El abuelo volvió con Tom y Douglas. A mitad de camino, Charlie Woodman y John Huff y otros niños pasaron corriendo como un enjambre de meteoros, y con una fuerza de gravedad tan intensa que arrancaron a Douglas del abuelo y Tom y lo llevaron hacia la hondonada.
—¡No tardes, hijo!
—No… no…
Los niños se perdieron en la oscuridad.
Tom y el abuelo hicieron el resto del camino en silencio. Pero cuando entraban en la casa, Tom dijo:
—¡Una máquina de la felicidad, qué bueno!
—No abras la boca —dijo el abuelo.
El reloj del ayuntamiento dio las ocho.
El reloj del ayuntamiento dio las nueve y estaba haciéndose tarde y era realmente de noche en esta callejuela de pueblo de un extenso Estado, en el gran continente de un planeta que se lanzaba al pozo del espacio hacia alguna parte o ninguna parte. Tom sentía cada kilómetro de la larga caída. Sentado junto a la puerta de alambre miraba aquella negrura vertiginosa que parecía tan inocente, como si no se moviera. Sólo cuando uno cerraba los ojos, acostado, podía sentir que el mundo giraba bajo la cama y cavaba en los oídos con un mar negro, que venía y rompía en acantilados invisibles.
Se sentía el olor de la lluvia. Detrás, mamá planchaba y con una botella de corcho agujereado rociaba las ropas duras y secas.
Una tienda estaba aún abierta, en la otra manzana. La de la señora Singer.
Al fin, justo cuando era tiempo de que la señora Singer cerrase la tienda, mamá cedió y le dijo a Tom:
—Corre y trae un poco de helado y fíjate que lo envuelvan bien.
Tom preguntó si podía pedir un poco de chocolate, pues no le gustaba la vainilla, y mamá estuvo de acuerdo. Descalzo, con el dinero en la mano apretada, Tom corrió por la tibia acera de cemento, bajo los manzanos y los olmos. Había tanto silencio en el pueblo que sobre los cálidos árboles que sostenían las estrellas sólo se oía el chirrido de los grillos.
Los pies delgados golpeaban el pavimento. Tom cruzó la calle y encontró a la señora Singer que andaba pesadamente por la tienda cantando melodías en idisch.
—¿Una pinta de helado? —dijo la mujer—. ¿Con chocolate arriba? ¡Sí!
Tom observó cómo la mujer manipulaba la tapa de metal de la refrigeradora, llenando el vaso de cartón con helado y «¡chocolate arriba, sí!». Le dio el dinero, recibió el frío paquete, se lo pasó por la frente y las mejillas, riéndose, y volvió saltando a su casa. Detrás de él las luces de la tiendecita solitaria parpadearon, apagándose. Sólo brillaba un farol en la esquina, y se le ocurrió que todo el pueblo se había ido a dormir.
Abrió la puerta de alambre. Mamá todavía planchaba. Parecía acalorada e irritada, pero sonrió como siempre.
—¿Cuándo volverá papá de la reunión? —preguntó Tom.
—A eso de las once y media —replicó mamá. Llevó el helado a la cocina y lo dividió. Le dio a Tom su chocolate, se sirvió un poco, y apartó el resto—. Para cuando vengan Douglas y tu padre.
Callaron un rato, disfrutando del helado: el corazón de la profunda y silenciosa noche de estío. Su madre y él mismo y la noche alrededor de la casita en la callejuela. Tom lamía cuidadosamente la cuchara antes de hundirla nuevamente en el helado, y mamá apartó la tabla de planchar y dejó enfriar la plancha caliente y se sentó en el sofá junto al fonógrafo y dijo:
—Señor, qué día sofocante. La tierra absorbió todo el calor y lo suelta ahora. Costará dormir.
Se quedaron escuchando la noche, aplastados por ventanas y puertas y un completo silencio, pues la radio necesitaba una nueva batería, y habían oído todos los discos del cuarteto Knickerbocker y Al Jolson y los Two Black Crows hasta el cansancio. De modo que Tom, sentado en el piso de madera, miró la oscura oscuridad, apretando la nariz contra la cortina de alambre hasta que se le grabaron en la punta unos cuadraditos negros.
—¿Dónde estará Doug? Son casi las nueve y media.
—Llegará pronto —dijo Tom.
Doug no tardaría.
Siguió a su madre para ayudarle a lavar los platos. Todos los sonidos, el entrechocar de platos y cucharas, parecían amplificarse en la noche tibia. Silenciosamente, pasaron al vestíbulo, sacaron los almohadones del sofá, lo abrieron y lo transformaron en una cama doble. Mamá hizo la cama, preparando las almohadas. Luego, cuando Tom se desabrochaba ya la camisa, exclamó:
—Espera un momento, Tom.
—¿Por qué?
—Porque yo lo digo.
—Estás rara, mama.
Mamá se sentó un momento, se incorporó, fue a la puerta y llamó. Tom escuchó el repetido llamado:
—¡Douglas! ¡Douglas! ¡Oh, Doug! ¡Douglassssss!
El llamado flotó en la cálida oscuridad del verano y no volvió. Los ecos no lo atendieron.
Douglas, Douglas, Douglas.
¡Douglas!
Y Tom, sentado otra vez en el piso, sintió un frío que no era del helado, ni del invierno, y tampoco parte del calor del verano. Advirtió que mamá apartaba los ojos, parpadeaba titubeando, nerviosa.
Al fin mamá abrió la puerta de alambre. Salió a la noche, descendió los escalones hasta la acera, bajo el arbusto de lilas. Tom escuchó el sonido de sus pasos.
Y el llamado otra vez.
Silencio.
La madre llamó dos veces más. Tom no se movió. En cualquier momento Douglas respondería desde un extremo de la calle larga y estrecha:
—¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá! ¡Eh!
Pero Doug no respondía. Y durante dos minutos Tom miró la cama preparada, la radio silenciosa, el fonógrafo silencioso, la lámpara con sus abalorios de cristal que brillaban calladamente, la alfombra con sus arabescos escarlatas y purpúreos. Apretó un dedo del pie contra la cama. ¿Le dolería? Le dolió.
La puerta de alambre se abrió chirriando y mamá dijo:
—Vamos, Tom. Daremos un paseo.
—¿A dónde?
Tom le tomó la mano. Bajaron juntos por la calle St. James. Bajo los pies el cemento estaba tibio aún, y los grillos cantaban más alto en la oscuridad cada vez más oscura. Llegaron a la esquina, doblaron y caminaron hacia la hondonada del oeste.
De alguna parte salió un coche que pasó a lo lejos, lanzando a un lado y a otro la luz de sus faros. Había una tal ausencia de vida, luz, y actividad. Aquí y allá, detrás, brillaban unos débiles cuadrados de luz. Pero la mayor parte de las casas ya dormía en sombras, y había unos pocos porches sin luz donde se charlaba en voz baja. Uno oía a veces al pasar el crujido de una mecedora.
—Me gustaría que tu padre estuviese en casa —dijo mamá. La manzana apretaba la mano pequeña de Tom—. Espera a que tenga a mano a ese chico. El Solitario anda por ahí otra vez. Matando gente. Nadie puede estar seguro. No se sabe dónde o cuándo aparecerá el Solitario. Cuando Douglas llegue recibirá una paliza que lo dejará medio muerto.
Habían caminado otra cuadra y estaban ahora junto a la sagrada silueta de la iglesia bautista alemana, en la esquina de las calles Chapel y Glen Rock. Detrás de la iglesia, a un centenar de metros, nacía la cañada. Tom podía olerla. Era un olor sombrío y húmedo, de hojas podridas, verde y espeso. Era una ancha cañada que cortaba en zigzag el pueblo. Una jungla en el día, un lugar al que no había que acercarse de noche, decía mamá a menudo.
La cercanía de la iglesia bautista podía haber animado a Tom; pero no fue así, pues el edificio estaba a oscuras, y parecía frío e inútil, como un montón de ruinas a orillas de la cañada.
Tom tenía sólo diez años. Sabía poco de la muerte, el miedo, o el terror. Le muerte era una efigie de cera en un ataúd cuando Tom tenía seis años, era el bisabuelo, como un gran buitre caído en su jaula, callado, llevado, un bisabuelo que ya nunca le diría cómo ser bueno, y que nos haría breves comentarios sobre política. Le muerte era su hermanita una mañana de sus siete años, cuando despertó, miró en la cuna, y vio que ella lo miraba con unos ojos ciegos, helados, azules y fijos hasta que vinieron los hombres a llevársela en una canastita. La muerte era un día, cuatro semanas más tarde, cuando se detuvo junto a la alta silla de su hermana y comprendió de pronto que nunca estaría otra vez en la casa, haciéndolo reír y llorar, y poniéndolo celoso. La muerte era el Solitario, invisible, que iba de un lado a otro y acechaba detrás de los árboles, esperando en el campo para venir al pueblo, una o dos veces al año, a estas calles, a estos lugares donde había tan poca luz, y matar a una, dos o tres mujeres en los últimos tres años. Eso era la muerte…
Pero esto era más que la muerte. En esta noche de verano, muy por debajo de las estrellas estaban todas las cosas que se podían sentir o ver u oír en la vida, cayendo juntas y ahogándolo a uno.
—Dejaron la acera y caminaron por un sendero empedrado, rodeado de malezas, donde los grillos entonaban un coro agudo y tamborileante. Tom siguió obedientemente, detrás de la audaz, hermosa y alta mamá… defensora del universo. Juntos, así, se acercaron a los límites de la civilización, los alcanzaron, y se detuvieron.
La cañada.
Aquí y ahora, abajo, en aquel pozo de salvaje negrura había algo que Tom nunca conocería o entendería. Criaturas anónimas que vivían a la sombra de los árboles, en el olor de la podredumbre.
Y él y su madre estaban solos.
La mano de la madre tembló.
Tom sintió el temblor… ¿Por qué? Ella era más grande, más fuerte, más inteligente que él, ¿no? ¿Sentía ella, también, aquella amenaza intangible, aquello que asomaba en la sombra, aquella malignidad agazapada? Entonces, ¿no traían fuerzas los años? ¿No había un refugio seguro en la vida? ¿No había ciudadela carnal capaz de resistir los confusos asaltos de las medianoches? Las dudas asaltaron a Tom. Sintió otra vez el helado en la garganta, el estómago, la espalda y los miembros. Se sintió de pronto tan frío como un viento escapado del mes de diciembre.
Comprendió que todos los hombres eran así, que todos eran seres únicos y solitarios. Una unidad, una unidad entre otros, siempre con miedo. Como aquí, ahora. ¿Si gritara, si aullara pidiendo auxilio, importaría realmente?
La negrura podía alcanzarlos rápidamente, una negrura devoradora. En un titánico y helado momento todo habría terminado. Mucho antes del alba, mucho antes que la policía sondeara con sus linternas el oscuro y perturbado sendero, mucho antes que los hombres de mentes temblorosas pudieran arrojar una piedra. Aunque estuvieran a menos de quinientos metros, y pudiera contar realmente con ellos, en tres segundos una oscura marea se alzaría para arrancarle diez años y…
El impacto esencial de la soledad de la vida sacudió el cuerpo tembloroso de Tom. Mamá estaba sola, también. Ella no contaba con la santidad del matrimonio, la protección del amor familiar, la constitución de los Estados Unidos, o la policía del pueblo. No contaba con nada, en ese instante, sino con su propio corazón. Y allí nada encontraría, sólo una repugnancia indomable, y miedo. En ese instante su problema era un problema individual que requería una solución individual. Debía aceptar su soledad, y aceptarla además como punto de partida.
Tom tragó saliva dificultosamente, y se agarró a su madre. Oh, Señor, no permitas que ella muera, pensó. No nos hagas nada. Papá volverá de la reunión dentro de una hora y sí encuentra la casa vacía.
La madre avanzó por el sendero hacia la jungla primigenia. Tom habló con voz temblorosa.
—Mamá, Doug está bien. Doug está bien. Está bien. ¡Doug está bien!
La voz de la madre era alta, tirante.
—Siempre viene. Le digo que no, pero esos malditos chicos vienen de todos modos. Una noche de éstas vendrá y no volverá…
No volverá. Eso podía significar cualquier cosa. Vagabundos. Criminales. Oscuridad.
Accidentes. Y sobre todo… ¡muerte!
Solo en el universo.
Había millones de pueblos como éste en el mundo. Todos tan oscuros, tan solitarios, tan apartados, tan sorprendidos y estremecidos. El sonido de los violines en tono menor de las cañas era la música del pueblo, sin luces, con muchas sombras. Oh, la vasta y devoradora soledad de esas sombras. Sus secretas y húmedas cañadas. La vida allí, de noche, era un horror, y la cordura, el matrimonio, los niños, la felicidad, todo era asaltado, simultáneamente, por un ogro llamado Muerte.
La madre alzó la voz en la sombra.
—¡Doug! ¡Douglas!
De pronto, advirtieron que algo ocurría.
Los grillos habían callado.
El silencio era total.
Nunca había sentido Tom un silencio parecido. Un silencio tan completo. ¿Por qué habían enmudecido los grillos? ¿Por qué? Nunca se habían detenido antes. Nunca.
Salvo que…
Algo iba a ocurrir.
Era como si toda la cañada hubiese endurecido sus negras fibras, sacando fuerza de los dormidos campos vecinos, en un alrededor de kilómetros y kilómetros. Todo el silencio del bosque, las cañadas y colinas empapadas de rocío donde los perros alzaban la cabeza a la luna, era traído hacia un punto. En diez segundos algo ocurriría, algo ocurriría. Los grillos callaban; las estrellas estaban muy bajas. Enjambres de estrellas, calientes y luminosas.
Creciendo, creciendo, el silencio. Creciendo, creciendo, la tensión. Oh, todo estaba tan oscuro, tan alejado. Oh, Dios.
Y en seguida, del otro lado de la cañada:
—¡Sí, mamá! ¡Voy, mamá!
Y luego el rápido resbalar de unos zapatos de tenis, barranca abajo, hacia el fondo de la cañada, y tres chicos aparecieron dando saltos, riéndose entre dientes…
Las estrellas se alzaron como los duros cuernos de diez millones de caracoles.
¡Los grillos cantaron!
La oscuridad retrocedió, sorprendida, enojada. Se echó hacia atrás, ya sin apetito. La habían interrumpido bruscamente cuando iba a alimentarse. Y a medida que la sombra retrocedía como una ola en la playa, tres niños salían de ella, riéndose.
—¡Hola, mamá! ¡Hola, Tom! ¡Eh!
Olía como Douglas, sí. Sudor y hierbas y olor de árboles y ramas y arroyos.
—Joven, vas a recibir una paliza —declamó mamá, que había apartado instantáneamente su miedo.
Tom supo que ella nunca se lo diría a nadie. Lo llevaría en el corazón, sin embargo, mucho tiempo, donde siempre había estado.
Volvieron a la casa. Tom se alegraba de que Douglas estuviese vivo. Se alegraba realmente.
Durante un momento había pensado…
Lejos, en el campo iluminado por la luna, un tren corría valle abajo, cruzando un viaducto, silbando como algo perdido, metálico, anónimo y rápido. Tom se acostó, temblando, junto a Douglas, escuchando el silbido del tren, y pensando en un primo que había vivido en el campo, donde el tren corría ahora, y que había muerto de neumonía una noche, hacía muchos, muchos años…
Sintió el olor de Douglas junto a él. Era algo mágico. Dejó de temblar.
—Sólo sé dos cosas realmente, Doug —murmuró.
—¿Qué?
—La oscuridad horrible de la noche es una.
—¿Y la otra?
—La cañada de noche no podrá aparecer en la máquina de la felicidad del señor Auffmann, si la inventa alguna vez.
Douglas pensó un rato.
—Sí, tienes razón.
Dejaron de hablar. Escucharon, y de pronto oyeron unas pisadas que venían por la calle, bajo los árboles, frente a la casa ahora, en la acera. Desde su cama, mamá habló serenamente.
—Es vuestro padre.
Era el padre.