El pueblo, luego, más tarde…
Y otra cosecha.
El abuelo de pie en el amplio porche, como un capitán que otea la calma vasta e inmóvil de una estación muerta. Interrogaba el viento, y el cielo inalcanzable, y el césped desde donde Douglas y Tom lo interrogaban a él.
—Abuelo, ¿están listas? ¿Ya?
El abuelo se pellizcó la barbilla.
—Quinientas, mil, dos mil, por lo menos. Si, sí, una provisión excelente, recójanlas con rapidez, recójanlas todas. ¡Diez centavos por cada saco llevado a la prensa!
¡Oh!
Los muchachos se inclinaron, sonriendo. Recogieron las flores doradas. Las flores que inundaban el mundo, llevaban el campo a las calles de ladrillos, llamaban suavemente a las ventanas de los sótanos, y se movían difundiendo el resplandor y el centelleo del sol fundido.
—Todos los años —dijo el abuelo—, crecen a tontas y a locas; las dejo. Orgullosas como leones en un corral, Míralas, y te harán un agujero en la retina. Una flor común, una maleza que nadie ve, sí. Pero para nosotros algo noble, el diente de león.
Así, cuidadosamente cortados, en sacos, llevaron abajo los dientes de león. El sótano oscuro se iluminó con su llegada. La prensa del vino esperaba, abierta y fría. Cayó una ola de flores, y la prensa apretó la cosecha.
—Un poco más… así…
La marea de oro, la esencia de ese hermoso y delicado mes, que salía ahora por la abertura inferior, corrió a las tinajas, a desprenderse de sus fermentos, encerrarse en las batidoras, y alinearse en centelleantes botellas a la sombra del sótano.