Y luego llegó ese día, cuando alrededor, en todas partes, se oyen caer las manzanas, una a una, del árbol. Al principio, sólo una aquí y una allá, y luego son tres, y luego son cuatro, y luego son nueve, y veinte, hasta que al fin las manzanas se precipitan como una lluvia, golpean como cascos de caballo la hierba suave, y cada vez más oscura. Uno es la última manzana del árbol, y espera que el viento lo libre lentamente de los lazos que lo unen al cielo y lo haga caer. Mucho antes de golpear la hierba, uno ha olvidado ya que había un árbol, u otras manzanas, o hierba verde abajo. Uno cae en la oscuridad…
—¡No!
El coronel Freeleigh abrió rápidamente los ojos, y se sentó muy derecho en la silla de ruedas. Extendió la mano fría en busca del teléfono. ¡Estaba todavía allí! Lo apretó un momento contra el pecho, parpadeando.
—No me gusta ese sueño —le dijo al cuarto vacío.
Al fin, con dedos temblorosos, alzó el receptor y llamó a la operadora de larga distancia. Le dio un número y esperó, observando la puerta del dormitorio como si en cualquier momento una plaga de hijos, hijas, nietos, enfermeras, doctores, pudiera precipitarse en enjambre para quitarle este último lujo vital de sus moribundos sentidos. Muchos días, o años atrás, cuando el corazón le golpeaba como una daga las costillas y la carne, había oído a los niños abajo… ¿Cómo se llamaban? Charles, Charlie, Chuck, ¡sí! ¡Y Douglas! ¡Y Tom! ¡Recordaba!
Lo llamaban desde el vestíbulo. Pero como los echaron, cerrándoles la puerta en las narices, los chicos se habían ido… No puede excitarse, decían los doctores. Ninguna visita, ninguna visita, ninguna visita. Y oía a los chicos que andaban por la calle; los veía, y les hacía señas.
Y ellos le contestaban.' «Coronel… coronel…». Y ahora el coronel estaba solo en su cuarto, y el sapito gris del corazón le latía débilmente en el pecho aquí o allí de cuando en cuando.
—Coronel Freeleigh —dijo la operadora—. Aquí está su llamada. Ciudad de México. Erickson 3899.
Y ahora la voz lejana pero infinitamente clara.
—Bueno.
—¡Jorge! —gritó el viejo.
—¡Señor Freeleigh! ¿Otra vez? Esto cuesta dinero.
—¡Deje eso! Ya sabe lo que debe hacer.
—Sí. La ventana.
—La ventana, Jorge, por favor.
—Un momento —dijo la voz.
Y a miles de kilómetros, en un país del sur, en una oficina de un edificio de ese país, sonaron unas pisadas que se… alejaban del teléfono. El viejo se inclinó apretándose el receptor a la oreja arrugada, que le dolía esperando el próximo sonido.
Una ventana que se levanta.
—Ah… —suspiró el viejo.
Los sonidos de la ciudad de México, en un cálido y amarillo mediodía, entraron por la ventana abierta y llegaron al teléfono. El coronel podía ver a Jorge que sostenía el aparato, apuntando con la embocadura hacia el día brillante.
—Señor.
—No, no, por favor; déjeme escuchar.
Escuchó los gritos de las cornetas metálicas, el chirrido de los frenos, las voces de los vendedores que ofrecían bananas purpúreas y naranjas de la selva. Los pies del coronel Freeleigh empezaron a moverse, colgando del borde de la silla de ruedas, juntando los pasos de un transeúnte. Cerró con fuerza los ojos. Olfateó inmensamente, como para percibir los olores de la carne colgada en ganchos de hierro, a la luz del sol, y cubierta de una túnica de moscas arracimadas; el olor de las calles de piedra mojadas por la lluvia matinal. Podía sentir el sol, que le quemaba las mejillas flacas y barbudas, y tenía otra vez veinticinco años; y caminaba, caminaba, sonriendo, con la felicidad de estar vivo, y despierto, embriagándose con colores y aromas.
Un golpecito en la puerta. El coronel escondió rápidamente el teléfono en la bata.
Entró la enfermera.
—Hola —dijo—. ¿Se encuentra bien?
—Sí.
La voz del viejo era mecánica. Apenas podía ver. Aquel golpecito en la puerta lo había sorprendido de tal modo que una parte de él estaba todavía en otra ciudad, muy lejos.
Esperó a que su mente volviera. Debía estar aquí para responder preguntas, actuar cuerdamente, ser cortés.
—He venido a tomarle el pulso.
—¡No ahora!
—¿No piensa salir, no es cierto? —dijo la enfermera.
El coronel la miró. No salía desde hacía diez años.
—Déme la mano.
Los dedos de la enfermera, fuertes y precisos, buscaron la enfermedad en el pulso, como un par de calibradores.
—Está muy excitado. ¿Qué ha hecho?
—Nada.
Los ojos de la mujer miraron alrededor y se detuvieron en la mesa vacía del teléfono. En aquel instante, a tres mil kilómetros de distancia, sonó claramente una bocina.
La mujer sacó el receptor de debajo de la bata y lo sostuvo ante la cara del coronel.
—¿Por qué hace esto? Prometió que no lo haría. Se excita y habla demasiado. Esos chicos que venían a alborotar.
—Se quedaban quietos y escuchaban —dijo el coronel—. Y yo les contaba cosas que nunca habían oído. El búfalo, el bisonte. Valía la pena. No me importa. Yo me sentía afiebrado, pero vivo. No importa si sentirse tan vivo mata a un hombre. Es mejor sentirse así todo el tiempo. Déme ese aparato. Al menos puedo hablar con alguien de afuera.
—Lo siento, coronel. Tendré que contárselo a su nieto. Impedí que le sacaran el teléfono la semana pasada.
—Ésta es mi casa, mi teléfono. ¡Le pago!
—Para que se mejore, no para que se excite. —La mujer hizo rodar la silla por el cuarto—. ¡A la cama ahora, joven!
Desde la cama, el coronel miró fijamente el teléfono.
—Iré a la tienda unos minutos —dijo la enfermera—. Le esconderé la silla de ruedas en el vestíbulo; así no hablará otra vez.
Llevó la silla fuera del cuarto. El coronel oyó que la enfermera llamaba desde el teléfono auxiliar, en el vestíbulo.
¿Estaría llamando a México?, se preguntó. No se atrevería.
La puerta de calle se cerró.
El coronel pensó en la última semana, solo en este cuarto, y las secretas y narcóticas llamadas a través de continentes, un istmo, países selváticos de lluvias tropicales, mesetas con orquídeas azules, lagos y colinas… hablando… hablando… a Buenos Aires… y Lima…
Río de Janeiro.
Se incorporó en la cama fría. ¡Mañana se llevarían el teléfono! ¡Qué tonto codicioso había sido! Sacó las piernas de marfil quebradizo fuera de la cama, y se asombró. Parecían cosas que se le hubieran pegado al cuerpo mientras dormía, mientras se llevaban las piernas más jóvenes y las quemaban en el horno del sótano. A medida que pasaban los años le habían destruido el cuerpo, sacándole manos, brazos y piernas, y dejándole sustitutos tan delicados e inútiles como piezas de ajedrez. Y ahora se metían en cosas más intangibles… la memoria. Querían cortar los cables que comunicaban con años del pasado.
El coronel atravesó el cuarto de prisa, trastabillando. Tomó el teléfono y se dejó caer apoyándose en la pared, hasta sentarse en el suelo. Llamó a la operadora de larga distancia, sintiendo que le estallaba el corazón, que latía cada vez más rápidamente, y que se le oscurecía la vista.
—¡Rápido, rápido!
Esperó.
—¿Bueno?
—Jorge, cortaron.
—No debe llamar otra vez, señor —dijo la voz lejana—. Me telefoneó la enfermera. Me dijo que está usted muy enfermo. Tengo que colgar.
—¡No, Jorge, por favor! —suplicó el viejo—. Una última vez, escuche. Se llevan el teléfono.
Nunca más lo llamaré.
Jorge no dijo nada.
—¡Por el amor de Dios, Jorge! —continuó el viejo—. Por nuestra amistad, entonces, ¡por los viejos días! No sabe usted cuánto significa para mí. ¡Tiene usted mi edad, pero puede moverse! Yo no voy a ninguna parte desde hace diez años.
Soltó un momento el aparato. El dolor le apretaba el pecho.
—¡Jorge! Está usted ahí todavía, ¿no?
—¿La última vez?
—¡Lo prometo!
Dejaron el teléfono sobre un escritorio, a miles de kilómetros de distancia. Una vez más, con una clara familiaridad, se oyeron las pisadas, la pausa, y, al fin, la ventana que se abría.
—Escucha —se dijo el viejo a si mismo.
Y oyó a mil personas, a la luz de otro sol, y la débil y tintineante música de un organillo que tocaba La marimba. Oh, qué música encantadora.
Con los ojos cerrados, el viejo alzó la mano, como si fuese a sacar fotografías de una vieja catedral, y la carne le pesaba más en el cuerpo, era más joven, y sentía en los pies las piedras calientes de la calle.
—¿Están todavía ahí, no es cierto? —quería decir el coronel—. Todos ustedes, en esa ciudad, a la hora de la siesta, con las tiendas cerradas, y los niños que gritan:
¡Lotería nacional para hoy! Todos ahí, la gente de la ciudad. No puedo creer que haya estado alguna vez entre ustedes. Cuando se está lejos de una ciudad, las casas y las gentes parecen meras fantasías. Cualquier ciudad, Nueva York, Chicago, se hace improbable con la distancia. Como soy yo improbable aquí, en Illinois, en un pueblito a orillas de un lago tranquilo. Todos improbables para todos, porque no nos vemos. Por eso es tan hermoso oír los sonidos, y saber que la ciudad de México está todavía ahí, con gente…
El coronel apretó el receptor contra el oído.
Y al fin, el ruido más claro, el más improbable: el ruido del tranvía verde que doblaba una esquina, un tranvía cargado de gente morena, extraña y hermosa, y los ruidos de otras gentes que corrían y llamaban alegremente mientras subían de un salto y desaparecían detrás de una esquina sobre rieles chirriantes, perdiéndose a lo lejos bajo el sol enceguecedor, dejando sólo el ruido de las tortillas que se freían en las cocinas del mercado, o quizá eran los zumbidos y crujidos estáticos que subían y bajaban continuamente a lo largo de tres mil kilómetros de alambre.
El viejo se quedó sentado en el piso.
Pasó el tiempo.
Una puerta se abrió abajo, lentamente. Unas pisadas leves entraron, titubearon; y al fin se aventuraron por las escaleras.
—¡No deberíamos estar aquí! —murmuró alguien.
—Me llamó por teléfono, te dije. Necesita visitas.
—¡Está enfermo!
—Sí. Pero me dijo que viniésemos cuando no está la enfermera. Sólo un segundo, saludaremos y…
La puerta del dormitorio se abrió de par en par. Los tres niños se quedaron mirando al viejo, sentado en el piso.
—¿Coronel Freeleigh? —llamó Douglas suavemente.
Había algo en aquel silencio que hizo callar a todos.
Se acercaron, casi de puntillas.
Douglas se inclinó y sacó el teléfono de los dedos ya casi fríos del coronel. Se llevó el receptor al oído, y escuchó, y oyó un sonido raro, lejano y final.
A tres mil kilómetros, una ventana que se cerraba.