XXXVI

La mujer estaba en su ataúd de vidrio, noche tras noche, el cuerpo fundido por el resplandor de feria del verano helado en los fantasmales vientos del invierno, esperando con su sonrisa de hoz, y la nariz tallada, ganchuda y cerosa, suspendida sobre las manos de cera arrugadas y de un pálido color rosado, manos posadas para siempre sobre los antiguos naipes extendidos en abanico. La bruja del Tarot. Nombre delicioso. La bruja del Tarot. Uno pone una moneda en la ranura de plata y muy lejos, allá abajo, detrás, adentro, la maquinaria gruñe y mueve sus engranajes; golpean las palancas, giran las ruedas. Y en su caja, la bruja alza un rostro centelleante y lo traspasa a uno con una única y afilada mirada.

La implacable mano izquierda desciende y golpea enigmáticas calaveras, demonios, ahorcados cardenales, payasos, en las cartas del tarot, y la bruja inclina la cabeza indicando tu miseria o tu crimen, tu esperanza o salud, tus renacimientos, todas las mañanas, y la renovación de tus muertes, todas las noches. En seguida, una pluma caligráfica teje como una araña sobre el dorso de una tarjeta y la deja caer por la ranura, a tus manos. La bruja lanza luego una última y velada mirada, se reclina otra vez en su rincón eterno y espera durante semanas, meses, años, la moneda de cobre que la hará renacer del olvido.

Ahora, en su muerte de cera, espió la llegada de Tom y Douglas.

Douglas dejó en el vidrio la huella de un dedo.

—Ahí está.

—Es una muñeca de cera —dijo Tom—. ¿Por qué me traes aquí?

—¡Todo el tiempo preguntando por qué! —gritó Douglas—. ¡Porque sí, por eso! Porque… la luz de las arcadas se debilitaba… porque… Un día descubres que estás vivo.

¡Explosión! ¡Conmoción! ¡Iluminación! ¡Delicia!

Ríes, bailas, gritas.

Pero, no mucho después, el sol se pone. Cae la nieve, aunque nadie la ve en el mediodía de agosto.

En la película de cowboys de la tarde del último sábado un hombre había caído muerto en la cálida y blanca pantalla. Douglas había gritado. Durante años había visto a billones de cowboys matados a tiros, colgados, quemados, destruidos. Pero ahora, este hombre particular…

El hombre, pensó Douglas, nunca caminaría, correría, se sentaría, reiría, lloraría, nunca haría nada. Ya estaba enfriándose. A Douglas le castañetearon los dientes, el corazón le bombeó cieno en el pecho. Cerró los ojos y dejó que la convulsión lo sacudiera.

Tuvo que separarse de los otros chicos que no pensaban en la muerte. Se reían del hombre y le gritaban como si aún estuviese vivo. Douglas y el muerto estaban en un bote alejándose, mientras los otros quedaban en la costa iluminada, corriendo, saltando, con la alegría del movimiento, sin saber que el bote, el muerto y Douglas se iban, se iban perdiéndose en la oscuridad. Sollozando, Douglas corrió al cuarto de los hombres de olor de limón, donde una lengua de fuego pareció quemarle tres veces la garganta.

Y esperando que le pasara el malestar, pensó: ¡Todos los conocidos que murieron este verano! El coronel Freeleigh, ¡muerto! Nunca lo había advertido antes, ¿por qué? La bisabuela, muerta, también. Realmente. No sólo eso… Hizo una pausa. ¡Yo! ¡No, no pueden matarme! Sí, dijo una voz, sí, siempre que quieran podrán, no importa cómo patees o grites, te pondrán encima una manaza y tú… ¡No quiero morir!, gritó Douglas en silencio.

Tendrás que morir de todos modos, dijo la voz, tendrás que morir.

La luz del sol, fuera del teatro, brillaba sobre una calle irreal, edificios irreales, y gente que apenas se movía, como bajo un pesado océano de gas ardiente, y él, Douglas, pensó que ahora, ahora al fin, debía ir a su casa y terminar la última línea de la libreta: ENTONCES…

YO, DOUGLAS SPAULDING, ALGÚN DÍA… DEBERÉ… MORIR.

Tardó diez minutos en animarse a cruzar la calle, el corazón más sereno, y allí estaba la arcada y la extraña bruja de cera acurrucada como siempre en una sombra polvorienta y fría, con los Hados y las Furias en las uñas. Un coche que pasaba iluminó con una explosión la arcada, apartando las sombras, mostrando a la bruja que le hacía rápidas señas indicándole que entrase.

Y Douglas había entrado obedeciendo a la bruja, y había salido cinco minutos más tarde, sabiendo que sobreviviría. Ahora debía mostrarle a Tom…

—Parece casi viva —dijo Tom.

—Está viva. Ya lo verás.

Metió una moneda en la ranura.

Nada ocurrió.

Douglas le gritó a través de la arcada al señor Black, el propietario, sentado sobre un cajón de botellas de soda, y que en ese momento descorchaba una botella y bebía un trago de un líquido castaño amarillento.

—¡Eh, algo le pasa a la bruja!

El señor Black se acercó arrastrando los pies, la respiración fuerte y entrecortada.

—Algo le pasa a la mesa de bolos, algo al aparato de las vistas, ¡algo a la máquina de «Electrocútate tú mismo por cinco centavos»! —Golpeó la caja de la bruja—. ¡Eh, muévete! —La bruja permaneció imperturbable—. Gasto en arreglarla más de lo que gana. —El señor Black buscó detrás de la caja y colgó un anuncio que decía: «No funciona» sobre la cara de la bruja—. No sólo ella no funciona. Yo, vosotros, este país, ¡el mundo entero! ¡Al diablo con todo! —Amenazó con el puño a la mujer—. Irás a la basura, entiéndelo, ¡a la basura!

Se alejó y se dejó caer otra vez en el cajón de soda y metió la mano en el bolsillo del delantal donde ponía las monedas, como si le doliera el estómago.

—No es posible… no es posible que no funcione —dijo Douglas, estupefacto.

—Es vieja —dijo Tom—. El abuelo dice que ya estaba aquí cuando él era chico, y antes. Así que debía estropearse algún día y…

—¡Vamos! —susurró Douglas—. ¡Oh, por favor, por favor, escribe para que vea Tom! —Le mostró a la bruja otra moneda—. ¡Por favor!

Los niños se apretaron contra la caja, y los alientos dejaron unas nubes en el vidrio.

Y allí, muy adentro, un zumbido, un murmullo.

Lentamente, la bruja alzó la cabeza y miró a los niños, y había algo en sus ojos que los transformó en estatuas de hielo mientras la mano de ella pasaba casi frenéticamente por sobre los tarots y se detenía, y se apresuraba, y volvía. La cabeza se dobló hacia adelante, una mano quedó inmóvil, un estremecimiento sacudió la máquina y la otra mano escribió, hizo una pausa, escribió, y luego se detuvo al fin con un paroxismo tan violento que los vidrios tintinearon. El rostro de la bruja se dobló en una rígida miseria mecánica, cerrándose casi como una pelota. Luego la maquinaria jadeó, y se movió un único engranaje, y un naipecito de tarot bajó por un canal a las manos entreabiertas de Douglas.

—¡Está viva! ¡Funciona otra vez!

—¿Qué dice el naipe, Doug?

—¡Lo mismo que me escribió el sábado! Escucha…

Y Douglas leyó:

¡Sólo los tontos desean morir!
¿No es hermoso cantar y bailar
cuando se oyen las fúnebres campanas?
¿No es hermoso en vino nadar
y girar en puntas de pie
y cantar alegremente
cuando sopla el viento
y corre el mar
?

—¿Sólo eso? —dijo Tom.

—Abajo hay un mensaje: Predicción: vida larga y rica.

—¡Eso es mejor! ¿Y si pedimos una tarjeta para mí?

Tom puso una moneda. La bruja se estremeció. La tarjeta cayó a la mano del niño.

—El último que llegue a la calle es el trasero de la bruja —dijo Tom.

Corrieron tanto que el propietario se sobresaltó y apretó cuarenta y cinco monedas en una mano y treinta y seis en la otra.

Afuera, bajo el resplandor de las móviles luces de la calle, Douglas y Tom hicieron un terrible descubrimiento.

El naipe de Tarot estaba en blanco. No había mensaje.

—¡No puede ser!

—No grites, Doug. Es sólo un cartón viejo. No perdimos más que una moneda.

—No es un cartón viejo, y vale más que una moneda. Es cuestión de vida o muerte.

Bajo la aleteante luz de polilla de la calle, Douglas miraba la tarjeta con un rostro lechoso, y la daba vuelta, haciéndola crujir, como si quisiese poner en ella alguna palabra.

—Se quedó sin tinta.

—¡Nunca se queda sin tinta!

Douglas miró al señor Black que terminaba su botella y maldecía, sin comprender qué afortunado era al vivir en la arcada. Por favor, pensó, que no caiga también la arcada. Ya era bastante que desaparecieran los amigos, que muriera la gente; pero que la arcada siga siempre así, por favor, por favor…

Ahora Douglas sabía por qué la arcada lo había atraído tanto, y lo atraía aún esta noche.

Pues era un mundo totalmente en su sitio, predecible, cierto, seguro, con sus brillantes ranuras de plata, su terrible gorila detrás de un vidrio, apuñalado para siempre por un héroe de cera para salvar a una heroína de más cera. Y luego los aleteantes y lluviosos movimientos de los policías de Keystone, en eternos carreteles fotográficos que giraban en la oscuridad con una moneda de cabeza de indio, bajo la luz de lámparas desnudas. Los policías, chocando siempre o a punto de chocar con trenes, camiones, tranvías, cayendo de muelles al océano donde no se ahogaban, pues corrían en seguida a chocar con trenes, camiones, tranvías, y caían otra vez desde viejos muelles hermosamente familiares. Mundos dentro de mundos, el mundo de las vistas donde uno hacía girar la manivela y repetía fórmulas y ritos viejos. Allí, cuando uno quería, aparecían los hermanos Wright, y volaban en vientos arenosos en Kittyhawk; Teddy Roosevelt exhibía sus brillantes dientes; San Francisco se alzaba y ardía, ardía y se alzaba, mientras monedas sudorosas alimentaran las máquinas hambrientas.

—Douglas miró alrededor el pueblo nocturno, donde podía ocurrir cualquier cosa. Allí; de noche o de día, qué escasas eran las ranuras donde uno pudiera meter su dinero, qué pocas tarjetas venían a manos de uno, y, cuando se leían esas tarjetas, qué pocas tenían sentido.

Un mundo de gente a la que se podía dar tiempo, dinero, palabras y recibir muy poco o nada como respuesta.

Pero aquí en la arcada uno podía tener el trueno en la mano con la máquina eléctrica.

¿RESISTE USTED? Apartabas las manijas de cromo y la energía de aguijón de avispa te chamuscaba, te cosía los dedos vibrantes. Golpeabas una bolsa y veías de cuántos centenares de kilos de músculo disponía tu brazo para golpear el mundo, si había que golpear. Aquí, poniendo tu mano en una mano de robot, podías dar rienda suelta a tu furia y encender las lámparas de un tablero numerado, donde unos fuegos artificiales en la cima declaraban tu violencia suprema.

En la arcada hacías esto y esto, y ocurría aquello y aquello. Salías a la calle en paz como de una iglesia desconocida.

¿Y ahora? ¿Ahora?

La bruja que se movía aún, pero que había callado, y que pronto moriría quizá en su ataúd de vidrio. Douglas miró al señor Black que dormitaba desafiando todos los mundos, incluso el suyo. Algún día la delicada maquinaria se estropearía por falta de cuidado, los policías de la Keystone se quedarían helados para siempre, saliendo a medias de las aguas del lago o hundiéndose a medias, a medias atropellados, a medias golpeados por una locomotora, y la máquina de los Wright nunca dejaría el suelo.

—Tom —dijo Douglas—, tenemos que ir a la biblioteca y encontrar una solución.

Se fueron calle abajo, pasándose la tarjeta blanca.

Se sentaron en la biblioteca a la luz de las lámparas verdes, y luego se sentaron afuera en el león de piedra, con pies que colgaban del lomo del animal, el ceño fruncido.

—El viejo Black, todo el tiempo gritándole, amenazando matarla.

—No puedes matar lo que nunca vivió, Doug.

—Amenaza a la bruja como si estuviese viva o hubiese estado viva, o algo parecido. La gritó tanto que al final ella renunció. O quizá no renunció, y nos dirá de algún modo que su vida corre peligro. Con tinta invisible. ¡Jugo de limón quizá! ¡Nos mandó un mensaje que no quiere que lea el señor Black! Pues el señor Black puede mirar mientras estamos en la arcada. ¡Ten la tarjeta! Encenderé un fósforo.

—¿Y por qué va a escribimos a nosotros, Doug?

—Ten la tarjeta. ¡Así!

Doug encendió un fósforo y lo pasó bajo el cartón.

—¡Ay! El fuego me quema los dedos, Doug, aparta el fósforo.

—¡Ahí está! —gritó Douglas.

Y allí estaba, un débil garabato como el hilo de una tela de arañas que empezó a volverse sobre sí mismo en una espiral de caligrafía increíblemente adornada, sombra y luz… una palabra, dos palabras, …

—¡La tarjeta! ¡Se quema!

Tom dio un grito y la dejó caer.

—¡Apágala con el pie!

Pero cuando se incorporaron para plantar los dos pies sobre el pétreo espinazo del viejo león, la tarjeta era ya una ruina negra.

—¡Doug! ¡Nunca sabremos qué decía!

Douglas puso las tibias cenizas en la palma de la mano.

—No, vi. Recuerdo las palabras.

Las cenizas se le deshicieron entre los dedos, susurrando.

—¿Recuerdas aquella comedia de Charlie Chase de la primavera pasada cuando un francés se ahogaba y gritaba algo en francés y Charlie Chase no sabía qué era? ¡Secours, secours! Y alguien le dijo a Charlie qué significaba eso y Charlie saltó y salvó al hombre. Bueno, lo vi en esa tarjeta, con mis propios ojos. ¡Secours!

—¿Y por qué la bruja lo escribió en francés?

—¡Para que no entendiera el señor Black, tonto!

—Doug, era una marca de agua lo que apareció cuando chamuscaste la tarjeta. —Tom vio la cara de Douglas y se detuvo—. ¡Oh, bueno, no te enojes! Era «seguro» o algo parecido. Pero había otras palabras… Madame Tarot, decía. Tom, ¡ahora me doy cuenta! Madame Tarot existió realmente, vivió hace mucho tiempo, echaba las cartas. Vi una vez su retrato en la enciclopedia. La gente iba a verla desde toda Europa. Bueno, ¿no comprendes ahora? ¡Piensa, Tom, piensa!

Tom se sentó otra vez en el lomo del león, y miró allá abajo la arcada de luces temblorosas.

—¿Ésa no es la verdadera señora Tarot?

—¡Si, dentro de esa caja de vidrio, bajo toda esa seda roja y azul, y esa cera fundida, sí!

Hace un tiempo, quizá, alguien se puso celoso y le echó tierra encima, y así hasta llegar aquí, siglos más tarde, a Green Town, Illinois. ¡Donde trabaja para monedas de cabeza de indio en vez de las cabezas coronadas en Europa!

—¿Villanos? ¿El señor Black?

—El nombre es negro, la camisa es negra, los pantalones son negros, la corbata es negra.

Los villanos de las películas visten de negro, ¿no es así?

—¿Pero por qué no gritó el año pasado, o el otro?

—¡Quién sabe! Escribió mensajes durante años en jugo de limón, pero todos leyeron el otro mensaje. Nadie pensó como nosotros en pasar un fósforo por el revés de la tarjeta y revelar así el verdadero mensaje. Por suerte sé lo que quiere decir secours.

—Muy bien. ¡Socorro!, dijo ella. ¿Y ahora?

—La salvaremos, por supuesto.

—¿Sacándosela al señor Black debajo de las narices, eh? ¿Y convertirnos nosotros mismos en brujas encerradas diez mil años en cajas de vidrio?

—Tom, aquí está la biblioteca. Nos armaremos con fórmulas de encantamiento y filtros mágicos para combatir al señor Black.

—Hay sólo un filtro mágico que pueda dominar al señor Black —dijo Tom—. Cuando una noche haya conseguido bastantes monedas… Bueno, veamos. —Tom sacó algunas monedas del bolsillo—. Esto bastará. Doug, tú lee los libros. Yo iré y veré los policías de la Keystone, quince veces. Nunca me canso. Cuando vayas a la arcada es posible que el viejo filtro esté ya trabajando para nosotros.

—Tom, supongo que sabrás lo que haces.

—Doug, ¿quieres o no rescatar a la princesa?

Douglas dio media vuelta y bajó del león.

Tom miró cómo se cerraban las puertas de la biblioteca. Luego saltó por encima del león y se perdió en la noche.

En los escalones de la biblioteca las cenizas del naipe de tarot revolotearon y se alejaron.

La arcada estaba en sombras. Adentro, las máquinas de bolos yacían pálidas y enigmáticas como letras de polvo en la caverna de un gigante. En las máquinas de las vistas estaban Teddy Roosevelt o los hermanos Wright sonriendo bobamente o haciendo girar una hélice de madera. La bruja estaba en su caja, los párpados caídos. De pronto, le brilló un ojo. El rayo de una linterna tembló a través de las polvorientas ventanas de la arcada. Una pesada figura se agachó junto a la puerta, una llave buscó en la cerradura. Se oyó una pesada respiración.

—Soy yo, vieja —dijo el señor Black, tambaleándose.

Afuera en la calle, mientras caminaba con las narices hundidas en un libro, Doug se encontró con Tom escondido en una puerta cercana.

—¡Chist! —dijo Tom—. Resultó. Los policías de la Keystone, quince veces, y cuando el señor Black oyó que dejaba ahí todo mi dinero, se le saltaron los ojos, abrió la máquina, sacó las monedas, me echó a la calle, y se fue a la taberna clandestina a buscar el filtro mágico.

Douglas se subió a la ventana y vio allá adentro a las dos figuras de gorila: una completamente inmóvil, la heroína de cera en los brazos; la otra, el señor Black, de pie en medio del salón, balanceándose ligeramente.

—¡Oh, Tom —susurró Douglas—, eres un genio! Está lleno de filtro mágico, ¿no?

—Te lo aseguro. ¿Qué encontraste?

Douglas golpeó el libro con la punta de los dedos y dijo en voz baja:

—Madame Tarot, como dije. Hablaba de la muerte y el destino en los salones de la gente rica, pero cometió un error. ¡Le anunció a Napoleón la derrota y la muerte en la cara! Así que… —La voz de Douglas se apagó mientras miraba otra vez por la ventana polvorienta la distante figura, inmóvil en su caja de vidrio—. Secours —murmuró Douglas—. El viejo Napoleón llamó a la fábrica de muñecos de cera de madame Tussaud e hizo que echaran viva a la bruja del Tarot en cera hirviente, y ahora… ahora…

—¡Cuidado, Doug, el señor Black, adentro! ¡Tiene un garrote o algo parecido!

Era cierto. Adentro, maldiciendo horriblemente, se arrastraba la enorme figura del señor Black. Alzó la mano y un cuchillo se detuvo en el aire a diez centímetros de la cara de la bruja.

—Se mete con ella porque es lo único que se parece a un ser humano en todo el maldito lugar —dijo Tom—. No le hará daño. Se caerá en cualquier momento y se quedará dormido.

—No, señor —dijo Douglas—. Sabe que ella nos avisó y que vamos a rescatarla. No quiere que descubramos su secreto criminal, y quizá va a destruirla para siempre.

—¿Cómo puede saber que nos avisó? Ni siquiera lo sabíamos nosotros, cuando nos fuimos de aquí.

—Hizo que ella se lo dijera. Con todos esos craneos y huesos, madame Tarot no puede mentir. Le dio una tarjeta, seguro, con dos figuritas, dos niños, ¿ves? Esos somos nosotros, calle abajo.

—¡Por última vez! —gritó el señor Black desde el interior—. ¡Por última vez, maldita sea, dímelo! ¿Haré dinero alguna vez con esta maldita arcada o me declararé en quiebra? Ahí estás, igual a todas las mujeres, fría como un pescado, mientras un hombre se muere de hambre. Dame el naipe. ¡Vamos! ¡Dámelo!

Alzó la tarjeta a la luz.

—¡Oh, Dios mío! —suspiró Douglas—. Prepárate.

—¡No! —gritó el señor Black—. ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ¡Toma! —Lanzó un puñetazo a la caja.

El vidrio estalló como en un gran rocío de estrellas errantes y cayó en la oscuridad. La bruja apareció al aire, serena y callada, esperando el segundo golpe.

—¡No! —Douglas corrió a la puerta—. ¡Señor Black!

—¡Doug! —gritó Tom.

El señor Black dio media vuelta al oír el grito de Tom. Alzó ciegamente el cuchillo como si fuera a herir a Douglas. Douglas se detuvo. En seguida, con los ojos muy abiertos, pestañeando una vez, el señor Black se volvió y cayó lentamente de espaldas. Pareció que tardaba mil años en golpear el piso. La linterna se le escapó de la mano derecha. El cuchillo le resbaló como un pez de la izquierda.

Tom entró lentamente y miró la larga figura extendida en la oscuridad.

—Doug, ¿está muerto?

—No, fue la emoción al leer las predicciones de madame Tarot. Tiene mirada de espanto.

Algo horrible había seguramente en las tarjetas.

El hombre dormía ruidosamente en el piso.

Douglas recogió las desparramadas cartas de tarot y se las metió, estremeciéndose, en el bolsillo.

—Vamos, Tom. Saquémosla antes que sea demasiado tarde.

—¿Raptarla? ¡Estás loco!

—¿No querrás que te acusen de ocultar y amparar un crimen peor? ¿Asesinato, por ejemplo?

—¡Por Dios, no puedes matar a una vieja momia!

Pero Doug no escuchaba. Había metido las manos en la caja abierta, y ahora, como si hubiese esperado demasiados años, la bruja de cera del Tarot se inclinó hacia adelante con un crujiente suspiro, y cayó lentamente, lentamente, en brazos de Douglas.

El reloj de la plaza dio las diez menos cuarto. La luna, alta, cubría el cielo con una luz cálida, pero invernal. La acera era plata sólida, donde se movían unas sombras negras. Douglas caminaba con la figura de terciopelo y cera rosada en los brazos, deteniéndose para ocultarse en estanques sombríos bajo árboles temblorosos. Escuchó mirando hacia atrás. Un sonido de ratones que corrían. Tom dobló la esquina y alcanzó a Douglas.

—Doug, me quedé atrás temiendo que el señor Black estuviese, bueno… de pronto empezó a vivir… jurando… ¡Oh, Doug, si te ve con su muñeca! ¡Qué pensarán en casa! ¡Robando!

—¡Cállate!

Escucharon el río de la calle, iluminado por la luna.

—Mira, Tom, puedes ayudarme a rescatarla, pero no si dices «muñeca» o gritas o tengo que arrastrarte como peso muerto.

—¡Te ayudaré! —Tom tomó la mitad de la carga—. ¡Dios, qué liviana es!

—Era realmente joven cuando Napoleón… —Douglas se detuvo—. Los viejos son pesados.

Como te dije.

—¿Pero por qué? Dime por qué correr tanto detrás de ella, Doug. ¿Por qué?

—¿Por qué? —Douglas parpadeó y se detuvo. Todo había sido tan rápido. El mismo había corrido excitado de un lado a otro, y había olvidado por qué. Sólo ahora, mientras caminaban otra vez por la acera, con sombras como mariposas negras sobre los ojos, con el aroma espeso de la cera polvorienta en las manos, tuvo tiempo de pensar por qué. Y lo dijo, lentamente, con una voz tan rara como la luz de la luna.

—Tom, hace dos semanas descubrí que yo estaba vivo. Dios, cómo salté de un lado a otro.

Y entonces, la semana pasada, en el cine, descubrí que un día moriría. Nunca lo había pensado realmente. Y de pronto fue como saber que cerrarían la Y.M.C.A. o la escuela, que no es algo tan malo si se piensa que ya no existe, y que todos los árboles de las afueras del pueblo iban a secarse, y que la cañada se llenaría de agua y no habría donde jugar, y que yo estaría en cama mucho tiempo, y todo estaría oscuro. Tuve miedo. De modo que quise ayudar a madame Tarot. La esconderé unas pocas semanas o meses mientras busco en los libros de magia negra cómo deshacer el encantamiento y sacarla de la cera para que ande por el mundo otra vez. Y ella se sentirá tan agradecida que me echará las cartas con esos demonios y copas y espadas y huesos, y me dirá cuáles son los días de salir a pasear y cuándo debo quedarme en cama. Así viviré siempre, o casi.

—No lo crees de veras.

—Sí, lo creo, o algo por lo menos. Cuidado, llegamos a la cañada. Cortaremos camino por el basural, y…

Tom se detuvo. Douglas lo había detenido. No se volvieron, pero oían detrás los golpes de las pisadas. Cada pisada parecía un tiro en el lecho de un lago seco y próximo. Alguien gritaba y maldecía.

—¡Tom, dejaste que te siguiera!

Cuando echaban a correr, una mano gigantesca los alcanzó y apartó. El señor Black golpeó a derecha e izquierda, y los niños, llorando, vieron que escupía el aire entre los dientes apretados y los labios entreabiertos. El señor Black tomó a la bruja por el pescuezo y un brazo y miró con ojos brillantes a los niños.

—¡Es mía! ¡Para hacer con ella lo que quiero! ¿Qué es eso de llevársela? Todas mis dificultades nacen de ella, dinero, malos negocios, todo. ¡Y ésta es mi respuesta!

—¡No! —gritó Douglas.

Pero como una gran catapulta de hierro, los enormes brazos alzaron la figura contra la luna, e hicieron girar el frágil cuerpo bajo las estrellas, y lo arrojaron con una maldición y un viento siseante a la cañada. La bruja rodó arrastrando basuras; hasta el polvo blanco y las cenizas.

—¡No! —dijo Douglas, sin moverse, mirando hacia abajo.

El hombrón subió la loma, jadeando.

—Agradece a Dios que no te haya arrojado a ti —dijo, y se fue tambaleándose, cayendo una vez, incorporándose, riéndose, jurando, hasta desaparecer.

Douglas se sentó a orillas de la cañada y lloró. Al cabo de un largo rato se sonó la nariz.

Miró a Tom.

—Tom, es tarde. Papá debe de haber salido a buscarnos. Nos esperaban en casa hace una hora. Corre por Washington Street, busca a papá y tráelo.

—No vas a bajar a la cañada.

—Madame Tarot es propiedad del pueblo ahora, en el basural, y a nadie le importa lo que pase, ni siquiera al señor Black. Dile a papá para qué lo queremos, que es necesario que no nos vean volver. Yo la llevaré por detrás de la casa y nadie se dará cuenta.

—No te servirá ahora, con la maquinaria rota.

—No podemos dejarla aquí y que la moje la lluvia, ¿no entiendes, Tom?

—Claro.

Tom se alejó lentamente.

—Douglas bajó la loma, caminando sobre pilas de cenizas, periódicos viejos y latas. A mitad de camino se detuvo y escuchó. Espió en la multicoloreada oscuridad, allá abajo.

—¿Madame Tarot? —suspiró casi—. ¿Madame Tarot?

Al pie de la loma, a la luz de la luna, le pareció ver una blanca mano de cera, que se movía.

Era sólo un pedazo de papel, pero Douglas se acercó…

El reloj de la plaza dio las doce. Las luces de las casas de alrededor estaban casi todas apagadas. En el taller del garaje los dos niños y el hombre se alejaron de la bruja, sentada ahora, arreglada y en paz, en una vieja silla de mimbre ante una mesita cubierta con un hule. Sobre la mesa, en fantásticos abanicos, papas y payasos y cardenales y muertes y soles y cometas: las cartas de tarot que la bruja tocaba con la mano.

—… sé cómo son estas cosas —decía el padre—. Cuando era niño, cuando el circo dejaba el pueblo, yo corría de un lado a otro y coleccionaba un millón de carteles. Más tarde fue la cría de conejos, y la magia. Fabriqué ilusiones en el altillo y no pude hacerlas salir. —Señaló a la bruja con un movimiento de cabeza—. ¡Oh, recuerdo que una vez me dijo la fortuna, hace treinta años! Bueno, limpiadla bien, y luego a acostarse. El sábado le haremos una caja especial.

Fue hacia la puerta del garaje, pero se detuvo cuando Douglas habló suavemente.

—Papá, gracias. Gracias por habernos acompañado.

—Gracias al diablo —dijo el padre, y desapareció.

Los dos niños se quedaron solos con la bruja y se miraron.

—¡Dios!, vinimos por la calle principal, los cuatro, tú, yo, papá y la bruja. ¡Papá vale un millón!

—Mañana —dijo Douglas— iré y le compraré el resto de la máquina al señor Black, por diez dólares, antes que él tire todo.

—Claro. —Tom miró a la vieja en la silla de mimbre—. ¡Caray!, de veras parece viva. ¿Qué habrá adentro?

—Huesitos de pájaro. Eso es todo lo que quedó de madame Tarot luego que Napoleón…

—¿Ninguna maquinaria? ¿Por qué no la cortamos y vemos?

—Hay tiempo para eso, Tom.

—¿Cuándo?

—Bueno, dentro de un año, o dos, cuando tenga catorce o quince. Entonces sí. Por ahora no quiero saber nada; sólo que está ahí. Y mañana empezaré a trabajar en los encantamientos para que pueda librarse. Una noche oirás decir que alguien vio en el pueblo una muchacha italiana muy hermosa, vestida de verano, mientras compraba un billete para el Este. Todos la verán en la estación, y en el tren al irse, y dirán que nunca habían visto una muchacha más hermosa, y nadie sabrá de dónde vino o a dónde va. La novedad correrá muy rápidamente. Y cuando oigas eso, Tom, créeme, tú sabrás que he roto el encantamiento, y la he liberado. Y luego, como digo, un año o dos más tarde de esa misma noche del tren, será hora de cortar la cera. Como ella se habrá ido, sólo encontraremos engranajes y ruedas y paja adentro. Así es.

Douglas tomó la mano de la bruja y la movió sobre la danza de la vida, las travesuras de la muerte de huesos blancos, las citas y destinos, los hados y desatinos, tocando, acariciando, rozando con los dedos de gastadas uñas. La cara de la bruja se movía manteniendo un secreto equilibrio y miró a los niños y los ojos brillaron a la luz de la lámpara desnuda, sin parpadear.

—¿Te dice la fortuna, Tom? —preguntó Doug, serenamente.

—Sí. Sí.

De la voluminosa manga de la bruja cayó un naipe.

—Tom, ¿viste? Una tarjeta, oculta, ¡y ahora la saca para nosotros! —Douglas alzó la tarjeta a la luz—. En blanco. La pondré en una caja con sustancias químicas. ¡Y mañana a la mañana abriremos la caja y ahí estará el mensaje!

—¿Qué dirá?

Douglas cerró los ojos para ver mejor las palabras.

—Dirá: Gracias de vuestra humilde servidora y agradecida amiga madame Floristán Mariani Tarot, la quiromántica, curadora de almas, y adivinadora de destinos y furias.

Tom se rió y sacudió el brazo de su hermano.

—Sigue, Doug, ¿qué más, qué más?

—Déjame ver… Y dirá: ¿No es hermoso bailar y cantar; cuando suenan las fúnebres campanas?… Y girar en puntas de pie… Y dirá: Tom y Douglas Spaulding, todo lo que queráis en la vida, en toda vuestra vida, lo tendréis… Y dirá que viviremos siempre, tú y yo, Tom, viviremos siempre.

—¿Y todo en esta sola tarjeta?

—Todo, Tom, sin que falte nada.

A la luz de la lámpara eléctrica se inclinaron, los dos niños y la bruja, hacia adelante y clavaron los ojos en la hermosa tarjeta en blanco, pero llena de promesas, y los ojos brillantes buscaron las palabras increíbles que pronto se alzarían de un pálido olvido.

—Oh… —dijo Tom en la más suave de las voces.

Y Douglas repitió en un glorioso suspiro:

—Oh…