por lo tanto a destruir el amplio y majestuoso edificio de la nueva doctrina psicológica?

La angustia del egregio Simón Bacamarte es definida por los cronistas itaguayenses como una de las más tremendas tempestades morales que se hayan abatido sobre hombre alguno. Pero las tempestades sólo aterrorizan a los débiles; los fuertes saben hacerles frente y mirar cara a cara al trueno. Veinte minutos después se iluminó la fisonomía del alienista con una suave claridad.

«Sí, no puede ser otra cosa», pensó él.

Tal cual. Simón Bacamarte encontró en sí mismo las características del perfecto desequilibrio mental y moral; le pareció que poseía la sagacidad, la paciencia, la perseverancia, la tolerancia, la veracidad, el vigor moral, la lealtad, todas las cualidades, en suma, que pueden constituir a un mentecato. Dudó en seguida, es cierto, y llegó incluso a la conclusión de que era una ilusión; pero siendo hombre prudente, resolvió convocar un consejo de amigos, al cual interrogó con franqueza. La opinión fue afirmativa.

—¿Ningún defecto?

—Ninguno —dijo a coro la asamblea.

—¿Ningún vicio?

—Nada.

—¿Perfecto en todo?

—Absolutamente en todo.

—¡No, imposible! —exclamó el alienista—. Digo que no siento en mí esa superioridad que acabo de ver definida con tanta magnanimidad. La simpatía es lo que les hace hablar de esa manera. Me estudio y nada encuentro que justifique los excesos de la bondad de ustedes.

La asamblea insistió, el alienista se resistió; finalmente el padre Lopes explicó todo con este concepto digno de un observador:

—Le diré cuál es la razón por la que no ve las elevadas cualidades que todos nosotros admiramos en usted. Ello es así porque usted tiene una cualidad que realza las restantes: la modestia.

Fue terminante. Simón Bacamarte inclinó la cabeza, simultáneamente triste y feliz, y aun más feliz que triste. Acto seguido se internó en la Casa Verde. En vano la mujer y los amigos le dijeron que no lo hiciera, que estaba perfectamente sano y equilibrado: ni ruego ni sugestiones ni lágrimas lo detuvieron un solo instante.

—La cuestión es científica —decía él—; se trataba de una doctrina nueva, cuyo primer ejemplo soy yo. Reúno en mí mismo la teoría y la práctica.

—¡Simón! ¡Simón! ¡Mi amor! —le decía la esposa con el rostro arrasado por las lágrimas.

Pero el ilustre médico, con ojos encendidos de convicción científica, no prestó oídos a la desesperación de la mujer, y blandamente la rechazó. Cerrados los portones de la Casa Verde, se entregó al estudio y a la cura de sí mismo. Dicen los cronistas que murió diecisiete meses más tarde, en el mismo estado en que entró, sin haber podido avanzar en sus investigaciones un solo paso más. Algunos llegan al extremo de insinuar que en Itaguaí el único loco que hubo fue él; pero esta opinión, fundada en un rumor que circuló desde que el alienista expiró, no apoya su presunta validez en otra cosa que ese rumor; y rumor discutible, pues se lo atribuyen al padre Lopes, que con tanto énfasis realzara las cualidades del gran hombre. Sea como fuere, se efectuó el entierro con mucha pompa e infrecuente solemnidad.