La mujer salió del cuarto de baño poniéndose yodo en el dedo. Se lo había amputado casi mientras cortaba una torta de coco. En ese instante el cartero subió los escalones del porche, abrió la puerta, y entró en la casa. La puerta se cerró ruidosamente. Elmira Brown dio un salto.
—¡Sam! —gritó, sacudiendo el dedo para refrescárselo—. No me acostumbraré nunca a un marido cartero. ¡Cada vez que entras me das un susto!
Sam Brown, con la bolsa casi vacía, se rascó la cabeza. Miró hacia la calle como si una niebla repentina hubiese inundado la dulce y serena mañana de estío.
—Sam, has vuelto temprano.
—No pude aguantarme —dijo con una voz estupefacta.
—Dime, ¿qué ha pasado?
Elmira se acercó y miró a su marido.
—Quizá mucho, quizá nada. He entregado un paquete a Clara Goodwater, calle arriba.
—¡Clara Goodwater!
—Bueno, no pierdas la cabeza. Era un libro, de la editorial Johnson Smith, Racine, Wisconsin. El título del libr… Veamos… —Arrugó la cara y la desarrugó—. Albertus Magnus, eso es. Que contiene los secretos egipcios, aprobados, verificados, armónicos y naturales o… —Sam miró el cielo raso— la Magia Blanca y Negra de hombres y animales, y donde se revelan los misterios y conocimientos secretos de los antiguos filósofos.
—¿Clara Goodwater, dijiste?
—Mientras iba hacia la casa tuve tiempo de mirar las primeras páginas, no es nada malo.
Secretos ocultos de la vida develados por el famoso doctor, filósofo, químico, naturalista, psicólogo, astrólogo, alquimista, metalúrgico, hechicero, expositor de los misterios de la magia y la brujería, y los secretos recónditos de numerosas Artes y Ciencias, oscuras, naturales, prácticas… ¡Eso es! Tengo una cabeza de gramófono. Recuerdo las palabras, aunque no las entienda.
Elmira se miraba el dedo pintado de yodo como si fuese el dedo de un desconocido que apuntaba hacia ella.
—Clara Goodwater —murmuró.
—Me miró a los ojos cuando le di el paquete y dijo: «Seré una bruja de primera clase, sin duda. Obtendré mi diploma en poco tiempo. Instalaré un negocio. Encantaré multitudes e individuos, viejos y jóvenes, grandes y pequeños». Luego la mujer se rió, metió las narices en el libro, y entró a la casa.
Elmira se miró un moretón en el brazo, pasándose cuidadosamente la lengua por un diente flojo.
Se oyó un portazo. Tom Spaulding, arrodillado en el césped de la acera, alzó los ojos. Había vagabundeado por el barrio, mirando lo que hacían las hormigas aquí y allá, y había encontrado un hormiguero especialmente interesante, con una gran boca, donde se agitaban numerosas y brillantes hormigas, tijereteando el aire y llevando frenéticamente trocitos de saltamonte muerto e infinitesimales porciones de pájaro al interior de la tierra.
Ahora, había algo más: la señora Brown que se balanceaba en lo alto del porche como si acabase de descubrir que el mundo caía a través del espacio a cien trillones de kilómetros por segundo. Detrás, el señor Brown, que nada sabía de esos kilómetros por segundo, y a quien probablemente no le importaba saberlo.
—¡Tú, Tom! —dijo la mujer—. Necesito apoyo moral y el equivalente de la sangre del Cordero. ¡Ven conmigo!
Y Elmira echó a correr, aplastando hormigas y pateando dientes de león y abriendo agujeros en los macizos de las flores.
Tom se quedó un momento arrodillado mientras estudiaba los omóplatos y la espina dorsal de la señora Brown que se precipitaba calle abajo. Leyó en los huesos melodrama y aventura, algo que comúnmente no tenía relación con las señoras, aunque la señora Brown exhibiera indicios de un bigote de pirata. Un instante después, Tom pisaba los talones de la señora Brown.
—¡Señora Brown, parece usted muy nerviosa!
—¡No sabes realmente cuánto, muchacho!
—¡Cuidado! —gritó Tom.
La señora Brown tropezó con un perro de hierro que dormía entre las hierbas.
—¡Señora Brown!
—¿Has visto? —dijo la señora Brown sentada en la hierba—. ¡Clara Goodwater me hizo esto!
¡Magia!
—¿Magia?
—No importa, criatura. Aquí están los escalones. Sube primero y quita los obstáculos invisibles que cierren el camino. Toca luego el botón de la campanilla, pero saca pronto el dedo, ¡pues el fluido puede carbonizártelo!
Tom no se movió.
—¡Clara Goodwater!
La señora Brown rozó el timbre con su dedo enyodado.
Lejos, en los frescos y oscuros cuartos vacíos del viejo caserón tintineó y se apagó una campanilla de plata.
Tom escuchó. Todavía más lejos, se oyó un ruidito, como si corriera una rata. Una sombra, quizá una cortina, se movió en un vestíbulo lejano.
—¡Hola! —dijo una voz apacible.
Y de pronto, allí estaba la señora Goodwater, fresca como una barra de menta, detrás de la tela de alambre.
—Pero hola, Tom, Elmira. Qué…
—¡No me engañe! ¡Sabemos que quiere ser una bruja!
La señora Goodwater sonrió.
—Su marido no es sólo cartero sino también guardián de la ley. Mete las narices hasta aquí.
—No revisa la correspondencia.
—Tarda diez minutos entre casa y casa, riéndose de las postales y probándose los zapatos.
—No importa lo que él hace. Importa lo que dijo usted.
—Sólo una broma. «¡Voy a ser bruja!» dije, y ¡pum! Allí fue Sam, al galope, como si lo hubiera atravesado un rayo. Declaro que en el cerebro de ese hombre no debe de haber una sola arruga.
—Ayer, en otro lugar, habló usted de su magia…
—Se refiere usted al Sandwich Club.
—Al que no me invitaron.
—Pero cómo, pensamos que visitaba usted a su abuela.
—Puedo visitarla otro día, si alguien me invita.
—Yo estaba simplemente en el Sandwich Club con un sandwich de jamón y encurtidos cuando dije: «Al fin voy a recibir mi diploma de bruja. ¡He estudiado años!».
—¡Eso mismo me contaron por teléfono!
—¿No es un invento maravilloso?
—Considerando que ha sido presidenta de la Liga Femenina Madreselva desde casi la guerra civil, parece, le preguntaré directamente esto: ¿ha usado usted de brujerías para cegar a las señoras y ganar la elección?
—¿Lo duda usted, señora? —dijo la señora Goodwater.
—Mañana es día de elección, y quiero saber si va a presentarse otra vez… y si no tiene vergüenza.
—Sí a lo primero, y no a lo segundo. Señora, escúcheme. Compro estos libros para mi sobrino, Raoul. Tiene diez años, y se pasa el día buscando conejos en los sombreros. Le he dicho que hay tanta posibilidad de encontrar conejos en los sombreros como sesos en la cabeza de cierta gente. Pero sigue buscando, así que le compré los libros.
—No le creo, aunque me jure sobre una pila de biblias.
—Es así sin embargo. Me complace jugar con esa idea. Las señoras chillaban mientras les describía mis oscuros poderes. ¡Ojalá hubiese estado usted!
—Estaré allí mañana, y la combatiré con una cruz de oro y todos los poderes del cielo —dijo Elmira—. Dígame en seguida qué otras cosas de bruja tiene usted.
La señora Goodwater apuntó a una mesita en el interior.
—He comprado toda clase de hierbas mágicas. Tienen un olor raro y Raoul es feliz. Aquella bolsita es hojas de ébano, y esa otra raíz de mandrágora, y aquella ruda. Ahí hay azufre, y allí, dicen, polvo de huesos.
—¡Polvo de huesos!
Elmira retrocedió y pateó el tobillo de Tom. Tom chilló.
—Y aquí hay ajenjo y hojas de helecho para encantar armas de fuego y volar en sueños como un murciélago. Así dice en el capítulo diez del librito. Pienso que estas cosas convienen mucho a las cabezas de los chicos. Bueno, parece que no me cree. Le daré la dirección de Raoul en Springfield.
—Sí —dijo Elmira— y el día que yo le escriba, usted tomará el ómnibus de Springfield. Irá al correo, recibirá mi carta, y me escribirá con letra de niño. ¡La conozco!
—Señora Brown, confiéselo, quiere ser presidenta de la Liga Femenina Madreselva, ¿no es así? Se ha presentado todos los años desde hace diez. Usted misma se nombra candidata. Y nunca obtiene más de un voto. El suyo. Elmira, si las señoras la quisieran se precipitarían sobre usted como un alud. Pero miro a lo alto de la montaña, y no veo que baje otra piedra que la suya. Le diré, la proclamaré candidata y la votaré yo misma, ¿qué le parece?
—Que estoy condenada, entonces —dijo Elmira—. El año pasado me pesqué un resfrío mortal justo en el tiempo de la elección. No pude salir a hacer campaña. El año anterior, me rompí la pierna. Muy extraño. —Elmira entornó los ojos mirando torvamente a la mujer detrás del alambre—. Eso no es todo. El mes pasado me corté los dedos seis veces, me golpeé la rodilla diez veces, me caí del porche de atrás dos, ¡oye usted, dos! Rompí una ventana, cuatro platos, un florero que me costó un dólar cuarenta y nueve en Bixby. ¡Desde hoy en adelante le cobraré todos los platos que se rompan en mi casa, y alrededores!
—En Navidad estaré arruinada —dijo la señora Goodwater. Abrió la puerta de alambre, salió de pronto y dejó que la puerta se golpease—. Elmira Brown, ¿cuántos años tiene?
—Lo tiene escrito seguramente en uno de sus libros negros. ¡Treinta y cinco!
—Bueno, cuando pienso en los treinta y cinco años de su vida… —La señora Goodwater apretó los labios y frunció los ojos, contando—. Son doce mil setecientos setenta y cinco días, y a tres por día, doce mil golpes, doce mil roturas y doce mil calamidades. Es una vida fecunda la que usted lleva; Elmira Brown. ¡Un apretón de manos!
—¡Apártese!
Clara Goodwater se apartó.
—Pero cómo, señora, es usted la mujer más torpe de Green Town, Illinois. No puede sentarse sin arrugar la silla como un acordeón. No puede incorporarse sin patear el gato. No puede cruzar el campo abierto sin caer en un pozo. Su vida ha sido una larga caída, Elmira Alice Brown. ¿Por qué no admitirlo?
—Mis desgracias no se deben a la torpeza, sino a que usted está a no más de un kilómetro cuando se me cae una lata de guisantes, o meto el dedo en el enchufe.
—Señora, en un pueblo de este tamaño todos están a no más de un kilómetro, en algún momento del día.
—¿Admite entonces que está cerca?
—Admito que nací aquí, sí, pero daría ahora cualquier cosa por haber nacido en Kenosha o Zion. Elmira, vaya a su dentista y vea si puede sacarle esa serpiente que tiene usted en la boca.
—¡Oh! —dijo Elmira—. ¡Oh, oh, oh!
—Ya no aguanto más. No me interesa la brujería, pero me parece que estudiaré el asunto.
¡Escuche! Es usted invisible. Mientras me hablaba le eché un maleficio. Nadie puede verla.
—¡No!
—Naturalmente —admitió la bruja—, yo nunca pude verla.
Elmira sacó un espejito de bolsillo.
—¡Aquí estoy! —Miró de más cerca y abrió la boca. Buscó, como alguien que toca el arpa, y sacó un cabello. Lo mostró con el brazo en alto: prueba número uno. ¡Nunca tuve una cana!
La bruja sonrió graciosamente.
—Póngala en una jarra de agua, y mañana a la mañana tendrá un gusano. ¡Oh, Elmira, mírese de una vez, decídase! Tantos años, y acusando siempre a los otros por esos pies y maneras torpes. ¿Ha leído alguna vez a Shakespeare? Hay ahí algunas indicaciones escénicas. Rebatos y correrías. Ésa es usted, Elmira, rebatos y correrías. Bueno, ¡váyase a su casa ahora antes que la cabeza se le llene de chichones o le anuncie alguna desgracia!
—¡Fuera!
La mujer agitó las manos en el aire como si Elmira fuese una nube de insectos.
—¡Pero qué pesadas están las moscas este verano! —dijo.
Entró en la casa y echó el cerrojo a la puerta.
—Ya sabe a qué atenerse, señora Goodwater —dijo Elmira, cruzándose de brazos—. Le doy a usted la última oportunidad. Retire su candidatura en la Liga Madreselva o prepárese a enfrentarse conmigo, limpiamente. Mañana llevaré a Tom. Un niño bueno e inocente. Y la inocencia y la bondad triunfarán al fin.
—Yo no sé si soy inocente, señora Brown —comentó Tom—. Mi madre dice…
—Cállate Tom, eres bastante bueno. Estarás mañana a mi lado, muchacho.
—Sí, señora.
—Es decir —confirmó Elmira— si sobrevivo a las muñecas de cera que hará la señora esta noche, y a las agujas oxidadas con que les atravesará el corazón y el alma. Si mañana encuentras en mi cama un gran higo arrugado, Tom, sabrás quién recogió el fruto en la huerta. Y prepárate para ver a la señora Goodwater como presidenta hasta los ciento noventa y cinco años.
—Pero Elmira —dijo la señora Goodwater—, si tengo trescientos cinco ahora. Me llamaban Ella en los viejos días. —Apuntó con los dedos a la calle—. ¡Abracadabra, zimitizam! ¿Qué le parece?
Elmira escapó del porche.
—¡Mañana! —gritó.
¡Hasta entonces, señora!
Tom siguió a la señora Brown encogiéndose de hombros y pateando hormigas.
Elmira lanzó un chillido.
—¡Señora Brown! —gritó Tom.
Un coche que salía marcha atrás de un garaje pasó por encima del pulgar del pie derecho de Elmira.
En medio de la noche, el dolor en el pie despertó a la señora Elmira Brown. Así que se levantó, fue a la cocina, comió un poco de pollo frío, e hizo una larga lista, cuidadosamente exacta. Primero, enfermedades del año anterior. Tres resfríos, cuatro indigestiones, un edema, artritis, lumbago, lo que ella imaginaba sería gota, una bronquitis, principio de asma, manchas en los brazos, un absceso en el canal semicircular (se tambaleaba como una polilla borracha algunos días), dolores de cabeza, y náuseas. Costo: noventa y ocho dólares y setenta y ocho centavos.
Segundo: cosas rotas en los últimos doce meses: dos lámparas, seis floreros, diez platos, una sopera, dos ventanas, una silla, un almohadón, seis vasos, y un prisma de cristal del candelero. Costo total: doce dólares y diez centavos.
Tercero, sus dolores esta noche. Le dolía el pulgar.
Sentía un malestar en el estómago. Tenía la espalda endurecida, le latían las piernas. Los ojos eran como pelotas de algodón. Le tintineaban los oídos. ¿Costo? Reflexionó mientras iba a la cama.
Diez mil dólares de sufrimiento personal.
—¡Esto no puede arreglarlo la justicia! —dijo en voz alta.
—¿Eh? —dijo su marido, despierto.
Elmira se acostó.
—Me niego a morir…
—¿Cómo? —dijo él.
—¡No quiero morir! —dijo Elmira, mirando el cielo raso.
—Eso dije siempre —comentó su marido, y volviéndose, se puso a roncar.
A la mañana la señora Elmira Brown se levantó temprano, fue a la biblioteca, y luego a la droguería. Estaba de vuelta en la casa mezclando toda clase de sustancias cuando llegó su marido.
—El almuerzo está en la refrigeradora.
Elmira batió una sopa verdosa en un vaso grande.
—¡Dios santo! ¿Qué es eso? —preguntó Sam—. Parece una leche batida dejada al sol cuarenta años. Tiene hongos.
—Combate la magia con magia.
—¿Vas a beber eso?
—Poco antes de ir a la Liga Madreselva.
Samuel Brown olfateó la mezcla.
—Sigue mi consejo. No bebas antes de subir las escaleras. ¿Qué hay aquí?
—Nieve de alas de ángel, bueno, mentol en realidad, para enfriar los fuegos infernales que te consumen, así dice el libro que conseguí en la biblioteca. Jugo de uvas frescas para tener claros y dulces pensamientos durante oscuras visiones, dice el libro. Ruibarbo rojo, crema tartárica, azúcar blanca, clara de huevo, agua de manantial y dientes de ajo con la fuerza de la buena tierra; ¡Oh, Podría seguir todo el día! Aquí está, en la lista, el bien contra el mal, lo blanco contra lo negro. ¡No puedo perder!
—¡Oh, ganarás, es cierto! —dijo su marido—. ¿Pero lo sabrás?
—Ten buenos pensamientos. Yo voy a buscar a Tom, que completará la fórmula.
—Pobre criatura —dijo su marido—. Inocente, como tú dices, y va a ser descuartizado en la Liga Madreselva.
—Tom sobrevivirá —dijo Elmira, y tomando la mezcla burbujeante la escondió en una caja de Quaker Oats.
Llegó a la puerta sin desgarrarse el vestido, ni arrugarse las medias nuevas de noventa y ocho centavos. Caminó así muy presumida, hasta la casa de Tom. El niño la esperaba con su traje blanco de verano, como ella le había dicho.
—¡Huy! —dijo Tom—. ¿Qué tiene en esa caja?
—El destino —dijo Elmira.
—Seguro que sí —dijo Tom caminando dos pasos delante de Elmira.
La Liga Femenina Madreselva estaba llena de señoras que se miraban en los espejos de las otras y se tironeaban de las faldas y preguntaban si no se le veían las enaguas.
A la una, la señora Elmira Brown subió la escalera con un niño vestido de blanco. El niño se apretaba la nariz y cerraba un ojo, de modo que sólo veía la mitad del camino. La señora Brown observó la multitud y luego la caja de Quaker Oats y abrió la tapa y miró dentro y boqueó. Cerró la caja sin beber. Entró en el vestíbulo acompañada por un susurro como de tafetán: la marea de murmullos de las señoras.
Elmira se sentó atrás con Tom, y Tom parecía más miserable que nunca. Con el ojo único miró la multitud de señoras y lo cerró. Elmira sacó la poción y la bebió lentamente.
A la una y media, la presidenta, la señora Goodwater, dio un martillazo y todas, menos dos docenas de señoras, se callaron.
—Señoras —llamó sobre el mar estival de sedas y encajes coronado aquí y allá con blancos o grises—, es la hora de la elección. Pero antes de comenzar, creo que la señora Elmira Brown, esposa de nuestro eminente grafólogo…
Una risita corrió por la sala.
—¿Qué es un grafólogo? —preguntó Elmira dándole dos codazos a Tom.
—No sé —murmuró Tom fieramente, con los ojos cerrados, sintiendo aquel codo que salía de la oscuridad.
—… esposa, como digo, de nuestro eminente experto en manuscritos, Samuel Brown, del servicio nacional de correos —continuó la señora Goodwater entre nuevas risas—, la señora Brown, en fin, quiere comunicamos algunas opiniones. ¿Señora Brown?
Elmira se incorporó. Su silla cayó hacia atrás, ruidosamente, como una trampa de oso.
Elmira dio un salto y se tambaleó sobre los talones, que crujieron como si fueran a reducirse a polvo en cualquier momento.
—Tengo mucho que decir —exclamó, sosteniendo la caja vacía de Quaker Oats en una mano, junto con un ejemplar de la Biblia. Tomó a Tom con la otra, y se lanzó hacia adelante, golpeando los codos de varias mujeres y susurrándoles—: ¡Atención! ¡Cuidado!
Llegó a la plataforma, se volvió, y volcó un vaso de agua que corrió por la mesa. Miró a la señora Goodwater frunciendo el ceño y dejó que secara el agua con un pañuelito. Luego, con una secreta mirada de triunfo, Elmira sacó el vaso vacío y se lo mostró a la señora Goodwater.
—¿Sabe qué había aquí? Está adentro de mí ahora. El círculo mágico me protege. Ningún cuchillo puede penetrarlo, ningún hacha puede hendirlo.
Las señoras hablaban y no la oyeron.
La señora Goodwater asintió, alzó las manos, y todas callaron.
Elmira apretó con fuerza la mano de Tom. Tom, que no había abierto los ojos, dio un respingo.
—Señoras —dijo Elmira—, simpatizo con vosotras. Sé lo que habéis pasado en los últimos diez años. Sé por qué habéis votado a la presente señora Goodwater. Tenéis niños, y hombres que alimentar. Tenéis presupuestos que cuidar. No podéis permitir que se os corte la leche, que el pan y las tortas se os aplasten como ruedas. No queréis chichones, varicelas y toses en casa durante tres semanas. No queréis que vuestro marido destroce el auto o se electrocute en los cables de alta tensión de las afueras del pueblo. Pero todo ha terminado.
Desde ahora viviréis tranquilas. No más acidez de estómago, no más lumbago, pues os traigo la buena palabra, ¡y vamos a exorcizar a esta bruja que tenemos aquí!
Todas miraron alrededor, pero no vieron a ninguna bruja.
—¡Me refiero a nuestra presidenta! —gritó Elmira.
—¡Yo!
La señora Goodwater se señaló a sí misma.
—Hoy —jadeó Elmira apoyándose en el escritorio—, fui a la biblioteca. Busqué contraataques.
Cómo librarse de la gente que se aprovecha de otros, cómo hacer que las brujas nos dejen y se vayan. Y encontré como luchar por nuestros derechos. Siento ya como crece el poder en mi.
Tengo en mi interior toda clase de buenas raíces y sustancias químicas. Tengo… —Elmira hizo una pausa y se tambaleó. Parpadeó—. Tengo crema tartárica y vellosilla blanca, y leche agriada a la luz de la luna y…
Se detuvo y pensó un momento. Cerró la boca y un ruidito subió desde el interior y le salió por las comisuras de los labios. Cerró los ojos. ¿Dónde estaba el poder?
—¿Señora Brown, se siente bien? —preguntó la señora Goodwater.
—¡Me siento muy bien! —dijo la señora Brown lentamente—. Puse zanahorias pulverizadas y raíz de perejil cortado fino, bayas de enebro…
Hizo otra pausa como si una voz le dijera que debía detenerse, y miró todas las caras.
La sala, advirtió, empezaba a girar lentamente, primero de izquierda a derecha, luego de derecha a izquierda.
—Raíces de romero y flores de ranúnculo… —dijo débilmente. Soltó la mano de Tom. Tom abrió un ojo y la miró.
—Hojas de baya y berro…
—Será mejor que se siente —dijo la señora Goodwater. Una mujer se levantó y abrió una ventana.
—Nueces secas, lavanda y semillas de manzana silvestre —dijo la señora Brown, y se detuvo—. Rápido ahora, hagamos la elección. Votemos. Yo contaré.
—No hay prisa, Elmira —dijo la señora Goodwater.
—Sí la hay. —Elmira inspiró profunda y temblorosamente—. Recordad, señoras, no más miedo. Haced lo que siempre quisisteis hacer. Votad por mi, y… —La sala se movía otra vez, hacia arriba y hacia abajo—. Gobierno honesto: todas las que apoyan a la señora Goodwater, digan «sí».
—Sí —dijo toda la sala.
—¿Y las que apoyan a la señora Elmira Brown? —dijo Elmira con voz débil.
Tragó saliva.
Luego de un momento, habló sola.
—Sí —dijo.
Se quedó allí, de pie, aturdida, en la tribuna.
El silencio llenó la sala de pared a pared. En ese silencio la señora Elmira Brown emitió un graznido. Se llevó la mano a la garganta. Se volvió y miró a la señora Goodwater, que sacaba ahora, distraídamente, una muñequita de cera con varias tachuelas enmohecidas.
—Tom —dijo Elmira—, llévame al cuarto de las señoras.
—Sí, señora.
Caminaron, y luego se apresuraron, y luego corrieron. Elmira corría adelante, entre la multitud, hacia el pasillo… Llegó a la puerta y fue hacia la izquierda.
—¡No, Elmira, a la derecha, a la derecha! —gritó la señora Goodwater.
Elmira dobló a la izquierda y desapareció.
Se oyó un ruido como carbón que cae en una carbonera.
—¡Elmira!
Las señoras corrieron como las niñas de un equipo de balocesto, tropezando unas con otras.
Sólo la señora Goodwater fue en línea recta.
Encontró a Tom mirando hacia abajo con las manos apretadas en la barandilla.
—¡Cuarenta escalones! —gimió Tom—. ¡Cuarenta escalones hasta el suelo!
Más tarde, y durante meses y años, se habló de cómo una ebria, Elmira Brown, bajó los escalones, tocándolos todos. Se dijo que cuando empezó a caer estaba ya inconsciente.
Esto dio elasticidad al esqueleto, de modo que rodó sin rebotar. Llegó al pie de las escaleras parpadeando y sintiéndose mejor, habiendo dejado la causa del malestar en el camino. En verdad, estaba tan cubierta de moretones que parecía una señora tatuada. Pero; no, no se había dislocado una muñeca, ni se había torcido un tobillo. Sintió algo rara la cabeza durante tres días, y miraba siempre un poco de reojo. Pero lo importante fue la señora Goodwater al pie de las escaleras. Había puesto la cabeza de Elmira en el regazo, y derramaba lágrimas sobre ella mientras las señoras se apretujaban histéricamente.
—Elmira, te prometo; Elmira, te juro, si vives, si no mueres; óyeme, Elmira, ¡escúchame!
De ahora en adelante emplearé mis artes sólo con buenos propósitos. No más magia negra, sólo magia blanca. En el resto de tu vida no caerás otra vez sobre perros de hierro, no tropezarás con los umbrales, ni te cortarás los dedos, ni rodarás escaleras abajo. El Elíseo, Elmira; te prometo el Elíseo. ¡Si vives! ¡Elmira, ya estoy sacándole las tachuelas a la muñeca! ¡Elmira, háblame! ¡Háblame y levántate! Y ven arriba, que haremos otra votación.
Presidenta, te prometo que serás presidenta de la Liga Femenina Madreselva. Por aclamación, ¿no es cierto, señoras?
Las señoras gritaron tanto que tuvieron que sostenerse unas a otras.
Tom, en lo alto de la escalera, pensó que allá abajo había aparecido la muerte.
Estaba en la mitad de la escalera cuando se encontró con las señoras que subían otra vez, como si salieran de una explosión de dinamita.
—¡Apártate, muchacho!
Adelante venía la señora Goodwater, riendo y llorando.
Luego venía la señora Elmira Brown, haciendo lo mismo.
Y detrás venían las ciento veintitrés socias de la Liga, sin saber si volvían de un funeral o iban a un baile.
Tom miró cómo pasaban y sacudió la cabeza.
—No me necesitan —dijo—. No me necesitan más.
Así que bajó de puntillas las escaleras antes que lo echaran de menos, tomándose con fuerza de la barandilla.