XL

La mañana siguiente fue una mañana sin orugas.

El mundo que había estado lleno hasta reventar de ataditos de piel negra y castaña que se abrirían paso hacia las hojas verdes de los árboles y las trémulas briznas de hierba, estaba de pronto vacío. El sonido que no era sonido, el billón de pisadas de las orugas que golpeaban su propio universo, había muerto. Tom, que decía poder oír ese sonido, minúsculo como era, miró maravillado un pueblo donde no se movía un solo bocado de pájaro. Las cigarras habían callado también.

Luego, en el silencio, se oyó un enorme y susurrante suspiro, y supieron entonces por qué habían desaparecido las orugas y habían callado las cigarras.

La lluvia de verano.

La lluvia cayó levemente. Un roce. La lluvia creció luego y cayó pesadamente. Las aceras y los techos sonaron como grandes pianos.

Y arriba, Douglas, adentro otra vez, como nieve en el lecho, volvió la cabeza y abrió los ojos para ver el cielo fresco que se derrumbaba, y lentamente, lentamente, extendió los dedos hacia la libreta y el lápiz amarillo…