Uno no los oía venir. Uno apenas los oía irse. Las hierbas se doblaban, y se erguían otra vez.
Pasaban como sombras de nubes, loma abajo… los niños del verano, corriendo.
Douglas se había quedado atrás. Jadeando, se detuvo al borde de la hondonada, a orillas del abismo donde el viento soplaba suavemente. Aquí las orejas se alzaban como orejas de ciervo, y se olfateaba un peligro de un billón de años de antigüedad. Aquí el pueblo, dividido, se abría en mitades. Aquí cesaba la civilización. Aquí sólo crecía la tierra, y había un millón de muertes y renacimientos en una hora.
Y aquí los senderos, trazados o aún no trazados, que hablaban de los deseos de los niños en camino, siempre en camino, de ser hombres.
Douglas se volvió. Esta senda era una enorme serpiente de polvo que llegaba al invernadero donde vivía un invierno de días amarillos. Esta otra corría hacia las arenas de alto horno de la costa del lago de julio. Ésa, hacia los árboles donde crecían los niños como manzanas amargas y ácidas, entre las hojas. Ésa, al huerto de los perales, las viñas, los melones que dormían al sol como gatos de caparazón de tortuga. Aquel sendero, abandonado, y zigzagueante, ¡hacia la escuela! Éste, recto como una flecha, a las matinés de cowboys de los sábados. Y éste, junto a las aguas del arroyo, al desierto, más allá del pueblo.
Douglas entornó los ojos.
¿Quién sabía dónde empezaba el pueblo, o el desierto? ¿Quién sabía quién era dueño de qué, o de qué era dueño cada uno? Había siempre, y para siempre, un indefinido campo de batalla, y en cierta estación uno de los bandos se apoderaba de una avenida, una cañada, un prado, un árbol, un matorral. Algo venía desde el mar continental de flores y hierbas, desde lejos, desde alguna granja solitaria, con el impulso de las estaciones. Cada noche el desierto, los prados, el campo lejano fluían arroyo abajo por la cañada e inundaban el pueblo con un aroma de agua y pastos; el pueblo deshabitado, y muerto, y vuelto a la tierra. Y cada mañana la cañada se acercaba un poco más al pueblo y amenazaba devorar los garajes como botes que hacen agua, viejos automóviles abandonados a las escamosas misericordias de la lluvia y la futura herrumbre.
—¡Eh, eh! —John Huff y Charlie Woodman corrieron cruzando el misterio de la cañada y el pueblo y el tiempo—. ¡Eh!
Douglas caminó lentamente sendero abajo. En la cañada, sí, uno veía las dos caras de la vida, el mundo del hombre y el mundo natural. El pueblo era, al fin y al cabo, un enorme navío donde algunos sobrevivientes se agitaban echando afuera las hierbas, sacando la herrumbre. De cuando en cuando un bote salvavidas, minúsculo, desprendido del buque madre, salía al encuentro del huracán silencioso, navegando calladas olas de hormigas, hundiéndose en la cañada y oyendo las langostas que golpeaban como papeles secos los tibios matorrales, defendiéndose de los ruidos con polvo de arañas, y al fin, en un desprendimiento de piedras y alquitrán, derrumbándose como un altar en una hoguera, mientras una tormenta de truenos y rayos azules fotografiaba instantáneamente el triunfo del desierto.
Era esto entonces (el triunfo del hombre que se libraba del abrazo de la tierra, y la tierra que lo abrazaba otra vez, año tras año) lo que atraía a Douglas. Las ciudades nunca ganaban, existían meramente en un calmo peligro, equipadas con cortadoras de césped, polvos insecticidas y tijeras de podar, nadando sin desfallecer, como dicen que nada la civilización, pero con casas preparadas para hundirse en verdes mareas, sumergirse para siempre, con el último hombre, y desplantadoras y segadoras transformadas en cereales cáscaras de herrumbre.
El pueblo. El desierto. Las casas. La hondonada. Douglas parpadeó. Pero cómo relacionar los dos mundos cuando…
Bajó la vista.
El primer rito del verano, la cosecha de dientes de león, la iniciación del vino, habían terminado.
Ahora el segundo rito esperaba que él, Douglas…
—Doug… ven… ¡Doug…!
Los chicos que corrían se desvanecieron.
—Estoy vivo —dijo Douglas—. ¿Pero para qué? Están más vivos que yo. ¿Cómo es eso? ¿Cómo?
Y de pie, solitario, conoció la respuesta, mirándose fijamente los pies inmóviles.