El reloj de la plaza sonó siete veces. Los ecos de las campanas se apagaron.
Un cálido atardecer de verano en el norte de Illinois, en este pueblo rodeado por un río, un lago, una llanura y un bosque. Las tiendas se cerraban, y las sombras cubrían las calles. Y había dos lunas. La luna del reloj con cuatro caras en cuatro direcciones nocturnas sobre el solemne y negro edificio de la plaza, y la luna real de blancura de vainilla que se alzaba desde el este.
En la casa de los helados los ventiladores suspiraban en el alto cielo raso. Algunos hombres y mujeres, invisibles, descansaban a la sombra rococó de los porches. De cuando en cuando brillaba la punta rosada de un cigarro. Las puertas de alambre giraban sobre sus goznes, golpeándose. Por los ladrillos purpúreos de las calles nocturnas, corría Douglas Spaulding.
Perros y niños iban detrás.
—¡Hola, señorita Lavinia!
Los chicos saltaron alejándose. Saludándolos con la mano, suavemente, Lavinia Nebbs se quedó sola con un alto y frío vaso de limonada en los pálidos dedos, llevándoselo a los labios, sorbiendo, esperando.
—Aquí estoy, Lavinia.
Lavinia se volvió y allí estaba Francine, de níveo blanco, al pie de los escalones del porche, entre el aroma de las zinnias y de los hibiscos. Lavinia Nebbs cerró la puerta de calle y dejando el vaso de limonada en el porche, dijo:
—Una hermosa noche para una película.
Caminaron calle abajo.
—¿A dónde van, chicas? —gritaron la señorita Fern y la señorita Roberta desde otro porche.
Lavinia respondió a través del suave océano de oscuridad.
—¡Al teatro Elite a ver a Charlie Chaplin!
—No nos atrevemos a salir —se quejó la señorita Fern—. El Solitario anda por ahí, estrangulando mujeres.
—¡Oh, Dios!
Lavinia oyó un portazo en la casa de las hermanas, y un cerrojo que caía, y siguió su camino. El cálido aliento de la noche de verano se alzaba desde la acera, tibia como un horno. Era como caminar sobre la dura corteza de un pan caliente. El calor latía bajo los vestidos, a lo largo de las piernas, como una furtiva y no desagradable invasión.
—Lavinia, tú no crees en todo ese asunto del Solitario, ¿no es cierto?
—A esas mujeres les gusta mover la lengua.
—Aun así, mataron a Hattie McDollis hace dos meses, y a Roberta Ferry el mes pasado, y ahora ha desaparecido Elisabeth Ramsell.
—Hattie McDollis era una tonta, y apostaría que se fugó con algún viajante.
—Pero las otras, todas las demás, estranguladas con la lengua fuera, dicen.
Se detuvieron a orillas de la cañada que dividía el pueblo. Detrás quedaban las casas iluminadas, y la música. Delante, el abismo, la humedad, las luciérnagas, y la sombra.
—No deberíamos ir al cine —dijo Francine—. El Solitario puede seguirnos, y matarnos. No me gusta la cañada. ¡Mírala ahí!
Lavinia miró y la cañada era una dínamo que nunca dejaba de marchar, noche y día; había un gran zumbido, y se oía el susurro de una criatura, un insecto, o aún una planta. Olía como un invernadero, con pizarras húmedas y arenas movedizas. Y la negra dínamo zumbaba con chispas eléctricas, cuando las luciérnagas se movían en el aire.
—No seré yo quien cruce tarde, de noche, la vieja cañada. Serás tú, Lavinia; tú bajarás los escalones y cruzarás el puente, y quizá esté allí el Solitario.
—¡Dios! —dijo Lavinia Nebbs.
—Apuesto a que vendrás sola, escuchándote los zapatos, sin mí; Harás sola todo el viaje de vuelta a tu casa, Lavinia. ¿No te sientes sola en esa casa?
—A las solteronas les gusta vivir solas. —Lavinia apuntó al cálido y oscuro sendero que descendía a la oscuridad—. Tomemos el atajo.
—¡Tengo miedo!
—Es temprano. El Solitario sale más tarde.
Lavinia tomó por el brazo a la otra y la llevó más y más abajo por el zigzagueante sendero, hacia el cálido sonido de los grillos y las ranas, y el delicado silencio de los mosquitos. Se movieron de prisa entre las hierbas calcinadas por el verano, y las briznas les picotearon los tobillos.
—¡Corramos! —jadeó Francine.
—¡No!
El sendero se dobló en una… y allí estaba.
En la noche profunda y musical, amparada por los árboles cálidos, como si se hubiese acostado a disfrutar de las dulces estrellas y el viento suave, con las manos a los lados como los remos de una delicada embarcación, yacía Elisabeth Ramsell.
Francine gritó.
—¡No grites! —Lavinia puso las manos sobre la boca de Francine que se quejaba y ahogaba—. ¡No, no!
La mujer yacía como si flotara en la hierba, con la cara iluminada por la luna, los ojos muy abiertos y como pedernales, la lengua fuera de la boca.
—¡Está muerta! —dijo Francine—. ¡Oh, está muerta!
La figura de Lavinia se alzaba en medio de mil sombras cálidas entre voces de ranas y grillos.
—Será mejor que avisemos a la policía —dijo al fin.
—Sosténme Lavinia, sosténme. Siento frío. ¡Oh, nunca sentí más frío en mi vida!
Lavinia sostuvo a Francine y los policías se apresuraron entre las hierbas crujientes, lanzando alrededor las luces de las linternas, uniendo las voces. La noche avanzó hacia las ocho y media.
—Es como diciembre, necesitaría un abrigo —dijo Francine, con los ojos cerrados, apoyándose en Lavinia.
—Me parece que ya pueden irse, señoras —dijo el policía—. Mañana en la oficina completaremos el interrogatorio.
Lavinia y Francine se alejaron de los policías y de la sábana que cubría aquella cosa delicada, sobre la hierba.
Lavinia sintió que el corazón le latía ruidosamente, y tuvo frío también, un frío de febrero.
Una nieve repentina le mordía la carne, y los dedos eran más blancos a la luz de la luna.
Sólo ella hablaba, mientras Francine lloraba a su lado.
—Señoras, ¿quieren compañía? —dijo una voz lejana.
—No, nos arreglaremos —le dijo Lavinia a nadie.
Caminaron por la cañada susurrante, la cañada de los murmullos y los crujidos, el mundo de investigaciones que iba empequeñeciéndose con sus voces y luces.
—Nunca había visto un muerto —dijo Francine. Lavinia examinó su reloj como si estuviese a mil kilómetros de distancia, en un brazo y una muñeca increíblemente lejanos.
—Son sólo las ocho y media. Recogeremos a Helen e iremos al cine.
Francine se sobresaltó.
—¡Al cine!
—Sí. Hay que olvidar. Si nos vamos a casa, recordaremos. Iremos al cine, como si nada hubiese ocurrido.
—¡Lavinia, no hablas seriamente!
—Nunca hablé más seriamente en mi vida. Necesitamos reírnos y olvidar.
—Pero Elisabeth queda allá… nuestra amiga… mi…
—No podemos ayudarla. Pensemos en nosotras. Vamos. Salieron de la cañada y caminaron por el sendero de piedra, en la oscuridad. Y allí, de pronto, cerrándoles el camino, inmóvil, sin ver a las mujeres, y mirando las luces móviles y el cuerpo, y escuchando las voces de los policías, apareció Douglas Spaulding.
Estaba allí, blanco como un hongo, con las manos a los lados, los ojos fijos en la cañada.
—¡Vete a tu casa! —gritó Francine.
Douglas no la oyó.
—¡Tú! —chilló Francine—. Vete a tu casa, vete de aquí, ¿oyes? ¡Vete, vete!
Douglas sacudió la cabeza, y las miró como si no estuviesen allí. Abrió la boca. Emitió un balido. Luego, silenciosamente, dio media vuelta y corrió. Corrió silenciosamente hacia las lomas distantes, en la tibia oscuridad.
Francine lloró y lloró otra vez, y siguió caminando con Lavinia Nebbs.
—¡Al fin! ¡Pensé que nunca vendríais! —Helen Greer, en el escalón más alto del porche, golpeaba con un pie impacientemente—. Sólo os habéis retrasado una hora. ¿Qué pasó?
—Nosotras… —empezó a decir Francine.
Lavinia le apretó el brazo.
—Hubo un alboroto. Encontraron a Elizabeth Ramsell en la cañada.
—¿Muerta? ¿Estaba… muerta?
Lavinia asintió. Helen abrió la boca y se llevó la mano a la garganta.
—¿Quién la encontró?
Lavinia sostuvo firmemente la muñeca de Francine.
—No sabemos.
Las tres jóvenes se miraron en la noche de verano.
—Me parece que voy a encerrarme en casa —dijo Helen.
Pero al fin fue a buscar un abrigo, pues aunque hacía calor, se quejó también del repentino frío invernal. Mientras la esperaban, Francine susurró rápidamente:
—¿Por qué no se lo dijiste?
—¿Y por qué alterarla? —dijo Lavinia—. Mañana. Mañana habrá tiempo.
Las tres mujeres caminaron a lo largo de la calle bajo los árboles negros, ante casas de pronto cerradas. Qué pronto se habían difundido las noticias de casa en casa, de porche en porche, de teléfono en teléfono. Ahora, mientras pasaban, las tres mujeres sintieron que unos ojos las miraban desde ventanas encortinadas y se echaban los cerrojos. Qué raras las bebidas gaseosas, la noche de vainilla, la noche de helados empaquetados, de brazos con loción contra mosquitos, la noche de chicos que corrían y que de pronto fueron arrancados de sus juegos y puestos detrás de vidrios y maderas, y las botellas de gaseosa en charcos de lima y frutillas, donde habían caído cuando llevaron a los chicos puertas adentro. Raros los cuartos sofocantes con gente que transpiraba y se apretaba detrás de pestillos y cerrojos de bronce. Pelotas y palos de béisbol quedaban en la hierba. La rayuela dibujada a medias en la acera humeante. Era como si alguien hubiera pronosticado una helada hacía un momento.
—Es una locura salir en una noche como ésta —dijo Helen.
—El Solitario no matará a tres mujeres —dijo Lavinia—. El número nos protege. Y además es demasiado pronto. Los crímenes ocurren una vez por mes.
Una sombra cruzó ante los rostros aterrorizados de las tres mujeres. Una figura salió de detrás de un árbol. Como si alguien hubiese dado un puñetazo terrible en el teclado de un órgano, las tres lanzaron un grito, en tres distintas notas agudas.
—¡Las tengo! —rugió una voz.
El hombre se lanzó contra ellas. Salió a la luz, riéndose. Se apoyó contra un árbol, apuntando débilmente a las mujeres, riéndose otra vez.
—¡Ea! ¡Soy el Solitario! —dijo Frank Dillon.
—¡Frank Dillon!
—¡Frank!
—Frank —dijo Lavinia—, si sigues haciendo tonterías, ¡alguien te va a acribillar a balazos!
Francine se echó a llorar histéricamente.
—¡Qué broma horrible!
Frank Dillon dejó de sonreír.
—Caramba, lo siento.
—¡Vete! —gritó Lavinia—. ¿No has oído lo de Elisabeth Ramsell? ¡La encontraron muerta en la cañada! ¡Asustando mujeres! ¡No nos hables más!
—Este, bueno…
Las mujeres echaron a caminar. Frank quiso seguirlas.
—Quédese ahí, señor Solitario, y asústese a sí mismo. Vaya a mirarle la cara a Elisabeth Ramsell y vea si es algo gracioso. ¡Buenas noches!
Lavinia arrastró a las otras dos a lo largo de la calle de árboles y estrellas. Francine se llevaba un pañuelo a la cara.
—Francine, fue sólo una broma. —Helen se volvió hacia Lavinia—. ¿Por qué llora de ese modo?
—Te lo diremos luego. ¡Iremos al cine contra viento y marea! Vamos, preparad el dinero; ya estamos casi.
La droguería era un charco de aire perezoso que los grandes ventiladores de madera llevaban en olas de árnica, y aguas tónicas y gaseosas hacia las calles de ladrillo.
—Cinco centavos de caramelos masticables de menta —le dijo Lavinia al hombre del mostrador. El hombre tenía una cara rígida y pálida, como todas las caras que habían visto en las calles semidesiertas—. Para el cine —añadió Lavinia mientras el hombre sacaba cinco centavos de caramelos con una palita de plata.
—Están ustedes muy bonitas. Esta tarde llamaba usted la atención cuando vino a buscar el refresco de chocolate. Estaba tan linda y elegante que alguien preguntó por usted.
—¿Eh?
—Un hombre sentado delante del mostrador la vio salir. Me dijo: «¡Eh! ¿Quién es ésa?».
«Lavinia Nebbs, naturalmente, la chica más bonita del pueblo», dije. «Es hermosa», dijo él.
«¿Dónde vive?».
El droguero se detuvo, incómodo.
—¡No! —dijo Francine—. ¡No le habrá dado la dirección!
—No lo pensé. «En Park Street, ya sabe, cerca de la cañada», dije. Una frase casual. Pero ahora, esta noche, cuando me dijeron que habían encontrado el cadáver, pensé: «Oh, Dios mío, ¡qué he hecho!».
Le alcanzó a Lavinia el paquete con demasiados caramelos.
—¡Tonto! —gritó Francine, con los ojos húmedos.
—Lo siento. Por supuesto, quizá no era nada.
Los otros tres miraron a Lavinia, le clavaron los ojos. Lavinia no sentía nada. Excepto, quizá, un cosquilleo de excitación en la garganta. Sacó automáticamente el dinero.
—Nada por los caramelos —dijo el hombre, volviéndose para arrugar unos papeles.
—Bueno, ¡sé qué vamos a hacer ahora! —Helen salió a la calle—. Llamaré un taxi para que nos lleve a casa. No estaré entre las víctimas de la cacería, Lavinia. Ese hombre no pensaba nada bueno. Preguntando por ti. No querrás aparecer muerta en la cañada.
—Era sólo un hombre —dijo Lavinia, girando lentamente para mirar el pueblo.
—Sí, y Frank Dillon es sólo un hombre, pero quizá sea también el Solitario.
Francine no había venido con ellas, advirtieron, y volviéndose la vieron llegar.
—Le pedí que me lo describiera. Que me describiera su aspecto. Un desconocido, dijo. Traje oscuro. Pálido y delgado.
—Estamos todas muy excitadas —dijo Lavinia—. No tomaré ese taxi. Si soy la próxima víctima, déjenme serlo. La vida no es muy animada, menos para una solterona de treinta y tres años. Por otra parte, es tonto, no soy bonita.
—Oh, Lavinia, eres la más bonita del pueblo; ahora que Elisabeth… —Francine se detuvo—. Mantienes a los hombres a distancia. ¡Si fueses un poco más accesible, te hubieras casado hace años!
—Basta de lloriquear, Francine. Ya estamos en el cine. Voy a pagar cuarenta centavos para ver a Charles Chaplin. Si queréis tomar un taxi, entraré sola, y volveré sola.
—Lavinia, estás loca; no permitiremos que hagas eso…
Entraron en el cine.
La primera función había terminado, y se veían unas pocas personas en la sala, débilmente iluminada. Las tres mujeres se sentaron en el medio, adelante, donde se olían los viejos bronces pulidos, y observaron al gerente que se abría paso entre las cortinas rejas para hacer un anuncio.
—La policía nos ha pedido que cerremos temprano, para que todos puedan llegar a sus casas a hora decente. Por lo tanto vamos a suprimir las variedades y empezaremos en seguida por el programa principal. Terminaremos a las once. Se aconseja a todos que vayan directamente a sus casas. No se entretengan.
—¡Eso es para nosotras, Lavinia! —susurró Francine.
Las luces se apagaron. La pantalla se animó.
—Lavinia —murmuró Helen.
—¿Qué?
—Cuando entrábamos, un hombre de traje oscuro cruzó la calle, y nos siguió. Está sentado en la fila de atrás.
—¡Oh, Helen!
—¿Exactamente detrás?
Las tres mujeres se volvieron, una a una.
Vieron allí un rostro blanco que centelleaba con la luz demoníaca de la pantalla de plata. En la oscuridad, en todas partes, rondaban caras de hombres.
—¡Llamaré al gerente! —Helen salió al pasillo—. ¡Paren la película! ¡Luces!
—¡Helen, vuelve! —dijo Lavinia incorporándose.
Dejaron en el mostrador los vasos de soda vacíos, y cada una de las mujeres tenía un bigote de vainilla, que se sacaron con la lengua, riéndose.
—¿Viste qué tontería? —dijo Lavinia—. Todo ese alboroto, para nada. ¡Qué vergüenza!
—Lo siento —dijo Helen débilmente.
El reloj indicaba las once y media. Habían dejado la sala oscura, riéndose de Helen, apartándose del susurrante grupo de hombres y mujeres que corrían a todas partes, a ninguna parte. Helen trataba de reírse de sí misma.
—Helen, cuando corriste por el pasillo gritando: «¡Luces!», pensé que me moría. ¡Pobre hombre!
—¡El hermano del gerente, de Racine!
—Pedí disculpas —dijo Helen, alzando los ojos hacia el gran ventilador, que giraba aún revolviendo el tibio aire de la noche, moviendo una y otra vez los olores de vainilla, frambuesa, menta y desinfectante.
—No debíamos habernos retrasado. La policía…
—Oh, al diablo con la policía —rió Lavinia—. No tengo miedo. El Solitario está a un millón de kilómetros. Tardará semanas en volver, y la policía lo cazará entonces. Ya veréis, ¿no era maravillosa la película?
—Vamos a cerrar, señoritas.
El droguero apagó las luces en el fresco silencio de losas blancas.
Afuera, en las calles, no había coches, camiones o gente. Unas luces brillantes ardían aún en los escaparates de las tiendas. Unas muñequitas de cera alzaban allí una manitas de cera rosada donde brillaban anillos de diamantes de un blanco azulado, o exhibían piernas de cera anaranjada mostrando las medias. Los cálidos ojos de vidrio azul de los maniquíes observaban a las mujeres que flotaban en el cauce seco de la calle, y las imágenes temblaban en los escaparates como capullos bajo rápidas aguas oscuras.
—Si gritamos, ¿te parece que harán algo?
—¿Quiénes?
—Los maniquíes, la gente de los escaparates.
—Oh, Francine.
—Bueno…
Había mil figuras en los escaparates, rígidas y silenciosas, y cuando los tacos golpeaban el caldeado pavimento, los ecos las seguían desde los frentes de las tiendas, como disparos de rifle.
Un anuncio rojo centelleó débilmente, zumbando como un insecto moribundo.
Tibias y blancas, se extendían las largas avenidas. Susurrantes y altos, en un viento que sólo rozaba las pobladas copas, los árboles se alzaban a un lado y a otro. Vistas desde la torre de los tribunales, las mujeres parecían tres lejanas flores de cardo.
—Primero te acompañaré a tu casa, Francine.
—No, yo te acompañaré a ti.
—No seas tonta. Tú vives en Electric Park. Si me acompañas tendrás que cruzar sola la cañada. Y si te cae una hoja encima, morirás del susto.
—Puedo quedarme esta noche contigo —dijo Francine—. ¡Eres la bonita!
Caminaron, flotaron, como tres pulcros vestidos sobre un mar de hierbas y cemento iluminado por la luna. Lavinia miraba los árboles negros, que pasaban a su lado; escuchaba a sus amigas, que murmuraban; trataba de reír. Y la noche parecía apresurarse, y ellas parecían correr aunque caminaban lentamente, y todo parecía tan rápido y del color de la nieve tibia.
—Cantemos —dijo Lavinia.
Cantaron.
—Brilla, brilla, luna de agosto…
Cantaron dulce y serenamente, tomadas del brazo, sin mirar hacia atrás. Sintieron que la acera se enfriaba mientras caminaban y caminaban.
—¡Escuchad!
Lavinia escuchó. En la oscuridad crujió la hamaca de un porche, y allí estaba el señor Terle, mudo, solo en su hamaca, fumando un último cigarro. Vieron la ceniza rosada que se balanceaba suavemente, de aquí para allá.
Ahora se apagaban las luces poco a poco. Las luces de la casita, y las luces del caserón, y las luces amarillas, y las luces verdes de los faroles, las velas y las lámparas de aceite, y las luces de los porches. Todo se encerró en bronce, hierro y acero; todo, pensó Lavinia, ha sido empaquetado, y cerrado, y envuelto, y guardado. Imaginó a la gente en sus camas, a la luz de la luna, tranquilamente acostada en los cuartos de la noche estival. Y aquí nosotras, pensó Lavinia, que vamos por la acera nocturna del verano. Y sobre nosotras, las luces solitarias de la calle, las sombras tambaleantes.
—Aquí está tu casa, Francine. Buenas noches.
—Lavinia, Helen, quedaos. Es tarde, casi medianoche. Podéis dormir en el vestíbulo.
¡Prepararé chocolate!
Francine retenía ahora apretadamente a las otras dos.
—No, gracias —dijo Lavinia.
Francine se echó a llorar.
—Oh, no, otra vez, Francine —dijo Lavinia.
—No quiero que te mueras —sollozó Francine, con las lágrimas rodándole por las mejillas—. Eres tan buena y hermosa, y quiero que vivas; Por favor, ¡oh, por favor!
—Francine, no sabía que esto te había alterado tanto. Te telefonearé cuando llegue.
—Oh, ¿lo harás?
—Para decirte que estoy bien, sí. Y mañana haremos un picnic en Electric Park. Con sandwiches de jamón que prepararé yo misma. ¿Qué te parece? Ya verás. ¡Viviré eternamente!
—¿Me telefonearás entonces?
—Te lo he prometido, ¿no?
—¡Buenas noches, buenas noches!
Francine corrió escaleras arriba y desapareció detrás de una puerta que se cerró inmediatamente con pestillo y cerrojo.
—Ahora —le dijo Lavinia a Helen— iremos a tu casa.
El reloj de la alcaldía dio la hora. Los sonidos atravesaron un pueblo solitario, más solitario que nunca, y se apagaron sobre calles desiertas, y terrenos desiertos, y jardines desiertos.
—Nueve, diez, once, doce —contó Lavinia, con Helen del brazo.
—¿No te sientes rara? —preguntó Helen.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando una piensa que estamos aquí en la calle, bajo los árboles, y toda esa gente a salvo detrás de las puertas acostada. Somos prácticamente las únicas personas que caminan al aire libre en mil kilómetros a la redonda.
Se oyeron más cerca los sonidos de la cañada húmeda, oscura y profunda.
Un minuto después llegaban a la casa de Helen, y se miraron un rato. El viento trajo el olor del césped cortado. La luna se hundía en el cielo, donde había ahora unas pocas nubes.
—Supongo que es inútil pedirte que te quedes, Lavinia.
—Iré a casa.
—A veces…
—¿A veces qué?
—A veces pienso que la gente quiere morir. Has estado muy rara toda la noche.
—No tengo miedo —dijo Lavinia—. Y soy curiosa, supongo. Y uso la cabeza. Lógicamente. El Solitario no puede rondar por ahí. Los policías, y todo.
—Los policías están acostados, escondidos bajo las mantas.
—Digamos que me divierto, no mucho, pero sin peligro. Si pudiera ocurrirme algo, me quedaría contigo.
—Quizá una parte de ti no desee seguir viviendo.
—¡Tú y Francine!
—Me sentiré tan culpable. Bebiendo coco mientras cruzas la cañada.
—Bebe una taza por mí. Buenas noches. Lavinia Nebbs caminó sola por la calle de medianoche, a lo largo del silencio. Miró las casas de ventanas oscuras, y oyó a lo lejos un ladrido. Dentro de cinco minutos, pensó, estaré a salvo en casa. Dentro de cinco minutos le telefonearé a la tontita de Francine. En…
Oyó la voz de un hombre.
La voz cantaba muy lejos, entre los árboles.
—Oh, dame una noche de junio, la luz de la luna y tú.
Lavinia se apresuró un poco.
—En mis brazos… con todos tus encantos… —cantó la voz.
Calle abajo, a la pálida luz de la luna, un hombre caminaba lenta y distraídamente.
Puedo ir a golpear una puerta, pensó Lavinia, si es necesario.
—Oh, dame una noche de junio —cantó el hombre, que llevaba en la mano una larga cachiporra—, la luz de la luna y tú. Bueno, ¡miren quién está aquí! ¡Qué horas para pasearse, señorita Nebbs!
—¡Oficial Kennedy!
—¡Será mejor que la acompañe!
—Gracias, no se moleste.
—Pero vive del otro lado de la cañada.
Sí, pensó Lavinia, pero no la cruzaré con ningún hombre, ni con un policía. ¿Cómo puedo saber quién es el Solitario?
—No —dijo—; cruzaré corriendo.
—Esperaré aquí —dijo el oficial—. Si necesita ayuda, dé un grito.
—Gracias.
Lavinia se alejó, dejándolo bajo una luz, canturreando entre dientes, solo.
Aquí estoy, pensó Lavinia.
La cañada.
Se detuvo al borde de los ciento trece escalones que descendían la empinada ladera y el puente de setenta metros que llevaba a las colinas de Park Street. Sólo había un farol.
Dentro de tres minutos, pensó, pondré la llave en la puerta de casa. Nada puede pasar en sólo ciento ochenta segundos.
Empezó a descender la larga y verdosa escalera hacia la profunda cañada.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez escalones.
Lavinia creía correr, aunque no corría.
—Quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte escalones —jadeó—. ¡Un quinto del camino!
La cañada era profunda, negra y negra, ¡negra! Y el mundo quedaba atrás, el mundo de la gente a salvo en sus camas, las puertas cerradas con llave, el pueblo, la droguería, el teatro, las luces, todo quedaba atrás. Sólo la cañada existía y vivía, negra y enorme, envolviéndola.
—Nada ha ocurrido, ¿no es así? No hay nadie, ¿no es cierto? Veinticuatro, veinticinco escalones. ¿Recuerdas aquel viejo cuento de fantasmas de tu niñez?
Lavinia escuchó el sonido de sus zapatos en los escalones.
—El cuento de un hombre que va a tu casa cuando estás acostada. Y ahora sube a tu cuarto. Está en el primer escalón. Y ahora está en el segundo escalón. Y ahora en el duodécimo escalón, y ahora abre la puerta de tu cuarto, y ahora está junto a tu cama. ¡Y ahora te agarró!
Lavinia dio un grito. Un grito que jamás había oído en su vida. Nunca había gritado así. Se detuvo, petrificada, tomándose de la barandilla de madera. El corazón le estalló en el pecho.
El ruido de la terrible explosión llenó el universo.
—¡Allí, allí! —se gritó a sí misma—. Al pie de los escalones. ¡Un hombre, a la luz! ¡No, ha desaparecido! ¡Esperaba allí!
Lavinia escuchó.
El puente estaba desierto.
Nada, pensó, llevándose las manos al corazón. Nada. ¡Tonta! Ese cuento que me conté a mí misma. ¡Qué tonta! ¿Qué haré?
Los latidos se apagaron.
¿Llamaré al oficial? ¿Habrá oído mi grito?
Escuchó. Nada. Nada.
Seguiré adelante. ¡Ese cuento tonto!
Contó otra vez los escalones.
—Treinta y cinco, treinta y seis, ¡cuidado!, no tropieces. ¡Oh, soy una tonta! Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y dos. Casi la mitad del camino.
Se endureció otra vez.
Espera, se dijo.
Dio un paso. Hubo un eco.
Dio otro paso.
Otro eco. Otro paso, una fracción de segundo después.
—Alguien me sigue —le susurró a la cañada, a los grillos negros, a las ranas escondidas y verdosas, al agua negra—. Alguien baja la escalera conmigo. No me atrevo a volverme.
Otro paso, otro eco.
—Cada vez que doy un paso, él da otro. Un paso y un eco.
Débilmente, preguntó desde la cañada:
—Oficial Kennedy, ¿es usted? Los grillos callaron.
Los grillos escuchaban. La noche escuchaba. Todos los lejanos prados nocturnos, y todos los árboles nocturnos del verano se habían inmovilizado de pronto. Las hojas, los arbustos, las estrellas y las hierbas escuchaban el corazón de Lavinia Nebbs. Y quizá a mil kilómetros de distancia, en regiones que cruzaba, solitaria, la locomotora, en una estación desierta, un pasajero que leía un pálido periódico a la luz de una lampara desnuda, alzaría la cabeza y pensaría. «¿Qué es eso? Una marmota, seguramente, que golpea en algún tronco hueco».
Pero era Lavinia Nebbs. Era el corazón de Lavinia Nebbs.
Silencio. Un silencio de noche de verano que se extendía en mil kilómetros a la redonda, y cubría la tierra como un mar blanco y sombrío.
Más rápido, ¡más rápido! Lavinia bajó los escalones.
—¡Corre!
Oyó música. Curiosamente, tontamente, oyó una oleada de música que caía sobre ella, y comprendió mientras corría, dominada por el pánico y el terror, que una parte de su mente creaba ahora un drama, sacado de la turbulenta partitura musical de algún otro drama privado, y la música se apresuraba y la impulsaba, cada vez más rápidamente, sondeando e introduciéndose, más y más, en la cañada sombría.
Sólo un trecho, rogó. ¡Ciento ocho, ciento nueve, ciento diez escalones! ¡El fondo! ¡Corre ahora! ¡Por el puente!
Le dijo a las piernas qué debían hacer, a los brazos, el cuerpo, el terror. En ese blanco y terrible momento se aconsejó a sí misma, y corrió sobre las rugientes aguas del arroyo, sobre las tablas del puente, huecas, resonantes, oscilantes, casi vivas, seguida por aquellos pasos apresurados, seguida por la música también, la música que chillaba y balbuceaba.
Me sigue, no te vuelvas, no mires, si lo ves, no podrás moverte, te asustarás tanto. Corre, ¡corre!
Corrió por el puente.
¡Oh, Dios, Dios, por favor, por favor dejame llegar a la loma! Ahora la senda. ¡Oh, Dios, qué oscuridad, y todo tan lejano! Si gritara ahora, de nada serviría; no puedo gritar, de todos modos. Aquí está la cima de la loma, aquí está la calle, ¡oh, Dios, permite que me salve, si me salvo nunca más saldré sola!, fui una tonta, lo admito, fui una tonta, no conocía el miedo; pero si me dejas llegar a casa, no saldré nunca más sin Helen o Francine. Aquí está la calle. ¡Hay que cruzar la calle!
Cruzó la calle y corrió por la acera.
¡Oh, Dios, el porche! ¡Mi casa! ¡Oh, Dios, dame tiempo de entrar y cerrar con llave, y me salvaré!
Y allí —algo tonto ahora, por qué lo notaba, no había tiempo, no había tiempo—, allí estaba de todos modos, brillante, en la barandilla del porche, el vaso medio lleno de limonada que había dejado allí hacía mucho tiempo, un año, ¡esa tarde! El vaso de limonada calmo, imperturbable, allí en la barandilla, y…
Oyó sus propios pasos en el porche, torpes, y sintió que las manos buscaban y rascaban la cerradura con la llave. Oyó su corazón; oyó el grito, adentro.
La llave entró.
¡Abre la puerta, rápido, rápido!
La puerta se abrió.
¡Ahora adentro! ¡Cierra!
Cerró de un portazo.
—¡Ahora la llave, la barra, el cerrojo! —jadeó miserablemente—. ¡Cierra, cierra, cierra!
La puerta se cerró con llave y cerrojo.
La música se detuvo. Lavinia escuchó otra vez su corazón, que calló lentamente.
¡En casa! ¡Oh, Dios, a salvo en casa! ¡A salvo, a salvo, a salvo en casa! Se apoyó contra la puerta. ¡A salvo, a salvo! Escucha. Ni un ruido. ¡A salvo, a salvo, oh, gracias a Dios, a salvo en casa! Nunca saldré otra vez de noche. Me quedaré aquí. Nunca iré otra vez a la cañada.
¡A salvo, a salvo en casa! ¡Qué bien! ¡A salvo! ¡A salvo adentro, con la puerta cerrada!
¡Espera! Mira por la ventana.
Lavinia miró.
¡Pero si no hay nadie! ¡Nadie! Nadie me seguía. Nadie corría detrás de mí. Lavinia suspiró y casi se rió de sí misma. Es razonable, se dijo. Si me hubiese seguido un hombre, me hubiera alcanzado. No corro rápidamente… Y no hay nadie en el porche o en la acera. ¡Qué tonta fui! Corría sin motivo. La cañada es un lugar tan seguro como cualquier otro. Sin embargo, es bueno estar en casa. La casa es el único lugar realmente cálido y tranquilo, el único lugar donde se puede estar.
Lavinia extendió la mano hacia la llave de la luz y se detuvo.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué? ¿Qué?
Detrás de ella, en el vestíbulo, alguien carraspeó.