XXXIII

—¡Qué barbaridad! ¡Lo arruinan todo!

—No lo tomes así, Charlie.

—¿De qué hablaremos ahora? ¡No es posible hablar del Solitario si no está vivo! ¡No asusta a nadie!

—No sé qué te pasará a ti, Charlie —dijo Tom—. Pero yo iré a la Casa De Hielo Del Verano y me sentaré en la puerta y pensaré que está vivo y sentiré un escalofrío.

—Eso es hacer trampa.

—Uno tiene que conseguirse los escalofríos donde pueda.

Douglas no escuchaba a Tom y Charlie. Miraba la casa de Lavinia Nebbs y decía casi para sí mismo:

—Estuve anoche en la cañada. Lo vi todo. Cuando volvía a casa pasé por aquí. Vi el vaso de limonada en la barandilla del porche, medio vacío. Pensé que me gustaría beberla. Estuve en la cañada y estuve aquí en medio de todo.

Tom y Charlie a su vez ignoraron a Douglas.

—Por otra parte —dijo Tom—, no creo realmente que el Solitario haya muerto.

—Estabas aquí esta mañana cuando vino la ambulancia a llevárselo, ¿no?

—¡Claro! —dijo Tom.

—Bueno, ése era el Solitario, ¡tonto! ¡Lee los diarios! Luego de diez años de crímenes la vieja Lavinia Nebbs lo atravesó con un par de tijeras. Me gustaría que se hubiese metido en sus propios asuntos.

—¿Querrías que se quedara quieta y dejara que le apretara el gaznate?

—No, pero lo menos que podía hacer era salir a la calle gritando: «¡El Solitario! ¡El Solitario!» y darle la posibilidad de escapar. En este pueblo hubo algo bueno hasta la medianoche de ayer. Desde entonces somos leche aguada.

—Te lo diré por última vez, Charlie. Yo digo que el Solitario no ha muerto. Le vi la cara; le viste la cara. Doug le vio la cara, ¿no, Doug?

—¿Qué? Sí. Me parece. Sí.

—Todos le vieron la cara. Contéstame esto ahora; ¿te pareció a ti el Solitario?

—Yo… —dijo Douglas, y calló.

El sol zumbó en el cielo durante cinco segundos.

—¡Dios mío! —murmuró Charlie al fin.

Tom esperaba, sonriendo.

—No se parecía nada al Solitario —jadeó Charlie—. Parecía un hombre.

—Sí, señor. Un hombre como todos, que no volaría más alto que una mosca. ¡Una mosca, Charlie! Lo menos que podía hacer el Solitario, si fuese el Solitario, es parecerse al Solitario, ¿no es cierto? Bueno, éste parecía el vendedor de caramelos del teatro Elite.

—¿Quién era entonces? ¿Algún vagabundo que vino al pueblo, entró en una casa que le pareció vacía, y estuvo allí hasta que lo mató la señorita Nebbs?

—¡Claro!

—No estoy seguro. No sabemos cómo era el Solitario. No hay fotografías. La gente sólo lo vio muerto.

—Tú y Doug y yo sabemos cómo era. Tenía que ser alto, ¿no es cierto?

—Claro…

—Y tenía que ser pálido, ¿no?

—Pálido, eso es.

—Y flaco como un esqueleto, y con pelo largo y negro, ¿no?

—Siempre lo dije.

—Y ojos grandes y saltones, verdes como de gato.

—Exactamente.

—Bueno —se burló Tom—, ya vieron al pobre hombre que se llevaron hace dos horas. ¿Cómo era?

—Bajito y colorado de cara, y algo gordo, y con poco pelo, y el poco que tenía era rubio.

¡Tom, es cierto! ¡Vamos!, ¡llama a los muchachos! ¡Tienes que decírselo como me lo dijiste a mí! El Solitario no ha muerto. Andará por ahí esta noche.

—Sí —dijo Tom y se detuvo, pensativo.

—Tom, ¡qué cabeza tienes! A ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido. Este verano iba a estropearse de veras. Y tú lo salvaste a último momento. Agosto valdrá la pena todavía.

¡Eh, muchachos!

Y Charlie corrió, moviendo los brazos, gritando.

Tom se quedó en la acera, frente a la casa de Lavinia Nebbs, muy pálido.

—¡Dios! —murmuró—, ¿en qué me he metido?

Se volvió hacia Douglas.

—Oye, Douglas, ¿en qué me he metido?

Douglas clavaba los ojos en la casa. Movió los labios.

—Yo estuve ahí, anoche, en la cañada. Vi a Elisabeth Ramsell. Pasé por aquí cuando volvía a casa. Vi el vaso de limonada en la barandilla. Anoche mismo. Pude beberlo, pienso ahora… Pude beberlo.