VIII. Las angustias del boticario

Veinticuatro horas después de los sucesos narrados en el capítulo anterior, el barbero dejó el palacio de gobierno —tal era la denominación dada al recinto del Ayuntamiento— en compañía de dos auxiliares, y se dirigió a la residencia de Simón Bacamarte. No ignoraba Porfirio que era más decoroso para el gobierno mandar llamarlo; el recelo, empero, de que el alienista no obedeciese, lo obligó a aparecer tolerante y moderado.

No describo el terror del boticario cuando oyó decir que el barbero iba a la casa del alienista. «Va a detenerlo», pensó él. Y sus angustias se multiplicaron. En efecto, la tortura moral del boticario en aquellos días de revolución excede toda descripción posible. Nunca un hombre se encontró en circunstancias más apremiantes: las funciones desempeñadas junto al alienista lo obligaron a permanecer a su lado, la victoria del barbero por su parte lo atraía hacia su causa. Ya la simple noticia de la sublevación había producido una fuerte conmoción en su alma, porque él estaba al tanto de lo unánime que era el odio de todos hacia el alienista; pero la victoria final fue también el golpe final. La esposa de Crispín Soares, señora de fuerte temperamento, amiga personal de doña Evarista, le decía que su lugar estaba junto a Simón Bacamarte; su corazón, sin embargo, le gritaba que no, que la causa del alienista estaba perdida, y que nadie, por propia voluntad, hace alianza con un cadáver. «Lo hizo Catón, es cierto, Sed victa Catoni», pensaba él, recordando algunas de las frecuentes prédicas del padre Lopes; «pero Catón no se ató a una causa vencida; él era su propia causa vencida, la causa de la república; su acto, por lo tanto, fue el de un egoísta, el de un mísero egoísta; mi situación es otra». Insistiendo, empero, la mujer, Crispín Soares no encontró otra salida, en semejante crisis, que enfermarse; se declaró enfermo y se metió en la cama.

—En este momento, Porfirio se dirige a la casa del doctor Bacamarte —le dijo la mujer al día siguiente, acercándose a su lecho—, lo acompaña un grupo.

«Lo van a detener», pensó el boticario.

Una idea trae la otra; el boticario imaginó que, una vez encarcelado el alienista, vendrían de inmediato a buscarlo a él, en calidad de cómplice. Esta idea fue el mejor de los reconstituyentes. Crispín Soares se incorporó, dijo que ya se sentía bien, que iba a salir; y pese a todos los esfuerzos y protestas de su consorte, se vistió y salió. Los cronistas de ese entonces son unánimes en decir que la certeza de que el marido iba a unirse noblemente al alienista, consoló a la esposa del boticario; y anotan, con mucha perspicacia, el inmenso poder moral que puede llegar a tener una ilusión; y dicen ilusión porque el boticario se encaminó resueltamente hacia el palacio de gobierno y no hacia la casa del alienista. Una vez allí, se mostró sorprendido de no encontrar al barbero, a quien deseaba expresar sus respetuosos saludos y testimoniarle su adhesión; y le dieron a Crispín Soares muestras de esmerada atención; le aseguraron que el barbero no tardaría; su señoría había ido a la Casa Verde, por asuntos de gobierno, pero no se demoraría. Le ofrecieron una silla, lo invitaron con refrescos, le dispensaron elogios; le dijeron que la causa del ilustre Porfirio era la de todos los patriotas, a lo que el boticario repetía que así era, efectivamente, que nunca había pensado otra cosa y que así pensaba declararlo ante su majestad.