XXI

—¡BUM!

Se golpeó una puerta. En un altillo el polvo saltó de escritorios y estanterías. Dos viejas se apretaron contra la puerta del altillo, para que no se abriera. Mil palomas parecían haberse elevado desde el techo. Las viejas se doblaron, como abrumadas por el peso de las alas.

Luego se detuvieron, con cara de sorpresa. Sólo se oía el sonido puro del pánico, los corazones que golpeaban en los pechos… Sobre ese rugido, trataron de hablarse.

—¡Qué hemos hecho! ¡Pobre señor Quatermain!

—Debemos de haberlo matado. Y alguien nos ha visto sin duda, y nos ha seguido. Mira…

La señorita Fern y la señorita Roberta miraron entre las telarañas de la ventana del altillo.

Abajo, como si no hubiera ocurrido una gran tragedia, los robles y olmos seguían creciendo a la tibia luz del sol. Un chico se paseaba por la acera, mirando hacia arriba.

En el altillo las dos viejas se espiaron como si quisieran verse las caras bajo las aguas de una corriente.

—¡La policía!

Pero nadie golpeó la puerta de calle, gritando: «¡Abran en nombre de la ley!».

—¿Quién es ese chico de ahí abajo?

—¡Douglas, Douglas Spaulding! Señor, ha venido para dar un paseo en la Máquina Verde.

No sabe. El orgullo nos ha arruinado. ¡El orgullo y ese aparato eléctrico!

—Aquel terrible vendedor de Gumport Falls. Él es el culpable, él y su charla.

Charla, charla, como una llovizna en uña terraza, en el verano.

De pronto fue otro tiempos otro mediodía. Las viejas estaban en el porche, a la sombra de los árboles, con abanicos blancos y platos de fresca y temblorosa jalea de limón.

Lejos del resplandor enceguecedor, lejos del sol amarillo, brillante, espléndida como la carroza de un príncipe…

¡La Máquina Verde!

Se deslizaba. Susurraba. Una brisa marina. Delicada como hojas de roble, más fresca que el agua del arroyo, ronroneaba con la majestad de unos gatos al mediodía. En la máquina, con un sombrero panamá que flotaba sobre vaselina, ¡el vendedor de Gumport Falls! La máquina, con pasos de goma, suave, sutil, subió a la escaldada acera blanca, se acercó chillando a los escalones del porche, giró y se detuvo. El vendedor saltó, ocultó el sol con su panamá, y su sonrisa brilló en esa pequeña sombra.

—¡El nombre es William Tara! Y ésta… —Apretó una perilla de goma. Una foca ladró—. Y ésta… ¡es la bocina! —El hombre levantó unos almohadones negros de satén—. ¡Baterías! —En el aíre caliente flotó un olor de rayo—. ¡Palanca de dirección! ¡Apoyapiés! ¡Quitasol! Aquí, in toto, ¡la Máquina Verde!

En el altillo oscuro las mujeres recordaron, temblorosas, con los ojos cerrados.

—¡Por qué no lo habremos atravesado con las agujas de zurcir!

—¡Chist! Escucha.

Alguien golpeaba la puerta de calle. Luego, los golpes cesaron. Vieron a una mujer que cruzaba el patio y entraba en la casa próxima.

—Era Lavinia Nebbs, con una taza vacía. Habrá venido a pedir azúcar.

—¡Oh, tengo miedo!

Cerraron los ojos. El teatro de la memoria empezó otra vez. Un viejo sombrero de paja floreció sobre un baúl de hierro, por obra y gracia, parecía, del hombre de Gumport Falls.

—Gracias, aceptaré un poco de té helado. —Uno podía oír en el silencio cómo el líquido fresco golpeaba el estómago. El hombre volvió la vista hacia las señoras, como un doctor que les mirase con una lucecita los ojos, las bocas y narices—. Señoras, sé que las dos son vigorosas. Es evidente. Ochenta años —y el hombre castañeteó los dedos— no son nada para ustedes. Pero hay veces, sin embargo, en que ustedes están ocupadas, tan ocupadas, que necesitan realmente un amigo, un amigo de verdad, y eso es la Máquina Verde de dos asientos.

El hombre clavó los ojos de vidrio verde, brillantes, de zorro embalsamado, en la maravillosa mercadería. Allí se alzaba, con olor a nuevo, en la cálida luz del sol, esperándolas, como una cómoda silla de ruedas.

—Suave como la pluma de un cisne. —El hombre respiraba en la cara de las viejas—. Escuchen. —Ellas escucharon—. ¡Las baterías están cargadas y listas! ¡Escuchen! Ni un temblor, ni un sonido. Eléctricas, señoras. ¡Se cargan de noche en el garaje!

—No podría… es decir… —La hermana más joven tragó un poco de té helado—. ¿No podría electrocutarnos accidentalmente?

—¡Aleje esa idea!

El hombre se volvió hacia la máquina, con esos dientes de los escaparates de artículos dentales, solos, que le sonríen a uno, cuando uno pasa tarde, de noche.

—¡Tés! —El hombre valseó alrededor de la máquina—. Clubes de bridge. Soirées. Reuniones de gala. Lunches. ¡Fiestas de cumpleaños! —Se alejó ronroneando como si nunca fuera a regresar. Volvió con un siseo estirado—. Cenas del club de madres. —El hombre caminó graciosamente encorsetado, en la flexible imitación de una mujer—. Dirección fácil. Partidas y llegadas elegantes y silenciosas. No se necesita licencia. En los días de calor… una brisa.

¡Ah!…

El hombre se deslizó al pie del porche, con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados con deleite, el pelo al viento, aunque limpiamente pegoteado.

Subió reverentemente los escalones, el sombrero en la mano, y se volvió a mirar el modelo como si fuese al altar de la capilla familiar.

—Señoras —dijo suavemente—, veinticinco dólares ahora. Diez dólares por mes durante dos años.

Fern bajó los escalones y se sentó aprensivamente en el doble asiento. La picaba la mano.

La alzó. Se atrevió a pellizcar el bulbo de goma de la corneta.

Ladró una foca. Roberta, en el porche, chilló alegremente, inclinándose sobre la barandilla.

El vendedor se unió a la hilaridad de las señoras. Escoltó a la hermana mayor hasta el coche, riéndose a carcajadas, sacando la pluma y buscando en su sombrero de paja un trozo cualquiera de papel.

—¡Y así la compramos! —recordó la señorita Roberta, en el altillo, horrorizada ante su propio descaro—. ¡Si alguien nos lo hubiera advertido! ¡Siempre nos pareció un cochecito de feria!

—Bueno —dijo Fern, defensivamente—, la cadera me molesta desde hace años, y a ti te cansa caminar. Parecía tan refinada, tan regia. Como en los viejos tiempos, cuando las mujeres usaban miriñaque. ¡Navegación! La Máquina Verde navegaba tan serenamente.

Como un bote de excursión, tan fácil de manejar, como un bastón en la mano.

¡Oh, aquella gloriosa y encantada primera semana!…

Las mágicas tardes de luz dorada, cuando cruzaban zumbando el pueblo sombreado, como un intemporal río de sueño, tiesamente sentadas, sonriendo a los conocidos, sacando suavemente las garras arrugadas en todas las vueltas, y apretando en los cruces la negra corneta de goma, que lanzaba un grito enronquecido; permitiendo a veces que Douglas o Tom Spaulding o cualquier otro niño que trotase, charlando, al lado, diese un paseíto con ellas. Veinte lentos y placenteros kilómetros por hora como velocidad máxima. Iban y venían por el sol y las sombras del verano, con las caras moteadas y manchadas al pasar debajo de los árboles, como una antigua y rodante visión.

—Y luego —murmuró Fern—, ¡esta tarde! ¡Oh, esta tarde!

—Fue un accidente.

—Pero escapamos, ¡y eso es criminal!

Ese mediodía. El olor de los cojines de cuero bajo los cuerpos, el perfume gris, la estela de aroma de los perfumeros mientras cruzaban en la silenciosa Máquina Verde el lánguido pueblito.

Ocurrió rápidamente. Rodando por la sombría acera arbolada, al mediodía, pues en las calles había baches y brillaba el sol, llegaron a una esquina, apretando el bulbo de la ronca corneta. De pronto, como un polichinela, ¡el señor Quatermain salió de la nada!

—¡Cuidado! —gritó la señorita Roberta.

—¡Cuidado! —gritó la señorita Fern.

—¡Cuidado! —gritó el señor Quatermain.

Las dos mujeres se abrazaron en vez de tomar la vara de la dirección.

El golpe fue terrible. La Máquina Verde siguió navegando en el día caluroso, bajo los umbríos castaños, más allá de los manzanos florecidos. Miraron atrás sólo una vez. Los ojos de las viejas señoras se llenaron de un pálido horror.

El viejo estaba tendido en la acera, en silencio.

—Y aquí estamos —lloró la señorita Fern en el altillo cada vez más oscuro—. ¡Oh!, ¿por qué no nos detuvimos? ¿Por qué escapamos?

—¡Chist!

Escucharon.

Abajo sonaban otra vez los golpes.

Cuando los golpes cesaron, las viejas se asomaron y vieron a un niño que cruzaba la acera, a la luz gris de la tarde.

—Douglas Spaulding que quería dar otro paseo.

Suspiraron.

Pasaron las horas. El sol seguía descendiendo.

—Hemos estado aquí toda la tarde —dijo Roberta cansadamente—. No podemos quedarnos en el altillo tres semanas hasta que todos se olviden.

—Nos moriremos de hambre.

—¿Qué haremos entonces? ¿Crees que alguien nos vio y nos siguió?

Se miraron.

—No. Nadie nos vio.

El pueblo estaba en silencio. En todas las casitas se encendían las luces. De abajo venía un olor de hierba húmeda y cenas que se cocinaban.

—Es hora de preparar la carne —dijo la señorita Fern—. Frank llegará dentro de diez minutos.

—¿Bajaremos?

—Frank llamará a la policía si no encuentra a nadie. Eso será peor.

El sol se fue rápidamente. Las dos mujeres eran ahora dos cosas que se movían en la mohosa oscuridad.

—¿Crees —preguntó la señorita Fern— que estará muerto?

—¿El señor Quatermain?

Una pausa.

—Sí.

—Miraremos en el periódico de la noche.

Abrieron la puerta del altillo y estudiaron cuidadosamente los peldaños que llevaban abajo.

—¡Oh!, si Frank se entera, nos sacará la Máquina Verde y es tan lindo y agradable pasear y sentir la brisa fresca y ver el pueblo.

—No se lo diremos.

—¿No?

Bajaron los crujientes escalones hasta el primer piso.

Allí se detuvieron a escuchar. Ya en la cocina, examinaron la despensa, espiaron por las ventanas con ojos asustados, y al fin se pusieron a freír salchichas. Luego de trabajar cinco minutos en silencio, Fern miró tristemente a Roberta, y dijo:

—He estado pensando. Somos viejas y débiles, y no nos gusta admitirlo. Somos peligrosas.

Estamos en deuda con la sociedad por haber escapado.

—¿Y?

Hubo algo parecido a un silencio, que dominó el ruido de la sartén, y las dos hermanas se encararon, con nada en las manos.

—Pienso —dijo Fern clavando los ojos en la pared— que no deberíamos salir otra vez en la Máquina Verde. Nunca más.

Roberta tomó un plato y lo sostuvo en la mano delgada.

—¿Nunca más? —dijo.

—No.

—Pero —dijo Roberta— no… tenemos que… libramos de ella, ¿no es cierto? Podemos guardarla, ¿no?

Fern consideró el asunto.

—Sí, creo que podemos guardarla.

—Por lo menos eso será algo. Iré a desconectar las baterías.

Roberta se iba ya, cuando llegó Frank, el hermano menor, de sólo cincuenta y seis años.

—¡Hola, hermanas!

Roberta pasó junto a él sin una palabra y se perdió en el crepúsculo de verano. Frank traía un periódico que Fern le sacó inmediatamente. Temblando lo miró por todos lados y se lo devolvió con un suspiro.

—Vi a Doug Spaulding en la calle. Me dijo que tenía un mensaje para vosotras. Dijo que no os preocupéis, que vio todo y que no pasó nada. ¿Qué habrá querido decir?

—Ni lo imagino.

Fern se volvió y buscó su pañuelo.

—¡Oh, bueno, esos chicos!

Frank miró un rato la espalda de su hermana y al fin se encogió de hombros.

—¿Está la cena? —preguntó de buen humor.

—Sí.

Fern puso la mesa en la cocina.

Se oyó un grito ronco afuera. Una vez, dos veces, tres veces.

—¿Qué es eso? —Frank miró por la ventana de la cocina. ¿Qué ha ido a hacer Roberta?

¡Mírala! ¡Sentada en la Máquina Verde, apretando la cometa de goma!

Una, dos veces más, en el crepúsculo, como un lloroso animal, se oyó el sonido de la corneta.

—¿Pero qué le pasa?

—¡Déjala tranquila! —chilló Fern. Frank la miró sorprendido.

Un momento más tarde, Roberta entraba silenciosamente, sin mirar a nadie, y todos se sentaban a cenar.