XI

Observando cómo se alejaba por las calles de ladrillos de la noche, uno podía ver que Leo Auffmann era un hombre que se dejaba ir, que disfrutaba del leve ruido de los cardos entre las hierbas cálidas, cuando el viento soplaba como un horno, o del siseo de las líneas eléctricas en los postes mojados por la lluvia. Era un hombre que meditaba complacido —las noches de insomnio— en el gran reloj del universo, que iba deteniéndose o se daba cuerda a sí mismo. ¿Quién lo sabía? Muchas noches, mientras escuchaba, decidía primero una cosa y luego otra.

Los golpes de la vida, pensaba, pedaleando, ¿cuáles son? Nacer, crecer, envejecer, morir. El primero parecía inevitable. Pero… ¿y los otros tres?

Las ruedas de la Máquina de la Felicidad le daban vueltas, con rayos dorados, en el cielo raso de la cabeza. Una máquina que ayudaría a las metamorfosis de la infancia. Y en los años en que la sombra de uno se dibuja claramente sobre el campo, como cuando se yace en cama de noche y el corazón ha latido billones de veces, su invento permitiría que un hombre dormitara en las hojas caídas como los niños en otoño, que cómodamente acostados en los secos montones se alegran de ser parte de la muerte del mundo.

—¡Papá!

Sus seis hijos, Saul, Marshall, Joseph, Rebeca, Ruth, Naomi, de todas las edades desde los cinco a los quince, corrieron por el césped y le tomaron la bicicleta, tocándolo todos a la vez.

—Te esperábamos. ¡Hay helado!

Acercándose al porche, Leo Auffmann pudo sentir la sonrisa de su mujer, allí en la oscuridad.

Durante cinco minutos comieron en un cómodo silencio, luego, alzando una cucharada de helado coloreado por la luna, como si fuese a saborear cuidadosamente el máximo secreto del universo, Leo Auffmann dijo:

—¿Lena? ¿Qué pensarías si trato de inventar una máquina de la felicidad?

—¿Pasa algo malo? —preguntó Lena rápidamente.