IX. Dos lindos síntomas

No debió aguardar mucho el barbero para que lo recibiese el alienista, quien le declaró que no tenía medios para oponérsele, y que por lo tanto estaba listo para obedecerle. Sólo una cosa le pedía, y era que no lo obligase a asistir personalmente a la destrucción de la Casa Verde.

—Se engaña vuestra merced —dijo el barbero tras una pausa—, se engaña al atribuir al gobierno intenciones vandálicas. Con razón o sin ella, la opinión general entiende que la mayor parte de los locos allí recluidos están en su más sano juicio, pero el gobierno reconoce que la cuestión es puramente científica, y no pretende resolver con medidas drásticas asuntos que sólo son competencia de la ciencia. Por lo demás la Casa Verde es una institución pública; así la aceptamos de manos del Ayuntamiento ahora disuelto. Hay, empero, necesariamente debe haberlo, un criterio capaz de restituir el sosiego al espíritu público.

El alienista apenas podía disimular su asombro; confesó que esperaba otra cosa, la demolición del hospicio, su prisión, el destierro, todo, menos…

—El desconcierto de vuestra merced —lo interrumpió gravemente el barbero— se funda en el desconocimiento de la grave responsabilidad del gobierno. El pueblo, dominado por una ciega piedad, que le provoca en tal caso legítima indignación, puede exigir del gobierno cierta prioridad en sus actos; pero éste, con la responsabilidad que le incumbe, no los debe practicar, al menos integralmente, y tal es nuestra situación. La generosa revolución que ayer destituyó un Ayuntamiento vilipendiado y corrupto pidió, con altas voces, la demolición de la Casa Verde; pero ¿puede entrar en el ánimo del gobierno eliminar la locura? No. ¿Y si el gobierno no la puede eliminar, está al menos apto para discriminarla y reconocerla? Tampoco. Ello es materia de la ciencia. Por lo tanto, en asunto tan melindroso el gobierno no puede, no debe, no quiere dispensar el concurso de vuestra merced. Lo que le pide es que arbitremos un medio para contentar al pueblo. Unámonos, y el pueblo sabrá obedecer. Uno de los recursos posibles, a menos que vuestra merced proponga otro, sería de hacer retirar de la Casa Verde a aquellos enfermos que estuvieren casi curados, así como los maniacos de poca monta, etcétera. De tal modo, sin gran peligro, mostraremos alguna tolerancia y benignidad.

—¿Cuántos muertos y heridos hubo ayer en la refriega? —preguntó Simón Bacamarte al cabo de tres minutos.

Al barbero lo sorprendió la pregunta, pero respondió de inmediato que once muertos y veinticinco heridos.

—¡Once muertos y veinticinco heridos! —repitió dos o tres veces el alienista.

Y luego expresó que el recurso propuesto no le parecía bueno, pero que él iba a arbitrar algún otro, y que en los próximos días le daría una respuesta. Y le hizo varias preguntas sobre los sucesos de la víspera, ataque, defensa, adhesión de los dragones, resistencia del Ayuntamiento, etcétera, a lo que el barbero iba respondiendo con gran abundancia de información, insistiendo especialmente en el descrédito en que el referido Ayuntamiento había caído. El barbero confesó que el nuevo gobierno no contaba aún con el voto de los principales de la villa, y que el alienista podía hacer mucho en lo referente a este punto. El gobierno, concluyó el barbero, se alegraría si pudiera contar no ya con la simpatía, sino con la benevolencia del más alto espíritu de Itaguaí, y seguramente del reino. Pero nada de eso alteraba la noble y austera fisonomía de aquel gran hombre que oía callado, sin desvanecimiento ni modestia, impasible como un dios de piedra.

—Once muertos y veinticinco heridos —repitió el alienista, después de acompañar al barbero hasta la puerta—. He aquí dos lindos síntomas de enfermedad mental. La dualidad y descargo de este barbero lo son positivamente. En cuanto a la necedad de quienes lo aclamaron no es necesario otra prueba que los once muertos y los veinticinco heridos. ¡Dos lindos síntomas!

—Viva el ilustre Porfirio —exclamaban unas treinta personas que aguardaban al barbero en la puerta.

El alienista espió por la ventana y alcanzó a oír este fragmento de la arenga que dirigió el barbero a las treinta personas que lo aclamaban:

—… porque yo velo, pueden estar seguros, por el cumplimiento de la voluntad popular. Confíen en mí y todo se hará de la mejor manera. Sólo les recomiendo orden. El orden, mis amigos, es la base del gobierno…

—¡Viva el ilustre Porfirio! —clamaron las treinta voces, agitando los sombreros.

—¡Dos lindos síntomas! —murmuró el alienista.