XXIII

Los hechos acerca de John Huff, de doce años, son simples y se enumeran pronto.

Podía descubrir más rastros que cualquier indio choctaw o cherokee desde la iniciación de los tiempos, podía saltar del cielo como un chimpancé de una rama, podía zambullirse, nadar debajo del agua dos minutos, y salir a la superficie cincuenta metros más allá, río abajo. Si uno le tiraba una pelota de béisbol, la devolvía golpeando manzanos y echando abajo cosechas enteras. Podía saltar muros de huertas de dos metros de alto; subirse a un árbol y descender cargado de duraznos con más rapidez que cualquier otro de la pandilla.

No era un matasiete. Era bueno. Tenía el pelo oscuro y rizado, y dientes blancos como la crema. Recordaba las letras de todas las canciones de cowboys y se las enseñaba a uno, si uno quería. Conocía los nombres de todas las flores silvestres, y cuándo salía y se ponía la luna, y cuándo subían o bajaban las mareas. Era, en verdad, el único dios vivo en todo Green Town, Illinois, y del siglo veinte que conocía Douglas Spaulding.

Y ahora, él y Douglas estaban en las afueras del pueblo en otro día cálido y redondo como una bolita, y el soplado cristal azul del cielo subía y subía, y los arroyos brillaban con aguas espejeantes sobre piedras blancas. Era un día tan perfecto como la llama de una vela.

Douglas recorría el día pensando que así seguiría siempre. La perfección, la redondez, el olor de la hierba se adelantaban alejándose con la velocidad de la luz. El silbido de un amigo, como el de una oropéndola, la música del manojo de llaves mientras uno hacía cabriolas en la senda de polvo, todo era completo, todo podía tocarse. Las cosas estaban cerca, las cosas estaban a mano, y seguirían allí.

Era un día tan hermoso, y de pronto una nube cruzó el cielo, cubrió el sol, y no se movió.

John Huff había estado hablando lentamente algunos minutos. Douglas se detuvo y le clavó los ojos.

—John, repite eso.

—Ya me oíste, Douglas.

—¿Dijiste que… te ibas?

—Tengo el billete de tren en el bolsillo. Ju–ju, ¡tan! Chu–chu–chu–chu. Juuuuuuuuu…

La voz de John se apagó.

Sacó solemnemente el billete verde y amarillo y los dos lo miraron.

—¡Esta noche! —dijo Douglas—. ¡Dios! ¡Esta noche íbamos a jugar a la luz roja, la luz verde y las estatuas! ¿Cómo así de pronto? Has estado en Green Town toda mi vida. ¡No puedes irte así!

—Es mi padre —dijo John—. Consiguió un trabajo en Milwaukee. No estábamos seguros hasta hoy.

—Dios mío, y la semana próxima tenemos el picnic bautista, y luego la feria del día del trabajo, y el día de Todos los Santos… ¿Tu papá no puede esperar hasta entonces?

John sacudió la cabeza.

—¡Qué barbaridad! —dijo Douglas—. Deja que me siente.

Se sentaron bajo un viejo roble, en la ladera de una loma, mirando el pueblo. El sol dibujaba alrededor largas sombras temblorosas. Debajo del árbol había una frescura de caverna. Afuera, a la luz del sol, el pueblo parecía consumido por el calor, con las ventanas abiertas como bocas jadeantes. Douglas hubiese querido correr allí donde el pueblo, con su peso, las casas, su tamaño, podía encerrar a John e impedirle escapar.

&—Pero somos amigos —dijo Douglas, descorazonado.

—Siempre lo seremos —dijo John.

—¿Vendrás a visitarme casi todas las semanas, sí?

—Papá dice que sólo una o dos veces por año. Son cien kilómetros.

—¡Cien kilómetros no es mucho! —gritó Douglas.

—No, no es mucho —dijo John.

Mi abuela tiene teléfono. Te llamaré. O quizá iremos nosotros a visitarte. ¡Eso sería magnífico!

John calló largo rato.

—Bueno —dijo Douglas—, hablemos de algo.

—¿Qué?

—¡Mi Dios, si te vas, hay un millón de cosas! ¡Todo lo que hubiéramos hablado el mes próximo, y el otro! ¡Mantas religiosas, zepelines, acróbatas, tragaespadas! ¡Como antes!

¡Saltamontes que escupen tabaco!

—Lo malo es que no deseo hablar de saltamontes.

—¡Siempre hablabas de eso!

—Sí. —John miró fijamente las casas—. Pero me parece que no es éste el momento.

—John, ¿qué te pasa? Estás raro.

John había cerrado los ojos, arrugando la cara.

—Doug, la casa Terle, el primer piso, ¿lo conoces?

—Claro.

—Los vidrios de colores en las ventanitas redondas, ¿han estado siempre allí?

—Claro.

—¿Estás seguro?

—Esas ventanas están ahí desde que nacimos. ¿Por qué?

—Nunca las vi antes —dijo John—. Mientras venía hacia aquí miré arriba y las vi. Doug, ¿qué he hecho todos estos años que no las vi nunca?

—Tenías otras cosas que hacer.

—¿Sí? —John se volvió y miró a Douglas con cara de miedo—. Doug, ¿por qué me asustarán ésas malditas ventanas? Quiero decir, no es nada que pueda asustar, ¿verdad? Es solo… —Titubeó—. Pero si no vi esas ventanas hasta hoy, ¿qué otras cosas me he perdido? ¿Y las cosas que vi realmente? ¿Podré recordarlas cuando me vaya?

—Recordarás lo que quieras recordar. Fui afuera hace dos veranos. Allí recordé.

—No. No recordaste. Me lo dijiste. Te despertabas de noche y no podías recordar la cara de tu madre.

—¡No!

—Algunas noches me pasa lo mismo en casa. Siento miedo. Voy al cuarto de mis padres y les miro la cara para estar seguro. Y cuando vuelvo a mi cuarto me he olvidado otra vez.

Dios, Doug, ¡oh, Dios! —John se apretó las rodillas—. Prométeme algo, Doug. Prométeme que me recordarás, promete que recordarás mi cara, y todo.

—Es muy fácil. Tengo una cámara de cine en la cabeza. Cuando estoy acostado enciendo la luz en mi cabeza y todo aparece en la pared, claro como todos los diablos. Allí estarás tú, gritándome, y haciéndome señas.

—Cierra los ojos, Doug. Ahora dime, ¿de qué color tengo los ojos? No espíes. ¿De qué color?

Douglas empezó a transpirar. Cerraba con fuerza los ojos, nerviosamente.

—¡Oh, demonios!, John, no es justo.

—¡Dímelo!

—¡Castaños!

John apartó la cara.

—No, señor.

—¿Qué es eso de no?

—Ni siquiera te acercaste.

John cerró los ojos.

—Vuélvete —dijo Douglas—. Abre los ojos, déjame ver.

—Es inútil —dijo John—. Ya te olvidaste. Como dije.

—¡Vuélvete!

Douglas tomó a John por el pelo y le acercó la cara, lentamente.

—Muy bien, Doug.

John abrió los ojos.

—Verdes. —Douglas dejó caer la mano desanimadamente—. Tienes ojos verdes… Bueno, es un verde parecido al castaño, ¡un verde avellana!

—Doug, no mientas.

—Bueno —dijo Douglas en voz baja—, no mentiré.

Se quedaron allí mirando a los otros niños que subían la loma gritando y aullando.

Corrieron junto a las vías del ferrocarril, abrieron las bolsas de papel donde traían las meriendas, y aspiraron profundamente los sandwiches de jamón del diablo, y los encurtidos verdes como el mar, y las mentas coloreadas. Corrieron, una y otra vez, y Douglas se inclinó y puso la oreja sobre el caliente riel de acero, oyendo trenes muy lejanos que viajaban invisibles por otras tierras, y le enviaban mensajes en código Morse, a él, bajo el sol asesino. Douglas se incorporó, aturdido.

—¡John!

Pues John corría, y esto era terrible. Pues si uno corre, el tiempo corre. Uno grita y aúlla, y rueda y brinca, y de pronto el sol se ha ido, y se oye la sirena, y uno vuelve a casa a cenar.

Cuando no miras, ¡el sol se escapa detrás de ti! ¡El único modo de detener las cosas es mirarlo todo y no hacer nada! Un día puede estirarse así como tres días, sí, ¡sólo mirando!

—¡John!

No había modo de contar con su ayuda ahora, salvo una trampa.

—¡John, escapemos, escapemos de los otros!

Gritando, Douglas y John echaron a correr, loma abajo, dejando que la gravedad trabajara para ellos, por prados, rodeando graneros, hasta que el ruido de los perseguidores se apagó al fin.

John y Douglas subieron a una parva que era como una gran hoguera crepitante.

—No hagamos nada —dijo John.

—Eso mismo iba a decir.

Se quedaron inmóviles, callados, reteniendo el aliento.

Se oyó como el sonido de un insecto en la parva.

Lo oyeron los dos, pero no miraron hacia el sonido. Cuando Douglas movía la muñeca el sonido venía de otro lado de la parva. Cuando puso el brazo sobre las piernas, el sonido venía de las piernas. Dejó que los ojos bajaran brevemente. El reloj decía las tres.

Douglas extendió la mano derecha lentamente hacia el tictac y tiró del vástago. Retrasó las manecillas.

Ahora disponían de todo el tiempo que podían necesitar para mirar el mundo, sentir el sol que se movía como un viento ígneo.

Pero al fin John debió de haber sentido que el peso incorpóreo de sus sombras se movía y torcía.

—Doug, ¿qué hora es? —preguntó.

—Las dos y media.

John miró el cielo.

¡No!, pensó Douglas.

—Parecen más las tres y media o cuatro —dijo John—. Como boy–scout uno aprende estas cosas.

Douglas suspiró y volvió a adelantar el reloj.

John lo observó en silencio. Douglas alzó los ojos. John le golpeó levemente el brazo.

Con rápidos golpes de émbolo, un tren vino y se fue tan velozmente que los niños saltaron a los lados, gritando, sacudiendo los puños. El tren rugió vías abajo, llevándose doscientas personas, y desapareció. El polvo lo siguió un rato hacia el sur, y luego se posó en un dorado silencio entre los rieles azules.

Los niños volvían al pueblo.

—Iré a Cincinnati cuando tenga diecisiete y seré fogonero de ferrocarril —dijo Charlie Woodman.

—Yo tengo un tío en Nueva York —dijo Jim—. Iré allá y seré impresor.

Doug no preguntó a los otros. Oía ya el canto de los trenes y veía las caras de los chicos que quedaban atrás en las plataformas, o se apretaban a las ventanillas. Uno a uno fueron quedando atrás. Y al fin vio los rieles desiertos, y el cielo de verano, y se vio a sí mismo en otro tren que corría en otra dirección.

Douglas sintió que la tierra se movía bajo sus pies y vio que las sombras estremecían la hierba y coloreaban el aire.

Tragó saliva, dio un grito, echó atrás el puño, y golpeó.

—¡El último que llegue a su casa es cola de burro!

Todos corrieron por las vías, riéndose, sacudiendo el aire. Allá iba John Huff, sin tocar el suelo. Y aquí venía Douglas, tocándolo continuamente.

Eran las siete, la cena había terminado, y los chicos llegaban uno a uno mientras se oían portazos y las voces de los padres que gritaban que no golpeasen las puertas. Douglas y Tom y Charlie y John estaban con una media docena de otros niños, y era hora de jugar al escondite y las estatuas.

—Sólo un juego —dijo John—. Luego me iré a casa. El tren sale a las nueve. ¿Quién va ser el monstruo?

—Yo —dijo Douglas.

—Es la primera vez que alguien se ofrece voluntariamente —dijo Tom.

Douglas miró a John largo rato. Al fin dijo:

—Corred.

Los muchachos se desparramaron, gritando. John retrocedió alejándose, al fin se volvió y empezó a trotar. Douglas contó lentamente. Dejó que los chicos se alejaran, se separaran, estuviesen cada uno en su pequeño mundo.

Cuando casi se habían perdido de vista, aspiró profundamente.

—¡Estatuas!

Todos quedaron petrificados.

Muy lentamente, Douglas cruzó la hierba acercándose a John Huff que se alzaba como un ciervo de hierro en el anochecer.

Muy lejos estaban los otros niños, con las manos levantadas, las caras retorcidas, los ojos brillantes como ardillas embalsamadas.

Pero aquí estaba John, solo e inmóvil, y nadie podía estropear ese momento corriendo o gritando.

Douglas caminó alrededor de la estatua en un sentido, y luego en el otro. La estatua no se movió. No habló. Miraba el horizonte, esbozando una sonrisa.

Era como aquella vez, hacía años, en Chicago, cuando habían visitado un lugar donde había figuras de mármol y él había caminado alrededor, en silencio. Aquí estaba John Huff con las rodillas y los fondillos de los pantalones manchados de hierba, y lastimaduras en los dedos, y cortaduras en los codos. Aquí estaba John Huff con los callados zapatos de tenis, los pies envueltos en silencio. Aquélla era la boca que había mordido muchos duraznos en el verano, y que había dicho una o dos cosas acerca de la vida y la tierra. Y allí estaban los ojos, no ciegos como los ojos de las estatuas, sino de un oro verdoso fundido. Y allí se movía el pelo, ya hacia el norte, ya hacia el sur, o hacia el lugar a donde soplara la brisa. Y allí las manos, con todo el pueblo en ellas, con suciedad de los caminos, y astillas de corteza de árbol, los dedos que olían a cáñamo y uvas y manzanas ácidas, viejas monedas o ranas verdes. Allí estaban las orejas, con la luz del sol que las atravesaba, y que parecían un brillante y cálido durazno, y aquí, invisible, el aliento de menta en el aire.

—John, ahora —dijo Douglas—, no muevas ni siquiera una pestaña. ¡Te ordeno absolutamente que te quedes aquí y no te muevas en las próximas tres horas!

John movió los labios.

—Doug…

—¡Estatua! —gritó Douglas.

John miró otra vez el cielo, pero ahora no sonreía.

—Tengo que irme —susurró.

—¡Ni un músculo, es el juego!

—Tengo que irme a casa.

La estatua se movió, las manos cayeron, y la cabeza se volvió para mirar a Douglas. Los otros niños dejaron caer los brazos, también.

—Jugaremos otra vez —dijo John—. Pero yo seré el monstruo. ¡Corred!

Los niños corrieron.

—¡Quietos!

Los niños se helaron. Douglas con ellos.

—¡Ni un músculo! —gritó John—. ¡Ni un pelo!

Se acercó a Douglas.

—Muchacho, no hay otro modo.

Douglas miraba el cielo del anochecer.

—¡Estatuas quietas, todos, los próximos tres minutos! —dijo John.

Douglas sintió que John caminaba alrededor como él, hacía un rato. Sintió que John le golpeaba un brazo, no muy fuerte.

—Hasta pronto —dijo.

Luego se oyó el ruido de alguien que corría y Douglas supo sin mirar que detrás no había nadie.

Muy lejos, se oyó el pitido de un tren.

Douglas se quedó quieto un minuto, esperando a que dejara de oírse el sonido de los pies que corrían. Pero el sonido seguía oyéndose. Corre aún, pensó, pero no parece alejarse.

¿Por qué no deja de correr?

Y comprendió de pronto que aquel sonido era solo el de su corazón.

¡Basta! Se llevó la mano al pecho. ¡Deja de correr! ¡No me gusta ese sonido!

Y luego sintió que él, Douglas, cruzaba el césped de las aceras, entre las otras estatuas, pero no advirtió si ellas volvían también a la vida. No parecían moverse. Él mismo sólo se movía de las rodillas para abajo. El resto era de piedra fría, y muy pesada.

Douglas subió al porche de su casa y se volvió de pronto.

La calle estaba desierta.

Una serie de disparos de rifle. Puertas de alambre que se cerraban ruidosamente, una tras otra. Una andanada crepuscular a lo largo de la calle.

Las estatuas son lo mejor, pensó Douglas. Se conservan en el jardín. Pero no dejes que se muevan. Si lo permites una vez, todo se habrá perdido.

De pronto levantó el puño y lo sacudió amenazando la hierba, la calle, y la sombra creciente.

—¡John! —gritó con los ojos brillantes—. ¡Tú, John! John, eres mi enemigo, ¿oyes? ¡No eres mi amigo! ¡No vuelvas nunca! ¡Vete! Enemigo, ¿oyes? Eso es lo que eres. Todo ha muerto entre nosotros, basura, eso eres, ¡basura! John, me oyes, ¡John!

Como si hubiesen bajado una mecha en una gran lámpara, más allá del pueblo, el cielo se oscureció aún más. Douglas se quedó en el porche, jadeando, abriendo y cerrando la boca.

El puño apuntaba aún a aquella casa del otro lado de la calle. Miró el puño y éste se desvaneció, y el mundo mismo se desvaneció, más allá.

Douglas subió las escaleras, donde sólo podía sentir su cara, pero sin ver nada de sí mismo, ni siquiera sus puños. Estoy enojado, estoy furioso, se dijo una y otra vez, lo odio, estoy enojado, furioso, ¡lo odio!

Diez minutos más tarde, llegó a lo alto de las escaleras, en la oscuridad.