Frente a la tienda de cigarros los hombres se habían reunido esa noche para quemar dirigibles, hundir buques de guerra, volar edificios, y, ni más ni menos, saborear las bacterias de sus bocas de porcelana que un día los detendrían, bruscamente. Nubes de anonadamiento se enroscaban y subían en el humo de los cigarros envolviendo una nerviosa figura que parecía escuchar el ruido de palas y azadas y las entonaciones de «cenizas a las cenizas, polvo al polvo». La figura era Leo Auffmann, el joyero del pueblo, que abriendo los ojos oscuros y acuosos, alzó al fin las manos infantiles y gritó consternado:
—¡Deteneos! ¡En nombre de Dios, salid de ese cementerio!
—Leo, qué razón tienes —dijo el abuelo Spaulding, que daba su paseo nocturno con sus nietos Douglas y Tom—. Leo, sólo tú podrías silenciar a estos comentaristas de la muerte.
Inventa algo que anime el futuro, redondo, infinitamente alegre. Has inventado velocípedos, has arreglado la máquina de monedas, has manejado el proyector del cine, ¿no es así?
—Claro —dijo Douglas—, ¡invente la máquina de la felicidad!
Los hombres se rieron.
—No se rían —dijo Leo Auffmann—. ¿Acaso hoy las máquinas no nos hacen llorar? ¡Sí! Cada vez que el hombre y la máquina parece que van a entenderse… ¡bum! Alguien añade un engranaje y los aeroplanos nos tiran bombas, los coches nos arrojan a los precipicios. ¿Les parece mal el pedido? No, no.
Leo Auffmann se acercó al borde de la acera, tocó su bicicleta como si fuese un animal, y la voz se le fue apagando.
—¿Qué puedo perder? —murmuró—. ¿Un poco de pellejo en las puntas de los dedos, algunos kilos de metal, unas horas de sueño? ¡Lo haré, y vosotros me ayudaréis!
—Leo —dijo el abuelo—, no quisimos decir…
Pero Leo Auffmann se había ido, pedaleando a través de la tibia noche de verano, dejando una estela de voz que decía:
—… Lo haré…
—Dios —dijo Tom, boquiabierto—, apuesto a que lo hará.