XXXIX

En las aceras ambulaban los fantasmas de polvo, convocados por un viento cálido, balanceándose y tendiéndose suavemente sobre las cálidas especias de las hierbas. Las pisadas de los últimos transeúntes sacudían los árboles polvorientos. Desde medianoche, parecía como si un volcán de las afueras del pueblo arrojase chispas rojizas en todas direcciones, cubriendo serenos somnolientos y perros irritables. Las casas eran desvanes amarillos que humeaban espontáneamente a las tres de la mañana.

Al alba, las cosas intercambiaron sus elementos. El aire corrió como cálidas y silenciosas aguas de primavera, a ninguna parte. El lago era una capa de vapor inmóvil y alta sobre valles de peces y arena que se cocinaban lentamente. El asfalto era un almíbar vertido en las calles: los ladrillos rojos eran cobre y oro; los techos, bronce. Los cables de alta tensión donde centelleaban el rayo dormido, amenazaban las casas.

Las cigarras cantaban más y más alto.

El sol no se elevó; inundó el pueblo. En su cuarto, la cara una masa burbujeante de transpiración, Douglas se fundía en la cama.

—¡Eh! —dijo Tom entrando—, vamos, Doug. Nos pasaremos el día en el río.

Douglas inspiró. Douglas espiró. La transpiración le corrió por el cuello.

—Douglas, ¿duermes?

El más leve movimiento de cabeza.

—¿No te sientes bien, eh? Parece que se quemara la casa.

Tom, puso la mano en la frente de Douglas. Era como tocar la tapa de una estufa encendida. Sacó la mano, sorprendido. Se volvió y bajó las escaleras.

—Mamá, Douglas está realmente enfermo.

La madre, que sacaba unos huevos de la refrigeradora, se detuvo, dejó que una rápida sombra de preocupación le cruzara la cara, puso otra vez los huevos en su sitio, y siguió a Tom escaleras arriba.

Douglas no había movido un dedo.

Las cigarras chillaban ahora.

Al mediodía, corriendo y jadeando como si el sol fuese a aplastarlo contra el suelo, el doctor llegó a la puerta del porche, y le dio el maletín a Tom.

A la una, el doctor salió de la casa, sacudiendo la cabeza. Tom y su madre se quedaron detrás de la puerta de alambre mientras el doctor hablaba en voz baja, diciendo una y otra vez que no sabía, no sabía. Se puso el sombrero panamá, miró la luz del sol que ampollaba y marchitaba los árboles, titubeó como un hombre que va a lanzarse a los abismos del infierno, y corrió hacia el coche. El caño de escape dejó un gran palio de humo azul que flotó en el aire palpitante cinco minutos.

Tom tomó el martillo del hielo, transformó medio kilo de hielo en prismas y lo llevó arriba.

La madre estaba sentada en la cama, y sólo se oía el sonido de Douglas, que aspiraba vapores y espiraba fuego. Envolvieron el hielo en pañuelos y se lo pusieron en el cuerpo y la cara. Bajaron las persianas, e hicieron del cuarto una cueva. Se quedaron allí hasta las dos, trayendo más hielo. Luego tocaron otra vez la frente de Douglas y era como una lámpara que hubiese quedado encendida toda la noche. Uno la tocaba y se miraba los dedos, esperando verlos chamuscados.

La madre abrió la boca para decir algo y la cerró. Las cigarras cantaban con tanta fuerza que un polvo fino caía desde el cielo raso.

Adentro un mundo rojo, adentro un mundo ciego. Douglas se escuchaba, acostado, el débil pistón del corazón y las mareas y corrientes barrosas de la sangre en piernas y brazos.

Los pesados pensamientos caían lentamente como en un reloj de arena, uno a uno. ¡Tic!

Un tranvía se balanceó avanzando por una brillante curva de rieles de acero, lanzando una ola desmigajada de chispas centelleantes, con una campana que clamó diez mil veces hasta confundirse con las cigarras. El señor Tridden saludó con la mano. El tranvía dio vuelta ruidosamente la esquina como una salva de cañonazos y se desvaneció. ¡Señor Tridden!

¡Tic! Cayó una semilla. ¡Tic!

En la terraza un chico imitaba una locomotora, tirando de la cuerda invisible de un pito, y luego se quedaba inmóvil como una estatua.

—¡John! ¡John Huff! ¡Te odio, John! ¡John, somos amigos! No te odio, no.

John cayó por la avenida de los álamos como alguien que cae en el pozo sin fondo del estío, alejándose.

¡Tic! John Huff. ¡Tic! Una piedrecita que cae. ¡Tic! John…

Douglas movió la cabeza a un lado y a otro, aplastando la almohada blanca, tan blanca, terriblemente blanca.

Las señoras de la Máquina Verde navegaban acompañadas por el ladrido de una foca negra, y alzando unas manos blancas como palomas. Las dos señoras se hundieron en las aguas profundas del césped, y los guantes todavía saludaban a Douglas mientras las briznas se cerraban sobre ellas.

—¡Señorita Fern! ¡Señorita Roberta!

¡Tic! ¡Tic!

Y en seguida, el coronel Freeleigh se asomó a la ventana con una cara de reloj, y el polvo de los búfalos se alzó en la calle calurosa. El coronel Freeleigh crujió y rechinó, abrió la boca, y en vez de lengua salió un muelle que se quedó vibrando en el aire. El coronel se desplomó como un muñeco en el alféizar, saludando aún con una mano…

El señor Auffmann pasó en algo brillante, parecido al tranvía y a la Máquina Verde, arrastrando nubes de gloria y encendiéndole a uno los ojos, como el sol.

—Señor Auffmann, ¿la inventó? —gritó Douglas—. ¿Hizo al fin la Máquina de la Felicidad?

Pero notó enseguida que la máquina no tenía piso. El señor Auffmann corría por el suelo, llevando la increíble armazón sobre los hombros.

—¿La felicidad, Doug? ¡Aquí va la felicidad!

Y el hombre desapareció como el tranvía, John Huff y las señoras de dedos de paloma.

Arriba, en el techo, un golpeteo. Tap–rap–bum. Pausa. Tap–rap–bum. Clavo y martillo.

Martillo y clavo. Un coro de aves. Y una anciana que cantaba con una voz débil pero animada.

—Sí, nos reuniremos en el río… río… río… No reuniremos en el río que baña el trono de Dios…

—¡Abuela! ¡Bisabuela!

¡Tap!, suavemente. ¡Tap, tap!, suavemente. ¡Tap!

—… río… río…

Y ahora eran sólo los pájaros que alzaban las patitas y volvían a ponerlas en el techo. Un cascabeleo. Una rascadura. ¡Pip! ¡Pip! Suave. Suave.

No oyó a su madre que entraba corriendo en el cuarto.

Una mosca, como la ceniza ardiente de un cigarrillo, le cayó sobre la mano insensible, zumbó y se alejó.

Las cuatro de la tarde. Las moscas morían en el pavimento. Los perros humedecían trapos en sus casillas. Las sombras se apretujaban bajo los árboles. Las tiendas habían cerrado las puertas. No había nadie a orillas del lago. En el lago, millares de hombres y mujeres con el agua al cuello.

Las cuatro y cuarto. A lo largo de las calles de ladrillo vino el carro del trapero, y en él el señor Jonas, cantando.

Tom, empujado fuera de la casa por la calcinada mirada de Douglas, se acercó lentamente a la acera. El carro se detuvo.

—¡Hola, señor Jonas!

—¡Hola, Tom!

Tom y el señor Jonas estaban solos en la calle y hubiesen podido mirar todas las hermosas cosas usadas en el carro, pero no las miraban. El señor Jonas no habló. Encendió la pipa y chupó sacudiendo la cabeza como si supiera antes de preguntar que algo no marchaba bien.

—¿Tom? —dijo.

—Mi hermano —dijo Tom—. Doug.

El señor Jonas alzó los ojos hacia la casa.

—Está enfermo —dijo Tom—. ¡Se muere!

—¡Oh, no, no puede ser! —dijo el señor Jonas mirando ceñudamente aquel mundo muy real, el día calmo donde no podía haber nada que se pareciese a la muerte.

—Se muere —dijo Tom—. Y el doctor no sabe qué pasa. El calor, dijo, nada más que el calor.

¿Puede ser, señor Jonas? ¿Puede el calor matar a la gente, aún en una habitación oscura?

—Bueno —dijo el señor Jonas, y se detuvo.

Pues Tom lloraba ahora.

—Siempre me pareció que lo odiaba… eso me parecía… nos peleábamos la mitad del tiempo… quizá lo odié a veces… pero ahora… ¡oh, señor Jonas!, si por lo menos…

—¿Si por lo menos qué, muchacho?

—Si por lo menos tuviese usted algo en el carro… Algo que yo pudiera llevar arriba y que curase a Doug.

Tom lloró otra vez. El señor Jonas sacó su pañuelo de badana roja y se lo alcanzó. Tom se secó los ojos y la nariz.

—Ha sido un verano duro —dijo—. A Doug le pasaron muchas cosas.

—Cuéntamelas —dijo el trapero.

—Bueno —dijo Tom, tomando aliento, sin llorar ahora—. Perdió a su mejor amigo, una maravilla. Y además alguien le robó su guante de béisbol, que le había costado un dólar noventa y cinco. Luego aquel mal cambio que hizo con Charlie Woodman: le dio su colección de piedras y conchas fósiles por esta estatua de arcilla de Tarzán que se consigue juntando cajas de macarrones. La estatua de Tarzán se le cayó en la vereda al otro día.

—¡Qué lástima! —dijo el trapero, viendo realmente todos los pedazos en el cemento.

—Luego en vez del libro de pruebas mágicas que quería para su cumpleaños le regalaron un pantalón y una camisa. Eso es bastante para arruinar cualquier verano.

—Los padres olvidan a veces esas cosas —dijo el señor Jonas.

—Sí —dijo Tom y continuó en voz baja—: Luego, una noche, olvidó afuera el par de esposas legítimas de la torre de Londres y se le oxidaron. Y además yo crecí tres centímetros y casi lo alcancé.

—¿Eso es todo? —preguntó serenamente el trapero.

—Podría contarle diez docenas de otras cosas, todas tan malas o peores. En algunos veranos hay rachas de mala suerte. Bichos que le comen a uno su colección de revistas, o moho en los zapatos nuevos de tenis.

—Recuerdo años así —dijo el trapero.

Alzó los ojos al cielo y allí estaban todos los años.

—Pues así es, señor Jonas. Por eso se muere Douglas.

Tom calló y apartó los ojos.

—Déjame pensar —dijo el señor Jonas.

—¿Puede hacer algo, señor Jonas? ¿Puede hacer algo?

El señor Jonas miró las honduras del carro y sacudió la cabeza. Ahora, a la luz del sol, tenía un rostro cansado, y empezaba a transpirar. Miró otra vez los montones de floreros y pantallas para lámparas y ninfas de mármol y sátiros de cobre verde. Suspiró. Se volvió, recogió las riendas, y las sacudió suavemente.

—Tom —dijo, mirando el lomo del caballo—, te veré luego. Tengo un plan. Buscaré algo y vendré después de la cena. Aun entonces, ¿quién sabe? Por ahora… —El señor Jonas se inclinó y recogió un juego de cristales japoneses—. Cuelga esto en la ventana de arriba. Hace una hermosa música fresca.

Tom se quedó con los cristales en la mano mientras el carro se alejaba. Los alzó y no había viento, no se movían. No daban ningún sonido.

Las siete. El pueblo parecía un vasto hogar a donde llegaban los estremecimientos del calor, una y otra vez, desde el oeste. Unas sombras del color del carbón se extendían al pie de todas las casas, todos los árboles. Pasó un hombre pelirrojo. Tom, al verlo a la luz moribunda, pero aún feroz del sol, pensó en una antorcha que se llevaba orgullosamente a sí misma, un zorro salvaje, un demonio que atravesaba sus dominios.

A las siete y media, la señora Spaulding salió por la puerta de atrás para echar unas cáscaras de melón a la lata de basura y vio al señor Jonas.

—¿Cómo está el muchacho? —preguntó el señor Jonas. La señora Spaulding esperó un momento con la respuesta temblándole en los labios.

—¿No podría verlo, por favor? —dijo el señor Jonas.

La mujer no pudo hablar.

—Conozco bien al chico —dijo el señor Jonas—. Lo he visto casi todos los días desde que empezó a caminar. Tengo algo para él en el carro.

—No está… —La señora Spaulding iba a decir «consciente»—. No está despierto, señor Jonas.

El doctor dijo que no se lo moleste. ¡Oh, no sabemos qué pasa!

—Aunque no esté despierto —dijo el señor Jonas—, me gustaría hablarle. A veces lo que se oye en sueños importa más. Uno escucha mejor.

—Lo siento, señor Jonas, pero no podemos correr riesgos. —La señora Spaulding se tomó fuertemente del pestillo de la puerta de alambre—. Gracias, gracias de todos modos por haber venido.

—Sí, señora —dijo el señor Jonas.

No se movió. Se quedó mirando la ventana de arriba. La señora Spaulding entró en la casa y cerró la puerta de alambre.

Arriba en su cama, Douglas respiró.

Era como el sonido de un cuchillo que entrara en la vaina y saliera de la vaina, una y otra vez.

A las ocho, el doctor vino y se fue de nuevo, sacudiendo la cabeza, en camisa, la corbata floja. Parecía haber perdido quince kilos en el día. A las nueve, Tom, el padre y la madre sacaron un catre afuera y bajaron a Douglas para que durmiese en el patio debajo del manzano. Si se levantaba viento lo encontraría allí más pronto que en los terribles cuartos de arriba. Fueron y vinieron y a las once pusieron el despertador para despertarse a las tres y cortar más hielo.

La casa estaba en sombras y tranquila al fin.

A las doce y treinta y cinco, Douglas entreabrió los ojos.

Salía la luna. Y muy lejos cantó una voz.

Era una voz alta y triste que subía y caía. Era una voz clara y afinada. No se entendía la letra.

La luna se elevó sobre el lago y miró a Green Town, Illinois, y lo vio todo y lo mostró todo: todas las casas, todos los árboles, todos los perros que rememorando la prehistoria se retorcían en sus simples sueños.

Y parecía que cuanto más alta la luna, más claramente se oyese la voz y más cerca.

Y Douglas se volvió en su fiebre y suspiró.

Quizá faltaba una hora para que la luna hubiese derramado toda su luz sobre el mundo, quizá menos. Pero la voz estaba ahora de veras más cerca, y se oían los latidos de un corazón que eran realmente el sonido de unos cascos en las calles de ladrillo, y que el espeso follaje apagaba.

Y había otro ruido, como una puerta que se abre o cierra con lentitud, chillando, chillando a veces suavemente. El ruido de un carro.

Y en el extremo de la calle, a la luz de la luna, apareció el caballo que arrastraba el carro, y el carro que llevaba el cuerpo delgado del señor Jonas, sentado cómodamente en el alto asiento. Llevaba sombrero, como si estuviese todavía bajo el sol del estío, y movía las manos de cuando en cuando, rizando las riendas como una corriente de agua en el aire, sobre el lomo del animal. Muy lentamente, el carro bajó por la calle con el señor Jonas, y pareció que Douglas, dormido, dejaba de respirar y escuchaba.

—Aire, aire… quién quiere comprar este aire… Aire como agua y aire como hielo…

cómprelo una vez y lo comprará siempre… aquí aire de abril… aquí una brisa otoñal… aquí el viento papaya de las Antillas… Aire, aire, aire dulce y punzante… hermoso… raro… de todas partes… embotellado y perfumado con tomillo, ¡todo el aire por una moneda!

El carro llegó a la acera, y alguien bajó, arrastrando su sombra, llevando dos botellas de color verde insecto, que brillaban como ojos de gato. El señor Jonas miró el catre y llamó al niño una vez, dos veces, tres veces, quedamente. Se balanceó indeciso, miró las botellas, se decidió, y se adelantó furtivamente. Se sentó luego en la hierba y observó al niño aplastado por el gran peso del verano.

—Doug —dijo—, no te muevas. No digas nada, ni abras los ojos. Ni me muestres que escuchas. Pero yo sé que me oyes, adentro, y que sabes que soy el viejo Jonas, tu amigo.

—Tu amigo —repitió asintiendo con un movimiento de cabeza.

Se incorporó y arrancó una manzana de un árbol, la hizo girar, la mordió, y continuó:

—Algunas personas se vuelven tristes cuando son aún terriblemente jóvenes. Sin motivo especial, parece. Casi como si hubiesen nacido así. Se lastiman más fácilmente, se cansan más pronto, lloran más, y recuerdan más. Y, como digo, se vuelven tristes antes que nadie en el mundo. Lo sé, pues soy uno de ellos.

Dio otro mordisco a la manzana y masticó.

—Bueno, ¿dónde estábamos? —preguntó—. Una noche calurosa, sin una brisa, en agosto —se respondió a sí mismo—. Un calor mortal. Y el verano ha sido largo y con demasiados incidentes, ¿eh? Demasiados. Y pronto será la una de la mañana, y no hay huellas de viento o lluvia. Y dentro de un momento me levantaré y me iré. Pero cuando me vaya, y recuérdalo claramente, dejaré aquí dos botellas. Espera entonces un poco y luego abre los ojos lentamente, siéntate, extiende la mano, alcanza las botellas, y bébetelas. No con la boca, no. Con la nariz. Sacude las botellas, descórchalas, y deja que el aire entre directamente en la cabeza. Lee los marbetes primero, por supuesto. Pero permite que antes te los lea yo.

Alzó una botella a la luz.

—Marca Crepúsculo Verde de Sueños. Aire puro del Norte —leyó—. Sacado de la atmósfera del Ártico blanco en la primavera del año 1900, y mezclado con el viento del valle superior del Hudson del mes de abril de 1910, y con partículas de polvo que brillaron a la puesta del sol en los prados de Grinnel, Iowa, cuando se alzó un viento fresco que pasó sobre un lago, un arroyo y un manantial.

—Ahora las palabras más chicas —dijo el señor Jonas. Frunció los ojos—. Contiene asimismo moléculas de vapor de mentol, lima, papaya, y melones, y muchas otras frutas de olor a agua y sabor fresco, y árboles como el alcanfor y hierbas perennes y una brisa que venía del río Des Plaines. Garantizamos frescura. Para tomar en las noches de verano cuando el calor pasa de los noventa.

Tomó la otra botella.

—En ésta lo mismo, pero he puesto además un viento de las islas de Aran y otro de la bahía de Dublín con un poco de sal y una cinta de niebla de algodón de las costas de Islandia.

Dejó las dos botellas en el catre.

—Una última indicación. —Se incorporó y se inclinó hablando en voz baja—. Cuando lo bebas, recuérdalo. Lo embotelló un amigo. La compañía embotelladora de S. J. Jonas, Green Town, Illinois, en agosto de 1928. Año de buenas cosechas, muchacho, de buenas cosechas…

Casi en seguida se oyó el golpe de las riendas en el lomo del caballo a la luz de la luna, y el traqueteo del carro que se alejaba calle abajo.

Poco después, Douglas apretó nerviosamente los ojos y, muy lentamente, los abrió.

—¡Mamá! —susurró Tom—. ¡Papá! ¡Doug! ¡Doug se va a curar! Bajé a verlo y…

Tom salió corriendo de la casa. Los padres lo siguieron. Douglas estaba dormido. Tom hizo señas con una ancha sonrisa. Los tres se inclinaron sobre el catre.

Una espiración, una pausa, una espiración, una pausa. Los labios de Douglas estaban ligeramente entreabiertos y de la boca y de la nariz le salía suavemente un aroma de noche fresca y agua fresca y nieve blanca y fresca y moho verde y fresco, y fresca luz de luna sobre guijarros plateados que dormían en el lecho de un río manso, y agua fresca y clara en el fondo de un pequeño manantial de piedras blancas.

Era como juntar las cabezas un breve momento sobre los latidos de una fuente de aroma de manzano que subía fresca en el aire y les mojaba las caras.

Durante un rato no pudieron moverse.