Douglas Y Tom y Charlie llegaron jadeando por la calle soleada.
—Tom, dime la verdad.
—¿Qué verdad?
—¿Qué ha ocurrido con los finales felices?
—Puedes verlos en el cine, los sábados a la tarde.
—Sí, ¿pero y en la vida real?
—Sólo sé decirte que cuando me acuesto de noche me siento muy bien. Es el final feliz del día. A la mañana siguiente me levanto y quizá las cosas anden mal. Pero me basta recordar que esa noche me iré a la cama, y que estar acostado un rato arregla las cosas.
—Hablo del señor Forrester y la señorita Loomis.
—Nada podemos hacer. Ella ha muerto.
—¡Ya sé! ¿Pero no te parece que alguien se equivocó en este asunto?
—¿Te refieres a que él pensaba que ella tenía la edad del retrato, y ella un trillón de años?
No, señor, pienso que fue magnífico.
—¿Magnífico?
—Los últimos días cuando el señor Forrester me contó un poco una vez y otro poco otra, y yo al fin junté los pedazos, lloré mucho. No sé por qué, Yo no hubiera cambiado nada. Si no, ¿de qué hablaríamos? Además, me gusta llorar. Luego de llorar es como si fuera otra vez la mañana, y empezara el día.
—Te oí.
—No admites que a ti también te gusta llorar. Lloras un tiempo y todo está bien. Y ahí tienes el final feliz. Y estás listo para salir otra vez y andar con los muchachos. ¡Todo empieza de nuevo! En cualquier momento el señor Forrester pensará un poco y verá que es la única salida; y entonces llorará, y luego mirará alrededor y verá que es otra vez la mañana, aunque sean las cinco de la tarde.
—No me parece un final feliz.
—Un buen sueño o diez minutos de lágrimas o un poco de helado de chocolate, o todo junto es la mejor medicina, Doug. Te lo dice el doctor Tom Spaulding.
—Cállense, muchachos —dijo Charlie—. ¡Hemos llegado casi!
Doblaron una esquina.
En medio del invierno habían buscado alguna huella del verano, y la habían encontrado en los hornos de los sótanos, o en hogueras a orillas de los helados estanques, de noche.
Ahora, en verano, buscaban algún fragmento del olvidado invierno.
Una continua llovizna cayó sobre ellos, refrescándolos, desde un gran edificio de ladrillos.
Leyeron el anuncio que conocían de memoria: CASA DE HIELO DEL VERANO.
¡La casa de hielo del verano en un día de verano! Se rieron y entraron a espiar en la inmensa caverna, donde en trozos de cincuenta, cien y doscientos kilos, los glaciares, los icebergs, las caídas pero no olvidadas nieves de enero dormían en vapores de amoníaco y gotas de cristal.
—Siente eso —suspiró Charlie Woodman—. ¿Qué más puedes pedir?
El aliento del invierno soplaba una y otra vez sobre ellos, que aún de pie en el día abrasador, olían la madera húmeda de la plataforma. Una niebla perpetua se extendía en arco iris desde la máquina del hielo.
Mordieron unos trozos de hielo envueltos en pañuelos, pues se les helaban las manos.
—Todo ese vapor, toda esa niebla —susurró Tom—. La reina de las nieves. Nadie cree hoy en reinas de las nieves. No sería raro que se escondiese aquí.
Los niños miraron y vieron que los vapores se alzaban y flotaban en largas bandas de humo frío.
—No —dijo Charlie—. ¿Sabes quién vive aquí? Sólo un hombre. Un hombre que te pone la carne de gallina. —Charlie bajó la voz—. El Solitario.
—¿El Solitario?
—Nació, creció, ¡y vive aquí! ¡Todo este verano, Tom, todo este frío, Doug! ¿De qué otro lugar puede salir para estremecernos en las noches más calurosas del año? ¿No huele a él?
Claro que sí. El Solitario… El Solitario.
Tom aulló.
—No te asustes, Doug. —Charlie sonrió con una mueca—. Le puse a Tom un poco de hielo en la espalda, eso es todo.