Débilmente, la voz cantó los números bajo los ardientes árboles del mediodía.
—… nueve, diez, once, doce.
Douglas avanzó lentamente por el césped de la acera.
—Tom, ¿qué cuentas'?
—… trece, catorce, quince, cállate, dieciséis, diecisiete, cigarras, dieciocho, diecinueve.
—¿Cigarras?
—¡Oh, demonios! —Tom abrió los ojos—. ¡Demonios!
—¡Cuidado, que te van a oír!
—¡Demonios mil veces! —gritó Tom—. Ahora tengo que empezar otra vez. Contaba cuántas veces cantan las cigarras cada quince segundos —alzó su reloj de dos dólares—. Cuentas las veces, luego restas veinte y tienes la temperatura de ese momento. —Miró el reloj con un ojo, torció la cabeza y susurró otra vez—: Uno, dos, tres…
Douglas dio media vuelta, escuchando. En alguna parte, en el cielo ardiente de color de hueso, rascaban y sacudían un gran alambre de cobre. Una y otra vez las agudas vibraciones metálicas caían como paralizantes descargas eléctricas desde los árboles inmóviles.
—Siete —contó Tom—. Ocho.
Douglas subió lentamente los escalones del porche. Espió trabajosamente el interior del vestíbulo. Se quedó así un momento y luego volvió al porche. Llamó a Tom débilmente.
—Hay exactamente ochenta y siete grados Fahrenheit… ¡Eh, Tom!, ¿me oyes?
—Te oigo… treinta, ¡treinta y uno! ¡Vete! Y dos, y tres ¡treinta y cuatro!
—Puedes dejar de contar, en el viejo termómetro de adentro hay ochenta y siete y subiendo, sin necesidad de bichos.
—¡Cigarras! ¡Treinta y nueve, cuarenta! ¡No bichos! ¡Cuarenta y dos!
—Ochenta y siete grados, pensé que te gustaría saberlo.
—Cuarenta y cinco, ¡adentro, no afuera! Cuarenta y nueve, cincuenta, ¡cincuenta y una!
¡Cincuenta y dos, cincuenta y tres! Cincuenta y tres más treinta y nueve… ¡noventa y dos grados!
—¿Quién lo dice?
—¡Yo lo digo! ¡No ochenta y siete grados Fahrenheit! ¡Noventa y dos grados Spaulding!
—Lo dices tú.
Tom dio un salto y se volvió enrojecido de cara al sol.
—¡Yo y las cigarras! ¡Yo y las cigarras! ¡Somos más que tú! ¡Noventa y dos, noventa y dos, noventa y dos grados Spaulding!
Los dos se quedaron mirando el cielo implacable y sin nubes, como una cámara rota que mirara al pueblo inmóvil y caído, sudoroso y moribundo.
Douglas cerró los ojos y vio soles idiotas que bailaban del otro lado de los párpados rosados y traslucidos.
—Uno… dos… tres…
Douglas sintió que se le movían los labios.
—… cuatro… cinco… seis…
Esta vez las cigarras cantaban aún más rápidamente.