XXIX

—¡Ahora!

—¡Veintinueve!

—¡Ahora!

—¡Treinta!

—¡Ahora!

—¡Treinta y una!

La palanca cayó. Las amarillas tapas de estaño, que cerraban las botellas llenas, centelleaban. El abuelo le alcanzó a Douglas la última botella.

—La segunda cosecha del año. Junio ya está en los estantes. Aquí julio. Y ahora agosto.

Douglas alzó la botella de vino tibio, pero no la puso en el estante. Miró las otras botellas numeradas que esperaban allí, todas parecidas, iguales, todas brillantes, todas regulares, todas llenas.

Ahí está el día en que descubrí que estaba vivo, pensó. ¿Por qué la botella no brilla más que las otras?

Ahí está el día en que John Huff cayó del acantilado del mundo, y desapareció. ¿Por qué no es más oscura que las otras?

¿Dónde, dónde estaban los perros del verano que habían saltado como delfines en las mareas del trigo, que el viento trenzaba y destrenzaba? ¿Dónde estaba el olor eléctrico de la Máquina Verde y el tranvía? ¿Lo recordaba el vino? ¡No! Parecía que no, por lo menos.

En alguna parte, un libro decía que todas las conversaciones, todas las canciones que se habían oído una vez vibraban aún en el espacio, y que si uno viajaba hasta la constelación del Centauro podía oír a George Washington mientras hablaba en sueños, o a César sorprendido por el cuchillo en la espalda. Esto en cuanto a sonidos. ¿Y la luz? Todas las cosas una vez vistas, no morían, no podían morir. En alguna parte, buscando en el mundo, quizá en los goteantes y múltiples panales de las abejas inflamadas por el polen, donde la luz era una savia de ámbar, o en los treinta mil lentes del enjoyado cráneo de la libélula del mediodía, uno podía encontrar todos los colores y visiones del universo, de un año cualquiera. Y si uno vertía una sola gota de este vino bajo un microscopio, quizá todo el Cuatro de Julio estallaría como los fuegos artificiales de una erupción del Vesubio. Había que creerlo.

Y sin embargo… mirando la botella con un número que señalaba el día en que el coronel Freeleigh había tropezado, hundiéndose dos metros bajo tierra, Douglas no podía descubrir ni un gramo de sedimento oscuro, ni una mota de polvo harinoso de la manada de bisontes, ni una escama de azufre de los rifles de Shiloh…

—Listo agosto —dijo Douglas—. Sí. Pero tal como van las cosas no habrá máquinas, ni amigos, y muy pocos dientes de león para la próxima cosecha.

—¡Tan! ¡Tan! Pareces una campana que dobla a muerto —dijo el abuelo—. Hablar así es peor que blasfemar. Sin embargo, no te limpiaré la boca con jabón. Un vasito de vino es lo más indicado. Toma, bebe. ¿A qué sabe?

—¡Soy un tragafuegos! ¡Huy!

—Ahora arriba. Corre diez veces alrededor de la manzana, da cinco saltos mortales, súbete a dos árboles y te sentirás como un director de orquesta y no como un funebrero. ¡En marcha!

Mientras corría, Douglas pensó: Una vuelta, dos saltos y un árbol será suficiente.