XLII

Y entonces, de pronto, terminó el verano.

Lo supo mientras caminaba calles abajo. Tom lo tomó por el codo y apuntó ahogando un grito al escaparate de la tienda. Se quedaron así un rato, sin poder moverse. En el escaparate veían aquellas cosas de otro mundo, dispuestas tan ordenadamente, tan inocentemente, tan terriblemente.

—¡Lápices, Doug, diez mil lápices!

—¡Oh, Dios mío!

—Libretas, anotadores, borradores, acuarelas, reglas, compases, ¡cien mil de ellos!

—No mires. Quizás sea sólo un espejismo.

—No… —gimió Tom, desesperado—. La escuela. ¡La escuela ante nosotros! ¿Cómo, cómo las tiendas exhiben estas cosas antes que haya terminado el verano? ¡Nos arruinan la mitad de las vacaciones!

Volvieron a la casa y encontraron al abuelo en el césped marchito de la acera, con manchas blancas, que recogía los últimos y escasos dientes de león. Trabajaron con él silenciosamente un rato, y al fin Douglas dijo, inclinado sobre su propia sombra:

—Tom, si este año ha sido así, ¿cómo será el próximo, peor o mejor?

—No me lo preguntes. —Tom tocó una melodía en un tallo florecido—. Yo no hice el mundo. —Pensó un rato—. Aunque algunos días siento como si lo hubiera hecho.

Escupió alegremente.

—Tengo un presentimiento —dijo Douglas.

—¿Qué?

—El año próximo será todavía más grande, los días serán más brillantes, las noches más largas y oscuras, morirá más gente, nacerán más bebés, y yo estaré en medio de todo.

—Tú y dos billones de otras personas, Doug, recuérdalo.

—Un día como hoy —murmuró Douglas— siento que estaré… solo.

Si necesitas ayuda —dijo Tom— da un grito.

—¿Qué puede hacer un hermano de diez años?

—Un hermano de diez años tendrá once el año próximo. Desenrollaré el mundo como la banda de una pelota de golf todas las mañanas, y lo pondré como antes todas las noches.

Te mostraré cómo, si quieres.

Estás loco.

—Siempre lo estuve. —Tom se puso bizco y sacó la lengua—. Siempre lo estaré.

Douglas se rió. Bajaron al sótano con el abuelo y mientras él decapitaba las flores miraron todo el verano en los estantes, las resplandecientes corrientes inmóviles de las botellas de vino. Numeradas del uno al noventa, casi todas llenas ahora, las botellas ardían en el crepúsculo del sótano, una por cada día de verano.

—Caramba —dijo Tom—, qué buen modo de conservar: junio, julio y agosto. Práctico realmente.

El abuelo alzó los ojos, pensó un momento, y sonrió.

—Mejor que llevar al altillo las cosas que nunca se usarán otra vez. De este modo uno puede vivir el verano durante un minuto o dos, aquí o allí, a lo largo del invierno, y cuando las botellas estén vacías, el verano habrá desaparecido, y no habrá lamentos ni embarazosos restos sentimentales durante cuarenta años. Limpio, sin humo, eficiente, así es este vino.

Los dos niños apuntaron a las filas de botellas.

—Allí está el primer día de verano.

—Allí está el día de los nuevos zapatos de tenis.

—¡Sí! ¡Y allí está la Máquina Verde!

—¡El polvo de los búfalos y Ching Ling Soo!

—¡La bruja del Tarot! ¡El Solitario!

—No ha terminado realmente —dijo Tom—. Nunca terminará. Siempre recordaré qué pasó cada uno de estos días.

—Terminó antes de empezar —dijo el abuelo, abriendo la prensa—. No recuerdo que haya ocurrido nada excepto un tipo de césped que no necesitaba cortarse.

—¡Bromeas!

—No, señor. Doug, Tom, descubriréis cuando seáis viejos que los días se confunden, y que no se distinguen unos de otros.

—Pero, diablos —dijo Tom—. El lunes de esta semana patiné en el Electric Park, el martes comí torta de chocolate, el miércoles me caí en el arroyo, el jueves de una viña. ¡La semana estuvo llena de cosas! Y recordaré el día de hoy porque las hojas de los árboles están poniéndose rojas y amarillas. ¡Nunca olvidaré el día de hoy! ¡Lo recordaré siempre, estoy seguro!

El abuelo miró por la ventana del sótano los árboles de los últimos días del verano, que se movían en el aire fresco.

—Claro que lo recordarás, Tom —dijo—. Claro que sí. Y los tres dejaron la luz suave del vino de diente de león, y subieron para llevar afuera los últimos escasos rituales del verano, pues sentían ahora que había llegado el último día, la noche final. A medida que pasaban las horas recordaron que en las dos o tres noches últimas los porches habían estado desiertos.

El aire tenía un olor distinto, más seco, y la abuela hablaba ya de café caliente en vez de té helado; se cerraban las ventanas de cortinas blancas; los fiambres cedían ante las carnes calientes. Los mosquitos habían desaparecido del porche, y si abandonaban el campo de batalla eso significaba sin duda que la guerra con el tiempo había terminado. Sólo quedaba ahora que los mortales olvidaran también el conflicto.

Tom y Douglas y el abuelo salieron al porche como habían salido hacía tres meses, o hacía tres siglos. Y en el porche que crujía como un barco que dormitaba de noche sobre las olas, olfatearon el aire. Los huesos de los niños eran tiza y marfil en vez de barras de menta verde y, regaliz como a principios de año. Pero el nuevo frío toco primero el esqueleto del abuelo, como una mano dura que tocara las teclas amarillas y graves del piano del comedor.

Y como giran las brújulas, así giró el abuelo, hacia el norte.

—Me parece —dijo lenta y deliberadamente— que ya no volveremos aquí.

Y los tres desprendieron las cadenas de los ganchos del porche y llevaron la hamaca al garaje, como un ataúd gastado por el tiempo, seguidos por una brisa que arrastró las primeras hojas amarillas. Oyeron a la abuela que preparaba un fuego en la biblioteca. Una ráfaga repentina sacudió las ventanas.

Douglas pasó una última noche en la cúpula de la casa de los abuelos y escribió en la libreta:

Todo corre hacia ahora. Como las películas de las matinés, algunas veces, cuando la gente salta desde el agua a los trampolines. Llega setiembre y uno cierra las ventanas que ha abierto, se saca las zapatillas que se puso hace un rato, se pone los zapatos que se sacó en junio último. La gente corre por la casa como pájaros que dan un salto atrás y entran en los relojes. Un minuto antes, la gente llena los porches, charlando sin descanso. Un minuto después, se golpean las puertas, para la charla, y las hojas caen a cientos. Douglas miró por la alta ventana las tierras donde los grillos yacían como higos secos en el lecho de los arroyos, el cielo donde los pájaros giraban hacia el sur al oír el grito de los somorgujos otoñales, y donde los árboles subían en una gran hoguera de color hacia las nubes aceradas. De más allá, del campo, venía el olor de las calabazas que maduraban hacia el cuchillo y los ojos triangulares y la vela interior. Aquí, en el pueblo, aparecían las primeras bufandas del humo en las chimeneas, y se oía un débil y lejano rumor de hierro: el río de carbón negro y duro que caía en altos y oscuros montículos en los depósitos de los sótanos.

Pero era tarde y estaba haciéndose más tarde.

Douglas en la alta cúpula sobre el pueblo movió la mano.

—¡Desnúdense todos!

Esperó. El viento sopló enfriando los vidrios.

—¡Cepíllense los dientes!

Esperó otra vez.

—Ahora —dijo al fin—, ¡apaguen las luces!

Parpadeó. Y el pueblo apagó sus luces, aquí y allí, somnoliento, mientras el reloj de la alcaldía daba las diez, las diez y media, las once, y la amodorrada medianoche.

—Las últimas… allí… allí…

Se tendió en la cama y el pueblo durmió a su alrededor y la cañada estaba en sombras y el lago golpeaba suavemente la orilla, y todos, su familia, sus amigos, los viejos y los jóvenes dormían en una calle u otra, en una casa u otra, o en los lejanos cementerios.

Cerró los ojos.

Las albas de junio, los mediodías de julio, las noches de agosto habían terminado, concluido, desapareciendo para siempre, pero quedándose allí, en el interior de su cabeza.

Ahora, todo un otoño, un invierno blanco, una primavera fresca y verde para sacar las sumas y totales del verano pasado. Y si olvidaba, allí estaba el vino almacenado en el sótano, numerado de día en día. Iría allí a menudo, miraría el sol de frente hasta que no pudiera mirar más, y luego cerraría los ojos y estudiaría las manchas, las cicatrices que le bailarían en los párpados tibios. Y arreglaría una y otra vez todos los juegos y reflejos hasta que el dibujo se aclarara.

Así, pensando, Douglas se durmió.

Y, durmiendo, dio fin al verano de 1928.