El domingo a la mañana Leo Auffmann caminó lentamente por el garaje, esperando que alguna madera, un rollo de alambre, un martillo o tenaza se alzara gritando «¡Empieza aquí!». Pero nada saltó, nada pidió empezar.
¿Una Máquina de la Felicidad, se preguntó, ha de ser algo que se pueda llevar en el bolsillo?
¿O —continuó—, algo que lo lleve a uno en su bolsillo?
—Por lo menos —dijo en voz alta—, ¡tiene que ser brillante!
Puso una lata de pintura anaranjada en el centro del banco de trabajo, tomó un diccionario, y entró en la casa.
—¿Lena? —miró el diccionario—. ¿Te sientes «complacida, contenta, alegre, deleitada»? ¿Te sientes «dichosa, afortunada»? ¿Las cosas son para ti «agradables y convenientes», «satisfactorias y cómodas»?
Lena dejó de cortar las verduras y entornó los ojos.
—Leeme la lista otra vez, por favor —dijo.
El hombre cerró el libro.
—Siempre piensas una hora antes de contestar. Te pido que me digas simplemente sí o no.
¿No estás alegre, contenta, satisfecha?
Las vacas están satisfechas, y los bebés y los viejos en la segunda infancia contentos, Dios los ampare —dijo Lena—. En cuanto a alegre, Leo, mira cómo me río frotando el vertedero…
Leo Auffmann la miró de cerca y sonrió.
—Lena, es cierto. Un hombre no se da cuenta. Quizá podamos salir el mes próximo.
—¡No me quejo! —gritó la mujer—. No soy de ésas que aparecen con una lista diciendo «Muérdete la lengua». Leo, ¿te preguntas acaso por qué te late el corazón toda la noche?
¡No! En seguida preguntarás, ¿qué es el matrimonio? ¿Quién lo sabe, Leo? No preguntes.
Un hombre que empieza a pensar cómo funcionan, cómo marchan las cosas, cae del trapecio en el circo, se ahoga preguntándose cómo trabajan los músculos del pecho. Come, duerme, respira, Leo, ¡y deja de mirarme como si yo fuese una novedad en la casa!
Lena Auffmann calló. Olió el aire.
—¡Oh, Dios mío, mira lo que has hecho!
Abrió rápidamente la puerta del horno. Una gran humareda llenó la cocina.
—¡La felicidad! —gimió—. ¡Y por primera vez en seis meses tenemos una pelea! ¡La felicidad, y por primera vez en veinte años no cenaremos pastel sino carbón!
Cuando el aire se aclaró, Leo Auffmann había desaparecido.
El terrible estrépito, el choque del hombre y la inspiración, el desorden de metal, madera, martillo, clavos, escuadras, destornilladores, continuó durante muchos días. En una ocasión, derrotado, Leo Auffmann vagó por las calles, nervioso, aprensivo. Le temblaba la cabeza cuando oía una leve risa lejana, se inclinaba a oír los chistes de los niños, intentando averiguar por qué se reían. De noche, se instalaba en los porches de los vecinos, escuchando cómo los viejos pesaban y medían la existencia, y ante cada explosión de alegría, Leo Auffmann se sentía vivificado, como un general que se ha visto asaltado por las fuerzas de las tinieblas y ha conseguido al fin afirmar su estrategia. Regresaba a su casa, animado y triunfante, hasta que llegaba al garaje y se encontraba con las herramientas muertas y la madera inanimada. Entonces la cara brillante se le cubría de una palidez de hongo, y para disimular su fracaso golpeaba y aplastaba las partes de la máquina, como si así les diera sentido. Al fin la máquina empezó a tomar forma, y luego de diez días con sus noches, temblando de fatiga, hambriento, tambaleándose, como herido por un rayo, Leo Auffmann entró en la casa.
Los niños, que habían estado gritándose horriblemente unos a otros, callaron, como si hubiesen sonado las campanas del reloj y hubiera entrado la Muerte Roja.
—La Máquina de la Felicidad —susurró Leo Auffmann— está lista.
—Leo Auffmann —dijo su mujer— ha perdido siete kilos. No ha hablado con sus hijos en dos semanas. Están nerviosos, se pelean, ¡escúchenlos! Su mujer está nerviosa, ha aumentado cinco kilos, necesita ropa nueva, ¡miren! Sí, la máquina está lista. ¿Y la felicidad? ¿Quién puede decirlo? Leo, deja de fabricar ese reloj. Nunca encontrarás un cuclillo bastante grande. El hombre no está hecho para eso. No es algo contra Dios, no; pero parece algo contra Leo Auffmann. Otra semana como ésta, ¡y lo enterraremos en su máquina!
Pero Leo Auffmann estaba demasiado ocupado viendo cómo el cuarto caía rápidamente hacia arriba.
¡Qué interesante!, pensó, acostado en el piso.
La oscuridad se cerró sobre él en un gran parpadeo mientras alguien gritaba algo de la Máquina de la Felicidad, tres veces.
A la mañana siguiente, abrió los ojos y vio docenas de pájaros que aleteaban rizando el aire, como piedras de colores arrojadas a una corriente increíblemente clara, golpeando con suavidad el techo de lata del garaje.
Unos perros callejeros entraron uno a uno en el patio y miraron por la puerta del garaje, gimiendo débilmente. Cuatro muchachos, dos chicas y algunos hombres titubearon en la acera, y siguieron su camino bajo los cerezos.
Leo Auffmann, escuchando, comprendió qué había atraído a todos al patio.
El sonido de la Máquina de la Felicidad.
Era un sonido que podía salir de la cocina de un gigante en un día de verano. Había muchos zumbidos, altos y bajos, repetidos, y cambiantes. Un enjambre de zumbadoras abejas doradas, grandes como tazas de té, cocinaban allí comidas increíbles. La giganta, canturreando entre dientes, vasta como el estío, se asomaría a la puerta, con un rostro de luna y durazno, y miraría con calma los perros sonrientes, los niños de pelo de maíz, y los hombres de pelo de harina.
—Un momento —dijo Leo Auffmann—. Yo no encendí la máquina. ¡Saul!
Saul, de pie en el patio, alzó los ojos.
—Saul, ¿la encendiste?
—¡Me dijiste que la calentara hace media hora!
—¡Oh, Saul, me olvidé! Estoy un poco dormido.
Se dejó caer en la cama.
Su mujer, que traía el desayuno, se detuvo mirando el garaje.
—Dime —preguntó dulcemente—, esa máquina, ¿hará bebés? ¿Los viejos de setenta volverán a los veinte? ¿Y qué es la muerte cuando estás escondido ahí dentro, con toda esa felicidad?
—¡Escondido!
—Si mueres de fatiga, ¿qué deberé hacer hoy? ¿Meterme en esa gran caja y ser feliz? Y dime, Leo, ¿qué vida llevamos? Sabes cómo es nuestra casa. A las siete de la mañana, desayuno, los chicos; todos os habéis ido a las ocho y media, y yo me quedo lavando y cocinando, y remendando calcetines, o arrancando malezas, o corro a la tienda, o repaso la platería. ¿Quién se queja? Te recuerdo cómo marcha la casa, Leo, qué pasa en ella.
—Contéstame. ¿Cómo metiste todo eso en la máquina?
—¡No es así!
—Lo lamento. No he tenido tiempo de mirar.
Y la mujer besó a su marido en la mejilla, y él se quedó oliendo la brisa que brotaba de la máquina, allá abajo, y que traía el olor de las castañas asadas en las calles otoñales de un París que nunca había conocido…
Un gato se movió sin ser visto entre perros y niños hipnotizados y ronroneó junto a la puerta del garaje, donde unas olas de nieve rompían rítmicamente en una costa lejana.
Mañana, pensó Leo Auffmann, probaremos la máquina. Todos nosotros, juntos.
Abrió los ojos en medio de la noche y supo que algo lo había despertado. Lejos, en otro cuarto, lloraba alguien.
Leo Auffmann se levantó.
—¿Saul?
Saul lloraba con la cabeza hundida en la almohada.
—No… no… —gemía—. Basta… basta…
—Saul, ¿tuviste una pesadilla? Cuéntame, hijo.
Pero el chico no dejaba de llorar.
Y sentado en la cama de Saul, a Leo Auffmann se le ocurrió mirar por la ventana. Las puertas del garaje estaban abiertas.
Sintió un frío en la nuca.
Saul se durmió otra vez, estremeciéndose, y su padre fue abajo y salió al garaje donde, conteniendo el aliento, estiró la mano.
En la noche fresca, el metal de la Máquina de la Felicidad estaba demasiado caliente.
Así que, pensó, Saul estuvo aquí esta noche.
¿Por qué? ¿Saul no era feliz, necesitaba la máquina? No, era feliz, pero quería aferrarse a la felicidad. ¿Puede acusarse a un niño que aprecia inteligentemente su situación y quiere conservarla? No. Y sin embargo.
Arriba, de pronto, algo blanco había salido por la ventana de Saul. El corazón de Leo Auffmann golpeó como un trueno. En seguida comprendió. La cortina había salido al aire de la noche. Pero parecía algo tan íntimo, tan tembloroso… como si el alma del niño hubiese escapado del cuarto. Y Leo Auffmann extendió los brazos como si quisiese recoger la cortina y meterla otra vez en la casa somnolienta.
Helado, estremeciéndose, volvió a la casa y subió al dormitorio de Saul. Allí tomó la cortina, la metió en el cuarto, y cerró la ventana para que aquella cosa pálida no volviera a escapar.
Luego se sentó en la cama y puso la mano en el hombro del niño.
—¿Historia De Dos Ciudades? Mío. ¿Tienda De Antigüedades? Ja, éste es de Leo Auffmann.
¡Grandes Esperanzas! Antes era mío, ¡pero que Grandes Esperanzas sea de él ahora!
—¿Qué es esto? —preguntó Leo Auffmann, entrando.
—¡El reparto de los bienes! —dijo su mujer—. Cuando un padre asusta a su hijo de noche es hora de repartirse las cosas. Abran paso, señor Casa Desierta, Tienda de Antigüedades. En todos estos libros ningún hombre de ciencia loco vive como Leo Auffmann, ninguno.
—¿Te vas y no has probado la máquina? —protestó él—. Pruébala una vez, desempaquetarás tus cosas, ¡te quedarás!
—Tom Swift y su aniquilador eléctrico… ¿De quién es éste? —preguntó Lena—. ¿Debo adivinarlo?
Resoplando, le dio Tom Swift a Leo Auffmann.
Más tarde todos los libros, platos, trajes, sábanas, habían sido apilados, uno aquí, uno allí, cuatro aquí, cuatro allí, diez aquí, diez allí. Lena Auffmann, mareada de contar, tuvo que sentarse.
—Muy bien —jadeó—. Antes que me vaya, Leo, pruébame que no das pesadillas a hijos inocentes.
Leo Auffmann guió silenciosamente a su mujer en la luz crepuscular. Lena se detuvo ante la caja anaranjada de dos metros y medio de alto.
—¿Esto es la felicidad? —dijo—. ¿Qué botón debo apretar para sentirme alegre, contenta, agradecida, y satisfecha?
Los chicos se habían reunido alrededor.
—Mamá —dijo Saul—. No entres.
—Tengo que saber por qué protesto, Saul. —Lena entró en la máquina; se sentó, y miró a su marido, sacudiendo la cabeza—. No soy yo quien necesita esto, sino tú, con esos nervios arruinados.
—¡Por favor! —dijo él—. Ya verás.
Cerró la puerta.
—¡Aprieta el botón! —le gritó a su mujer invisible.
Se oyó un clic. La máquina se estremeció suavemente, como un enorme perro dormido.
—¡Papá! —dijo Saul, preocupado.
—Escuchad —dijo Leo Auffmann.
Al principio no hubo nada. Sólo el temblor de las ruedas y engranajes secretos de la máquina.
—¿Mamá está bien? —preguntó Naomi.
—¡Muy bien, muy bien! Un momento… ahora, ¡ya!
Y pudo oírse que dentro de la máquina Lena Auffmann decía: —¡Oh!—. Y luego. —¡Ah!—, con voz de sorpresa. —¡Mirad!— dijo la mujer oculta. —¡París! —Y más tarde—: ¡Londres! ¡Y allá va Roma! ¡Las Pirámides! ¡La Esfinge!
—La Esfinge, ¿habéis oído, niños?
Leo Auffmann murmuraba y reía.
—¡Perfume! —gritó sorprendida Lena Auffmann. En alguna parte un fonógrafo tocó El Danubio azul, débilmente.
—¡Música! ¡Estoy bailando!
—Cree que está bailando —confió Leo Auffmann al mundo.
—¡Asombroso! —dijo la mujer invisible.
Leo Auffmann enrojeció.
—¡Qué mujer comprensiva!
Y entonces, dentro de la Máquina de la Felicidad, Lena Auffmann se echó a llorar.
La sonrisa del inventor se desvaneció.
—Está llorando —dijo Naomi.
—¡No es posible!
—Sin embargo llora —dijo Saul.
—¡Pero no puede llorar! —Leo Auffmann, parpadeando, puso su oreja contra la máquina—. Pero… si… como un bebé.
Abrió la puerta.
Allí estaba su mujer, con lágrimas que le rodaban por las mejillas.
—Espera —dijo—. Déjame terminar.
Lloró otro poco.
Leo Auffmann, aturdido, apagó la máquina.
—¡Oh, qué cosa más triste! —gimió Lena—. Me siento mal, terriblemente mal —salió de la máquina—. Primero…
—¿Qué tiene de malo París?
—Nunca pensé que estaría en París algún día. Pero de pronto ahora me has hecho pensar:
¡París! Y de pronto quise estar en París, ¡y supe que no estaba!
—Es casi como si fuese cierto.
—No. Sentada ahí, comprendí. Pensé, ¡no es cierto!
—No llores, mamá.
Lena miró a su marido con ojos grandes, oscuros húmedos.
—Me hiciste bailar. No bailamos desde hace veinte años.
—¡Te llevaré a bailar mañana a la noche!
—¡No, no! No es importante, no tiene que ser importante. Pero tu máquina dice que es importante. Y lo creí. Ya se me pasará, Leo. Déjame llorar un rato.
—¿Y qué otra cosa?
—¿Otra cosa? La máquina me dijo: «Eres joven». Y no lo soy. ¡Miente, esta Máquina de la Tristeza!
—¿Tristeza por qué?
La mujer estaba ahora más tranquila.
—Leo, cometiste un error. Olvidaste que en algún momento, algún día; uno tendría que salir de aquí e ir a lavar platos y hacer camas. Cuando estás adentro, sí, la puesta de sol parece ser eterna, el aire huele bien, la temperatura es agradable. Todo lo que quieres que dure, dura. Pero afuera, los chicos esperan el almuerzo, las ropas necesitan botones. Y seamos francos, Leo. ¿Cuánto tiempo puedes mirar una puesta de sol? ¿Quién quiere que una puesta de sol no acabe nunca? ¿Quién desea una temperatura perfecta? ¿Quién desea que el aire huela siempre bien? Al cabo de un tiempo, ¿quién lo notará? Si la puesta de sol dura un minuto o dos, mejor. Luego, pasemos a otra cosa. La gente es así, Leo. ¿Cómo has podido olvidarlo?
—¿Lo he olvidado?
—Las puestas de sol son hermosas porque sólo ocurren una vez y desaparecen.
—Pero, Lena, eso es triste.
—No, triste es si la puesta de sol se queda ahí y uno se aburre. En verdad, has cometido dos errores. Has detenido las cosas rápidas. Has traído cosas lejanas al patio, un sitio que no les corresponde, donde dicen: «No. Nunca viajarás, Lena Auffmann». ¡Nunca verás París!
¡Nunca visitarás Roma!" Pero lo he sabido siempre, ¿por qué decírmelo entonces? Mejor olvidarse y dejarlo así, Leo, dejarlo así, ¿eh?
Leo Auffmann buscó apoyo en la máquina. Se quemó la mano y la apartó sorprendido.
—¿Y entonces, Lena? —preguntó.
—No soy quien debe decirlo. Sólo sé que mientras esto esté aquí, querré irme, o Saul querrá irse, como lo hizo anoche, cuando vino y se sentó aquí dentro y vio todos esos sitios tan lejanos. Y lloraremos cada vez, y no seremos una familia unida.
—No entiendo —dijo él— cómo he podido equivocarme tanto. Déjame ver si es cierto —se metió en la máquina—. ¿No os iréis?
La mujer sacudió la cabeza.
—Esperaremos, Leo.
El hombre cerró la puerta. En la cálida sombra, titubeó, apretó el botón, y estaba ya abandonándose al color y la música cuando oyó que alguien gritaba.
—¡Fuego, papá! ¡La máquina se quema!
Alguien sacudía la puerta. Leo salto, se golpeó la cabeza, y cayó cuando la puerta se abría.
Los chicos lo arrastraron afuera. Oyó a sus espaldas una explosión apagada. Se volvió y gritó, jadeando:
—¡Saul, llama a los bomberos!
Lena Auffmann tomó a Saul por el brazo.
—Saul —dijo—, espera.
Hubo una llamarada, se oyó otra ahogada explosión. Cuando la máquina ardía ya muy bien, Lena Auffmann movió la cabeza afirmativamente.
—Muy bien, Saul —dijo—. Llama a los bomberos.
Todos vinieron a ver el fuego. Allí estaban el abuelo Spaulding, y Douglas, y Tom, y la mayor parte de los vecinos, y algunos viejos del otro lado de la cañada, y todos los niños de seis manzanas a la redonda. Y los niños de Leo Auffmann estaban en primera fila, mirando con orgullo las hermosas llamas que saltaban desde el techo del garaje.
El abuelo Spaulding miró el globo de humo que subía al cielo y dijo suavemente:
—Leo, ¿qué fue? ¿Tu Máquina de la Felicidad?
Algún día —respondió Leo Auffmann— comprenderé y le explicaré.
Lena Auffmann, de pie, a la sombra, miraba a los bomberos que corrían por el patio. El garaje, rugiendo, cayó sobre sí mismo.
—Leo —dijo—, no tardarás un año en comprender. Mira alrededor. Piensa. Tranquilízate un poco. Luego ven a hablarme. Estaré en la casa, poniendo los libros en los estantes, y las ropas en los armarios, preparando la cena. Se está haciendo tarde, mira qué oscuro.
Vamos, niños, ayudad a mama.
Cuando los bomberos y los vecinos se fueron, Leo Auffmann se quedó con el abuelo Spaulding y Douglas y Tom, mirando pensativo las ruinas humeantes. Movió pie sobre las cenizas húmedas y dijo lentamente lo que tenía que decir.
—Lo primero que se aprende en la vida es que uno tonto. Lo último que se aprende en la vida es que se sigue siéndolo. ¡Leo Auffmann está ciego! ¿Quieren ver la real Máquina de la Felicidad? La patentaron hace un par de miles de años y todavía funciona, no siempre bien, no, pero todavía funciona. Ha estado aquí todo el tiempo.
—Pero el fuego… —dijo Douglas.
—Sí, el fuego, el garaje. Como dijo Lena, no tardé un año en entender. Lo que ardió en el garaje no cuenta.
Subieron juntos los escalones del porche.
—Aquí —susurró Leo Auffmann—, por la ventana. Silencio, y la verán.
Titubeando, el abuelo, Douglas y Tom miraron por la ancha ventana.
Y allí, en los cálidos charcos de las lámparas, pudieron ver lo que Leo Auffmann quería que viesen. Allí estaban Saul y Marshall jugando al ajedrez en la mesa de café. En el comedor, Rebeca arreglaba la platería. Naomi cortaba muñequitos de papel, Ruth pintaba acuarelas, Joseph hacía correr su tren eléctrico. A través de la puerta de la cocina se podía ver a Lena Auffmann que sacaba una fuente de carne asada del horno humeante. Todas las manos, todas las cabezas, todas las bocas, hacían algún movimiento, grande o pequeño. Uno podía oír las voces lejanas detrás del vidrio. Uno podía oír que alguien cantaba con una voz alta y dulce. Uno podía oler el pan en el horno, y uno sabía que era pan verdadero que cubrirían luego con manteca verdadera. Todo estaba allí, funcionando.
El abuelo, Douglas y Tom se volvieron para mirar a Leo Auffmann, que observaba serenamente la escena detrás del vidrio, con la luz rosada reflejada en las mejillas.
—Sí —murmuró—. Está ahí. —Y miró ya con dulce pena, ya con repentina alegría, y al fin con tranquila aceptación mientras las partes de la casa se mezclaban, se movían, se posaban, y corrían otra vez—. La Máquina de la Felicidad —dijo—. La Máquina de la Felicidad.
Un instante después había desaparecido.
El abuelo, Douglas y Tom lo vieron adentro, moviéndose, arreglando algo aquí, eliminando algo allá, ocupado con todas aquellas piezas móviles, cálidas, maravillosas, infinitamente delicadas, eternamente misteriosas.
Y el abuelo, Douglas y Tom descendieron sonriendo los escalones y se perdieron en la fresca noche de verano.