XVII

La anciana señora Bentley nunca supo cómo había comenzado aquella relación con los niños. Los veía a menudo, como polillas y monos, en las tiendas, entre los repollos y las colgantes bananas, y ella les sonreía, y ellos le sonreían. La señora observaba cómo dejaban sus huellas en la nieve invernal, o se llenaban los pulmones con el humo de otoño, o se adormecían en las brisas de los manzanos primaverales, pero no la asustaban. En cuanto a ella, tenía su casa en perfecto orden, con todo en su lugar, ros pisos bien barridos, los alimentos en herméticas latas, los alfileres en almohadillas, y la parafernalia del pasado en los cajones de la cómoda, en el dormitorio.

La señora Bentley era una conservadora. Conservaba billetes viejos y programas de teatros, cintas, encajes, todos los marbetes y muestras de la existencia.

—Tengo una pila de discos —decía a menudo—. Aquí está Caruso. Fue en 1916, en Nueva York; yo tenía sesenta años, y John vivía aún. Aquí está Luna de junio, 1924. Poco después, me parece, de que John muriera.

Aquélla era la mayor pena de su vida. Lo que a ella más le hubiera gustado tocar y escuchar y mirar, y que no había conservado. John estaba lejos, en un campo de hierbas, sellado, fechado y escondido, y no quedaba de él más que el alto sombrero de seda y el bastón y su traje mejor en el ropero. Las polillas habían devorado tantas cosas.

Pero había guardado lo que había podido. Los vestidos de flores rosadas envolvían bolas de naftalina y platos de cristal tallado de su infancia en los vastos y negros baúles. Había traído todo al mudarse a este pueblo, hacía cinco años. Su marido había tenido bienes de renta en muchos lugares, y, como una pieza de ajedrez de marfil amarillo, ella había ido de aquí para allá, vendiéndolos todos, y ahora estaba en este pueblo extraño, con sólo sus baúles y sus muebles, oscuros y feos, que la rodeaban como criaturas de un zoo primordial.

La historia con los chicos comenzó en medio del verano. La señora Bentley salió a regar la madreselva del porche y se encontró con dos niñitas de color y un niño tendidos en la hierba, disfrutando de sus inmensos cosquilleos.

La señora Bentley les sonrió con su cara de máscara amarilla, y en ese mismo momento apareció en la esquina, como una banda de duendes, un carro de helados. Del carro brotaban melodías de hielo, con sonidos claros y quebradizos, como si un experto tocase unas copas de cristal, convocando a todos. Los niños se incorporaron y volvieron las cabezas como girasoles que miran el sol.

—¿Quieren helados? ¡Eh! —les dijo entonces la señora Bentley.

El carro de helados se detuvo, y la anciana cambió algunas monedas por recuerdos de la original Edad del Hielo. Los chicos le dieron las gracias con nieve en la boca, lanzándole ojeadas que iban de los zapatos abotinados a la blanca cabeza.

—¿Quiere un mordisco? —dijo el niño.

—No, niño. Soy bastante vieja y bastante fría. El día más caluroso no puede derretirme —rió la señora Bentley.

Los niños llevaron arriba los glaciares en miniatura y se sentaron alineados en el porche sombrío.

—Yo soy Alice, ésta es Jane, y éste es Tom Spaulding.

—Qué bien. Y yo soy la señora Bentley. Me llaman Helen.

Los chicos le clavaron los ojos.

—¿No creen que me llamen Helen? —dijo la vieja.

—No sabía que las señoras viejas tuvieran nombres —dijo Tom, parpadeando.

La señora Bentley se rió secamente.

—Tom quiere decir que uno nunca oye esos nombres —dijo Jane.

—Mi querida, cuando seas tan vieja como yo tampoco te llamarán Jane. La vejez es algo espantosamente formal. Siempre somos «señoras». A la gente no le gusta llamarte «Helen».

Les parece una descortesía.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Alice.

La señora Bentley sonrió.

—Recuerdo el pterodáctilo.

—Sí, ¿pero cuántos años?

—Setenta y dos.

Los niños chuparon largamente sus helados, deliberando.

—Son años —dijo Tom.

—Pues me siento como cuando tenía vuestra edad —dijo la vieja.

—¿Nuestra edad?

—Sí. Una vez fui una niñita como tú, Jane, y tú, Alice. Los niños callaron.

—¿Qué pasa?

Jane se puso de pie.

—Nada.

—Oh, no os iréis tan pronto, espero. No habéis terminado el helado… ¿Pasa algo?

—Mi madre dice que no se debe mentir.

—Claro que no, es muy feo —acordó la señora Bentley.

—Y no hay que escuchar a los que mienten.

—¿Y quién te mintió, Jane?

Jane miró a la vieja y apartó nerviosamente los ojos.

—Usted —dijo.

—¿Yo? —La señora Bentley se rió llevándose la garra marchita al pecho encogido—. ¿Cuándo?

—Cuando habló de su edad, y dijo que fue una niñita.

La señora Bentley se endureció.

—Pero lo fui, hace muchos años. Una niñita como tú.

—Vamos, Alice, Tom.

—Un momento —dijo la señora Bentley—. ¿No me creéis?

—No sé —dijo Jane—. No.

—¡Pero que ridículo! Es perfectamente lógico. Todos fuimos jóvenes una vez.

—No usted —susurró Jane, los ojos bajos, casi para sí misma.

El palito de su helado había caído en un estanque de vainilla, en el piso del porche.

—Pero por supuesto, yo tuve ocho, nueve, diez años, como todos vosotros.

Las niñas lanzaron una risita breve, rápidamente contenida.

Los ojos de la señora Bentley relampaguearon.

—Bueno, no puedo perder la mañana discutiendo con niños. Yo también tuve diez años y fui tan tonta como vosotros.

Las dos niñas se rieron. Tom se movió intranquilo.

—Está burlándose de nosotras —dijo Jane con una risita—. Nunca tuvo realmente diez años ¿no es cierto, señora Bentley?

—¡Fuera de aquí! —gritó la mujer de pronto, pues no soportaba ya las miradas de los niños—. No tolero esas risas.

—Y no se llama Helen realmente.

¡Claro que me llamo Helen!

—Adiós —dijeron las dos niñitas, alejándose por el jardín, bajo océanos de sombra. Tom las siguió lentamente—. ¡Gracias por los helados!

—¡Una vez jugué a la rayuela! —gritó la señora Bentley, pero los niños se habían ido.

La señora Bentley pasó el resto del día golpeando teteras, preparando ruidosamente un magro almuerzo y yendo de vez en cuando a la puerta de calle esperando pescar a aquellos demonios insolentes en algunas de sus risueñas excursiones. Pero, y si aparecieran, ¿qué les diría? ¿Y por qué preocuparse?

—¡Qué idea! —le dijo la señora Bentley a su mellada y floreada taza de té—. Nadie dudó jamás de que no haya sido una niña. Qué cosa horrible y tonta. No me importa ser vieja, pero no me gusta que me quiten mi infancia.

Los niños corrían bajo los árboles cavernosos, llevando la juventud de la señora Bentley, invisible como el aire, en los dedos helados.

Luego de la cena, sin ningún motivo, la anciana se miró las manos, con la insensata certeza de que se movían como un par de guantes fantasmales en una sesión de espiritismo, y guardaban algunas cosas en un pañuelo perfumado. Luego salió a la puerta y se quedó allí, tiesamente, media hora.

De pronto los chicos pasaron volando, como aves nocturnas, y la voz de la señora Bentley hizo que se detuvieran, con suaves aleteos.

—¿Sí, señora Bentley?

—¡Suban al porche! —ordenó la anciana, y las chicas subieron los escalones seguidas por Tom.

—¿Sí, señora Bentley?

Hacían resonar aquel «señora» como los acordes bajos de un piano, pesadamente, como si fuese su nombre.

—Quiero mostrarles algunos tesoros.

La señora Bentley abrió el pañuelo perfumado y buscó adentro como si ella misma fuera a sorprenderse. Sacó un peine, muy pequeño y delicado, con el borde adornado de piedras de colores.

—Usé este peine cuando tenía nueve años —dijo la mujer.

Jane lo miró por un lado y por otro, y dijo:

—Qué bonito.

—¡Veamos otras cosas! —dijo Alice.

—Y éste es un anillito que usé cuando tenía ocho años —dijo la señora Bentley—. Ya no me sirve. Si miras por aquí verás la torre de Pisa lista para caer.

—¡Miremos cómo se tuerce!

Y las chicas se lo pasaron una a otra hasta que Jane se lo puso en un dedo.

—Pero cómo, ¡es de mi tamaño! —exclamó.

—¡Y el peine parece para mi cabeza! —jadeó Alice.

La señora Bentley sacó unas piedrecitas.

—Mirad —dijo—, una vez jugué con ellas.

Las tiró. Las piedrecitas formaron una constelación en el piso del porche.

—¡Y algo más!

La anciana sacó su carta de triunfo: una fotografía postal de ella misma cuando tenía siete años, con un vestido como una mariposa dorada, y rizos amarillos, y ojos de cristal azul, y labios enfurruñados y angélicos.

—¿Quién es esta niñita? —preguntó Alice.

—¡Soy yo!

Las dos niñitas miraron atentamente la postal.

—Pero no se parece a usted —dijo Jane simplemente—. Cualquiera puede conseguir una fotografía como ésta en cualquier parte.

Las niñas miraron un rato a la anciana.

—¿Otras fotografías, señora Bentley? —preguntó Alice—. ¿De usted, más tarde? ¿Una de los quince, y una de los veinte, y otra de los cuarenta y los cincuenta?

Las niñas se rieron.

—¡No tengo que mostraros nada! —dijo la señora Bentley.

—Entonces no tenemos por qué creerle —replicó Jane.

—¡Pero este retrato prueba que digo la verdad!

—Es una niñita como nosotras. Alguien se la prestó.

—¡Estuve casada!

—¿Dónde está el señor Bentley?

—Se fue hace mucho tiempo. Si estuviera aquí os diría qué joven y hermosa era yo cuando tenía veintidós.

—Pero no está aquí, y no puede decirlo.

—Tengo un certificado de matrimonio.

—Pudieron habérselo prestado también. Sólo creeríamos que fue joven alguna vez —y Jane cerró los ojos como para subrayar qué segura estaba de sí misma— si alguien nos dijera que la conoció a usted cuando tenía diez años.

—Miles de personas me vieron, pero están muertas, niña tonta, o enfermas, y en otros pueblos. No conozco un alma aquí. Llegué hace cinco años, y nadie me vio de joven.

—Bueno, ahí tiene usted. —Jane guiñó un ojo a sus amigos—. Nadie la vio.

—¡Escucha! —La señora Bentley tomó a la niña por la muñeca—. Tienes que creer en estas cosas. Algún día serás vieja como yo. La gente te dirá lo mismo. «Oh, no», dirán, «estos buitres no fueron nunca ruiseñores, estos búhos no fueron oropéndolas, estos loros no fueron canarios». ¡Un día serás como yo!

—¡No! ¡No! —dijeron las niñas—. ¿Sí? —se preguntaron.

—¡Esperad y veréis! —dijo la señora Bentley.

Y en su interior pensó: Oh, Dios, los niños son niños, y las viejas son viejas, y nada los une.

No pueden imaginar un cambio que no ven.

—Tu madre —le dijo a Jane—. ¿No notaste, con los años, un cambio?

—No —dijo Jane—. Es siempre la misma.

Y era cierto. Uno vive con alguien, lo ve todos los días, y parece que nunca cambiara. Sólo cuando la gente ha hecho un largo viaje y han pasado años, uno se sorprende. Y la vieja se sintió como una mujer que había viajado durante setenta y dos años en un tren negro y rugiente, y que al fin había descendido en una plataforma y todos la habían recibido llorando: «Hola, Helen Bentley, ¿eres tú?».

—Será mejor que volvamos a casa —dijo Jane—. Gracias por el anillo. Me queda muy bien.

—Gracias por el peine, es muy lindo.

—Gracias por el retrato de la niñita.

—¡Volved! ¡No podéis llevaros mis cosas! —gritó la señora Bentley mientras las niñas bajaban los escalones—. ¡Son mías!

—¡Volved! —dijo Tom, siguiendo a las niñas.

—Pero si no son de ella. Son de alguna otra chica. ¡Gracias! —gritó Alice.

La anciana siguió llamando, pero las niñas desaparecieron como polillas en la oscuridad.

—Lo siento —dijo Tom, en el jardín, alzando los ojos hacia la señora Bentley, y se fue.

Se llevaron mi anillo y mi peine y mi retrato, pensó la señora Bentley, temblando de pies a cabeza en los escalones. Oh, estoy vacía, vacía.

Se quedó despierta muchas horas, entre sus baúles y chucherías. Miró las ordenadas pilas de materiales y juguetes y plumas de ópera, y dijo en voz alta:

—¿Son realmente míos? ¿O era aquello la elaborada intriga de una vieja que creía tener un pasado? Al fin y al cabo, no era posible volver atrás. Uno vivía siempre en el presente. Podía haber sido una niñita en otro tiempo, pero ya no lo era. Su infancia había desaparecido.

Un viento nocturno entró en el cuarto. La cortina blanca aleteó contra un bastón oscuro, siempre apoyado en la pared, junto a los otros recuerdos. El bastón tembló y cayó suavemente al piso, iluminado por la luna. Era el bastón de gala de su marido. La férula de oro centelleaba. Parecía como si apuntara hacia ella, como su marido había hecho a veces, cuando no estaban de acuerdo y él le hablaba con una voz suave, triste y razonable.

—Esos niños tienen razón —diría él—. No te robaron nada, querida mía. Esas cosas no pertenecen al ser que eres aquí y ahora. Son de otro tú, de hace tiempo.

Oh, pensó la señora Bentley. Y entonces, como si alguien hubiera puesto en el fonógrafo un viejo disco que siseaba bajo la aguja de acero, recordó la conversación que había tenido una vez que el señor Bentley, tan pulcro, un señor de clavel encarnado en la brillante solapa.

—Querida mía —había dicho el señor Bentley—, nunca entenderás el tiempo, ¿no es verdad?

Siempre intentando ser lo que fuiste, en vez de ser lo que eres. ¿Para qué guardas esos billetes y esos programas de teatro? Te harán daño más tarde. Tíralos, querida.

Pero la señora Bentley los había conservado tercamente.

—No dará resultado —continuó el señor Bentley, sorbiendo su té—. Aunque trates por todos los medios de ser lo que eras, sólo podrás ser lo que eres aquí y ahora. El tiempo hipnotiza.

Cuando tienes nueve años, piensas que siempre tendrás nueve años. Cuando tienes treinta, imaginas que te quedarás ahí, a orillas de la edad madura. Y cuando llegas a los setenta, que tendrás eternamente setenta. Estás en el presente, atrapada en un ahora joven o viejo, pero no hay otro ahora.

Había sido una de las escasas y suaves disputas de su tranquilo matrimonio. El nunca había aprobado aquella manía.

—Sé lo que eres, entierra lo que no eres —le había dicho—. Guardar billetes es un truco.

Conservar cosas es un truco mágico con espejos.

¿Y si él hubiese estado vivo esta noche, qué diría?

—Estás guardando capullos de gusanos —eso diría—. Corsés, en cierto modo, que ya nunca podrán servirte. ¿Por qué? No puedes probar realmente que fuiste joven. ¿Retratos? No, mienten. No eres el retrato.

¿Documentos?

—No, mi querida. No eres las fechas, ni la tinta, ni el papel. No eres esos baúles llenos de restos inútiles y polvo. Eres sólo tú, aquí, ahora… el tú presente.

La señora Bentley asintió, respirando mejor.

—Sí, ya veo, ya veo.

El bastón de férula de oro yacía a la luz de la luna.

—A la mañana —le dijo la anciana al bastón— terminaré de algún modo con esto, y empezaré a ser sólo yo, y nadie más durante un año. Sí, eso haré.

La anciana se durmió…

La mañana era brillante y verde, y allí a la puerta, golpeando suavemente la tela de alambre, estaban las dos niñas.

—¿No tiene otra cosa para darnos, señora Bentley? ¿Alguna cosa de la niñita?

La señora Bentley las llevó a la biblioteca.

—Toma —le dio a Jane el vestido de hija del mandarín de sus quince años—. Y esto: —un caleidoscopio, una lupa—. Llevaos lo que queráis —dijo la señora Bentley—. Libros, patines, muñecas, todo es vuestro.

—¿Nuestro?

—Sólo vuestro. ¿Me ayudaréis en un trabajito? Haré una gran hoguera en el patio de atrás.

Estoy vaciando baúles, juntando basura para el basurero. Estas cosas no me pertenecen.

Nada pertenece a nadie.

—La ayudaremos —dijeron las niñas.

La señora Bentley enseñó el camino hacia el patio de atrás con los brazos cargados, una caja de fósforos en la mano derecha.

En el resto del verano se pudo ver a las dos niñitas y a Tom, como pajarracos en un alambre, esperando en el porche de la señora Bentley. Y cuando se oían los sones argentinos del hombre de los helados, se abría la puerta, y la señora Bentley salía flotando, con la mano hundida profundamente en su monedero de boca de plata, y durante media hora uno podía verlos en el porche poniendo hielo en el calor, comiendo helados de chocolate, riéndose. Eran al fin buenos amigos.

—¿Cuántos años tiene usted, señora Bentley?

—Setenta y dos.

—¿Cuántos años tenía hace cincuenta años?

—Setenta y dos.

—¿Nunca fue joven, no es cierto, y nunca usó cintas y vestidos como éstos?

—No.

—¿No tiene nombre?

—Mi nombre es señora Bentley.

—¿Y siempre vivió en esta casa?

—Siempre.

—¿Y nunca fue bonita?

—Nunca.

—¿Nunca en un millón de trillones de años?

Las dos niñas se inclinaban hacia la vieja, y esperaban en el apretado silencio de las cuatro de la tarde.

—Nunca —decía la señora Bentley— en un millón de trillones de años.