Tom despertó mucho después de medianoche y descubrió a Doug que escribía rápidamente a la luz de una linterna.
—¿Doug, qué pasa?
—¿Qué pasa? ¡Todo pasa! Estoy anotando la suerte que tengo, Tom. Oye, la Máquina de la Felicidad no funcionó, ¿no es cierto? ¡Pero qué importa! Tengo arreglado todo el año.
Necesidad de ir a alguna parte en las calles principales: tomo el tranvía y puedo mirar alrededor y espiar el mundo. Necesidad de ir a alguna parte fuera de las calles principales; golpeo la puerta de la señorita Fern y la señorita Roberta y ellas cargan las baterías de su coche eléctrico y salimos navegando. Necesidad de correr por los callejones y pasar sobre las cercas, y ver esa parte del pueblo que sólo se puede ver dando un rodeo y encaramándose: me pongo los zapatos de tenis nuevos. ¡Zapatos, corridas, tranvías! ¡Todo arreglado! Pero hay algo mejor, Tom, todavía mejor. Escucha. Si quiero ir a alguna parte donde ningún otro puede ir, pues no son bastante listos para pensarlo, si quiero ir a 1890 y luego a 1875 y cruzar otra vez hasta 1860, ¡me subo al expreso del viejo coronel Freeleigh!
Estoy escribiéndolo de este modo: Quizá los viejos nunca fueron niños, como decimos de la señora Bentley; pero, grandes o pequeños, algunos estuvieron cerca de Appomattox en el verano de 1865. Allí aprendieron a tener vista de indio, y pueden ver hacia atrás mucho más que tú o yo hacia adelante.
—Parece magnífico, Doug, ¿qué significa?
Douglas siguió escribiendo.
—Significa que ni tú ni yo podemos viajar tan lejos como ellos. Con suerte uno llega a los cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta. Eso es para ellos una vuelta a la manzana. Sólo cuando se llega a los noventa, los noventa y cinco, los cien, uno viaja lejos como el diablo.
La linterna se apagó.
Se quedaron acostados a la luz de la luna.
—Tom —murmuró Douglas—. Tengo que viajar de todos estos modos. Ver lo que puedo ver.
Pero sobre todo debo visitar al coronel Freeleigh una vez, dos veces, tres veces por semana.
Es mejor que todas las otras máquinas. El habla, tú escuchas. Y cuanto más habla, más miras alrededor, y ves cosas. Te dice que viajas en un tren muy especial, y, Dios, es cierto.
Ha andado, por ese camino, y lo sabe. Y luego aquí vamos nosotros, por el mismo camino, pero más adelante, mirando, olfateando y manejando cosas, y necesitamos al coronel Freeleigh para poder recordar cada segundo. Así cuando los chicos vayan a verte, cuando seas realmente viejo, podrás hacer por ellos lo que el coronel hizo una vez por ti. Así es, Tom. Tengo que dedicar mucho tiempo a visitarlo y escucharlo y viajar lejos con él.
Tom calló un momento. Luego miró a Douglas en la oscuridad.
—Viajar lejos. ¿Inventaste eso?
—Quizás sí, quizás no.
—Viajar lejos —murmuró Tom.
—De una cosa estoy seguro —dijo Douglas, cerrando los ojos—. Es algo realmente solitario.