—¡BUM! —Dijo Tom—. Bum. Bum. Bum.
Estaba sentado en el cañón de la guerra civil, en la plaza.
Douglas, frente al cañón, se llevó las manos al pecho y cayó sobre los hierros. No se incorporó; se quedó allí, con el rostro pensativo.
—Parece que fueras a sacar el lápiz en cualquier momento —dijo Tom.
—¡Déjame pensar! —dijo Douglas, mirando el cañón. Se echó de espaldas y miró el cielo y los árboles—. Tom, se me acaba de ocurrir.
—¿Qué?
—Ayer murió Ching Ling Soo. Ayer la guerra civil terminó para siempre en este pueblo.
Ayer murió aquí el señor Lincoln, y también el general Lee y el general Grant y otros cien mil que miraban al norte o al sur. Y ayer a la tarde, en casa del coronel Freeleigh, una manada de búfalos tan grande como todo Green Town, Illinois, cayó por un precipicio hacia la nada. Ayer una gran cantidad de polvo se asentó para siempre. Y en ese momento no me di cuenta. ¡Es terrible, Tom, terrible! ¿Qué vamos a hacer sin esos búfalos? ¿Qué vamos a hacer sin esos soldados y esos generales Lee y Grant y Honest Abe? ¿Qué vamos a hacer sin Ching Ling Soo? Nunca imaginé que tantos pudiesen morir tan rápidamente, Tom. Pero así es. ¡Así es!
La voz de Douglas se apagó lentamente. Tom, sentado a horcajadas sobre el cañón, miró a su hermano.
—¿Trajiste la libreta de notas?
Douglas meneó la cabeza.
—Será mejor que vayas a casa y anotes todo eso antes de olvidarlo. No todos los días te cae encima la mitad de la población del mundo.
Douglas se sentó, y se puso de pie. Se paseó por la plaza mordiéndose el labio inferior.
—¡Bum! —dijo Tom quedamente—. ¡Bum! ¡Bum!
Luego alzó la voz.
—¡Doug, te maté tres veces! Doug, ¿me oyes? ¡Eh Doug! ¡Bum! —le dijo a la figura que se alejaba—. Bueno. Como quieras. —Se echó boca abajo en el cañón y apuntó cerrando un ojo—. ¡Bum!