XVI

Dos veces al año sacaban al patio las grandes y aleteantes alfombras, y las dejaban sobre la hierba, donde parecían desconocidas, fuera de lugar. Luego la abuela y mamá traían unas cosas similares a los respaldos de las adornadas sillas que había en la droguería. Todos alzaban los abanicos de alambre, de modo que parecían —Tom, Douglas, la abuela, la bisabuela y mamá— un grupo de brujas con sus parientes, de pie sobre unos polvorientos dibujos de la vieja Armenia. Luego, a una señal de la bisabuela, un parpadeo o un movimiento de los labios, se alzaban los instrumentos, los alambres musicales golpeaban las alfombras.

¡Toma! ¡Y toma! —decía la bisabuela—. Afuera las moscas; muchachos, ¡muerte a los bichos!

—Oh, mamá —le decía la abuela a su madre.

Todos se reían. La tormenta de polvo crecía alrededor, ahogando las risas.

Lloviznas de hilos, mareas de arena, copos dorados de tabaco de pipa aleteaban, se estremecían en el aire que estallaba y restallaba. Deteniéndose, los muchachos miraban las huellas de sus zapatos y los zapatos de los mayores, marcadas un billón de veces en la urdimbre y la trama de alfombra, que se limpiaba ahora mientras la marea de los golpes barría una y otra vez la costa oriental.

—¡Aquí tu marido derramó el café!

La abuela golpeó la alfombra.

—¡Aquí se te cayó la crema!

La bisabuela alzó un torbellino de polvo.

—¡Mirad estas marcas de arrastrar los pies, chicos, chicos!

—¡Bisabuela, mira la tinta de tu pluma!

—¡Bah! Mi tinta es púrpura. Ésa es azul común.

¡Pum!

—Mirad el camino que va desde La puerta de la sala a la puerta de la cocina. Comida. Por aquí iban los leones al pozo de agua. Movamos la alfombra. Que las pisadas vayan para otro lado.

—Mejor aún, que los hombres no entren en la casa.

¡Pum, pum!

Habían colgado ahora las alfombras en los alambres de la ropa para terminar el trabajo.

Tom miró los intrincados espirales y lazos, las flores, las figuras misteriosas, los entrelazados dibujos.

—Tom, no te quedes ahí. ¡Golpea, muchacho!

—Es divertido ver cosas —dijo Tom.

Douglas alzó los ojos, desconfiado.

—¿Qué ves?

—Todo el pueblo, gente, casas. ¡Mira nuestra casa! —¡Pum!— ¡La calle! —¡Pum!— ¡Esa parte negra es la cañada! —¡Pum!— ¡Aquí está la escuela! —¡Pum!— Esta caricatura eres tú, Doug. —¡Pum!— Aquí están la bisabuela, la abuela, mamá. —¡Pum!— ¿Cuántos años tiene esta alfombra?

—Quince.

—Quince años de pisoteos. Veo todos los zapatos —jadeó Tom.

—Calma, muchacho, no delires —dijo la bisabuela.

—¡Veo todo lo que pasó en casa estos años! —¡Pum!— Todo el pasado, sí, pero también el futuro. Basta cerrar un poco los ojos y mirar los dibujos, y veo por donde caminaremos y correremos mañana.

Douglas dejó de golpear.

—¿Qué más ves en la alfombra?

—Hilos sobre todo —dijo la bisabuela—. Poco queda además del esqueleto. Mira la trama.

—¡Es cierto! —dijo Tom misteriosamente—. Hilos para aquí, hilos para allá. Lo veo todo.

Demonios horribles. Pecadores. Mal tiempo. Buen tiempo. Picnics. Banquetes. Festivales de frutillas.

Paseó el abanico de alambre por toda la alfombra, solemnemente.

—La alfombra de una verdadera casa de huéspedes —dijo la abuela, con el rostro encendido por el esfuerzo.

—Está todo ahí, como una pelusa. Tuerce un poco la cabeza, Doug; cierra casi un ojo. Es mejor de noche, claro, adentro, con la alfombra en el piso y la luz de la lampara ¡hay muchas sombras entonces, claras y oscuras!, y miras como corren los hilos, pasas la mano por una piel velluda. Huele como el desierto. Calor y arena, como dentro del ataúd de una momia, quizá. ¡Mira esa mancha roja, es la Máquina de la Felicidad que arde!

—El tomate de un sandwich, sin duda —dijo la madre.

—No, es la Máquina de la Felicidad —dijo Tom, y le entristeció verla arder allí.

Había contado con Leo Auffmann para que pusiese las cosas en orden, para que todos sonrieran, para que alzara hasta el sol el pequeño giróscopo que sentía a veces en su pecho, para que lo hiciera subir cada vez que la tierra se hundía en el espacio desconocido y la oscuridad. Pero ahora… allí estaba la locura de Auffmann: carbones y cenizas.

¡Pum! ¡Pum! Douglas golpeó.

—Mirad ¡ahí va el coche verde! ¡Señorita Fern! ¡Señorita Roberta! —dijo Tom—. ¡Honk!

¡Honk!

¡Pum!

Todos rieron.

—Ahí van los hilos de tu vida, Doug, anudándose. Demasiadas manzanas verdes. ¡Pepinillos en la cama!

—¿Dónde, dónde? —gritó Douglas, mirando.

—Aquí, el año que viene; aquí, dentro de dos años, y aquí, ¡dentro de tres, cuatro, cinco años!

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! El abanico de alambre silbó como una serpiente en el día enceguecedor.

—¡Y aquí para ganarles a todos!

Douglas sacudió la alfombra con tanta fuerza que el polvo de cinco mil siglos brotó del golpeado tejido, deteniéndose en el aire un terrible momento. Douglas entrecerraba todavía los ojos para ver la trama, la urdimbre, los temblorosos dibujos, cuando la cascada de polvo armenio cayó rugiendo silenciosamente sobre él, alrededor, enterrándolo para siempre ante los ojos de los otros…