XIX

—Parece como si el pueblo estuviese lleno de máquinas —dijo Douglas, corriendo—. El señor Auffmann y la Máquina de la Felicidad. La señorita Fern y la señorita Roberta y la Máquina Verde. ¿Qué quieres mostrarme, Charlie?

—¡Una Máquina del Tiempo! —jadeó Charlie Woodman, a su lado—. ¡Palabra de honor!

—¿Viaja por el pasado y el futuro? —preguntó John Huff, corriendo alrededor.

—Sólo por el pasado, pero es bastante. Aquí estamos.

Charlie Woodman se acercó al seto.

Douglas miró la vieja casa.

—Eh, es la casa del coronel Freeleigh. Aquí no puede haber Máquinas del Tiempo. No es un inventor. ¿Cómo nadie se ha enterado de algo tan importante?

Charlie y John subieron de puntillas los escalones del porche. Douglas gruñó, sacudió la cabeza y se quedó abajo.

—Muy bien, Douglas —dijo Charlie—. Eres un cabeza dura. Sí, el coronel no inventó esta Máquina del Tiempo. Pero es su propietario y siempre ha estado aquí. ¡No sé cómo no nos dimos cuenta! Adiós, Douglas Spaulding.

Charlie tomó a John por el codo, como si estuviese escoltando a una señora, abrió la puerta del porche y entró. La puerta de alambre se cerró silenciosamente.

Douglas había detenido la puerta y siguió a sus amigos.

Charlie cruzó la galería interior, golpeó y abrió una puerta. En el extremo de un largo y oscuro pasillo había un cuarto de luz submarina, verdosa, pálida y húmeda.

—¿Coronel Freeleigh?

Silencio.

—No oye muy bien —susurro Charlie—. Pero me dijo que entrara y gritara. ¡Coronel!

No hubo otra respuesta que el polvo que descendía y flotaba alrededor de la escalera de caracol. En el extremo del pasillo, en la cámara submarina, hubo un leve movimiento.

Los niños se adelantaron lentamente y miraron el interior del cuarto. Había sólo dos muebles: un viejo y una silla. Los dos eran tan delgados que se podía ver cómo los habían juntado con pernos y bisagras. El resto del cuarto era un piso de tablas sin pintar, cielo raso y paredes desnudas, y vastas cantidades de aire silencioso.

—Parece muerto —murmuró Douglas.

—No, está pensando a qué lugares nuevos podría viajar —dijo Charlie muy orgulloso y tranquilo—. ¿Coronel?

Uno de los muebles se movió. Era el coronel, que parpadeó, miró y sonrió, con una sonrisa asombrada y sin dientes.

—¡Charlie!

—Coronel, Doug y John vinieron a… —¡Bienvenidos, muchachos, sentaos!

Los niños se sentaron nerviosamente en el suelo.

—Pero dónde está la… —dijo Douglas. Charlie le dio un codazo en las costillas.

—¿Dónde está qué? —preguntó el coronel.

—Dónde está el motivo para que hablemos nosotros, quiso decir. —Charlie le hizo una mueca a Douglas y luego sonrió al viejo—. No tenemos nada que decir. Coronel, diga usted algo.

—Cuidado, Charlie, los viejos sólo esperan que alguien pregunte. Luego chillan como un ascensor enmohecido.

—Ching Ling Soo —sugirió Charlie casualmente.

—¿Eh? —dijo el coronel.

—Boston —añadió Charlie—. Mil novecientos diez.

—Boston, mil novecientos diez… —El coronel frunció el ceño—. Claro, Ching Ling Soo, ¡por supuesto!

—Sí, señor coronel.

—Esperad… —La voz del coronel fue un susurro sobre las aguas serenas de un lago—. Esperad…

Los niños esperaron.

El coronel Freeleigh cerró los ojos.

—Primero de octubre de mil novecientos diez, una hermosa y fresca noche de otoño, en el teatro Variety, sí, aquí está. La sala completa, todos esperando. Orquesta, fanfarrias, ¡telón!

¡Ching Ling Soo, el gran mago oriental! Aquí está, ¡en escena! Y aquí estoy yo, en la primera fila, en el centro. «¡La prueba de la bala!», grita el mago. «¡Voluntarios!». El hombre sentado a mi lado se levanta y sube. «¡Examine el rifle!», dice Ching. «¡Haga una marca en la bala!». Y luego: «¡Ahora dispare la bala con mi cara como blanco, y en el otro extremo del escenario yo pararé la bala con los dientes!».

El coronel Freeleigh hizo una pausa, tomando aliento.

Douglas lo miraba fijamente, con asombro y miedo. John Huff y Charlie estaban absortos. El viejo continuó con la cabeza y el cuerpo helados, sólo moviendo los labios.

—«Listo, apunte, ¡fuego!», gritó Ching Ling Soo. ¡Bum! El rifle disparó. ¡Bum! Ching Ling Soo lanzó un chillido, se tambaleó y cayó, con la cara roja. Un pandemonio. Los espectadores de pie. Algo había andado mal en el rifle… —«Muerto», dijo alguien. Y así era.

Muerto. Horrible, horrible… Siempre recordaré… la cara como una máscara roja, el telón que baja rápidamente y las mujeres que chillan… 1910… Boston… teatro Variety… pobre hombre… pobre hombre…

El coronel Freeleigh abrió lentamente los ojos.

—Oh, coronel —dijo Charlie—, fue magnífico. ¿Y qué me dice de Pawnee Bill?

—¿Pawnee Bill?

—En las praderas, el año setenta y cinco.

—Pawnee Bill… —El coronel se movió en la oscuridad—. Mil ochocientos setenta y cinco… sí, yo y Pawnee Bill en una loma, en medio de la pradera, esperando…

—¡Chist! —dijo Pawnee Bill—. «Escuche».

La pradera era como un gran escenario preparado para que estallara la tormenta. El trueno.

Suave. El trueno otra vez. No tan suave. Y en el otro extremo de la pradera, hasta donde alcanzaba la vista, la nube amarilla, enorme y nefasta, cruzada por relámpagos negros, de cincuenta kilómetros de ancho, cincuenta kilómetros de largo y un kilómetro de alto, y a no más de un par de centímetros del suelo. «¡Señor! ¡Señor!», grité desde mi loma. La tierra golpeaba como un corazón enloquecido, muchachos, un corazón dominado por el pánico. Me temblaban los huesos como si fueran a quebrárseme. Temblaba la tierra. Ra-ta-tá, ra-ta-tá.

Retumbaba. Palabra rara ésta: retumbaba. Oh, cómo retumbaba aquella poderosa tormenta a lo largo, hacia abajo, hacia arriba, sobre las lomas, y no se veía más que la nube, y nada adentro. «¡Son ellos!», gritó Pawnee Bill. ¡Y la nube era polvo! No vapores o lluvia, no, sino polvo de la pradera que subía desde los pastos secos como una fina harina, como polen mezclado con el sol ahora, pues había salido el sol. ¡Grité de nuevo! ¿Por qué? Porque en aquel polvo que filtraba los fuegos del infierno se había alzado un velo, y yo los vi, ¡lo juro!

El gran ejército de la antigua pradera: ¡el bisonte, el búfalo!

El coronel dejó que se posara el silencio, y luego siguió:

—Cabezas como puños de negros gigantescos, ¡cuerpos como locomotoras! ¡Veinte, cincuenta, doscientos mil proyectiles de hierro lanzados desde el oeste, como sacudidas cenizas, los ojos de carbón llameante, retumbando hacia el olvido!

«Vi que el polvo se apartaba y me mostraba un rato aquel mar de jorobas, de revueltas melenas, negras olas velludas que se alzaban y caían…». ¡Dispare!, dijo Pawnee Bill.

«¡Dispare!». Y yo alcé el rifle y apunté. «¡Dispare!». Y yo me quedé allí sintiéndome como la mano derecha de Dios, contemplando aquella visión de fuerza y violencia que pasaba, pasaba, como una medianoche por un mediodía, como un brillante tren funerario, largo, triste, interminable. Y uno no dispara a los funerales, ¿no es cierto, muchachos? Yo sólo esperaba entonces que el polvo volviera a bajar y cubriera las formas negras de la condenación, que se golpeaban y empujaban en un pesado movimiento. Y, muchachos, el polvo bajó. La nube ocultó el millón de pies que tocaban el tambor del trueno y alzaban el polvo de la tormenta. Oí que Pawnee Bill maldecía y me golpeaba el brazo. Pero yo estaba contento de no haber tocado aquella nube de poder con una píldora de plomo. Sólo quería quedarme allí, esperando a que acabara la tormenta que los bisontes llevaban a la eternidad.

Una hora, tres horas, seis, pasaron antes que la tormenta se perdiera en un horizonte de hombres menos bondadosos que yo. Pawnee Bill se había ido, y yo estaba solo, y sordo.

Crucé entumecido un pueblo que estaba a ciento cincuenta kilómetros, en el sur, y no oí las voces de los hombres, y me alegró no oírlas. Por un tiempo quería recordar el trueno. Lo oigo aún, en las tardes de estío, cuando la lluvia cae sobre el lago, un ruido terrible, insistente… Me gustaría que lo hubiéseis oído.

La luz pálida se filtró a través de la nariz del coronel Freeleigh, que era grande y parecía una taza de porcelana blanca con un té suave y tibio.

—¿Se durmió? —preguntó Douglas al fin.

—No —dijo Charlie—. Está cargando las baterías.

El coronel Freeleigh respiró rápidamente, suavemente, como si hubiera corrido mucho tiempo, y abrió los ojos.

—¡Si señor! —dijo Charlie, admirado.

—Hola, Charlie.

El coronel sonrió a los niños, perplejo.

—Esté es Doug y éste es John —dijo Charlie.

—¿Cómo estáis, muchachos?

Los niños dijeron hola.

—Pero… —dijo Douglas—, ¿dónde está la…

—Caramba, eres tonto. —Charlie golpeó a Douglas en el brazo. Se volvió hacia el coronel—. ¿Decía, señor?

—¿Decía algo? —murmuró el coronel.

—La guerra civil —sugirió John Huff—. ¿Recuerda eso?

—¿Si recuerdo? —dijo el coronel—. Oh, sí, si. —Cerró otra vez los ojos y habló con una voz temblorosa—. ¡Todo! Excepto… de qué lado luché…

—El color de su uniforme… —empezó a decir Charlie.

—Los colores se me han borrado —murmuró el coronel—. Hay como una niebla. Veo soldados conmigo pero ya no el color de las chaquetas y gorras. Nací en Illinois, me crié en Virginia, construí una casa en Tennessee, y ahora, muy tarde, aquí estoy, en Green Town. Por eso se me confunden los colores.

—¿Recuerda de qué lado de las lomas peleaba? —Charlie habló sin alzar la voz—. ¿El sol se alzaba a su izquierda o a su derecha? ¿Iba usted hacia Canadá o hacia México?

—Parece como si algunas mañanas el sol subiera por mi derecha y otras por mi izquierda. Y marchábamos en todas direcciones. Han pasado casi setenta años. Después de tanto tiempo uno olvida soles y mañanas.

—Pero recuerda haber ganado, en alguna parte.

—No —dijo el viejo, roncamente—. No recuerdo que nadie ganara en alguna parte alguna vez. La guerra no es algo que se gana, Charlie. Uno pierde siempre, y el que pierde último pide condiciones. Todo lo que recuerdo es un montón de derrotas y penas, y nada bueno sino el fin. El fin, Charlie, es una verdadera victoria que no tiene relación con fusiles. Pero no creo que vosotros queráis que os hable de esas victorias.

—Antietam —dijo John—. Pregunta sobre Antietam.

—Estuve allí.

Los ojos de los niños centellearon.

—Bull Run, pregúntale por Bull Run.

Una voz suave:

—¿Y Shiloh?

—No ha habido año en mi vida que no pensase, qué hermoso nombre y qué lástima que se lo recuerde sólo como el nombre de una batalla.

—Shiloh. ¿Y Fort Sumter?

La voz de un soñador:

—Vi las primeras humaredas de pólvora. Tantas cosas vuelven, oh, tantas. Recuerdo canciones. Todo está tranquilo en la noche del Potomac, donde los soldados duermen pacíficamente, y la luna de otoño y los fuegos iluminan las tiendas. Recuerdo. Recuerdo.

Todo está tranquilo en la noche del Potomac; ningún sonido, sólo el rumor del agua, y el rocío humedece dulcemente las caras de los muertos… Luego de la rendición, el señor Lincoln, desde los balcones de la Casa Blanca, le pidió a la banda que tocase: Aparta los ojos, aparta los ojos, Dixieland… Y una vez una señora de Boston escribió una canción que duraría mil años: Mis ojos vieron la gloria de la llegada del Señor; está pisoteando en el campo los racimos del rencor. Noches atrás sentí que se me movían los labios y cantaban en otro tiempo: ¡Si, caballeros de Dixie! Que guardáis las costas del Sur… Cuando vuelvan los muchachos victoriosos, coronados de laureles… Tantas canciones, que cantaban ambos bandos, que iban hacia el norte, que iban hacia el sur, en las noches ventosas. Allá vamos, padre Abraham, trescientos mil hombres… Tendamos las carpas, tendamos las carpas, en el viejo campamento… Hurra, hurra, traemos la alegría, hurra, hurra, el pendón de la libertad…

La voz del viejo se apagó.

Los niños permanecieron inmóviles un rato. Luego Charlie se volvió, miró a Douglas y dijo:

—Bueno, ¿es o no?

Douglas tomó aliento dos veces y dijo:

—Claro que es.

El coronel abrió los ojos.

—¿Soy qué?

—Una Máquina del Tiempo —murmuró Douglas—. Una Máquina del Tiempo.

El coronel miró a los niños fijamente cinco segundos. Habló con una voz angustiada.

—¿Así me llamáis, muchachos?

—Sí, señor, coronel.

El coronel se reclinó lentamente en la silla y miró a los niños y se miró las manos y luego clavó los ojos en la pared.

Charlie se incorporó.

—Bueno, es hora de irse. Hasta luego, y gracias. Douglas y John y Charlie se alejaron en puntillas. Pasaron ante el coronel, que no los vio.

En la calle, los chicos se sobresaltaron. Una voz les gritó desde una ventana del primer piso: Alzaron los ojos.

—¿Sí, señor, coronel?

El coronel se asomó, agitando una mano.

—He pensado en lo que dijísteis, muchachos.

—Sí, señor.

—Y… ¡tenéis razón! ¡Cómo no lo pensé antes! ¡Una Máquina del Tiempo, por Dios, una Máquina del Tiempo!

—Sí, señor.

—Hasta luego, muchachos. ¡Venid pronto a bordo!

Al fin de la calle los niños se volvieron otra vez y el coronel estaba todavía saludando. Lo saludaron, sintiéndose contentos, y siguieron.

—Chu–chu–chu —dijo John—. Puedo viajar doce años hacia el pasado. ¡Bau– chau–pim!

—Sí —dijo Charlie volviendo la cabeza hacia la casa silenciosa—, pero no puedes viajar cien años.

—No —musitó John—. No puedo viajar cien años. Eso es viajar, realmente. Eso es realmente una máquina.

Caminaron un minuto en silencio, mirándose los pies.

Llegaron a una cerca.

—El último que pase la cerca —dijo Douglas— es una mier…

Todo el camino de vuelta llamaron Dora a Douglas.