VI

Tarde, aquella noche, saliendo del cine con sus padres y su hermano Tom, Douglas vio los zapatos de tenis en el brillante escaparate. Apartó rápidamente los ojos, pero unas manos le tomaron los tobillos, le alzaron los pies. Corrió. La tierra giró sobre sí misma. Los toldos de las tiendas agitaron ruidosamente las alas de lona; El padre, la madre y el hermano caminaban en silencio a ambos lados. Douglas caminó de espaldas, mirando los zapatos de tenis en el escaparate nocturno que había quedado atrás.

—Era una linda película —dijo la madre.

—Era… —murmuró Douglas.

Era el mes de junio y un poco tarde para comprar los zapatos especiales, tan silenciosos como una lluvia estival en la acera. Junio y la tierra de desordenado poder, y todo, en todas partes, en movimiento. La hierba venía aún desde el campo, rodeaba las aceras, varaba las casas. En cualquier momento el pueblo zozobraría, se hundiría sin dejar una huella en malezas y tréboles. Y aquí Douglas, inmóvil, atrapado en el cemento muerto y las calles de ladrillos rojos.

—¡Papá! —estalló—. Allá atrás, en aquel escaparate, aquellos Zapatos Esponjosos Pieslivianos…

El padre ni siquiera se volvió.

—¿Y si me dijeras por qué necesitas zapatos nuevos?

—Bueno…

Era para sentirse como todos los veranos, cuando uno se saca los zapatos por primera vez y corre por la hierba. Era como sacar los pies de las mantas tibias del invierno y enfriarlos en el viento que entra por la ventana abierta, y meterlos otra vez bajo las mantas: dos bolas de nieve. Como todos los años, cuando uno vadea por primera vez las lentas aguas del arroyo y los pies aparecen un centímetro más adelante, aguas abajo, que la parte real de uno sobre el agua.

—Papá —dijo Douglas—, no sé cómo explicarlo.

De algún modo la gente que fabricaba zapatos de tenis sabía qué querían y necesitaban los niños. Ponían malvavisco y alambres en las suelas, y tejían el resto con hierbas blanqueadas y cocinadas al sol. En alguna parte, en la arcilla blanda de los zapatos, se escondían los delgados y duros tendones del ciervo. La gente que los hacía debía de haber visto muchos vientos en los árboles, y muchos ríos que bajaban a los lagos. En los zapatos estaba siempre el estío.

Douglas intentó poner todo esto en palabras.

—Si —dijo papá—, ¿pero qué ocurre con los zapatos del año pasado? ¿No están aún en el ropero?

Bueno, Douglas compadecía a los chicos que vivían en California donde se usaban zapatos de tenis todo el año, y no se sabía qué era sacarse el invierno de los pies, despojarse de los zapatos de hierro y cuero cubiertos de nieve y lluvia, y correr un día entero con los pies desnudos, y luego ponerse los primeros zapatos de tenis de la estación, mejores aún que los pies desnudos. Había magia en un nuevo par de zapatos. La magia moriría a principios de setiembre; pero ahora, a fines de junio, había aún mucha magia, y zapatos como ésos podían hacerlo saltar a uno sobre casas, ríos y árboles. Y si uno quería, podía saltar también sobre cercas, y aceras, y perros.

—¿No entiendes? —dijo Douglas—. No puedo usar ese par. —Pues los zapatos viejos habían muerto interiormente. Habían estado bien cuando había empezado a usarlos, el año anterior. Pero al terminar el verano, uno siempre descubría, uno siempre sabía, que con ellos no se podía saltar realmente sobre casas y ríos y árboles, y los zapatos morían entonces. Pero éste era otro año, y Douglas sentía que esta vez, con este nuevo par de zapatos, podía hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa.

Subieron los escalones de la casa.

—Ahórrate ese dinero. —Dijo papá—. En cinco o seis semanas.

—¡El verano habrá terminado!

Se apagaron las luces, Tom se durmió y Douglas quedó mirándose los pies, allá abajo, muy lejos, en el otro extremo de la cama, a la luz de la luna, libres de los pesados zapatones de hierro, libres de los despojos del invierno.

—Razones. Tengo que inventar razones para los zapatos.

Bueno, como todos sabían, en las lomas alrededor del pueblo corrían los amigos enojando a las vacas, haciendo de barómetros, tomando sol, deshojándose como calendarios cada día para tomar más sol. Si uno quería alcanzarlos debía correr más que los zorros o las ardillas.

En cuanto al pueblo, hervía de enemigos irritados por el calor, que recordaban todos los argumentos en favor del invierno, y todos los insultos. ¡Haz amigos, aparta enemigos! Ésa era la divisa de los Zapatos Esponjosos Pieslivianos. ¿El mundo corre con demasiada rapidez? ¿Quieres alcanzarlo? ¿Quieres estar preparado y alerta? ¡Pieslivianos, entonces!

¡Pieslivianos!

Alzó la alcancía y oyó el débil tintineo, el peso alegre de las monedas. Sea lo que sea, pensó, tienes que resolverlo a tu modo. Busquemos, mientras pasa la noche, el sendero de la selva.

Abajo, en el pueblo, las luces de las tiendas se apagaron una a una. Un viento entró por la ventana. Era como un río, aguas abajo, y sus pies querían ir con él.

Oyó en sueños un conejo que corría, corría, corría entre las hierbas tibias y altas.