Cuando los dragones se detuvieron ante los Canjicas, hubo un instante de estupefacción: los Canjicas no querían creer que se hubiese mandado contra ellos a la fuerza pública; pero el barbero comprendió todo y esperó. Los dragones se detuvieron, el capitán intimó a la multitud a dispersarse; pero si bien una parte de ella estaba dispuesta a hacerlo, la otra apoyó firmemente al barbero, cuya respuesta fue formulada en estos términos rotundos:
—No nos dispersaremos. Si quieren nuestros cadáveres, pueden tomarlos, pero sólo los cadáveres; no tendrán nuestro honor, nuestros principios, nuestros derechos, y con ellos la salvación de Itaguaí.
Nada más imprudente que esta respuesta del barbero; y nada más natural. Era el vértigo de las grandes crisis. Tal vez fuese también un exceso de confianza en la abstención del uso de las armas por parte de los dragones; confianza que el capitán se encargó de disipar en seguida, ordenando cargar sobre los Canjicas. El momento fue indescriptible. La multitud bramó enfurecida, algunos trepándose a las ventanas de la casa o corriendo hacia las calles laterales, lograron escapar; pero la mayoría permaneció donde estaba, vociferando de cólera, indignada, alentada por el barbero. La derrota de los Canjicas era inminente, cuando un tercio de los dragones —haya sido cual fuere el motivo, ya que las crónicas no lo aclaran— pasó súbitamente a engrosar las filas de la rebelión. Este inesperado refuerzo reanimó a los Canjicas, al mismo tiempo que desalentó a las tropas legales.
Los soldados fieles no tuvieron el coraje de atacar a sus propios compañeros y, uno tras otro, fueron uniéndose a ellos, de modo que al cabo de algunos minutos las cosas habían tomado un curso totalmente distinto. El capitán estaba de un lado, con algunos hombres, contra una masa compacta que lo amenazaba de muerte. No tuvo más remedio que declararse vencido, y entregó su espada al barbero.
La revolución triunfante no perdió ni un solo minuto; alojó a los heridos en casas vecinas y se dirigió hacia el Ayuntamiento. Pueblo y tropa confraternizaban, daban vivas al rey, al virrey, a Itaguaí, al «ilustre Porfirio». Éste encabezaba la marcha, empuñando tan diestramente la espada, como si ella no fuese más que una navaja un poco más larga que las habituales. La victoria circundaba su frente con una aureola misteriosa. La dignidad del gobierno empezaba a enhestarle el porte.
Los concejales, asomados a las ventanas, viendo la multitud y la tropa, creyeron que ésta había capturado a los rebeldes, y sin más conmiseración, volvieron a entrar y votaron una petición al virrey para que ordenase dar un mes de sueldo extra a los dragones, «cuyo denuedo salvó a Itaguaí del abismo al que lo había lanzado una cáfila de rebeldes». Esta frase fue propuesta por Sebastián Freitas, el concejal disidente, cuya defensa de los Canjicas tanto había escandalizado a sus colegas. Pero la ilusión no tardó en desvanecerse. Los vivas al barbero, los mueras a los concejales y al alienista vinieron a traerles las nuevas de la triste realidad. El presidente no se desesperó: «Cualquiera que sea nuestra suerte», dijo él, «recordemos que estamos al servicio de su majestad y del pueblo». Sebastián Freitas insinuó que mejor se podía servir a la corona y a la villa saliendo por los fondos y yendo a conferenciar con el juez-de-fora, pero el Ayuntamiento rechazó en pleno esta propuesta.
Inmediatamente, el barbero, acompañado por algunos de sus tenientes, entraba al salón de la Concejalía e intimaba a sus integrantes a dimitir. El Ayuntamiento no se resistió, sus integrantes se entregaron y fueron trasladados a la prisión. Entonces los amigos del barbero le propusieron que asumiese el gobierno de la villa en nombre de su majestad. Porfirio aceptó el cargo, aunque no desconocía, aclaró, las espinas que el ofrecimiento traía consigo; agregó que no podía dispensar el concurso de los amigos allí presentes, quienes de inmediato le ofrecieron su colaboración. El barbero se acercó a la ventana y comunicó al pueblo esas resoluciones que el pueblo ratificó aclamando al barbero, quien pasó a ser llamado «Protector de la villa en nombre de su majestad y del pueblo». Se expidieron de inmediato varios edictos importantes, comunicaciones oficiales del nuevo gobierno, una exposición minuciosa al virrey, con muchas expresiones de acatamiento a las órdenes de su majestad; finalmente, una proclama al pueblo, corta pero enérgica:
¡ITAGUAYENSES!
Un Ayuntamiento corrupto y violento conspiraba contra los intereses de su majestad y del pueblo. La opinión pública lo había condenado; un puñado de ciudadanos, fuertemente apoyados por los bravos dragones de su majestad, acaba de disolverlo ignominiosamente, y por unánime consenso de la villa, me fue confiado el mando supremo, hasta que su majestad se sirva ordenar lo que le pareciere mejor a su real servicio. ¡Itaguayenses! No les pido sino que me rodeen de confianza, que me ayuden a restaurar la paz y la hacienda pública, tan dilapidada por el Ayuntamiento que acaba de ser disuelto por su manos. Cuenten con mi sacrificio y estén seguros de que la corona estará con nosotros.
El Protector de la villa, en nombre de su majestad y del pueblo.
Porfirio Caetano das Neves
Todo el mundo advirtió el absoluto silencio de esta proclama con respecto de la Casa Verde; y, según algunos, no podía haber más vivo indicio de los proyectos tenebrosos del barbero. El peligro era tanto mayor cuanto que, en medio de estos graves sucesos, el alienista había encerrado en la Casa Verde unas siete u ocho personas, entre ellas dos señoras, y un hombre que estaba emparentado con el Protector. No era un reto, un acto intencional; pero todos lo interpretaron de esa manera, y la villa respiró con la esperanza de ver, en veinticuatro horas a lo sumo, al alienista entre rejas, y a la terrible cárcel derruida.
El día terminó alegremente. Mientras el heraldo de la matraca iba recitando de esquina en esquina la proclama, el pueblo se volcaba a las calles y juraba morir en defensa del ilustre Porfirio. Y fueron pocos los gritos contra la Casa Verde, prueba de confianza en la acción del gobierno. El barbero hizo expedir una proclama declarando feriado aquel día, y entabló negociaciones con el vicario para la celebración de un Te Deum, tan conveniente resultaba a sus ojos la conjugación del poder temporal con el espiritual; pero el padre Lopes se negó abiertamente a prestar apoyo a tal fin.
—Supongo que su eminencia no se alistará entre los enemigos del gobierno —le dijo el barbero dando a su expresión un aspecto tenebroso.
A lo que el padre respondió sin responder:
—¿Cómo alistarme, si el nuevo gobierno no tiene enemigos?
El barbero sonrió; era la pura verdad. Salvo el capitán, los concejales y los principales de la villa, toda la gente lo aclamaba. Incluso los principales, si bien no lo aclamaban era igualmente cierto que no se habían pronunciado en contra de él. No hubo un único almotacén que no se presentara para recibir sus órdenes. Por lo general, las familias bendecían el nombre de aquel que por fin iba a liberar a Itaguaí de la Casa Verde y del terrible Simón Bacamarte.