El viejo señor Sanderson atravesó la zapatería como debe de atravesar su tienda un vendedor de animales domésticos: tocando levemente las jaulas con bestias de todo el mundo. Acarició los zapatos del escaparate, y algunos eran para él como gatos, y otros como perros. Tocó cuidadosamente todos los pares, ajustó los lazos, arregló las lengüetas.
Luego se detuvo en el centro mismo de la alfombra, y miró, satisfecho, alrededor.
Se oyó el ruido creciente de un trueno.
Un segundo antes no había nadie en la puerta del Emporio de los Zapatos. Un segundo después, la figura de Douglas Spaulding se alzaba allí torpemente, clavados los ojos en sus zapatos de cuero, como si no pudiera levantar esas cosas pesadas. Los zapatos se habían detenido, y el trueno se había detenido. Ahora, con dolorosa lentitud, atreviéndose a mirar el dinero que llevaba en la mano entreabierta, Douglas dejó atrás la brillante luz solar del mediodía del sábado. Ordenó cuidadosamente en el mostrador las pilas de distintas monedas, como alguien que estuviese jugando al ajedrez, preocupado por la movida siguiente, que podía llevarlo al sol o hundirlo en las sombras.
—¡No digas nada! —exclamó el señor Sanderson.
Douglas se detuvo, petrificado.
—Primero, sé qué quieres comprar —dijo el señor Sanderson—. Segundo, te he visto todas las tardes ante mi escaparate. ¿Crees que no veo? Te equivocas. Tercero, para darle su nombre completo… quieres los zapatos de Tenis Esponjosos Pieslivianos Corona Real.
¡MENTOL PARA SUS PIES! Cuarto, quieres crédito.
—¡No! —gritó Douglas, jadeando, como si hubiese corrido en sueños toda la noche—. Algo mejor que un crédito. Pero antes, señor Sanderson, hágame un favor. ¿Cuándo se puso por última vez un par de Zapatos Pieslivianos?
El rostro del señor Sanderson se oscureció.
—Oh, diez, veinte, quizá treinta años atrás. ¿Por qué?
—Señor Sanderson. ¿No cree que los clientes se merecen, señor, que pruebe por lo menos los zapatos de tenis de la casa, un minuto, y sepa así cómo quedan? La gente se olvida si deja de probar cosas. El hombre de la tienda de cigarros fuma cigarros, ¿no es así? El caramelero disfruta de su propia mercadería, creo. Así que…
—Habrás advertido —dijo el viejo— que llevo zapatos.
—¡Pero no zapatos de tenis, señor! ¿Cómo va a venderlos si no lo entusiasman, y cómo van a entusiasmarlo si no los conoce?
El señor Sanderson retrocedió un poco, como manteniéndose a la distancia de la pasión del niño, y se llevó la mano a la barbilla.
—Bueno…
—Señor Sanderson —dijo Douglas—, usted me vende algo y yo le vendo algo, del mismo valor.
—¿No hay trato si no me pruebo un par de zapatillas? —dijo el viejo.
—¡No, señor!
El viejo suspiró. Un minuto después, sentado, jadeando suavemente, se ataba el par de zapatos de tenis. Parecían ahora, en los pies delgados y largos, bajo las oscuras botamangas del traje oscuro, distintos y ajenos. El señor Sanderson se puso de pie.
—¿Cómo le sientan? —preguntó el niño.
—Cómo me sientan, pregunta. Magníficamente.
El viejo buscó la silla.
Douglas extendió la mano.
—¡Por favor! Señor Sanderson, sería usted tan amable…. ¿Se balancearía un poco, hacia adelante y atrás, daría unas vueltas, unos saltitos, mientras le digo el resto? Es así: le doy mi dinero, usted me da los zapatos. Falta un dólar. Pero, señor Sanderson, pero… ¿sabe usted qué ocurrirá cuando me ponga los zapatos?
—¿Qué?
—¡Pum!, ¡llevaré paquetes, recogeré paquetes, traeré café, barreré los pisos, correré al telégrafo, el correo, la biblioteca! Verá usted doce Douglas, que salen y entran, salen y entran, cada minuto. ¿Siente esos zapatos, señor Sanderson, siente qué ligero me harán?
—¿Siente esos muelles? ¿Siente con qué suavidad le toman los pies y no le dejan estarse quieto? ¿Siente con qué rapidez haré tantas cosas y usted no tendrá que molestarse? ¡Podrá quedarse aquí, al fresco de la tienda, mientras voy saltando por el pueblo! ¡Pero no soy yo realmente, sino los zapatos! ¡Van como locos por las avenidas, cortando camino, y de vuelta!, ¡allá van!
El torrente de palabras sacudía al señor Sanderson. Douglas hablaba y él se hundía en los zapatos, flexionaba los dedos, arqueaba los pies, movía los tobillos. Se balanceaba suavemente, secretamente, hacia adelante y hacia atrás, como mecido por la brisa que venía de la calle. Los zapatos de tenis se imponían silencio a sí mismos, hundiéndose en la alfombra, hundiéndose en las hierbas de la jungla, en una arcilla gredosa y elástica. Dio un saltito solemne en la masa espumosa, en la tierra complaciente y servicial.
Las emociones le corrieron por la cara como oscilantes luces de color. Abrió un poco la boca.
Poco a poco fue tranquilizándose y deteniéndose, y la voz del chico se apagó, y los dos se miraron en un silencio tremendo y natural.
Unas pocas personas se movían por la acera, al sol cálido.
El hombre y el chico seguían inmóviles; el chico resplandeciente, el hombre con la revelación pintada en la cara.
—Muchacho —dijo el viejo al fin—, ¿aceptarías dentro de cinco años un puesto de vendedor en este emporio?
—Dios, gracias, señor Sanderson, pero aún no sé qué seré.
—Lo que quieras, hijo —dijo el viejo—. Nadie podrá detenerte.
El viejo cruzó ligeramente la tienda hasta la pared de diez mil cajas, volvió con un par de zapatos para el chico, y escribió en un papel mientras Douglas se ataba los zapatos, se ponía de pie, y esperaba.
El hombre le alcanzó el papel.
—Una docena de cosas que harás para mí esta tarde. Cuando termines, estás despedido.
—¡Gracias, señor Sanderson!
Douglas se alejó de un salto.
—¡Un momento! —gritó el viejo.
Douglas frenó y se volvió.
El señor Sanderson se inclinó hacia adelante.
—¿Cómo te sientan?
El muchacho se miró los pies sumergidos en ríos, en trigales, en el viento que ya se lo llevaba fuera del pueblo. Miró luego al viejo, con los ojos brillantes, moviendo los labios, pero sin hablar.
—¿Antílopes? —dijo el viejo, mirando primero la cara del chico y luego los zapatos.
—¿Gacelas?
Douglas pensó un instante, titubeó, y afirmó con un movimiento de cabeza. Casi inmediatamente dio media vuelta y desapareció. El sonido de los zapatos de tenis se apagó en el calor de la jungla.
El señor Sanderson se detuvo en el umbral bañado por el sol, escuchando. De mucho tiempo atrás, cuando soñaba como un niño, llegó el recuerdo. Hermosas criaturas que saltaban en el aire, que desaparecían detrás de la malezas, bajo los árboles, lejos, dejando sólo un débil eco de pisadas.
—Antílopes —dijo el señor Sanderson—. Gacelas.
Se inclinó a recoger los abandonados zapatos invernales del chico, pesados con lluvias olvidadas y nieves hace tiempo fundidas. Saliendo del sol deslumbrante, caminando suavemente, ligeramente, lentamente, se volvió hacia el mundo civilizado…