Cerca de treinta personas se unieron con el barbero, redactaron y presentaron una moción ante el Ayuntamiento.
El Ayuntamiento se negó a aceptarla, declarando que la Casa Verde era una institución pública, y que la ciencia no podía ser enmendada por votación administrativa, menos aún por protestas callejeras.
—Vuelvan al trabajo —concluyó el presidente—, es el consejo que les damos.
La irritación de los disconformes fue enorme. El barbero declaró que de allí en más izarían la bandera de la rebelión y destruirían la Casa Verde; que Itaguaí no podía seguir sirviendo de cadáver para los estudios y experiencias de un déspota; que muchas personas estimables, algunas incluso distinguidas, otras humildes pero dignas de aprecio, yacían en los cubículos de la Casa Verde; que el despotismo científico del alienista se entremezclaba con el afán de lucro material, visto que los locos, o los así llamados, no eran tratados gratuitamente; las familias, y cuando éstas no podían, el Ayuntamiento, pagaban al alienista…
—Es falso —interrumpió el presidente.
—¿Falso?
—Hará unas dos semanas recibimos un oficio del ilustre médico, en el que nos declara que, tratando de efectuar experiencias de alto valor psicológico, renuncia al estipendio que con ese fin le entregó por votación el Ayuntamiento, así como tampoco recibirá nada más de los familiares de los enfermos.
La noticia de este acto tan noble, tan puro, apaciguó en parte el alma de los rebeldes. Seguramente, el alienista podía estar equivocado, pero ningún interés ajeno a la ciencia lo instigaba; y para demostrar el error era preciso algo más que tumulto o clamores. Eso fue lo que dijo el presidente con aplauso de todo el Ayuntamiento. El barbero, tras algunos instantes de meditación, declaró que estaba investido de un mandato público, y no restituiría la paz a Itaguaí antes de ver por tierra la Casa Verde, «esa Bastilla de la razón humana», expresión que oyera a un poeta local, y que él repitió con mucho énfasis. Así dijo y a una señal suya todos salieron tras él.
Imagínese el lector la situación de los concejales; al Ayuntamiento urgía obstar la rebelión, la lucha, el derramamiento de sangre. Para colmo de males, uno de los concejales, que había apoyado al presidente, oyendo ahora la denominación dada por el barbero a la Casa Verde, «Bastilla de la razón humana», la encontró tan elegante que cambió de parecer. Dijo que consideraba de buen tino decretar alguna medida que redujese la Casa Verde; y cuando el presidente, indignado, manifestó en términos enérgicos su desconcierto ante semejante pedido, el concejal hizo la siguiente reflexión:
—Nada tengo que ver con la ciencia; pero si tantos hombres a quienes suponemos razonables son recluidos por demencia, ¿quién puede aseguramos que el alienado no sea el alienista?
Sebastián Freitas, el concejal disidente, tenía el don de la palabra y habló unos minutos más, con prudencia pero firmemente. Sus colegas estaban atónitos; el presidente le pidió que por lo menos diese el ejemplo del orden y de respeto a la ley no ventilando sus ideas en la calle, para no dar cuerpo y alma a la rebelión, que era, por el momento, un torbellino de átomos dispersos. Esta figura corrigió un poco el efecto de la otra: Sebastián Freitas prometió eludir cualquier acción, reservándose el derecho de solicitar por los medios legales la reducción de los atributos de la Casa Verde. Y se repetía a sí mismo encantado: «Bastilla de la razón humana».
Mientras tanto, el alboroto crecía. Ya no eran treinta sino trescientas las personas que secundaban al barbero, cuyo apodo familiar debe ser mencionado porque dio nombre a la revuelta; lo llamaban el Canjica, y el movimiento se hizo célebre con el nombre de rebelión de los Canjicas. Su acción podía ser restringida, ya que muchos, por temor o pruritos de educación, no salían a la calle con espíritu de protesta; pero el sentimiento era unánime, o casi unánime, y los trescientos que marchaban hacia la Casa Verde —dada la diferencia existente entre París e Itaguaí— podían ser comparados a los que tomaron la Bastilla.
Doña Evarista tuvo noticias de la rebelión antes de que llegase a las puertas de la Casa Verde; vino a traérsela uno de sus criados. Ella se estaba probando, en ese momento, un vestido de seda —uno de los treinta y siete que se había traído de Río de Janeiro— y no quiso creer lo que le decían.
—Ha de ser alguna broma —dijo ella mientras cambiaba de lugar un alfiler—. Benedicta, fíjate si el dobladillo está bien hecho…
—Sí, señora —respondió la esclava arrodillada en el suelo—. A ver… si la señora pudiera darse vuelta un poquito… Así. Está muy bien, señora.
—No es ninguna broma, señora; ellos vienen hacia aquí gritando: ¡Muera el doctor Bacamarte! ¡Muera el tirano! —decía el muchachito asustado.
—¡Cállate la boca, estúpido! Benedicta, fíjate allí, del lado izquierdo, me parece que la costura está un poco torcida. La raya azul no sigue hasta abajo, así queda muy feo, hay que descoserlo para que quede parejito, y…
—¡Muera el doctor Bacamarte! ¡Muera el tirano! —vociferaban afuera trescientas voces. Era la rebelión en la Rua Nova.
A doña Evarista se le congeló la sangre. En un primer momento no pudo dar un solo paso, hacer un único gesto; el terror la petrificó. La esclava corrió instintivamente hacia la puerta del fondo. En cuanto al muchachito, a quien doña Evarista no diera crédito, tuvo un instante de triunfo, un cierto movimiento súbito, imperceptible, entrañable, de satisfacción moral, al ver que la realidad venía a refrendar sus palabras.
—¡Muera el alienista! —vociferaban los más cercanos. Doña Evarista, si bien no resistía fácilmente las conmociones acarreadas por el placer, sabía afrontar los momentos de peligro. No se desmayó; corrió a la habitación interior donde su marido estudiaba. Cuando allí entró, precipitada, el ilustre médico escrutaba un texto de Averroes; sus ojos, empañados por la meditación, ascendían del libro al techo y descendían del techo al libro, ciegos a la realidad exterior, sólo atentos a los profundos trabajos mentales. Doña Evarista llamó al marido dos veces, sin lograr que éste le prestase atención; la tercera fue oída y él le preguntó qué ocurría, si se sentía enferma.
—¿No oyes esos gritos? —exclamó la digna esposa bañada por las lágrimas.
Entonces el alienista prestó atención; los gritos se escuchaban cada vez más cercanos, terribles, amenazadores; él comprendió todo. Se levantó de la silla con respaldo, cerró el libro y, a paso firme y tranquilo, fue a depositarlo en el estante. Como la introducción del volumen desordenase un poco la línea de disposición de dos tomos contiguos, Simón Bacamarte trató de corregir ese defecto mínimo y, por demás, revelador. Después le dijo a su mujer que permaneciera en su cuarto y que pasara lo que pasase no se moviera de allí.
—No, no —imploraba la digna señora—, quiero morir a tu lado…
Simón Bacamarte se negó terminantemente a que su esposa lo acompañara, diciéndole que era descabellado creer que estaban ante un riesgo de muerte; y aun cuando fuera así, la intimaba, en nombre de la vida, a que permaneciera donde él le había ordenado. La infeliz dama inclinó la cabeza obediente y llorosa.
—¡Abajo la Casa Verde! —gritaban los Canjicas.
El alienista se encaminó hacia el balcón delantero, y salió a él en el momento en que la muchedumbre llegaba y se detenía ante la casa con sus trescientas cabezas rutilantes de civismo y sombrías de desesperación.
—¡Muera, muera! —vociferaban desde todos los lados apenas el alienista se asomó al balcón. Simón Bacamarte hizo un gesto pidiendo silencio; los revoltosos respondieron con gritos de indignación. Entonces el barbero, agitando el sombrero, a fin de imponer silencio a la turba, consiguió aquietar a sus compañeros y le dijo al alienista que podía hablar, pero agregó que no abusase de la paciencia del pueblo como lo había hecho hasta entonces.
—Seré breve, y aun más que breve. Deseo saber primero qué piden.
—No pedimos nada —replicó enardecido el barbero—; ordenamos que la Casa Verde sea demolida, o por lo menos liberados los infelices que allí están.
—No entiendo.
—Entiendes bien, tirano; queremos libertad para las víctimas de tu odio, arbitrariedad y sed de lucro…
El alienista sonrió, pero la sonrisa de ese gran hombre no fue cosa visible a los ojos de la multitud; era una concentración leve de dos o tres músculos, nada más. Sonrió y respondió:
—Señores míos, la ciencia es cosa seria y merece ser tratada con seriedad. No doy razón de mis actos de alienista ante nadie, excepción hecha de los maestros y de Dios. Si queren enmendar la administración de la Casa Verde, estoy dispuesto a oírlos; pero si exigen que me niegue a mí mismo, no ganarán nada. Podría invitar a algunos de ustedes, en representación de los restantes, a venir conmigo para ver a los dementes recluidos; pero no lo hago porque sería darles la razón de mi sistema, lo que no haré ante legos ni rebeldes.
Dijo esto el alienista y la multitud quedó atónita; era evidente que no esperaba tanta energía y menos aún tamaña serenidad. Pero el asombro creció más aún cuando el alienista, haciendo ante la multitud una reverencia con suma gravedad, le dio la espalda y desapareció en el interior de la casa. El barbero se repuso de inmediato y, agitando el sombrero, invitó a sus compañeros a demoler la Casa Verde; pocas y débiles voces le respondieron. Fue en ese momento decisivo cuando el barbero sintió despertar en sí la ambición de poder; le pareció entonces que demoliendo la Casa Verde, y neutralizando la influencia del alienista, llegaría a apoderarse del Ayuntamiento, dominaría las restantes autoridades y se constituiría en el señor de Itaguaí. Hacía ya algunos años que él se empeñaba en ver su nombre incluido en las listas de candidatos a concejal, pero era rechazado por no tener una posición compatible con tan digno cargo. La oportunidad era ahora o nunca. Por lo demás, ya había llevado tan lejos el tumulto, que la derrota equivaldría a prisión, o quizás la horca o el destierro. Desgraciadamente, la respuesta del alienista había amenguado el furor de sus seguidores. El barbero, ni bien se dio cuenta de ello, sintió que le invadía la indignación, y quiso gritarles ¡canallas!, ¡cobardes!, pero se contuvo, y habló de este modo:
—¡Compañeros, luchemos hasta el fin! La salvación de Itaguaí está en sus manos dignas y heroicas. Destruyamos la cárcel de sus hijos y padres, de sus madres y hermanas, de sus parientes y amigos, y de ustedes mismos. ¡O morirán a pan y agua, tal vez a latigazos, en las mazmorras de este miserable!
La multitud se agitó, un murmullo la recorrió a lo largo y a lo ancho, vociferó, amenazó, cerró filas alrededor del barbero. Era la rebelión que volvía a crecer, tras el ligero síncope, y amenazaba con arrasar la Casa Verde.
—¡Vamos! —bramó Porfirio agitando el sombrero.
—¡Vamos! —repitieron todos.
Un incidente, empero, los detuvo: era el cuerpo de dragones que, al trote de sus caballos, entraba en la Rua Nova.