XII. El final de la cuarta cláusula

Se apagaron los fuegos de artificio, se reconstituyeron las familias, todo parecía recolocado sobre sus antiguos carriles. Reinaba el orden, el Ayuntamiento ejercía otra vez el gobierno, sin ninguna presión externa; hasta el mismo presidente y el concejal Freitas volvieron a sus puestos. El barbero Porfirio, aleccionado por los acontecimientos, habiéndolo «probado todo», como el poeta dijo de Napoleón, y algo más todavía, porque Napoleón no probó la Casa Verde, el barbero, digo, creyó preferible la gloria oscura de la navaja y de la tijera a las calamidades brillantes del poder; fue, es cierto, procesado; pero la población de la villa imploró la clemencia de su majestad; y el perdón fue concedido.

Juan Pina fue absuelto, atendiéndose al hecho de que él había derrocado a un rebelde. Los cronistas piensan que de este hecho nació un proverbio: Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón; proverbio inmoral, es cierto, pero enormemente útil.

No sólo cesaron las quejas contra el alienista, sino que ni la menor sombra de resentimiento empañó el alma de nadie a raíz de los actos por él cometidos; agréguese a esto que los reclusos de la Casa Verde, desde que él los declarara en uso pleno de razón, se sintieron ganados por un profundo reconocimiento y ferviente gratitud. Muchos entendieron que el alienista merecía una demostración especial, y le organizaron un baile, al que siguieron otros bailes y cenas. Dicen las crónicas que doña Evarista había tenido en un comienzo la idea de separarse de su consorte, pero el dolor de perder la compañía de tan gran hombre pudo más que cualquier resentimiento de amor propio, y la pareja pasó a ser, incluso, más feliz que antes.

No menos íntima terminó siendo la amistad entre el alienista y el boticario. Éste concluyó, tras conocer el comunicado de Simón Bacamarte, que la prudencia es la primera de las virtudes en tiempos de revolución, y apreció mucho la magnanimidad del alienista que, al darle libertad, le extendió su mano de viejo amigo.

—Es un gran hombre —le dijo a su mujer, refiriéndole aquella circunstancia.

No es preciso hablar del albardero, de Costa, de Coelho, de Martín Brito y de los otros, especialmente nombrados en este escrito. Basta decir que pudieron ejercer libremente sus hábitos anteriores.

El propio Martín Brito, recluido por un discurso en el cual había elogiado enfáticamente a doña Evarista, hizo ahora otro en honor del insigne médico, «cuyo altísimo genio, elevando sus alas mucho más allá del sol, dejó debajo de sí a los restantes espíritus de la tierra».

—Le agradezco sus palabras —le respondió el médico—, y si de algo no me arrepiento es de haberle restituido la libertad.

Mientras tanto, el Ayuntamiento que había contestado el comunicado de Simón Bacamarte, con la salvedad de que oportunamente se pronunciaría con respecto al final de la cuarta cláusula, trató, finalmente, de legislar sobre ella. Fue sancionada, sin debate, una ordenanza autorizando al alienista a acoger en la Casa Verde a las personas que se encontraban en goce del perfecto equilibrio de sus facultades mentales. Y porque la experiencia del Ayuntamiento había sido hasta allí penosa en tales menesteres, estableció él una cláusula que especificaba que la autorización era provisoria, válida por un solo año, a fin de que pudiera ser experimentada la nueva teoría psicológica, pudiendo el Ayuntamiento, antes de cumplido el referido plazo, mandar cerrar la Casa Verde, si a eso fuese inducido por motivos de orden público. El concejal Freitas propuso también que se decretase que en ningún caso fuesen los concejales encerrados en el asilo de alienados: cláusula que fue aceptada, votada e incluida en la ordenanza, pese a las protestas del concejal Galvão. El principal argumento de este magistrado era que el Ayuntamiento, legislando sobre una experiencia científica, no podía excluir a sus miembros de las consecuencias de la ley; la excepción, dijo, era odiosa y ridícula. Apenas había proferido estas duras palabras, comenzaron los concejales a vociferar contra la audacia y la insensatez del colega; éste, empero, los oyó sin inmutarse y se limitó a decir que votaba contra la excepción.

—La concejalía —concluyó él— no nos da ningún poder especial ni nos excluye de la naturaleza humana.

Simón Bacamarte aceptó el decreto con todas las restricciones. En cuanto a la exclusión de los concejales, declaró que se sentiría profundamente dolido si se viese obligarlo a recluirlos en la Casa Verde; la cláusula, empero, era la mejor prueba de que ellos no padecían del perfecto equilibrio de sus facultades mentales. No sucedía lo mismo con el concejal Galvão, cuyo acierto en la objeción formulada, y cuya moderación en la respuesta dada a las invectivas de los colegas mostraba, de su parte, un cerebro bien organizado; por lo que rogaba a la Cámara que se lo entregase. La Cámara, sintiéndose aún agraviada por el proceder del concejal Galvão, puso a consideración el pedido del alienista y votó unánimemente por la entrega.

Se comprende que, de acuerdo con la nueva teoría, no bastaba un hecho o un dicho, para recluir a alguien en la Casa Verde; era preciso un largo examen, una minuciosa indagación del pasado y del presente. El padre Lopes, por ejemplo, sólo fue detenido y encerrado treinta días después del decreto, y la mujer del boticario recién a los cuarenta días. El encierro de esta señora llenó a su consorte de indignación. Crispín Soares salió de su casa rojo de cólera, y diciendo a todos los que con él se cruzaban que iba a arrancarle las orejas al tirano. Un hombre, adversario del alienista, oyendo en la calle esa amenaza, olvidó los motivos de disidencia que tenía con el médico, y corrió a la casa de Simón Bacamarte para informarle del peligro que corría. Simón Bacamarte supo mostrarse reconocido al viejo adversario por su gesto, y pocos minutos le bastaron para reconocer la rectitud de sus sentimientos, su buena fe, su sensibilidad hacia el prójimo, la generosidad; le estrechó calurosamente ambas manos y lo encerró en la Casa Verde.

—Un caso de éstos es raro —dijo él a su mujer, que lo miraba pasmada—. Ahora esperemos a nuestro Crispín.

Crispín Soares entró. El dolor había vencido a la rabia y el boticario no le arrancó las orejas al alienista. Éste consoló a su auxiliar, asegurándole que no era un caso perdido; tal vez la mujer tuviese alguna lesión cerebral; iba a examinarla con mucha atención; pero antes de hacerlo no podía dejarla en libertad. Y pareciéndole ventajoso reunirlos, porque la astucia y mañosidad del marido podrían de cierto modo curar la belleza moral que él había descubierto en la esposa, dijo Simón Bacamarte:

—Usted trabajará durante el día en la botica, pero almorzará y cenará con su mujer, y aquí pasará las noches, los domingos y días santos.

La propuesta colocó al pobre boticario en la situación del asno de Buridán. Quería vivir con la mujer, pero temía volver a la Casa Verde; y en esa lucha estuvo algún tiempo, hasta que doña Evarista lo sacó del atolladero, prometiéndole que se encargaría de ver a la amiga y oficiar de mensajera entre ellos. Crispín Soares le besó las manos agradecido. Este último rasgo de egoísmo pusilánime le pareció sublime al alienista.

Al cabo de cinco meses estaban recluidas unas dieciocho personas; pero Simón Bacamarte no aflojaba; iba de calle en calle, de casa en casa, acechando, interrogando, estudiando; y cuando atrapaba un enfermo se lo llevaba con la misma alegría con que otrora los arrebañaba a docenas. Esa misma desproporción confirmaba la teoría nueva; había encontrado por fin la verdadera patología cerebral. Un día logró encerrar en la Casa Verde al juez-de-fora; pero procedía con tanto escrúpulo que no lo hizo sino después de estudiar minuciosamente todos sus actos, e interrogar a los principales de la villa. Más de una vez estuvo a punto de recluir personas perfectamente desequilibradas; fue lo que ocurrió con un abogado, en quien reconoció un haz tan rico de cualidades morales y mentales, que era peligroso dejarlo en libertad. Ordenó detenerlo; pero el agente, desconfiado, le pidió autorización para hacer una prueba; fue a ver a un compadre, demandado por un testamento falso, y le dio como consejo que recurriese a los servicios del abogado Salustiano, que así se llamaba la persona en cuestión.

—Pero ¿te parece?…

—Sin duda: anda a verlo, confiésale todo, toda la verdad, sea cual fuere, y confíale la causa.

El hombre fue a ver al abogado, le confesó haber falsificado el testamento, y terminó pidiéndole que se hiciese cargo de la causa. No se negó el abogado, estudió la documentación, reflexionó largamente, y probó a todas luces que el testamento era más que verdadero. La inocencia del reo fue solemnemente proclamada por el juez, y la herencia pasó a sus manos. El distinguido jurisconsulto debió a esta experiencia su libertad. Pero nada escapa a un espíritu original y penetrante. Simón Bacamarte, que desde hacía un tiempo notaba el celo, la sagacidad, la paciencia, la moderación de aquel agente, reconoció la habilidad y el tino con que él había llevado a cabo una experiencia tan delicada y compleja, y determinó que se le encerrara inmediatamente en la Casa Verde; ofreciéndole, empero, una de las mejores habitaciones.

Los alienados fueron alojados por clases. Se instauró una galería de modestos, o sea de locos en los que predominaba esta cualidad moral; otra de tolerantes, otra de sinceros, otra de sencillos, otra de leales, otra de magnánimos, otra de sagaces, otra de rectos, etcétera. Naturalmente, las familias y los amigos de los reclusos protestaban fervientemente contra la teoría, y algunos intentaron presionar sobre el Ayuntamiento para inhabilitar la licencia. Las autoridades, empero, no habían olvidado las palabras del concejal Galvão, y si se dejaba sin efecto la licencia, le darían la libertad y habría que restituirle el cargo, razón por la cual se negaron a prestar oídos a los disconformes. Simón Bacamarte efectuó entonces una ponencia ante los concejales, no agradeciendo, sino felicitándolos por ese acto de venganza personal.

Desengañados de la legalidad, algunos de los principales de la villa recurrieron secretamente al barbero Porfirio y le garantizaron todo el apoyo en términos de gente, dinero e influencias en la corte, si él se pusiese a la cabeza de otro movimiento contra el Ayuntamiento y el alienista. El barbero les respondió que no; que la ambición lo había llevado, ya una vez, a transgredir las leyes, y que él ahora había aprendido la lección, reconociendo su error y la poca consistencia de la opinión de sus propios secuaces; que el Ayuntamiento había entendido que debía autorizar la experiencia del alienista por un año; cabía pues esperar el agotamiento del plazo, o en su defecto requerir del virrey el empleo de un recurso que él vio fallar en sus manos, y eso a cambio de muertos y de heridos que serían su remordimiento eterno.

—¡No me diga! —exclamó el alienista cuando un agente secreto le contó la conversación del barbero con los principales de la villa.

Dos días después, el barbero era recluido en la Casa Verde.

—¡Si no te encarcelan por tener perro te encarcelan por no tenerlo! —gimió el infeliz.

Llegó a su fin el plazo, la Cámara autorizó una prolongación suplementaria de seis meses para aplicación de medios terapéuticos. El desenlace de este episodio de la crónica itaguayense es de tal orden, y tan inesperado, que merecería por lo menos diez capítulos de exposición; pero me contento con uno, que será el remate de la narrativa, y uno de los más bellos ejemplos de convicción científica y abnegación humana.