La ilustre dama, al cabo de dos meses, se sintió la más desgraciada de las mujeres; cayó en profunda melancolía, se puso amarilla, adelgazó, comía poco y suspiraba constantemente. No osaba dirigirle ninguna queja o reproche, porque respetaba en él a su marido y señor, pero padecía callada, y se consumía a ojos vistas. Un día, durante la cena, habiéndole preguntado el marido qué le ocurría, respondió tristemente que nada; después se atrevió un poco, y fue al punto de decir que se consideraba tan viuda como antes. Y agregó:
—Quién iba a decir que media docena de lunáticos…
No terminó la frase; o mejor, la terminó alzando los ojos al techo, los ojos que eran su rasgo más insinuante, negros, grandes, lavados por una luz húmeda, como los de la aurora. En cuanto al gesto, era el mismo que había empleado el día en que Simón Bacamarte la pidió en casamiento. No dicen las crónicas si doña Evarista blandió aquella arma con el perverso intento de degollar de una vez a la ciencia, o, por lo menos desceparle las manos; pero la conjetura es verosímil. En todo caso el alienista no le atribuyó otra intención. Y no se irritó el gran hombre, no quedó ni siquiera consternado. El metal de sus ojos no dejó de ser el mismo metal, duro, liso, eterno, ni la menor arruga vino a alterar la superficie de la frente, quieta como el agua de Botafogo. Quizás una sonrisa le abrió los labios, por entre los cuales se filtró esta palabra suave como el aceite del Cántico:
—Estoy de acuerdo con que vayas a pasear un poco a Río de Janeiro.
Doña Evarista sintió que le faltaba el piso debajo de los pies. Jamás de los jamases había visto Río de Janeiro, que si bien no era ni una pálida sombra de lo que es hoy, ya era sin duda algo más que Itaguaí. Ver Río de Janeiro, para ella, equivalía al sueño del judío cautivo.
Sobre todo ahora que el marido se había asentado en aquella villa del interior, ahora que ella había perdido las últimas esperanzas de respirar los aires de nuestra buena ciudad; justamente ahora se la invitaba a realizar sus deseos de niña y muchacha. Doña Evarista no pudo disimular el placer que le produjo semejante propuesta. Simón Bacamarte la tomó de una mano y sonrió —una sonrisa algo filosófica, además de conyugal—, en la que parecía traducirse este pensamiento:
«No hay un remedio cabal para los dolores del alma; esta señora se consume porque le parece que no la amo; le ofrezco un viaje a Río de Janeiro y se consuela». Y siendo, como era, hombre estudioso, tomó nota de la observación.
Pero un dardo atravesó el corazón de doña Evarista. Se contuvo, sin embargo, limitándose a decirle al marido que si él no iba ella tampoco lo haría, porque no estaba dispuesta a arriesgarse sola por los caminos.
—Irás con tu tía —contestó el alienista.
Nótese que doña Evarista había pensado en eso mismo; pero no quería pedírselo ni insinuárselo, en primer lugar porque sería imponerle grandes gastos al marido, y en segundo lugar porque era mejor, más nítido y racional que la propuesta viniera de él.
—¡Oh, pero habrá que gastar tanto dinero! —suspiró doña Evarista sin convicción.
—¿Qué importa? Hemos ganado mucho —dijo el marido—. Justamente ayer el contador me presentó cuentas. ¿Quieres ver?
Y la llevó hasta donde estaban los libros. Doña Evarista se sintió deslumbrada. Era una vía láctea de algoritmos. Y después la condujo hasta las arcas, donde estaba el dinero.
¡Dios!, eran pilas de oro, eran mil cruzados sobre mil cruzados, doblones sobre doblones; era la opulencia.
Mientras ella devoraba el oro con sus ojos negros, el alienista la contemplaba, y le decía al oído con la más pérfida de las intenciones:
—Quién diría que media docena de lunáticos…
Doña Evarista comprendió, sonrió y respondió con mucha resignación:
—¡Dios sabe lo que hace!
Tres meses después tenía lugar la partida. Doña Evarista, la tía, la mujer del boticario, un sobrino de éste, un cura que el alienista había conocido en Lisboa, y que se encontraba casualmente en Itaguaí, cinco pajes, cuatro mucamas, tal fue la comitiva que la población vio salir de allí cierta mañana del mes de mayo. Las despedidas fueron tristes para todos menos para el alienista. Si bien las lágrimas de doña Evarista fueron abundantes y sinceras, no llegaron a conmoverlo. Hombre de ciencia y sólo de ciencia, nada lo consternaba fuera de la ciencia; y si algo lo preocupaba en aquella oportunidad, mientras él dejaba correr sobre la multitud una mirada inquieta y policíaca, no era otra cosa que la idea de que algún demente podría encontrarse allí, confundido con la gente de buen juicio.
—¡Adiós! —sollozaron finalmente las damas y el boticario.
Y partió la comitiva. Crispín Soares, al volver a su casa, traía la mirada perdida entre las dos orejas del ruano en que venía montado; Simón Bacamarte dejaba vagar la suya por el horizonte lejano dejándole totalmente al caballo la responsabilidad del regreso. ¡Imagen viva del genio y del vulgo! Uno mira al presente con todas sus lágrimas y nostalgias, otro indaga el futuro con todas las auroras.